Página dedicada a mi madre, julio de 2020

Crainquebille, Putois, Riquet y otros muchos relatos provechosos

Versión 2011

Textos: Crainquebille, Putois, Riquet, Pensamientos de Riquet

 

 

CRAINQUEBILLE

I

     La majestad de la justicia reside completamente en cada sentencia dictada por el juez en nombre del pueblo soberano. Jérôme Crainquebille, vendedor ambulante, conoció lo augusta que es la ley cuando lo llevaron a la policía correccional por ultraje a un agente del orden público. Habiendo tomado asiento, en la sala magnífica y sombría, en el banco de los acusados, vio a los jueces, a los escribanos, a los abogados con sus togas, al ujier que traía la cadena, a los policías y, detrás de un antepecho, las cabezas desnudas de los espectadores silenciosos. Y se vio a sí mismo sentado en un asiento elevado, como si, al aparecer ante los magistrados, el acusado mismo recibiera un funesto honor. Al fondo de la sala, entre los dos consejeros, estaba sentado el Sr. presidente Bourriche. Las insignias de oficial de la academia estaban abrochadas en su pecho. Un busto de la República y un Cristo crucificado coronaban la sala de audiencia, de modo que todas las leyes divinas y humanas estaban suspendidas sobre la cabeza de Crainquebille. Por ello, sintió un justo terror. Al no tener ningún espíritu filosófico, no se preguntó lo que querían decir ese busto y ese crucifijo y no indagó si Jesús y Marianne, en el Palacio, estaban de acuerdo. Era, sin embargo, una materia para reflexionar, pues, en fin, la doctrina pontificia y el derecho canónico se oponen en bastantes puntos a la Constitución de la República y al código civil. Las decretales pontificias no han sido abolidas, que se sepa. La Iglesia de Cristo enseña como antes que solos son legítimos los poderes que ella ha investido. Ahora la República francesa pretende, sin embargo, no ser del dominio del pontificado.  Crainquebille podía decir con alguna razón:

     – Señores jueces, al no estar consagrado el presidente Loubet, este Cristo, que pende sobre vuestras cabezas, os rechaza por el órgano de los Concilios y de los papas. O él está aquí para recordaros el derecho de la iglesia, que anula el vuestro, o su presencia no tiene ningún significado razonable.

     A lo que el presidente Bourriche quizás habría respondido:

     – Inculpado Crainquebille, los reyes de Francia han estado siempre enfrentados con el papa. Guillaume de Nogaret fue excomulgado y no por tan poca cosa dimitió de su cargo. El Cristo de la sala de audiencia no es el Cristo de Gregorio VII o de Bonifacio VIII. Es, si así lo quiere, el Cristo del Evangelio, que no sabía ni una palabra del derecho canónico y nunca había oído hablar de las sagradas decretales.

     Entonces, tendría Crainquebille la posibilidad de responder:

     – El Cristo del Evangelio era un bousingot.[i] Además, sufrió una condena que, después de diecinueve siglos, todos los pueblos cristianos consideran como un grave error judicial. Le desafío, señor presidente, a condenarme, en su nombre, siquiera a cuarenta y ocho horas de prisión.

     Pero Crainquebille no se entregaba a ninguna consideración histórica, política o social. Él permanecía en su asombro. El aparato del que estaba rodeado le hacía concebir una alta idea de la justicia. Penetrado de respeto, sumergido en el espanto, estaba listo a rendirse a los jueces sobre su propia culpabilidad. En su conciencia, no se creía criminal; pero sentía lo poco que es la conciencia de un vendedor de verduras ante los símbolos de la ley y los ministros de la vindicta pública. Ya su abogado casi lo había persuadido de que no era inocente.

     Una instrucción sumaria y rápida había realzado los cargos que pesaban sobre él.

II. LA AVENTURA DE CRAINQUEBILLE

     Jérôme Crainquebille, vendedor de verduras, iba por la ciudad empujando su pequeño carro y gritando: ¡Coles, nabos, zanahorias! Y cuando tenía puerros, gritaba: ¡Manojos de espárragos!, porque los puerros son los espárragos del pobre. Ese día, 20 de octubre, a mediodía, cuando bajaba por la calle de Montmartre, madame Bayard, la zapatera, salió de su tienda y se acercó al carro de las verduras. Levantando desdeñosamente un manojo de puerros:

     – No son nada hermosos sus puerros. ¿A cuánto el manojo?

     – A setenta y cinco céntimos, señora. No los hay mejores.

     – ¿Setenta y cinco céntimos tres tristes puerros?

     Y arrojó el manojo en el carro, con un gesto de disgusto.

     Fue entonces cuando el agente 64 sobrevino y le dijo a Crainquebille:

     – ¡Circule!

     Crainquebille, desde hacía cincuenta años, circulaba de la mañana a la noche. Tal orden le pareció legítima y conforme a la naturaleza de las cosas. Todo dispuesto a obedecer, le dio prisas a la señora para que cogiera lo que le convenía.

     – Es necesario que elija la mercancía, respondió con aspereza la zapatera.

     Y ella tanteó de nuevo los manojos de puerros, luego se guardó el que le pareció mejor y se lo acercó al pecho como las santas en los cuadros de la iglesia, apretando contra su pecho la palma triunfal.

     – Le daré setenta céntimos. Es bastante. Y aún es necesario que vaya a buscarlos a la tienda, porque no los llevo encima.

     Y con los puerros abrazados, regresó a la zapatería, donde una clienta, que llevaba a un niño, la había precedido.

     En ese momento el agente 64 le dijo por segunda vez a Crainquebille:

     – ¡Circule!

     – Estoy esperando mi dinero, respondió Crainquebille

     – No le digo que espere su dinero; le he dicho que circule, respondió el agente con firmeza.

     No obstante, la zapatera, en la tienda, le probaba unos zapatos azules a un niño de dieciocho meses cuya madre tenía prisas. Y las cabezas verdes de los puerros reposaban en el mostrador.

     Después de medio siglo empujando su carro por las calles, Crainquebille había aprendido a obedecer a los representantes de la autoridad. Pero esta vez se encontraba en una situación particular, entre un deber y un derecho. Él no tenía espíritu jurídico, no comprendía que el disfrute de un derecho individual no lo dispensaba de cumplir un deber social. Consideró demasiado su derecho, que era recibir setenta céntimos, y no se ocupó bastante de su deber, que era empujar su carro e ir hacia adelante y siempre hacia adelante. Él permaneció.

     Por tercera vez, al agente 64, tranquilo y sin cólera, le dio la orden de circular. Contrariamente a la costumbre del brigadier Montaucil, que amenaza sin cesar y no castiga nunca, el agente 64 es sobrio en advertencias y rápido en multar. Ese es su carácter. Aunque un poco socarrón, es un excelente servidor y un leal soldado. La valentía de un león y la dulzura de un niño. Solo conoce su consigna.

     – ¿Usted no entiende, pues, cuando le digo que circule?

     Crainquebille tenía, para permanecer en su lugar, una razón tan considerable a sus ojos, que la creía suficiente. Expuso simplemente y sin arte:

     – ¡Pardiez! ¿Pues no le he dicho que espero mi dinero?

     El agente 64 se contentó con responder:

     – ¿Quiere que yo le clave[ii]… una denuncia? Si lo quiere, no tiene más que decírmelo.

     Al oír estas palabras, Crainquebille levantó los hombros, y le lanzó al agente una mirada dolorosa que él elevó enseguida hacia el cielo. Y esta mirada decía:

     “¡Que Dios me juzgue! ¿Denigro yo las leyes? ¿Acaso me río yo de los decretos y de las órdenes que rigen mi estado ambulante? A las cinco de la mañana estaba en el mercado exterior de las Halles. Desde las siete, me quemo las manos en mis varas gritando; ¡Coles, nabos, zanahorias! Tengo sesenta años bien cumplidos. Estoy cansado, y usted me pregunta si yo llevo la bandera negra de la revuelta. Usted se burla y su broma es cruel.”

     Ya fuera que la expresión de esa mirada se le hubiera escapado, ya fuera que él no encontrara una excusa para desobedecer, el agente le preguntó con una voz cortante y ruda si lo había comprendido.

     Ahora, en ese preciso momento, el embotellamiento de los coches era extremo en la calle Montmartre. Los coches de caballos, las carretas, los carromatos, los autobuses, los camiones, apretados los unos contra los otros, parecían indisolublemente juntos y ensamblados. Y en su inmovilidad temblorosa se levantaban juramentos y gritos. Los cocheros de los coches de caballo intercambiaban, desde lejos, con los muchachos de las carnicerías injurias heroicas, y los conductores de los autobuses, considerando a Crainquebille como la causa del embotellamiento, lo llamaban “sucio puerro”.

     Sin embargo, en la acera, unos curiosos se apresuraban, atentos a la querella. Y el agente, viéndose observado, no pensó en otra cosa que en lucir su autoridad.

     – Está bien, dijo.

     Y sacó de su bolsillo un bloc grasiento y un lápiz muy corto.

     Crainquebille seguía su idea y obedecía a una fuerza interior. Por lo demás, le era imposible ahora avanzar o retroceder. La rueda de su carro estaba desgraciadamente enganchada en la rueda del carro de un lechero.

     Arrancándose los cabellos bajo la gorra, exclamó:

     – Pero ¿no le estoy diciendo que espero mi dinero? ¿Es un delito? ¡Miseria! ¡Maldita sea!

     Por estas frases que, sin embargo, expresaban menos la rebelión que la desesperación, el agente 64 se consideró insultado. Y como, para él, todo insulto revestía necesariamente la forma tradicional, regular, consagrada, ritual y por así decirlo litúrgica de “Mort aux vaches!”,[iii] es bajo esta forma como espontáneamente recogió y concretó en sus oídos las palabras del delincuente.

     – ¡Ah!, ha dicho “Mort aux vaches!” Está bien. Sígame.

     Crainquebille, en el exceso del estupor y del desamparo, miraba con sus grandes ojos abrasados por el sol al agente 64, y con la voz rota, que le salía ya por encima de la cabeza, ya de debajo de los talones, exclamó, con los brazos cruzados sobre su camisa azul:

     – ¿Yo he dicho “Mort aux vaches!”? ¿Yo?… ¡Oh!

     Esta detención fue acogida por las risas de los empleados de los comercios y de los muchachos. Ella contenía el gusto que todas las muchedumbres sienten por los espectáculos indignos y violentos. Pero, tras abrirse paso a través del corro popular, un anciano muy triste, vestido de negro y con un sombrero de copa, se acercó al agente y le dijo muy despacio y firme, en voz baja:

     – Se ha equivocado. Este hombre no lo ha insultado.

     – Ocúpese de sus asuntos, le respondió el agente, sin proferir amenazas, pues le hablaba a un hombre vestido de modo adecuado.

     El anciano insistió con mucha calma y tenacidad. Y el agente le notificó la orden de que se explicara en comisaría.

     Sin embargo, Crainquebille exclamó:

     – Entonces ¿yo he dicho “Mort aux vaches!”? ¡Oh!…

     Pronunciaba estas palabras de asombro cuando la señora Bayard, la zapatera, se llegó a él con los setenta céntimos en la mano. Pero ya el agente 64 lo agarraba, y la señora Bayard, pensando que no le debía nada a un hombre al que llevan a comisaría, se metió los céntimos en el bolsillo del delantal.

     Y viendo de golpe su carro secuestrado, su libertad perdida, el abismo bajo sus pasos y el sol apagado, Crainquebille murmuró:

     – ¡Da igual!…

     Ante el comisario, el anciano declaró que, detenido en su camino por un embotellamiento de coches, había sido testigo de la escena y que afirmaba que el agente no había sido insultado, y que se había equivocado totalmente. Dio su nombre y sus señas: doctor David Matthieu, médico jefe del hospital Ambroise-Paré, oficial de la Legión de honor. En otros tiempos, un testigo tal habría esclarecido con suficiencia al comisario. Pero entonces, en Francia, los sabios eran sospechosos.

     Crainquebille, cuyo arresto fue mantenido, pasó la noche en la celda de seguridad y, por la mañana, lo trasladaron en el furgón al calabozo.

     La prisión no le pareció ni dolorosa ni humillante. Le pareció necesaria. Lo que le impresionó al entrar fue la limpieza de las paredes y del enlosado. Dijo:

     – Como limpio, este lugar está limpio. ¡Verdaderamente! Se podría comer en el suelo.

     Una vez solo, quiso retirar su taburete, pero se dio cuenta de que estaba sellado a la pared. Expresó en voz alta su sorpresa:

     – ¡Qué extraña idea! He aquí una cosa que yo no habría inventado, seguro.

     Tras sentarse, giró sus pulgares y permaneció en su asombro. El silencio y la soledad lo agobiaban. Se aburría y pensaba con inquietud en su carro secuestrado, aún todo cargado de coles, zanahorias, apios, milamores y diente de león. Y se preguntaba angustiado:

     – ¿Dónde habrán dejado mi carro?

     Al tercer día recibió la visita de su abogado, el señor Lemerle, uno de los miembros más jóvenes del foro de París, presidente de una de las secciones de la Liga de la Patria francesa.

     Crainquebille intentó contarle su caso, lo que no le resultaba fácil, pues no tenía la costumbre de hablar. Quizás lo habría conseguido con un poco de ayuda. Pero su abogado sacudía la cabeza con aire desconfiado ante todo lo que él decía, y hojeando sus papeles, murmuraba:

     – ¡Hum! ¡Hum! No veo nada claro en este dossier…

     Luego, con un poco de cansancio, dijo rizándose su bigote rubio:

     – Por su interés, quizás sería mejor confesar. Por mi parte, estimo que su sistema de negaciones absolutas es de una insigne torpeza.

     Y desde entonces Crainquebille habría confesado si hubiera sabido lo que tenía que confesar.

III. CRAINQUEBILLE ANTE LA JUSTICIA

     El presidente Bourriche consagró seis minutos completos al interrogatorio de Crainquebille. Este interrogatorio habría dado más luz si el acusado hubiera respondido a las preguntas que se le habían planteado. Pero Crainquebille no tenía la costumbre de la discusión, y en tal compañía, el respeto y el espanto le cerraban la boca. Así, guardaba silencio, y el presidente pronunciaba él mismo las respuestas; estas eran abrumadoras. Concluyó:

     – En fin, reconoce que ha dicho “Mort aux vaches!

     – Yo he dicho “Mort aux vaches!” porque el señor agente ha dicho “Mort aux vaches!”. Entonces, yo he dicho “Mort aux vaches!”.

     Él quería dar a entender que, asombrado por la más imprevista imputación, había repetido, en su estupor, las palabras extrañas que se le atribuían falsamente y que él no había pronunciado. Había dicho “Mort aux vaches!” como si hubiera dicho “¡Yo!, ¿decir frases injuriosas?, ¿ha podido creerlo?

     El Sr. presidente Bourriche no se lo tomó así:

     – ¿Pretende, dijo, que el agente ha proferido antes ese grito?

     Crainquebille renunció a explicarse. Era demasiado difícil.

     – No insiste. Es lo más razonable, dijo el presidente.

     Llamó a los testigos.

     El agente 64, de nombre Bastien Matra, juró que diría la verdad y nada más que la verdad. Luego declaró en estos términos:

     – Estando de servicio el 20 de octubre, a mediodía, observé en la calle Montmartre, a un individuo que me pareció un vendedor ambulante y que tenía su carro indebidamente estacionado a la altura del número 328, lo que ocasionaba una aglomeración de coches. Le notifiqué tres veces la orden de circular, que él se negó a acatar. Y al advertirle que iba a redactar la denuncia, él me respondió gritando “Mort aux vaches!”, lo que me pareció injurioso.

     Esta declaración, firme y mesurada, fue escuchada con un evidente favor del tribunal. La defensa había citado a la señora Bayard, la zapatera, y al Sr. David Matthieu, médico jefe del hospital Ammbroise-Paré, oficial de la Legión de honor. La señora Bayard no había visto ni oído nada. El doctor Matthieu se encontraba en el gentío reunido alrededor del agente que le ordenaba al vendedor circular. Su declaración causó un incidente.

     – He sido testigo de la escena, dijo. Me percaté de que el agente se había equivocado: no había sido insultado. Me acerqué y se lo hice saber. El agente mantuvo al vendedor en estado de arresto y me invitó a seguirlo a la comisaría. Lo que hice. Reiteré mi declaración ante el comisario.

     – Puede sentarse, dijo el presidente. Ujier, llame al testigo Matra.

     – Matra, cuando ha procedido al arresto del acusado, ¿el señor doctor Matthieu no le ha hecho la observación de que estaba confundido?

     – Señor presidente, él me ha insultado.

     – ¿Qué le ha dicho?

     – Me ha dicho “Mort aux vaches!”

     Un rumor y risas se elevaron en el auditorio.

     – Puede retirarse, dijo el presidente con precipitación.

     Y le advirtió al público que si esas manifestaciones indecentes se repetían, haría evacuar la sala. Sin embargo, la defensa agitaba triunfalmente las mangas de la toga, y en ese momento se pensaba que Crainquebille sería liberado.

     Restablecida la calma, el señor Lemerle se levantó. Comenzó su arenga con el elogio de los agentes de la prefectura, “esos modestos servidores de la sociedad que, con un sueldo irrisorio, soportan fatigas y afrontan peligros incesantes, y que practican el heroísmo cotidiano. Son antiguos soldados, y siguen siendo soldados. Soldados, esa palabra lo dice todo…”

     Y el abogado Lemerle se elevó, sin esfuerzo, a unas consideraciones muy altas sobre las virtudes militares. Él era de los “que no permiten, dijo, que se toque a la armada, a esta armada nacional a la que estaba orgulloso de pertenecer”.

     El presidente inclinó la cabeza.

     El abogado Lemerle, en efecto, era lugarteniente en reserva. Era también candidato nacionalista en el barrio de Vieilles-Haudriettes.

     Y prosiguió:

     –  En efecto, no desconozco los servicios modestos y preciosos que prestan diariamente los guardianes de la paz a la valerosa población de París. Y yo no habría consentido presentarles, señores, la defensa de Crainquebille, si yo viera en él al agraviador de un antiguo soldado. Se acusa a mi cliente de haber dicho “Mort aux vaches!” El sentido de esta frase no es dudoso. Si hojean el Dictionnaire de la langue verte, leerán: “Vachard, perezoso, holgazán; quien se tiende perezosamente como una vaca, en lugar de trabajar. – Vache, quien se vende a la policía; chivato.” Mort aux vaches! Se dice en cierto mundo. Pero la cuestión es esta: ¿Cómo lo ha dicho Crainquebille? Es más, ¿lo ha dicho? Permítanme, señores, dudarlo.

     «Yo no sospecho que el agente Matra tenga ninguna mala intención. Pero él realiza, como hemos dicho, una tarea penosa. Algunas veces, está cansado, sobrepasado, agotado. En esas condiciones puede haber sido víctima de una suerte de alucinación del oído. Y cuando él viene a decirnos, señores, que el doctor David Matthieu, oficial de la Legión de honor, médico jefe del hospital Ambroise-Paré, un príncipe de la ciencia y un hombre educado, ha gritado “Mort aux vaches!”, nosotros nos vemos forzados a reconocer que Matra estaba dominado por la enfermedad de la obsesión, y, si el término no es muy fuerte, por un delirio de persecución.

     «Y, por tanto, aunque Crainquebille hubiera gritado “Mort aux vaches!”, quedaría por saberse si esa palabra tiene, en su boca, el carácter de un delito. Crainquebille es hijo natural de una vendedora ambulante, perdida por el desorden de su vida y por la bebida. Él ha nacido alcohólico. Aquí lo ven, embrutecido por sesenta años de miseria. Señores, dirán que él es irresponsable.»

     El abogado Lemerle se sentó y el Sr. presidente Bourriche leyó entre dientes la sentencia por la que se condenaba a Jérôme Crainquebille a quince días de prisión y a una multa de cincuenta francos. El tribunal había basado su convicción en el testimonio del agente Matra.

     Conducido por los largos pasillos del Palacio, Crainquebille sintió una inmensa necesidad de simpatía. Se volvió hacia el guardia de París que lo llevaba y lo llamó tres veces:

     – ¡Guardia!… ¡Guardia!… ¿Eh? ¡Guardia!…

     Y suspiró:

     – ¡Si solo hace quince días me hubieran dicho que me iba a ocurrir lo que me está ocurriendo!…

     Luego hizo esta reflexión:

     – Esos señores hablan demasiado rápidos, hablan bien, pero hablan demasiado rápidos. Uno no puede explicarse con ellos… Guardia, ¿usted no ve que hablan demasiado rápidos?

     Pero el soldado caminaba sin responderle y sin girar la cabeza.

     Crainquebille le preguntó:

     – ¿Por qué no me responde?

     Y el soldado guardó silencio. Y Crainquebille le dijo con amargura:

     – Se le habla hasta a un perro. ¿Por qué no me habla? ¿Usted no abre nunca la boca, no tiene miedo de que le apeste?

IV. APOLOGÍA DEL SR. PRESIDENTE BOURRICHE

     Algunos curiosos y dos o tres abogados abandonaron la audiencia después de la lectura de la detención, cuando ya el escribano llamaba para otra causa. Los que salían en modo alguno reflexionaban sobre el caso Crainquebille, que apenas les había interesado, y en el que ya ni pensaban. Solo el Sr. Jean Lermite, grabador de aguafuerte, que había venido por casualidad al palacio, meditaba sobre lo que acababa de ver y de oír.

     Puso su brazo en el hombro del abogado Joseph Aubarrée:

     – Lo que hay que alabar en el presidente Bourriche, le dijo, es haber sabido defenderse de las vanas curiosidades del espíritu y guardarse de este orgullo intelectual que quiere conocerlo todo. Si hubiera opuesto, la una a la otra, las declaraciones contradictorias del agente Matra y del doctor David Matthieu, el juez habría entrado en un camino en el que solo se encuentra la duda y la incertidumbre. El método que consiste en examinar los hechos según las reglas de la crítica es irreconciliable con una buena administración de la justicia. Si el magistrado tuviera la imprudencia de seguir ese método, sus juicios dependerían de su sagacidad personal, que casi siempre es pequeña, y de la invalidez humana, que es constante. ¿Qué pasaría con la autoridad? No se puede negar que el método histórico es completamente inapropiado para procurarle las certezas que necesita. Basta con recordar la aventura de Walter Raleigh.

     «Un día en el que Walter Raleigh, encerrado en la Torre de Londres, trabajaba, según su costumbre, en la segunda parte de su Historia del mundo, una pelea estalló bajo su ventana. Fue a ver a esa gente que se querellaba, y cuando volvió al trabajo, pensaba que la había observado bien. Pero, al día siguiente, tras hablarle de este asunto a uno de sus amigos que había estado presente y que incluso había participado en ello, este lo contradijo en cada uno de los detalles. Reflexionando, entonces, en la dificultad de conocer la verdad de los hechos lejanos, cuando él incluso había podido equivocarse en lo ocurría ante sus ojos, echó al fuego el manuscrito de su historia.

     «Si los jueces tuvieran los mismos escrúpulos que sir Walter Raleigh, arrojarían al fuego todos sus expedientes. No tienen derecho a ello. Eso sería, por su parte, una denegación de la justica, un crimen. Hay que renunciar a saber, pero no hay que renunciar a juzgar. Los que quieren que los fallos de los tribunales se basen en la búsqueda metódica de los hechos son unos sofistas peligrosos y unos enemigos pérfidos de la justicia civil y de la justicia militar. El presidente Bourriche tiene un espíritu demasiado jurídico para hacer que sus sentencias dependan de la razón y de la ciencia, cuyas conclusiones están sujetas a eternas disputas. Él las basa en los dogmas y las asienta en la tradición, de modo que sus juicios igualan en autoridad a los mandamientos de la iglesia. Sus sentencias son canónicas. Entiendo que las toma de un cierto número de cánones sagrados. Vea, por ejemplo, que él clasifica a los testigos no de acuerdo con caracteres inciertos y engañosos de la verosimilitud y de la verdad humana, sino de acuerdo con caracteres intrínsecos, permanentes y manifiestos. Él los pesa con el peso de las armas. ¿Hay algo más simple y más sabio a la vez? Considera irrefutable el testimonio de un guardián de la paz, haciendo abstracción de su humanidad y concebido metafísicamente en tanto que es un número de matrícula según las categorías de la policía ideal. No es que Matra (Bastien), nacido en Cinto-Monte (Córcega), le parezca incapaz de error. Él nunca ha pensado que Bastien Matra estuviera dotado de un gran espíritu de observación, ni que hubiera aplicado en el examen de los hechos un método exacto y riguroso. Para decir la verdad, él no considera a Bastien Matra, sino al agente 64. – Un hombre es falible, piensa. Pierre y Paul pueden equivocarse. Descartes, Gassendi, Leibnitz y Newton, Bichat y Claude Bernard han podido equivocarse. Todos en todo momento nos equivocamos. Nuestras razones de error son innumerables. Las percepciones de los sentidos y los juicios del espíritu son fuente de ilusión y causas de incertidumbre. No hay que confiar en el testimonio de un hombre: Testis unus, testis nullus. Pero se puede tener fe en un número. Bastien Matra, de Cinto-Monte, es falible. Pero el agente 64, hecha abstracción de su humanidad, no se equivoca. Es una entidad. En una entidad no hay nada de lo que pertenece a los hombres, y los turba, los corrompe y los engaña. Ella es pura, inalterable y sin mezcla. Así, el tribunal no ha dudado en rechazar el testimonio del doctor David Matthieu, que no es más que un hombre, para aceptar el del agente 64, que es una idea pura, y como un rayo de Dios que ha bajado a estrados.

     «Procediendo de este modo, el presidente Bourriche se asegura una suerte de infalibilidad, la única a la que un juez puede aspirar. Cuando el hombre que testimonia está armado de un sable, es el sable lo que hay que escuchar, y no al hombre. El hombre es falible y puede errar. El sable no lo es y siempre tiene razón. El presidente Bourriche ha penetrado profundamente en el espíritu de las leyes. La sociedad descansa en la fuerza, y la fuerza debe ser respetada como el fundamento augusto de las sociedades. La justicia es la administración de la fuerza. El presidente Bourriche sabe que el agente 64 es una partícula del Príncipe. El Príncipe reside en cada uno de sus oficiales. Arruinar la autoridad del agente 64 es debilitar al Estado. Comerse una hoja de esa alcachofa es comerse la alcachofa, como dijo Bossuet en su sublime lenguaje. (Politique tirée de l’Écriture sainte, passim.)

     «Todas las espadas de un Estado se vuelven en el mismo sentido. Oponiendo las unas a las otras, se subvierte la república. Esa es la razón por la que el inculpado Crainquebille ha sido condenado a quince días de prisión y a una multa de cincuenta francos, con el testimonio del agente 64. Creo escuchar al presidente Bourriche explicar él mismo las altas y hermosas razones que inspiraron su sentencia. Yo creo oírle decir:

     – He juzgado a este individuo de conformidad con el agente 64, porque el agente 64 es la emanación de la fuerza pública. Y para reconocer mi sabiduría, les basta imaginar que he actuado de modo inverso. Verán de inmediato que ello hubiera sido absurdo. Pues si yo juzgara contra la fuerza, mis sentencias no serían ejecutadas. Noten, señores, que los jueces no son obedecidos sino en la medida en que tienen la fuerza con ellos. Sin los gendarmes, el juez no sería más que un pobre soñador. Me perjudicaría si le quitara la razón a un gendarme. Además, el carácter de las leyes se opone a ello. Desarmar a los fuertes y armar a los débiles sería cambiar el orden social que tengo la misión de conservar. La justicia es la sanción de las injusticias establecidas.  ¿Se la ha visto alguna vez opuesta a los conquistadores y contraria a los usurpadores? Cuando se alza un poder ilegítimo, no tiene sino que reconocerlo para hacerlo legítimo. Todo está en la forma, entre el crimen y la inocencia no hay sino el espesor de una hoja de papel timbrado. – Era usted, Crainquebille, el que tenía que ser el más fuerte. Si tras gritar “Mort aux vaches!”, se hubiera declarado emperador, dictador, presidente de la República o solamente consejero municipal, le aseguro que no lo habría condenado a quince días de cárcel y a una multa de cincuenta francos. Le habría absuelto de cualquier pena. Puede creerme.

     «Así, sin duda, habría hablado el presidente Bourriche, pues tiene espíritu jurídico y sabe lo que un magistrado le debe a la sociedad. Él defiende sus principios con orden y regularidad. La justicia es social. Solo los malos espíritus la quieren humana y sensible. Se la administra con reglas fijas y no con los temblores de la carne y las luces de la inteligencia. Sobre todo, no le pidan que sea justa, ella no tiene necesidad de serlo, puesto que es la justicia, y yo incluso les diré que la idea de una justica justa solo ha podido germinar en la cabeza de un anarquista. El presidente Magnaud dicta, es verdad, sentencias equitativas. Pero se las anulan, y eso es justicia.

     «El verdadero juez pesa los testimonios con el peso de las armas. Eso se ha visto en el asunto Crainquebille, y en otras causas más célebres.»

     Así habló el Sr. Jean Lermite, mientras recorría de un extremo al otro el largo vestíbulo.

     El abogado Joseph Aubarrée, que conocía el Palacio, le respondió rascándose la punta de la nariz:

     – Si quiere que le diga mi opinión, yo no creo que el señor presidente Bourriche se haya elevado a tan alta metafísica. A mi juicio, al admitir el testimonio del agente 64 como expresión de la verdad, él simplemente hizo lo que siempre había visto hacer. Es en la imitación donde hay que buscar la razón de la mayor parte de los actos humanos. Si uno se adapta a la costumbre, siempre pasa por un hombre honesto. Se llama gente de bien a quien hace lo que hacen los demás.

V. DE LA SUMISIÓN DE CRAINQUEBILLE A LAS LEYES DE LA REPÚBLICA

     Crainquebille, llevado a prisión, se sentó en su taburete encadenado, lleno de asombro y de admiración. Él mismo no sabía bien que los jueces se hubieran equivocado. El tribunal le había ocultado sus debilidades íntimas bajo la majestad de las formas. No podía creer que tenía razón contra los magistrados cuyas razones no había comprendido: le resultaba imposible concebir que algo no encajara en una ceremonia tan hermosa. Pues, al no ir ni a misa, ni a los Elíseos, no había visto en toda su vida nada tan hermoso como un juicio de policía correccional. Él sabía muy bien que no había gritado “Mort aux vaches!” Y, que él hubiera sido condenado a quince días de cárcel por haberlo gritado, era, en su pensamiento, un misterio augusto, uno de esos artículos de fe a los que los creyentes se adhieren sin comprenderlos, una revelación oscura, brillante, adorable y terrible.

     Este pobre y viejo hombre se reconocía culpable de haber ofendido místicamente al agente 64, como el muchacho que va a la catequesis se reconoce culpable del pecado de Eva. Se le había enseñado, a través de su sentencia, que él había gritado “Mort aux vaches!”. Era, entonces, de una manera misteriosa, desconocida por él mismo como había gritado “Mort aux vaches!”. Lo habían trasladado a un mundo sobrenatural. Su juicio era su apocalipsis.

     Si él no se podía hacer una idea nítida del delito, tampoco se la hacía más nítida de la pena. Su condena le había parecido algo solemne, ritual y superior, algo deslumbrante que no se comprende, que no se discute, y por lo que no hay ni que alabarse ni quejarse. Si él a esta hora hubiera visto al presidente Bourriche, con una aureola en la frente, descender, con alas blancas, desde el techo entreabierto, él no se habría sorprendido de esta nueva manifestación de la gloria judicial. Se habría dicho: “¡He aquí que mi caso continúa!”

     Al día siguiente, su abogado vino a verlo:

     – Y bien, buen hombre, ¿no está muy mal, no? ¡Ánimo!, dos semanas pasan pronto. No tenemos mucho de lo que quejarnos.

     – En eso, se puede decir que estos señores han sido muy dulces, muy amables, ni una palabrota. No lo hubiera creído. Y el guardia se había puesto guantes blancos. ¿No lo ha visto?

     –  En conclusión, hemos hecho bien en confesar.

     – Es posible.

     – Crainquebille, tengo que darle una buena noticia. Una persona caritativa, que he interesado a su favor, me ha entregado para usted la suma de cincuenta francos que será usada para pagar la multa a la que ha sido condenado.

     – ¿Y cuándo me dará los cincuenta francos?

     – Se entregarán en la escribanía. No se inquiete.

     – Da igual. Le doy las gracias igualmente a esa persona.

     Y Crainquebille, meditabundo, murmuró:

     – No es normal lo que me ocurre.

     – No exagere, Crainquebille. Su caso no es raro, al contrario.

     – ¿Podría decirme dónde han metido mi carro?

VI. CRAINQUEBILLE ANTE LA OPINIÓN

     Crainquebille, ya fuera de la prisión, empujaba su carro por la calle Montmartre gritando: ¡Coles, nabos, zanahorias! No estaba ni orgulloso ni avergonzado de su aventura. Guardaba un recuerdo penoso.  Eso se parecía, en su espíritu, al teatro, al viaje y al sueño. Estaba sobre todo contento de caminar en el lodo, en el suelo de la ciudad, y de ver sobre su cabeza el cielo húmedo y sucio como un arroyo, el buen cielo de su ciudad. Se paraba en todas partes para beber un trago; luego, libre y alegre, tras escupir en sus manos para lubrificar sus palmas callosas, empuñaba las varas y empujaba el carro, mientras, delante de él, los gorriones, mañaneros y pobres como él, que se buscaban la vida en la calle, volaban en bandadas con su grito familiar: ¡Coles, nabos, zanahorias! Una vieja ama de casa, que se había acercado, le decía tanteando los apios:

     – ¿Qué le ha ocurrido, padre Crainquebille? Hace tres semanas que no se le ve. ¿Ha estado enfermo? Está un poco pálido.

     – Voy a decírselo, señora Mailloche, he vivido de las rentas.

     Nada ha cambiado en su vida, solo que va más de lo habitual a la taberna, porque tiene la idea de que es fiesta, y ha conocido a gente caritativa. Regresa un poco alegre a su buhardilla. Tendido en el jergón, se arrebuja en los sacos que le ha prestado el vendedor de castañas de la esquina y que le sirven de manta, y él sueña: “La prisión, no hay en ella de lo que quejarse; se tiene allí todo lo que se necesita. Pero, a pesar de todo, se está mejor en la casa de uno.”

     Su contento fue de poca duración. Se percató pronto de que los clientes le ponían mala cara.

     – ¡Buenos apios, señora Cointreau!

     – No necesito nada.

     – ¿Cómo que no necesita nada? Y sin embargo, no vive del aire.

    Y la señora Cointreau, sin responderle, regresaba con orgullo a la gran panadería de la que era dueña. Las tenderas y las porteras, hacía poco asiduas alrededor de su carro verde y florido, ahora se alejaban de él. Cuando llegó a la zapatería del Ange Gardien, que es el punto en que comenzaron sus aventuras con la justicia, llamó:

     – Señora Bayard, señora Bayard, me debe setenta céntimos de la otra vez.

     Pero la señora Bayard, que estaba junto al mostrador, no se dignó a volver la cabeza.

     Toda la calle Montmartre sabía que el padre Crainquebille salía de la prisión, y toda la calle Montmartre no lo reconocía ya. El ruido de su condena había llegado hasta el barrio y la esquina tumultuosos de la calle Richer. Allí, hacia mediodía, él divisó a la señora Laure, su buena y fiel cliente, inclinada sobre el carro del joven Martin. Tanteaba una gran col. Sus cabellos brillaban al sol como abundantes hilos de oro largamente trenzados. Y el joven Martin, un cualquiera, un sucio tipejo, le juraba con la mano en el corazón, que no había mercancía más hermosa que la suya. Ante este espectáculo, el corazón de Crainquebille se desgarró. Empujó su carro sobre el del joven Martin, y le dijo a la señora Laure con una voz quejumbrosa y rota:

     – No está bien que me sea infiel.

     La señora Laure, como ella misma lo reconocía, no era duquesa. No era en el mundo donde se había hecho una idea del furgón y del calabozo. Pero se puede ser honesto en todos los estados, ¿no es cierto? Cada uno tiene su amor propio, y no se desea tener que ver con un individuo que sale de la cárcel. Así, ella no le respondió más que simulando náuseas. Y el viejo vendedor ambulante, sintiendo la afrenta, gritó:

     – ¡Espabilada!, ¡vamos!

     La señora Laura dejó caer su col verde y exclamó:

     – ¡Eh!, ¡vamos!, ¡viejo reincidente! ¡Este sale de la cárcel, y ya está insultando a las personas!

     Crainquebille, si hubiera guardado la calma, nunca le habría reprochado a la señora Laura su condición. Sabía muy bien que no se hace en la vida lo que se quiere, que no se elige el trabajo, y que hay buena gente en todos lados. Tenía la costumbre de ignorar sabiamente lo que hacían en sus casas sus clientes, y no despreciaba a nadie. Pero estaba fuera de sí. Llamó tres veces a la señora Laure espabilada, carroña y furcia. Un círculo de curiosos se formó alrededor de la señora Laure y de Crainquebille, que intercambiaron además otras muchas injurias tan solemnes como las primeras, y que habrían desgranado todas las cuentas del rosario, si un agente que apareció de pronto no los hubiera vuelto de golpe, con su silencio y su inmovilidad, tan mudos e inmóviles como él. Se dispersaron. Pero esta escena acabó de perder a Crainquebille en el espíritu del barrio de Montmartre y de la calle Richer.

VII. LAS CONSECUENCIAS

     Y el viejo hombre iba murmurando:

     – Es una completa zorra. Es más, no hay ninguna que sea más zorra que ella.

     Pero, en el fondo de su corazón, no era eso lo que le reprochaba. No la despreciaba por ser lo que era. Es más, la estimaba, al saberla ahorradora y ordenada. Antes, los dos hablaban muy a gusto.  Ella le hablaba de sus parientes que vivían en el campo. Y los dos abrigaban el mismo deseo de cultivar un pequeño jardín y de criar gallinas. Era una buena clienta. Al verla comprándole unas coles al joven Martin, un sucio tipejo, un cualquiera, había recibido un golpe en el estómago; y cuando la vio poniéndole cara de desprecio, se enojó, ¡rediós!

     Lo peor es que no era la única que lo trataba como a un sarnoso. Nadie quería reconocerlo ya. Como la señora Laure, también la señora Cointreau, la panadera, la señora Bayard del Ange-Gardien lo despreciaban y lo rechazaban. Toda una sociedad, en fin.

     ¡Vaya!, porque había estado quince días a la sombra, ¡ya no servía ni siquiera para vender puerros! ¿Eso era justo? ¿Había sentido común en hacer morir de hambre a un buen hombre porque había tenido dificultades con la pasma? Si él no podía vender ya sus verduras, no tenía más que reventar.

     Como el vino mal tratado, se agriaba. Tras tener unas palabras con la señora Laure, las tenía ahora con todo el mundo. Por una nadería, les hablaba con descaro a las parroquianas, y sin consideración (les ruego que lo crean). Si ellas tanteaban durante largo tiempo la mercancía, las llamaba exactamente gruñonas y miserables; lo mismo en las tabernas, donde con todos los compañeros armaba una bronca. Su amigo, el vendedor de castañas, que ya no lo reconocía, declaraba que ese sagrado padre Crainquebille era un verdadero puercoespín. No se puede negar: se volvía incongruente, violento, malhablado, grosero. Y era así porque, al encontrar imperfecta la sociedad, él tenía menos facilidades que un profesor de la Escuela de ciencias morales y políticas para expresar sus ideas sobre los vicios del sistema y sobre las reformas necesarias, pues sus pensamientos no discurrían en su cabeza con orden ni medida.

     La desgracia lo volvía injusto. Se vengó de los que no le tenían mala voluntad y algunas veces con los que eran más débiles que él. Una vez, le dio una bofetada a Alphonse, el hijo del vendedor de vino, que le había preguntado si se estaba bien a la sombra. Lo abofeteó y le dijo:

     – ¡Golfo!, es tu padre el que debería estar a la sombra en lugar de enriquecerse vendiendo veneno.

     Acto y palabras que no le hacían honor alguno, pues, tal como se lo mostró justamente el vendedor de castañas, no se le debe pegar a un niño, ni reprocharle nada de su padre, al que no ha escogido.

     Se había tirado a la bebida. Cuanto menos dinero ganaba, más aguardiente bebía. Ahorrador y sobrio antes, él mismo se maravillaba de su propio cambio.

     – No he sido nunca despilfarrador, se decía. Habrá que creer que al envejecer se vuelve uno menos razonable.

     A veces juzgaba severamente su desarreglo y su pereza:

    – Mi viejo Crainquebille, ya solo sirves para empinar el codo.

     A veces se engañaba a sí mismo y se persuadía de que bebía por necesidad:

     – Es necesario que de vez en cuando me beba un trago para fortalecerme y refrescarme. Seguro que tengo dentro algo que me quema. Además, la bebida me refresca.

     A menudo le ocurría que faltaba a la subasta matinal y no se proveía ya sino de la mercancía estropeada que le daban a crédito. Un día, al sentirse las piernas débiles y el corazón cansado, dejó su carro en el cobertizo y se pasó todo el santo día dando vueltas alrededor del puesto de la señora Rosa, la casquera, y delante de todas las tabernas de les Halles. Por la tarde, sentado en una cesta, meditó, y tuvo conciencia de su decadencia. Se acordó de su fuerza primera y de sus antiguos trabajos, de sus largas fatigas y de sus ganancias felices, de sus días innumerables, iguales y plenos; los cien pasos de noche, en el mercado alrededor de las Halles, esperando la subasta; las verduras que se llevaba a brazadas y ordenaba con arte en su carro, el café de la madre Théodore que se tomaba de un trago, en el último momento, con las varas empuñadas con fuerza; su grito, vigoroso como el canto del gallo, rasgando el aire matinal, su carrera por las calles populosas, toda su vida inocente y ruda de caballo humano, que durante medio siglo llevó, en su puesto ambulante, a los ciudadanos agotados por las vigilias y las preocupaciones la fresca cosecha de los huertos, y sacudiendo la cabeza, suspiró:

     – ¡No!, ya no tengo el coraje que tenía. Estoy acabado. Tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe. Y además, después de mi caso con la justicia, ya no tengo el mismo carácter. ¡Ya no soy el mismo hombre!

     En fin, estaba desmoralizado. Un hombre en ese estado, es como decir que es un hombre por los suelos e incapaz de levantarse. Todos los que pasan lo pisan.

VIII. LAS ÚLTIMAS CONSECUENCIAS

     La miseria llegó, la miseria negra. El viejo vendedor ambulante, que reunía antes en el barrio de Montmartre quinientos céntimos, llenándose el bolso, ahora no tenía ya ni un chavo. Era invierno. Expulsado de su buhardilla, se acostó bajo las carretas, en un cobertizo. Llovió durante veinticuatro días, las alcantarillas se desbordaron y el cobertizo se inundó.

     Acuclillado en su carro, por encima de las aguas emponzoñadas, en compañía de arañas, ratas y gatos famélicos, reflexionaba sobre la cárcel. Al no haber comido nada durante todo el día y al no tener para cubrirse ni los sacos del vendedor de castañas, se acordó de las dos semanas durante las cuales el gobierno le había dado comida y abrigo. Envidió la suerte de los prisioneros, pues no padecen ni frío ni hambre, y le vino una idea:

     – Dado que conozco el truco, ¿por qué no iba a servirme de él?

     Se levantó y salió a la calle. Era poco más de las once. Hacía un tiempo inclemente y tenebroso. Una llovizna, más fría y más penetrante que la lluvia, caía. Raros viandantes caminaban a ras de los muros.

     Crainquebille bordeó la iglesia de Saint-Eustache y giró a la calle Montmartre. Estaba desierta. Un guardia estaba plantado en la acera, en la cabecera de la iglesia, bajo un farol de gas, y se veía, alrededor de la llama, caer una fina lluvia roja. El agente la recibía en su capucha, parecía aterido, pero sea que prefiriera la luz a la sombra, sea que estuviera cansado de caminar, permanecía bajo el farol, y quizás hacía de él un compañero, un amigo. Esta llama temblorosa era su único entretenimiento en la noche solitaria. Su inmovilidad no parecía del todo humana; el reflejo de sus botas en la acera mojada, que parecía un lago, prolongaba su mitad inferior y le daba desde lejos el aspecto de un monstruo anfibio, que estaba a medias fuera de las aguas. Desde más cerca, encapuchado y armado, tenía un aire monacal y militar. Los fuertes rasgos de su rostro, agrandados más por la sombra de la capucha, eran tranquilos y tristes. Tenía un bigote espeso, corto y gris. Era un viejo sargento, un hombre de unos cuarenta años.

     Crainquebille se le acercó despacio, y con una voz dudosa y débil, le dijo:

     – “Mort aux vaches!”

     Luego esperó el efecto de esta palabra consagrada. Pero no le siguió efecto alguno. El sargento se quedó inmóvil y mudo, con los brazos cruzados bajo su capa corta. Sus ojos, muy abiertos, que brillaban en la sombra, miraban a Crainquebille con tristeza, vigilancia y desprecio.

      Crainquebille, asombrado, pero guardando aún un poco de su decisión, balbució:

     – “Mort aux vaches!” le he dicho.

     Hubo un largo silencio durante el cual caía la lluvia fina y roja y reinaba la sombra glacial. Al fin, el sargento habló:

     – Eso no se debe decir… Verdaderamente, eso no se debe decir. A su edad se debería tener más conocimiento… Siga su camino.

     – ¿Por qué no me detiene? – preguntó Crainquebille.

      El sargento sacudió la cabeza bajo la capucha húmeda:

     – Si se tuviera que prender a todos los borrachos que dicen lo que no se debe decir, ¡bonito trabajo tendríamos!… ¿Y para qué serviría?

     Crainquebille, hundido por ese desdén magnánimo, se quedó largo tiempo atónito y mudo, con los pies en el arroyo. Antes de marcharse, intentó explicarse:

      – No era a usted a quien le he dicho “Mort aux vaches!” No era ni contra uno ni contra otro por lo que lo he dicho. Era por una idea.

     El sargento respondió con una austera dulzura:

     – Sea por una idea o por otra cosa, no es algo que se deba decir, porque cuando un hombre cumple su deber y soporta sufrimientos, no se le debe insultar con palabras fútiles… Le repito que siga su camino.

      Crainquebille, cabizbajo, con los brazos colgando, se adentró bajo la lluvia en la sombra.

 

[i] Bousingot: En la Francia posterior a la revolución de 1830, se usaba dicho término para referirse a jóvenes escritores y artistas románticos que manifestaban opiniones muy liberales.

[ii] F(outre): En el original solo aparece la F-

[iii] Mort aux vaches!: Durante la guerra franco-alemana (1870-1871), los franceses insultaban a los soldados alemanes con esta frase. Este uso del término francés vaches nace como imitación del término alemán Wache (´guardia`) que  estaba ecrito en las garitas de los centinelas alemanes que vigilaban las fronteras. A raíz de ello, la expresión se emplea como insulto a las fuerzas del orden.

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