Página dedicada a mi madre, julio de 2020

LAS ESTRELLAS
Relato de un pastor provenzal

En el tiempo en que guardaba los animales en el Luberon, permanecía semanas enteras sin ver alma viva, solo en los pastos con mi perro Labri y mi rebaño. De vez en cuando, el ermitaño de Mont-de-l´Ure pasaba por allí buscando hierbas, o bien distinguía la cara negra de algún carbonero de Piémont; pero era gente inocente, silenciosa a fuerza de estar sola, que le había perdido el gusto al diálogo y que no sabía nada de lo que se decía allí abajo en los pueblos y en las ciudades. Así, cada quince días, cuando yo oía, con quien subía, los cencerros del mulo de nuestra granja que me traía las provisiones para la quincena, y cuando veía aparecer poco a poco, por encima de la cuesta, la cabeza despierta del pequeño miarro (criado de la granja), o la cofia rojiza de la vieja tía Norade, era verdaderamente feliz. Hacía que me contaran las novedades del lugar, los bautismos, las bodas; pero lo que me interesaba sobre todo era saber cómo le iba a la hija de mis señores, nuestra señorita Stéphanette, la más bonita que hay a diez leguas a la redonda. Sin dejar ver demasiado interés, me informaba si ella iba mucho a las fiestas, a las veladas, si se le acercaban todavía nuevos galanes; y a quienes me preguntaban qué podían importarme esas cosas, a mí, un pobre pastor de la montaña, les respondía que yo tenía veinte años, y que Stéphanette era lo más bonito que yo había visto en mi vida.

Pues bien, un domingo que esperaba los víveres de la quincena, sucedió que llegaron muy tarde. Por la mañana me decía: “Es a causa de la misa mayor”; luego, hacia mediodía, hubo una gran tormenta, y pensé que la mula no había podido ponerse en camino a causa del mal estado de los caminos. En fin, sobre las tres, cuando el cielo estaba despejado y la montaña brillaba de agua y sol, oí entre el goteo de las hojas y el desbordamiento de los arroyos llenos, los cencerros de la mula, tan alegres, tan alertas como un carillón de campanas un día de Pascua. Pero no venían ni el pequeño miarro, ni la vieja Norade que lo guiaba. Era… ¡adivinadlo!… ¡nuestra señorita, hijos míos!, nuestra señorita en persona, sentada derecha entre los sacos de mimbre, completamente rosa por el aire de las montañas y el frescor de la tormenta.

El pequeño estaba enfermo, la tía Norade, de vacaciones con sus hijos. La hermosa Stéphanette me comentó todo eso, bajando de la mula, y también que llegaba tarde porque se había perdido en el camino; pero viéndola tan endomingada, con su turbante de flores, su falda brillante y sus encajes, más parecía que se había entretenido en algún baile que no que había tenido que buscar el camino entre los matorrales. ¡Oh, qué linda criatura! Mis ojos no podían cansarse de mirarla. Es verdad que yo no la había visto nunca tan cerca. Algunas veces, durante el invierno, cuando los rebaños bajaban a la llanura, y yo regresaba por la noche a la granja para cenar, ella cruzaba la sala vivamente, sin casi hablarles a los criados, siempre arreglada y un poco orgullosa… Y ahora la tenía delante de mí, solo para mí; ¿no era para perder la cabeza?

Tras sacar las provisiones de la cesta, Stéphanette se puso a mirar curiosamente a su alrededor. Levantando un poco su bonita falda de domingo que habría podido estropearse, entró en el parc, quiso ver el sitio donde yo dormía, el jergón de paja con la piel de oveja, mi gran capa colgada en la pared, mi cayado, mi fusil de perdernal. Todo eso le divertía.

– Entonces, ¿aquí es donde vives, pobre pastor mío? ¡Cuánto tienes que aburrirte siempre solo! ¿Qué haces? ¿Qué piensas?…

Yo tenía ganas de responderle: “En usted, señora,” y no habría mentido; pero mi turbación era tan grande, que no encontraba ni una palabra. Creo que ella se daba cuenta, y que a la malvada le agradaba aumentar mi embarazo con sus malicias:

– ¿Y tu amiga, pastor, sube a verte alguna vez?… Seguro que es la cabra de oro, o esta hada Estérelle que solo corre por el pico de las montañas…

Y ella misma, hablándome, parecía el hada Estérelle, con la bonita risa de su cabeza echada hacia atrás y su prisa por marcharse, lo que hacía de su visita una aparición.

– Adiós, pastor.

– Salud, señora.

Y he ahí que ya se había marchado, llevándose sus canastas vacías.

Cuando ella desapareció en el sendero en pendiente, me parecía que las piedras, rodando bajo los cascos de la mula, me caían una tras otra sobre el corazón. Las oí durante mucho tiempo, mucho tiempo; y hasta el final del día me quedé como adormecido, no osando moverme, de miedo a perder mi sueño. Por la tarde, cuando el fondo de los valles comenzaba a azulear, y los animales se apretaban balando el uno contra el otro para regresar al parc, oí que me llamaban desde la cuesta, y vi aparecer a nuestra señorita, ya no tan sonriente como antes, sino temblorosa de frío, de miedo, de lluvia. Parece ser que allí abajo había encontrado el Sorgue crecido por la lluvia de la tormenta, y que al querer vadearlo a la fuerza, había estado a punto de ahogarse. Lo terrible era que a esa hora de la noche no había que soñar con volver a la granja; pues por el atajo nuestra señorita no hubiera sabido orientarse sola, y yo no podía abandonar el rebaño. Esta idea de pasar la noche en la montaña la atormentaba mucho, sobre todo a causa de la inquietud de los suyos. Yo la tranquilizaba como mejor podía:

– En julio, las noches son cortas, señora… Solo es un mal momento.

Y encendí rápido un gran fuego para que se secara los pies y la ropa completamente empapada por el agua del Sorgue. Enseguida le llevé leche y queso de cabra; pero la pobre ni en sueños podía calentarse, ni comer; viendo las abundantes lágrimas que brotaban de sus ojos, también yo tenía ganas de llorar.

Sin embargo, la noche había venido del todo. Solo quedaban en la cima de las montañas limaduras de sol, un vapor de luz hacia el lado de poniente. Quise que nuestra señorita entrara a descansar en el parc. Después de haber extendido sobre la paja una buena piel completamente nueva, le deseé buenas noches, y fui a sentarme fuera, delante de la puerta… Dios es testigo de que, a pesar del fuego del amor que me quemaba la sangre, ningún mal pensamiento se me ocurrió; solo un gran orgullo de considerar que en un rincón del parc, cerca del rebaño curioso que la miraba dormir, la hija de mis señores, – como una oveja más preciosa y más blanca que todas las demás, – descansaba, confiada a mi guardia. Nunca me había parecido el cielo tan profundo, ni las estrellas, tan brillantes… De pronto, la verja del parc se abrió, y apareció la hermosa Stépnanette. No podía dormir. Los animales hacían ruido con la paja al moverse, o balaban en sus sueños. Prefería venirse junto al fuego. Viendo eso, le eché mi piel de cabra sobre los hombros, avi la lumbre, y nos quedamos sentados uno cerca del otro sin hablar.  Si vosotros habéis pasado alguna vez la noche al sereno, sabéis que durante las horas en que dormimos, un mundo misterioso se despierta en la soledad y el silencio. Entonces, los manantiales cantan mucho más claro, los estanques encienden sus llamas. Todos los espíritus de la montaña van y vienen libremente; y hay en el aire, roces, ruidos imperceptibles, como si se oyeran crecer las ramas, brotar la hierba. El día es para la vida de los seres; pero la noche es para la vida de las cosas. Cuando no se tiene costumbre, da miedo… Por ello, nuestra señorita estaba toda temblorosa y se apretaba contra mí al menor ruido. Una vez, un grito largo, melancólico, que venía del estanque que lucía abajo, subió hasta nosotros ondeando. Al mismo tiempo, una hermosa estrella fugaz se deslizó por detrás de nuestras cabezas en la misma dirección, como si este lamento que acabábamos de oír llevara consigo una luz.

– ¿Qué es eso?, me preguntó Stéphanette en voz baja.

– Un alma que entra en el paraíso, señora; e hice la señal de la cruz.

Ella se persignó también, y se quedó un momento con la cabeza al aire, muy recogida. Luego, me dijo:

– ¿Es, entonces, verdad que vosotros sois brujos?

– En modo alguno, señorita nuestra. Pero aquí vivimos más cerca de las estrellas, y sabemos lo que pasa mejor que la gente de la llanura.

Ella miraba siempre hacia arriba, con la cabeza apoyada en la mano, envuelta en la piel de cordero como un pastorcito celeste:

– ¡Cuántas hay! ¿Qué hermoso es! Nunca había visto tantas… ¿Sabes sus nombres, pastor?

– Claro que sí, señora… ¡Mire!, justo encima de nosotros el Camino de Santiago (la vía láctea). Va desde Francia derecho a España. Es Santiago de Galicia quien la ha trazado para mostrarle el camino al valiente Carlomagno cuando les hacía la guerra a los árabes. Más lejos, tiene el Carro de las almas (la Osa Mayor) con sus cuatro ejes resplandecientes. Las tres estrellas que van delante son las Tres acémilas, y esta pequeña frente a la tercera es el Cochero. ¿Ve a su alrededor esta luvia de estrellas que caen?, son las almas cuya compañía no quiere el buen Dios… Un poco más abajo, está el Rastrillo o los Tres Reyes (Orión). Es la que nos sirve de reloj a nosotros. Solo mirándola, sé que ahora es medianoche pasada. Un poco más abajo, siempre hacia el sur, brilla Jean de Milán, la antorcha de los astros (Sirio). Sobre esta estrella, los pastores cuentan la siguiente historia. Parece ser que una noche Jean de Milán, los Tres Reyes y la Pollera (la Pléyade) fueron invitados al matrimonio de una estrella amiga. La Pollera, más apresurada, se marchó, dicen, la primera, y cogió el camino alto. Los Tres Reyes cortaron más abajo y la alcanzaron; pero el perezoso Jean de Milán, que había dormido hasta demasiado tarde, se quedó completamente atrás, y furioso, para detenerlos, les arrojó su bastón. Y es por eso por lo que los Tres Reyes se llaman también el Bastón de Jean de Milan Pero la más bonita de todas las estrellas, señora, es la nuestra, es la Estrella del pastor, que nos ilumina al alba cuando sacamos al rebaño, y también por la tarde cuando regresamos. Nosotros la llamamos también Maguelone, la hermosa Maguelone que corre siempre cerca de Pierre de Provence (Saturno) y se casa con él cada siete años.

– ¡Cómo!, pastor, ¿hay matrimonios de estrellas?

– Claro que sí, señora.

Y cuando yo trataba de explicarle lo que eran esos matrimonios, sentí que pesaba ligeramente en mi hombro algo fresco y fino. Era su cabeza llena de sueño que se apoyaba en mí con un bonito pliegue de turbantes, encajes y cabellos ondulados. Se quedó así sin moverse hasta el momento en que los astros del cielo palidecieron, borrados por el día que subía. Yo la miraba dormir, un poco turbado en el fondo de mi ser, pero santamente protegido por esta clara noche que solo me ha dado siempre hermosos pensamientos. Alrededor de nosotros, las estrellas continuaban su camino silencioso, dóciles como un gran rebaño; y a veces me imaginaba que una de esas estrellas, la más fina, la más brillante, habiendo perdido su camino, había venido a posarse en mi hombro para dormir…

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