Cartas desde mi molino
Versión septiembre de 2011
Textos: La cabra del señor Seguin y Las estrellas
LA CABRA DEL SEÑOR SEGUIN
A M. Pierre Gringoire, poeta lírico en París
¡Siempre serás el mismo, mi pobre Gringoire!
¡Cómo! Te ofrecen un puesto de cronista en un buen periódico de París, y tú tienes el aplomo de rechazarlo… ¡Pero mírate, desgraciado muchacho! Mira ese abrigo agujereado, esas calzas destrozadas, esa cara delgada que grita de hambre. ¡Mira adónde te ha llevado la pasión por las bonitas rimas! Mira para lo que te han servido diez años de leales servicios en las páginas del señor Apolo… ¿No te da vergüenza al final?
¡Hazte, pues, cronista, imbécil!, ¡hazte cronista! Ganarás buenos escudos de oro, tendrás tu cubierto en el restaurante Brébant, y podrás presentarte los días de estreno con una pluma nueva en tu sombrero…
¿No? ¿No quieres?… Pretendes quedarte libre a tu gusto hasta el final… Pues bien, escucha un poco la historia de la cabra del señor Seguin. Verás lo que se gana si se quiere vivir libre.
El señor Seguin no había tenido nunca suerte con sus cabras.
Las perdía todas del mismo modo: una buena mañana, rompían la cuerda, se iban a la montaña, y allí arriba el lobo se las comía. Ni las caricias de su dueño, ni el miedo al lobo, nada las retenía. Eran, parece ser, cabras independientes, que querían a cualquier precio el aire libre y la libertad.
El buen señor Seguin, que no entendía nada del carácter de sus animales, estaba consternado. Decía:
– Se acabó; las cabras se aburren conmigo, no me quedaré con ninguna.
Sin embargo, no se desanimó, y, después de haber perdido seis cabras del mismo modo, compró la séptima; solo que esta vez tuvo cuidado de cogerla muy joven, para que se habituara mejor a vivir con él.
¡Ah! Gringoire, ¡qué bonita era la cabrita del señor Seguin!, ¡qué bonita era con sus ojos dulces, su barbilla de suboficial, sus zancos negros y brillantes, sus cuernos estriados y sus largos pelos blancos que le hacían una hopalanda! Era casi tan encantadora como el cabrito de Esmeralda, ¿te acuerdas, Gringoire? – y además, dócil, cariñosa, y se dejaba ordeñar sin moverse, sin meter el pie en la escudilla. Un amor de cabrita…
Seguin tenía detrás de su casa un cercado rodeado de espinos blancos. Allí puso a su nueva pupila. La ató a una estaca, en el lugar más bonito del prado, prestando atención a dejarle mucha cuerda, y de vez en cuando venía a ver si estaba bien. La cabra se sentía muy feliz y pacía la hierba de tan buena gana, que el señor Seguin estaba encantado.
– ¡Por fin – pensaba el pobre hombre – una que no se aburrirá en mi casa!
El señor Seguin se equivocaba, su cabra se aburrió.
Un día, dijo ella mirando la montaña:
– ¡Qué bien se tiene que estar allí arriba! ¡Qué placer corretear por el brezal, sin esta maldita cuerda que desuella el cuello!… ¡Pacer en un cercado está bien para un asno o para un buey!… Las cabras necesitan holgura…
A partir de ese momento, la hierba del cercado le pareció insípida. El tedio la venció. Adelgazó, su leche se hizo escasa. Daba piedad verla tirar todo el día de la cuerda, con la cabeza vuelta hacia la montaña, la nariz abierta, haciendo ¡Meee!… tristemente.
El señor Seguin se daba cuenta de que su cabra tenía algo, pero no sabía qué era… Una mañana, cuando estaba acabando de ordeñarla, la cabra se volvió y le dijo en su jerga:
– Escuche, señor Seguin, languidezco en su casa, deje que me vaya a la montaña.
– ¡Ah!, ¡Dios mío!… ¡También esta! – gritó el señor Seguin atónito, y de pronto dejó caer la escudilla; luego, sentándose en la hierba al lado de su cabra:
– ¿Cómo, Blanquita, quieres dejarme?
Y Blanquita respondió:
– Sí, señor Seguin.
– ¿Te falta hierba aquí?
– ¡Oh!, ¡no!, señor Seguin.
– Quizás tengas poca cuerda; ¿quieres que te la alargue?
– No vale la pena, señor Seguin.
– Entonces, ¿qué necesitas?, ¿qué quieres?
– Quiero irme a la montaña, señor Seguin.
– Pero, infeliz, ¿no sabes que el lobo está en la montaña?… ¿Qué harás cuando venga?
– Le daré cornadas, señor Seguin.
– El lobo se ríe de tus cuernos. Me ha comido unas cabras con tan buena cornamenta como la tuya… ¿Conoces a la pobre vieja Renaude que estaba aquí el año pasado?, una señora cabra, fuerte y mala como un macho cabrío. Luchó con el lobo toda la noche… luego, por la mañana, el lobo se la comió.
– ¡Qué lástima! ¡Pobre Renaude!… Eso no me importa, señor Seguin, deje que me vaya a la montaña.
– ¡Dios mío!… dijo el señor Seguin; pero ¿qué les pasa a mis cabras? Una más que se va a comer el lobo… Pues bien, no… ¡Te salvaré a tu pesar, tunante!, y para que no rompas la cuerda, te encerraré en el establo, y allí permanecerás siempre.
Dicho esto, el señor Seguin llevó la cabra a un establo completamente oscuro cuya puerta cerró con dos vueltas. Desgraciadamente, había olvidado la ventana, y apenas hubo vuelto la espalda, la pequeña se fue…
¿Te ríes, Gringoire? ¡Pardiez!, ya lo creo, tú estás del lado de las cabras, contra ese buen señor Seguin… Vamos a ver si te ríes a continuación.
Cuando la cabra blanca llegó a la montaña, fue un encantamiento general. Los viejos abetos nunca habían visto nada tan bonito. La recibieron como a una pequeña reina. Los castaños se inclinaban hasta el suelo para acariciarla con la punta de sus ramas. Las retamas de oro se abrían a su paso, y olían tan bien como podían. Toda la montaña le hizo una fiesta.
¡Imagina, Gringoire, si nuestra cabra estaba feliz! Ninguna cuerda, ninguna estaca… nada que le impidiera corretear, pacer a su gusto… ¡Allí sí que había hierba!, ¡hasta por encima de sus cuernos, querido!… ¡Y qué hierba! Sabrosa, fina, arpada, hecha de mil plantas… Era muy diferente al césped del cercado. ¡Y las flores, pues!… ¡Grandes campanillas azules, dedaleras de púrpura con largos cálices, todo un bosque de flores salvajes que rebosaban de esencias embriagadoras!…
La cabra blanca, medio embriagada, se tendía allí dentro, con las piernas al aire, y rodaba a lo largo de las pendientes, hecha un revoltijo con las hojas caídas y las castañas… Luego, de pronto, se incorporaba de un salto sobre sus patas. ¡Hop!, se marchaba, con la cabeza adelante, a través de los matorrales y los brezales, de pronto en un pico, de pronto al fondo de un barranco, arriba, abajo, por todas partes… Se habría dicho que había diez cabras del señor Seguin en la montaña.
Es que Blanquita no tenía miedo de nada.
Flanqueaba de un salto grandes torrentes que la salpicaban al pasar de polvo húmedo y de espuma. Entonces, completamente chorreando, iba a tenderse sobre alguna piedra plana y se secaba al sol… Una vez, avanzando al borde de un llano, con una flor de codeso entre los dientes, distinguió allá abajo, completamente abajo, en la llanura, la casa del señor Seguin con el cercado detrás. Eso la hizo llorar hasta las lágrimas.
– ¡Qué pequeño es!, dijo ella. ¿Cómo he podido soportar estar allí dentro?
¡Pobrecilla!, al verse encaramada tan alto, se creía al menos tan grande como el mundo…
En definitiva, ese fue un bonito día para la cabra del señor Seguin. Hacia mediodía, corriendo de un lado para otro, se encontró con una manada de gamuzas que estaban mordisqueando a grandes dentelladas una vid silvestre. Nuestra pequeña corredora vestida de blanco causó sensación. Le dieron el mejor sitio en la parriza, y todos los caballeros fueron muy galantes… incluso parecía, – esto tiene que quedar entre nosotros, Gringoire, – que un joven rebeco de pelo negro, tuvo la fortuna de gustarle a Blanquita. Los dos enamorados se perdieron por el bosque una o dos horas, y si tú quieres saber lo que se dijeron, ve a preguntárselo a los manantiales charlatanes que corren invisibles por el musgo.
De pronto el viento refrescó. La montaña se volvió violeta; era de noche…
– ¡Ya!, dijo la cabrita; y se detuvo muy sorprendida.
Abajo, los campos estaban ahogados en la bruma. El cercado del señor Seguin desaparecía en la niebla, y de la casita solo se veía el techo con un poco de humo. Escuchó las campanas de un rebaño que se recogía, y sintió su alma completamente triste… Un gerifalte que regresaba la rozó con las alas al pasar. Ella tembló… luego se escuchó un aullido en la montaña:
-¡Auu! ¡Auu!
Pensó en el lobo; durante todo el día la loca no había pensado en él… Al mismo tiempo una trompa se escuchó muy lejos en el valle. Era el buen señor Seguin que hacía un último esfuerzo.
-¡Auu! ¡Auu!.. hacía el lobo.
– ¡Vuelve! ¡Vuelve!… gritaba la trompa.
Blanquita tuvo ganas de volver; pero acordándose de la estaca, de la cuerda, del odio del cercado, pensó que ya no podía soportar esa vida, que valía más la pena quedarse allí.
La trompa no sonaba ya…
La cabra oyó detrás de ella un ruido de hojas. Se volvió y vio en la sombra dos orejas cortas, completamente erguidas, con dos ojos que brillaban… Era el lobo.
Enorme, inmóvil, sentado en sus ancas, estaba allí mirando a la pobre cabra blanca y saboreándola por adelantado. Dado que sabía muy bien que iba a comérsela, no se apresuraba; solo, cuando ella se volvió, se puso a reír malvadamente.
– ¡Ja, ja!, ¡la cabrita del señor Seguin!, y con su gran lengua roja se relamió su hocico de yesca.
Blanquita se sintió perdida… Por un momento, al acordarse de la historia de la vieja Renaude, que había luchado toda la noche para ser comida por la mañana, consideró que quizás valía más la pena dejarse comer enseguida; luego, cambiando de opinión, se puso en guardia, con la cabeza baja y los cuernos hacia adelante, como lo que era, una buena cabra del señor Seguin… No es que tuviera la esperanza de matar al lobo, – las cabras no matan a los lobos, – pero solo para ver si ella podría soportar tanto como Renaude…
Entonces el monstruo avanzó, y los pequeños cuernos se pusieron en acción.
¡Ah, la valiente cabrita!, ¡de qué buena gana iba! Más de diez veces, no miento, Gringoire, obligó al lobo a retroceder para tomar aliento. Durante esas treguas de un minuto, la glotona cogía deprisa otra brizna de su querida hierba; luego volvía al combate, con la boca llena… Eso duró toda la noche. De vez en cuando, la cabra del señor Seguin miraba las estrellas que bailaban en el cielo claro, y se decía:
– ¡Oh!, basta con que soporte hasta el alba…
Una tras otra, las estrellas se apagaron. Blanquita redobló sus cornadas, el lobo sus dentelladas… Un brillo pálido apareció en el horizonte… El canto de un gallo ronco subió desde una granja.
– ¡Por fin!, dijo el pobre animal, que solo esperaba la llegada del día para morir; y se tendió en el suelo en su hermoso forro blanco completamente manchado de sangre…
Entonces el lobo se arrojó sobre la cabrita y se la comió.
¡Adiós, Gringoire!
La historia que has escuchado no es un cuento de mi invención. Si alguna vez vienes a la Provence, nuestros vecinos te hablarán a menudo de la cabro de moussu Seguin, que se battégue touto la neui emé lou loup, e piei lou matin lou loup la mangé.
Ya me entiendes, Gringoire:
E piei lou matin lou loup la mangé.