PUTOIS
«Este jardín de nuestra infancia, dijo el señor Bergeret, este jardín que se recorría completo en veinte pasos, fue para nosotros un mundo inmenso, lleno de sonrisas y temores.
– Lucien, ¿te acuerdas de Putois?, preguntó Zoé sonriendo a su manera, con los labios cerrados y la nariz metida en su labor de costura.
– ¡Sí, me acuerdo de Putois!… De todas las figuras que pasaron ante mis ojos cuando era niño, la de Putois es la que se ha quedado de modo más nítido en mi recuerdo. Todos los rasgos de su cara y de su carácter están presentes en mi memoria. Tenía el cráneo puntiagudo…
– La frente baja, añadió la señorita Zoé.
Y el hermano y la hermana recitaron alternativamente con una voz monótona, con una gravedad barroca, los artículos de una especie de descripción:
«- La frente baja.
– Los ojos de colores diferentes
– La mirada huidiza.
– Pata de gallos en las sienes.
– Los pómulos agudos, rojos y brillantes.
– Sus orejas no estaban nada ribeteadas.
– Los rasgos de su cara estaban desprovistos de expresión.
– Sus manos, siempre en movimiento, traicionaban solas su pensamiento.
– Delgado, un poco encorvado, débil en apariencia…
– Tenía, en realidad, una fuerza poco común.
– Doblaba fácilmente una moneda de cien céntimos entre el índice y el pulgar…
– Que era enorme
– Su voz era lánguida
– Y su palabra, melosa.»
De golpe, el señor Bergeret exclamó vivamente:
– ¡Zoé!, hemos olvidado «los cabellos amarillos y el vello escaso». Comencemos de nuevo.
Pauline, que había escuchado con sorpresa esta extraña recitación, les preguntó a su padre y a su tía cómo habían podido aprenderse de memoria ese fragmento en prosa, y por qué lo recitaban como una letanía.
El señor Bergeret respondió gravemente:
– Pauline, lo que acabas de escuchar es un texto sagrado, puedo decir litúrgico, de uso en la familia Bergeret. Es necesario que te lo transmitamos para que no perezca con tu tía y conmigo. Tu abuelo, hija mía, tu abuelo Éloi Bergeret, que no se divertía con tonterías, estimaba este fragmento, principalmente por consideración a su origen. Lo tituló: La anatomía de Putois. Y tenía la costumbre de decir que prefería, en cierto modo, la anatomía de Putois a la anatomía de Quaresmeprenant. «Si la descripción hecha por Xénomanes, decía, es más sabia y más rica en temas raros y preciosos, la descripción de Putois le gana mucho por la claridad de las ideas y la limpidez del estilo.» Pensaba de este modo porque el doctor Ledouble, de Tours, aún no había explicado los capítulos treinta, treinta uno y treinta y dos del cuarto libro de Rabelais.
– No comprendo nada en absoluto, dijo Pauline.
– Es porque no conoces a Putois, hija mía. Es necesario que sepas que Putois fue la figura más familiar de mi infancia y de la de tu tía Zoé. En la casa de tu abuelo Bergeret se hablaba continuamente de Putois. Cada uno a su vez creía verlo.
Pauline preguntó:
– ¿Quién era ese Putois?
En lugar de responder, el señor Bergeret se echó a reír, y la señorita Bergeret también rio, con los labios cerrados.
Pauline llevaba su mirada de uno a otro. Encontraba extraño que su tía se riera de tan buena gana, y aún más extraño que se riera de acuerdo y en simpatía con su hermano. Era singular, en efecto, pues el hermano y la hermana no tenían el mismo carácter.
– Papá, dime quién era Putois. Puesto que quieres que lo sepa, dímelo.
– Putois, hija mía, era un jardinero. Hijo de honrados labradores de Artois, se estableció como hortelano en Saint-Omer. Pero no contentó a sus clientes e hizo malos negocios. Tras dejar su comercio, se hizo jornalero. Los que lo empleaban no siempre estaban satisfechos con él.
Ante estas palabras, la señorita Bergeret, aún riendo:
– ¿Te acuerdas, Lucien, de que, cuando nuestro padre no encontraba en su escritorio su tintero, sus plumas, su cera, sus tijeras, decía: «Sospecho que Putois ha pasado por aquí » ?
– ¡Ah!, dijo el señor Bergeret, Putois no tenía buena reputación.
– ¿Eso es todo?, preguntó Pauline.
– No, hija mía, eso no es todo. Putois lo que tuvo de notable fue que él era conocido, familiar, y sin embargo…
– … no existía, dijo Zoé.
El señor Bergeret miró a su hermana con cara de reproche:
– ¡Qué palabras, Zoé!, ¿por qué tienes que romper así el encanto? Putois no existía. ¿Te atreves a decirlo, Zoé? Zoé, ¿podrías defender eso? Para afirmar que Putois no existía en modo alguno, que Putois no fue nunca, ¿has considerado las condiciones de la existencia y los modos del ser? Putois existía, hermana mía. Pero es verdad que era de una existencia particular.
– Comprendo cada vez menos, dijo Pauline desanimada.
– La verdad se te aparecerá claramente en seguida, hija mía. Tienes que saber que Putois nació en la madurez de su edad. Yo era aún un niño, tu tía era ya una muchachita. Vivíamos en una casita a las afueras de Saint-Omer. Nuestros padres llevaban una vida tranquila y retirada, hasta que los conoció una vieja señora de esta ciudad, llamada la señora Cornouiller, que vivía en su casa solariega de Monplaisir, a cinco leguas de la ciudad, y que resultó ser una tía de mi madre. Usó un derecho de parentesco para exigirles a nuestro padre y a nuestra madre que fueran a cenar todos los domingos a Monplaisir, donde ellos se aburrían excesivamente.
Ella decía que era honesto que se cenara en familia los domingos y que solo la gente mal nacida no respetaba esta antigua costumbre. Mi padre lloraba de aburrimiento en Monplaisir. Su desesperación rompía el alma. Pero la señora Cornouiller no lo veía. Ella no veía nada. Mi madre tenía más valor. Sufría tanto como mi padre, y quizás más, pero sonreía.
– Las mujeres están hechas para sufrir, dijo Zoé.
– Zoé, todo lo que vive en el mundo está destinado al sufrimiento. En vano rechazaban nuestros padres esas invitaciones. El coche de la señora Cornouiller venía a recogerlos cada domingo, por la tarde. Era necesario ir a Monplaisir; era una obligación a la que estaba prohibido sustraerse. Era una orden establecida, que solo la sublevación podía romper. Mi padre, al final, se sublevó, y juró que no aceptaría más ninguna invitación de la señora Cornouiller, dejándole a mi madre la tarea de encontrar, para esos rechazos, pretextos decentes y razones variadas, para lo que ella era la menos indicada. Nuestra madre no sabía fingir.
– Lucien, di que ella no quería. Ella habría podido mentir como las demás.
– Es verdad que cuando ella tenía buenas razones, las daba antes que inventar malas. ¿Te acuerdas, hermana, de que un día en la mesa dijo: «Felizmente, como Zoé tiene la tos ferina, no iremos durante mucho tiempo a Monplaisir»?
– ¡Sin embargo, es verdad!, dijo Zoé.
– Tú te curaste, Zoé. Y la señora Cornouiller vino a decirle un día a nuestra madre: «Preciosa, cuento con que vendrá a cenar con su marido este domingo a Monplaisir.» Nuestra madre, encargada expresamente por su marido de presentarle a la señora Cornouiller un motivo válido de rechazo, imaginó, en este extremo, una razón que no era verdadera. «Lo lamento vivamente, querida señora. Pero eso nos resultará imposible. Mañana espero al jardinero.»
Ante estas palabras, la señora Cornouiller miró, por la ventana del salón, el jardincito salvaje, donde los evónimos y las lilas parecían desconocer por completo la podadera y tener que desconocerla siempre. «¡Espera al jardinero! ¿Por qué? – Para trabajar en el jardín.»
Y mi madre, volviendo involuntariamente los ojos hacia ese cuadrado de hierbas locas y de plantas medio salvajes que ella acababa de llamar jardín, reconoció con espanto la inverosimilitud de su invento. «Este hombre, dijo la señora Cornouiller podrá venir a trabajar a su… jardín el lunes o el martes. Por lo demás, será mejor. No se debe trabajar el domingo. – Está ocupado durante la semana.»
He observado a menudo que las razones más absurdas y más descabelladas son las menos discutidas: desconciertan al adversario. La señora Cornouiller insistió menos de lo que podía esperarse de una persona tan poco dispuesta como ella a dar su brazo a torcer. Levantándose de su sillón, preguntó: «¿Cómo se llama, preciosa, su jardinero? – Putois», respondió mi madre sin dudar.
Putois ya estaba nombrado. Desde entonces existió. La señora Cornouiller se fue gruñendo: «¡Putois! Me parece que lo conozco. ¿Putois? ¡Putois! Lo conozco muy bien. Pero no me acuerdo… ¿Dónde vive? – Trabaja como jornalero. Cuando se le necesita, se da el aviso en casa de uno o de otro. – ¡Ah!, ya lo sabía, un holgazán y un vagabundo… un don nadie. Desconfíe de él, preciosa.»
Putois tenía desde entonces un carácter.
En esto llegaron los señores Goubin y Jean Marteau, y el señor Bergeret los puso al corriente de la conversación:
– Hablábamos del que un día mi madre hizo que naciera jardinero en Saint-Omer y llamó por su nombre. Desde entonces él actuó.
– Querido maestro, ¿podría repetirlo?, dijo el señor Goubin limpiando el cristal de sus quevedos.
– Por supuesto, respondió el señor Bergeret. No había jardinero. El jardinero no existía. Pero mi madre dijo: «Espero al jardinero.» E inmediatamente el jardinero fue. Y actuó.
– Querido maestro, preguntó el señor Goubin, ¿cómo actuó, si no existía?
– Tenía un tipo de existencia, respondió el señor Bergeret.
– Quiere decir una existencia imaginaria, replicó con desdén el señor Goubin.
– ¿Acaso no es nada una existencia imaginaria?, exclamó el maestro. ¿Y los personajes míticos no son acaso capaces de actuar sobre los hombres? Reflexione sobre la mitología, señor Goubin, y se dará cuenta que estos son, no precisamente seres reales, sino seres imaginarios que ejercen en las almas la acción más profunda y más duradera. En todas partes y siempre unos seres que no tienen más realidad que Putois han inspirado en los pueblos odio y amor, terror y esperanza, han aconsejado crímenes, han recibido ofrendas, han hecho costumbres y leyes. Señor Goubin, reflexione sobre la eterna mitología. Putois es un personaje mítico, de los más oscuros, estoy de acuerdo, y de la más baja especie. El grosero sátiro, sentado a la mesa de nuestros campesinos del norte, fue considerado digno de aparecer en un cuadro de Jordaëns y en una fábula de La Fontaine. El hijo velludo de Sycorax entró en el mundo sublime de Shakespeare. Putois, menos afortunado, será siempre despreciado por los artistas y los poetas. Le falta la grandeza y la extrañeza, el estilo y el carácter. Nació en mentes muy razonables, entre gente que sabía leer y escribir y no tenía en modo alguno esta imaginación encantadora que siembra las fábulas. Pienso, señores, que he hablado bastante para haceros conocer la verdadera naturaleza de Putois.
– La entiendo, dijo el señor Goubin.
Y el señor Bergeret prosiguió su discurso:
– Putois era. Puedo afirmarlo. Era. Considérenlo, señores, y se convencerán de que ser no implica en modo alguno una sustancia y no significa más que el lazo del atributo con el sujeto, no expresa más que una relación.
– Sin duda, dijo Jean Marteau, pero ser sin atributo es ser tan poco como nada. No sé quién dijo en tiempos pasados: «Soy quien soy.» Perdonen mi falta de memoria. Uno no puede acordarse de todo. Pero el desconocido que habló de tal modo cometió una rara imprudencia. Dando a entender con esa proposición desconsiderada que él estaba desprovisto de atributos y privado de todas las relaciones, proclamó que no existía y se suprimió aturdidamente. Apuesto que no se ha vuelto a oír hablar de él.
– Usted ha perdido, replicó el señor Bergeret. Él ha corregido el mal efecto de esta palabra egoísta aplicándose una sopa de adjetivos, y se ha hablado mucho de él, la mayor parte de las veces sin ningún buen sentido.
– No comprendo, dijo el señor Goubin.
– No es necesario comprender, respondió Jean Marteau.
Y le rogó al señor Bergeret que hablara de Putois.
– Es muy amable pidiéndomelo, dijo el maestro.
Putois nació en la segunda mitad del siglo XIX, en Saint-Omer. Le hubiera valido más nacer algunos siglos antes en el bosque de las Ardennes o en el bosque de Brocéliande. Habría sido entonces un mal espíritu de un ingenio maravilloso.
– ¿Una taza de té, señor Goubin?, dijo Pauline.
– ¿Entonces Putois era un mal espíritu?, preguntó Jean Marteau.
– Era malo, respondió el señor Bergeret, lo era en cierto modo, pero no lo era en modo absoluto. Lo era como lo son ciertos diablos de los que se dice que son muy malvados, pero en los que se descubren buenas cualidades cuando se les conoce. Y yo estaría dispuesto a creer que se ha tratado mal a Putois. La señora Cornouiller, que, prevenida contra él, había sospechado en seguida que era un holgazán, un borracho y un ladrón, pensó que, puesto que mi madre, que no era rica, lo había empleado era porque él se contentaba con poco. Y ella se preguntó si no saldría ganando si lo hacía trabajar en lugar de su jardinero, quien tenía mejor renombre, pero también más exigencias. Comenzaba la campaña de los tejos. Pensó que si la señora Éloi Bergeret, que era pobre, no le daba gran cosa a Putois, ella misma, que era rica, le daría aún menos, puesto que el uso es que los ricos paguen menos que los pobres. Y ella ya veía sus tejos cortados en murallas, en bolas y en pirámides, sin haber hecho un gran gasto. «Vigilaré, se dijo, para que Putois no pierda el tiempo y no me robe. No arriesgo nada y todo será una ventaja. Estos vagabundos trabajan a veces con más maña que los obreros honestos.» Decidió probar, y le dijo a mi madre: «Preciosa, envíeme a Putois. Lo haré trabajar en Monplaisir.» Mi madre se lo prometió. Lo hubiera hecho con mucho gusto. Pero verdaderamente eso no era posible. La señora Cornouiller esperó a Putois en Monplaisir, y lo esperó en vano. Ella sabía mantener sus ideas y ser constante en sus proyectos. Cuando volvió a ver a mi madre, se lamentó de no tener noticias de Putois «Preciosa, ¿no le ha dicho que yo lo esperaba? -¡Sí!, pero él es tan extraño, tan raro… – ¡Oh!, conozco a esos tipos. Conozco de memoria a tu Putois. Pero no hay obrero tan lunático como para negarse a ir a trabajar a Monplaisir. Mi casa es conocida, creo. Putois se pondrá a mis órdenes, y rápidamente, preciosa. Dígame solo dónde vive; yo misma iré a buscarlo.» Mi madre respondió que no sabía dónde vivía Putois, que no se conocía su domicilio, que no tenía casa. «No he vuelto a verlo, señora. Creo que se esconde.» ¿Podía decir ella algo mejor?
La señora Cornouiller, sin embargo, no la escuchó sin desconfianza; sospechó que cercaba a Putois, que lo sustraía a la búsqueda, con el temor de perderlo o de hacerlo más exigente. La consideró verdaderamente demasiado egoísta. Muchos juicios aceptados por todo el mundo, y que la historia ha consagrado, están tan bien fundados como este.
– Sin embargo, es verdad, dijo Pauline.
– ¿Qué es verdad?, preguntó Zoé, medio dormida.
– Que los juicios de la historia son a menudo falsos. Me acuerdo, papá, de que un día dijiste : «La señora Roland era muy cándida apelando a la imparcial posteridad y no dándose cuenta de que, si sus contemporáneos eran malos monos, su posteridad también estaría compuesta por malos monos.»
– Pauline, preguntó con severidad la señorita Zoé, ¿qué relación hay entre la historia de Putois y la que nos cuentas?
– Mucha, tía.
– No lo cojo.
El señor Bergeret, que no era enemigo de las digresiones, le respondió a su hija:
– Si todas las injusticias se repararan finalmente en este mundo, nunca se habría imaginado otro para esas reparaciones. ¿Cómo queréis que la posteridad juzgue con equidad a todos los muertos? ¿Cómo se les interroga en la sombra a la que ellos huyen? Cuando se puede ser justo con ellos, se les olvida. Pero ¿acaso se puede ser justo alguna vez? ¿Y qué es la justicia? La señora Cornouiller, al menos, se vio obligaba a reconocer, a la larga, que mi madre no la engañaba, y que Putois estaba en paradero desconocido.
Sin embargo, no renunció a encontrarlo. Les preguntó a todos sus parientes, amigos, vecinos, criados, proveedores, si conocían a Putois. Solo dos o tres respondieron que nunca habían oído hablar de él. La mayor parte creía haberlo visto. «He escuchado ese nombre, dijo la cocinera, pero no logro ponerle una cara. – ¡Putois! Claro que lo conozco, dijo el peón caminero rascándose la oreja. Pero no podría decirle quién es.» Las informaciones más precisas le llegaron gracias al señor Blaise, jefe del registro, quien declaró que había contratado a Putois para cortar leña en su patio, del 19 al 23 de octubre, el año del Cometa.
Una mañana la señora Cornouiller cayó jadeando en el estudio de mi padre: – Acabo de ver a Putois. – ¡Ah!
– Lo he visto. – ¿Lo cree así? – Estoy segura de ello. Pasaba rozando la pared del señor Tenchant. Luego ha vuelto por la calle de las Abbesses, caminaba deprisa. Lo he perdido. – ¿Seguro que era él? – Sin duda alguna. Un hombre de unos cincuenta años, delgado, encorvado, con el aire de un vagabundo, con una blusa sucia. – Es verdad, dijo mi padre, que esas características pueden aplicársele a Putois. – ¡Ya ve que es así! Por lo demás, lo he llamado. He gritado: «¡Putois!», y se ha girado. – Ese es el medio, dijo mi padre, que los agentes de Seguridad emplean para asegurarse de la identidad de los malhechores que buscan. – ¡Cuando yo le decía que era él!… He sabido encontrar a su Putois. Pues bien, es un hombre de mal aspecto. Ustedes han sido imprudentes, usted y su mujer, al emplearlo en su casa. Entiendo de fisonomías y, aunque solo lo he visto de espalda, juraría que es un ladrón, y quizás un asesino. Sus orejas no están ribeteadas, y eso es una señal que no engaña. – ¡Ah!, ¿usted se ha dado cuenta de que sus orejas no estaban ribeteadas? – No se me escapa nada. Mi querido señor Bergeret, si usted no quiere ser asesinado con su mujer y sus hijos, no deje entrar nunca más a ese Putois en su casa. Un consejo: haga que cambien todas las cerraduras.
Pues bien, unos días después de eso, sucedió que le robaron a la señora Cornouiller tres melones de su huerto. Como no se pudo encontrar al ladrón, ella sospechó de Putois. Llamaron a Monplaisir a los guardias civiles, y las indagaciones de estos confirmaron las sospechas de la señora Cornouiller. Bandas de saqueadores asolaban entonces los jardines de la región. Pero esta vez el robo parecía haber sido cometido por una sola persona, y con un ingenio particular. Ningún rastro de forzamiento, ni huellas de zapatos en la tierra húmeda. El ladrón no podía ser más que Putois. Era la opinión del cabo, que conocía bien a Putois y se declaraba capaz de ponerle la mano encima a ese pájaro.
El periódico de Saint-Omer dedicó un artículo a los tres melones de la señora Cornouiller y publicó, siguiendo las informaciones proporcionadas en la ciudad, un retrato de Putois. «Tiene, decía el periódico, la frente baja, los ojos de colores diferentes, la mirada huidiza, patas de gallo en las sienes, los pómulos agudos, rojos y brillantes. Sus orejas no están ribeteadas. Delgado, un poco encorvado, débil en apariencia, es en realidad de una fuerza poco común; dobla fácilmente una moneda de cien céntimos entre el índice y el pulgar.
Se tienen buenas razones, afirmaba el periódico, para atribuirle una larga serie de robos realizados con una habilidad sorprendente.
Toda la ciudad se interesó por Putois. Se supo un día que había sido detenido y encarcelado. Pero se reconoció pronto que el hombre que habían atrapado en su lugar era un comerciante de almanaques llamado Rigobert.
Como no se pudo señalar ningún cargo contra este, se le liberó tras catorce meses de detención preventiva. Y Putois permanecía en paradero desconocido. La señora Cornouiller fue víctima de un nuevo robo, más audaz que el primero. Cogieron de su aparador tres cucharillas de plata.
Ella reconoció la mano de Putois, hizo que pusieran una cadena en la puerta de su habitación y ya no durmió más.
Hacia las diez de la noche, cuando ya Pauline se había ido a su habitación, la señorita Bergeret le dijo a su hermano:
– No olvides contar cómo sedujo Putois a la cocinera de la señorita Cornouiller.
– Estaba pensando en ello, hermana, respondió el señor Bergeret. Omitirla sería perder la historia más hermosa. Pero todo tiene que hacerse con orden. Putois fue cuidadosamente buscado por la justicia, pero no se le encontró. Cuando se supo que estaba en paradero desconocido, cada uno puso su amor propio para encontrarlo; los astutos lo lograron. Y como había muchos astutos en Saint-Omer y en sus alrededores, Putois fue visto al mismo tiempo en las calles, en los campos y en los bosques. Otro rasgo se añadió así a su carácter. Se le concedió ese don de la ubicuidad que poseen tantos héroes populares. Un ser capaz de salvar en un momento largas distancias, y que se muestra de pronto en el lugar donde menos se le esperaba, asusta con razón. Putois fue el terror de Saint-Omer. La señora Cornouiller, persuadida de que Putois le había robado tres melones y tres cucharillas, vivía en el espanto, encerrada en Monplaisir. Los cerrojos, las cancelas y las cerraduras no la tranquilizaban. Putois era para ella un ser espantosamente sutil, que pasaba a través de las puertas. Un suceso doméstico redobló su espanto. Su cocinera fue seducida y llegó un momento en que no pudo esconder su falta.
Pero ella se negó obstinadamente a dar el nombre de su seductor.
– Ella se llamaba Gudule, dijo la señorita Zoé.
– Ella se llamaba Gudule y se le creía protegida contra los peligros del amor por la barba que le cubría el mentón, larga y bifurcada. Una barba repentina protegió la virginidad de la santa hija del rey al que Praga venera. Una barba que ya no era adolescente no bastó para defender la virtud de Gudule. La señora Cornouiller presionó a Gudule para que diera el nombre de quien, tras abusar de ella, la dejaba en seguida en un aprieto. Gudule se fundía en lágrimas y guardaba silencio. Los ruegos, las amenazas no dieron ningún resultado. La señora Cornouiller hizo una larga y minuciosa pesquisa. Interrogó con destreza a sus vecinos, vecinas y proveedores, al jardinero, al peón caminero, a los guardias civiles; nada la puso en la huella del culpable. Intentó de nuevo obtener de Gudule una confesión completa. «Por su interés, Gudule, dígame quién es.» Gudule permanecía muda. De pronto un rayo de luz atravesó la mente de la señora Cornouiller. «¡Es Putois!» La cocinera lloró y no respondió.
«¡Es Putois! ¿Cómo no lo he adivinado antes? ¡Es Putois! ¡Desgraciada!, ¡desgraciada!, ¡desgraciada!»
Y la señora Cornouiller se quedó persuadida de que Putois le había hecho un hijo a su cocinera. Todo el mundo en Saint-Omer, desde el presidente del Tribunal hasta el gozque del sereno, conocía a Gudule y su xxx. La noticia de que Putois había seducido a Gudule llenó la ciudad de sorpresa, de admiración y de alegría. Putois fue celebrado como un gran tirador de bolos y como el enamorado de las once mil vírgenes. Se le atribuyó, por ligeros indicios, la paternidad de otros cinco o seis niños que vinieron al mundo ese año, y que hubieran hecho mejor no viniendo, por el placer que les esperaba allí y por la alegría que les causaron a sus madres. Se señaló, entre otras, a la criada del señor Maréchal, tabernero del Au Rendez-Vous des Pêcheurs, a una repartidora de pan y a la pequeña jorobada de Pont-Biquet, quienes, por haber escuchado a Putois, se habían encontrado con un niño. «¡Un monstruo!», exclamaban las comadres.
Y Putois, invisible sátiro, amenazaba con accidentes irreparables a todas las jóvenes de una ciudad en la que, decían las viejas, las muchachas, desde tiempo inmemorial, habían sido siempre tranquilas.
Esparcido así por la ciudad y sus alrededores, permanecía ligado a nuestra casa por mil lazos sutiles. Pasaba por delante de nuestra puerta y se creía que a veces escalaba el muro de nuestro jardín. Nunca se le veía de frente.
Pero en todo momento reconocíamos su sombra, su voz, las huellas de sus pasos. Más de una vez creímos ver su espalda en el crepúsculo, volviendo una calle. Con mi hermana y conmigo, cambiaba un poco de carácter. Permanecía malo y malhechor, pero se volvía pueril y muy cándido. Se hacía menos real y, me atrevo a decirlo, más poético. Entraba en el ciclo ingenuo de las tradiciones infantiles. Se acercaba al tío camuñas, al tío del látigo y al tío del carbón que les cierra por la noche los ojos a los niños. No era el duende que, por la noche, en el establo, les lía la cola a los potros. Menos rústico y menos encantador, pero igualmente travieso con candor, les dibujaba con tinta bigotes a las muñecas de mi hermana. En nuestra cama, antes de dormirnos, lo escuchábamos: lloraba en los tejados con los gatos, ladraba con los perros, llenaba de gemidos los graneros e imitaba en la calle los cantos de los borrachos rezagados.
Lo que nos hacía a Putois presente y familiar, lo que nos interesaba de él, es que su recuerdo estaba asociado a todos los objetos que nos rodeaban. Las muñecas de Zoé, mis cuadernos de la escuela, cuyas páginas él revolvía y pintarrajeaba tantas veces, el muro del jardín por encima del cual habíamos visto brillar sus ojos rojos en la sombra, la maceta de porcelana azul que una noche de invierno él había roto, a menos que no hubiera sido la helada; los árboles, las calles, los bancos, todo nos recordaba a Putois, a nuestro Putois, al Putois de los niños, un ser local y mítico. Él no igualaba en gracia y en poesía al más pesado Egipán, el fauno más grueso de Sicilia o de Tesalia. Pero también él era un semidiós.
Para nuestro padre, tenía un carácter completamente diferente: era emblemático y filosófico. Nuestro padre sentía una gran piedad por los hombres. No los creía muy razonables; sus errores, cuando no eran crueles, lo divertían y le hacían sonreír. La creencia en Putois le interesaba como un resumen y un compendio de todas las creencias humanas. Como era irónico y burlón, hablaba de Putois como de un ser real. Insistía tanto a veces, y señalaba las circunstancias con tal exactitud, que mi madre estaba por completo sorprendida y le decía con candor: «Se diría que estás hablando en serio, amigo mío; sin embargo, tú bien sabes…»
Él respondía con gravedad: «Toda Saint-Omer cree en la existencia de Putois. ¿Sería yo un buen ciudadano si la negara? Hay que reflexionar mucho antes de suprimir un artículo de la fe común.»
Solo un espíritu perfectamente honesto tiene semejantes escrúpulos. En el fondo, mi padre era gasendista. Armonizaba su sentimiento particular con el sentimiento público, creyendo, como la gente de Sain-Omer, en la existencia de Putois, pero sin admitir su intervención directa en el robo de los melones y en la seducción de las cocineras.
En fin, profesaba su creencia en la existencia de un Putois, para ser un buen conciudadano; y prescindía de Putois para explicar los sucesos que se cumplían en la ciudad. De manera que en esta circunstancia, como en cualquier otra, fue un hombre galante y un gran ingenio.
En cuanto a nuestra madre, ella se reprochaba un poco el nacimiento de Putois, y no sin razón. Pues, en fin, Putois había nacido de una mentira de nuestra madre, como Calibán de la mentira del poeta. Sin duda, los fallos no eran iguales, y mi madre era más inocente que Shakespeare. Sin embargo, ella estaba espantada y confusa al ver que una mentira suya tan pequeña había crecido desmesuradamente, y que su ligera impostura obtenía un gran aplauso, que no se detenía, que se extendía por por toda la ciudad y amenazaba extenderse por el mundo. Un día incluso palideció, creyendo que iba a ver su propia mentira surgir delante de ella misma. Ese día, una criada que ella tenía, nueva en casa y en la región, vino a decirle que un hombre rogaba verla. Necesitaba, decía él, hablarle a la señora. «¿Qué hombre es ese? – Un hombre en mangas de camisa. Parece un obrero del campo. – ¿Ha dicho su nombre? – Sí, señora. – Pues bien, ¿cómo se llama? – Putois. – ¿Le ha dicho que se llamaba?… – Putois, sí, señora. – ¿Está aquí?… – Sí, señora. Espera en la cocina. – ¿Lo ha visto? – Sí, señora. – ¿Qué quiere? – No me lo ha dicho. Solo quiere decírselo a la señora. – Vaya a preguntarle.»
Cuando la criada volvió a la cocina, Putois ya no estaba. Este encuentro entre la criada extranjera y Putois no fue nunca esclarecido. Pero creo que a partir de ese día mi madre comenzó a creer que Putois bien podía existir, y que ella bien podía no haber mentido.»