Página dedicada a mi madre, julio de 2020

Traducción

Cantos

Versiones 2001, 2013 y 2020

Textos

IX. Último canto de Safo
XI. El gorrión solitario
XII. El Infinito
XIII. La tarde del día de fiesta
XIV. A la Luna
XXI. A Silvia
XXIII. Canto nocturno de un pastor errante de Asia
XXIV. La calma después de la tempestad
XXV. El sábado de la aldea
XXVII. Amor y muerte
XXVIII. A sí mismo
XXXIV. La retama
XXXV. Imitación
XL. Del griego, de Semónides
XLI. Del mismo 

 

 

IX. ÚLTIMO CANTO DE SAFO

   Serena noche y tímido rayo
De la luna que cae; y tú que asomas
Por la callada selva, sobre la roca,
Mensajero del día; oh, formas amadas
Y gratas a mis ojos, mientras ignoré
Las erinias [1] y el hado: ya no sonríe
Vuestra suave vista al desesperado afecto.
Ahora la insólita alegría de antes
Nos anima, cuando el polvoriento soplo
Del Noto [2]  por el espacio fluido
Y por los campos agitados gira, y cuando
El grave carro de Júpiter, tronando
En lo alto, el tenebroso aire divide.
Por riscos y  profundos valles
Nos place ahora nadar entre nubes,
Y seguir la vasta fuga de la grey aturdida,
O el sonido y la vencedora ira de la ola
Del alto río a la dudosa orilla.

   Hermoso es tu manto, oh divino cielo,
Y hermosa eres tú, húmeda tierra.
¡Ay, de esta infinita belleza, ninguna parte
A la mísera Safo le dieron los dioses
Y la impía suerte! En tus soberbios reinos,
Oh, naturaleza, solo vil y grave huésped
Y despreciada amante, en vano vuelvo
A tus deliciosas formas el corazón
Y las pupilas suplicantes. No me sonríe
Lugar soleado, ni el albor matutino
De la etérea puerta[3]; ni los irisados
Pájaros con su canto, ni con su murmullo
Las hayas me saludan. Y allí a la sombra
De los sauces inclinados, donde extiende
El cándido río su puro seno,
De mi incierto pie con desdén aparta
Las resbaladizas linfas,
Y obliga a huir la ribera olorosa.

     ¿Qué fallo, qué nefando exceso
Me manchó antes de nacer,
Para que tan torvos me mirasen fortuna y cielo?
¿En qué pequé de niña, cuando ignorante
De maldad es la vida, para que, privado
De juventud y flor, en el huso
De la indómita Parca,[4] se devanase
Mi herrumbroso estambre?[5] Incautas voces
Esparce tu[6] labio: los destinados sucesos
Mueve arcano consejo. Arcano es todo,
Salvo nuestro dolor. Desamparada prole
Nacemos al llanto, y la razón en el seno
De los dioses reposa. ¡Oh, afanes y esperanzas
De los más tiernos años! A las formas,
A las amenas formas, eterno reino
Les dio el Padre entre la gente; y virtud
De viriles empresas, o de docta lira
O canto no luce en desgraciado manto.[7]

   Moriremos. Derribado el velo indigno,
La desnuda alma se refugiará en Dite,[8]
Y corregirá el cruel fallo del ciego
Servidor de los casos.[9] Y tú,[10] a quien largo
Amor en vano, y larga fe, y vano
Furor de implacable deseo me estrechó,
Vive feliz, si feliz en la tierra
Vivió algún mortal. A mí el suave licor
Del vaso avaro[11]  no me roció Júpiter,
Después que perecieran los engaños
Y el sueño de mi niñez. El más alegre
Día de nuestra edad pronto vuela.
Llega la enfermedad, y la vejez, y la sombra
De la helada muerte. He aquí, de tantas
Esperadas palmas[12] y amados errores,
Solo me queda el Tártaro;[13] y mi noble
Ingenio acoge la tenaria Diosa,[14]
Y la tenebrosa noche, y la callada orilla.




[1] erinias: tormentos amorosos, furias de la pasión amorosa.
[2] Noto: Austro o viento del Sur; aquí, viento en general.
[3] la etérea puerta: la puerta oriental del cielo.
[4] indómita Parca: Laquesis que, al tejer el hilo de la vida, otorga felicidad o infelicidad.
[5] Mi herrumbroso estambre: el hilo oscuro de la vida de Safo fue devanado por Laquesis sin que se le otorgara amor ni juventud.
[6] tu: El yo lírico. A lo largo del poema ha usado también la primera persona, ya sea singular (vv. 5-7 p.e.) o plural ( vv. 8-18 p.e), y la tercera singular (v. 22)
[7] desgraciado manto: el cuerpo privado de belleza, al igual que «velo indigno» (a continuación).
[8] en Dite: En los infiernos (Dite, dios de los infiernos) buscará refugio el espíritu sin cuerpo.
[9] ciego… casos: El destino.
[10] : Faón, joven por cuyo amor no correspondido, Safo se arrojó desde la roca de Léucade (leyenda).
[11] vaso avaro: El vaso del agua de la felicidad que guardaba Júpiter celosamente.
[12] Palma: Glorias. Véase nota siguiente.
[13] He aquí… el Tártaro: «¿Es acaso el Tártaro una palma [un honor] o un error deleitoso [una ilusión]? Todo lo contrario, pero esto quizás dé precisamente más fuerza a estos versos, pues resultan una ironía. De tantos bienes no me queda más que el Tártaro, es decir, un mal. Además estos versos se pueden explicar incluso directamente, de un modo muy natural. Es decir, estas esperanzas y estos errores tan agradables acaban en la muerte: de tanta esperanza y de tantos amables errores no surge, no resulta, no se realiza sino la muerte […]» (Anotación autógrafa de Leopardi)
[14] la tenaria Diosa: Proserpina, esposa de Plutón. La entrada del infierno se situaba junto al cabo Ténero, punta extrema del Peloponeso.

 

XI. EL GORRIÓN SOLITARIO

   Desde la cima de la torre antigua,
Gorrión solitario, hasta los campos
Cantando vas mientras no muere el día,
Y yerra la armonía por este valle.
La primavera en torno
Brilla en el aire y por los campos exulta,
Tanto que, al mirarla, el corazón se enternece.
Se oyen balar rebaños, mugir manadas;
Los otros pájaros, contentos, a porfía
Juntos por el cielo libre dan mil vueltas,
Festejando su mejor edad:
Tú, pensativo, aparte, todo lo miras;
Sin compañeros, sin vuelos:
Ajeno a la alegría, la diversión esquivas;
Cantas y así cruzas
Del año y de tu vida la flor más hermosa.

   ¡Ay de mí, cuánto se parece
A tu costumbre la mía! Solaz y risa,
Dulce familia de la edad temprana,
Y tú, hermano de juventud, amor,
Suspiro amargo de los días maduros,
No procuro, no sé cómo; es más, de ellos
Casi huyo lejos;
Casi solitario y extraño
A mi lugar natal,
Paso de mi vivir la primavera.
Este día que ya cede a la noche
Se suele festejar en nuestro pueblo.
Se oyen por el cielo las campanas,
Y frecuente disparo de escopetas
Que retumba a lo lejos de pueblo en pueblo.
Toda vestida de fiesta,
La juventud del lugar
Deja las casas y se esparce por las calles;
Y mira y es mirada y de corazón se alegra.
Yo, solitario, en esta
Remota parte, saliendo al campo,
Todo deleite y juego
Para otro día aplazo: y, mientras, la mirada
Tendida en el aire luminoso,
Me hiere el sol que entre lejanos montes,
Tras el día sereno,
Se disipa cayendo, y parece decir
Que la feliz juventud se aleja.

   Tú, solitario pajarito, en la noche
Del vivir que te darán las estrellas,
Seguro de tu costumbre
No te dolerás, pues de naturaleza es fruto
Toda tu inclinación.
Yo, si el detestado
Umbral de la vejez
Evitar no consigo,
Cuando mis ojos callen al afecto de los otros,
Y el mundo vean vacío, y el día futuro,
Más enojoso y sombrío que el presente,
¿Qué pensaré de tal deseo?
¿Qué de estos años?, ¿qué de mí mismo?
¡Ay, me arrepentiré y, a menudo,
Desconsolado, me volveré atrás!

XII. EL INFINITO

   Siempre amé esta apartada colina
Y este seto que excluye la mirada
De tanta parte del último horizonte.
Mas, sentado y mirando, ilimitados
Espacios más allá de él y sobrehumanos
Silencios y quietud profundísima
Mi pensamiento evoca; tal que por poco
El corazón no se espanta. Y como el viento
Oigo susurrar entre estas plantas, yo aquel
Infinito silencio a esta voz
Voy comparando: y me sobreviene lo eterno,
Y las muertas estaciones, y la presente
Y viva, y su sonido. Así, mi pensamiento
En esta inmensidad se anega:
Y naufragar es dulce en este mar.

XIII. LA TARDE DEL DÍA DE FIESTA

   Dulce y clara es la noche y sin viento,
Y quieta sobre tejados y huertos,
Descansa la luna, y a lo lejos muestra
Serenas las montañas. Oh, mujer mía,
Ya callan los senderos, y por los balcones
Rara brilla la nocturna lámpara:
Tú duermes, pues te acogió sueño suave
En tus sosegadas estancias; y no te angustia
Afán alguno; y ya no sabes ni piensas
Cuánta llaga me abriste en el pecho.                                  
Tú duermes; yo a este cielo, que tan benigno
Se muestra a la vista, a saludar me asomo,                                                      
Y a la antigua naturaleza todopoderosa,                                            
Que me destinó al afán. «A ti la esperanza
Te niego, me dijo, aun la esperanza;
Y que brillen tus ojos solo de llanto».                                    
Este día fue solemne; de las diversiones
Reposas ahora; y quizás recuerdes
En sueños a cuántos gustaste y cuántos
Te gustaron: no, no es que yo espere
Acudir a tu mente. Mientras, me pregunto
Cuánto por vivir me queda, y en el suelo
Me arrojo y grito y tiemblo. ¡Oh, días terribles,
En tan verde edad! Ay, por el camino
Oigo cercano el solitario canto
Del artesano que vuelve a alta noche,
Tras la fiesta, a su pobre albergue;
Y cruelmente se me encoge el corazón,
Al pensar que en el mundo todo pasa,
Y apenas deja huella. Ya ha huido                                                         
El día de fiesta, y al día festivo el día                                    
Vulgar sucede, y se lleva el tiempo       
Todo acto humano. ¿Dónde está ahora el sonido                                          
De esos pueblos antiguos?, ¿dónde el grito
De nuestros antepasados famosos,   
Y el gran Imperio de Roma, y las armas,
Y el fragor que cruzaron mar y tierra?                                                 
Todo es paz y silencio, y descansa                                        
Todo el mundo, y más de ellos no se habla.
En mi primera edad, cuando se espera
Con ansia el día de fiesta, apenas este
Se apagaba, yo, afligido, en vela,
Yacía en el lecho; y en la alta noche
Un canto que se oía por los senderos
Morir poco a poco al alejarse,
Ya igualmente me oprimía el pecho

XIV. A LA  LUNA

   Oh, graciosa luna, yo me acuerdo
De que, ahora hace un año, a esta colina
Subía lleno de angustia a mirarte:
Y entonces tú pendías sobre la selva
Como ahora, que toda la iluminas.
Pero, nublado y trémulo, tu rostro
Aparecía a mi mirada, por el llanto
Que cubría mis ojos, pues penosa
Era mi vida: y lo es, y su estilo no cambia,
Oh, mi querida luna. Pero me deleita                  
El recuerdo, y evocar el tiempo                             
De mi dolor. ¡Oh, qué grato se ofrece 
En la edad juvenil, cuando largo curso
Aún tiene la esperanza, y breve, la memoria,  
Recordar las cosas pasadas,                                     
Aunque tristes, y aunque el afán perdure!

XXI. A SILVIA

    ¿Silvia, aún recuerdas
Aquel tiempo de tu vida mortal,
Cuando la belleza resplandecía
En tus ojos risueños y huidizos,
Y tú, alegre y pensativa, cruzabas
El umbral de la juventud?

   Resonaban las tranquilas
Estancias y las calles en torno
Con tu perpetuo canto,
Cuando, con las labores femeninas,
Te sentabas, muy contenta  
Del vago porvenir que imaginabas.
Era un mayo oloroso: y tú solías
Así pasar el día.

   Yo, dejando a veces
Los estudios gratos y las sudadas hojas,
En que mi primer tiempo
Y la mejor parte de mí se consumía,
En los balcones de la paterna casa
Prestaba oído al son de tu voz
Y a la mano veloz
Que recorría la fatigosa tela.
Miraba el cielo sereno
Y las calles doradas y los huertos
Y a este lado, el mar lejano, a aquel, el monte.
Lengua mortal no dice
Lo que yo en el pecho sentía.

    ¡Qué pensamientos suaves,
Qué ilusiones, qué afectos, oh Silvia mía!
¡Cómo se nos mostraba entonces
La vida humana y el hado!
Cuando me acuerdo de tanta esperanza,
Un afecto me oprime
Acerbo y desconsolado,
Y me vuelve a afligir mi desventura.
¡Oh naturaleza, oh naturaleza!,
¿Por qué no das luego
Lo que antes prometes?, ¿por qué tanto
Engañas a tus hijos?

   Tú, antes que el invierno secase la hierba,
Combatida y vencida por un mal oculto,
Perecías, oh criatura. Y no veías
La flor de tus años;
No te colmaba el corazón
El dulce elogio de tus negros cabellos,
O de tu mirada amorosa y esquiva;
Ni las compañeras, en los días de fiesta,
Contigo hablaban de amor.

   También perecía pronto
Mi dulce ilusión: a mis años
También les negaron los hados
La juventud. ¡Ay, cómo,
Cómo has pasado,
Querida compañera de mi edad nueva,
Mi llorada esperanza!
¿Este es el mundo?, ¿estos
Los placeres, el amor, las obras, los sucesos
De los que juntos hablamos tanto?
¿Esta es la suerte de la familia humana?
Al aparecer la verdad
Tú, mísera, caíste: y con la mano
La fría muerte y una tumba desnuda
Mostrabas a los lejos.

XXIII. CANTO NOCTURNO DE UN PASTOR ERRANTE DE ASIA

 

   ¿Qué haces, luna, en el cielo?, dime, ¿qué haces,
Silenciosa luna?
Surges en la noche y vas
Contemplando los desiertos, luego descansas.
¿Aún no estás satisfecha
De recorrer los sempiternos caminos?
¿Todavía no te aburre, todavía anhelas
Mirar estos valles?                       
Se parece a tu vida
La vida del pastor.
Surge con el primer albor,
Guía la grey más allá de los campos y ve
Rebaños, fuentes y hierbas;
Luego, cansado, reposa en la noche:
Otra cosa no espera.
Dime, oh luna: ¿para qué  le sirve
Al pastor su vida,
A ti, la tuya? Dime: ¿adónde conduce
Este mi breve vagar,
Tu curso inmortal?

   Viejecillo blanco, enfermo,
Medio vestido y descalzo,
Con gravísimo fardo sobre la espalda,
Por montañas y por valles,
Por piedras agudas y profunda arena y simas,
Con el viento, con la tempestad y cuando arde
La hora y cuando luego hiela,
Corre, corre, jadea,
Atraviesa torrentes y estanques,
Cae, se alza y más y más se apresura,
Sin reposo ni alivio,
Lacerado, sangrante; hasta que llega
Allí adonde el camino
Y adonde tanto fatigar se dirigía:
Abismo hórrido, inmenso,
En el que él, al precipitarse, todo lo olvida.
Virgen luna, tal
Es la vida mortal.

   Nace el hombre con trabajo
Y corre el riesgo de morir en el nacimiento.
Siente pena y tormento
Como primera cosa; y en el inicio mismo
La madre y el padre
Lo consuelan de haber nacido.
Luego, conforme crece,
El uno y el otro lo sostienen, y así siempre,
Con actos y con palabras,
Se preocupan de darle ánimos,
Y de consolarlo del estado humano;
Otro oficio más grato
No tienen los padres con su prole.
Pero ¿por qué darle  al sol,
Por qué sujetar en la vida
A quien luego hay que consolar?
Si la vida es desventura,
¿Por qué persistimos?
Intacta luna, tal
Es el estado mortal.
Pero tú mortal no eres
Y quizás mi decir poco te afecta.

   Mas tú, solitaria, eterna peregrina,
Que tan pensativa estás, tú quizás entiendas
Este nuestro vivir terreno,
Nuestro padecer y suspirar qué son;
Qué es este morir, este supremo
Palidecer del semblante,
Desaparecer de la tierra y abandonar
Toda usada, amante compañía.
Y tú ciertamente comprendes
El porqué de las cosas y ves el fruto
De la mañana, de la noche,
Del callado, infinito andar del tiempo.
Tú sabes, tú, ciertamente, a qué dulce amor
Le sonríe la primavera,
A quién ayuda el ardor y qué bien procura
El invierno con sus hielos.
Mil cosas sabes tú, mil descubres,
Que están ocultas para el simple pastor.
A menudo, cuando contemplo
Que estás tan callada sobre el desierto llano,
Que, en su límite lejano, confina con el cielo,
O que con mi grey
Me sigues viajando poco a poco,
Y cuando veo en el cielo arder las estrellas,
Me digo a mí mismo, pensando,
¿Para qué tanta luz?
¿Qué hace el aire infinito y aquel profundo
Infinito sereno?, ¿qué significa
Esta soledad inmensa?, y yo ¿qué soy?
Así medito conmigo: y de la estancia
Desmesurada y soberbia
Y de la innumerable familia,
Después de tanto obrar, de tanto movimiento
De toda cosa celeste o terrena,
Que gira sin descanso
Para volver allá de donde partió,
Uso alguno, algún fruto
Adivinar no sé. Pero tú, ciertamente,
Jovencita inmortal, lo conoces todo.
Yo, esto sé y siento,
Que de los eternos giros,
Que de mi fragilidad,
Algún bien o contento
Tendrá quizás otro; para mí la vida es daño.

   ¡Oh, grey mía  que descansas, oh, tú, feliz,
Que la miseria tuya, creo, no conoces!
¡Cuánto te envidio!
No solo porque de afán
Vas casi libre,
Que todo sufrimiento, daño
O extremo temor olvidas pronto,
Sino porque jamás sientes tedio.
Cuando te sientas a la sombra, en la hierba,
Tú estás tranquila y contenta
Y gran parte del año
Sin enojo consumes en ese estado.
Y yo también me siento en la hierba, a la sombra,
Mas un fastidio me embarga
La razón, y un aguijón casi me hiere
Tal que, sentado, más que nunca estoy lejos
De encontrar paz o reposo.
Y sin embargo, nada deseo
Y hasta aquí no tengo razón de llanto.
Lo que tú gozas y cuánto
No sé decirlo ya, pero afortunada eres.
Y yo gozo bastante poco,
Oh, grey mía, y de ello solo no me quejo.
Si tú hablar supieses, yo preguntaría:
Dime, ¿por qué al yacer
Cómodo y ocioso
Se calma animal todo,
Y a mí, si reposo, me asalta el tedio?

   Quizás si tuviese alas
Para volar sobre las nubes
Y contar las estrellas una a una
Y, como el trueno, volar de cima en cima,
Sería más feliz, dulce grey mía,
Más feliz sería, cándida luna.
O quizás se aparta de lo cierto,
Al mirar la suerte ajena, mi pensamiento:
Quizás en cualquier forma, en cualquier
Estado, ya sea en cubil o en cuna,
Es funesto para quien nace el día natal.

 

XXIV. LA CALMA DESPUÉS DE LA TEMPESTAD

   Pasó la tempestad:
Oigo a los pájaros trinar, y a la gallina,
Que ha vuelto a la calle,
Repetir su cacareo. Ya el sereno
Rompe por poniente, en la montaña;
Se despejan los campos,
Y claro aparece el río en el valle.
Todo corazón se alegra, por todos lados
Resurge el rumor,
Vuelve el trabajo cotidiano.
El artesano, a mirar el húmedo cielo,
Con el trabajo en la mano, cantando,
Se asoma a la puerta; a porfía
Sale la jovencita a recoger el agua
De la lluvia reciente;
Y el verdulero renueva
De sendero en sendero
Su grito diario.
Ya el sol vuelve, ya sonríe
Por colinas y aldeas. Abren balcones
Terrazas y galerías los criados:
Y desde la vía maestra, se oye a lo lejos
El tintineo de las esquilas; chirría el carro
Del pasajero que retoma su camino.

   Todo corazón se alegra.
Tan dulce, tan grata
¿Cuándo es, como ahora, la vida?
¿Cuándo con tanto amor
Se dedica a su labor el hombre,
O retoma su tarea, o emprende algo nuevo?
¿Cuándo se acuerda menos de sus males?
Placer, hijo de angustia;
Alegría vana, que es fruto
Del pasado temor, por el que se alarmó
Y temió la muerte
Quien aborrecía la vida;
Por el que en largo tormento,
Frías, calladas, pálidas,
Sudaron y palpitaron las gentes, viendo
Que obraban para ofendernos
Rayos, lluvias y viento.

   ¡Oh, naturaleza gentil,
Estos son tus dones,
Estos los deleites
Que das a los mortales! Para nosotros
Deleite es salir de la pena.
Penas tú esparces en extremo; el dolor
Surge espontáneo: y el poco placer,
Que a veces, como prodigio y milagro,
Nace de la angustia, es gran provecho.
¡Humana prole amada por los dioses!,
Bastante feliz, si te conceden respirar
De algún dolor: feliz,
Si de todo dolor te cura la muerte.

XXV. EL SÁBADO DE LA ALDEA

   La doncella viene del campo
Al ponerse el sol
Con su haz de hierbas; y trae en las manos
Un ramito de rosas y violetas,
Con el que, como es costumbre,
Mañana, en el día de fiesta,
Se adornará el pecho y el cabello.
La viejecita se sienta en la escalera
A hilar con las vecinas, 
Mirando hacia donde se pierde el día;
Y cuenta sus buenos tiempos,
Cuando en el día de fiesta se arreglaba,
Y aún sana y ligera
Bailaba de noche
Con los compañeros de la edad más bella.
Ya el aire se oscurece,
Se vuelve azul el cielo, y caen las sombras
De alcores y tejados
Con el claro de la reciente luna.
La campana ya avisa
De la fiesta que viene;
Y con ese sonido dirías
Que el corazón se reconforta.
Los niños, en grupo,
Gritando en la plazuela
Y aquí y allá saltando,
Levantan un rumor alegre.
Y entretanto vuelve a su parca mesa,
Silbando, el campesino,
Y absorto piensa en su día de descanso.

     Luego, cuando en torno se apagan
Todas las luces y todo lo demás calla,
Se oye el martillo golpear, se oye la sierra
Del carpintero que vela
A la luz del candil en el taller cerrado,
Y se apresura y se afana
Por concluir la obra antes que claree el alba.

     De los siete días, este es el más grato,
Lleno de esperanzas y alegrías:
Mañana, tristeza y tedio
Traerán las horas, y al común trabajo
Cada uno volverá con su pensamiento.

     Muchachito risueño
Esta tu edad florida
Es como un día de alegría lleno,
Un día claro, sereno,
Que precede a la fiesta de tu vida.
Goza, muchacho mío; estado suave,
Estación alegre es esta.
Más no te diré; pero que tu fiesta
Que aún tarde en llegar no te aflija.

 

XXVII. AMOR Y MUERTE

    Hermanos, a un mismo tiempo, Amor y Muerte
Engendró la suerte.
Cosas aquí tan hermosas
El mundo no tiene, no tienen las estrellas.
Nace del uno el bien,
Nace el placer mayor
Que en el universo se encuentra;
La otra, todo gran dolor,
Todo gran mal anula.
Hermosísima doncella,
Dulce a la vista, no como
Se la imagina el vil vulgo,
Ama al joven Amor
Acompañar a menudo;
Y sobrevuelan juntos el mortal camino,
Primeros consuelos de todo corazón sabio.
Corazón no fue más sabio nunca
Que herido de Amor, ni con más fuerza
Despreció la infausta vida,
Ni por otro señor
Como por este estuvo pronto al peligro:           
Pues donde tú ayudas,
Amor, nace el valor
O se despierta; y, sabia en obras
Y no vana en pensamientos, como suele,
Se vuelve la humana prole.

     Cuando por primera vez
Nace en el corazón profundo
Un amoroso afecto,
Junto a él en el pecho, un lánguido y cansado
Deseo de morir se siente:
Cómo, no lo sé: pero tal
De amor verdadero y fuerte es el primer efecto.
Quizás a los ojos espanta
Entonces este desierto: ante él, el mortal
Quizás ya ve inhóspita
La tierra, sin aquella
Nueva, única, infinita
Felicidad que su mente imagina:
Pero, por ella,  grave batalla
Presintiendo en su corazón, anhela calma,
Anhela recogerse en un puerto
Ante deseo tan fiero,
Que ya, bramando, alrededor lo oscurece todo.

    Luego, cuando el temible poder
Lo envuelve todo,
Y fulmina en el corazón al invicto afán,
¡Cuántas veces eres implorada
Con deseo intenso,
Muerte, por el afanoso amante!
¡Cuántas, por la noche, y cuántas,
Al abandonar al alba el cuerpo cansado,
Feliz se llamó si de ahí nunca más
Se levantase,
Ni volviese a ver la luz amarga!
Y, a menudo, al son de la fúnebre campanilla,
Al son del canto que conduce
Al muerto al sempiterno olvido,
Con suspiros ardientes
Desde lo profundo del pecho envidió a aquel
Que se iba a habitar con los difuntos.
Incluso la despreocupada plebe,
El campesino, que ignora
Toda virtud que del saber deriva,
Incluso la doncellita tímida y esquiva,
Que solo al nombre de la muerte
Sintió erizársele el cabello,
Osa en la tumba, en los fúnebres velos
Detener la mirada, de constancia llena,
Osa en el hierro y en el veneno
Meditar largamente;
Y, en su indocta mente,
La gentileza del morir comprende.
Tanto a la muerte inclina
La disciplina de Amor. Y, a menudo,
A un punto llega el interior tormento,
Que no puede sostenerlo fuerza mortal,
O cede el cuerpo frágil
A los terribles asaltos y, de esta forma,
Por el fraterno poder prevalece la Muerte;
O tanto aflige Amor allá en lo hondo
Que por sí mismos el campesino,
La tierna doncella,
Con mano violenta,
Dejan sus juveniles miembros en la tierra.
Se ríe de sus casos el mundo,
Al que paz y vejez el cielo conceda.
 
    A los entusiastas, a los felices,
A los valerosos ingenios
Que lo uno o lo otro os conceda el hado,
Dulces señores, amigos
De la familia humana,
A cuyo poder ningún poder se parece
En la inmensidad del universo, y no lo supera,
Si no es el poder del hado.
Y tú, a quien ya desde mi infancia,
Siempre con devoción invoco,
Hermosa Muerte, piadosa
Tú sola en el mundo de los terrenos afanes,
Si alguna vez fuiste
Celebrada por mí, si tu divino estado
De la vergüenza del vulgo ingrato
Intenté recompensar,
No tardes más, inclínate
Ante estos desusados ruegos,
Cierra ya a la luz
Estos ojos tristes, oh reina del tiempo.
Me encontrarás seguro, sea cual sea la hora
En que tú abras las alas ante mi ruego,
Erguida la frente, armado,
Y rebelde al hado,
Sin colmar de alabanzas
Su mano que, flagelando, se colorea
De mi sangre inocente;
Sin bendecirla, como acostumbra
Por antigua vileza la humana gente;
Arrancándome toda vana esperanza
Con la que se consuela
El mundo como un niño,
Y todo aliento necio; sin esperar
Nada más en tiempo alguno, sino a ti sola;
Aguardando sereno
El día en que yo recline adormecido el rostro
En tu virgíneo seno.

XXVIII. A SÍ MISMO

     Ahora descansarás por siempre,
Cansado corazón mío. Murió el engaño último
Que creí eterno. Murió. Bien siento
Que en nosotros han caído la esperanza
Y el deseo de los queridos engaños.
Descansa por siempre. Bastante
Palpitaste. No valen cosa alguna
Tus afanes, ni de suspiros es digna
La tierra. Amargura y tedio
Es la vida, nada más; y fango es el mundo.
Cálmate ya. Desespera
Por última vez. Al género nuestro, el hado
No donó que el morir. Ahora despréciate,
A ti, a la naturaleza, al mezquino
Poder que, escondido, para común daño impera,
Y a la infinita vanidad de todo.

XXXIV. LA RETAMA O LA FLOR DEL DESIERTO

               Καὶ ἠγάπησαν οἱ ἄνθρωποι μᾶλλον τὸ σκότος ἢ τὸ φῶς
               «Y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz.»
                                                                                               JUAN, III, 19

 Aquí, en la árida falda
Del formidable monte
Devastador Vesubio,
Que otro árbol o flor no alegra,
Olorosa retama,
Esparces tus ramas solitarias,
Feliz con los desiertos. Otras veces te vi
Adornar con tus tallos los yermos
Que ciñen la ciudad, señora
De los mortales un tiempo,
Que con su grave y taciturno aspecto,
Parece confiarle al pasajero
Fe y recuerdo del perdido imperio.
Ahora vuelvo a verte en este suelo, amante
De espacios tristes y abandonados,
Y compañera siempre de afligidas suertes.
Estos campos sembrados
De infecundas cenizas, y cubiertos
De petrificada lava
Que al paso del peregrino resuena,
Donde anida y al sol se retuerce
La serpiente, y a su conocido
Abrigo cavernoso vuelve el conejo,
Fueron alegres fincas y labranzas,
Y brillaron con las espigas, y resonaron
Con el mugido del ganado;
Fueron jardines y palacios,
Grato albergue al recreo
Del poderoso; fueron ciudades famosas
Que el altivo monte de ígnea boca,
Con sus torrentes, fulminó y oprimió
Junto a su gente. Ahora la ruina
Todo en torno lo envuelve,
Donde tú estás, oh, flor gentil, y casi
Apiadándote del daño ajeno, al cielo
Envías un perfume de dulcísimo olor
Que consuela al desierto. A estos lugares
Venga quien con alabanzas exalta
Nuestro estado, y vea cuánto
Cuida a nuestro género
La amante naturaleza.
Y aquí también en justa medida
Estimará la pujanza del linaje humano
Al que la cruel nodriza, cuando él menos
La teme, anula en parte en un instante
Y con leve impulso, y puede con otros
Menos leves, aun súbitamente,
Aniquilar del todo.
Pintadas en estas tierras                                             
Están de la familia humana
Las magníficas y progresivas suertes.[1]

    Mírate y reconócete aquí,
Siglo soberbio y necio,
Que el camino del resurgido pensamiento
Ya entonces trazado hacia delante
Dejaste, y volviendo atrás los pasos,
Te jactas del retorno
Y lo llamas progreso.
Tus niñadas, todos los ingenios,
De cuya suerte cruel eres padre,
Van adulando, aun
Cuando en secreto a veces
Te escarnecen. Mas yo
No bajaré con tal vergüenza bajo tierra;
Pues el desprecio que por ti
Se esconde en mi pecho
Tan claro mostraré como se pueda,
Aunque sé que el olvido
Cubre a quien censuró mucho su tiempo.
De este mal, que contigo
Compartiré, desde ahora me río.
Libertad sueñas, pero a la vez siervo
Quieres de nuevo el único
Pensamiento por el que en parte
De la barbarie resurgimos
Y se crece en cultura, que sola al bien
Guía la suerte de los pueblos.
Tanto te repugnó la verdad
De la áspera suerte y del lugar mísero
Que naturaleza nos dio. Por esto le diste
Ruinmente la espalda a la luz
Que la reveló. Y, huyendo, llamas
Vil a quien la sigue, y solo
Magnánimo a aquel
Que se mofa de sí y de todos, astuto o loco,
Y encumbra el grado mortal hasta los astros.

     Hombre de pobre estado y enfermo,
Si es de alma generoso y alto,
No se llama ni se estima
Rico en oro ni gallardo,
Ni ostenta, irrisorio, espléndida
Vida y valiosa figura
Entre las gentes;
Sino que mendigo de fuerza y tesoro
Se muestra sin pudor, y habla
Sincero de sí mismo, y estima
Sus cosas con igual verdad.
Magnánimo animal
No lo creo ya, sino necio,
A quien nacido para morir, nutrido en penas,
Dice para gozar me hicieron,
Y llena hojas de orgullo
Fétido, prometiendo en la tierra
Excelsos hados y felicidades nuevas
Que el cielo ignora, no solo nuestro orbe,
A los pueblos a los que una ola
De mar agitado, un hálito de aire
Maligno o un temblor subterráneo
Destruye de tal modo, que apenas
Queda su recuerdo.
Noble naturaleza es aquella
Que osa elevar los ojos
Mortales al común destino
Y que, con franca lengua,
Sin ocultar nada a la verdad,
Confiesa el mal que nos tocó en suerte,
Y el estado humilde y frágil;
Esa que, grande y fuerte,
Se muestra en el sufrir, que odios e iras
Fraternas, aún más graves
Que otro daño, no añade
A sus miserias, culpando al hombre
De su dolor, pues culpa a aquella
En verdad cruel, la que de los mortales
Es madre de parto y, de grado, madrastra.
A esta llama enemiga; y pensando
Que contra ella, como es verdad,
Está aliada y armada ya en su origen
La familia humana,
Estima confederados entre sí a todos
Los hombres, y a todos los abraza
Con verdadero amor, y ofrece
Y espera pronta y eficaz ayuda
En los alternos peligros y en las angustias
De la guerra común. Y armar la diestra
Para ofender al hombre, o poner celada
Y estorbo al vecino,
Cree necio, como lo es en un campo
Ceñido de tropa contraria, en la hora
Álgida del asalto,
Quien olvida al enemigo y emprende
Acerbas disputas con los amigos
Y siembra la huida y fulmina con la espada
A sus propios guerreros.
Cuando tales ideas,
Sean, como antes, claras para el vulgo,
Y cuando el horror primero
Que contra la impía naturaleza
En sociedad unió a los mortales,
Sea reconducido en parte,
Por verdadero saber, el honesto y recto
Conversar ciudadano
Y justicia y piedad tendrán entonces
Otra raíz, no las soberbias locuras
En que la bondad del vulgo
Suele estar en pie
Como puede estar el que en error se funda.

   A menudo en estas tierras,
Que, desoladas, viste de oscuro
El flujo endurecido que parece ondear,
Me siento de noche; y sobre el triste yermo
En un purísimo azul
Veo en lo alto titilar las estrellas
Que desde lejos se reflejan
En el mar, y brillar con las centellas,
Que giran en el vacío sereno, todo el mundo.
Y cuando fijo los ojos en aquellas luces
Que parecen un punto,
Mas son inmensas, como un punto,
Al igual que ellas, son mar y tierra
Verdaderamente, y que
No solo al hombre sino a este globo,
Donde el hombre no es nada,
Ignoran del todo; y cuando miro
Aquellos aún más sin ningún fin remotos
Nudos casi de estrellas,
Que nos parecen niebla, y que no solo al hombre
Y a la tierra, mas junto a ellos a todas
Las estrellas, infinitas en número
Y volumen, con el sol dorado,
Desconocen o las ven
Como ellos se ven en la tierra, un punto
De luz nebulosa, a mi pensamiento
¿Qué le pareces tú, entonces, oh prole
Del hombre? Y cuando considero
Tu estado aquí abajo, que revela
El suelo que piso y, además, por otro lado,
Que tú te crees destinada
A ser señora y fin del Todo, y cuántas veces
Te gustó fabular en este oscuro
Grano de arena que se llama tierra,
Que los autores de todas las cosas
Por ti bajaron y a menudo conversaron
A gusto con los tuyos, y que, renovando
Risibles sueños, a los sabios insulta
La edad presente
Que en saber y civil costumbre
Parece superar a las demás, ¿qué afecto,
Mortal prole infeliz, o qué pensamiento
Hacia ti asalta en fin mi corazón?
No sé si vence la risa o la piedad.

     Como al caer del árbol un diminuto fruto
Que en el tardo otoño
Madurez y no otra fuerza derriba,
Los dulces albergues de unas hormigas,
Cavados con gran trabajo
En blanda tierra, y las obras
Y las riquezas que, a porfía
Y con larga fatiga, el laborioso pueblo
Con previsión reuniera en el verano,
Aplasta, asola o cubre
En un momento; así, al desplomarse
Noche y ruina
De cenizas, lava y piedras
Que lanzó al profundo cielo
El útero tronante, confundidas
Con arroyos hirviendo,
O al bajar por el lomo del monte,
Furiosa entre las hierbas,
Una riolada inmensa
De piedras fundidas y metales
Y arena ardiendo
Confundieron, quebraron y cubrieron
En pocos instantes
Las ciudades que el mar bañaba
En la última ribera. Ahora pace en ellas
La cabra, y ciudades nuevas
Surgen al otro lado, con asiento
En las sepultadas, y los postrados muros
Con su pie casi aplasta el arduo monte.
Naturaleza no estima
Al hombre, ni lo protege
Más que a la hormiga: y si más raro
En aquel es el estrago,
Razón de ello es solo
Que son menos fecundas sus estirpes.

   Mil ochocientos años
Hace que estas ciudades, oprimidas
Por la ígnea fuerza, se borraron.
Y el campesino, atento a los viñedos
Que nutre con fatiga en estos campos
La muerta tierra incinerada,
Aún eleva  la mirada
Temerosa a la cumbre
Fatal, mas no más blanda,
Que se alza aún tremenda y con estragos
Aún lo amenaza, a él y a sus hijos
Y a sus pobres cosas. Y a menudo
El mezquino, en el techo
De su rústico albergue, a la intemperie
Yace insomne toda la noche
Y temblando a menudo, explora el curso
Del temido hervor que se derrama
Desde el inagotable seno
Por la falda arenosa, y con él brilla
La marina de Capri
Y en Nápoles, el puerto y Mergellina.
Y si lo ve acercarse o si en el fondo
Del doméstico pozo oye que el agua
Hirviendo borbollea, despierta a los hijos,
Despierta deprisa a la mujer, y así,
Con cuanto puede coger, huyendo,
Ve a lo lejos su nido
Fiel, y el pequeño campo,
Defensa única ante el hambre,
Presos del flujo incandescente,
Que crepitando llega e, inexorable,
Sobre ellos se extiende para siempre.
Vuelve al celeste rayo,
Después del largo olvido, la extinguida
Pompeya, como sepultado
Esqueleto, que la avaricia
O la piedad de la tierra devuelve al aire;
Y desde el desierto foro,
Erguido entre las filas
De las rotas columnas, el peregrino
Largamente contempla la doble cumbre
Y la cresta humeante,
Que aún amenaza a la dispersa ruina.
Y en el horror de la secreta noche
Por teatros vacíos,
Por templos ya sin forma y arruinadas
Casas, donde el murciélago esconde sus crías,
Como siniestra llama
Que, oscura, gira por vacíos palacios,
Corre el resplandor de la fúnebre lava,
Que desde lejos entre sombras
Rojea y tiñe el espacio en torno.
Así, ignorante del hombre y de las edades
Que él llama antiguas, y de la sucesión
De abuelos a nietos,
Está la naturaleza siempre verde y aún avanza
Por tan largo camino,
Que parece eterna. Mientras, caen reinos,
Pasan gentes y culturas: ella no los ve,
Mas el hombre la eternidad se arroga.

     Y tú, lenta retama,
Que con matas olorosas
Estos campos despojados adornas,
Aun tú sucumbirás pronto
Al cruel poder del subterráneo fuego,
Que, volviendo al lugar
Ya conocido, extenderá su avaro manto
Por tus blandas florestas. E inclinarás
Bajo el peso mortal, sin resistencia,
Tu cabeza inocente:
Nunca inclinada hasta hoy en vano
Vilmente para suplicarle
Al futuro opresor; pero no erguida
Con imprudente orgullo ante las estrellas,
Ni en el desierto, donde
La sede y el nacimiento
No por voluntad sino por azar tuviste;
Pues más sabia y mucho
Menos enferma que el hombre, tus frágiles
Estirpes no creíste,
O por ti o por el hado, inmortales.

 

[1]  Verso de Terenzio Mamiani, primo del poeta.

XXXV. IMITACIÓN

   Lejos de tu propia rama,
Pobre hoja frágil,
¿Dónde vas? Del haya
En que nací, me separó el viento.
Vuelve y me lleva en vuelo
De la floresta al campo,
Del valle a la montaña.
Con él perpetuamente
Voy peregrina. Y lo demás ignoro.
Voy adonde toda cosa
Adonde naturalmente
Va la hoja de la rosa
Y la hoja del laurel.

XL. DEL GRIEGO, DE SEMÓNIDES [1]

     Todo acto mundano
Está en poder de Júpiter, oh hijo,
Quien, según su voluntad,
Todo lo dispone.
Mas nuestra ciega mente
Por un largo mañana pena y sufre,
Aunque la vida humana,
Según el cielo fija nuestra suerte,
Dura de un día a otro.
La hermosa esperanza a todos nos nutre
De semblanzas felices,
Por lo que cada uno en vano se fatiga:
Uno espera amiga
La aurora; otro, la vida,
Y ninguno vive en la tierra
Cuya mente no confíe
Que mañana Pluto y los otros dioses
Con él serán blandos y piadosos.
Mas antes que la esperanza llegue a puerto,
A este lo alcanza la vejez
Y a aquel un mal se lo lleva al oscuro Lete;
A este el rígido Marte, a aquel las olas
De los mares lo arrastran; otro, agotado
Por negros afanes, o con cruel lazo
Al cuello, se refugia bajo tierra.
Así un raudal fiero
Y diverso de mil males
Agita y destruye a los míseros mortales.
Mas por sentencia mía,
Hombre sabio y libre del común error
Sufrir no soportaría,
Ni les ofrecería tanto amor
Al dolor y a su propio mal.

 

[1] Semónides de Amorgos.

XLI. DEL MISMO [1]

    Las cosas humanas poco tiempo duran
Y frase muy cierta
Dijo el viejo de Quíos: [2]
Igual naturaleza tienen
Las hojas y el linaje humano.
Mas esta voz en el pecho
Pocos acogen. A la inquieta esperanza,
Hija de corazón joven,
Todos la acogemos.
Mientras roja es la flor
De nuestra tierna edad,
El alma altiva y vacía
Cien dulces ilusiones nutre en vano,
Ni muerte espera, ni vejez; y nada
El brioso y sano de los males teme.
Mas necio es quien no ve
Qué raudas son las alas de la  juventud,
Y qué poco lejos está
La muerte de la cuna.
Tú, próximo a poner el pie
En el umbral fatal
De la estancia del Tártaro,
A los presentes deleites
Confías tu breve vida.

 

[1] De autor incierto, tal vez de Semónides de Amorgos, como el poema anterior, o tal vez de Simónides de Ceos.

[2] Homero

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