Página dedicada a mi madre, julio de 2020

Traducción

Cartas desde mi molino

Versión septiembre de 2011

Textos: La cabra del señor Seguin y Las estrellas 

 

LA CABRA DEL SEÑOR SEGUIN
A M. Pierre Gringoire, poeta lírico en París

 

¡Siempre serás el mismo, mi pobre Gringoire!

¡Cómo! Te ofrecen un puesto de cronista en un buen periódico de París, y tú tienes el aplomo de rechazarlo… ¡Pero mírate, desgraciado muchacho! Mira ese abrigo agujereado, esas calzas destrozadas, esa cara delgada que grita de hambre. ¡Mira adónde te ha llevado la pasión por las bonitas rimas! Mira para lo que te han servido diez años de leales servicios en las páginas del señor Apolo… ¿No te da vergüenza al final?

¡Hazte, pues, cronista, imbécil!, ¡hazte cronista! Ganarás buenos escudos de oro, tendrás tu cubierto en el restaurante Brébant, y podrás presentarte los días de estreno con una pluma nueva en tu sombrero…

¿No? ¿No quieres?… Pretendes quedarte libre a tu gusto hasta el final… Pues bien, escucha un poco la historia de la cabra del señor Seguin. Verás lo que se gana si se quiere vivir libre.

El señor Seguin no había tenido nunca suerte con sus cabras.

Las perdía todas del mismo modo: una buena mañana, rompían la cuerda, se iban a la montaña, y allí arriba el lobo se las comía. Ni las caricias de su dueño, ni el miedo al lobo, nada las retenía. Eran, parece ser, cabras independientes, que querían a cualquier precio el aire libre y la libertad.

El buen señor Seguin, que no entendía nada del carácter de sus animales, estaba consternado. Decía:

– Se acabó; las cabras se aburren conmigo, no me quedaré con ninguna.

Sin embargo, no se desanimó, y, después de haber perdido seis cabras del mismo modo, compró la séptima; solo que esta vez tuvo cuidado de cogerla muy joven, para que se habituara mejor a vivir con él.

¡Ah! Gringoire, ¡qué bonita era la cabrita del señor Seguin!, ¡qué bonita era con sus ojos dulces, su barbilla de suboficial, sus zancos negros y brillantes, sus cuernos estriados y sus largos pelos blancos que le hacían una hopalanda! Era casi tan encantadora como el cabrito de Esmeralda, ¿te acuerdas, Gringoire? – y además, dócil, cariñosa, y se dejaba ordeñar sin moverse, sin meter el pie en la escudilla. Un amor de cabrita…

Seguin tenía detrás de su casa un cercado rodeado de espinos blancos. Allí puso a su nueva pupila. La ató a una estaca, en el lugar más bonito del prado, prestando atención a dejarle mucha cuerda, y de vez en cuando venía a ver si estaba bien. La cabra se sentía muy feliz y pacía la hierba de tan buena gana, que el señor Seguin estaba encantado.

– ¡Por fin – pensaba el pobre hombre – una que no se aburrirá en mi casa!

El señor Seguin se equivocaba, su cabra se aburrió.

Un día, dijo ella mirando la montaña:

– ¡Qué bien se tiene que estar allí arriba! ¡Qué placer corretear por el brezal, sin esta maldita cuerda que desuella el cuello!… ¡Pacer en un cercado está bien para un asno o para un buey!… Las cabras necesitan holgura…

A partir de ese momento, la hierba del cercado le pareció insípida. El tedio la venció. Adelgazó, su leche se hizo escasa. Daba piedad verla tirar todo el día de la cuerda, con la cabeza vuelta hacia la montaña, la nariz abierta, haciendo ¡Meee!… tristemente.

El señor Seguin se daba cuenta de que su cabra tenía algo, pero no sabía qué era… Una mañana, cuando estaba acabando de ordeñarla, la cabra se volvió y le dijo en su jerga:

– Escuche, señor Seguin, languidezco en su casa, deje que me vaya a la montaña.

– ¡Ah!, ¡Dios mío!… ¡También esta! – gritó el señor Seguin atónito, y de pronto dejó caer la escudilla; luego, sentándose en la hierba al lado de su cabra:

– ¿Cómo, Blanquita, quieres dejarme?

Y Blanquita respondió:

– Sí, señor Seguin.

– ¿Te falta hierba aquí?

– ¡Oh!, ¡no!, señor Seguin.

– Quizás tengas poca cuerda; ¿quieres que te la alargue?

– No vale la pena, señor Seguin.

– Entonces, ¿qué necesitas?, ¿qué quieres?

– Quiero irme a la montaña, señor Seguin.

– Pero, infeliz, ¿no sabes que el lobo está en la montaña?… ¿Qué harás cuando venga?

– Le daré cornadas, señor Seguin.

– El lobo se ríe de tus cuernos. Me ha comido unas cabras con tan buena cornamenta como la tuya… ¿Conoces a la pobre vieja Renaude que estaba aquí el año pasado?, una señora cabra, fuerte y mala como un macho cabrío. Luchó con el lobo toda la noche… luego, por la mañana, el lobo se la comió.

– ¡Qué lástima! ¡Pobre Renaude!… Eso no me importa, señor Seguin, deje que me vaya a la montaña.

– ¡Dios mío!… dijo el señor Seguin; pero ¿qué les pasa a mis cabras? Una más que se va a comer el lobo… Pues bien, no… ¡Te salvaré a tu pesar, tunante!, y para que no rompas la cuerda, te encerraré en el establo, y allí permanecerás siempre.

Dicho esto, el señor Seguin llevó la cabra a un establo completamente oscuro cuya puerta cerró con dos vueltas. Desgraciadamente, había olvidado la ventana, y apenas hubo vuelto la espalda, la pequeña se fue…

¿Te ríes, Gringoire? ¡Pardiez!, ya lo creo, tú estás del lado de las cabras, contra ese buen señor Seguin… Vamos a ver si te ríes a continuación.

Cuando la cabra blanca llegó a la montaña, fue un encantamiento general. Los viejos abetos nunca habían visto nada tan bonito. La recibieron como a una pequeña reina. Los castaños se inclinaban hasta el suelo para acariciarla con la punta de sus ramas. Las retamas de oro se abrían a su paso, y olían tan bien como podían. Toda la montaña le hizo una fiesta.

¡Imagina, Gringoire, si nuestra cabra estaba feliz! Ninguna cuerda, ninguna estaca… nada que le impidiera corretear, pacer a su gusto… ¡Allí sí que había hierba!, ¡hasta por encima de sus cuernos, querido!… ¡Y qué hierba! Sabrosa, fina, arpada, hecha de mil plantas… Era muy diferente al césped del cercado. ¡Y las flores, pues!… ¡Grandes campanillas azules, dedaleras de púrpura con largos cálices, todo un bosque de flores salvajes que rebosaban de esencias embriagadoras!…

La cabra blanca, medio embriagada, se tendía allí dentro, con las piernas al aire, y rodaba a lo largo de las pendientes, hecha un revoltijo con las hojas caídas y las castañas… Luego, de pronto, se incorporaba de un salto sobre sus patas. ¡Hop!, se marchaba, con la cabeza adelante, a través de los matorrales y los brezales, de pronto en un pico, de pronto al fondo de un barranco, arriba, abajo, por todas partes… Se habría dicho que había diez cabras del señor Seguin en la montaña.

Es que Blanquita no tenía miedo de nada.

Flanqueaba de un salto grandes torrentes que la salpicaban al pasar de polvo húmedo y de espuma. Entonces, completamente chorreando, iba a tenderse sobre alguna piedra plana y se secaba al sol… Una vez, avanzando al borde de un llano, con una flor de codeso entre los dientes, distinguió allá abajo, completamente abajo, en la llanura, la casa del señor Seguin con el cercado detrás. Eso la hizo llorar hasta las lágrimas.

– ¡Qué pequeño es!, dijo ella. ¿Cómo he podido soportar estar allí dentro?

¡Pobrecilla!, al verse encaramada tan alto, se creía al menos tan grande como el mundo…

En definitiva, ese fue un bonito día para la cabra del señor Seguin. Hacia mediodía, corriendo de un lado para otro, se encontró con una manada de gamuzas que estaban mordisqueando a grandes dentelladas una vid silvestre. Nuestra pequeña corredora vestida de blanco causó sensación. Le dieron el mejor sitio en la parriza, y todos los caballeros fueron muy galantes… incluso parecía, – esto tiene que quedar entre nosotros, Gringoire, – que un joven rebeco de pelo negro, tuvo la fortuna de gustarle a Blanquita. Los dos enamorados se perdieron por el bosque una o dos horas, y si tú quieres saber lo que se dijeron, ve a preguntárselo a los manantiales charlatanes que corren invisibles por el musgo.

De pronto el viento refrescó. La montaña se volvió violeta; era de noche…

– ¡Ya!, dijo la cabrita; y se detuvo muy sorprendida.

Abajo, los campos estaban ahogados en la bruma. El cercado del señor Seguin desaparecía en la niebla, y de la casita solo se veía el techo con un poco de humo. Escuchó las campanas de un rebaño que se recogía, y sintió su alma completamente triste… Un gerifalte que regresaba la rozó con las alas al pasar. Ella tembló… luego se escuchó un aullido en la montaña:

-¡Auu! ¡Auu!

Pensó en el lobo; durante todo el día la loca no había pensado en él… Al mismo tiempo una trompa se escuchó muy lejos en el valle. Era el buen señor Seguin que hacía un último esfuerzo.

-¡Auu! ¡Auu!.. hacía el lobo.

– ¡Vuelve! ¡Vuelve!… gritaba la trompa.

Blanquita tuvo ganas de volver; pero acordándose de la estaca, de la cuerda, del odio del cercado, pensó que ya no podía soportar esa vida, que valía más la pena quedarse allí.

La trompa no sonaba ya…

La cabra oyó detrás de ella un ruido de hojas. Se volvió y vio en la sombra dos orejas cortas, completamente erguidas, con dos ojos que brillaban… Era el lobo.

Enorme, inmóvil, sentado en sus ancas, estaba allí mirando a la pobre cabra blanca y saboreándola por adelantado. Dado que sabía muy bien que iba a comérsela, no se apresuraba; solo, cuando ella se volvió, se puso a reír malvadamente.

– ¡Ja, ja!, ¡la cabrita del señor Seguin!, y con su gran lengua roja se relamió su hocico de yesca.

Blanquita se sintió perdida… Por un momento, al acordarse de la historia de la vieja Renaude, que había luchado toda la noche para ser comida por la mañana, consideró que quizás valía más la pena dejarse comer enseguida; luego, cambiando de opinión, se puso en guardia, con la cabeza baja y los cuernos hacia adelante, como lo que era, una buena cabra del señor Seguin… No es que tuviera la esperanza de matar al lobo, – las cabras no matan a los lobos, – pero solo para ver si ella podría soportar tanto como Renaude…

Entonces el monstruo avanzó, y los pequeños cuernos se pusieron en acción.

¡Ah, la valiente cabrita!, ¡de qué buena gana iba! Más de diez veces, no miento, Gringoire, obligó al lobo a retroceder para tomar aliento. Durante esas treguas de un minuto, la glotona cogía deprisa otra brizna de su querida hierba; luego volvía al combate, con la boca llena… Eso duró toda la noche. De vez en cuando, la cabra del señor Seguin miraba las estrellas que bailaban en el cielo claro, y se decía:

– ¡Oh!, basta con que soporte hasta el alba…

Una tras otra, las estrellas se apagaron. Blanquita redobló sus cornadas, el lobo sus dentelladas… Un brillo pálido apareció en el horizonte… El canto de un gallo ronco subió desde una granja.

– ¡Por fin!, dijo el pobre animal, que solo esperaba la llegada del día para morir; y se tendió en el suelo en su hermoso forro blanco completamente manchado de sangre…

Entonces el lobo se arrojó sobre la cabrita y se la comió.

¡Adiós, Gringoire!

La historia que has escuchado no es un cuento de mi invención. Si alguna vez vienes a la Provence, nuestros vecinos te hablarán a menudo de la cabro de moussu Seguin, que se battégue touto la neui emé lou loup, e piei lou matin lou loup la mangé.

Ya me entiendes, Gringoire:

E piei lou matin lou loup la mangé. 

LAS ESTRELLAS
Relato de un pastor provenzal

En el tiempo en que guardaba los animales en el Luberon, permanecía semanas enteras sin ver alma viva, solo en los pastos con mi perro Labri y mi rebaño. De vez en cuando, el ermitaño de Mont-de-l´Ure pasaba por allí buscando hierbas, o bien distinguía la cara negra de algún carbonero de Piémont; pero era gente inocente, silenciosa a fuerza de estar sola, que le había perdido el gusto al diálogo y que no sabía nada de lo que se decía allí abajo en los pueblos y en las ciudades. Así, cada quince días, cuando yo oía, con quien subía, los cencerros del mulo de nuestra granja que me traía las provisiones para la quincena, y cuando veía aparecer poco a poco, por encima de la cuesta, la cabeza despierta del pequeño miarro (criado de la granja), o la cofia rojiza de la vieja tía Norade, era verdaderamente feliz. Hacía que me contaran las novedades del lugar, los bautismos, las bodas; pero lo que me interesaba sobre todo era saber cómo le iba a la hija de mis señores, nuestra señorita Stéphanette, la más bonita que hay a diez leguas a la redonda. Sin dejar ver demasiado interés, me informaba si ella iba mucho a las fiestas, a las veladas, si se le acercaban todavía nuevos galanes; y a quienes me preguntaban qué podían importarme esas cosas, a mí, un pobre pastor de la montaña, les respondía que yo tenía veinte años, y que Stéphanette era lo más bonito que yo había visto en mi vida.

Pues bien, un domingo que esperaba los víveres de la quincena, sucedió que llegaron muy tarde. Por la mañana me decía: “Es a causa de la misa mayor”; luego, hacia mediodía, hubo una gran tormenta, y pensé que la mula no había podido ponerse en camino a causa del mal estado de los caminos. En fin, sobre las tres, cuando el cielo estaba despejado y la montaña brillaba de agua y sol, oí entre el goteo de las hojas y el desbordamiento de los arroyos llenos, los cencerros de la mula, tan alegres, tan alertas como un carillón de campanas un día de Pascua. Pero no venían ni el pequeño miarro, ni la vieja Norade que lo guiaba. Era… ¡adivinadlo!… ¡nuestra señorita, hijos míos!, nuestra señorita en persona, sentada derecha entre los sacos de mimbre, completamente rosa por el aire de las montañas y el frescor de la tormenta.

El pequeño estaba enfermo, la tía Norade, de vacaciones con sus hijos. La hermosa Stéphanette me comentó todo eso, bajando de la mula, y también que llegaba tarde porque se había perdido en el camino; pero viéndola tan endomingada, con su turbante de flores, su falda brillante y sus encajes, más parecía que se había entretenido en algún baile que no que había tenido que buscar el camino entre los matorrales. ¡Oh, qué linda criatura! Mis ojos no podían cansarse de mirarla. Es verdad que yo no la había visto nunca tan cerca. Algunas veces, durante el invierno, cuando los rebaños bajaban a la llanura, y yo regresaba por la noche a la granja para cenar, ella cruzaba la sala vivamente, sin casi hablarles a los criados, siempre arreglada y un poco orgullosa… Y ahora la tenía delante de mí, solo para mí; ¿no era para perder la cabeza?

Tras sacar las provisiones de la cesta, Stéphanette se puso a mirar curiosamente a su alrededor. Levantando un poco su bonita falda de domingo que habría podido estropearse, entró en el parc, quiso ver el sitio donde yo dormía, el jergón de paja con la piel de oveja, mi gran capa colgada en la pared, mi cayado, mi fusil de perdernal. Todo eso le divertía.

– Entonces, ¿aquí es donde vives, pobre pastor mío? ¡Cuánto tienes que aburrirte siempre solo! ¿Qué haces? ¿Qué piensas?…

Yo tenía ganas de responderle: “En usted, señora,” y no habría mentido; pero mi turbación era tan grande, que no encontraba ni una palabra. Creo que ella se daba cuenta, y que a la malvada le agradaba aumentar mi embarazo con sus malicias:

– ¿Y tu amiga, pastor, sube a verte alguna vez?… Seguro que es la cabra de oro, o esta hada Estérelle que solo corre por el pico de las montañas…

Y ella misma, hablándome, parecía el hada Estérelle, con la bonita risa de su cabeza echada hacia atrás y su prisa por marcharse, lo que hacía de su visita una aparición.

– Adiós, pastor.

– Salud, señora.

Y he ahí que ya se había marchado, llevándose sus canastas vacías.

Cuando ella desapareció en el sendero en pendiente, me parecía que las piedras, rodando bajo los cascos de la mula, me caían una tras otra sobre el corazón. Las oí durante mucho tiempo, mucho tiempo; y hasta el final del día me quedé como adormecido, no osando moverme, de miedo a perder mi sueño. Por la tarde, cuando el fondo de los valles comenzaba a azulear, y los animales se apretaban balando el uno contra el otro para regresar al parc, oí que me llamaban desde la cuesta, y vi aparecer a nuestra señorita, ya no tan sonriente como antes, sino temblorosa de frío, de miedo, de lluvia. Parece ser que allí abajo había encontrado el Sorgue crecido por la lluvia de la tormenta, y que al querer vadearlo a la fuerza, había estado a punto de ahogarse. Lo terrible era que a esa hora de la noche no había que soñar con volver a la granja; pues por el atajo nuestra señorita no hubiera sabido orientarse sola, y yo no podía abandonar el rebaño. Esta idea de pasar la noche en la montaña la atormentaba mucho, sobre todo a causa de la inquietud de los suyos. Yo la tranquilizaba como mejor podía:

– En julio, las noches son cortas, señora… Solo es un mal momento.

Y encendí rápido un gran fuego para que se secara los pies y la ropa completamente empapada por el agua del Sorgue. Enseguida le llevé leche y queso de cabra; pero la pobre ni en sueños podía calentarse, ni comer; viendo las abundantes lágrimas que brotaban de sus ojos, también yo tenía ganas de llorar.

Sin embargo, la noche había venido del todo. Solo quedaban en la cima de las montañas limaduras de sol, un vapor de luz hacia el lado de poniente. Quise que nuestra señorita entrara a descansar en el parc. Después de haber extendido sobre la paja una buena piel completamente nueva, le deseé buenas noches, y fui a sentarme fuera, delante de la puerta… Dios es testigo de que, a pesar del fuego del amor que me quemaba la sangre, ningún mal pensamiento se me ocurrió; solo un gran orgullo de considerar que en un rincón del parc, cerca del rebaño curioso que la miraba dormir, la hija de mis señores, – como una oveja más preciosa y más blanca que todas las demás, – descansaba, confiada a mi guardia. Nunca me había parecido el cielo tan profundo, ni las estrellas, tan brillantes… De pronto, la verja del parc se abrió, y apareció la hermosa Stépnanette. No podía dormir. Los animales hacían ruido con la paja al moverse, o balaban en sus sueños. Prefería venirse junto al fuego. Viendo eso, le eché mi piel de cabra sobre los hombros, avi la lumbre, y nos quedamos sentados uno cerca del otro sin hablar.  Si vosotros habéis pasado alguna vez la noche al sereno, sabéis que durante las horas en que dormimos, un mundo misterioso se despierta en la soledad y el silencio. Entonces, los manantiales cantan mucho más claro, los estanques encienden sus llamas. Todos los espíritus de la montaña van y vienen libremente; y hay en el aire, roces, ruidos imperceptibles, como si se oyeran crecer las ramas, brotar la hierba. El día es para la vida de los seres; pero la noche es para la vida de las cosas. Cuando no se tiene costumbre, da miedo… Por ello, nuestra señorita estaba toda temblorosa y se apretaba contra mí al menor ruido. Una vez, un grito largo, melancólico, que venía del estanque que lucía abajo, subió hasta nosotros ondeando. Al mismo tiempo, una hermosa estrella fugaz se deslizó por detrás de nuestras cabezas en la misma dirección, como si este lamento que acabábamos de oír llevara consigo una luz.

– ¿Qué es eso?, me preguntó Stéphanette en voz baja.

– Un alma que entra en el paraíso, señora; e hice la señal de la cruz.

Ella se persignó también, y se quedó un momento con la cabeza al aire, muy recogida. Luego, me dijo:

– ¿Es, entonces, verdad que vosotros sois brujos?

– En modo alguno, señorita nuestra. Pero aquí vivimos más cerca de las estrellas, y sabemos lo que pasa mejor que la gente de la llanura.

Ella miraba siempre hacia arriba, con la cabeza apoyada en la mano, envuelta en la piel de cordero como un pastorcito celeste:

– ¡Cuántas hay! ¿Qué hermoso es! Nunca había visto tantas… ¿Sabes sus nombres, pastor?

– Claro que sí, señora… ¡Mire!, justo encima de nosotros el Camino de Santiago (la vía láctea). Va desde Francia derecho a España. Es Santiago de Galicia quien la ha trazado para mostrarle el camino al valiente Carlomagno cuando les hacía la guerra a los árabes. Más lejos, tiene el Carro de las almas (la Osa Mayor) con sus cuatro ejes resplandecientes. Las tres estrellas que van delante son las Tres acémilas, y esta pequeña frente a la tercera es el Cochero. ¿Ve a su alrededor esta luvia de estrellas que caen?, son las almas cuya compañía no quiere el buen Dios… Un poco más abajo, está el Rastrillo o los Tres Reyes (Orión). Es la que nos sirve de reloj a nosotros. Solo mirándola, sé que ahora es medianoche pasada. Un poco más abajo, siempre hacia el sur, brilla Jean de Milán, la antorcha de los astros (Sirio). Sobre esta estrella, los pastores cuentan la siguiente historia. Parece ser que una noche Jean de Milán, los Tres Reyes y la Pollera (la Pléyade) fueron invitados al matrimonio de una estrella amiga. La Pollera, más apresurada, se marchó, dicen, la primera, y cogió el camino alto. Los Tres Reyes cortaron más abajo y la alcanzaron; pero el perezoso Jean de Milán, que había dormido hasta demasiado tarde, se quedó completamente atrás, y furioso, para detenerlos, les arrojó su bastón. Y es por eso por lo que los Tres Reyes se llaman también el Bastón de Jean de Milan Pero la más bonita de todas las estrellas, señora, es la nuestra, es la Estrella del pastor, que nos ilumina al alba cuando sacamos al rebaño, y también por la tarde cuando regresamos. Nosotros la llamamos también Maguelone, la hermosa Maguelone que corre siempre cerca de Pierre de Provence (Saturno) y se casa con él cada siete años.

– ¡Cómo!, pastor, ¿hay matrimonios de estrellas?

– Claro que sí, señora.

Y cuando yo trataba de explicarle lo que eran esos matrimonios, sentí que pesaba ligeramente en mi hombro algo fresco y fino. Era su cabeza llena de sueño que se apoyaba en mí con un bonito pliegue de turbantes, encajes y cabellos ondulados. Se quedó así sin moverse hasta el momento en que los astros del cielo palidecieron, borrados por el día que subía. Yo la miraba dormir, un poco turbado en el fondo de mi ser, pero santamente protegido por esta clara noche que solo me ha dado siempre hermosos pensamientos. Alrededor de nosotros, las estrellas continuaban su camino silencioso, dóciles como un gran rebaño; y a veces me imaginaba que una de esas estrellas, la más fina, la más brillante, habiendo perdido su camino, había venido a posarse en mi hombro para dormir…

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