Página dedicada a mi madre, julio de 2020

Traducción

Pequeñas obras morales

Versiones 2000 y 2015

Textos

I. Historia del género humano
II. Diálogo de Hércules y de Atlas
III. Diálogo de la Moda y de la Muerte
IV. Propuesta de premios hecha por la Academia de los Silógrafos
V. Diálogo de un Duende y de un Gnomo
VI. Diálogo de Malambruno y de Trampas
VII. Diálogo de la Naturaleza y de un Alma
VIII. Diálogo de la Tierra y de la Luna
IX. La apuesta de Prometeo
X. Diálogo de un físico y de un metafísico
XI. Diálogo de la Naturaleza y de un Islandés
XII. Diálogo de Torcuato Tasso y de su Genio familiar
XIII. Parini, o De la Gloria
XIV. Diálogo de Federico Ruysch y de sus momias
XV. Dichos memorables de Filippo Ottonieri
XVI. Diálogo de Cristóbal Colón y de Pedro Gutiérrez
XVII. Elogio de los pájaros
XVIII. Cántico del gallo silvestre
XIX. Fragmento apócrifo di Estratón de Lampsaco
XX. Diálogo de Timandro e di Eleandro
XXI. Copérnico
XXII. Diálogo de Plotino y Porfirio
XXIII. Diálogo de un vendedor de almanaques y de un  transeúnte
XXIV. Diálogo di Tristán y de un amigo

 

I. HISTORIA DEL GÉNERO HUMANO [1]

Se cuenta que todos los hombres que al principio poblaron la tierra fueron creados por doquier al mismo tiempo, y todos niños, y que fueron alimentados por las abejas, por las cabras y por las palomas, tal como contaron los poetas de la crianza de Júpiter. Y que la tierra era mucho más pequeña que ahora; casi todos los países, llanos; el cielo, sin estrellas; el mar no había sido creado, y se mostraba en el mundo mucha menos variedad y magnificencia de las que hoy se aprecian. No obstante, los hombres, complaciéndose insaciablemente en mirar y considerar el cielo y la tierra, maravillándose sobremanera de ellos y considerando el uno y la otra hermosísimos y no solo vastos, sino infinitos, tanto por la grandeza como por la majestad y por la gentileza; nutriéndose, además, de alegres esperanzas, y experimentando increíbles deleites en cada uno de los sentimientos de sus vidas, crecían con mucho contento y casi confianza en su felicidad.  Así, consumida dulcemente la niñez y la primera adolescencia, y habiendo llegado a una edad más madura, comenzaron a sentir algún cambio. Pues las esperanzas, que ellos hasta entonces habían ido posponiendo día tras día, sin que aún se hicieran realidad, les parecieron que merecían poca fe, y contentarse con lo que en el presente gozaban, sin prometerse ningún crecimiento del bien, no les parecía posible, máxime cuando el aspecto de las cosas naturales y cada detalle de la vida diaria, ya por el hábito, ya porque en sus ánimos había disminuido aquella primera viveza, no les resultaba en modo alguno tan deleitable y grato como al principio.  Iban por la tierra visitando lejanísimas regiones, pues podían hacerlo con comodidad, por ser los lugares llanos y no estar separados por el mar, ni interrumpidos por otras dificultades; y no muchos años después, la mayoría se percató de que la tierra, aunque grande, tenía límites ciertos, y no tan amplios como para resultar incomprensibles, y de que todos los lugares de la tierra y todos los hombres, salvo ligerísimas diferencias, eran semejantes los unos a los otros. Por estas cosas, crecía en ellos el descontento, de modo que, aún no habían salido de la juventud, y ya sentían que un completo fastidio de sí mismos los había universalmente invadido. Y, poco a poco en la edad viril, y más con el declinar de los años, convertida la saciedad en odio, algunos llegaron a tal desesperación, que no soportando la luz y el aliento, que al principio habían amado tanto, espontáneamente, unos de un modo y otros de otro, se desprendieron de ello.

Les pareció horrendo este caso a los dioses: que criaturas que vivían prefirieran la muerte a la vida, y que esta misma, para algunos seres, sin una fuerza mayor ni ninguna razón externa, fuera un instrumento de su propia destrucción. No se puede decir fácilmente cuánto se maravillaron de que sus dones fueran tenidos por tan viles y abominables, como para que otros, con toda su fuerza, se los arrebataran y arrojaran, pues a ellos les parecía que habían puesto tanta bondad y gracia, y tales proporciones y condiciones, como para que esa estancia fuera no solo tolerada, sino sumamente amada por cualquier animal, y más por los hombres, género al que habían formado, con singular interés, con maravillosa excelencia. Pero, al mismo tiempo, además de estar conmovidos por una piedad especial ante tanta miseria humana como manifestaban sus efectos, temieron también que, si se renovaban y se multiplicaban esos tristes ejemplos, la estirpe humana, en poco tiempo, contra la disposición de los hados, perecería, y que las cosas se verían privadas de esa perfección que les otorgaba nuestro género, y ellos, de los honores que recibían de los hombres.

Habiendo deliberado Júpiter, puesto que parecía que se le reclamaba, mejorar el estado humano y encaminarlo hacia la felicidad con mayores auxilios, entendía que los hombres se quejaban principalmente de que las cosas no fueran inmensas en grandeza, ni infinitas en belleza, en perfección y en variedad, como ellos habían juzgado antes; es más, que eran angostísimas, todas imperfectas y casi de una única forma; y que, lamentándose no solo de la edad madura, sino de la naturaleza y de la misma juventud, y deseando las dulzuras de sus primeros años, rogaban fervientemente volver a la niñez, y en ella perseverar toda la vida.  En esto no podía Júpiter satisfacerlos, al ser contrario a las leyes universales de la naturaleza y a las funciones y utilidades que los hombres debían realizar y producir, según la intención y los decretos divinos. Tampoco podía comunicar su propia infinitud a las criaturas mortales, ni hacer infinita la materia, ni infinita la perfección y la felicidad de las cosas y de los hombres. Le pareció, pues, conveniente ensanchar los límites de la creación, y adornarla más y diferenciarla; y tomada esta decisión, agrandó la tierra por todo su alrededor, y generó el mar, de modo que, al interponerse este entre los lugares habitados, diversificara la apariencia de las cosas, e impidiera que sus confines pudieran ser fácilmente conocidos por los hombres, pues interrumpiría los caminos, e incluso representaría a la vista una viva similitud con la inmensidad. En este tiempo, ocuparon las nuevas aguas la tierra de Atlántida, no solo esa, sino a la vez otros innumerables y extensísimos trechos, aunque de esa quede un recuerdo especial que ha sobrevivido a la multitud de los siglos. Hundió muchos lugares, otros muchos los alzó formando montes y colinas, esparció por la noche las estrellas, dulcificó y limpió la naturaleza del aire, y aumentó la claridad y la luz del día, reforzó y matizó con mayor diversidad que antes los colores del cielo y de los campos, confundió las generaciones de los hombres, de manera que la vejez de unos coincidiera a un mismo tiempo con la juventud e infancia de otros. Y habiendo resuelto multiplicar las apariencias de ese infinito que los hombres sumamente deseaban (ya que no podía contentarlos con la sustancia), y queriendo favorecer y nutrir su imaginación, de cuya virtud principalmente comprendía que había procedido esa dicha de su niñez, entre muchos recursos llevados a cabo (como fue el del mar), creó el eco, lo escondió en los valles y en las cuevas, y puso en las selvas un estrépito sordo y profundo, con un vasto ondear en sus cimas. Creó, del mismo modo, el pueblo de los sueños, y les ordenó a estos que, engañando bajo diversas formas el pensamiento de los hombres, les representara esa plenitud de ininteligible felicidad que él no veía modo de hacer realidad, y esas imágenes indefinidas e indeterminadas de las que él mismo, aunque hubiera querido hacerlo y los hombres suspiraran por ello ardientemente, no podía producir ningún ejemplo real.

Fue con estas medidas de Júpiter como el ánimo de las gentes se levantó y resurgió, y a cada uno le volvió la gracia y el amor de la vida, al igual que la confianza, el deleite y el asombro ante la belleza y la inmensidad de las cosas terrenas. Y duró este buen estado más que el primero, máxime por la diferencia del tiempo introducida por Júpiter entre los nacimientos, de modo que los ánimos fríos y cansados por la experiencia de las cosas eran confortados al ver el calor y las esperanzas de la juventud. Pero, con el paso del tiempo, al volver a faltar de hecho la novedad, al resurgir y confirmarse el tedio y el odio a la vida, los hombres sucumbieron a tal abatimiento, que nació entonces, como se cree, la costumbre, referida en las historias,[2] practicada por algunos pueblos antiguos que la mantuvieron: que al nacer alguien, los familiares y amigos se reunían para llorarlo; y al morir, se celebraba ese día con fiestas y palabras con que congratulaban al muerto. Al final, todos los mortales cayeron en la impiedad, ya porque les pareciera que no eran escuchados por Júpiter, ya porque la propia naturaleza de las miserias fuera la de endurecer y corromper los ánimos incluso más gentiles, y desenamorarlos de lo honesto y de lo recto. Por ello, se engañan del todo quienes estiman que la infelicidad humana nació antes que la iniquidad y que los actos perpetrados contra los Dioses; cuando, por el contrario, la maldad de los hombres no tuvo otro principio que su calamidad.

Así, dado que la obstinación de los hombres fue castigada por los Dioses con el diluvio de Deucalión, y vengadas sus injurias, las dos únicas personas salvadas del naufragio universal, Deucalión y Pirra, afirmando que nada podía beneficiar más a la estirpe humana que ser del todo destruida, se sentaron encima de una roca llamando a la muerte con intensísimo deseo, sin temer ni deplorar la suerte común. No obstante, amonestados por Júpiter para que remediaran la soledad de la tierra, y no soportando, porque estaban desconsolados y desdeñaban la vida, dar obra a la generación, cogiendo piedras de la montaña, tal como les indicaron los Dioses, y arrojándolas hacia atrás de los hombros, restauraron la especie humana. Pero Júpiter, advertido por las cosas pasadas de la propia naturaleza de los hombres, y de que no puede bastarles, como a los demás animales, vivir y estar libres de todo dolor y molestia del cuerpo, sino que, anhelando siempre y en cualquier estado lo imposible, tanto más se atormentan con este deseo por sí mismos, cuanto menos afligidos están por otros males, deliberó servirse de nuevas artes para conservar este miserable género, las cuales fueron principalmente dos. Una, verter en sus vidas males verdaderos; otra, confundirlas en mil negocios y fatigas, con el fin de entretener a los hombres y alejarlos, cuanto fuera posible, de la ocasión de hablar con su propia alma o, al menos, con el deseo de esa desconocida y vana felicidad suya.

Así, primero difundió entre ellos una variada multitud de enfermedades y un infinito género de desventuras: en parte, con la intención de que, al variar las condiciones y las suertes de la vida mortal, se evitara la saciedad y creciera el valor del bien con la oposición del mal; en parte, para que la falta de goces les resultara a los espíritus, ya ejercitados en cosas peores, más soportable de lo que les había resultado en el pasado, y en parte, incluso con el fin de romper y amansar la ferocidad de los hombres, de enseñarles a que humillaran la frente y cedieran a la necesidad, de obligarlos a que se contentaran con su propia suerte, y de frenar en los ánimos debilitados, no menos por las enfermedades del cuerpo que por los tormentos propios, la intensidad y la vehemencia del deseo. Además de esto, sabía que los hombres, oprimidos por las enfermedades y por las calamidades, estarían menos dispuestos que antes a volver sus manos contra sí mismos, pues estarían abatidos y postrados de ánimo, como sucede con la experiencia de los sufrimientos. Estos suelen, dando lugar a las mejores esperanzas, incluso reconciliar a los ánimos con la vida: por ello, los infelices confían firmemente que serán felicísimos cuando se repongan de sus propios males, pues, como es natural en el hombre, nunca se deja de esperar que esto ha de suceder de algún modo. Después creó las tempestades de los vientos y de las nubes, se armó del trueno y del rayo, dio a Neptuno el tridente, hizo que los cometas giraran y ordenó los eclipses; con estas cosas y con otras señales y efectos terribles, estableció asustar a los mortales de vez en cuando, pues sabía que el temor y los peligros presentes reconciliarían con la vida, al menos por algún tiempo, no tanto a los infelices, como incluso a los que más abominaban de ella y más dispuestos estaban a quitársela.

Y, para excluir la pasada ociosidad, llevó al género humano la necesidad y el apetito de nuevas comidas y de nuevas bebidas, de las cuales no podrían proveerse sino con mucho y grave trabajo, mientras que, hasta el diluvio, los hombres habían apagado su sed solo con agua, y se habían nutrido de las hierbas y de las frutas que la tierra y los árboles les suministraban espontáneamente, y de otros frutos viles y fáciles de conseguir, como suelen sustentarse incluso hoy algunos pueblos y, particularmente, los de California. Asignó a los diferentes lugares diferentes cualidades climáticas, y lo mismo hizo con las partes del año, el cual hasta ese momento había sido siempre y en toda la tierra benigno y agradable,  de modo que los hombres no habían usado vestimentas; pero, de ahora en adelante, estuvieron obligados a proveerse de ellas y a protegerse con mucha industria de los cambios y de las inclemencias del cielo. Ordenó a Mercurio que fundara las primeras ciudades y dividiera al género humano en pueblos, naciones y lenguas, sembrando la rivalidad y la discordia entre ellos, y que mostrara a los hombres el canto y esas otras artes que, tanto por la naturaleza como por el origen, se llamaron y aún se llaman divinas. Él mismo dictó leyes, estados y normas civiles a las nuevas generaciones, y por último, queriendo beneficiarlas con un bien incomparable, mandó entre ellos a algunos fantasmas[3] de semblantes excelentísimos y sobrehumanos, a los que les permitió, en grandísima parte, el gobierno y el poder sobre ellas; y fueron llamados Justicia, Virtud, Gloria, Amor a la patria, y con otros nombres parecidos. Entre ellos, hubo igualmente uno llamado Amor, que llegó con los otros a la tierra en ese tiempo por primera vez; pues, antes del uso de las vestimentas, no el amor, sino el ímpetu de la sexualidad, no diferente en los hombres de entonces al de los animales de cualquier tiempo, empujaba un sexo hacia el otro, tal como cada uno es llevado a las comidas y cosas parecidas, las cuales no se aman verdaderamente, sino que se apetecen.

Fue cosa maravillosa cuánto fruto dieron estas divinas disposiciones en la vida mortal, y cómo la nueva condición de los hombres, a pesar de las fatigas, los temores y los dolores, cosas ignoradas antes por nuestro género, superaba en comodidad y dulzura a las que existieron antes del diluvio. Y este efecto provino, en gran parte, de esas maravillosas larvas,[4] a las que los hombres reputaron ya genios, ya dioses, seguidas y adoradas con ardor inestimable y con enormes y portentosas fatigas durante largo tiempo; por su parte, los poetas y los nobles artistas, con infinito esfuerzo, hacían que se entusiasmaran por ello, tanto, que un grandísimo número de mortales no dudó en ofrecer y sacrificar su sangre y su vida, ya a uno, ya a otro de esos fantasmas. Esto no le disgustaba a Júpiter, es más, le placía sobremanera, además de por otros motivos, porque juzgaba que a los hombres les resultaría tanto menos fácil quitarse voluntariamente la vida, cuanto más dispuestos estuvieran a consumirla en razones hermosas y gloriosas. Incluso en duración, estas buenas disposiciones superaron a las precedentes, pues, aunque llegaron tras muchos siglos a una manifiesta decadencia, e incluso continuaron declinando y finalmente se precipitaron, sirvieron de tal modo que, hasta la entrada de una edad no muy lejana a la nuestra, la vida humana, que por virtud de esas disposiciones había sido ya, máxime en algún tiempo, casi alegre, se mantuvo gracias a su beneficio medianamente fácil y tolerable.

Las causas y las formas del cambio consistieron en que los hombres encontraron muchos ingenios para satisfacer, con comodidad y en poco tiempo, sus propias necesidades; el desmesurado crecimiento de la disparidad de condiciones y deberes establecida por Júpiter entre los hombres cuando fundó y dispuso las primeras repúblicas; la ociosidad y la vanidad que, con estas razones, de nuevo, después de larguísimo exilio, ocuparon la vida; el haber llegado a destruirse en la vida, no solo por la sustancia de las cosas, sino también por otro lado, por la estimación de los hombres de que había disminuido en esa vida la gracia de la variedad, como siempre suele suceder tras larga práctica, y, finalmente, otras cosas más graves, que, al haber sido ya descritas y explicadas por muchos, no es necesario ahora distinguir. Ciertamente entre los hombres se renovó ese fastidio por sus cosas que los había atormentado antes del diluvio, y se reanudó ese amargo deseo de felicidad desconocida y ajena a la naturaleza del universo.

Pero el cambio completo de su fortuna y el último resultado de ese estado que hoy solemos llamar antiguo vinieron de una causa diferente a las mencionadas, y fue esta: entre esas larvas tan apreciadas por los antiguos, había una llamada en sus lenguas Sabiduría, la cual, honrada universalmente, como todas sus compañeras, y seguida en particular por muchos, había contribuido asimismo, a la par que las demás, a la prosperidad de los siglos pasados. Esta, muchas veces, es más, a diario, les había prometido y jurado a sus seguidores que quería mostrarles la Verdad, de la que decía que era un genio grandísimo y su propia señora, y que nunca había venido a la tierra sino que moraba con los Dioses en el cielo, de donde ella prometía que, con su autoridad y con su gracia, intentaría traerla y obligarla por algún tiempo a peregrinar entre los hombres, con cuya usanza y compañía, el género humano llegaría a tales términos, que, en cuanto a elevación de conocimiento, excelencia de instituciones y de costumbres y felicidad de vida, sería casi comparable al divino. Pero ¿cómo podía una vana sombra y una apariencia vacía llevar a efecto sus promesas, cuanto más traer la Verdad a la tierra? Por tanto, los hombres, después de haber creído y confiado largo tiempo, dándose cuenta de la vanidad de esas promesas, y al mismo tiempo hambrientos de novedades, máxime por el ocio en que vivían, y estimulados en parte por la ambición de compararse con los Dioses, en parte por el deseo de esa dicha que reputaban, según las palabras del fantasma, que conseguirían conversando con la Verdad, se dirigieron a Júpiter con insistentes y presuntuosas palabras, para pedirle que por algún tiempo le concediera a la tierra ese nobilísimo genio; y le reprocharon que les negara a sus criaturas la utilidad infinita que con la presencia de ese lograrían; y además, se lamentaron con él de la suerte humana, reanudando las antiguas y odiosas quejas sobre la pequeñez y pobreza de sus cosas. Y, como esas hermosísimas larvas, principio de tantos bienes en el pasado, eran tenidas ahora en poca estima por la mayor parte, no porque ya fuera conocido quiénes eran verdaderamente, sino porque la común corrupción de los pensamientos y la indolencia de las costumbres hacían que casi nadie las siguiera ya; por ello los hombres, maldiciendo con iniquidad el mayor don que los Dioses habían concedido y habían podido conceder a los mortales, gritaban que la tierra no era digna sino de los genios menores, y que a los mayores, a los que la estirpe humana se plegaría más convenientemente, no les era ni digno ni lícito poner el pie en esta ínfima parte del universo.

Muchas cosas habían apartado ya desde hacía tiempo la voluntad de Júpiter de los hombres, y entre ellas los incomparables vicios y crímenes, que en número y en maldad habían superado ampliamente a las maldades castigadas con el diluvio. Le repugnaba totalmente, después de tantas experiencias vividas, la inquieta, insaciable, inmoderada naturaleza humana, a cuya tranquilidad, además de la felicidad, ya no veía ciertamente que llevara ningún camino, ni que ningún estado  conviniera, ni que ningún lugar fuera suficiente, porque, aunque él hubiera querido aumentar de mil maneras los espacios y los deleites de la tierra y la universalidad de las cosas, aquella y estas a los hombres, tan incapaces como ansiosos de lo infinito, en poco tiempo les parecerían estrechas, ingratas y de poco valor. Pero, al final, esas estúpidas y soberbias peticiones despertaron de tal modo la ira del dios, que este resolvió, lejos ya de toda piedad, castigar a la especie humana perpetuamente, condenándola para todo el tiempo futuro a miserias mucho más graves que las anteriores. Por ello, deliberó enviar a la Verdad, para que estuviera entre los hombres no solo durante algún tiempo, como estos pidieron, sino para que tuviera eterna morada entre ellos, y para que, desterrados esos hermosos fantasmas que él había colocado, fuera la moderadora perpetua y la señora del género humano.

Y maravillándose los demás dioses de esta decisión, pues les parecía que redundaría en un ensalzamiento demasiado grande de nuestro estado y en perjuicio de la superioridad de ellos, Júpiter los sacó de esta idea, al mostrarles que, además de que no todos los genios, aunque grandes, son verdaderamente benéficos, la índole de la Verdad no era tal que tuviera que causar los mismos efectos entre los hombres que entre los Dioses. Pues mientras que a los inmortales ella les mostraba su dicha, a los hombres les revelaría y les pondría continuamente ante sus ojos su infelicidad, representándosela, además, no solo como fruto de la fortuna, sino como algo que ninguna contingencia, ni ningún remedio puede apartar, ni nunca, mientras se está vivo, interrumpir. Y teniendo la mayor parte de sus males esta naturaleza, que son males en la medida en que quien los sobrelleva cree que existen, y que son más o menos graves dependiendo de cómo este los estime, se puede juzgar cuán grandísimo perjuicio será para los hombres la presencia de este genio, pues ninguna cosa les parecerá más cierta que la falsedad de todos los bienes mortales, y ninguna más sólida que la vanidad de todo, excepto sus propios dolores. Por estas razones, les será negada incluso la esperanza, con la cual, más que con cualquier otro deleite o consuelo alguno, soportaron la vida desde el principio hasta el presente. Y al no esperar nada ni ver en sus tareas y fatigas ningún fin digno, llegarán a tal abandono y aborrecimiento de toda obra industriosa, no ya magnánima, que los hábitos comunes de los vivos serán poco diferentes a los de los muertos. Pero en esta desesperación y apagamiento no podrán evitar que el deseo de una inmensa felicidad, congénito en sus almas, los hiera y atormente como antes, tanto más cuanto menos ocupados y distraídos estén con la variedad de sus obligaciones y con el ímpetu de las acciones. Y al mismo tiempo se encontrarán despojados de la fuerza natural de la imaginación, que era la única que podía otorgarles, en parte, esta felicidad imposible e incomprensible tanto para mí como para ellos mismos, aunque por ella suspiran. Y todas esas semejanzas de lo infinito, que yo cuidadosamente había colocado en el mundo para engañarlos y nutrirlos, de acuerdo con sus apetencias de pensamientos vastos e indeterminados, resultarán insuficientes a causa de la doctrina y de las prácticas que ellos aprenderán de la Verdad. De este modo, la tierra y las demás partes del universo, si antes les parecieron pequeñas, de ahora en adelante les parecerán aún menores, porque serán instruidos e ilustrados en los arcanos de la naturaleza, y porque esas, contra toda la expectativa de los hombres, se muestran tanto más estrechas, cuanto más se conocen. Finalmente, dado que de la tierra se retirarán sus fantasmas, debido a las enseñanzas de la Verdad, por las que los hombres se darán cuenta plenamente de la esencia de aquellos, faltará en la vida humana todo valor, toda rectitud, tanto en pensamientos como en actos; y no solo el cuidado y el amor, sino el mismo nombre de las naciones y de las patrias se apagarán por todas partes, y no porque se vayan a reunir, como acostumbrarán a decir, en una única nación y patria, como lo fue al principio, y a practicar el amor universal hacia toda su especie, sino porque verdaderamente dividirán la estirpe humana en tantos pueblos como hombres habrá. Por ello, al no proponerse amar en particular una patria ni odiar a los extranjeros, cada uno odiará a todos los demás y se amará solo a sí mismo, entre todo su género, hecho del que nacerán tantos y tales inconvenientes, que sería imposible contarlos. Y no por tanta infelicidad desesperada se atreverán los mortales a huir de la luz espontáneamente, pues el poder de este genio los hará no menos viles que miserables, y sumándose desmedidamente a la amargura de sus vidas, los privará del valor de quitársela.

Con estas palabras de Júpiter, les pareció a los Dioses que nuestra suerte estaba a punto de volverse más cruel y terrible de lo que conviene que consienta la piedad divina. Pero Júpiter siguió hablando: “Tendrán, sin embargo, un pequeño consuelo con ese fantasma que ellos llaman Amor, pues estoy dispuesto, cuando aleje a todos los demás, a dejarlo en la compañía de los hombres. Y no se le consentirá a la Verdad, a pesar de su gran fuerza y de la lucha que entablará con él continuamente, ni que lo expulse de la tierra, ni que lo derrote, a no ser raramente. Por ello, la vida de los hombres, ocupada por igual en el culto de este fantasma y de este genio, se dividirá en dos tipos, pues uno y otro tendrán en las cosas y en las almas de los mortales idéntico poder. Las demás ocupaciones, excepto unas pocas y de pequeña importancia, serán despreciadas por la mayor parte de los hombres. En las edades avanzadas, la falta de los consuelos del Amor será compensada con el beneficio de su natural tendencia a estar satisfechos con la vida misma, tal como sucede en los demás géneros de animales, y a ocuparse de ella diligentemente por su propia razón, no por el deleite ni por el bienestar que de ello reciban.”

Así, apartados de la tierra los felices fantasmas, excepto Amor, el menos noble de todos, Júpiter mandó entre los hombres a la Verdad y le dio entre ellos perpetua morada y señorío, a lo que siguieron todos esos luctuosos efectos que él había previsto. Pero sucedió algo muy maravilloso, que, mientras que ese genio, antes de descender, cuando no tenía poder ni razón entre los hombres, había sido honrado por ellos con un grandísimo número de templos y de sacrificios, ahora, al venir a la tierra con la autoridad de un príncipe, y al comenzar a ser conocido directamente, al contrario de los demás inmortales, que, con cuanta mayor claridad se manifiestan, tanto más venerables parecen, él afligió de tal modo las mentes de los hombres y las sacudió con tanto horror, que estos, aunque obligados a obedecerlo, se negaron a adorarlo. Y al contrario de esas larvas que con cuanta mayor fuerza intervenían en cualquier alma, tanto más respetadas y amadas por esta solían ser, este genio, en cambio, se ganó las más feroces maldiciones y el más grave odio entre quienes mayor dominio obtuvo. Pero, al no poder los mortales sustraerse de su tiranía, ni combatirla, vivían en esa suprema miseria que soportan hasta hoy, y siempre soportarán.

Sin embargo, la piedad, que nunca se apaga en los ánimos celestes, conmovió, no hace mucho, la voluntad de Júpiter ante esta gran infelicidad, y sobre todo de la de algunos hombres singulares por la finura de su intelecto y la nobleza de las costumbres y la integridad de la vida, a los que veía comúnmente más oprimidos y afligidos que ningún otro por el poder y por el duro dominio de ese genio. Habían acostumbrado los Dioses en los tiempos antiguos, cuando Justicia, Virtud y los demás fantasmas gobernaban los asuntos humanos, a visitar alguna vez sus propias empresas, bajando a la tierra ahora uno, ahora otro, y mostrando de diversos modos su presencia, la cual siempre resultó beneficiosa, o para todos los mortales o para alguno en particular. Pero corrompida de nuevo la vida, y hundida en todo tipo de maldad, ellos desdeñaron durante muchísimo tiempo la compañía humana. Ahora, compadeciéndose Júpiter de nuestra suma infelicidad, propuso a los inmortales si alguno de ellos se animaba a visitar a su progenie, como habían acostumbrado en la antigüedad, y consolarla de tanto tormento, y particularmente a los que mostraban ser, por sí mismos, indignos del dolor universal. Ante el silencio de todos, Amor, hijo de Venus Celeste, de idéntico nombre que el fantasma así llamado, pero muy diferente en naturaleza, virtud y obras, se ofreció (pues es singular su piedad entre todos los Dioses) a hacer el trabajo propuesto por Júpiter, y a bajar del cielo, de donde no se había alejado antes, porque la asamblea de los inmortales no podía soportar, pues lo apreciaba indeciblemente, que él dejara su compañía, ni siquiera por un breve espacio de tiempo. A pesar de que de vez en cuando muchos hombres antiguos, embaucados por las transformaciones y por diferentes engaños del fantasma llamado con el mismo nombre, creyeron que gozaban de señales verdaderas de la presencia de este gran Dios. Pero este no visitó a los mortales antes de que estuvieran sometidos al poder de la Verdad. Después de ese tiempo, no suele bajar sino raramente y permanecer poco tiempo, tanto por la general indignidad de las personas, como por el hecho de que los Dioses soportan con mucha molestia su lejanía. Cuando viene a la tierra, escoge los corazones más tiernos y más gentiles de las personas más generosas y magnánimas, y aquí se queda breve espacio, infundiéndoles una suavidad tan peregrina y admirable, y llenándolas de sentimientos tan nobles, y de tanta virtud y fuerza, que estas sienten, cosa totalmente desconocida por el género humano, una dicha más verdadera que aparente. Rarísimamente une dos corazones, abrazando el uno al otro a un mismo tiempo, y suscitando en ambos una pasión y un deseo mutuos, aunque todos aquellos en los que se alberga le ruegan esto encarecidamente: pero Júpiter no le permite que complazca sino a unos pocos, pues a la felicidad que nace de este beneficio poco la supera la divina. De todos modos, estar lleno de su numen supera por sí mismo la más afortunada condición que haya en ningún hombre en los mejores tiempos. Allí, alrededor de donde él se posa, invisibles para todos los demás, giran las maravillosas larvas, ya separados de la familiaridad de los hombres, pues este Dios las vuelve a traer para tal efecto a la tierra, al permitirlo Júpiter, y al no poder ser vetado por la Verdad, a pesar de que esta es muy enemiga de esos fantasmas y se siente muy ofendida con el regreso de estos. Pero no es dado a la naturaleza de los genios que se opongan a los Dioses. Y, como los hados dotaron a este Dios de niñez eterna, por tanto, este, de acuerdo con su naturaleza, colma de algún modo ese primer ruego de los hombres, el de volver a la condición de la infancia. Por ello, en los ánimos en los que él elige habitar, suscita y reaviva, durante todo el tiempo que permanece, la infinita esperanza y las hermosas y queridas imaginaciones de los tiernos años. Muchos mortales, inexpertos e incapaces de sus deleites, lo escarnecen y critican en todo momento, estando él ausente o presente, con desenfrenada audacia, pero él no escucha sus oprobios. Y si los escuchara, ningún suplicio sentiría, tan magnánima y dócil es su naturaleza. Además, los inmortales, contentos con la venganza que se toman de la estirpe humana y con la incurable miseria que la fustiga, no se preocupan de las singulares ofensas de los hombres. Y no a otra cosa, particularmente, sino a estar privados de la gracia de los Dioses, es a lo que están condenados, incluso por sí mismos, los fraudulentos y los injustos y los calumniadores de aquellos.

 

[1]  Compuesta en Recanati, entre el 19 de enero y el 7 de febrero de 1824.

[2] “Heródoto, lib. 5, cap. 4. Estrabón, lib. 11, edit. Casaub. P. 519. Mela, lib. 2, cap. 2. Antología griega, ed. H. Steph, p. 16.  Coricio sofista, Orat. fun. in Procop. gaz. cap. 35, ap. Fabric.. Bibl. Graec. ed. vet. vol. 8, p.859.” (N. del A.)

[3]  Los fantasmas y posteriormente las larvas son las ilusiones, frutos de la imaginación. En la jerarquía de los seres mitológicos que aparecen en esta narración, a los fantasmas o larvas (genios menores) les corresponde el último lugar, después de los genios mayores (de los cuales solo aparece la Verdad) y los Dioses.

[4] Cfr. Cantos, IV: En las nupcias de su hermana Paolina, vv. 1-6, versos en los que también se usa la palabra «larvas» («error», «don celeste») y su relación, como ilusiones que son, con la felicidad y la infancia: «Cuando del patrio nido / los silencios dejando, y las felices / larvas y error antiguo, don celeste / que a tu vista embellece este desierto, / al polvo de la vida y al tumulto / el destino te arrastra.»

II. DIÁLOGO DE HÉRCULES Y DE ATLAS [5]

HÉRCULES. Padre Atlas, Júpiter me manda, y quiere que te salude de su parte, y en el caso en que estés rendido por este peso, me lo eche yo encima durante algunas horas, como hice no recuerdo cuántos siglos hace, de modo que tú respires y descanses un poco.

ATLAS. Te lo agradezco, querido Herculino, y me considero obligado a la majestad de Júpiter. Pero el mundo[6] se ha aligerado tanto, que este abrigo que llevo para protegerme de la nieve pesa más que él; y, si no fuera porque la voluntad de Júpiter me obliga a estar aquí quieto y a sostener esta bolita sobre la espalda, yo me la pondría debajo del brazo o en el bolsillo, o me la pondría colgando de un pelo de la barba, y me iría por ahí a mis asuntos.

HÉRCULES. ¿Cómo es que se ha aligerado tanto? Me doy cuenta de que ha cambiado de forma, que se ha vuelto como un panecillo, y ya no es redonda, como era cuando yo estudié cosmografía para realizar aquella grandísima navegación con los Argonautas. Aun así, no puedo comprender cómo puede pesar ahora menos.

ATLAS. La causa no la conozco yo. Pero de la ligereza de la que hablo, tú mismo puedes darte cuenta ahora mismo, basta con que quieras cogerla un momento en la mano y tantear su peso.

HÉRCULES. Por Hércules, si yo no lo hubiera comprobado, no podría creerlo nunca. Pero ¿qué es esta otra novedad que descubro? La otra vez que yo la sostuve, palpitaba fuerte sobre mi espalda, como el corazón de los animales; y emitía cierto zumbido continuo, que parecía un avispero. Pero, ahora, en cuanto a la palpitación, parece un reloj con la ruedecilla rota; y en cuanto al zumbido, no oigo ni un susurro.

ATLAS. Tampoco de esto puedo decirte nada, sino que hace bastante tiempo que el mundo dejó de hacer cualquier movimiento o rumor sensible;  y yo tuve una grandísima sospecha de que se había muerto, y esperaba día tras día que me infectase con su  hedor; y pensaba cómo y dónde podía enterrarlo, y el epitafio que debía ponerle. Pero después, visto que no se pudría, concluí que de animal, como era antes, se había convertido en planta, como Dafne y tantos otros; y que por ello, ni se movía ni murmuraba. Y todavía temo que dentro de poco me eche las raíces por los hombros y que arraigue en ellos.

HÉRCULES. Pues yo creo más que está durmiendo, y que este sueño es como el de Epiménides, [7] que duró medio siglo o más, o como el que se cuenta de Hermótimo, [8]  cuya alma salía de su cuerpo cada vez que quería y estaba fuera muchos años, paseando por diversos países, y luego regresaba, hasta que los amigos, para acabar con esta canción, le quemaron el cuerpo; y así, cuando volvió el alma para entrar, encontró que su casa estaba destruida y que, si quería alojarse a cubierto, debía tomar otra en alquiler o ir a un albergue. Pero, para hacer que el mundo no duerma eternamente, y para que no lo queme algún amigo o benefactor que piense que se ha muerto, quiero que probemos alguna forma de despertarlo.

ATLAS. Bien, pero ¿de qué forma?

HÉRCULES. Yo le daría una buena zurra con esta maza, pero me temo que acabaría de aplastarlo y que no haría de él ni una oblea, o que la corteza, dado que él se ha vuelto tan sutil, no haya adelgazado tanto, que estalle con el golpe como un huevo. Y además no estoy seguro de que los hombres, que en mi tiempo luchaban con los leones cuerpo a cuerpo y ahora con las pulgas, no desfallezcan todos de pronto, con la sacudida. Lo mejor será que yo deje la maza y tú, el abrigo, y que juguemos a la pelota con esta esferucha. Lamento no haber traído los brazales y las raquetas que usamos Mercurio y yo para jugar en casa de Júpiter o en el huerto, pero con los puños bastará.

ATLAS. Justo, para que tu padre, al ver nuestro juego y al tener ganas de jugar también, con su pelota de fuego nos precipite a los dos no sé dónde, como a Faetonte en el Po.

HÉRCULES. Cierto, si yo fuera, como Faetonte, hijo de un poeta, y no su propio hijo; y si yo no fuera tal, si los poetas poblaron las ciudades con el sonido de la lira, a mí me basta la voluntad de despoblar el cielo y la tierra con el sonido de la maza. Y su pelota, tan solo con darle un puntapié, la enviaría desde aquí hasta el último desván del cielo empíreo. Pero estáte seguro de que incluso cuando a mí me apeteciera desenclavar cinco o seis estrellas para jugar a las canicas, o tirar al blanco con un cometa, como con una honda, agarrándolo por la cola, o incluso utilizar el sol para jugar al lanzamiento de disco, mi padre haría como el que no ve. Además, nuestra intención en este juego es la de hacerle un bien al mundo, y no  la de Faetonte, que fue mostrarse ágil ante las Horas, quienes le sostuvieron el estribo cuando subió al carro; y ganar fama de buen cochero entre Andrómeda, Calisto y las demás hermosas constelaciones, a las cuales, mientras pasaba, se dice, les lanzaba ramitos de rayos y bolitas de luz confitadas; y lucirse entre los Dioses del cielo con el paseo de aquel día, que era festivo. En suma, no te preocupes por la cólera de mi padre, pues yo me comprometo, en todo caso, a compensarte de los daños. Y sin más dilaciones, quítate el abrigo y tírame la pelota.

ATLAS. De mal grado o de buen grado me conviene hacer lo que propones, porque eres gallardo y estás armado, y yo estoy desarmado y viejo. Pero procura, al menos, que no se caiga, para que no le salgan más chichones, ni se le aplaste o reviente ninguna parte, como le sucedió cuando Sicilia se separó de Italia, y África de España, ni se le desgaje una astilla, es decir, una provincia o un reino, no sea que se desencadene una guerra.

HÉRCULES. Por mí, no lo dudes.

ATLAS. Para ti la pelota. Mira que cojea, porque se ha deformado.

HÉRCULES. Vamos, dale un poco más fuerte, que así no llega.

ATLAS. Aquí de nada sirve golpear, pues sopla el garbino, como siempre, y la pelota vuela, pues no pesa.

HÉRCULES. Ese es su viejo vicio, ir a la caza del viento.

ATLAS. Verdaderamente no estaría mal que la hincháramos, pues veo que no bota sobre el puño más que un melón.  

HÉRCULES. Este defecto es nuevo, pues en la antigüedad brincaba y saltaba como un gamo.

ATLAS. Corre ligero hacia allá, rápido te digo, mira por Dios que se cae. Maldito sea el momento en que has venido.

HÉRCULES. Me la has lanzado tan engañosamente y tan a ras del suelo, que no habría podido llegar a tiempo ni siquiera si me hubieras querido romper el cuello. ¡Ay de mí, pobrecita!, ¿cómo estás?, ¿sientes dolor en alguna parte? No se oye ni la respiración y no se ve alma que se mueva, y parece que todos duermen como antes.

ATLAS. Dámela por todos los cuernos de la Estigia, que me la acomode en los hombros. Y tú, coge la maza y vuelve rápido al cielo para excusarme con Júpiter de este caso que ha sucedido por tu causa.

HÉRCULES. Así lo haré. Hace muchos siglos que está en casa de mi padre un poeta que se llama Horacio, admitido como poeta de corte gracias a Augusto, que había sido deificado por Júpiter por ciertas consideraciones que se tuvieron que tener con el poder de los romanos. Este poeta va canturreando ciertas canciones suyas, y entre ellas hay una que dice que el hombre justo no se mueve aunque caiga el mundo. Creo que hoy todos los hombres son justos, pues el mundo ha caído, y ninguno se ha movido.

ATLAS. ¿Quién duda de la justicia de los hombres? Pero tú no pierdas más tiempo, y corre ligero a disculparme con tu padre, pues temo que, de un momento a otro, un rayo me transformará de Atlas en Etna.

 

[5]  Compuesto en Recanati, entre el 10 y el 13 de febrero de 1824.

[6]  «A pesar de que la mayor parte de las veces se ha dicho que Atlas sostenía el cielo, véase en cambio en el primer libro de la Odisea, v. 52 y ss., y en el Prometeo de Esquilo, v. 347 y ss., que los antiguos también creían que sostenía la tierra.» (N. del A.)

[7] Pastor legendario que fue a buscar una oveja perdida del rebaño de su padre y se quedó dormido en una gruta durante cincuenta y siete años. “Plinio, lib. 7, cap. 52. Diógenes Laercio, lib. 1, segm. 109. Apolonio, Hist. commentit., cap 1. Varrón, de Lingua lat., lib. 7. Plutarco, an seni gerenda sit respub. opp. ed. Francof. 1620, tom. 2, p. 784. Tertuliano, de Anima, cap. 44. Pausanias, lib. 1, cap. 10. Apéndice vaticano de proverbios, centur. 3, proverb. 97. Suidas, voz ; Luciano, Timon. opp. ed. Amstel. 1687, tom. 1, p.69” (N. del A.)

[8] Personaje legendario cuya alma transmigraba, en vida, desde su cuerpo. “Apolonio, Hist. commentit., cap. 3. Plinio, lib. 7, cap. 52. Tertuliano, de Anima cap. 44. Luciano, Encom. Musc. opp. tom. 2,p. 376. Orígenes, contra Cels.  lib. 3, cap. 32.” (N. del A.)

III. DIÁLOGO DE LA MODA Y DE LA MUERTE [9]

MODA. Madama Muerte, madama Muerte.

MUERTE. Espera que sea la hora, e iré sin que me llames.

MODA. Madama Muerte.

MUERTE. ¡Con mil diablos! Iré cuando tú no quieras.

MODA. Como si yo no fuera inmortal.

MUERTE. ¿Inmortal?
                        Ya pasaron más de mil años[10]  
desde que acabaron los tiempos de los inmortales.

MODA. ¿También Madama petrarquea como si fuera un lírico italiano del siglo XVI o del XIX?

MUERTE. Amo las rimas de Petrarca, porque en ellas encuentro mi Triunfo [11], y porque hablan de mí casi continuamente. Pero, en fin, quítate de mi lado.

MODA. Vamos, por el amor que sientes por los siete pecados capitales, párate un poco y mírame.

MUERTE. Te miro.

MODA. ¿No me conoces?

MUERTE. Deberías saber que tengo mala vista y que no puedo usar gafas, porque los ingleses no hacen ningunas que me sirvan; y, si las hicieran, yo no tendría dónde colocármelas.

MODA. Soy la Moda, tu hermana.

MUERTE. ¿Mi hermana?

MODA. Sí, ¿no recuerdas que las dos nacimos de la Caducidad?

MUERTE. ¿Cómo me voy a acordar yo, que soy enemiga capital de la memoria?

MODA. Pero yo me acuerdo bien, y sé que las dos intentamos por igual deshacer y remover continuamente las cosas de aquí abajo, aunque tú lo intentes por un camino, y yo por otro.

MUERTE. Si no estás hablando con tu mismo pensamiento o con alguien que tengas dentro del gaznate, alza más la voz y pronuncia mejor las palabras, pues, si sigues murmurando entre dientes con esa vocecilla de telaraña, yo me enteraré mañana, porque el oído, si no lo sabes, no lo tengo mejor que la vista.

MODA. Aunque sea contrario a la educación, y aunque en Francia no se hable para ser oído, justo porque somos hermanas y porque entre nosotras podemos dejarnos de tantas consideraciones, hablaré como quieres. Digo que nuestra naturaleza y costumbre común es la de renovar continuamente el mundo, pero tú desde el principio te lanzaste a las personas y a la sangre; yo, en cambio, me contento con las barbas, con los cabellos, con los vestidos, con los muebles, con los edificios y cosas así. Verdad es, sin embargo, que yo no me he quedado ni me quedo atrás a la hora de hacer juegos comparables a los tuyos, como verbigracia horadar ya las orejas, ya los labios y la nariz, o rasgarlos con las bagatelas que coloco en los agujeros; quemar la carne de los hombres con tatuajes ardientes que yo hago que ellos se impriman por belleza; deformar las cabezas de los niños con vendas y otros ingenios, acostumbrando a todos los hombres del país a tener la cabeza de una forma, como he hecho en América y en Asia;[12] deformarles los pies con los calzados estrechos; cortarles la respiración y hacer que los ojos les estallen con la estrechez de los corsés, y otras cien cosas de este tipo. Incluso cuando hablo en general, induzco y obligo a todos los hombres gentiles a que soporten cada día mil fatigas e incomodidades y, a menudo, dolores y tormentos, y a alguno a que muera gloriosamente, solo por el amor que por mí sienten. No voy a hablar de los dolores de cabeza, de los enfriamientos, de las congestiones de todo tipo, de las fiebres cotidianas, tercianas y cuartanas que los hombres se buscan al obedecerme, consintiendo temblar de frío o ahogarse de calor, de acuerdo con lo que yo quiera, abrigarse los hombros con tejidos de lana y el pecho con los de tela y hacerlo todo como yo dicto, aunque sea para su daño.

MUERTE. En conclusión, yo creo que eres mi hermana y, si quieres, lo considero más seguro que la muerte, sin que tengas que mostrarme la partida de nacimiento. Mira, si nos quedamos así, quietas, yo me desmayo; pero, si te apetece venir conmigo corriendo, ten cuidado de no reventar, porque yo vuelo, y, mientras corremos, podrás decirme lo que necesitas; si no, teniendo en cuenta nuestro parentesco, prometo dejarte todo lo que tengo cuando muera, y quédate con  buen año.

MODA. Si nosotras tuviéramos que correr juntas el palio, no sé quién vencería en la prueba, pues si tú corres, yo voy más que a galope; y si tú te desmayas al quedarte quieta, yo me consumo. Así que echémonos a correr y, mientras corremos, como tú dices, hablaremos de nuestros asuntos.

MUERTE. Ya era hora. Así, visto que has nacido del cuerpo de mi madre, sería conveniente que tú me ayudaras de algún modo a hacer mis cosas.

MODA. Yo lo he hecho en el pasado más de lo que crees. En primer lugar, yo, que anulo y confundo continuamente todas las demás costumbres, nunca permití que en ningún sitio se dejara de morir, y por ello puedes ver que la muerte dura universalmente hasta hoy, desde el principio del mundo.              

MUERTE. ¡Gran milagro, que no hayas hecho lo que no puedes hacer!

MODA. ¿Cómo que no he podido? Parece que no te das cuenta del poder de la moda.

MUERTE. Bueno, bueno. De esto podremos hablar en otro momento, cuando llegue la costumbre de no morir. Pero, entretanto, yo quisiera que tú, como una buena hermana, me ayudaras a obtener lo contrario con más facilidad y más rapidez de como lo he logrado hasta ahora.

MODA. Ya te he contado algunas obras mías que te benefician mucho. Pero esas son una estupidez si las comparamos con las que te voy a contar ahora. De vez en cuando, pero sobre todo en estos últimos tiempos, para favorecerte, he hecho que se abandonen y se olviden las fatigas y los ejercicios que favorecen el bienestar corporal, y he introducido y puesto en buena estima otros muchos que perjudican al cuerpo de mil modos y acortan la vida. Además de esto, he puesto en el mundo tales normas y tales costumbres, que la vida misma, tanto por lo que se refiere al cuerpo como al alma, está más muerta que viva: tanto que este siglo se puede decir que es verdaderamente el siglo de la muerte. Pues, si antiguamente tú no tenías más haciendas que fosas y cavernas, en las que a oscuras sembrabas osamentas y polvo, que son semillas que no fructifican, ahora tienes terrenos al sol; y personas que se mueven y van de aquí para allá con sus propios pies están totalmente en tus manos antes de que tú las hayas segado, mejor dicho, desde que nacieron. Además, allí donde antes solías ser odiada y vituperada, ahora, gracias a mí, las cosas han cambiado de tal modo, que cualquiera con inteligencia te estima y te alaba, anteponiéndote a la vida, y te quiere tanto, que siempre te llama y vuelve hacia ti los ojos, como a su mayor esperanza. Finalmente, como veía que muchos se enorgullecían de querer ser inmortales, es decir, de no morir totalmente, pues una parte de ellos no habría de llegar a tus manos, yo, aunque sabía que estas cosas eran  habladurías y que, cuando estos u otros vivieran en la memoria de los hombres, vivirían, por decirlo de algún modo, de burla, y que no gozarían de su fama más de lo que se sufre la humedad de la sepultura, sin embargo, al entender que este negocio de los inmortales te irritaba, pues parecía cercenarte el honor y la reputación, he quitado la costumbre de buscar la inmortalidad e incluso la de concederla, en el caso de que alguien la mereciera. De modo que, en el presente, del que se muere, estáte segura de que no queda ni una pizca que no haya muerto, por lo que le conviene irse pronto bajo tierra entero, como un pececillo que es engullido de un bocado, con la cabeza y con las espinas. Estas cosas, que no son ni pocas ni pequeñas, he hecho hasta ahora por tu amor, queriendo acrecentar tu poder en la tierra, como ha sucedido. Y, para esto, estoy dispuesta a hacer cada día lo mismo y más; y con esta intención te he estado buscando, pues me parece oportuno que, de ahora en adelante, no nos separemos la una de la otra, pues, estando en compañía, podremos consultarnos mutuamente, según los casos, y tomar mejores decisiones que antes, así como llevarlas a cabo mejor.

MUERTE. Dices la verdad, y así quiero que lo hagamos.

 

[9] Compuesto en Recanati, entre el 10 y el 13 de febrero de 1824.

[10] Petrarca, Rimas, LIII, v. 77.

[11] El tercer Triunfo de Petrarca, Triunfo de la muerte.

[12] «A propósito de esta costumbre, que es común a muchos pueblos bárbaros, de cambiar la forma de las cabezas de modo violento, es notable un pasaje de Hipócrates, Tratado de los aires, las aguas y los lugares (…), sobre un pueblo del Ponto, llamado de los Macrocéfalos, es decir, de cabezas grandes, los cuales tenían la costumbre de oprimir las cabezas de los niños para que se les alargaran cuanto fuera posible; pero, abandonada esta costumbre, los niños nacían con la cabeza alargada, porque, dice Hipócrates, así las tenían sus padres.» (N. del A.)

IV. PROPUESTA DE PREMIOS HECHA POR LA ACADEMIA DE LOS SILÓGRAFOS [13]

La Academia de los silógrafos,[14] pendiente continuamente, de acuerdo con su principal propósito, de procurar con todo su esfuerzo la utilidad común, y pensando que ninguna se adecuaría más a este que ayudar a promover las andanzas y las inclinaciones

                         Del afortunado siglo en que estamos,

como dice un poeta ilustre,[15] ha comenzado a considerar diligentemente las cualidades y la índole de nuestro tiempo y, después de largo y maduro examen, ha resuelto que puede llamarlo la edad de las máquinas, no solo porque los hombres de hoy día se comportan y viven quizás de un modo más mecánico que todos sus precedentes, sino incluso por respeto al grandísimo número de máquinas inventadas y fabricadas hace poco o que cada día se encuentran y se fabrican para tantas y tan variadas actividades, de modo que, ahora, se puede decir, son las máquinas y no los hombres las que se ocupan de las cosas humanas y hacen los trabajos de la vida. De ello, la nombrada Academia recibe sumo placer, no tanto por las comodidades manifiestas que se derivan, como por dos consideraciones que encuentra importantísimas, aunque comúnmente no sean advertidas. Una es que confía en que, conforme transcurra el tiempo, las aplicaciones y los usos de las máquinas deberán llegar a englobar además de las cosas materiales, las espirituales, por lo cual, del mismo modo que por virtud de esas máquinas ya nos liberamos y nos aseguramos de las ofensas de los rayos y de los granizos, y de muchos males y temores semejantes, poco a poco se inventará, a modo de ejemplo (y nótese la novedad de los términos), algún paraenvidia, algún paracalumnias o paraperfidia o parafraudes, algún hilo de salud u otro artificio que nos libere del egoísmo, del predominio de la mediocridad, de la próspera fortuna de insensatos, sinvergüenzas y viles; del universal desamparo y de la miseria de los sabios, los bien educados y los magnánimos, y de los demás fastidios que, desde hace bastantes siglos, son más inevitables de lo que lo fueran, en otro tiempo, los efectos de rayos y granizos. La otra y principal razón es que, ante la desesperación de los mejores filósofos, que no pueden remediar los defectos del género humano, pues son, como se cree, más y mayores que las virtudes, y ante su convicción de que es más fácil rehacerlo por completo de acuerdo con un nuevo modelo o sustituirlo por otro, antes que enmendarlo, la Academia de los Silógrafos piensa que es oportunísimo que los hombres se aparten de los negocios de la vida cuanto sea posible y que, poco a poco, den entrada y cedan su lugar a las máquinas. Y, tras haber deliberado que contribuiría con todo su poder al progreso de este nuevo orden de cosas, propone, por ahora, tres premios para los que inventen las tres máquinas abajo descritas.

El objetivo de la primera será que haga las veces y la persona de un amigo, que no critique ni escarnezca al amigo ausente, que no deje de defenderlo cuando oiga que lo reprenden o que se ríen de él, que no anteponga su fama de agudo y de mordaz y el deseo de obtener la risa de los hombres al deber de la amistad, que no divulgue el secreto que se le ha confiado[16] por tener materia de la que hablar o de la que presumir o por cualquier otra razón, que no se valga de la familiaridad y de la confianza del amigo para suplantarlo o sustituirlo con más facilidad, que no envidie las ventajas de aquel, que se preocupe de su bien y de reducir y reparar sus daños, que esté dispuesto a responder a sus peticiones y a sus necesidades con algo más que palabras. Con respecto a las demás cosas que se deben tener en cuenta para componer este autómata, se atenderá a los tratados de Cicerón y de la marquesa de Lambert[17] sobre la amistad. La Academia cree que la invención de esta máquina no debe ser considerada ni imposible ni muy difícil, dado que, dejando aparte los autómatas de Regiomontano, de Vaucanson[18] y de otros, y el que en Londres dibujaba figuras y retratos, y escribía lo que cualquiera le dictaba, se ha visto a más de una máquina jugar al ajedrez por sí misma. Además, a juicio de muchos sabios, la vida humana es un juego, y algunos afirman que es incluso más leve y que, comparado con los demás, el juego del ajedrez es más razonable y que los azares que lo rigen están ordenados de modo más prudente que los de la vida. Y si, además de eso, esta no es, según un dicho de Píndaro,[19] algo más sustancial que el sueño de una sombra, bien puede realizar esto un autómata. En cuanto al habla, parece que no se puede poner en duda que los hombres tienen la facultad de dársela a las máquinas que fabrican, pues esto lo conocemos por varios ejemplos y, en particular, por lo que se lee de la estatua de Menón[20] y de la cabeza fabricada por Alberto Magno,[21]  que era tan locuaz que Santo Tomás, habiendo llegado a odiarla, la rompió. Y si el papagayo de Nevers,[22] a pesar de ser un animalillo, sabía responder y hablar con coherencia, cuánto más no se va a creer que pueda hacer esto mismo una máquina ideada por la mente del hombre y construida con sus manos, la cual ya no será tan parlanchina como el papagayo de Nevers y otros similares que se ven y oyen todo el día, ni como la cabeza hecha por Alberto Magno, pues no le conviene fastidiar al amigo e impulsarlo a que la destroce. El inventor de esta máquina recibirá como premio una medalla de oro de cuatrocientos cequíes de peso que, por un lado, presentará las imágenes de Pílades y de Orestes[23] y, por el otro, el nombre del premiado con el lema PRIMER VERIFICADOR DE LAS FÁBULAS ANTIGUAS.

La segunda máquina será un hombre artificial de vapor, preparado y ordenado para que realice empresas virtuosas y magnánimas. La Academia piensa que los vapores, pues no parece que se encuentre otro medio, deben servir para estimular a un autómata y para guiarlo a la práctica de la virtud y de la gloria. El que emprenda el diseño de esta máquina, que vea los poemas y cantares épicos, con los cuales se deberá aleccionar para saber las cualidades y trabajos que se requieren de este autómata. El premio consistirá en una medalla de oro de cuatrocientos cincuenta cequíes de peso, en una de cuyas caras se representará alguna imagen significativa de la edad de oro y, en el envés, el nombre del inventor de la máquina con este lema sacado de la cuarta égloga de Virgilio, QUO FERREA PRIMUM DESINET AC TOTO SURGET GENS AUREA MUNDO. [24]

La tercera máquina debe estar preparada para hacer los trabajos de una mujer que sea conforme a la imaginada, en parte, por el conde Baldassar Castiglione, quien describió su concepto en el libro de El Cortesano, en parte, por otros que trataron de ello en varios escritos que se encontraránn sin dificultad y que tendrán que ser consultados y respetados, lo mismo que el del Conde. Tampoco la invención de esta máquina debe parecerles imposible a los hombres de nuestro tiempo, si piensan que Pigmalión,[25] en tiempos antiquísimos y desconocedores de las ciencias, pudo fabricarse a su esposa con sus propias manos, de la que se piensa que fue la mejor mujer que haya existido hasta el presente. Se asignará al autor de esta máquina una medalla de oro del peso de quinientos cequíes, en una de cuyas caras figurará el árabe ave fénix de Metastasio[26] sobre una especie de planta europea y, en la otra, se escribirá el nombre del premiado con el lema INVENTOR DE LAS MUJERES FIELES Y DE LA FELICIDAD CONYUGAL.

La Academia ha decretado que los gastos que ocasionarán estos premios se suplan con lo que se encontró en el saquillo de Diógenes,[27] quien fue secretario de esta Academia, o con uno de los tres asnos de oro que poseyeron tres académicos silógrafos, a saber, Apuleyo, Firenzuola y Maquiavelo,[28] cosas que heredaron los silógrafos por testamento de los mismos, como puede leerse en la historia de la Academia. 

 

[13] Compuesta en Recanati, entre el 22 y el 25 de febrero de 1824.

[14] Los silógrafos son escritores de «silloi», composiciones satíricas griegas. Esta academia no existió nunca, es una metáfora irónica de la sociedad del progreso.

 [15] Casti, Animales hablantes, XVIII, 106: «de los afortunados siglos en que estamos».

[16] El retrato del amigo fiel es un calco de Horacio, Sátiras, I, 4, vv. 81-86

[17]  Laelio o sobre la amistad de Cicerón y Tratado de la amistad de Anne de Lambert.

[18] Johann Müller (1436-1476), conocido como Regiomontano, y Jacques de Vaucanson (1709-1782) fueron famosos constructores de autómatas.                 

[19]  Píticas, VIII, vv. 135-136: «¡Seres de un día! ¿Qué es uno? ¿Qué no es? El hombre es / El sueño de una sombra.»

[20] A Menón, rey de Etiopía, hijo de la Aurora, se le erigieron grandes estatuas que, cuando eran golpeadas por los rayos, emitían un sonido, según Estrabón.

[21] Filósofo alemán (s. XIII), maestro de Santo Tomás, que inventó algunos autómatas.

[22] “Véase el Vert-Vert de Gresset “. (N. del A.)

[23] Orestes, hijo de Agamenón, y su amigo y primo Pílades vengaron la muerte de Agamenón. La amistad de ambos fue ejemplar, de ahí que se acompañaran y ayudaran en multitud de empresas.

[24] Bucólicas, IV, vv 8-9: «con quien la raza de hierro / comenzará a declinar, mientras surge la de oro doquiera» (Virgilio, Bucólicas, trad. de Vicente Cristóbal, Cátedra, Madrid, 1996, p. 141).

[25] Rey mitológico de Chipre y escultor insigne. Rechazó el amor para consagrarse a su arte, pero se enamoró de una de sus estatuas, a la que, Afrodita, compadecida de tanto amor, le dio vida.

[26] Cfr. Metastasio, Demetrio, acto II, escena 3: «Es la fe de los amantes / tal el árabe ave fénix; / que existe, todos lo dicen; / dónde está, nadie lo sabe.»

[27] Alusión jocosa a la absoluta pobreza de Diógenes, filósofo cínico del s. IV a. C.

[28] Apuleyo escribió una obra con dicho título, El asno de oro; Firenzuola, una versión de la misma; Maquiavelo, el poema satírico Del asno de oro.

V. DIÁLOGO DE UN DUENDE Y DE UN GNOMO [29]

DUENDE. ¿Oh, aquí estás tú, hijo de Sabacio? [30] ¿Adónde vamos?

GNOMO. Mi padre me ha enviado a indagar qué diablo están maquinando estos truhanes de los hombres; porque está muy preocupado, pues desde hace tiempo ni nos molestan, ni se ve a uno de ellos en todo su reino. Teme que estén preparando algo en su contra, a no ser que hayan vuelto a vender y a comprar con ovejas, y no con oro y plata, o que los pueblos civilizados se contenten con billetitos en lugar de monedas, como han hecho otras veces, o con cuentas de vidrio, como hacen los bárbaros, o que hayan sido restauradas las leyes de Licurgo, lo que le parece menos verosímil.

DUENDE. Los esperáis en vano; han muerto todos, decía el final de una tragedia en la que morían todos los personajes.

GNOMO. ¿Qué quieres decir?

DUENDE. Quiero decir que todos los hombres han muerto, que se ha perdido su especie.

GNOMO. Oh, esto es cosa de gacetas. Pero, hasta ahora, no se ha visto que hablen de ello.

DUENDE. Estúpido, ¿no te das cuenta de que, muertos los hombres, ya no se imprimen gacetas?

GNOMO. Es verdad.  Y ahora, ¿cómo haremos para saber las nuevas del mundo?

DUENDE. ¿Qué nuevas?, ¿que el sol ha salido o se ha puesto, que hace frío o calor, que aquí o allí ha llovido o ha nevado o ha azotado el viento? Porque, al faltar los hombres, la fortuna se ha quitado la venda y, con las gafas puestas y con la rueca colgada de un clavo, está con las manos en cruz, sentada, mirando las cosas del mundo sin meter más las manos. Ya no se encuentran ni reinos ni imperios que se inflen y estallen como burbujas, pues todos se han perdido, no hay guerras y todos los años se parecen los unos a los otros como un huevo a otro huevo.

GNOMO. Ni siquiera se podrá saber a cuánto estamos de mes, porque ya no se editarán lunarios.

DUENDE. Eso no será una desgracia, pues la luna no va a equivocarse de camino por eso.

GNOMO. Y los días de la semana ya no tendrán nombres.

DUENDE. ¿Y qué?, ¿tienes miedo de que no vengan si no los llamas por sus nombres?, ¿o quizás crees que, una vez que hayan pasado, van a volver si tú los llamas?

GNOMO. Y no se podrá llevar la cuenta de los años.

DUENDE. Así nos haremos pasar por jóvenes incluso si pasa el tiempo; y, al no contar el tiempo pasado, nos preocuparemos menos de él; y, cuando seamos viejísimos, no nos quedaremos esperando la muerte día tras día.

GNOMO. Pero ¿cómo han desaparecido esos granujas?

DUENDE. Una parte, haciéndose la guerra; otra, navegando; otra, comiéndose el uno al otro; otra, que no estaba formada por pocos, matándose con sus propias manos; otra, empapándose de ocio; otra, exprimiéndose el cerebro con los libros; otra, estando de francachela y enredando en mil cosas, y otra, finalmente, estudiando todas las maneras para atentar contra su propia naturaleza y acabar mal.

GNOMO. De todos modos, yo no logro entender cómo toda una especie de animales se puede perder de raíz, como tú dices.

DUENDE. Tú, que eres maestro en geología, deberías saber que el caso no es nuevo, y que varias clases de animales que existieron antes ya no existen, excepto unas pocas osamentas petrificadas. Y cierto es que aquellas pobres criaturas, tal como te decía antes, no se sirvieron de tantos artificios como los hombres para buscar su perdición.

GNOMO. Será como dices. Desearía que uno o dos de esa chusma resucitaran para saber lo que pensarían cuando vieran que las demás cosas, aunque el género humano haya desaparecido, aún viven y se comportan como antes, mientras que ellos creían que todo el mundo había sido hecho y mantenido para ellos solos.

DUENDE. Y no querían entender que está hecho y mantenido para los duendes.

GNOMO. Tú desvarías verdaderamente, si hablas en serio.

DUENDE. ¿Por qué?, hablo muy en serio.

GNOMO. Vamos, bufoncillo, vamos. ¿Quién no sabe que el mundo está hecho para los gnomos?

DUENDE. ¿Para los gnomos, que están siempre bajo tierra? ¡Oh, oír esto sí que es bueno! ¿Qué tienen que ver con los gnomos el sol, la luna, el aire, el mar y los campos?

GNOMO. ¿Qué tienen que ver con los duendes las cuevas de oro y de plata y todo el interior de la tierra, a no ser la primera piel?

DUENDE. Bueno, bueno, tengan o no que ver, dejemos esta disputa, que yo estoy seguro de que incluso las lagartijas y los mosquitos se creen que todo el mundo se ha hecho aposta para que se sirvan de él sus propias especies. Así que cada uno se quede con su opinión, pues nadie se la quitaría de la cabeza; y, por mi parte, te digo solo esto, que, si yo no hubiera nacido duende, me desesperaría.

GNOMO. Lo mismo me sucedería a mí, si no hubiera nacido gnomo. Me gustaría saber lo que dirían los hombres de su presunción, por la cual, entre otras cosas que le hacían a este o a aquel, penetraban a mil brazas bajo tierra y nos robaban, a la fuerza, nuestras cosas, diciendo que le pertenecían al género humano y que la naturaleza se las había escondido y sepultado allá abajo para burlarse, queriendo saber si las encontrarían y las subirían hasta fuera.

DUENDE. No hay que maravillarse de esto. No solo se persuadían de que las cosas del mundo tenían el único objeto de estar a su servicio, sino que consideraban que todo junto, comparado con el género humano, era una bagatela. Y, por ello, a sus propias experiencias las llamaban revoluciones del mundo, a las historias de su gente, historias del mundo, aunque se podrían contar, aun dentro de los límites de la tierra, quizás tantas otras especies, no digo de criaturas, sino solo de animales, como de cabezas de hombres vivos, animales que, hechos expresamente para uso de ellos, no se daban cuenta nunca, sin embargo, de que el mundo se revolviera.

GNOMO. ¿También los mosquitos y las pulgas estaban hechos para beneficio de los hombres?

DUENDE. También.  Para ejercitarse en la paciencia, decían ellos.

GNOMO. Verdaderamente les faltaba ocasión de ejercitar la paciencia, a no ser por las pulgas.

DUENDE.  Y los cerdos, según Crisipo,[31] eran pedazos de carne preparados por la naturaleza justo para ser cocinados y almacenados por los hombres; y para que no se pudrieran, condimentados con la vida, en lugar de sal.

GNOMO. Pues yo, por el contrario, creo que si Crisipo hubiera tenido en el cerebro un poco de sal, en lugar de vida, no habría creído tal despropósito.

DUENDE.  También esta es graciosa: infinitas especies de animales nunca fueron vistas ni conocidas por sus dueños los hombres, bien porque viven en lugares en los que estos no pusieron nunca el pie, bien porque son tan pequeñas, que ellos no llegaron de ningún modo a descubrirlas. Y de muchísimas otras especies no se dieron cuenta hasta casi el final. Algo parecido se puede decir de las plantas y de otras mil cosas. De igual modo, de vez en cuando, gracias a sus catalejos, se percataban de alguna estrella o algún planeta que, hasta entonces, durante miles y miles de años no habían sabido que existieran, y, de pronto, los anotaban entre sus pertenencias, porque imaginaban que las estrellas y los planetas eran, por así decirlo, velillas plantadas allí en lo alto para iluminar a sus señorías cuando, por las noches, tenían gran faena.

GNOMO. De tal modo que, cuando durante el verano veían caer del cielo aquellas llamitas que algunas noches suelen caer por el aire, habrán dicho que algún espíritu iba quitándoles el moco a las estrellas para hacerles un servicio a los hombres.

DUENDE. Pero, ahora que han desaparecido todos, la tierra no siente que le falte nada, y los ríos no están cansados de correr y, aunque ya no sirva para la navegación ni el tráfico, no vemos que el mar se seque.

GNOMO. Y las estrellas y los planetas no han dejado de salir y ponerse, ni se han vestido de luto.

DUENDE. Ni el sol se ha enlucido la cara con orín, como hizo, según Virgilio, [32] por la muerte de César, de la cual, creo yo, se preocupó tanto como la estatua de Pompeyo. [33]

 

[29] Compuesto en Recanati, entre el 2 y el 6 de marzo de 1824. Entre 1820 y 1822, Leopardi redactó dos esbozos – Diálogo entre dos animales. P.E. un caballo y un toro y Diálogo entre un caballo y un buey – que son el precedente de esta obra.

[30] Dios frigio-tracio, identificado con Dionisio debido a los ritos de carácter orgiástico con que era venerado.

[31] “ ´Sus vero quid habet praeter escam? cui quidem, ne putisceret, animam ipsam, pro sale, datam dicit esse Chrisippus.` Cicerón, De natura deorum, lib. 2, cap. 64.” (N. del A.)

[32] Geórgicas, I, 466-467: » Él, también, se compadeció de Roma, cuando, tras haber sido asesinado César, cubrió de oscura herrumbre su límpida faz» (Bucólicas. Geórgicas, trad. de Alfonso Cuatrecasas, Planeta, Barcelona, 1988, pág. 83)

[33] El sol sintió por la muerte de César, tanta indiferencia como sintió la estatua de Pompeyo, junto a la cual fue asesinado; y siente, por la desaparición del género humano, la misma indiferencia que sienten los demás elementos del universo.

VI. DIÁLOGO DE MALAMBRUNO Y DE TRAMPAS [34]

MALAMBRUNO.[35] Espíritus del abismo, Trampas, Colmilludo, Gusanonegro, Astasrotas, Alituerto, [36] y como quiera que seáis llamados, os conjuro en el nombre de Belcebú, y os ordeno, por virtud de mi arte, que puede desvencijar a la luna y clavar al sol en medio del cielo, que venga uno de vosotros con libre disposición de vuestro príncipe y plena potestad para usar todas las fuerzas del infierno a mi servicio.

TRAMPAS. Aquí estoy.

MALAMBRUNO. ¿Quién eres?

TRAMPAS. Trampas, a tus órdenes.

MALAMBRUNO. ¿Traes la autorización de Belcebú?

TRAMPAS. Sí, la traigo; y puedo hacer a tu servicio todo lo que podría hacer el mismo Rey, y más de lo que podrían hacer todas las demás criaturas juntas.

MALAMBRUNO. Está bien. Tienes que satisfacerme un deseo.

TRAMPAS. Serás servido. ¿Qué quieres?, ¿una nobleza mayor que la de los Atridas? [37]

MALAMBRUNO. No.

TRAMPAS. ¿Más riquezas que las que se encontrarán en la ciudad de Manoa, [38]  cuando se descubra?

MALAMBRUNO. No.

TRAMPAS. ¿Un imperio tan grande como el que dicen que una noche soñó Carlos V?

MALAMBRUNO. No.

TRAMPAS. ¿Que se rinda a tus deseos una mujer más salvaje que Penélope?

MALAMBRUNO. No. ¿Te parece que para eso es necesario el diablo?

TRAMPAS. ¿Honores y buena fortuna, tan granuja como eres?

MALAMBRUNO.  En todo caso, necesitaría al diablo si quisiera lo contrario.

TRAMPAS. En fin, ¿qué quieres?

MALAMBRUNO. Que me hagas feliz un momento.

TRAMPAS. No puedo.

MALAMBRUNO. ¿Cómo que no puedes?

TRAMPAS. Te juro en conciencia que no puedo.

MALAMBRUNO. En conciencia de diablo honrado.

TRAMPAS. Ciertamente. Hazte cuenta de que hay diablos honrados, como hay hombres.

MALAMBRUNO. Pues tú hazte cuenta de que te cuelgo aquí por la cola de una de estas vigas, si no me obedeces en seguida y sin más discursos.

TRAMPAS. Es más fácil que tú me mates, que no que yo te contente con lo que me pides.

MALAMBRUNO. Entonces, vete ya, maldito, y que venga Belcebú en persona.

TRAMPAS. Ni siquiera si viene Belcebú, con toda la Judesca y todas las Bolsas,[39] podrá hacerte feliz, ni a ti ni a ninguno de tu especie, más de lo que haya podido yo.

MALAMBRUNO. ¿Ni siquiera un momento solo?

TRAMPAS. Tan posible es un momento, e incluso la mitad de un momento, o la milésima parte, como toda la vida.

MALAMBRUNO. Pero, si no puedes hacerme feliz de ningún modo, ¿puedes al menos librarme de la infelicidad?

TRAMPAS. Si tú puedes dejar de quererte de manera suprema.

MALAMBRUNO. Eso podré hacerlo después de muerto.

TRAMPAS. En vida no lo puede hacer ningún animal, pues vuestra naturaleza os permitiría cualquier otra cosa antes que eso.

 MALAMBRUNO. Así es.

TRAMPAS. Así, al quererte necesariamente con el mayor amor del que eres capaz, necesariamente deseas del mayor modo tu propia felicidad y, al no poder nunca ni en modo alguno ser satisfecho este deseo, que es supremo, se infiere que tú no puedes evitar de ningún modo ser infeliz.

MALAMBRUNO. Ni siquiera cuando siento algún deleite, pues ningún deleite me hace feliz ni me satisface.

TRAMPAS. Ninguno, verdaderamente.

MALAMBRUNO. Y, por ello, al no corresponderse con el deseo natural de felicidad que está grabado en mi alma, no será verdadero deleite; y, durante el mismo tiempo que alguno dure, no dejaré de sentirme infeliz.

TRAMPAS. No dejarás de sentirlo, porque, en los hombres y en los demás seres vivos, la privación de la felicidad, aun sin dolor y sin desdicha alguna, incluso en el tiempo de lo que llamáis placeres, es infelicidad expresa.

MALAMBRUNO. Tanto que, desde el nacimiento hasta la muerte, nuestra infelicidad no puede cesar ni siquiera un instante.

TRAMPAS. Sí, cesa siempre que dormís sin soñar, o cuando desfallecéis, o cuando perdéis el sentido.

MALAMBRUNO. Pero nunca mientras sentimos nuestra propia vida.

TRAMPAS. Nunca.

MALAMBRUNO. De tal modo que, hablando de modo absoluto, no vivir es siempre mejor que vivir.

TRAMPAS. Si la privación de la infelicidad es simplemente mejor que la infelicidad.

MALAMBRUNO. ¿Entonces?

TRAMPAS. Entonces, si te apetece entregarme el alma antes de tiempo, aquí estoy dispuesto a llevármela.     

       

[34] Compuesto en Recanati, entre el 1 y el 3 de abril de 1824.

[35] El nombre de este mago es el de un caballero del ciclo legendario de Ogier el Danés. En Miguel de Cervantes, Don Quijote, II, 39-44, el gigante y encantador Malambruno reserva para don Quijote la aventura de Clavileño.

[36] Así han sido traducidos respectivamente los nombres de los diablejos Farfarello, Ciriatto, Baconero, Astarotte y Alichino. Según Ruffilli y Sanguineti, la procedencia de estos diablejos es la siguiente: Baconero aparece en la obra de Lippi  Malmantel  recuperado; Astarotte en el Morgante de Pulci; los demás (para los que se ha adoptado la traducción de Abilio Echeverría, Divina comedia, Alianza Editorial, Madrid, 1995) en los cantos XXI y XXII del Infierno de Dante Alighieri.

[37] Agamenón y Menelao, hijos de Atreo, se vanagloriaban de descender de Zeus.

[38] «Ciudad legendaria, llamada también El Dorado, imaginada por los españoles y situada por ellos en la América meridional, entre el río Orinoco y el Amazonas.» (N. del  A.)

[39] La Judesca y las Bolsas son espacios del Infierno de Dante Alighieri. La Judesca es el cuarto recinto del IX círculo del infierno, recibe el nombre de Judas, traidor de Cristo, y acoge a los traidores de sus benefactores, entre ellos, al mismo Judas (Infierno, canto XXXIV). Las Bolsas son los diez valles del VIII círculo del infierno, en el que penan sus culpas los fraudulentos (Infierno, cantos XVIII-XXXI).

VII. DIÁLOGO DE LA NATURALEZA Y DE UN ALMA[40]

NATURALEZA. Vamos, hijita mía predilecta, pues así serás considerada y llamada a lo largo de los siglos. Vive y sé grande e infeliz.

ALMA. ¿Qué mal he cometido antes de vivir, para que tú me condenes a esta pena?

NATURALEZA. ¿Qué pena, hijita mía?

ALMA. ¿No me destinas a ser infeliz?

NATURALEZA. Pero en la medida en que quiero que seas grande, y no se puede ser esto sin aquello. Además de que estás destinada a vivificar un cuerpo humano, y todos los hombres, necesariamente, nacen y viven infelices.

ALMA. Pero lo razonable, por el contrario, sería que tú dispusieras de modo que fueran necesariamente felices; o, si no puedes hacer esto, te convendría abstenerte de ponerlos en el mundo.

NATURALEZA. Ni una cosa ni la otra están en mis manos, pues estoy sometida al hado, el cual ordena otra cosa, cualquiera que sea la razón, que ni tú ni yo podemos entender. Ahora, dado que has sido creada y dispuesta para darle forma a una persona, ninguna fuerza, cualquiera que sea, o mía o de otros, puede librarte de la infelicidad común de los hombres. Pero, además de esta, tendrás que soportar otra, y mucho mayor, debido a la excelencia que te he proporcionado.

ALMA. Aún no he aprendido nada, pues apenas he comenzado a vivir en este momento, y de ello debe provenir que yo no te entienda. Pero dime, ¿excelencia e infelicidad extraordinaria son sustancialmente una misma cosa?; y si son dos cosas, ¿no podrías separar la una de la otra?

NATURALEZA. En las almas de los hombres, y proporcionalmente en aquéllas de todos los géneros de animales, puede decirse que la una y la otra son lo mismo, porque la excelencia de las almas comporta mayor intensidad en sus vidas, lo que conlleva mayor conciencia de la propia infelicidad, que es como si dijera mayor infelicidad. De igual modo, la mayor vitalidad de los ánimos encierra mayor eficacia del amor propio, adondequiera que se incline y bajo cualquier aspecto que se manifieste, y esa mayor parte de amor propio comporta mayor deseo de dicha, y por ello, mayor descontento y preocupación por estar privado de ella, y mayor dolor frente a las adversidades que sobrevienen. Todo esto está previsto en el orden primigenio y perpetuo de la creación, cosa que yo no puedo alterar. Además de eso, la finura de tu propio intelecto y la vivacidad de tu imaginación te negarán gran parte del poder sobre ti misma. Los animales brutos usan fácilmente para los fines que se proponen todas sus facultades y fuerzas. Pero los hombres escasísimas veces son dueños de su propio poder, impedidos como están por la razón y por la imaginación, facultades que les crean mil dudas para decidirse, y mil miramientos para obrar. Los menos aptos y menos acostumbrados a ponderar y considerar las cosas consigo mismos son los más rápidos en resolverse, y los más eficaces al obrar. Pero tus semejantes, enredadas continuamente consigo mismas y como vencidas por la grandeza de sus propias facultades y, por tanto, impotentes ante sí mismas, sucumben la mayoría de las veces a la irresolución, tanto al deliberar, como al obrar, lo cual es uno de los mayores tormentos que afligen la vida humana. Añade que, mientras que por la excelencia de tus disposiciones sobrepasarás fácilmente y en poco tiempo a casi todas las demás criaturas de tu especie en los conocimientos más graves y en las disciplinas incluso más difíciles, sin embargo, siempre te resultará o imposible o sumamente complicado aprender y poner en práctica muchísimas cosas insustanciales en sí mismas, pero importantísimas para vivir con los hombres; al mismo tiempo, verás que tales cosas son ejecutadas y aprendidas perfectamente y sin fatiga por mil ingenios no solo inferiores a ti, sino despreciables de cualquier modo.  Estas y otras infinitas dificultades y miserias ocupan y cercan a las almas grandes. Pero ellas son recompensadas, con abundancia, por la fama, por las alabanzas y por los honores que otorgan a los espíritus egregios su grandeza y la duración del recuerdo que dejan a la posteridad.

ALMA. Pero estas alabanzas y estos honores de los que hablas, ¿los recibiré del cielo, de ti o de quién?

NATURALEZA. De los hombres, pues solo ellos pueden darlos.

ALMA. En cambio, mira, yo creía que, al no saber hacer lo que es muy necesario, como tú dices, para vivir con los hombres y lo que le resulta fácil incluso al más pobre de ingenio, yo sería vilipendiada y rechazada por ellos, y no alabada, o que viviría ignorada por casi todos, como quien es un inepto para la compañía humana.

NATURALEZA. Yo no puedo prever el futuro ni, por tanto, revelarte infaliblemente lo que los hombres van a hacer o pensar con respecto a ti mientras permanezcas en la tierra. Bien es verdad que de la experiencia del pasado deduzco verosímilmente que ellos te perseguirán con la envidia, que es otra de las habituales calamidades con las que tropiezan las almas excelsas; o bien que te oprimirán con el desprecio y el abandono. Por lo demás, la misma fortuna y el mismo hado suelen ser enemigos de tus semejantes. Pero, justo después de la muerte, como le sucedió a uno que se llamó Camões y, muchos años después, a otro que se llamó Milton, tú serás celebrada y elevada al cielo, no diré por todos, sino, al menos, por el reducido número de hombres de buen juicio. Y quizás las cenizas de la persona en la que tú hayas vivido descansarán en una sepultura magnífica; y sus rasgos, imitados de varios modos, se propagarán entre los hombres; y serán descritos por muchos y, por otros, legados a la posteridad con gran estudio, las vicisitudes de su vida, y, finalmente, todo el mundo civil se llenará con su nombre. A no ser que, por la malicia de la fortuna o por la misma excelsitud de tus facultades, no te impidan perpetuamente mostrarles a los hombres algún rasgo proporcionado de tu valor, cosa de la que, en verdad, no faltan muchos ejemplos, conocidos por el hado y por mí.

ALMA. Madre mía, a pesar de estar aún privada de los demás conocimientos, siento, sin embargo, que el mayor e incluso el único deseo que me has dado es el de la felicidad.  Y, supuesto que yo sea capaz de esa gloria, cierto es que yo no puedo desear este bien o mal, que no sé cómo llamarlo, si no implica felicidad, o si no sirve para alcanzarla. Mas, según tus palabras, la excelencia de la que me has dotado bien puede ser o necesaria o provechosa para alcanzar la gloria, pero no lleva a la dicha, sino que conduce violentamente a la infelicidad. Ni siquiera a la misma gloria es creíble que me lleve antes que a la muerte, llegada la cual, ¿qué utilidad o qué deleite me procurarán los mayores bienes del mundo? Y por último, fácilmente puede suceder, como tú dices, que esta tan adversa gloria, fruto de tanta infelicidad, no me llegue de ninguna manera, ni después de la muerte. Así, de tus mismas palabras concluyo que tú, en lugar de amarme de modo singular, como afirmabas al principio, me execras y me detestas más de lo que me execrarán y detestarán los hombres y la fortuna mientras esté en el mundo, puesto que no has dudado en darme tan calamitoso don como es esta excelencia de la que te jactas, la cual será uno de los principales obstáculos que me impedirán alcanzar mi única finalidad, es decir, la dicha.

NATURALEZA. Hijita mía, todas las almas de los hombres, como te decía, están sometidas a la infelicidad, y no es mi culpa. Pero, en la universal miseria de la condición humana y en la infinita vanidad de su deleite y de sus logros, la gloria es considerada por la mejor parte de los hombres como el mayor bien que se les haya concedido a los mortales y el más digno sentido que ellos puedan encontrarles a sus preocupaciones y a sus actos. Por tanto, no por odio, sino por verdadera y especial benevolencia que por ti sentía, deliberé prestarte, para que consiguieras este fin, toda la ayuda que estuviera en mis manos.

ALMA. Dime, entre los animales brutos que tú mencionaste, ¿hay alguno, por casualidad, provisto de menos vitalidad y sensibilidad que los hombres?

NATURALEZA.  Comenzando por los que pertenecen a las plantas, todos son, unos más y otros menos, inferiores al hombre, el cual tiene una vida más rica y más sensibilidad que cualquier otro animal, por ser, entre todos los seres vivos, el más perfecto.

ALMA. Entonces, alójame, si me amas, en el más imperfecto; y si no puedes hacer esto, despójame de las funestas dotes con las que me has ennoblecido, y hazme conforme al más estúpido e insensato espíritu humano que tú hayas producido en cualquier tiempo.

NATURALEZA. Puedo complacerte con esto último, y estoy dispuesta a hacerlo, pues renuncias a la inmortalidad a la que te había destinado.

ALMA. Y a cambio de la inmortalidad, te ruego que me acerques la muerte cuanto sea posible.

NATURALEZA. De esto hablaré con el destino.

 

[40] Compuesto en Recanati, entre el 9 y el 14 de abril de 1824.

VIII. DIÁLOGO DE LA TIERRA Y DE LA LUNA [41]

TIERRA. Querida Luna, sé que puedes hablar y responder, pues eres una persona, según les he oído muchas veces a los poetas, además de que nuestros niños dicen que tú tienes verdaderamente boca, nariz y ojos, como cada uno de ellos, y que lo ven con sus propios ojos, que, a esa edad, razonablemente deben de ser agudísimos. En cuanto a mí, no dudo que tú sabes que yo soy, nada más y nada menos, que una persona, tanto que, cuando era más joven, tuve muchos hijos, así que no te maravillará oírme hablar. Por tanto, Luna mía hermosa, a pesar de que he sido tu vecina durante tantos siglos, tantos que no sé ni el número, no te he hablado hasta ahora porque mis asuntos me han tenido ocupada de tal modo que no me quedaba tiempo para charlar. Pero hoy que mis negocios se han reducido a poca cosa, e incluso podría decir, que caminan con sus propios pies, no sé qué hacer y reviento de aburrimiento. Por ello, hazte cuenta de que, en el futuro, te hablaré a menudo y me preocuparé de tus asuntos, siempre que no te moleste.

LUNA. Eso no lo pienses. Así la fortuna me libre de toda otra incomodidad, como estoy segura de que no me molestarás. Si quieres hablarme, háblame a tu placer, pues, aunque soy amiga del silencio, como creo que sabes, te escucharé y te responderé con gusto, para servirte.

TIERRA. ¿Tú oyes este sonido agradabilísimo que emiten los cuerpos celestes con sus movimientos?

LUNA. Para decirte la verdad, no oigo nada.

TIERRA. Tampoco yo oigo nada, salvo el estrépito del viento que va de mis polos al ecuador, y del ecuador a mis polos, y que no da muestras de saber nada de música. Pero Pitágoras dice que las esferas celestes emiten un sonido tan dulce, que es una maravilla, y que incluso tú tienes ahí tu parte, pues eres la octava cuerda de esta lira universal. Pero me ha ensordecido ese mismo sonido, y por eso no lo escucho.

LUNA. También yo, sin duda alguna, estoy ensordecida, y, como te he dicho, no lo oigo. Y no sabía que fuera una cuerda.

TIERRA. Entonces, cambiemos de tema. Dime, ¿estás poblada de verdad, como afirman y juran mil filósofos antiguos y modernos, desde Orfeo hasta De la Lande?[42] Mas yo, por mucho que me esfuerce en alargar estos cuernos míos, a los que los hombres llaman montes y picos, con la punta de los cuales te estoy mirando, como un caracol, no llego a descubrir en ti ningún habitante. Aunque sé bien que un tal David Fabricius,[43]  que veía mejor que Linceo,[44] descubrió ahí a algunos que tendían las ropas al sol.

LUNA. De tus cuernos no sé qué decir. El hecho es que estoy habitada.

TIERRA. ¿De qué color son tus hombres?

LUNA. ¿Qué hombres?

TIERRA. Los que hay en ti. ¿No dices que estás habitada?

LUNA. Sí, ¿y con ello?

TIERRA. No serán bestias todos tus habitantes.

LUNA. Ni bestias ni hombres, pues no sé qué tipo de criaturas son ni los unos ni los otros. Además, no he comprendido ni una jota de bastantes cosas que me has insinuado, creo que a propósito de los hombres.

TIERRA. Pero ¿qué tipo de pueblos son los tuyos?

LUNA. Muchísimos y diversísimos, que tú no conoces, como yo no conozco a los tuyos.

TIERRA. Esto me resulta tan extraño, que si no lo oyera de ti misma, no lo creería por ninguna cosa del mundo. ¿Has sido conquistada alguna vez por uno de los tuyos?

LUNA. No, que yo sepa. ¿Cómo?, ¿por qué?

TIERRA. Por ambición, por codicia de lo ajeno, con las artes políticas, con las armas.

LUNA. Yo no sé qué quiere decir armas, ambición, artes políticas, en definitiva, nada de lo que dices.

TIERRA. Pero es cierto que, si tú no conoces las armas, al menos conoces la guerra, porque, hace poco, un físico de aquí, a través de ciertos catalejos, que son instrumentos hechos para ver muy lejos, ha descubierto en ti una hermosa fortaleza, con sus bastiones erguidos, lo que significa que tus gentes se sirven, al menos, de los asedios y de las batallas campales.

LUNA. Perdona, señora Tierra, si te respondo con más libertad de lo que quizás convenga a una súbdita o sirvienta tuya, como soy yo. Pero, verdaderamente, tú me resultas más que vanidosilla si crees que todas las cosas de cualquier parte del mundo tienen que ser conformes a las tuyas, como si la naturaleza no hubiera tenido otra intención que copiarte exactamente por todos lados. Digo que estoy habitada, y tú deduces que mis habitantes tienen que ser hombres. Te advierto que no lo son, y tú, a pesar de admitir que son otras criaturas, no dudas en que tienen las mismas cualidades y las mismas suertes que los tuyos, y me alegas los catalejos de no sé qué físico. Pero, si estos catalejos no ven mejor otras cosas, creeré que tienen la vista tan buena como tus niños, que descubren en mí ojos, boca y nariz, cuando ni yo sé dónde los tengo.

TIERRA. Entonces, tampoco será verdad que tus provincias estén provistas de calles largas y limpias, y que estés cultivada, cosas que desde Alemania, cogiendo un catalejo, se ven claramente.[45]

LUNA. Si estoy cultivada, no me doy cuenta, y mis calles no las veo.

TIERRA. Querida Luna, tú tienes que saber que soy de pasta burda y tengo la cabeza de chorlito, y no es una maravilla que los hombres me engañen con facilidad. Pero puedo decirte que, si los tuyos no se preocupan por conquistarte, no siempre, sin embargo, estuviste libre de peligros, porque en diversos tiempos muchas personas de aquí tuvieron la intención de conquistarte y, para ello, hicieron muchas preparaciones. Sin embargo, subidas a lugares altísimos y alzadas sobre las puntas de los pies, y extendiendo los brazos, no pudieron llegar hasta ti. Además de esto, desde hace no pocos años, veo que espían minuciosamente todas tus partes, que trazan mapas de tus países, que miden las alturas de tus montes, de los que sabemos hasta los nombres. De estas cosas, por la buena voluntad que te tengo, me ha parecido conveniente avisarte, para que tú no dejes de proveerte ante cualquier eventualidad. Ahora, pasando a otro asunto, ¿te molestan los perros que te ladran? ¿Qué piensas de los que dejan a los demás a la luna de Valencia?[46]  ¿Eres hembra o macho?, pues antiguamente hubo opiniones diversas.[47] ¿Es verdad que los árcades existieron antes que tú?,[48] ¿que tus mujeres, o como yo las deba llamar, son ovíparas, y que uno de sus huevos cayó aquí no sé cuándo?,[49] ¿estás horadada como las cuentas de los rosarios, como cree un físico moderno?, ¿estás hecha, como afirman algunos ingleses, de queso fresco?,[50] ¿es verdad que Mahoma,[51] un día o una noche, te partió por la mitad, como una sandía, y que un buen pedazo le resbaló dentro de la manga? ¿Cómo puedes estar a gusto encima de los alminares? ¿Qué te parece la fiesta del bairam? [52]

LUNA. Sigue así, que mientras tú sigas así, no tendré por qué responderte ni abandonar mi acostumbrado silencio. Si te apetece entretenerte con habladurías y no encuentras más materias que estas, en lugar de dirigirte a mí, que no puedo entenderte, será mejor que los hombres te fabriquen otro planeta que dé vueltas a tu alrededor y que esté compuesto y habitado como tú. Tú no sabes hablar más que de hombres y de perros y de cosas similares, de lo que yo sé tanto como de ese sol grandísimo, alrededor del cual oigo que gira el nuestro.

TIERRA. Verdaderamente, cuanto más me propongo, mientras te hablo, abstenerme de referirme a mis propias cosas, menos lo logro. Pero, de ahora en adelante, tendré más cuidado. Dime, ¿eres tú quien se divierte llevándote hacia arriba agua del mar, para luego dejarla caer?

LUNA. Puede ser. Pero si yo te causo esto u otra cosa, no me doy cuenta; del mismo modo que tú, según creo, no te das cuenta de las cosas que ocasionas aquí, y que deben de ser tanto más grandes, cuanto mayores son la grandeza y la fuerza con que me superas.

TIERRA. De lo que te ocasiono no sé sino que, de vez en cuando, te quito la luz del sol y a mí me quito la que tú me das, y además, que te doy mucha luz en tus noches, pues a veces la veo en parte.[53] Pero me olvidaba de una cosa que importa más que las demás. Quisiera saber si verdaderamente, como escribe Ariosto, todo lo que cada hombre va perdiendo, como la juventud, la belleza, la salud, las fatigas y los gastos que se acarrean con los estudios para ser honrados por los demás, para conducir a los niños a las buenas costumbres, para hacer o promover instituciones útiles, todo sube hasta ti y ahí se recoge, de modo tal que ahí se encuentran todas las cosas humanas, excepto la locura, que no se separa de los hombres.[54] En el caso de que esto sea verdad, me imagino que tú estarás tan llena, que ya no te quedará lugar libre, especialmente, si tenemos en cuenta que, en los últimos tiempos, los hombres han perdido muchísimas cosas (verbigracia, el amor a la patria, la virtud, la magnanimidad, la rectitud) y no solo en parte, o algunos de ellos, como en el pasado, sino todos y por completo. Pues ciertamente, si no están ahí, no creo que se puedan encontrar en otra parte. Por ello, quisiera que hiciéramos entre las dos un pacto, por el cual tú me devuelves ahora, y luego poco a poco, todas estas cosas; de las cuales, pienso, a ti misma te alegraría verte despejada, máxime de la cordura, que creo que ocupa ahí un grandísimo espacio, [55] y yo haré que los hombres te paguen todos los años una buena suma de dinero.

LUNA. Otra vez con los hombres; y a pesar de que la locura no se aparta de tus confines, como afirmas, quieres enloquecerme a toda costa y hacerme perder el juicio, mientras buscas el de aquellos, el cual yo no sé dónde está, ni si se ha ido o se ha quedado en alguna parte del mundo; sé bien que aquí no se encuentra, como tampoco se encuentran las demás cosas que pides.

TIERRA. ¿Al menos sabrás decirme si ahí se estilan los vicios, los crímenes, los infortunios, los dolores, la vejez, en definitiva, los males?, ¿entiendes estas palabras?

LUNA. Oh, estas sí que las entiendo; y no solo las palabras, sino también sus significados, los conozco de maravilla, porque estoy completamente llena de ellas, y no de las que tú creías.

TIERRA. ¿Qué prevalecen en tus pueblos, las virtudes o los defectos?

LUNA. Los defectos, con gran diferencia.

TIERRA. ¿De qué tienes más abundancia, de bienes o de males?

LUNA. De males, sin comparación.

TIERRA. Y, generalmente, tus habitantes ¿son felices o infelices?

LUNA. Tan infelices, que yo no me cambiaría ni por el más afortunado de ellos.

TIERRA. Lo mismo sucede aquí. Así, yo me maravillo de que siendo tan diferente a mí en las demás cosas, en esta seas igual.

LUNA. También en la figura y en el modo de girar y en el hecho de estar iluminada por el sol soy igual que tú, y no es mayor maravilla esta que aquella, porque el mal es cosa común a todos los planetas del universo, o al menos a los de este sistema solar, como la redondez y las demás condiciones que he nombrado, ni más, ni menos. Y si tú pudieras alzar tanto la voz, como para ser oída por Urano o por Saturno, o por cualquier otro planeta de nuestro sistema, y les preguntaras si en ellos existe la infelicidad, y si los bienes superan o ceden a los males, cada uno de ellos te respondería como he hecho yo. Digo esto porque les he preguntado lo mismo a Venus y a Mercurio, planetas de los que estoy, a veces, más cerca que de ti, del mismo modo que se lo he preguntado a algunos cometas que han pasado por mi lado, y todos me han respondido como he dicho. Y pienso que el mismo sol y cada una de las estrellas responderían lo mismo.

TIERRA. A pesar de todo ello, yo tengo mucha esperanza, y máxime hoy que los hombres me prometen mucha felicidad para el futuro.                 

LUNA. Espera cuanto gustes, y yo te prometo que podrás esperar eternamente.

TIERRA. ¿Sabes qué pasa?, estos hombres y estas bestias hacen ruido, porque en esta parte desde la que te hablo es de noche, como ves, o quizás no lo veas, de modo que ellos estaban durmiendo; y con el estrépito que formamos al hablar, se despiertan con mucho miedo.

LUNA. Pero, aquí, en esta parte, como tú ves, es de día.

TIERRA. Ahora yo no quiero ser quien cause el temor de mis gentes, ni quiero romperles el sueño, que es el mayor bien que tienen. Ya hablaremos otro día. Adiós, pues, buenos días.

LUNA. Adiós. Buenas noches.

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[41] Compuesto en Recanati, entre el 24 y el 28 de abril de 1824.

[42] Astrónomo francés (1732-1807), que publicó un catálogo en 1801, Historia celeste, que contenía detalles de casi 50.000 estrellas, y que redactó los artículos de astronomía de la Enciclopedia. Leopardi comentó dicho catálogo en Hist., II.

[43] Astrónomo holandés (1564-1617). Ib.: «La cuestión de la pluralidad de los mundos puede considerarse la más famosa y la más insoluble de todas las cuestiones, aunque el loco de David Fabricius advirtió que ya la había resuelto, al decir, como refiere Vitali, haber visto con sus propios ojos a los habitantes de la luna.»

[44] Famoso argonauta por su vista penetrante.

[45] “Véanse, en las gacetas del mes de marzo de 1824, los descubrimientos atribuidos al Sr. Gruthuisen.” (N. del A.) Y en una anotación: «Gaceta universal, Baviera, Munich, 18 de marzo de 1824: El prof. Gruthuisen, de esta ciudad, y cuyas investigaciones selenográficas son conocidas […], ha hablado, en los referidos anales y posteriormente, del descubrimiento hecho por él, gracias a unos telescopios de Fraunhofer, de un edificio colosal similar a una fortaleza, situado casi en el ecuador de la luna, con los bastiones erguidos […]. Además se ha sabido que ha descubierto también muchísimas calles muy bien construidas, signo evidentísimo de una cultura en la superficie de la tierra […]»

[46] Leopardi alude al dicho «fare vedere la luna nel pozzo» (hacerle ver a alguien la luna en el pozo), cuyo significado es ilusionar, engañar.

[47] “Macrobio, Saturnal. lib. 3, cap. 8. Tertuliano, Apologet. cap. 15. Era venerada la luna incluso con nombre masculino, es decir, del dios Luno. Sparziano, Caracall. cap. 6 y 7. E incluso hoy, en las lenguas teutónicas, el nombre de la luna es de género masculino.” (N. del A.)

[48] “Menandro retórico, lib. 1, cap. 15 en Rhetor, graec. Veter. A. Manut. Vol 1, pág. 604. Meursio, ad Lycophron. Alexandr. opp. ed. Lamii, vol. 5, col. 951.” (N. del A.)

[49]  “Ateneo, lib. 2, ed. Casaub. p. 57.” (N. del A.)

[50] «That the moon is made of green cheese.  Proverbio que se aplica a los que dan a entender cosas increíbles.” (N. del A.)

[51]  “Antonio de Ulloa [científico español, 1716-1795]. Véase Carli, Cartas americanas, par. 4, to. 14, p. 313 y siguientes, y las Memor. encicloped. del año 1781, reunidas por la Sociedad literar. de Bolonia, p. 6 y siguientes.” (N. del A.)

[52] Fiesta que se celebra al final del Ramadhan, en honor de la luna nueva.

[53] “Véanse los astrónomos que hablan de esa luz, llamada opaca o cenicienta, que se ve en la parte oscura del disco lunar cuando es luna nueva». (N. del A.)

[54] Cfr. Orlando furioso, XXXIV, octava 73, » El paladín no se quedó a recuperarlo todo / pues no había subido a tal efecto. / Fue conducido por el santo apóstol / a un valle, entre dos montañas, / en el que maravillosamente se guardaba / lo que perdemos, ya por nuestra culpa, / ya con el tiempo o la fortuna: / lo que se pierde aquí, allí se junta.»

[55] Ib., octava 82, vv. 5-8: «Luego llegó a lo que creemos tener, / pues nunca hicimos voto a Dios para obtenerlo; / me refiero a la cordura, y de ella había un monte, / él solo bastante más grande que las demás cosas referidas.»

IX. LA APUESTA DE PROMETEO [56] 

El año ochocientos treinta y tres mil doscientos sesenta y cinco del reinado de Júpiter, la academia de las Musas publicó e hizo pegar, en los lugares públicos de la ciudad y de las aldeas de Hipernéfelo,[57] diversas cédulas en las que invitaba a todos los Dioses mayores y menores y a los demás habitantes de dicha ciudad que, ya recientemente, ya en la antigüedad, hubieran realizado una loable invención, a que la propusieran con una experimentación, con un modelo o por escrito, a algunos jueces elegidos de dicha academia. Y, excusándose de que, debido a su conocida pobreza, no se podía mostrar tan liberal como hubiera querido, prometía como premio, a aquel cuyo hallazgo fuera juzgado el más hermoso o el más fructífero, una corona de laurel, con el privilegio de poder llevarla en la cabeza día y noche, en privado y en público, en la ciudad y fuera de ella, y de poder ser pintado, esculpido, fundido, representado de cualquier modo y con cualquier materia, con la distinción de esa corona alrededor de la cabeza.

Concurrieron a este premio no pocos celestes por pasatiempo, lo cual no es menos necesario para los habitantes de Hipernéfelo que para los de otras ciudades; y sin ningún deseo deseo de la corona, que no valía ni lo que vale una gorra de estopa; y por lo que se refiere a la gloria, si los hombres, desde que se han hecho filósofos, la desprecian, ya podemos conjeturar en qué estima la tendrán los Dioses, que son mucho más sabios que los hombres, es más, los únicos sabios, según Pitágoras y Platón. Por tanto, ejemplo único y hasta entonces inaudito en similares casos de recompensas propuestas a los más merecedores, este premio fue adjudicado sin que intervinieran ni ruegos de favor, ni promesas ocultas, ni artificios. Y tres fueron los vencedores, a saber, Baco por la invención del vino, Minerva por la del aceite, necesario para las unciones que los Dioses acostumbran a hacer diariamente después del baño, y Vulcano por haber fabricado una olla de cobre, tipo económico, que sirve para cocer cualquier cosa con poco fuego y con rapidez. Así, al tenerse que dividir el premio en tres partes, le tocó a cada uno una ramita de laurel, pero los tres rechazaron tanto la parte como el todo. Vulcano alegó que, al estar la mayor parte del tiempo junto al fuego en la fragua, con fatiga y sudor, le resultaría muy inoportuno ese estorbo en la cabeza; además de que lo pondría en peligro de chamuscarse o quemarse, si por casualidad una chispa se pegaba a esas hojas secas y metía fuego. Minerva dijo que, al tener que llevar en la cabeza un yelmo, como escribe Homero, [58] tan grande que puede cubrir a los ejércitos de cien ciudades juntos, no le convenía de ningún modo aumentar ese peso. Baco no quiso cambiar su diadema y su corona de pámpanos por la de laurel, aunque la habría aceptado de grado, si se le hubiera permitido colocarla, como insignia, fuera de su taberna; pero las Musas no consintieron dársela para eso, de modo que se quedó en el erario público.

Ninguno de los competidores de este premio sintió envidia por los tres Dioses que lo habían conseguido y rechazado, ni se dolió de los jueces, ni criticó la sentencia, excepto uno, que fue Prometeo, que había participado en el concurso enviando un modelo de barro que había hecho y preparado para formar a los primeros hombres, al que adjuntó un escrito en el que exponía las cualidades y los servicios del género humano, y que había sido inventado por él. Despertó no poca maravilla el malestar mostrado por Prometeo en un caso que todos los otros,  tanto vencedores como vencidos, se habían tomado como un juego; por ello, tras haber sido investigada la causa, se supo que él deseaba intensamente no ya el honor, sino el privilegio que habría obtenido con la victoria. Algunos piensan que tenía la intención de protegerse con el laurel de las tormentas, como se cuenta de Tiberio, que, cada vez que oía tronar, se ponía la corona, considerando que el laurel no puede ser herido por los rayos.[59] Pero, en la ciudad de Hipernéfelo, ni caen rayos ni truena. Otros, con más credibilidad, afirman que Prometeo, a causa de los años, comenzó a perder los cabellos, desventura que, al soportarla, como les sucede a muchos, de muy mala gana, y al no haber leído las alabanzas a la calvicie escritas por Sinesio,[60] o al no estar resignado, que es lo más creíble, quería ocultar bajo la diadema, como César dictador, la desnudez de su cabeza.

Pero volviendo a la narración, un día como otro, mientras Prometeo conversaba con Momo, se lamentaba ásperamente de que el vino, el aceite y las ollas hubieran sido antepuestos al género humano, del que decía que era la mejor obra de los inmortales que había en el mundo. Y, al parecerle que no convencía lo suficiente a Momo, pues este aducía no sé qué razones contrarias, le propuso que, juntos, descendieran a la tierra y visitaran al azar el primer lugar de cada una de las cinco partes de esta que observaran que estaba habitado por los hombres. Y para ello hicieron primero esta apuesta: si, en los cinco lugares o en la mayor parte de ellos, encontrarían o no evidentes argumentos de que el hombre es la más perfecta criatura del universo. Aceptado esto por Momo, y acordada la cuantía de la apuesta, descendieron sin más tardanza a la tierra, dirigiéndose en primer lugar al Nuevo Mundo, como a aquel que, por su mismo nombre y porque hasta entonces en él no había puesto el pie ningún inmortal, despertaba más su curiosidad. Detuvieron el vuelo en la región de Popaian, en la parte septentrional, no muy lejos del río Cauca, en un lugar en el que aparecían muchas señales de la presencia humana: huellas de cultivo por el campo; muchos senderos, aunque truncados en muchas partes y, generalmente, obstruidos; árboles talados y derribados y, particularmente, lo que parecían sepulturas y, a trechos, algunos huesos de hombre. Pero no por eso los dos celestiales, a pesar de poner oídos y aguzar la vista, pudieron oír una voz ni descubrir una sombra de hombre vivo. Continuaron, en parte caminando, en parte volando, a lo largo de muchas millas, atravesando montes y ríos, y encontrando, por todas partes, las mismas señales y la misma soledad. “¿Cómo es que están ahora desiertas estas regiones, a pesar de que muestran claramente que han estado habitadas?”, le decía Momo a Prometeo. Este recordó las inundaciones del mar, los terremotos, los temporales, las lluvias torrenciales que sabía que eran habituales en las regiones cálidas; y, verdaderamente, en ese mismo momento escuchaban, desde todas las espesuras cercanas, las ramas de los árboles que, agitadas por el viento, dejaban caer agua continuamente. Sin embargo, Momo no entendía cómo podía estar sometida esa región a las inundaciones del mar, que estaba tan lejos, que ni siquiera se veía nada de él desde ninguna parte; y menos entendía por qué razón los terremotos, los temporales y las lluvias tendrían que haber destruido a todos los hombres de la región, y no a los jaguares, a los monos, a los osos hormigueros, a las zarigüeyas, a las águilas, a los papagayos y a otras cien especies de animales terrestres y voladores que estaban por esos alrededores. Al final, al bajar a un valle inmenso, descubrieron, por decirlo así, un pequeño grupo de casas o cabañas de madera, cubiertas de hojas de palmera y rodeada cada una de ellas por un cerco a modo de vallado, delante de una de las cuales había muchas personas, unas en pie y otras sentadas, alrededor de una vasija de arcilla puesta al fuego. Se acercaron los dos celestiales tras adoptar forma humana, y Prometeo, habiéndolos saludado cortésmente a todos y dirigiéndose a uno que daba señales de ser el principal, le preguntó: «¿Qué hacemos?»

SALVAJE. Comemos, como ves.

PROMETEO. ¿Qué ricos alimentos tenéis?

SALVAJE. Esta poca carne.

PROMETEO. ¿Carne doméstica o salvaje?

SALVAJE. Doméstica, es más, es la de mi hijo.

PROMETEO. ¿Tienes por hijo a un ternero, como Pasífae?

SALVAJE. A un ternero, no, sino a un hombre, como tuvieron los demás.

PROMETEO. ¿Hablas en serio?, ¿te comes tu propia carne?

SALVAJE. La mía, no, sino la de este, a quien, con esta única intención, puse en el mundo y procuré alimentarlo.

PROMETEO. ¿Con la intención de comértelo?

SALVAJE. ¿Qué te maravilla? También a la madre, que ya no sirve para hacer más hijos, pienso comérmela pronto.

MOMO. Tal como nos comemos a la gallina después de los huevos.

SALVAJE. Y a las demás mujeres que tengo, en cuanto no sirvan para parir, me las comeré de igual modo. Y a estos esclavos míos que veis, ¿los dejo vivir acaso a no ser para recibir, de vez en cuando, a sus hijos y comérmelos? Pero, en cuanto envejezcan, me los comeré también a ellos, uno a uno, si por entonces estoy vivo. [61]

PROMETEO. Dime, estos esclavos, ¿son de tu misma nación o de otra?

SALVAJE. De otra.

PROMETEO. ¿Muy lejana?

SALVAJE. Lejanísima, tanto que entre sus casas y las nuestras corría un riachuelo.

Y señalando una pequeña colina, añadió: «Mira, allí estaba, pero los nuestros la han destruido».[62]  En esto, le pareció a Prometeo que no sé cuántos de ellos lo estaban mirando con una mirada amorosa, como mira el gato al ratón, así que, para no ser comido por sus propias criaturas, levantó de inmediato el vuelo, y lo mismo hizo Momo, y fue tanto el temor que sintieron ambos, que, al marcharse, corrompieron la comida de los bárbaros con esa suerte de inmundicia que las harpías  liberaron, por envidia, en las mesas troyanas.[63] Pero estos, más famélicos y menos escrupulosos que los compañeros de Eneas, siguieron con su almuerzo; y Prometeo, nada satisfecho con el Nuevo Mundo, se dirigió enseguida al viejo, es decir, a Asia; y, recorrido casi en un instante el intervalo que separa las antiguas de las nuevas Indias, bajaron los dos cerca de Agra, en un campo lleno de infinita gente, reunida alrededor de una fosa colmada de leña, en cuyo borde, por un lado, se veían algunas antorchas encendidas dispuestas para prender la leña, y por otro, sobre un estrado, a una mujer joven, cubierta de vestidos muy suntuosos y de todo tipo de adornos bárbaros, que, bailando y gritando, mostraba una grandísima alegría. Prometeo, al ver esto, se imaginaba que era una nueva Lucrecia o una nueva Virginia o cualquier emuladora de las hijas de Ereteo, de las Ifigenias, de los Codros, de los Meneceos, de los Curcios y de los Decios, que, siguiendo la orden de un oráculo, se iba a inmolar voluntariamente por su patria. Al entender después que la razón del sacrificio de la mujer era la muerte del marido, pensó que ella, al igual que Alcestes, [64] quería con su propia muerte rescatar la vida del marido. Pero, al saber que ella no quería ser quemada sino porque esto se acostumbraba hacer con las viudas de su casta, y que siempre había odiado a su marido y que estaba borracha, y que el muerto, en lugar de resucitar, también sería quemado en el mismo fuego, volvió rápidamente la espalda a ese espectáculo y tomó el camino de Europa; y mientras iban hacia allá, mantuvo con su compañero el siguiente diálogo:

MOMO. ¿Te hubieras imaginado, cuando con grandísimo peligro robaste el fuego del cielo para dárselo a los hombres, que estos habrían de servirse de él para cocerse el uno al otro en ollas o para quemarse voluntariamente?

PROMETEO. Sin duda que no. Pero considera, querido Momo, que los que hemos visto hasta ahora son bárbaros, y a través de los bárbaros no se puede juzgar cómo es la naturaleza de los hombres, sino a través de los civilizados, hacia los cuales nos dirigimos ahora. Y creo firmemente que entre ellos encontraremos y oiremos cosas y palabras que te parecerán dignas no solo de alabanza, sino de estupor.

MOMO. Por lo que a mí respecta, no veo, si los hombres son el género más perfecto del universo, cómo es necesario que sean civilizados para que no se quemen ellos mismos y para que no se coman a sus propios hijos, dado que todos los demás animales son bárbaros, y, no obstante, ninguno se quema deliberadamente, excepto el ave fénix, que no existe; muy pocos se comen a sus semejantes, y muchos menos se alimentan de sus hijos, por algún accidente insólito, y no por haberlos engendrado con ese propósito. Advierte además que, de las cinco partes del mundo, solo una y no entera, y no comparable por su tamaño a ninguna de las otras cuatro, está dotada de la civilización que tú alabas, y algunas pequeñas porcioncillas de otra parte del mundo. Y tú mismo no querrás afirmar que esta civilización esté culminada, de modo que hoy los hombres de París o de Filadelfia tengan generalmente toda la perfección que le conviene a su especie. Además, para llegar al presente estado de civilización, aún imperfecta, ¿cuánto han tenido que penar estos pueblos? Tantos años cuantos se pueden contar desde el origen del hombre hasta tiempos próximos. Y casi todos los inventos que eran o más necesarios, o más provechosos para conseguir este estado de civilización, han tenido su origen no en la razón, sino en en casos fortuitos, de modo que la civilización humana es obra de la suerte más que de la naturaleza; y allí donde estos casos no se han producido, vemos que los pueblos son aún bárbaros, a pesar de tener la misma edad que los pueblos civilizados. Por tanto, digo, si el hombre bárbaro muestra que es inferior, en muchos puntos, a cualquier otro animal; si la civilización, que es lo opuesto a la barbarie, no es poseída aún hoy sino por una pequeña parte del género humano; si, además de eso, esta parte no ha podido alcanzar el presente estado civilizado sino tras una cantidad innumerable de siglos, y gracias sobre todo a la casualidad, más que a cualquier otra causa, por último, si dicho estado civilizado no es totalmente perfecto, considera un poco si quizás tu opinión acerca del género humano no sería más verdadera enunciada así, a saber, que el género humano es verdaderamente supremo entre los géneros, como tú piensas, pero supremo en imperfección, más que en perfección,  aunque los hombres, cuando hablan y cuando piensan, confundan continuamente la una con la otra, argumentando con ciertas suposiciones que se han hechos ellos mismos y que tienen por verdades evidentes. Es verdad que las demás especies de las criaturas, desde el principio, fueron perfectísimas, cada una en sí misma. E incluso cuando no estuviera claro que el hombre bárbaro, considerado con respecto a los demás animales, es el menos bueno de todos, yo no me convenzo de que el hecho de ser un género imperfectísimo por naturaleza, como parece que es el del hombre, se tenga que considerar una perfección mayor que todas las demás. Añade que la civilización humana, tan difícil de obtener, y quizás imposible de realizarse, no es todavía tan estable, como para que no pueda caer, como de hecho ha sucedido muchas veces, y en diferentes pueblos que ya habían alcanzado una buena parte de ello. En definitiva, yo concluyo que si tu hermano Epimeteo les hubiera llevado a los jueces el modelo que debió utilizar cuando formó el primer asno o la primera rana, quizás se habría llevado el premio que tú no has conseguido. De todos modos, concederé de buena gana que el hombre es muy perfecto, si tú aceptas que esa perfección se parece a la que Plotino atribuía al mundo: que es óptimo y perfecto de manera absoluta; pero para que el mundo sea perfecto, conviene que contenga, entre las demás cosas, también todos los males posibles; por ello, de hecho, se encuentran en él tanto mal, cuanto puede contener. Y en esto, quizás le concedería de igual modo a Leibniz que el mundo presente sea el mejor de todos los mundos posibles.

No se duda que Prometeo no tuviera preparada una respuesta distinta, precisa y dialéctica para todas estas razones, pero es igualmente cierto que no la dio, porque en ese mismo instante se encontraron sobre la ciudad de Londres, en donde, una vez que habían descendido y habían visto una gran multitud de personas que concurrían a la puerta de una casa privada, se pusieron entre la muchedumbre y entraron en la casa. Encontraron, sobre un lecho, a un hombre tendido boca arriba, que tenía en su mano derecha una pistola, herido en el pecho y muerto; a su lado, yacían dos niños, también muertos. Estaban en la habitación muchas personas de la casa y algunos jueces que las interrogaban, mientras un oficial escribía.

PROMETEO. ¿Quiénes son estos desgraciados?

UN CRIADO. Mi señor y sus hijos.

PROMETEO. ¿Quién los ha matado?

UN CRIADO. El señor, a los tres.

PROMETEO. ¿Quieres decir a sus hijos y a sí mismo?

UN CRIADO. Exactamente.

PROMETEO. ¡Oh, qué es esto! Alguna grandísima desventura le ha debido de sobrevenir.

UN CRIADO. Ninguna, que yo sepa.

PROMETEO. ¿Quizás era pobre o se sentía despreciado por todos o desventurado en amores o en la corte?

UN CRIADO. Al contrario, era riquísimo, y creo que todos lo estimaban; del amor, no se preocupaba, y en la corte gozaba de mucho favor.

PROMETEO. Entonces, ¿cómo ha caído en tal desesperación?

UN CRIADO. Por tedio de la vida, según ha dejado escrito.

PROMETEO. ¿Y estos jueces qué hacen?

UN CRIADO. Se informan de si el dueño enloqueció o no; pues, si él no enloqueció, sus bienes le corresponden por ley al erario público: y verdaderamente esto no se podrá hacer que no le correspondan.

PROMETEO. Pero dime, ¿no tenía ningún amigo o pariente a quien confiarle estos niños, en lugar de matarlos?

UN CRIADO. Sí, los tenía; y, entre ellos, a uno que era muy íntimo, al que le ha confiado su perro. [65]

Momo estaba a punto de felicitar a Prometeo por los buenos efectos de la civilización y por la satisfacción que esta parecía proporcionar en nuestras vidas; y quería incluso recordarle que ningún otro animal, excepto el hombre, se mata voluntariamente a sí mismo ni, por desesperación, acaba con la vida de sus hijos, pero Prometeo lo previno y, sin interesarse ya por ver las dos partes del mundo que quedaban, le pagó la apuesta.

 

[56] Compuesto en Recanati, entre el 30 de abril y el 8 de mayo de 1824.

[57] Lugar imaginario cuyo nombre quiere decir «sobre las nubes». En Hipernéfelo, título segundo del Icaromenipo de Luciano de Samosata, éste es el lugar en el que residen los dioses.

[58] Cfr., según una anotación de Leopardi, Ilíada, V, vv. 743-744: «Se caló un casco de oro de doble cimera y de cuatro / anteojeras, que ornaban soldados de a pie de cien villas.» (Homero, Ilíada, traducción de Fernando Gutiérrez, Planeta, Barcelona, 1980).

[59]  “Plinio, lib. 16, cap. 30; lib. 2, cap. 55;  Suetonio, Tiber. cap. 69.” (N. del A.)

[60]  Sinesio de Cirene (ss. IV-V a.C.) fue autor de un Elogio de la calvicie.

[61]  «Quiero traer aquí un pasaje verdaderamente poco agradable y poco noble por el tema, pero muy curioso para ser leído por la forma tan naturalísima de escribir que tiene el autor. Éste es un tal Pedro Cieza de León, español, que vivió en el tiempo de los primeros descubrimientos y conquistas realizados por sus compatriotas en América, donde sirvió como soldado y donde estuvo diecisiete años. Sobre la veracidad y fe de sus narraciones, se puede ver la primera nota de Robertson al sexto libro de la Historia de América. Transcribo el texto de acuerdo con la ortografía actual: ´La segunda vez que volvímos por aquellos valles, cuando la ciudad de Antiocha fué poblada en las sierras que están por encima dellos, oí decir, que los señores ó caciques destos valles de Nore buscaban por las tierras de sus enemigos todas las mugeres que podian; las quales traidas á sus casas, usaban con ellas como las suyas proprias; y si se empreñaban dellos, los hijos que nacian los criaban con mucho regalo, hasta que habian doce ó trece años; y desta edad, estando bien gordos, los comian con gran sabor, sin mirar que eran su substancia y carne propria: y desta manera tenien mugeres para solamente engendrar hijos en ellas para despues comer; pecado mayor que todos los que ellos hacen. Y háceme tener por cierto lo que digo, ver lo que pasó con el licenciado Juan de Vadillo (que en este año está en España; y si le preguntan lo que digo dirá ser verdad): y es, que la primera vez que entraron Christianos españoles en estos valles, que fuímos yo y mis compañeros, vino de paz un señorote, que habia por nombre Nabonuco, y traia consigo tres mugeres; y viniendo la noche, dos dellas se echaron á la larga encima de un tapete ó estera, y la otra atraversada para servir de almohada; y el Indio se echó encima de los cuerpos dellas, muy tendido; y tomó de la mano otra muger hermosa, que quedaba atras con otra gente suya, que luego vino. Y como el licenciado Juan de Vadillo le viese de aquella suerte, preguntóle que para qué habia traido aquella muger que tenia de la mano: y, mirandolo al rostro el Indio, respondió mansamente, que para comerla; y que si él no hubiera venido, lo hubiera yá hecho. Vadillo, oido esto, mostrando espantárse, le dijo: ¿pues como, siendo tu muger, la has de comer? El cacique, alzando la voz, tornó a responder diciendo: mira mira; y aun al hijo que pariere tengo tambien de comer. Esto que he dicho, pasó en el valle de Nore; y en él de Guaca, que es él que dije quedar atras, oí decir á este licenciado Vadillo algunas vezes, como supo por dicho de algunos Indios viejos, por las lenguas que traíamos, que cuando los naturales dél iban á la guerra, á los Indios que prendian en ella, hacian sus esclavos; a los quales casaban con sus parientas y vecinas; y los hijos que habian en ellas aquellos esclavos, los comian: y que despues que los mismos esclavos eran muy viejos, y sin potencia para engendrar, los comian tambien á ellos. Y á la verdad, como estos Indios no tenian fe, ni conocian al demonio, que tales pecados les hacia hacer, cuan malo y perverso era; no me espanto dello: porque hacer esto, más lo tenian ellos por valentia, que por pecado.` Parte primera de la Crónica del Perú hecha por Pedro de Cieza, cap. 12, ed. de Amberes, 1554, hoja 30 y siguiente.” (N. del A.)

[62]  » ´El número de los indígenas independientes que habitan las dos Américas decrece cada año.  Se cuentan alrededor de 500.000 en el norte y en el oeste de los Estados Unidos, y 400.00 al sur de las repúblicas de Río de la Plata y de Chile. Es menos a las guerras que tienen que sostener los gobiernos americanos, que a su funesta pasión por los licores fuertes y a los combates de exterminio que mantienen entre ellos, a lo que se debe atribuir su decrecimiento rápido. Ellos llevan tan lejos esos dos excesos, que se puede predecir, con certeza, que antes de un siglo habrán desaparecido completamente de esta parte del globo. La obra de M. Schoolcraft (titulada Travels in the central portions of the Mississipi valley, publicado en Nueva York, el año 1825) está repleta de detalles curiosos sobre estos propietarios primitivos del Nuevo Mundo; será más buscada en tanto que es, por decirlo así, la historia del último periodo de existencia de un pueblo que se perderá [texto francés].` Revista Enciclopédica, tom. 28, noviembre de 1825, pág. 444.”  (N. del A.)

[63] Cfr. Virgilio, Eneida, III, v. 225 y ss.: «Mas de pronto con espantoso salto de los montes se presentan / las harpías y baten con estridencia sus alas, / y nos roban la comida y ensucian todo con su contacto / inmundo, y un grito feroz entre el olor repugnante.» (ed. cit., pág. 83)

[64] Lucrecia: Esposa del cónsul romano Tarquino, se suicidó por honor, tras ser violada por Sexto; Virginia fue asesinada por su padre para que no fuera violada por el decenviro Apio Claudio; las hijas de Ereteo se inmolaron libremente para aplacar la ira de Neptuno contra su padre; Ifigenia, hija de Agamenón, fue sacrificada por su padre, en honor de Artemisa, para que esta cambiara la dirección de los vientos, de modo que los barcos contra Troya pudieran zarpar; Codro, rey ateniense, se sacrificó por la victoria de la patria en guerra; Meneceo, hijo de Creonte, fue sacrificado por su padre (o se inmoló libremente, según otras versiones) ante el asedio de los Siete Reyes que sufría Tebas; Curcio se arrojó desde el caballo a un abismo del foro, para aplacar la ira de los dioses; los Decios: Nombre que reciben tres romanos que se sacrificaron por la victoria de Roma; Alcestes: Esposa de Admeto, rey de Tesalia, que ofreció su vida a los dioses en lugar de la de su esposo.

[65] “Este hecho es real.” (N. del A.)

X. DIÁLOGO DE UN FÍSICO Y DE UN METAFÍSICO [66]

FÍSICO. ¡Eureka!, ¡eureka! [67]

METAFÍSICO. ¿Qué hay?, ¿qué has encontrado?

FÍSICO. El arte de vivir largamente. [68]

METAFÍSICO. ¿Y este libro que traes?

FÍSICO. En él lo explico; y, gracias a este descubrimiento, si los demás vivirán mucho tiempo, yo viviré, por lo menos, eternamente, quiero decir que alcanzaré gloria inmortal.

METAFÍSICO. Sigue mi consejo: busca una cajita de plomo, esconde allí este libro, entiérrala, y antes de morir, no te olvides de indicar el lugar, para que se pueda ir allí y sacar el libro cuando se haya encontrado el arte de vivir felizmente.

FÍSICO. ¿Y entretanto?

METAFÍSICO. Entretanto no servirá para nada. Más lo estimaría si expusiera el arte de vivir poco.

FÍSICO. Ese ya se conoce desde hace tiempo, y no fue difícil encontrarlo.

METAFÍSICO. De todas formas, lo estimo más que el tuyo.

FÍSICO. ¿Por qué?

METAFÍSICO. Porque, si la vida no es feliz, y hasta ahora no lo ha sido, mejor nos resulta tenerla breve que larga.

FÍSICO. ¡Oh, esto no!, pues la vida es un bien por sí misma, y cada uno la desea y la ama por naturaleza.

METAFÍSICO. Así creen los hombres, pero se engañan, como se engaña el vulgo al pensar que los colores son una cualidad de los objetos, cuando no son de ellos, sino de la luz. Digo que el hombre no desea ni ama sino la propia felicidad. Por ello, no ama la vida, sino en cuanto la considera instrumento y materia de dicha felicidad. De ese modo, viene a amar esta y no aquella, aunque muy a menudo le atribuye a una el amor que siente por la otra. Es verdad que este error y el de los colores son los dos naturales. Pero que el amor a la vida no es natural en los hombres, o si queremos decirlo de otro modo, que no es necesario, se ve en que muchísimos en los tiempos antiguos eligieron morir pudiendo vivir, y muchísimos en nuestro tiempo desean la muerte en diversos casos, y algunos se matan con su propia mano. Cosas que no podrían suceder si el amor a la vida en sí mismo fuera naturaleza del hombre.  Al ser natural en todo individuo el amor a la propia felicidad, antes se caería el mundo, que no que ellos dejaran de amarla y de buscarla a su manera. Que, además, la vida sea un bien por sí misma, espero que tú me lo demuestres, con razones físicas o metafísicas o procedentes de cualquier disciplina. En cuanto a mí, digo que la vida feliz sería un bien sin duda, pero en tanto que feliz, no en tanto que vida. La vida infeliz, para el ser infeliz, es un mal; y dado que la naturaleza, al menos la de los hombres, hace que la vida y la infelicidad no se puedan separar, examina tú mismo lo que se deduce.

FÍSICO. Por favor, dejemos este tema, que es demasiado melancólico, y, sin tantas sutilezas, respóndeme sinceramente. Si el hombre viviera y pudiera vivir eternamente, digo sin morir y no después de muerto, ¿crees que no le gustaría?

METAFÍSICO. A una pregunta fabulosa, responderé con una fábula, tanto más cuanto que nunca he vivido eternamente, así que no puedo responder de acuerdo con la experiencia; ni he hablado con ninguno que fuese inmortal; excepto en las fábulas, no encuentro noticias de personas de tal especie. Si estuviera aquí presente el conde Cagliostro, [69]  quizás nos podría orientar un poco, al haber vivido bastantes siglos, aunque, ya que luego murió como los demás, no parece que fuera inmortal. Te diré, pues, que el sabio Quirón, [70]  que era un dios, con el paso del tiempo se aburrió de la vida y tomó licencia de Júpiter para poder morir, y murió. [71] Entonces, piensa, si la inmortalidad les desagrada a los dioses, ¿qué no ha de suscitar en los hombres?  Los hiperbóreos, [72]  pueblo desconocido pero famoso, hasta los cuales no se puede llegar ni por tierra ni por agua, ricos en todo bien y, especialmente, en hermosos asnos, con los cuales suelen hacer hecatombes, a pesar de que pueden, si no me engaño, ser inmortales, pues no padecen enfermedades ni fatigas ni guerras ni discordias ni carestías ni vicios ni culpas, sin embargo, mueren todos, porque al cabo de mil años de vida, más o menos, cansados de la tierra, saltan espontáneamente al mar desde una roca y se ahogan. [73]  Añade esta otra fábula. Los hermanos Bitón y Cleobis, un día de fiesta en el que las mulas del carro de su madre, sacerdotisa de Juno, no estaban preparadas, las sustituyeron, y, cuando llegaron al templo, la madre suplicó a la diosa que pagara la piedad de sus hijos con el mayor bien que pudiera llegarles a los hombres. Juno, en lugar de hacerlos inmortales, como habría podido hacer, y entonces era costumbre, hizo que ambos poco a poco se murieran en ese mismo instante. Algo similar les sucedió a Agamedes y a Trofonio. Acabado el templo de Delfos, le pidieron a Apolo que les pagara, y este les respondió que les pagaría en siete días, y que entre tanto se dedicaran a las francachelas por cuenta de ellos. La séptima noche les mandó un dulce sueño del que aún tienen que despertarse, y recibida esta recompensa, no pidieron otra. Pero, ya que estamos con fábulas, he aquí otra, en torno a la cual te quiero plantear una cuestión. Sé que hoy tus semejantes creen firmemente que la vida humana, en cualquier lugar habitado y bajo cualquier cielo, dura por naturaleza, excepto pequeñas diferencias, la misma cantidad de tiempo, considerando cada pueblo en general. Pero algún excelente antiguo[74]  cuenta que los hombres de algunas partes de la India y de Etiopía no viven más de cuarenta años, y que quien muere a esa edad muere viejísimo, y que las niñas de siete años ya están en edad de casarse.  Sabemos que esto último, más o menos, se verifica en Guinea, en Decán y en otros lugares de la zona tórrida. Así, suponiendo que sea verdad que haya una o más naciones en las que los hombres no sobrepasen regularmente los cuarenta años, y que eso sea por naturaleza y no por otras razones, como creyeron los hotentotes, te pregunto, ¿te parece, teniendo en cuenta esto, que dichos pueblos son más miserables o más felices que los demás?

FÍSICO. Más miserables, sin duda, pues mueren antes.

METAFÍSICO. Pues por la misma razón creo yo lo contrario. Pero en esto no consiste la cuestión. Atiende un poco. Yo negaba que la simple vida, es decir, el simple sentimiento de existir, fuera algo digno de ser amado o deseado por naturaleza. Pero lo que quizás con mayor dignidad se llama también vida, quiero decir, la eficacia y la abundancia de sensaciones es naturalmente amado y deseado por todos los hombres, porque cualquier acción o pasión intensa y fuerte, con tal de que no nos resulte desagradable o dolorosa, solo por ser intensa y fuerte nos resulta grata, incluso si carece de cualquier otra cualidad deleitable. Así, en aquella especie de hombres cuya vida se consumiera por naturaleza en el espacio de cuarenta años, es decir, en la mitad del tiempo destinado por la naturaleza a los demás hombres, esa vida sería en cada uno de sus momentos el doble de intensa que la nuestra, porque, al deber ellos crecer y alcanzar la perfección y, de igual modo, marchitarse y morir en la mitad de tiempo, las operaciones vitales de su naturaleza, en proporción a esta celeridad, tendrían en cada instante el doble de fuerzas con respecto a lo que sucede en los demás; e incluso sus acciones voluntarias, su movimiento y vitalidad extrínseca se corresponderían con esta mayor eficacia. Por tanto, ellos tendrían en menor espacio de tiempo la misma cantidad de vida que tenemos nosotros, la cual, al distribuirse en menor número de años, bastaría para colmarlos, o les dejaría pequeños vacíos, mientras que, en un espacio de tiempo doble, no basta. Y sus actos y sus sensaciones, al ser más fuertes y al estar recogidos en un círculo más estrecho, serían suficientes para ocupar y vivificar todo su tiempo, mientras que en el nuestra, mucho más largo, quedan abundantísimos y grandes intervalos vacíos de toda acción y afecto vigoroso. Y ya que no el simple existir, sino solo el ser feliz es deseable, y que la buena o mala suerte de quien quiera que sea no se mide por el número de días, concluyo que la vida de esas naciones, que cuanto más breve es, tanto menos pobre es en placeres o en aquello que así es llamado con este nombre, sería preferible a la nuestra, e incluso a aquélla de los primeros reyes de Asiria, de Egipto, de China, de la India y de otros países, quienes vivieron, para volver a las fábulas, miles de años. Por ello, no solo yo no me preocupo de la inmortalidad y me contento con dejársela a los peces, a los cuales se la atribuye Leewenhoek, siempre que no se los coman los hombres o las ballenas, sino que, en lugar de retardar o interrumpir la actividad vegetativa de nuestro cuerpo para alargar la vida, como propone Maupertuis, yo quisiera que la aceleráramos de tal modo que nuestra vida se redujera a la de los insectos llamados efímeros, de los que se dice que los más viejos no llegan a la edad de un día y, a pesar de ello, mueren bisabuelos y tatarabuelos. En este caso, considero que no nos quedaría tiempo para el aburrimiento. ¿Qué piensas de este razonamiento?

FÍSICO. Pienso que no me convence. Y que si tú amas la metafísica, yo me atengo a la física, quiero decir que si tú consideras esto por lo sutil, yo lo considero en general; y con ello estoy satisfecho. Por ello, sin usar el microscopio, juzgo que la vida es más hermosa que la muerte, y le doy la manzana a aquélla, mirándolas vestidas a las dos.

METAFÍSICO. Así lo considero también yo. Pero, cuando recuerdo la costumbre de aquellos bárbaros que cada día infeliz de sus vidas arrojaban una piedrecilla negra en un estuche, y cada día feliz, una blanca,[75] pienso qué pequeño número de blancas se encontraría verosímilmente en aquellas aljabas a la muerte de cada uno, y qué gran multitud de negras.  Y deseo ver ante mí todas las piedrecillas de los días que me quedan y, después de separarlas, poder arrojar todas las negras y restarlas de mi vida, reservándome solo las blancas, aunque sé que no formarían un gran cúmulo, y que serían de un blanco turbio.

FÍSICO. Muchos, por el contrario, incluso si todas las piedrecillas fueran negras, e incluso más negras que el azabache, quisieran poder añadir algunas, aun del mismo color, porque creen firmemente que ninguna piedrecilla será tan negra como la última. Y estos, a cuyo número pertenezco yo, podrán, en efecto, añadir muchas piedrecillas a sus vidas con el arte que se expone en este libro.

METAFÍSICO. Que cada cual piense y obre a su gusto, pues incluso la muerte no dejará de actuar a su modo. Pero, si tú quieres, al prolongar la vida de los hombres, ayudarlos de verdad, descubre un arte por el que se multipliquen la cantidad y la intensidad de sus sensaciones y de sus acciones. De ese modo, acrecentarás precisa-mente la vida humana, y llenando aquellos desmesurados intervalos de tiempo en los que nuestro ser dura más que vive, te podrás jactar de prolongarla. Y eso sin ir en busca de lo imposible o de usar la violencia en la naturaleza, antes secundándola. ¿No te parece que los antiguos vivieron más que nosotros, dado que con los graves y continuos peligros que solían correr morían por lo común antes? Y les harás un gran beneficio a los hombres, cuya vida fue siempre, no diré feliz, sino tanto menos infeliz cuanto más turbulentamente agitada y más ocupada, sin dolor ni malestar. Pero, llena de ocio y de tedio, que es como decir vacía, da lugar a que se crea verdadera aquella sentencia de Pirrón, que entre la vida y la muerte no hay diferencia. Cosa que si yo la creyera, te juro que la muerte me espantaría mucho. Pero, en fin, la vida debe ser vida, es decir, verdadera vida, o la muerte la supera incomparablemente en valor.

 

[66] Compuesto en Recanati, entre el 14 y el 19 de mayo de 1824.

[67]  «Famosas palabras de Arquímedes, cuando encontró el modo de conocer el robo realizado por el orfebre que fabricó la corona votiva del rey Hierón.» (N. del A.)

[68] «Las intenciones de este arte se podrán, en efecto, no sé si aprender, pero sí estudiar en diversos libros, tanto modernos como antiguos, como, por ejemplo, en las Lecciones del arte de prolongar la vida humana escritas, en nuestros tiempos, en alemán por el Sr. Hufeland, que también han sido traducidas y publicadas en Italia. Un nuevo modo de adulación fue la de Tommaso Giannotti, médico de Rávena, apodado el filólogo y famoso en sus tiempos, que escribió en el año 1550 a Julio III, quien subió al pontificado ese mismo año, un libro De vita hominis ultra CXX annos protrahenda, muy a propósito de los Papas, como aquéllos que, cuando comienzan a reinar, suelen ser de avanzada edad. Sería un libro digno de risa, si no fuera oscurísimo. Dice el médico que lo escribió con el fin, principalmente, de prolongar la vida del nuevo pontífice, necesaria para el mundo, y que fue impulsado a escribirlo por dos cardenales, que deseaban mucho el mismo efecto. En la dedicatoria, vives igitur, dice, beatissime pater, ni fallor, diutissime. Y en el cuerpo de la obra, habiendo buscado un capítulo entero cur Ponfificum supremorum nullus ad Petri annos pervenerit, titula del modo siguiente otro: Iulius III papa videbit annos Petri el ultra; huius libri, pro longaeva hominis vita ac chistianae religionis commodo, immensa utilitate. Pero el papa murió cinco años después, a la edad de sesenta y siete años. Por lo que se refiere a sí mismo, el médico prueba que si por casualidad no sobrepasa o no alcanza los ciento veinte años, no será por su culpa, y que, por ello, no se deberán despreciar sus reglas. Concluye el libro con una receta titulada Iulii III vitae longaevae ac semper sanae consilium.» (N. del A.)

[69] Giuseppe Balsamo, llamado Alessandro, conde de Cagliostro (1743-1795). Médico siciliano y célebre aventurero relacionado con la masonería. Recorrió Oriente y casi todas las ciudades de Europa, pregonando sus secretos medicinales, especialmente «el agua de la juventud».

[70] Centauro hijo de Cronos que, tras ser herido accidentalmente por Heracles con una flecha envenenada, cedió su inmortalidad a Prometeo.

[71] ”Véase Luciano, Dial.  Menip. et Chiron. opp. tom. 1, p. 514” (N. del A.)

[72] Pueblo mítico del que se decía que habitaba feliz, al Norte, en un lugar inaccesible.

[73] “Píndaro, Pyth. Od. 10, v. 46 y ss. Estrabón, lib.15, p. 710 y ss.  Mela, lib. 3, cap. 5. Plinio, lib. 4, cap.12 al final.” (N. del A.)

[74]  “Plinio, lib. 6, cap. 30; lib. 7, cap. 2. Arriano, Indic., cap. 9.” (N del A.)

[75]  Suidas, voc.  Leukh hmera.” (N. del A.)

XI.  DIÁLOGO DE TORCUATO TASSO Y DE SU GENIO FAMILIAR[1]

Tuvo Torquato Tasso, durante el tiempo de la enfermedad de su mente, una opinión similar a la famosa de Sócrates, a saber, creyó ver de vez en cuando un espíritu bueno y amigo, y tener con él muchas y largas conversaciones. Así lo leemos en la vida de Tasso descrita por Manso, quien se encontró presente en uno de estos coloquios o soliloquios, según queramos llamarle.

GENIO. ¿Cómo estás, Torcuato?

TASSO. Sabes muy bien cómo se puede estar en una prisión y con las dificultades hasta el cuello.

GENIO. Vamos, después de la cena no es el momento de lamentarse. Ten ánimo, y riamos juntos.

TASSO. Soy poco hábil en eso. Pero tu presencia y tus palabras siempre me consuelan. Siéntate junto a mí.

GENIO. ¿Que me siente? Eso no es fácil para un espíritu. Pero hazte cuenta ya de que estoy sentado.

TASSO. Ay, si pudiera volver a ver a mi Eleonora. Cada vez que ella vuelve a mi mente, siento un estremecimiento de alegría que, desde la cima de la cabeza, se extiende hasta la última punta del pie, y no queda en mí nervio ni vena que no se turbe. A veces, pensando en ella, se me reavivan en el ánimo ciertas imágenes y ciertos afectos, tales que, durante ese poco tiempo, me parece ser aún aquel Torcuato que fui antes de conocer las desgracias y a los hombres, y que ahora, muerto, lo lloro tanto. En verdad, diría que el contacto con el mundo y la experiencia de los sufrimientos suelen enterrar y adormecer dentro de nosotros a aquel ser primero que fuimos, el cual, de vez en cuando, se despierta por poco tiempo, con menor frecuencia conforme avanza la edad, pues cada vez se retira más hacia lo más íntimo y cae en un sueño mayor que el anterior, hasta que muere, a pesar de que permanezcamos vivos. En fin, me maravilla que el pensamiento de una mujer tenga tanta fuerza para renovarme, por así decirlo, el alma, y para hacerme olvidar tantas calamidades. Y, si no fuera porque ya no tengo la esperanza de volver a verla, creería que aún no había perdido la facultad de ser feliz.

GENIO. ¿Cuál de entre estas dos cosas estimas más dulce, ver a la mujer amada o imaginarla?

TASSO. No sé. Cierto que, cuando estaba presente, me parecía una mujer; de lejos, me parecía y me parece una diosa.

GENIO. Estas diosas son tan benignas, que cuando uno se les acerca, de pronto esconden su divinidad, se desprenden de los rayos que llevan a su alrededor y se los meten en los bolsillos, para no cegar al mortal que se les pone delante.

TASSO. Desgraciadamente dices la verdad. Pero ¿no te parece una penas que las mujeres, en la experiencia, resulten tan diferentes a como las imaginábamos?

GENIO. No sé qué culpa tengan de ello, de que sean de carne y hueso, mejor que de ambrosía y néctar. ¿Qué hay mundo que tenga una mínima sombra o una milésima parte de la perfección que pensáis que tiene que haber en las mujeres? Y además me extraña que, no maravillándoos de que los hombres sean hombres, es decir, criaturas poco laudables y poco amables, no sepáis después comprender cómo es que las mujeres, de hecho, no son ángeles.

TASSO. A pesar de todo, me muero del deseo de volver a verla y de volver a hablarle.

GENIO. Vamos, esta noche en sueño te la pondré delante: hermosa, como en la juventud, y tan gentil, que te animarás a hablarle con más franqueza y libertad con que nunca antes lo hayas hecho. Es más, al final, le estrecharás la mano; y ella, mirándote fijamente, te hará sentir una dulzura tal, que te vencerá; y a lo largo de todo el día venidero, cada vez que te sobrevenga este sueño, sentirás palpitar tu corazón de ternura.

TASSO. ¡Gran consuelo, un sueño en lugar de la verdad!

GENIO. ¿Qué es la verdad?

TASSO. Pilatos no lo supo menos que yo. 

GENIO. Bien, responderé por ti. Entiende que entre la verdad y el sueño la diferencia que hay es que este puede ser, alguna vez, mucho más hermoso y más dulce que aquella.

TASSO. Entonces, ¿un deleite soñado vale tanto como un deleite verdadero?

GENIO. Eso creo. Es más, he oído hablar de alguien que cuando la mujer que ama se le representa en un dulce sueño, a lo largo de todo el día siguiente evita encontrársela y volver a verla, sabiendo que ella no podría soportar la comparación con la imagen que el sueño le ha dejado impresa, y que la verdad, al borrarle de la mente lo falso, lo privaría del deleite extraordinario que aquel le suscita. Por ello, no hay que condenar a los antiguos, mucho más solícitos, atentos e industriosos que vosotros en toda suerte de goce posible en la naturaleza humana, porque tuvieran la costumbre de procurarse de varios modos la dulzura y la alegría de los sueños; ni hay que reprender a Pitágoras por haber prohibido comer habas, consideradas contrarias a la tranquilidad de los mismos sueños y capaces de enturbiarlos; [2] y hay que excusar a los supersticiosos que, antes de acostarse, solían orar y hacer libación a Mercurio, quien guía a los sueños, para que se los proporcionara plácidos, y cuya imagen tenían tallada, para este fin, en los pies del lecho. [3] Así, no encontrando nunca la felicidad en la vigilia, se las ingeniaban para ser felices durmiendo; y creo que, en parte y de algún modo, lo eran y que de Mercurio eran oídos más que de otros dioses.

TASSO. Por tanto, dado que los hombres nacen y viven solo para el placer y dado que el placer solo o mayormente existe en los sueños, ¿convendrá que nos determinemos a vivir para soñar, a lo que yo en verdad no me puedo reducir?

GENIO. Ya te has reducido y determinado, pues vives y consientes vivir. ¿Qué es el placer?

TASSO. No tengo tanta práctica como para saberlo.

GENIO. Nadie lo conoce por la práctica, sino por la especulación, porque el placer es una materia de especulación y no de la realidad; un deseo, no un hecho; un sentimiento que el hombre concibe en su pensamiento y no experimenta; o mejor aún, un concepto, no un sentimiento. ¿No os percatáis de que en el momento de cualquier deleite, aunque deseado infinitamente y buscado con fatigas y molestias indecibles, al no poder contentaros con el gozo recibido, estáis siempre esperando un gozo mayor y más verdadero, en el que consista, en suma, ese placer; y de que continuamente os adelantáis a los instantes venideros de ese mismo deleite? Este acaba siempre antes de que llegue el instante que os satisfaga, y no os deja más que la esperanza ciega de gozar mejor y más verdaderamente en otra ocasión, y el consuelo de fingir y de contaros a vosotros mismos que habéis gozado al contárselo a los demás, no solo por ambición, sino para ayudaros a convenceros a vosotros mismos. Por ello, quienquiera que consiente en vivir no lo hace, en sustancia, sino para este efecto y no con ninguna otra utilidad que soñar, o mejor, creer que gozará o que ha gozado, cosas, ambas, falsas y fantásticas.

TASSO. ¿No pueden los hombres creer nunca que gozan en el presente?

GENIO. Cuando lo creyeran, gozarían de hecho. Pero, cuéntame tú si en algún instante de tu vida recuerdas haber dicho con total sinceridad y fe: «yo gozo». A lo largo de todo el día lo que dijiste y dices sinceramente es «gozaré», y algunas veces, pero con una sinceridad menor, «he gozado». Así, el placer es siempre o pasado o futuro, y nunca presente.

TASSO. Que es como decir que no existe nunca.

GENIO. Eso parece.

TASSO. Incluso en los sueños.

GENIO. Si se habla con propiedad.

TASSO. Y, sin embargo, el objeto y el propósito de nuestra vida, no solo esencial, sino único, es el placer mismo, entendiendo por placer la felicidad que debe en efecto ser placer, proceda de donde proceda.

GENIO. Muy cierto.

TASSO. De lo que se deduce que nuestra vida, al fallar siempre su fin, es siempre imperfecta y, por tanto, vivir es, por naturaleza, un estado violento.

GENIO. Quizás.

TASSO. Puede que yo no lo entienda. Entonces, ¿por qué vivimos? Quiero decir, ¿por qué consentimos vivir?

GENIO. ¡Y yo qué sé! Mejor lo sabréis vosotros, que sois hombres.

TASSO. Te juro por mí que no lo sé.

GENIO. Pregúntales a algunos de los más sabios, y quizás encuentres a alguien que te resuelva esta duda.

TASSO. Eso haré. Pero, en verdad, esta vida que yo llevo es toda un estado violento, porque, incluso dejando al margen los dolores, solo el tedio me mata.

GENIO. ¿Qué es el tedio?

TASSO. En esto no me falta la experiencia para satisfacer a tu pregunta. Me parece que el tedio es de la naturaleza del aire, el cual llena todos los espacios interpuestos entre todas las demás cosas materiales y todos los huecos de cada una de ellas y, allí donde un cuerpo se aleja y otro no se le une, allí llega él inmediatamente. Así, todos los intervalos de la vida humana interpuestos entre los placeres y los dolores son ocupados por el tedio. Y por eso, así como en el  mundo material, según los peripatéticos, no se da vacío alguno, tampoco en nuestra vida se da, excepto cuando la mente, por cualquier razón, deja de pensar. Todo el resto del tiempo, el ánimo, considerado en sí mismo y separado del cuerpo, contiene alguna pasión; así, el que está vacío de placer y de dolor, está lleno de tedio, el cual es también una pasión, al igual que el dolor y el deleite.

GENIO. Y, como todos vuestros deleites son de una materia similar a la de las telarañas, muy tenue y rala y trasparente, así como el aire penetra en estas, así el tedio penetra en aquellos por todas partes y los llena. Verdaderamente, por tedio no creo que se deba entender otra cosa que el deseo puro de la felicidad, no satisfecho por el placer y no ofendido abiertamente por el malestar. El buen deseo, como decíamos antes, no es nunca satisfecho; y el placer propiamente no se encuentra. Por consiguiente, la vida humana, por decirlo de algún modo, está compuesta y entretejida en parte por el dolor, en parte por el tedio, y de una de estas pasiones no reposa el hombre sino cayendo en la otra. Y este no es tu destino particular, sino el común a todos los hombres.

TASSO. ¿Qué remedio se podría encontrar contra el tedio?

GENIO. El sueño, el opio y el dolor. Y este es el más potente de todos, porque el hombre, mientras padece, no se aburre de ningún modo.

TASSO. Si esa es la medicina, me contento con aburrirme toda la vida. Pero, si incluso la variedad de las acciones, de las ocupaciones y de los sentimientos no nos libera del tedio, porque no nos crea un deleite verdadero, al menos lo alivia y lo mitiga. Pero yo, en esta prisión, separado de la compañía humana, privado de la posibilidad de escribir, reducido a contar, como por pasatiempo, los toques del reloj, a enumerar las vigas, las grietas y agujeros del techo, a considerar el enlosado del pavimento, a entretenerme con las mariposas y con los mosquitos que giran por la habitación, a vivir casi todas las horas del mismo modo, no tengo nada que merme algo la carga del tedio.

GENIO. Dime, ¿desde cuándo estás reducido a esta forma de vida?

TASSO. Desde hace bastantes semanas, como sabes.

GENIO. ¿No has sentido, del primer día a hoy, alguna diferencia en el fastidio que ella te suscita?

TASSO. En verdad que, al principio, era mayor, porque poco a poco la mente, no ocupada ni distraída por otra cosa, se me está acostumbrando a conversar consigo misma cada vez más y con mayor deleite que antes, y está adquiriendo una costumbre y una virtud tales para hablar consigo misma, e incluso para chismorrear, que en bastantes ocasiones me parece que tengo en la cabeza toda una reunión de personas que debaten; y cualquier ínfimo tema que se me presente en el pensamiento me basta para entablar conmigo mismo una gran charla.

GENIO. Esta costumbre, verás que se afirma y crece día tras día, de modo que, cuando luego vuelvas a tener la posibilidad de usarla con los hombres, te parecerá más simple estando en su compañía que en tu soledad.  Y este hábito, en este tenor de vida, no creas que es exclusivo de los que son semejantes a ti, los cuales ya están hechos a la meditación, sino que le sobreviene en más o menos tiempo a cualquiera. Además, el estar separado de los hombres y, por decirlo de algún modo, de la vida misma, tiene esta ventaja, que el hombre, cuando está saciado, advertido y desenamorado de las cosas humanas por la experiencia, poco a poco se acostumbra nuevamente a mirarlas desde lejos, desde donde parecen más hermosas y más dignas que cuando están cercanas, se olvida de su vanidad y de su miseria, y vuelve a formarse y casi a crearse el mundo a su manera, vuelve a apreciar, a amar y a desear la vida, por lo que, si en él quedan esperanzas de volver a la sociedad, se va nutriendo y deleitando, como lo hacía en la infancia. Por ello, la soledad cumple la función de la juventud o, ciertamente, rejuvenece el ánimo, refuerza y pone en funcionamiento la imaginación y renueva en el hombre experimentado los beneficios de aquella primera inexperiencia por la que tú suspiras. Yo te dejo, pues veo que el sueño se te avecina, y me voy a prepararte el sueño que te he prometido. Así, entre sueños y fantasías, irás consumiendo tu vida, con la única finalidad de consumirla, pues este es el único fruto que se puede obtener en el mundo y el único objeto que os deberíais proponer cada día al despertar. Muy a menudo necesitaréis arrastrarlo con los dientes, y bendito sea el día en que podáis traerlo detrás con las manos o llevarlo encima. Pero, en fin, tu tiempo no transcurre más lento en esta cárcel que el de quien te oprime, ya esté en salones o en jardines. Adiós.

TASSO. Adiós. Pero oye. Tu conversación me reconforta mucho. No es que interrumpa mi tristeza, pero esta, casi todo el tiempo, es como una noche oscurísima, sin luna ni estrellas, mientras que contigo se parece al atardecer, más grato que molesto. Por ello, para que yo pueda llamarte de ahora en adelante o encontrarte cuando te necesite, dime dónde sueles habitar.

GENIO. ¿Todavía no lo sabes? En cualquier licor generoso.

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[1] Compuesto en Recanati, entre el 1 y el 10 de junio de 1824. «Fue Torcuato Tasso, durante su enfermedad mental, de la opinión de Sócrates, es decir, creyó ver, de vez en cuando, a un espíritu bueno y amigo con el que mantenía muchas y largas conversaciones. Así leemos en La vida de Tasso escrita por Manso, quien estuvo presente en uno de estos coloquios o soliloquios, según lo queramos llamar.» (N. del A.)

[2] “Apolonio, Hist. Commentit, cap. 46; Cicerón, Sobre la Divinidad, lib. 1, cap. 30 y lib. 2, cap. 58; Plinio, lib. 18, cap. 12; Plutarco, Convival. Quaestion., lib. 8, quaest. 10; Dioscóride, De Materia Medica, lib. 2, cap. 127.” (N. del A.)

[3]  “Meursio, Exercitat. critic. par. 2, lib. 2, cap. 19.”  (N. del A.) En Ens., V, escribe: «Pseudo-Didimo llama a Mercurio oneiropompon, es decir, el que trae los sueños […], porque los antiguos esperaban de él sueños felices y, para conseguirlos, le hacían libaciones, como se lee en Homero, Heliodoro y el Escoliasta de Apolonio de Rodas, el cual añade que los antiguos solían ofrecer a Mercurio las lenguas de las víctimas. Se esculpía su imagen en los pies del lecho, por lo que éstos se llamaban en griego herminoi […], ya que Hermes, como se sabe, en ese idioma es Mercurio.» (N. del A.)

XII. DIÁLOGO DE LA NATURALEZA Y DE UN ISLANDÉS [4]

Un islandés que había recorrido la mayor parte del mundo y que había residido en tierras muy diversas, yendo una vez por el interior de África, al atravesar, por debajo de la línea equinoccial, un lugar nunca visitado por hombre alguno, sufrió algo similar a lo que le sucedió a Vasco de Gama al pasar el Cabo de Buena Esperanza, cuando el mismo Cabo, guardián de los mares australes, le hizo frente, en forma de gigante, para disuadirlo de que surcase esas aguas. [5]  Vio desde lejos un busto grandísimo que al principio imaginó que sería de piedra, como las hermas colosales que había visto, muchos años antes, en la isla de Pascua. Pero, al acercarse, se encontró con que era una figura desmesurada de mujer sentada en el suelo, con el busto erguido, y con la espalda y el codo apoyados en una montaña, y no fingida, sino viva; su rostro, entre hermoso y terrible, con ojos y cabellos, negrísimos, que lo miraba fijamente, y después de estar un buen rato sin hablar, finalmente le dijo:

NATURALEZA. ¿Quién eres?, ¿qué buscas en estos lugares donde tu especie era desconocida?

ISLANDÉS. Soy un pobre islandés que voy huyendo de la Naturaleza; y habiendo huido de ella durante casi todo el tiempo de mi vida por cien partes de la tierra, ahora huyo de ella por aquí.

NATURALEZA. Así huye la ardilla de la serpiente de cascabel, hasta que cae por sí misma en la garganta de esta. Yo soy de quien huyes.

ISLANDÉS. ¿La Naturaleza?

NATURALEZA. No otra.

ISLANDÉS. Lo siento con toda mi alma, y creo firmemente que mayor desgracia que esta no hubiera podido ocurrirme.

NATURALEZA. Bien podías haber pensado que yo frecuentaba especialmente estos lugares, donde no ignoras que se muestra mi poder mejor que en cualquier otra parte. Pero ¿qué te movía a huir de mí?

ISLANDÉS. Debes saber que yo desde la juventud, con poca experiencia, me persuadí y me esclarecí de la vanidad de la vida y de la estupidez de los hombres, los cuales combatiendo continuamente los unos con los otros para conseguir placeres que no deleitan y bienes que no benefician; soportando e causándose mutuamente infinitas preocupaciones e infinitas desgracias que oprimen y dañan de hecho, se alejan de la felicidad tanto más cuanto más la buscan. Por estas consideraciones, abandonando cualquier otro deseo, deliberé, sin molestar a nadie, sin intentar de modo alguno mejorar mi estado, sin enfrentarme a nadie por ningún bien del mundo, vivir una vida oscura y tranquila; y perdida la esperanza de gozar, como algo negado a nuestra especie, no me propuse otra cosa que mantenerme alejado de los sufrimientos. Con ello no intento decir que yo pensara abstenerme de las ocupaciones y de las fatigas corporales, pues bien sabes la diferencia que hay entre la fatiga y la incomodidad, entre vivir tranquilo y vivir ocioso. Y apenas puse en práctica esta resolución, supe de hecho lo vano que es pensar, si vivimos entre los hombres, que se puede, sin ofender a nadie, evitar que los demás nos ofendan; o cediendo siempre libremente y contentándonos con la más mínima cosa, conseguir que nos dejen cualquier lugar, y que esta nimiedad no nos sea disputada. Pero de la molestia de los hombres me liberé fácilmente separándome de la compañía de ellos y reduciéndome a la soledad, cosa que en mi isla natal se puede llevar a efecto sin dificultad. Hecho esto y viviendo sin casi ninguna imagen de placer, yo no podía mantenerme, sin embargo, sin sufrir,  pues la larga duración del invierno, la intensidad del frío, el ardor extremo del verano, que son característicos de aquel lugar, me atormentaban continuamente; y el fuego, cerca del cual era necesario que  pasara gran parte del tiempo, me secaba las carnes y me irritaba los ojos con el humo, de tal modo que, ni en la casa ni al aire libre, me podía librar de un perpetuo malestar. Tampoco podía conservar aquella tranquilidad de vida a la que principalmente se volvían mis pensamientos, pues las tempestades espantosas de tierra y mar, los rugidos y las amenazas del monte Ecla, el temor de los incendios, frecuentísimos en nuestras viviendas, como son las nuestras, hechas de madera, no dejaban nunca de turbarme. Incomodidades que, en una vida siempre conforme consigo misma y despojada de cualquier otro deseo y esperanza, y casi de cualquier otro cuidado, salvo el de estar tranquila, resultan muy duras, y mucho más graves de lo que suelen aparecer cuando la mayor parte de nuestro ánimo está ocupado en los pensamientos de la vida social y en las adversidades que provienen de los hombres. Por tanto, al ver que cuanto más me estrechaba y casi me contraía en mí mismo, con el fin de impedir que mi ser diera molestia ni daño a cosa alguna del mundo, menos lograba que las demás cosas no me inquietaran y atribularan; decidí cambiar de tierra y de clima, para ver si en alguna parte de la tierra era posible no ser ofendido no ofendiendo, y no sufrir no gozando. Y a esta deliberación me movió un pensamiento que tuve, que tal vez tú solamente hubieras destinado para el género humano un único clima de la tierra (como has hecho con los demás géneros de animales y con los de las plantas) y  unos lugares determinados, fuera de los cuales los hombres no podrían prosperar ni vivir sin dificultad y miseria, dificultad y miseria que no deberían, en este caso, serte imputadas a ti, sino solo a aquellos que hubieran despreciado y traspasado los límites prescritos por tus leyes para la vida humana. Por casi todo el mundo he buscado, y he conocido casi todos los países, respetando siempre mi propósito de no molestar a las demás criaturas, sino lo menos posible, y de procurar solo la tranquilidad de la vida. Pero me ha quemado el calor de los trópicos, me han helado los fríos polares, me han afligido los climas templados con la inconstancia del viento, me han angustiado las perturbaciones de los elementos por doquier. Muchos sitios he visto en los que no pasa ni un día sin que haya un temporal, que es como decir que tú, cada día, les das un asalto y una batalla verdadera a aquellos habitantes, los cuales nunca te han injuriado. En otros lugares, la serenidad ordinaria del cielo está compensada con la frecuencia de los terremotos, con la multitud y la furia de los volcanes, con el movimiento subterráneo de todo el país. Vientos y torbellinos desmesurados reinan en los lugares y en las estaciones que están tranquilas de otros furores del aire. Alguna vez he sentido que el techo se me venía encima por la cantidad de nieve caída; otra vez, por la abundante lluvia, he visto desaparecer bajo mis pies la misma tierra, que se abría; otras veces, he tenido que huir, con todo el aliento, de ríos que me perseguían, como si fuera culpable de alguna injuria hacia ellos. Muchos animales salvajes, que no fueron provocados por mí con ninguna ofensa, han querido devorarme, y envenenarme muchas serpientes; en diversos sitios, ha faltado poco para que los insectos me consumieran hasta los huesos. Dejo los peligros diarios que siempre acechan al hombre y que son infinitos, tantos que un filósofo antiguo[6]  no encuentra contra el temor otro remedio más válido que la consideración de que hay que temer todas las cosas. Ni siquiera las enfermedades me han perdonado, a pesar de que fui, como lo soy ahora, no digo templado, sino moderado en lo que se refiere a los placeres del cuerpo. Me suele maravillar muchísimo considerar que tú nos hayas infundido tanta y tan firme e insaciable avidez de placer, alejada del cual la vida es imperfecta pues está privada de lo que ella desea naturalmente; y por otra parte, que hayas ordenado que el uso de ese placer sea la cosa humana más nociva para las fuerzas y la salud del cuerpo, la más calamitosa por los efectos que tiene en cualquier persona, y la más contraria a la duración de la misma vida. Pero, de cualquier modo, absteniéndome casi siempre o totalmente del deleite, yo no he podido evitar caer en muchas y diversas enfermedades, algunas de las cuales me han puesto en peligro de muerte; otras, de perder el uso de algún miembro o de llevar, para siempre, una vida más miserable que la pasada, y todas, durante días y meses, me han oprimido el cuerpo y el alma con mil privaciones y mil dolores. Y, ciertamente, a pesar de que cada uno de nosotros siente, durante las enfermedades, padecimientos nuevos y desusados para él, y una infelicidad mayor a la habitual (como si la vida humana no fuera lo suficientemente miserable comúnmente), tú no le has dado al hombre, para compensarlo, épocas en las que su salud sea tan desbordante e insólita que le haga sentir algún deleite extraordinario por su cualidad y su grandeza. En los países cubiertos generalmente por la nieve, he estado a punto de perder la vista, como les sucede ordinariamente a los lapones en su patria. Por el sol y por el aire, elementos vitales, es más, necesarios para nuestra vida, y por tanto, tales que de ellos no podemos huir, somos continuamente injuriados: por el aire, con la humedad, con el rigor y con otras disposiciones; por el sol, con el calor y con la misma luz; tanto que el hombre no puede exponerse al uno o al otro sin tener que sufrir mayor o menor incomodidad y daño. En conclusión, yo no recuerdo haber pasado ni un solo día de la vida sin alguna pena, mientras que no podría contar los días que he pasado sin ni siquiera una sombra de gozo; por ello me doy cuenta de que tan destinados inexorablemente estamos al padecimiento como a la ausencia de goces, de que tan imposible nos resulta vivir tranquilos, sea del modo que fuere, como vivir intranquilos sin miseria. Así pues deduzco que tú eres enemiga declarada de los hombres y de los demás animales y de todas tus obras, pues ya nos insidias, ya nos amenazas, ya nos asaltas, ya nos hieres, ya nos sacudes, ya nos laceras, y siempre o nos ofendes, o nos persigues; y deduzco que, por costumbre o por disposición, eres el verdugo de tu propia familia, de tus hijos y, por decirlo así, de tu sangre y de tus entrañas. Por tanto, me he quedado sin esperanzas, al haber comprendido que los hombres dejan de perseguir a quien escapa o se oculta de ellos con voluntad verdadera de escapar y de ocultarse, y que tú, en cambio, por ninguna razón dejas de acecharnos hasta que nos oprimes. Ya veo que se me acerca la edad amarga y lúgubre de la vejez, verdadero y manifiesto mal, es más, cúmulo de males y miserias gravísimas, y comprendo, sin embargo, que esto no es accidental, sino que tu ley se lo ha destinado a todos los seres vivos, un final previsto por cada uno de nosotros desde la niñez, y para el que nos preparamos continuamente desde el quinto lustro, a través de una crudelísima decadencia y un debilitamiento no merecidos; así, apenas un tercio de la vida de los hombres está asignado a su crecimiento, unos pocos instantes a su madurez y perfección, y todo el resto a la decadencia y a todas las incomodidades que esta trae.

NATURALEZA. ¿Acaso te imaginabas que se hubiera hecho el mundo para vosotros? Ahora debes saber que en mis trabajos, órdenes y operaciones, excepto en escasísimas ocasiones, siempre tuve y tengo una intención muy distinta a la felicidad de los hombres o a la infelicidad. Si os ofendo, sean cuales sean el modo y el medio, no me doy cuenta sino rarísimas veces, del mismo modo que, por lo general, tampoco sé si os deleito y os beneficio. Yo no he hecho tales cosas, como creéis vosotros, ni acometo tales acciones para deleitaros o satisfaceros. Y finalmente, incluso si llegara el caso de que extinguiera a toda vuestra especie, yo no me percataría.

ISLANDÉS. Supongamos que alguien me invitara espontáneamente a su casa, insistiendo mucho, y que yo, para complacerlo, fuera. Que aquí me ofreciera una celda destrozada y ruinosa en la que yo estuviera siempre en peligro de ser aplastado, y húmeda, fétida, expuesta al viento y a la lluvia. Que él no se preocupara de entretenerme con ningún pasatiempo ni de ofrecerme ninguna comodidad, sino que, al contrario, apenas me suministrara lo necesario para sustentarme, y, además de eso, que permitiera que me insultaran, escarnecieran, amenazaran y golpearan sus hijos y demás familiares; que, querellándome con él de estos malos tratos, él me respondiera: “¿Quizás he construido esta casa para ti?, ¿acaso mantengo a mis hijos y a mi gente para que te sirvan? Tengo otras cosas en las que pensar, que no en entretenerte y preocuparme por ti”.  A lo que yo replicaría: “Mira, amigo, del mismo modo que no has hecho esta casa para mí, también tuviste la facultad de no invitarme. Pero, ya que libremente has querido que yo me aloje aquí, ¿no eres responsable de procurar, en la medida que puedas, que yo viva al menos sin angustia y sin peligro?” Lo mismo digo ahora. Sé bien que tú no has hecho el mundo al servicio del hombre. Es más, pienso que lo has hecho y ordenado expresamente para atormentarlos. Y entonces pregunto: ¿te he rogado yo que me pongas en este universo?, ¿me he entrometido aquí violentamente y contra tu voluntad? Pero, si por tu voluntad y sin mi conocimiento, y sin que yo pudiera ni aceptarlo ni rechazarlo, tú misma con tus manos me has colocado aquí, ¿no estás, pues, obligada, si no a tenerme alegre y contento en este reino tuyo, al menos a impedir que me atribulen y me hieran, y a que residir aquí no me dañe? Y esto que digo de mí, lo digo de todo el género humano, lo digo de los demás animales y de todas las criaturas.

NATURALEZA. Parece que no has pensado que la vida de este universo es un perpetuo círculo de producción y destrucción, unidas las dos de manera que continuamente cada una de ellas le sirve a la otra y para que se conserve el mundo, el cual, si cesara una de ellas, se disolvería. Por tanto, le resultaría perjudicial que existiera en él algo libre de sufrimientos.

ISLANDÉS.  Eso mismo oigo que dicen todos los filósofos. Pero, puesto que lo que es destruido, sufre, y que lo que destruye, no goza y al poco tiempo es destruido del mismo modo, dime lo que ningún filósofo sabe decirme, ¿a quién le place o a quién le satisface esta vida infelicísima del universo que se conserva gracias a los daños y a las muertes de todas las cosas que lo componen?

Mientras se decían estas cosas y otras similares, es sabido que aparecieron de improviso dos leones, tan destruidos y consumidos de inanición, que apenas tuvieron fuerza para comerse a aquel islandés, como hicieron, los cuales, habiéndose restablecido así un poco, sobrevivieron aquel día. Pero hay quienes niegan este caso y cuentan que, mientras el islandés hablaba, un viento ferocísimo se levantó y lo abatió por tierra y sobre él edificó un muy soberbio mausoleo de arena, bajo el cual, disecado perfectamente y convertido en momia, fue luego encontrado por ciertos viajeros y llevado al museo de no sé qué ciudad de Europa.

 

[4] Compuesto en Recanati, entre el 21 y el 30 de mayo de 1824.

[5] “Camoens, Lusiad., canto 5.” (N. del A.). En las octavas 39-40, Vasco de Gama se encuentra con dicho Cabo en forma de gigante, al que describe así: «No acababa, cuando una figura / se nos muestra en el aire, robusta y valerosa, /  de deforme y grandísima estatura; / el rostro sombrío, la barba escuálida, / los ojos hundidos, y la postura / temerosa y cruel, y el color terroso y pálido; / llenos de tierra y rizados los cabellos, / la boca negra, los dientes amarillos. // Tan grande era de miembros, que bien puedo / asegurar que este era el segundo / extrañísimo Coloso de Rodas, / que fue una de las siete maravillas. / Con tono de voz nos habla horrendo y fuerte, / que parecía salir del mar profundo. / Se nos estremecían las carnes y el cabello / a mí y a todos, sólo de oírlo y verlo.»

[6] ”Séneca, Natural. Quaestion.  lib. 6, cap. 2.” (N. del A.) En dicho capítulo, encontramos la sentencia «si no queréis temer nada, pensad que todo se ha de temer».

XIII. PARINI O SOBRE LA GLORIA [7]

CAPÍTULO PRIMERO

Giuseppe Parini fue en nuestros recuerdos uno de los poquísimos italianos que a la excelencia en las letras unieron la profundidad de los pensamientos y mucho conocimiento y práctica de la filosofía presente, cosas ahora tan necesarias para las letras amenas, que no se comprendería cómo estas se pueden separar de aquellas, si de ello no se vieran en Italia infinitos ejemplos. Fue asimismo, como es sabido, de una singular inocencia, piadoso con los infelices y con la patria, fiel a los amigos, noble de ánimo y constante frente a las adversidades de la naturaleza y de la fortuna que atormentaron toda su vida desgraciada y humilde, hasta que la muerte lo sacó de la oscuridad. Tuvo muchos discípulos, a los que les enseñaba primero a conocer a los hombres y sus cosas, y después, los deleitaba con la elocuencia y con la poesía. Entre ellos, a un joven de índole y entusiasmo increíbles en los buenos estudios, y de expectativa maravillosa, que habiendo llegado no mucho antes a su disciplina, se puso a hablarle del siguiente modo.

Tú buscas, oh hijo, aquella única gloria que, puede decirse, entre todas las demás, es la única que pueden alcanzar los hombres de nacimiento humilde, es decir, aquella a la que se llega a veces con la sabiduría y con los estudios de las buenas doctrinas y de las buenas letras. En primer lugar, no ignoras que esta gloria, aunque no fue descuidada por nuestros grandes antepasados, fue tenida en poco comparada con las otras, y bien has visto en cuántos lugares y con cuánto cuidado Cicerón, su ferviente y felicísimo seguidor, se excusó ante sus conciudadanos del tiempo y de la obra que él empleaba para procurarla, bien alegando que el estudio de las letras y de la filosofía no lo entibiaban en modo alguno en las tareas públicas, bien que, forzado por la iniquidad de los tiempos a abstenerse de mayores asuntos, esperaba consumir dignamente su ocio en aquellos estudios, y siempre anteponiendo a la gloria de sus escritos la de su consulado y la de las cosas hechas por él en beneficio de la república. Y verdaderamente, si el tema principal de las letras es la vida humana, y la primera intención de la filosofía, ordenar nuestros actos, cierto es que obrar es tanto más digno y más noble que meditar o escribir, cuanto es más noble el fin que el medio, y cuanto las cosas y las personas importan más que las palabras y los razonamientos. Es más, la naturaleza no ha destinado ningún ingenio a los estudios; ni el hombre nace para escribir, sino para hacer. Por ello, vemos que la mayor parte de los escritores excelentes y máxime de los poetas ilustres de este mismo tiempo, como por ejemplo Vittorio Alfieri, se sintió extraordinariamente inclinada por las grandes acciones, pero, al repugnarles a estas nuestro tiempo, y al verse ellos quizás desfavorecidos por sus propias fortunas, se dedicaron a escribir grandes cosas. Y no están propiamente capacitados para escribir sobre ellas los que no tienen disposición ni virtudes para hacerlas. Y fácilmente puedes apreciar que en Italia, donde a casi todos les resultan ajenos los hechos egregios, son pocos los que alcanzan una fama duradera con la escritura. Pienso que la antigüedad, especialmente romana o griega, puede representarse convenientemente tal como fue esculpida en Argos la estatua de Telesilla, poetisa, guerrera y salvadora de la patria, a la que representaban con un yelmo en la mano que miraba fijamente, mostrando así que le complacía, queriendo llevárselo a la cabeza, y con algunos volúmenes a los pies, casi descuidados por ella, como pequeña parte de su gloria.[8]

Pero entre nosotros los modernos, excluidos comúnmente de cualquier otro camino de celebridad, los que se encaminan a los estudios muestran en su elección la mayor grandeza de ánimo que hoy pueda mostrarse, y no tienen necesidad de excusarse con su patria. De modo que, en cuanto a la magnanimidad, alabo sumamente tu propósito. Pero, puesto que este camino, como el que no es natural en los hombres, no puede seguirse sin perjuicio del cuerpo, ni sin multiplicar de diferentes maneras la infelicidad natural de la propia alma; por ello, ante todo, considero  que es conveniente y necesario, no menos por mi dedicación que por el gran amor que mereces y que siento por ti, hacerte saber tanto las diferentes dificultades que se interponen en la consecución de la gloria a la que aspiras, y también el fruto que ella podrá darte en el caso de que la alcances, de acuerdo con lo que hasta ahora he podido conocer con la experiencia o con el pensamiento; de modo que, midiendo tú mismo, por un lado, cuánta es la importancia y cuánto es el valor del fin y cuánta la esperanza de conseguirlo, y por otro lado, los daños, las fatigas y las molestias que ocasiona su búsqueda (de lo que te hablaré claramente en otra ocasión), tú puedas, con pleno conocimiento, considerar y resolver si te conviene más seguir o volverte a otro camino.

CAPÍTULO SEGUNDO

Aquí, al principio, podría extenderme detenidamente sobre las emulaciones, las envidias, las censuras acerbas, las calumnias, las parcialidades, las prácticas y las intrigas ocultas y manifiestas contra tu reputación, y los demás infinitos obstáculos que la maldad de los hombres sembrará en el camino que has emprendido. Obstáculos que, siempre dificilísimos de superar, a menudo insuperables, hacen que a más de a un escritor, no solo durante la vida, sino incluso después de la muerte, se le niegue totalmente el honor que se le debe. Pues el que ha vivido sin fama por el odio o la envidia ajenos, una vez muerto, se queda en la oscuridad por olvido; pudiendo suceder difícilmente que la gloria de alguien nazca o resurja en el tiempo en que,  fuera de las cartas por sí mismas inmóviles y mudas, nada se preocupa por ella. Pero quiero dejar aparte las dificultades que nacen de la malicia de los hombres, pues de ello han escrito abundantemente muchos a los que podrás recurrir. Tampoco tengo la intención de contar los impedimentos que tienen su origen en la fortuna particular del escritor o incluso el simple azar o ligerísimas causas, los cuales no raramente hacen que algunos escritos dignos de suma alabanza y fruto de sudores infinitos sean perpetuamente excluidos de la celebridad o, si han gozado de breve luz, caigan y se borren completamente de la memoria de los hombres, mientras que otros escritos, ya inferiores en valor, ya no superiores a aquellos, alcanzan y conservan gran honor. Te expondré solo las dificultades y los inconvenientes que, sin intervención de la maldad humana, disputan vigorosamente el premio de la gloria no a uno o a otro de modo extraordinario, sino ordinariamente, a la mayor parte de los grandes escritores.

Bien sabes que nadie se hace digno de este título ni se encamina a una gloria estable y verdadera, si no es a través de obras excelentes y perfectas o próximas, de algún modo, a la perfección. Así, tienes que atender a una sentencia muy verdadera de un escritor nuestro lombardo; me refiero al autor de El Cortesano,[9] a saber, «raras veces sucede que quien no está acostumbrado a escribir, por muy erudito que sea, pueda conocer perfectamente las fatigas y los trabajos de los escritores, ni gozar la dulzura y la excelencia de los estilos y las íntimas advertencias que a menudo se encuentran en los antiguos«. Y aquí primero piensa qué pequeño número de personas tiene la costumbre y el arte de escribir; y por tanto, de qué pocos hombres, presentes o futuros, puedes, de algún modo, esperar esa estimación magnífica que has decidido que sea el fruto de tu vida. Además de eso, considera cuánta es la fuerza del estilo en las escrituras, de cuya virtud principalmente y de cuya perfección depende la perpetuidad de las obras que se encuadran en cierto modo en el género de las letras amenas.  Y muy a menudo sucede que, si tú despojas de su estilo a una escritura famosa de la que pensabas que casi todo su valor estaba en el contenido, la reduces a tal estado que no te parece de estima alguna. Pues la lengua forma tanta parte del estilo, es más, está tan unida a él, que difícilmente se pueden juzgar una de estas dos cosas separada de la otra; continuamente ambas se confunden, no solo en las palabras de los hombres, sino asimismo en el pensamiento; y mil cualidades y mil valores o defectos, apenas y quizás en modo alguno, ni con el más sutil y cuidadoso análisis, se pueden distinguir y asignar a una u otra cosa, pues son comunes e inherentes a ambas. Mas, ciertamente, ningún extranjero está, volviendo a las palabras de Castiglione, acostumbrado a escribir elegantemente en tu lengua. Por ello, el estilo, parte tan importante y relevante de la escritura, y algo de inexplicable dificultad y trabajo, tanto para aprender su íntimo y perfecto artificio, como para ejercitarlo, una vez aprendido, no tiene propiamente más jueces, ni más oportunos críticos, ni personas más aptas para alabarlo según se merece, que quienes en una única nación del mundo tienen la costumbre de escribir. Y con respecto a todo el resto del género humano, esas inmensas dificultades y fatigas soportadas con respecto al estilo resultan, en buena o quizás en la mayor parte, inútiles y sembradas en el viento. Omito la infinita variedad de juicios y de inclinaciones de los literatos, que hace que el número de las personas capaces de sentir las cualidades encomiables de este o de aquel libro se reduzca a mucho menos.

Pero quiero que tengas por cierto que, para conocer perfectamente los valores de una obra perfecta o próxima a la perfección y merecedora verdaderamente de la inmortalidad, no basta con estar acostumbrado a escribir, sino que es necesario que se sepa escribir con tanta perfección como el mismo escritor que se va a juzgar. Por ello, la experiencia te mostrará que, según vayas conociendo más íntimamente esas virtudes en las que consiste escribir perfectamente y las dificultades infinitas que se sufren para conquistarlas, aprenderás mejor el modo de superar las unas y de alcanzar las otras, de tal modo que ningún intervalo ni ninguna diferencia habrá entre conocerlas y aprender y poseer ese estilo, es más, una y otra serán una misma cosa. Así, el hombre no llega a poder discernir y gozar cumplidamente la excelencia de los mejores escritores antes de adquirir la facultad de manifestarla en sus escritos, porque la excelencia ni se la conoce ni se la goza totalmente si no es a través del uso y del ejercicio propio, y casi, por decirlo así, una vez que uno se la ha comunicado a sí mismo. Y, antes de eso, nadie, en verdad, entiende qué y cómo es propiamente una escritura perfecta. Pero no entendiendo esto, no puede siquiera sentir la debida admiración por los escritores excelentes. Y la mayor parte de los que se dedican al estudio, escribiendo con facilidad y creyendo que escriben bien, tienen en verdad por establecido, aunque digan lo contrario, que escribir bien es algo fácil. Con ello, puedes ver a qué se reduce el número de quienes podrán admirarte y alabarte dignamente, cuando tú, con sudores y molestias increíbles, hayas logrado al fin crear una obra egregia y perfecta. Puedo decirte (y cree en mis canas) que apenas hay ahora en Italia dos o tres que tengan el modo y el arte de escribir muy bien.  Ese número, aunque te parezca excesivamente pequeño, no debes considerar que haya sido mucho mayor en ningún otro tiempo ni en ningún otro lugar.

Muchas veces yo me maravillo conmigo mismo de que, pongamos el caso de Virgilio, ejemplo supremo de perfección entre los escritores, haya alcanzado la cima de la gloria y se mantenga en ella. Pues, aunque yo presuma poco de mí mismo, y crea que no pueda gozar ni conocer nunca todo su valor y magisterio, sin embargo, tengo por muy cierto que la mayor parte de sus lectores y de sus admiradores no descubre en sus poemas más que un rasgo hermoso por cada diez o veinte que yo, después de releerlos y reflexionar mucho sobre ellos, logro descubrir. Verdaderamente estoy convencido de que la altura de la gran estima y de la reverencia que sentimos por los grandes escritores proviene, comúnmente, incluso entre los que los leen y los tratan, más de una costumbre ciegamente abrazada, que de un juicio propio o del conocimiento, en modo alguno, de tal merito. Y recuerdo que en mi juventud, cuando leía los poemas de Virgilio, por un lado con total libertad de juicio y sin ninguna atención a la autoridad de los demás, lo cual no es muy común, y por otro lado, con la inexperiencia propia de esa edad, aunque quizás no mayor que la que en muchísimos lectores es perpetua, rechazaba en mi interior aceptar la opinión universal, al no descubrir mayores virtudes en Virgilio que en los poetas mediocres. Casi incluso me maravilla que la fama de Virgilio haya podido prevalecer sobre la de Lucano. Mira que la mayor parte de los lectores, no solo en los siglos de juicio falso o corrompido, sino incluso en los de saludables y bien templadas letras, se deleita más con la belleza grosera y evidente que con la delicada y escondida, más con lo atrevido que con lo tímido, y a menudo incluso más con lo aparente que con lo sustancial, y en general más por lo mediocre que por lo excelente. Leyendo las cartas de cierto príncipe, de raro ingenio verdaderamente, pero acostumbrado a retener en la sal, en las astucias, en la inestabilidad, en la agudeza casi toda la excelencia del arte de escribir, me percato clarísimamente de que él, en lo más íntimo de sus pensamientos, anteponía La Henriade a la Eneida, aunque no se atreviera a manifestar esa opinión, solo por temor a ofender los oídos de los hombres. En fin, me asombra que el juicio de muy pocos, aunque recto, haya podido vencer al de los que son infinitos, y que haya podido producir de modo universal esa costumbre de estima no menos ciega que justa. Lo cual no sucede siempre, pero yo reputo que la fama de los grandes escritores suele depender más del azar que de sus méritos, como quizás te confirmará lo que te voy a decirte a lo largo de este razonamiento.

CAPÍTULO TERCERO

Ya se ha visto cuán pocos tendrán la facultad de admirarte cuando llegues a esa excelencia que te propones. Ahora advierte que más de un impedimento se puede interponer incluso entre estos pocos, que no se formen un concepto digno tu valor, aunque vean señales de él. No hay duda alguna de que los escritos elocuentes y poéticos, de cualquier tipo, no se juzgan tanto por sus cualidades en sí mismas, como por el efecto que provocan en el ánimo de quien los lee. De ese modo, el lector, al juzgarlos, los considera, por decirlo así, más en sí mismo que en ellos mismos. De aquí nace que los hombres que por naturaleza son lentos y fríos de corazón y de imaginación, aunque estén dotados de buen raciocinio, de mucha agudeza de ingenio y de doctrina no mediocre, son casi completamente nulos para opinar convenientemente sobre tales escritos, al no poder en modo alguno fundir su alma con la del escritor; y, generalmente, en su interior, los desprecian; porque, leyéndolos y sabiéndolos aún famosísimos, no descubren la causa de su fama, como a quienes no les despierta la lectura ninguna emoción, ninguna imagen ni, por tanto, ningún deleite notable. Además, los mismos que por naturaleza están dispuestos y prontos para recibir y renovar en sí mismos alguna imagen o afecto que los escritores han sabido expresar de manera cuidada sufren muchísimas épocas de frialdad, abandono, languidez de ánimo, insensibilidad y una disposición tal, que mientras dura los hacen conformes o semejantes a los nombrados anteriormente; y eso por diversísimas razones, intrínsecas o extrínsecas, relativas al espíritu o al cuerpo, transitorias o duraderas.  En estas épocas tales, ninguno, aunque sea por lo demás un gran escritor, es buen juez de los escritos que intentan conmover el corazón o la imaginación. Dejo la saciedad de los deleites sentidos poco antes en otras lecturas similares, y las pasiones, más o menos fuertes, que se despiertan de vez en cuando, las cuales, muy a menudo, al tener en gran parte ocupados los ánimos, no dan lugar a que se sientan las emociones que en otra ocasión se habrían avivado con la lectura. Así, por estas mismas causas u otras similares, vemos frecuentemente que esos mismos lugares, esos espectáculos naturales o de cualquier género, esas composiciones musicales y otras cien cosas similares que en otro tiempo nos conmovieron o nos habrían conmovido, si los hubiéramos visto u oído, ahora, al verlos u oírlos, no nos conmueven nada, ni nos deleitan; y no porque sean menos hermosos o menos eficaces en sí mismos de lo que lo fueron entonces.

Pero cuando, por alguna de las razones referidas, el hombre no está en disposición de sentir los efectos de la elocuencia y de la poesía, no deja, no obstante, ni pospone el juicio sobre los libros concernientes a este o a aquel género que lee entonces por primera vez. A mí me sucede, no raramente, que vuelvo a coger entre las manos a Homero, a Cicerón o a Petrarca, y no sentirme emocionado con esa lectura en modo alguno. Sin embargo, como soy consciente y estoy seguro de la bondad de tales escritores, tanto por la fama antigua, como por la experiencia de las dulzuras que me han dado otras veces, no pienso, a causa de ese momento de insipidez, nada que sea contrario a su alabanza. Pero, en los escritos que se leen por primera vez y que, por ser nuevos, no se han hecho notar o no se han confirmado de modo que no dejen lugar a dudas sobre su valor, nada le impide al lector, juzgándolos por el efecto que suscitan en ese momento en su propio ánimo, y no encontrándose dicho ánimo en disposición de recibir los sentimientos e imágenes pretendidos por quien escribió, que se forme un juicio parcial de autores y de obras excelentes. Juicio que no es fácil cambiar después, cuando, en mejores tiempos, dichas obras se lean otra vez, porque, verosímilmente, el tedio sentido la primera vez lo desanimará las próximas veces. Y de todas formas, ¿quién ignora cuánto importan las primeras impresiones y el estar preocupado por un juicio, aun falso?

Por el contrario, algunas veces se encuentran los ánimos, por una u otra razón, en un estado tal de emotividad, sensibilidad, vigor y afectuosidad, o tan abiertos y dispuestos, que siguen hasta el menor impulso de la lectura, sienten vivamente hasta su más ligero toque y con la ocasión de lo que leen, crean en su interior mil emociones y mil imaginaciones, errando algunas veces en un delirio dulcísimo y casi arrobados fuera de sí mismos. De esto procede con facilidad que, considerando los deleites sentidos en la lectura o confundiendo los efectos de la propia fuerza y de la propia disposición con las que le pertenecen verdaderamente al libro, se queden prendados de un gran amor y de una gran admiración por ese y lo estimen más de lo que es justo, anteponiéndolo incluso a otros libros más dignos, pero leídos en una coyuntura menos propicia. Mira, pues, a cuánta inseguridad está sometida la verdad y la rectitud de los juicios, incluso entre las personas más idóneas, en torno a los escritos e ingenios ajenos, sin que intervenga malicia o favor alguno. Esa inseguridad es tal, que el hombre discrepa mucho consigo mismo al estimar obras de igual valor, e incluso la misma obra en diferentes edades, en diferentes casos, y hasta en diferentes horas del día.

CAPÍTULO CUARTO

Con el fin, además, de que tú no presumas de que las referidas dificultades, relacionadas con el ánimo no bien dispuesto de los lectores sobrevienen raras veces y contra lo habitual, considera que nada es más habitual en el hombre, con el paso del tiempo, que el debilitamiento de la disposición natural para sentir los deleites de la elocuencia y de la poesía, no menos que de las demás artes figurativas y de la belleza del mundo. Ese decaimiento del ánimo, prescrita por la misma naturaleza, para nuestra vida, hoy es mayor de lo que lo fuera en otros tiempos, y comienza antes y avanza de modo más rápido, especialmente entre los estudiosos, dado que a la experiencia de cada uno se añade mayor o menor parte de la ciencia nacida de la práctica y de las teorías de tantos siglos pasados. Por ello y por las presentes condiciones de la vida social, se desvanecen fácilmente en la imaginación de los hombres las larvas de la primera edad y, con ellas, las esperanzas del ánimo, y con las esperanzas, gran parte de los deseos, de las pasiones, del fervor, de la vida, de las facultades. Así, yo me maravillo más de que algunos hombres de edad madura, especialmente doctos y entregados a la meditación sobre las cosas humanas, se rindan aún a la virtud de la elocuencia y de la poesía, que no de que estas se encuentren, de vez en cuando, incapaces de causar en ellos efecto alguno. Por ello, ten por cierto que, para sentirse vigorosamente emocionado por lo bello y lo grande de la imaginación, es necesario creer que en la vida humana hay algo verdaderamente grande y bello, y que lo poético del mundo no es por completo una fábula. Cosas que el joven cree siempre, incluso cuando conoce lo contrario, hasta que su propia experiencia alcanza al conocimiento; pero difícilmente las creemos después de la mezquina disciplina de la realidad, máxime allí donde la experiencia se une al hábito de la reflexión y al saber.

De este discurso derivaría que los jóvenes, generalmente, son mejores jueces de las obras orientadas a despertar afectos e imágenes, que los hombres maduros y viejos. Pero, por otro lado, se ve que los jóvenes no habituados a leer buscan en esto un deleite más que humano, infinito y de características imposibles; y al no encontrar esto, desprecian a los escritores, cosa que, también en otras edades, por causas similares, les sucede algunas veces a los iletrados. Esos jóvenes, además, que están entregados a las letras prefieren fácilmente, tanto al escribir como al valorar los escritos ajenos, lo excesivo a lo moderado, lo soberbio y lo afectado de los modos y de los adornos a lo simple y a lo natural, y las bellezas falaces a las verdaderas, en parte por la falta de experiencia, en parte por el ímpetu de la edad. Por ello, los jóvenes, que son sin duda entre las personas quienes están más dispuestos a alabar lo que les parece bueno, pues son más sinceros y cándidos, raras veces son aptos para deleitarse con la madura y cumplida bondad de las obras literarias. Con el paso de los años, crece esa aptitud que procede del arte, y decrece la natural. No obstante, ambas son necesarias para ese fin.

Quien, además, vive en una gran ciudad, por muy cálido y despierto de corazón y de imaginación que sea por naturaleza, no sé (excepto si, como en tu caso, transcurre en soledad la mayor parte del tiempo) cómo puede recibir de la belleza, de la naturaleza o de las letras, algún sentimiento tierno o generoso, alguna imagen sublime o gentil. Pues pocas cosas son tan adversas a aquel estado de ánimo que nos hace capaces de tales deleites, como la compañía de estos hombres, el estrépito de estos lugares, el espectáculo de la magnificencia vana, de la ligereza de las mentes, de la falsedad perpetua, de las preocupaciones míseras y del ocio más mísero que allí reinan. En cuanto al conjunto de los literatos, estoy por decir que el de la gran ciudad sabe juzgar los libros menos que el de la ciudad pequeña, porque, en las grandes, al ser las demás cosas generalmente falsas y vanas, también la literatura es comúnmente falsa y vana, o superficial. Y si los antiguos reputaban el ejercicio de las letras y de las ciencias reposo y consuelo, en comparación con las actividades, hoy la mayor parte de los que en la gran ciudad se dedican a estudiar reputan y de hecho practican los estudios y la escritura, como distracción y reposo de las demás distracciones.

Pienso que las obras importantes de pintura, escultura y arquitectura nos deleitarían más si estuvieran distribuidas por las provincias, en las ciudades medianas y pequeñas, y no acumuladas, como están, en las metrópolis, donde los hombres, en parte llenos de infinitas preocupaciones, en parte ocupados en mil distracciones y con el ánimo hecho u obligado, aún a su pesar, a la diversión, a la frivolidad y a la vanidad, raras veces son capaces de sentir placeres íntimos del espíritu. Además, la multitud de tantas bellezas reunidas juntas distrae el ánimo, de modo que este, no atendiendo a ninguna, a no ser poco, no puede recibir un sentimiento vivo de ellas, o le genera tal saciedad, que son contempladas con la misma frialdad interior con la que se contempla cualquier objeto vulgar. Lo mismo digo de la música, que en las demás ciudades no se interpreta con tanta perfección y con tanto esplendor, como en las grandes, donde los ánimos están menos dispuestos que en cualquier otro lugar para sentir las emociones admirables de ese arte y, menos, por llamarlas así, las musicales. No obstante, las artes necesitan tener su sede en las grandes ciudades tanto para conseguir, como sobre todo para alcanzar su perfección; pero por esto, por otro lado, no es menos verdad que el deleite que estas ofrecen aquí en los hombres es bastante menor de lo que lo sería en otro lugar. Y puede decirse que los autores, en la soledad y en el silencio, procuran con constantes vigilias, ingenios y preocupaciones, el deleite de personas que, acostumbradas a moverse entre la muchedumbre y el ruido, no gozarán sino de una pequeñísima parte del fruto de tantas fatigas. Y esta suerte de los autores recae también, en algún modo proporcionado, sobre los escritores.

CAPÍTULO QUINTO

Que lo anterior sea dicho como en un inciso. Volviendo ahora al tema, digo que los escritos más cercanos a la perfección tienen esta propiedad: que generalmente en la segunda lectura gustan más que en la primera. Lo contrario sucede con muchos libros compuestos con arte y diligencia no más que mediocres, pero no privados, sin embargo, de algún valor externo y aparente, los cuales, al ser releídos, caen de la opinión que el hombre se había formado en la primera lectura. Pero, leídos los unos y los otros una sola vez, engañan de tal modo, incluso a los doctos y a los expertos, que a los mejores se anteponen los mediocres. Además, debes considerar que hoy, incluso las personas que se dedican a los estudios como norma de vida difícilmente se resuelven a leer libros recientes, máxime aquellos cuyo fin es el deleite. Eso no les sucedía a los antiguos, dado el menor número de libros. Pero, en este tiempo, rico en escritos heredados poco a poco de tantos siglos; con el número actual de naciones literarias; con esta excesiva abundancia de libros creados a diario por cada una de ellas; con este intercambio tan grande entre ellas; con tanta multitud y variedad, además, de lenguas escritas, antiguas y modernas; con tan gran número y amplitud de ciencias y doctrinas de todo tipo, y estas tan íntimamente conectadas y relacionadas entre sí que el estudioso está obligado a esforzarse por abrazar, según su posibilidad, bien puedes ver que falta el tiempo para la primera lectura, cuanto más para la segunda. Por ello, cualquier juicio que se hace una vez de los libros nuevos difícilmente se cambia. Añade que, por las mismas causas, incluso al leer por primera vez los referidos libros, máxime los de género ameno, poquísimos y rarísimas veces ponen la atención y el estudio que son necesarios para descubrir la trabajada perfección, el íntimo arte y las virtudes modestas y recónditas de los escritos. De modo que, en suma, hoy en día resulta peor la suerte de los libros perfectos que la de los mediocres, pues las bellezas o las cualidades de una gran parte de estos, verdaderas o falsas, se muestran de tal modo que, por pequeñas que sean, fácilmente se descubren a primera vista. Y podemos decir con seguridad que ahora esforzarse por escribir con perfección es casi inútil para alcanzar la fama. Pero, por otro lado, los libros compuestos, como lo están casi todos los modernos, apresuradamente y lejos de cualquier perfección, aunque sean celebrados durante algún tiempo, no pueden dejar de perecer pronto, como, de hecho, se ve continuamente. Bien es verdad que el uso que hoy hacemos de la escritura es tan grande, que incluso muchos escritos dignísimos de ser recordados, y ya reconocidos también, arrastrados poco después, antes de que hayan podido (por decirlo así) enraizar su propia celebridad, por el inmenso caudal de libros nuevos que salen a la luz cada día, perecen sin otra razón, cediendo su lugar a otros, dignos o indignos, que ocupan la fama durante poco tiempo. Así, a un mismo tiempo, una única gloria se nos ha concedido a nosotros seguir, de entre las muchas de las que dispusieron los antiguos, y esta con mucha mayor dificultad se consigue hoy que antiguamente.

Solos, en este naufragio continuo y común no menor de escritos nobles que de plebeyos, sobrenadan los libros antiguos, los cuales, por la fama ya establecida y corroborada por la duración del tiempo, no solo se leen aún diligentemente, sino que se releen y se estudian. Y observa que un libro moderno, aún de perfección comparable a la de los antiguos, difícilmente o de ningún modo podría, no digo ya poseer el mismo grado de gloria, sino causar en los demás la alegría que se recibe de los antiguos; y esto, por dos razones. La primera es que no sería leído con el cuidado y la sutileza que se usa en los escritos célebres desde hace tiempo, ni sería releído, a no ser por pocos, ni estudiado por ninguno, pues los libros que no son científicos no se estudian hasta que no son antiguos. La segunda es que la fama duradera y universal de los escritos, suponiendo que al principio no surgiera esta de otra causa que de su mérito propio e intrínseco, no obstante, una vez que ha nacido y crecido, multiplica de tal modo su valor, que estos se hacen más agradables y ligeros de lo que lo fueron antes; y algunas veces, la mayor parte del deleite que se siente con ellos nace simplemente de su misma fama. A propósito de esto, recuerdo algunas advertencias notables de un filósofo francés[10] que, en sustancia, discurriendo sobre el origen de los placeres humanos, dice así: Muchas causas de placer compone y crea nuestro propio ánimo para sí mismo, máxime relacionando diversas cosas. Por ello, muy a menudo sucede que lo que gustó una vez, guste de igual modo otra vez, solo por el hecho de que ha gustado antes, porque unimos la imagen pasada con la presente. A modo de ejemplo, una actriz que ha gustado a los espectadores en escena, les gustará verosímilmente a los mismos también en su habitación; pues ya del sonido de su voz, ya de su declamación, ya del hecho de haber estado presente en los aplausos que recibió la mujer, y de algún modo incluso del concepto de princesa que se ha unido a lo que propiamente le corresponde, se compondrá casi una mezcolanza de más causas, que producirán un placer único. Ciertamente la mente de cada uno abunda, todo el día, en imágenes y en consideraciones accesorias a las principales. De aquí nace que las mujeres dotadas de gran reputación y empañada por un ligero defecto, llevan a gala alguna vez tal defecto, originando que los otros lo consideren una gracia. Y verdaderamente el particular amor que profesamos, uno a una mujer, y otro a otra, se funda la mayor parte de las veces, solo en las preocupaciones que nacen en su favor, ya por la nobleza de la sangre, ya por las riquezas, ya por los honores que se le rinden, ya por la estima que muestran por ella otras personas; a menudo, incluso por la fama, verdadera o falsa, de la belleza o de la gracia, o por el mismo amor que otras personas han tenido por ella antes o en el presente. ¿Y quién ignora que casi todos los placeres proceden más de nuestra imaginación que de las propias cualidades de las cosas agradables?

Concordando muy bien estas advertencias con los escritos no menos que con las demás cosas, digo que si hoy saliera a la luz un poema igual o superior en valor intrínseco a la Ilíada, aunque fuera leído atentísimamente por el más perfecto crítico de libros poéticos, le resultaría menos agradable y menos deleitoso que aquel, y, por tanto, lo estimaría menos, porque las propias virtudes del poema nuevo no estarían secundadas por la fama de veintisiete siglos, ni por mil recuerdos y mil consideraciones, como lo están las de la Ilíada. Del mismo modo, digo que cualquiera que leyera cuidadosamente la Jerusalén o el Furioso, desconociendo completamente o en parte su celebridad, sentiría en la lectura mucho menos deleite que otros. Por tanto, en fin, hablando de modo general, los primeros lectores de cada obra egregia y los contemporáneos de quien la escribió, suponiendo que ella alcance luego la fama en la posteridad, son los que, al leerla, gozan menos que todos los demás, lo que resulta muy perjudicial para los escritores.

CAPÍTULO SEXTO

Estas son, en parte, las dificultades que te disputarán la conquista de la gloria entre los estudiosos y entre los mismos que son excelentes en el arte de escribir y en el saber. Y en cuanto a los que, aunque bastante instruidos en la erudición que hoy es parte, podemos decir, necesaria de la ciudadanía, no se dedican ni a estudiar ni a escribir, y solo leen por pasatiempo, bien sabes que no son aptos para gozar mucho de la bondad de los libros; y esto, además de por lo dicho antes, por otra causa que aún me resta por decir. A saber, que estos no buscan en lo que leen sino el deleite presente. Pero el presente es pequeño e insípido, por naturaleza, para todos los hombres. Por ello, la cosa más dulce, y como dice Homero,

Venus, el sueño, el canto y los bailes

pronto y necesariamente nos aburren, si a la ocupación presente no se le une la esperanza de algún placer o comodidad futura que dependa de ella. Así, la condición humana no es capaz de ningún goce notable que no consista sobre todo en la esperanza, cuya fuerza es tal, que muchísimas ocupaciones carentes por sí mismas de todo placer, y asimismo aburridas y fatigosas, al añadírseles la esperanza de algún fruto, resultan muy agradables y muy alegres, por largas que sean; y, por el contrario, las cosas que se estiman deleitables por sí mismas, separadas de la esperanza, nos fastidian, por decirlo así, apenas gustadas. Y entretanto vemos que los estudiosos son casi insaciables en la lectura, incluso aridísima a menudo, y que sienten un perpetuo deleite en sus estudios, realizados durante gran parte del día, mientras, en la una y en los otros, tienen ante los ojos una finalidad colocada en el futuro y una esperanza de progreso y de beneficio, sean cuales sean; y en las mismas lecturas que hacen algunas veces por ocio o por diversión, no dejan de proponerse, además del deleite presente, alguna otra utilidad, más o menos determinada. Mientras que los demás, no persiguiendo en la lectura otro fin que ella misma no contenga, por decirlo así, en sus propios límites, hasta en las primeras páginas de los libros más deleitables y más suaves, tras un vano placer, se encuentran saciados, por lo que suelen ir errando, llenos de náusea, de libro en libro, y, al final, la mayor parte de ellos se maravilla de que alguien pueda recibir de una larga lectura un gran deleite. De ese modo, también por esto puedes saber que cualquier arte, industria o fatiga de quien escribe se pierde casi por completo por lo que se refiere a estas personas, que son las que generalmente forman la mayoría de los lectores. Y aún los estudiosos, transformadas con el paso del tiempo, como a menudo sucede, la materia y la cualidad de sus estudios, apenas soportan la lectura de libros con los que en otro tiempo se deleitaron o se habrían deleitado sobre manera; y aunque tengan aún la inteligencia y la pericia necesaria para conocer su valor, sin embargo, no sienten con ellos más que tedio, pues no esperan de ellos ninguna utilidad.

CAPÍTULO SÉPTIMO

Hasta aquí hemos hablado de la escritura en general y de ciertas cosas que se refieren principalmente a las letras amenas, a cuyo estudio te veo más inclinado que a ningún otro. Hablemos ahora, en particular, de la filosofía, sin pretender, sin embargo, separar aquellas de esta, de la que dependen totalmente. Quizás pienses que, al proceder la filosofía de la razón, de la que la totalidad de los hombres civilizados participa quizás más que de la imaginación y de las facultades del corazón, el valor de las obras filosóficas debe de ser reconocido con más facilidad y por mayor número de personas, que el de los poemas y de los demás escritos que buscan lo deleitable y lo bello. Sin embargo, yo estimo que el juicio proporcionado y el perfecto entendimiento son algo menos raros en aquellas que en estas. En primer lugar, ten por seguro que, para avanzar de modo notable en la filosofía, no bastan sutileza de ingenio y gran facultad de razonamiento, sino que se requiere también mucha fuerza imaginativa; y que Descartes, Galileo, Leibnitz, Newton y Vico, por la innata disposición de sus ingenios, habrían podido ser sumos poetas; y por el contrario, sumos filósofos, Homero, Dante y Shakespeare. Pero, como para exponer y tratar este tema por completo se necesitarían muchas palabras, y eso nos alejaría bastante de nuestro propósito, contentándome con esta observación, y continuando, digo que solo los filósofos pueden conocer perfectamente el valor, y sentir el deleite de los libros filosóficos. Me refiero a la sustancia, no a cualquier ornamento que puedan tener, ya en las palabras, ya en el estilo, ya en otra cosa. Por tanto, así como los hombres de naturaleza, por decirlo así, no poética, aunque entienden las palabras y el sentido, no reciben las emociones y las imágenes de los poemas, así, muy a menudo, los que no están acostumbrados a meditar y a filosofar consigo mismos o que no están capacitados para pensar con profundidad, por muy verdaderos y cuidados que sean los discursos y las conclusiones del filósofo, y por muy claro que sea el modo que él use para exponer lo uno y lo otro, entienden las palabras y lo que quiere decir, pero no la verdad de sus dichos. Por ello, al no tener la facultad o el hábito de penetrar con los pensamientos en lo más íntimo de las cosas, ni de separar y dividir sus propias ideas en sus partes mínimas, ni de reunir y estrechar un buen número de ellas, ni de contemplar con la mente de inmediato muchas particularidades para poder deducir de ellas un principio general, ni de seguir infatigablemente con el ojo del intelecto un extenso orden de verdades relacionadas entre sí paso a paso, ni de descubrir las sutiles y recónditas conexiones que tiene cada verdad con otras cien, no pueden, fácilmente o de manera alguna, imitar y repetir en su propia mente las operaciones hechas, ni sentir las impresiones sentidas por el filósofo; único modo de ver, comprender y estimar convenientemente todas las causas que indujeron a tal filósofo a pronunciar este o aquel juicio, afirmar o negar esto o aquello, dudar de tal cosa o de tal otra. Así, aunque entiendan sus conceptos, no entienden si son verdaderos o probables, al no tener y no poder realizar una experiencia aproximada de la verdad o probabilidad de ellos. Cosa poco diferente de lo que a los hombres fríos por naturaleza les sucede con las imaginaciones y los afectos expresados por los poetas. Y bien sabes que es común al poeta y al filósofo el adentrarse en la profundidad de las almas humanas, y sacar a la luz sus íntimas cualidades y variedades, los cursos, las emociones y los sucesos ocultos, y las causas y los efectos de lo uno y de lo otro, cosas en las que, quienes no pueden sentir la correspondencia de los pensamientos poéticos con la verdad, tampoco sienten ni conocen la de los filosóficos.

De estas causas referidas nace lo que vemos cada día, que muchas obras egregias, igualmente claras e inteligibles para todos, no obstante, a algunos les parece que tienen mil verdades certísimas,  y a otros, mil manifiestos errores, por lo que son impugnadas en público o en privado, no solo por mezquindad o por interés o por otras mil razones, sino también por debilidad mental y por incapacidad para sentir y para comprender la certeza de sus principios, la rectitud de las deducciones y de las conclusiones y, en general, la conveniencia, la eficacia y la verdad de sus discursos. A menudo, a las obras filosóficas más estupendas se les imputa oscuridad, no por culpa de los escritores, sino, por un lado, por la profundidad o la novedad de los sentimientos, y por otro, por la oscuridad del intelecto de quien no podría comprenderlos en modo alguno. Considera, pues, también en el género filosófico, cuánta dificultad para ser elogiado, por muy debido que sea. Por ello, no puedes dudar, aunque yo no lo exprese, que el número de filósofos verdaderos y profundos, fuera de los cuales no hay quien sepa estimar convenientemente la obra de los que son como ellos, es pequeñísimo también en el tiempo presente, aunque esté entregada al amor a la filosofía más que las pasadas. Dejo las diferentes escuelas, o como quiera convengan ser llamadas, en que hoy se dividen, como se dividieron siempre, los que se dedican a filosofar, cada una de las cuales niega, generalmente, la debida alabanza y estima a los de las demás, no solo por voluntad, sino por tener el intelecto ocupado en otros principios.

CAPÍTULO OCTAVO

Si además (pues no es algo que yo no pueda prometerme de este ingenio tuyo) tú subieras, con el saber y con la meditación, a tal altura, que se te diera, como se le dio a algún selecto ingenio, el descubrir alguna verdad importantísima, antes no solo desconocida siempre, sino del todo inesperada para los hombres, y del todo distinta o contraria a las opiniones presentes, incluso a las de los sabios, no pienses que recogerás en tu vida de este descubrimiento una alabanza extraordinaria. Es más, no se te alabará, ni por parte de los sabios (exceptuada, quizás, una mínima parte de ellos), hasta que, repetidas esas mismas verdades ya por uno, ya por otro, poco a poco y después de mucho tiempo, los hombres acostumbren a ella, primero, los oídos y luego el intelecto. Pues nunca ninguna verdad nueva y del todo extraña a los juicios corrientes, aunque el primero que se percatara de ella la demostrara con evidencia y certeza conforme o similar a la geométrica, pudo nunca, si las demostraciones no fueron experimentales, introducirse y establecerse en el mundo inmediatamente, sino solo con el paso del tiempo, mediante la costumbre y el ejemplo, según  los hombres se acostumbraban a creérsela como cualquier otra cosa; es más, creyéndola generalmente por costumbre, no por la certeza de las pruebas concebidas en el ánimo; así, al final, esa verdad, al comenzar a ser enseñada incluso a los niños, se aceptó comúnmente, recordándose con maravilla el desconocimiento de la misma y se ridiculizándose las opiniones diferentes ya de los antepasados, ya de los presentes. Pero ello con tanta mayor dificultad y duración, cuanto mayores y más capitales, y por ello, subversoras de mayor número de opiniones arraigadas en las almas, fueron tales verdades nuevas e increíbles. Ni siquiera los ánimos agudos y ejercitados sienten fácilmente toda la eficacia de las razones que demuestran similares verdades inauditas y que exceden demasiado los términos de los conocimientos y de la práctica de dichos intelectos, máxime cuando tales razones y tales verdades repugnan a las creencias inveteradas en los mismos. En su tiempo, Descartes, que amplió la geometría considerablemente, al adaptarla al álgebra y a otros hallazgos suyos, no fue ni siquiera entendido, excepto por unos pocos. Lo mismo le sucedió a Newton. En verdad, la condición de los hombres inusitadamente superiores en sabiduría a su tiempo no es muy diferente a la de los literatos o doctos que viven en ciudades o provincias desprovistas de estudios, pues ni a estos, como diré después, sus conciudadanos o comprovincianos, ni a aquellos, sus contemporáneos, los tienen en la estima que  merecerían; es más, muy a menudo, son vilipendiados porque su vida y sus opiniones son diferentes a las de los demás, y por la común insuficiencia para conocer el valor de sus facultades y de sus obras.

No hay duda de que el género humano, en estos tiempos, e incluso desde la restauración de la civilización, no progresa continuamente en el saber, sino que su proceder es lento y mesurado. Allí donde los espíritus elevados y singulares que se dedican a la especulación de este universo sensible para el hombre o inteligible, y a la búsqueda de la verdad, caminan y, a veces, corren velozmente y casi sin medida alguna. Y no por esto es posible que el mundo, al verlos avanzar tan decididos, apresure el paso para llegar con ellos o un poco más tarde adonde estos finalmente se detienen. Es más, el mundo no modifica su propio paso ni se dirige, algunas veces, a este o a aquel término, sino solo en el espacio de uno o más siglos después de que algún elevado espíritu se dirigiera.

Es opinión, puede decirse, universal, que el saber humano debe la mayor parte de su progreso a estos ingenios supremos que surgen de vez en cuando, ya uno, ya otro, como milagros de la naturaleza. Yo, por el contrario, estimo que se debe más a los ingenios ordinarios, y poquísimo a los extraordinarios. Uno de estos, supongamos, una vez provisto con la doctrina del espacio de los conocimientos de sus contemporáneos, avanza en el saber, por decirlo así, diez pasos adelante. Pero los otros hombres no solo no se disponen a seguirlo, sino que la mayor parte de las veces, para callar lo peor, se ríen de su progreso. Entretanto, muchos ingenios mediocres, quizás en parte ayudándose de los pensamientos y de los descubrimientos de aquel ingenio sumo, pero principalmente gracias a sus propios estudios, dan juntos un paso; así, por la brevedad del espacio, es decir, por la escasa novedad de las sentencias e incluso por la multitud de quienes son autores de estas, al cabo de algunos años, son seguidos universalmente. Así, procediendo, según la costumbre, poco a poco y mediante la obra y el ejemplo de otros intelectos mediocres, los hombres dan finalmente el décimo paso; y las sentencias de aquel ingenio sumo son comúnmente aceptadas como verdaderas en todas las naciones civilizadas. Pero él, ya apagado desde hace mucho tiempo, no consigue por tal éxito una tardía e intempestiva reputación; en parte, porque su memoria se ha perdido ya, o porque la opinión injusta que se tuvo de él mientras vivió, confirmada por el largo hábito, prevalece sobre cualquier otro aspecto; en parte, porque los hombres no han llegado a tal grado de conocimiento a través de su obra, y en parte, porque ya en el saber son iguales, pronto lo superarán, y quizás sean superiores aún en el presente, al haberse podido, con el paso del tiempo, demostrar y declarar mejor las verdades imaginadas por él, reducir sus conjeturas a certezas, dar un orden y una forma mejor a sus hallazgos y casi madurarlos. A no ser que algún estudioso, recorriendo las memorias de los tiempos pasados, considerando las opiniones de aquel gran ingenio y comparándolas con las de quienes vinieron después, advierta cómo y cuánto se adelantó al género humano, y le dirija algunas alabanzas que hacen poco ruido y se olvidan rápidamente.

Aunque el progreso del saber humano, como el retroceso de los males, adquiere cada vez más celeridad, no obstante, es muy difícil que una misma generación de hombres cambie de opinión o conozca sus propios errores, de modo que crea hoy lo contrario a lo que creyó en otro tiempo. Pero le prepara tales medios a la que le sucede, que esta luego conocerá y creerá en muchas cosas lo contrario a aquella. Pero así como nadie siente el perpetuo movimiento que nos hace girar en la tierra, así la generalidad de los hombres no advierte la continua marcha de sus conocimientos ni del constante cambio de sus juicios. Y nadie cambia nunca de opinión creyendo que ha cambiado. Pero, ciertamente, esto no podría dejar de creerlo y de advertirlo si abrazara súbitamente una sentencia muy ajena a la que ha mantenido hasta entonces. Por tanto, ninguna verdad de este género, a no ser que se refiera al mundo sensible, será nunca creída comúnmente por los contemporáneos del primero que la conoció.

CAPÍTULO NOVENO

Supongamos que, superado todo obstáculo, favorecido tu valor por la fortuna, consigues, de hecho, no solo celebridad, sino gloria, y no después de la muerte, sino en vida. Veamos qué fruto obtienes. Primero, ese deseo de los hombres de verte y conocerte personalmente, ese ser señalado con el dedo, ese honor y esa reverencia manifestada por los presentes en sus actos y en sus palabras, cosas en las que consiste la máxima utilidad de esta gloria que nace de la escritura, parecería que con más facilidad te deberían de llegar en las ciudades pequeñas, que en las grandes, donde los ojos y los ánimos están distraídos y cautivados en parte por el poder, en parte por la riqueza, y por último por las artes que sirven al entretenimiento y a la alegría de la vida inútil. Pero, como las ciudades pequeñas carecen, en general, de los medios y las ayudas para que alguien llegue a la excelencia en las letras y en el saber, y como todo lo raro y lo valioso concurre y se reúne en las grandes ciudades, por tanto, las pequeñas, raramente habitadas por los sabios y privadas, generalmente, de buenos estudios, suelen tener en tan poca consideración no solo a la doctrina y a la sabiduría, sino a la misma fama que alguien ha logrado con estos medios, pues ni esta ni aquellas son en esos lugares motivo de envidia. Y si por casualidad alguna persona respetable o incluso extraordinaria por su ingenio y por sus estudios vive en un pequeño lugar, el hecho de ser allí la única no solo no le beneficia, sino que le perjudica de tal modo que, a menudo, aún siendo famosa en el exterior, es, en los usos de esos hombres, la persona más despreciada y oscura de dicho lugar. Como allí donde se desconocieran y no se apreciaran el oro y la plata, quien, careciendo de cualquier otro bien, abundase en estos metales no sería más rico que los demás, sino pobrísimo y tenido por tal, así, allí donde el ingenio y el saber no se conocen y, al no ser conocidos, no se aprecian, aquí si alguien abunda en ello, este no tiene facultad para sobresalir de los demás y, si no tiene otros bienes, es tenido por vil. Y tan lejos está de ser honrado en similares lugares, que muy a menudo es reputado mayor de lo que es de hecho, y no por ello es tenido en ninguna estima. En el tiempo en que yo, jovencito, volvía a mi pequeña Bosisio, al saberse por el lugar que yo me dedicaba a los estudios, y que me ejercitaba algo en el arte de escribir, mis paisanos me reputaban poeta, filósofo, físico, matemático, médico, jurista, teólogo y experto en todas las lenguas del mundo; y me preguntaban, sin hacer la más mínima diferencia, sobre cualquier tema de cualquier disciplina o argumento que surgiera casualmente en el diálogo. Y no por esta opinión suya me estimaban mucho, es más, me creían bastante inferior a todos los hombres doctos de los demás lugares. Pero, si yo les dejaba sospechar que mi saber era un poco menos desmesurado de lo que pensaban, yo bajaba todavía más en su concepto, y por último se persuadían de que mi saber no se extendía nada más que el suyo.

Cuántos obstáculos se interpondrán, en las grandes ciudades, tanto para lograr la gloria, como para poder gozar del fruto de la lograda, no te resultará difícil de juzgar por las cosas dichas antes. Ahora añado que, aunque no hay fama más difícil de merecer que la de egregio poeta o de escritor literario o de filósofo, a las que tú aspiras principalmente, ninguna, por todo esto, resulta más infructuosa para quien la posee. No ignoras los lamentos perpetuos, los antiguos y los modernos ejemplos de la pobreza y de las desventuras de los sumos poetas. En Homero, todo (por decirlo así) es vago y gentilmente indefinido, tanto con respecto a su poesía como a su persona: su patria, su vida y todas sus cosas son un arcano impenetrable para los hombres. Entre tanta inseguridad e ignorancia, solo se sabe, por una tradición muy constante, que Homero fue pobre e infeliz, como si la fama y la memoria de los siglos no hubieran querido dejar lugar a duda que la fortuna de los demás poetas excelentes es común al príncipe de la poesía. Mas dejando los otros bienes y refiriéndonos solo al honor, ninguna fama suele ser en la práctica de la vida menos honorable y menos útil para que los otros lo tengan a uno en más, que las especificadas ahora mismo. Ya sea porque la mayoría de las personas que la obtiene sin mérito, y la misma inmensa dificultad para merecerla le quitara valor y fe a tal reputación; o mejor porque todos los hombres de ingenio ligeramente culto creen que ellos mismos tienen o que pueden lograr fácilmente tanto conocimiento y facultad ya en la literatura, ya en la filosofía, que no reconocen superiores a los que verdaderamente valen para estas; en parte por una razón, en parte por otra, ciertamente tener el nombre de mediocre matemático, físico, filólogo, arqueólogo, pintor, escultor, músico, o estar medianamente versado en una única lengua antigua o peregrina es una razón para obtener, entre la mayoría de los hombres, incluso en las mejores ciudades, mucha más consideración y estima que la que se obtiene siendo conocido y celebrado por buenos jueces como filósofo o poeta insigne, o como hombre excelente en el arte de escribir bien. Así, las dos metas más nobles, más duras de alcanzar, más extraordinarias, más estupendas, las dos cimas, por decirlo así, del arte y de la ciencia humana, digo la poesía y la filosofía, son, en quien las profesa, especialmente hoy, las facultades más despreciadas por el mundo; pospuestas incluso a las artes manuales, entre otros motivos porque nadie presume de dominar ninguna de estas sin haberla procurado, ni de poder procurarla sin estudio y esfuerzo. En fin, el poeta y el filósofo no tienen en vida otro fruto de su ingenio, otro premio por sus estudios sino tal vez una gloria nacida y contenida entre un pequeñísimo número de personas. Y también esta es una de las muchas cosas en las que concuerda con la poesía la filosofía, pobre también ella y desnuda, como canta Petrarca,[11] no solo de todo otro bien, sino de reverencia y de honor.

CAPÍTULO DÉCIMO

Al no poder, en el trato con los hombres, gozar de casi ningún beneficio de tu gloria, la mayor utilidad que obtendrás será la de girarla en tu ánimo y complacerte contigo mismo en el silencio de tu soledad, sacando de ello estímulo y consuelo para nuevas fatigas y confiando por ello en nuevas esperanzas. Pues la gloria de los escritores no solo, como todos los bienes de los hombres, resulta más grata de lejos que de cerca, sino que no está, puede decirse, presente en quien la posee, y no se encuentra en ningún lugar.

Por tanto, por último, recurrirás con la imaginación a ese extremo refugio y consuelo de las almas grandes, que es la posteridad. Así, Cicerón, que no gozó de una gloria simple ni vulgar y débil, sino de una múltiple e insólita, y tanta cuanta era adecuado que le llegara a un gran escritor antiguo y romano entre hombres romanos y antiguos, no obstante, se dirige a las generaciones futuras para decirles, aunque a través de otra persona:[12]  ¿Crees que yo me habría podido inducir a pasar y soportar tantas fatigas día y noche, en la ciudad y en el campo, si hubiera creído que mi gloria no sobrepasaría los términos de mi vida? ¿No era mucho más fácil elegir una vida ociosa y tranquila, sin fatiga o preocupación alguna? Pero mi alma, no sé cómo, casi elevada por encima de la cabeza, aspiraba continuamente a la posteridad, como si, habiendo atravesado la vida, tuviera que vivir allí. Con ello se refiere Cicerón a un sentimiento de inmortalidad de las propias almas, creado por la naturaleza en los pechos humanos. Pero la razón verdadera es que todos los bienes del mundo, apenas se consiguen, se consideran indignos de las preocupaciones y de las fatigas soportadas para procurarlos, máxime la gloria, que entre todas las demás es la que se obtiene a mayor valor y la que se posee con menos utilidad. Pero, como dice Semónides,[13]

La hermosa esperanza a todos nos nutre
De felices semblanzas,
Por las que en vano se afana cada uno;
Uno espera a la aurora,
Amiga; otro, a la estación;
Y nadie en la tierra apresura
El mortal curso, cuya mente no crea,
El año venidero, fáciles y piadosos,
A Pluto y a los demás dioses. [14]

así, mientras alguien confirma con pruebas la vanidad de la gloria, la esperanza, casi expulsada y perseguida por cualquier lugar, al final, al no tener ya dónde descansar por todo el espacio de la vida, no obstante, no decae, sino que, traspasando la misma muerte, se detiene en la posteridad. Pues el hombre está siempre inclinado y necesitado de apoyarse en el bien futuro, del mismo modo que está muy insatisfecho con el bien presente. Por tanto, los que desean la gloria, si la han obtenido en vida, se alimentan sobre todo de la que esperan poseer tras la muerte, del mismo modo que nadie es tan feliz hoy como cuando, despreciando la vana felicidad presente, se consuela con el pensamiento de aquella, igualmente vana, que espera en el futuro.

CAPÍTULO UNDÉCIMO

Pero, en fin, ¿qué es esta apelación que hacemos a la posteridad? Ciertamente, la naturaleza de la imaginación humana nos lleva a hacernos de las quienes vendrán después un concepto mayor y mejor que el que se hace de los presentes, e incluso que de los pasados; solo porque de los hombres que aún no están no podemos tener conocimiento alguno ni por los hechos ni por la fama. Pero, si atendemos a la razón, y no a la imaginación, ¿creemos que, de hecho, los que han de venir serán mejores que los presentes? Yo creo mejor lo contrario, y tengo por verdadero proverbio que el mundo envejece empeorando. Mejor condición me parecería la de los hombres egregios, si pudieran apelar a los pasados, los cuales, según Cicerón, [9] no fueron menos de lo que serán los posteriores, y fueron bastante más virtuosos. Pero ciertamente el más valioso hombre de este siglo no recibirá de los antiguos ninguna alabanza. Admitamos que los futuros, en tanto estén libres de la emulación, de la envidia, del amor y del odio, no ya entre ellos mismos, sino con respecto a nosotros, serán críticos más justos con nuestras cosas que los contemporáneos. ¿Quizás también serán mejores jueces con respecto a lo demás? ¿Pensamos nosotros, solo por lo que se refiere a los estudios, que los venideros han de tener un mayor número de poetas excelentes, de escritores buenísimos, de filósofos verdaderos y profundos? Pues ya hemos visto que solo estos pueden valorar de modo digno a sus iguales. ¿O bien pensamos que el juicio de estos tendrá más eficacia entre la gente de entonces que el de los nuestros en la presente? ¿Creemos que en la mayoría de los hombres las facultades del corazón, de la imaginación, del intelecto serán mayores de lo que lo son hoy?

¿No vemos cuántos siglos ha habido en la escritura de juicio tan perverso, que, despreciando la verdadera excelencia del escribir, olvidando o ridiculizando a los mejores escritores antiguos o nuevos, han amado y apreciado constantemente este o aquel modo bárbaro, teniéndolo además por el único conveniente y natural, puesto que cualquier costumbre, aun corrompida y pésima, con dificultad se distingue de lo natural?  ¿Y no resulta que eso ha sucedido en siglos y naciones, por lo demás, cultos y nobles? ¿Qué seguridad tenemos nosotros de que la posteridad vaya a alabar siempre los modos de escribir que alabamos hoy? Si es que hoy se alaban verdaderamente los que son dignos de alabanza. Ciertamente los juicios y las inclinaciones de los hombres en torno a la belleza de la escritura son muy mudables y variados según los tiempos, la naturaleza de los lugares y de los pueblos, las costumbres, los usos, las personas. Entonces, a esta misma variedad e inconstancia es necesario que se someta de igual forma la gloria de los escritores.

Incluso más variada y mudable es la condición de la filosofía y de las demás ciencias, aunque a primera vista nos parezca lo contrario, porque la literatura se refiere a lo bello, que depende en gran parte de las costumbres y de las opiniones, y las ciencias, a la verdad, que es inmóvil y no sufre cambios. Pero, dado que esta verdad permanece oculta para los mortales, excepto lo que poco a poco se descubre de ella, por una parte los hombres, al esforzarse por conocerla, al conjeturar y abrazar a esta o a aquella apariencia en su lugar, se dividen entre muchas opiniones y muchas escuelas, con lo que se genera en las ciencias no pequeña variedad. Por otra parte, con los nuevos conocimientos y con los nuevos atisbos de la verdad que se van alcanzando poco a poco, las ciencias crecen continuamente, por ello y porque durante algún tiempo prevalecen diversas opiniones que se tienen por certezas, sucede que estas, sin durar mucho o nada en un mismo estado, cambian de forma y de cualidad de vez en cuando. Omito el primer punto, es decir, la variedad, de la que quizás no reciba menos daño la gloria de los filósofos y de los científicos entre las generaciones venideras que entre sus contemporáneos.  Pero la inconstancia de las ciencias y de la filosofía, ¿cuánto crees tú que puede dañar esta gloria en la posteridad? Cuando, gracias a nuevos descubrimientos o a nuevas suposiciones y conjeturas, el estado de una u otra ciencia haya cambiado notablemente con respecto a lo que es en nuestro siglo, ¿en qué estima serán tenidos los escritos y pensamientos de esos hombres que hoy gozan en esa ciencia de más alabanza? ¿Quién lee hoy las obras de Galileo? Pero ciertamente fueron en su tiempo muy admiradas; ni mejores, quizás, ni más dignas de un gran intelecto, ni llenas de mayores hallazgos y de conceptos más nobles se podían escribir entonces en esas materias. No obstante, cualquier mediano físico o matemático del presente es, en una y otra ciencia, muy superior a Galileo. ¿Cuántos leen hoy los escritos del canciller Bacon?, ¿quién se preocupa por los de Mallebranche?, y la misma obra de Locke, si el avance de la ciencia casi fundada por él es tan rápido en el futuro, como se muestra que debe ser, ¿cuánto tiempo permanecerá en las manos de los hombres?

Verdaderamente, la misma fuerza de ingenio, la misma industria y el mismo esfuerzo que los filósofos y los científicos emplean para procurar la gloria, con el paso del tiempo, son la causa por la que se apaga o se oscurece. Porque del avance que ellos les dan a sus ciencias, que es por lo que fueron conocidos, nacen otros avances que harán que su nombre y sus escritos se olviden poco a poco. Y ciertamente a la mayor parte de los hombres le resulta difícil admirar y venerar en otros una ciencia muy inferior a la suya. Así, ¿quién puede dudar que la edad próxima conocerá la falsedad de muchísimas cosas afirmadas hoy o creídas por quienes son los primeros en sabiduría, y que superará, y no poco, en el conocimiento de la verdad, a la edad presente?

CAPÍTULO DUODÉCIMO

Quizás, al final, intentarás entender mi parecer y consejo expreso: si a ti, por tu bien, te conviene más continuar o abandonar el camino de esta gloria tan pobre en utilidad, tan difícil e insegura de retener como de conseguir, similar a la sombra, que cuando la tienes entre las manos no puedes ni sentirla ni evitar que se aleje. Te diré brevemente, sin disimulación alguna, mi parecer. Estimo que tu maravillosa agudeza y fuerza de entendimiento, esta tu nobleza, sensibilidad y fecundidad de corazón y de imaginación son, entre todas las cualidades que la suerte otorga a las almas humanas, las más dañinas y lastimosas para quien las recibe. Pero, una vez recibidas, difícilmente se puede huir de su daño, y por otra parte, en estos tiempos, casi la única utilidad que pueden dar es la de alcanzar esta gloria que alguna vez se obtiene si se las usa en las letras o en el conocimiento. Así, al igual que esos pobres que al estar, por algún accidente, mutilado o maltrecho de algún miembro, se las ingenian para convertir su infortunio en el mayor provecho que pueden, sirviéndose de él para despertar a través de la misericordia la generosidad de los hombres, mi parecer es que tú debes ingeniártelas para obtener a toda costa de tus cualidades el único bien, aun pequeño e incierto, que ellas pueden darte. Generalmente, se las tiene por beneficios y dones de la naturaleza, y a menudo quien carece de ellas las envidió a los pasados y presentes a quienes les tocaron en suerte.  Nada más contrario a lo sensato, como si alguien sano envidiara las calamidades del cuerpo de aquellos desgraciados a los que me refería; como si el daño de estas fuera digno de ser elegido libremente a cambio de la infeliz ganancia a la que dan a luz. Los demás se preocupan de obrar de acuerdo con lo que conceden los tiempos, y de gozar cuanto nuestra condición mortal comporta. Los grandes escritores, incapaces, por naturaleza o por costumbre de muchos placeres humanos, privados de otros muchos por voluntad, despreciados, no pocas veces, por la sociedad, a no ser por pocos que siguen sus mismos estudios, tienen destinada una vida similar a la muerte y una vida, si la obtienen, tras ser sepultados. Pero nuestro destino, adondequiera que él nos lleve, hay que seguirlo con ánimo fuerte y grande, cosa que se le pide sobre todo a tu virtud y a la de aquellos que se parecen a ti.

 

[7] Compuesto en Recanati, entre el 6 de julio y el 13 de agosto de 1824.

[8] ”Pausanias, lib. 2, cap. 20, p. 157.” (N. del A.)

[9] Baldassar Castiglione. “Lib. 1, ed. de Milán, vol. 1, p. 79.” (N. del A.)

[10] ”Montesquieu, Fragment sur le Goût: de la sensibilité.” (N. del A.)

[11] «Pobre y desnuda vas, Filosofía, Petrarca, parte 4, son. 1, La gula y el sueño.” (N. del A.)

[12]De senect.  cap. 23.” (N. del A.)

[13] “En Estobeo, ed. Gesner. Tigur. 1559, serm. 96, p. 529.” (N. del A.)

[14] Es este un fragmento del poema XL: Del griego Semónides de los Cantos, una versión realizada probablemente en 1823 o en 1824.

 [15]Somn. Scip. cap. 7” (N. del A.)

XIV. DIÁLOGO DE FEDERICO RUYSCH Y DE SUS MOMIAS[16]

CORO DE LOS MUERTOS EN EL ESTUDIO DE FEDERICO RUYSCH. [17]

Sola en el mundo eterna, a quien se vuelve
Toda cosa creada,
En ti, muerte, descansa
Nuestra desnuda naturaleza;
Alegre no, mas libre
Del antiguo dolor.
Profunda noche
En la confusa mente
El grave pensamiento oscurece;
Y el alma ya árida no tiene aliento
Para esperar o desear.
Así, libre de afanes y temores,
El tiempo lento y vacío
Sin tedio consume.
Ya vivimos, y así como en el alma
Al niño lactante le yerra
Un confuso recuerdo
De inquieto sueño y de temible larva,
Así es nuestra memoria
Del vivir: mas del miedo está lejos
El recuerdo. ¿Qué fuimos?
¿Qué fue aquel punto acerbo
Al que llamamos vida?
Estupor y misterio
Es hoy la vida en nuestro pensamiento,
Como en el de los vivos
Es la ignota muerte.
Como de la muerte
Huimos al vivir, así huye
De la llama vital
Nuestra desnuda naturaleza;
Alegre no, mas libre,
Pues que sean felices
Niega a los mortales y niega a los muertos el hado.

RUYSCH (fuera del estudio, mirando a través de las rendijas de la puerta). ¡Diantre! ¿Quién les ha enseñado música a estos muertos que cantan a media noche como los gallos? Verdaderamente siento un sudor frío y por poco no estoy más muerto que ellos. Yo no creía que, al preservarlos de la corrupción, me resucitarían. Da lo mismo; con tanta filosofía, y tiemblo de la cabeza a los pies. Mal haya aquel diablo que me convenció de dejar entrar a toda esta gente en mi casa. No sé qué hacer. Si los dejo aquí encerrados, ¿romperán la puerta y saldrán por la cerradura e irán a buscarme a la cama?  Pues pedir ayuda por el miedo a los muertos, no me conviene. Vamos, animémonos e intentemos asustarlos a ellos.

Entrando

Hijos, ¿a qué jugamos?, ¿no os acordáis de que estáis muertos?, ¿qué es este barullo?, ¿acaso os habéis ensoberbecidos con la visita del Zar [18] y os creéis que ya no estáis sujetos a las leyes de antes? Me imagino que habéis querido burlaros y que no es verdad. Si habéis resucitado, me alegro por vosotros; pero no tengo tanto como para manteneros vivos, sino muertos; así que largaos de mi casa. Si es verdad lo que se cuenta de los vampiros, y tal sois, buscad otra sangre para beber, pues yo no estoy dispuesto a dejar que chupéis la mía, del mismo modo que sí fui generoso con la sangre fingida[19] que os inyecté en las venas. En definitiva, si preferís permanecer quietos y silenciosos, como lo habéis estado hasta ahora, viviremos en concordia, y nada os faltará en mi casa; de lo contrario, mirad que cojo la tranca de la puerta y os mato a todos.

MUERTO. No te encolerices, que yo te prometo que nos quedaremos muertos, como lo estamos, sin que nos tengas que matar.

RUYSCH. Pues ¿qué es esta locura que os ha entrado ahora de cantar?

MUERTO.  Hace poco, justo sobre la media noche, se ha cumplido, por primera vez, aquel año grande y matemático[20] del que los antiguos escribieron tantas cosas, y del mismo modo esta es la primera vez que hablan los muertos. Y no solo nosotros, sino en cada cementerio, en cada sepulcro, allá en el fondo del mar, bajo la nieve o la arena, al aire libre y en cualquier lugar en que se encuentren, todos los muertos, a media noche, han cantado como nosotros esa cancioncilla que has oído.

RUYSCH. ¿Y hasta cuándo permanecerán cantando o hablando?

MUERTO. Ya han acabado de cantar, pero pueden hablar durante un cuarto de hora. Después volverán al silencio, hasta que se cumpla de nuevo el mismo año.

RUYSCH. Si esto es verdad, no creo que volváis a espantarme el sueño otra vez. Así que hablad libremente entre vosotros, que yo me quedaré aparte y os escucharé de grado, por curiosidad, y sin molestaros.

MUERTO. Solo podemos hablar si le respondemos a alguna persona viva. Quien no tiene que replicarles a los vivos, una vez que ha cantado la canción, se calla.

RUYSCH. Lo lamento de verdad, pues imagino que sería un gran regocijo escuchar lo que os diríais, si pudierais hablar entre vosotros.

MUERTO. Aunque pudiéramos, no escucharías nada, dado que no tendríamos nada que decirnos.

RUYSCH. Se me ocurren miles de preguntas, pero, como el tiempo es breve y no deja lugar para elegir, hacedme entender brevemente qué sentisteis física y anímicamente en el momento de morir.

MUERTO. Del momento de morir, ni cuenta me di.

LOS DEMÁS MUERTOS. Ni nosotros tampoco.

RUYSCH. ¿Cómo que no os disteis cuenta?

MUERTO. Verbigracia, del mismo modo que tú nunca te das cuenta del momento en que comienzas a dormirte, por mucha atención que pongas.

RUYSCH. Pero dormirse es algo natural.

MUERTO. ¿Y morir no te parece natural? Muéstrame un hombre o un animal o una planta que no muera.

RUYSCH. No me maravilla ya que vayáis cantando y hablando, si no os disteis cuenta de la muerte

Así aquel, del golpe inconsciente,
iba luchando, y estaba muerto

dice un poeta italiano. [21] Yo creía que sobre este tema de la muerte, vuestros semejantes sabrían algo más que los vivos. Así pues, volviendo al asunto, ¿no sentisteis ningún dolor en el momento de morir?

MUERTO. ¿Qué dolor va a haber en aquello de lo que no se da cuenta quien lo vive?

RUYSCH.  De todas formas, todos están persuadidos de que la experiencia de la muerte es dolorosísima.

MUERTO. Como si la muerte fuera una sensación, y no justamente lo contrario.

RUYSCH. Pues tanto los que sobre la naturaleza del alma están de acuerdo con la opinión de los epicúreos, [22] como los que mantienen la idea común, [23] todos o la mayor parte, comparten lo que yo digo, es decir, creen que la muerte es, por su propia naturaleza, y sin comparación, un dolor intensísimo.

MUERTO. Bien, tú les preguntarás, de nuestra parte, a los unos y a los otros, si el hombre no tiene la facultad de darse cuenta del momento en que las operaciones vitales, en mayor o menor grado, se le interrumpen temporalmente en el sueño, en el letargo, en un síncope o en cualquier otra circunstancia, ¿cómo se va a dar cuenta de aquello en lo que las mismas operaciones cesan por completo y no por poco tiempo, sino para siempre? Y además, ¿cómo puede tener lugar una sensación vital en la muerte? Es más, ¿cómo va a ser la misma muerte por su propia naturaleza una sensación vital? Cuando la facultad de sentir está no solo debilitada y disminuida, sino reducida tan a lo mínimo, que falta o se anula, ¿creéis que la persona puede sentir una sensación fuerte? Incluso este mismo extinguirse de la facultad de sentir, ¿creéis que tiene que ser una sensación grandísima? Y, sin embargo, veis que los que mueren de males agudos y dolorosos, al acercarse la muerte, justo poco antes de morir, se tranquilizan y descansan, de modo que se puede saber que su vida, reducida a una pequeña cantidad, ya no le basta al dolor, por lo que este cesa antes que aquella. Todo esto le dirás de nuestra parte a quienquiera que piense que, en el momento de la muerte, morirá de dolor.

RUYSCH. A los epicúreos, quizás les basten estas razones. Pero no a aquellos que consideran de otro modo la sustancia del alma, como la he considerado yo en el pasado y la consideraré, en mayor grado, de ahora en adelante, tras haber oído hablar y cantar a los muertos. Pues, al creer que la muerte consiste en una separación del alma y del cuerpo, no comprenderán cómo estas dos cosas, unidas y casi fundidas entre sí, tanto, que entre las dos forman una sola persona, se puedan separar sin una grandísima violencia y sin un sufrimiento indecible.

MUERTO. Dime, ¿el espíritu está acaso pegado al cuerpo a través de algún nervio, músculo o membrana, de tal manera que necesariamente tenga que romperse cuando el espíritu se va?, ¿o quizás es un miembro del cuerpo, de modo que tenga que ser roto o cortado violentamente? ¿No ves que el alma solo sale del cuerpo cuando no puede permanecer en él y ya no es necesaria, sin que ninguna fuerza la arranque o la desgaje? Dime además, ¿quizás cuando ella entra, siente que la clavan o enlazan fuertemente o, como tú dices, que la funden? ¿Entonces por qué va a sentir que se suelta, al salir, o si queremos decirlo de otro modo, por qué va a experimentar una sensación vehementísima? Ten por seguro que la salida y la entrada del alma son igualmente tranquilas, fáciles y suaves.

RUYSCH. ¿Pues qué es la muerte, sino dolor?

MUERTO. Más que nada, placer. Mira que la muerte, como el sueño, no se produce en un solo instante, sino gradualmente. Es cierto que la duración y la intensidad de esta gradación dependen de la variedad de las causas y de los géneros de la muerte. Y en el último instante, la muerte no provoca placer o dolor alguno, como tampoco lo provoca el sueño. En los instantes precedentes, no puede generar dolor porque el dolor es algo vivo, y los sentidos del hombre, en ese tiempo, es decir, cuando la muerte ha comenzado, están moribundos, que es como decir que tienen extremadamente atenuadas las fuerzas. Bien puede ser causa de placer, pues el placer no siempre es algo vivo, es más, quizás la mayor parte de los deleites del hombre consista en una especie de languidez. De ese modo, los sentidos del hombre pueden sentir placer incluso cuando este se extingue, dado que numerosísimas veces la misma languidez es placer, y mayormente cuando nos libera del sufrimiento, pues bien sabes que la interrupción de cualquier dolor o incomodidad es placer por sí misma. Así, la languidez de la muerte debe ser tanto más grata cuanto mayor es el sufrimiento del que libera al hombre. En cuanto a mí, aunque no atendí mucho a lo que sentía en el momento de la muerte, porque los médicos me habían prohibido que hiciera ningún esfuerzo mental, recuerdo, sin embargo, que lo que sentí no fue muy diferente al deleite que causa en los hombres la languidez del sueño mientras se están durmiendo.

LOS DEMÁS MUERTOS. También nosotros creemos recordar lo mismo.

RUYSCH. Sea como decís, aunque todos aquellos con los que he tenido ocasión de hablar de esta materia piensan algo muy diferente. Pero que yo recuerde no alegaban la propia experiencia. Entonces, decidme, durante la muerte, mientras sentíais esa dulzura, ¿creíais que os estabais muriendo y que ese deleite era una cortesía de la muerte, o pensasteis otra cosa?

MUERTO. Hasta que no estuve muerto, no me persuadí de haberme librado de aquel peligro, y al menos hasta el último momento en que tuve la facultad de pensar, creí que me quedaba una hora o dos de vida, como creo que les sucede a muchos cuando mueren.

LOS DEMÁS MUERTOS. A nosotros nos sucedió lo mismo.

RUYSCH. Por ello dice Cicerón[24] que ninguno está tan decrépito que no espere que va a vivir al menos un año. Pero, al final, ¿cómo os disteis cuenta de que el espíritu había abandonado el cuerpo? Decid, ¿cómo os disteis cuenta de que estabais muertos? No responden. Hijos, ¿no me oís? Habrá pasado ya el cuarto de hora. Palpémoslos un poco. Están requetemuertos, no hay peligro de que me asusten otra noche. Volvamos a la cama.

 

[16] Compuesto en Recanati, entre el 16 y el 23 de agosto de 1824. “Véase, entre otros, acerca de estas famosas momias, que en lenguaje científico se llamarían preparaciones anatómicas, Fontenelle, Élogio del Sr. Ruysch.” (N. del A.)

[17] Federico Ruysch (1638-1731) fue un célebre médico holandés.

[18] «El estudio de Ruysch fue visitado dos veces por el zar Pedro I, quien, tras haberlo comprado, hizo que lo llevaran a San Petersburgo.» (N. del A.)

[19] «El medio utilizado por Ruysch para conservar los cadáveres fue el de las inyecciones de una materia compuesta por esto [sangre fingida], que tenía efectos maravillosos.» (N. del A.)

[20] En el año matemático, según la astrología y la cábala antiguas, todos los astros volvían a colocarse en sus posiciones de origen.

[21] Berni, Orlando enamorado, LIII, 60, según una anotación manuscrita de Leopardi.

[22] Los epicúreos sostenían, desde un punto de vista materialista, que el alma, compuesta también por átomos, se disolvía con el cuerpo tras la muerte.

[23] Quienes creen en la inmortalidad del alma.

[24]De Senect. cap. 7.” (N. del A.)

XV. DICHOS FAMOSOS DE FILIPPO OTTONIERI [25]

CAPÍTULO PRIMERO

Filippo Ottonieri,[26]  del cual me dispongo a escribir algunos razonamientos notables que, en parte, oí de su boca y, en parte, me narraron otros, nació, y vivió casi la mayor parte del tiempo, en Nubiana, en la provincia de Valdiviento,[27]  donde incluso murió no hace mucho y donde no se recuerda que ninguno fuera injuriado por él, ni con hechos ni con palabras. Fue odiado, en general, por sus conciudadanos porque parecía sentir poco placer con muchas cosas que suelen ser bastante amadas o buscadas por la mayor parte de los hombres, aunque no diera señal alguna de tener en poca estima o de reprobar a los que disfrutaban con ellas más que él y las seguían. Se cree que él fue en efecto, y no solo en los pensamientos, sino también en la práctica, lo que los demás hombres de su tiempo declaraban ser, o sea, filósofo. Por ello pareció singular entre la demás gente, aunque ni procuraba ni intentaba mostrarse diferente a la multitud en cosa alguna. A propósito de ello, decía que la mayor singularidad que hoy se puede encontrar ya en las costumbres, ya en las normas, ya en los hechos de cualquier persona civil, comparada con la de los hombres que entre los antiguos fueron considerados singulares, no solo es de otro tipo, sino mucho menos diferente que ella del uso común de los contemporáneos, pues, aunque les parezca grandísima a los presentes, a los antiguos les hubiera resultado o mínima o nada, incluso en los tiempos y en los pueblos que fueron en la antigüedad más incivilizados y corrompidos. Y comparando la singularidad de Jean Jacques Rousseau, que les pareció singularísimo a nuestros antepasados, con la de Demócrito y con la de los primeros filósofos cínicos, añadía que hoy cualquiera que viviera de modo tan diverso a nosotros como vivieron aquellos filósofos con respecto a los griegos de su tiempo, no sería tenido por hombre singular, sino que, en la opinión pública, sería excluido, por decirlo así, de la especie humana. Y juzgaba que por la medida absoluta de la singularidad que se puede encontrar en las personas de un lugar y de un tiempo cualquiera, se puede conocer la medida de la civilización de los hombres de dicho lugar y de dicho tiempo.

En la vida, aunque templadísimo, se proclamaba epicúreo, quizás más de broma que por convicción. Pero condenaba a Epicuro, diciendo que, en su tiempo y en su nación, se podía obtener mucho más deleite con el estudio de la virtud y de la gloria, que con el ocio, la negligencia o los placeres del cuerpo, cosas en las que este retenía el sumo bien de los hombres. Y afirmaba que la doctrina epicúrea, muy adecuada para la edad moderna, fue completamente ajena a la antigua.

En filosofía, le gustaba llamarse socrático y a menudo, como Sócrates, se entretenía una buena parte del día razonando filosóficamente ya con uno, ya con otro, y máxime con algunos conocidos, sobre cualquier argumento que la ocasión le ofreciera. Pero no frecuentaba, como Sócrates, los talleres de los zapateros, de los carpinteros, de los herreros y otros tales, pues consideraba que si los herreros y carpinteros de Atenas tenían tiempo para filosofar, los de Nubiana, si tal hicieran, se morirían de hambre. Tampoco razonaba como Sócrates, interrogando y argumentando continuamente, pues decía que, aunque los modernos sean más pacientes que los antiguos, hoy no se encontraría a nadie que soportara tener que responder a un millar de preguntas continuas y tener que escuchar un centenar de conclusiones. Y, verdaderamente, no tenía de Sócrates sino esa forma de hablar alguna vez irónica y disimulada. Y buscando el origen de la famosa ironía socrática, decía: “Sócrates, nacido con alma muy noble y, por ello, con una tendencia muy grande a amar, pero desgraciado sobremanera en lo físico, seguramente hasta la juventud se desesperó por poder ser amado con un amor distinto al de la amistad, poco apto para satisfacer un corazón delicado y fervoroso, que a menudo siente hacia los demás un afecto mucho más dulce. Por otra parte, a pesar de que él tenía aquel abundante coraje que nace de la razón, parece que no estuviera provisto con suficiencia de aquel que viene de la naturaleza y de otras cualidades que, en aquellos tiempos de guerra y de sedición y con aquella tan gran licencia de los atenienses, eran necesarias para ocuparse en su patria de los asuntos públicos. En estos, su aspecto desgraciado y ridículo le habría ocasionado un no pequeño daño en un pueblo que, incluso en la lengua, diferencia poco entre lo bueno y lo hermoso, y además, muy habituado a bromear. Así, en una ciudad libre y llena de estrépito, de pasiones, de ocupaciones, de pasatiempos, de riquezas y de otras fortunas, Sócrates, pobre, rechazado por el amor, poco apto para los manejos públicos, pero dotado de un ingenio grandísimo, que, añadido a tales condiciones, debía acrecentar sobremanera su malestar, se puso por ocio a razonar sutilmente sobre las acciones, las costumbres y las cualidades de sus conciudadanos, para lo que se sirvió de cierta ironía, como naturalmente tiene que sucederle a quien se encontraba impedido de formar parte, por decirlo así, de la vida. Pero la mansedumbre y la magnanimidad de su naturaleza, e incluso la celebridad que se fue ganando con sus mismos razonamientos y con la que quizás se consoló en parte su amor propio, hicieron que esta ironía no fuera desdeñosa y cruel, sino tranquila y dulce.

Así, la filosofía, por primera vez, según el famoso dicho de Cicerón, [28]  bajada del cielo, fue metida por Sócrates en las ciudades y en las casas, y separada de la especulación sobre las cosas ocultas, a lo cual se había dedicado hasta entonces, fue encaminada a considerar las costumbres y la vida de los hombres, y a debatir sobre las virtudes y los vicios, sobre las cosas buenas y útiles y sus contrarias. Pero Sócrates, al principio, no tuvo intención de hacer estas innovaciones, ni de enseñar nada, ni de alcanzar el nombre de filósofo, pues en aquellos tiempos tal nombre era propio solo de los físicos y de los metafísicos, por lo que de sus discusiones y coloquios no podía esperarlo; es más, confesó abiertamente que no sabía nada, y no se propuso más que entretenerse charlando de los casos ajenos, prefiriendo este pasatiempo a la misma filosofía, no menos que a cualquier otra ciencia o a cualquier otra arte, porque, inclinado por naturaleza a las acciones mucho más que a las especulaciones, no se dedicaba a discurrir sino por las dificultades que le impedían obrar. Y en los discursos siempre se ejercitó de mejor gana con personas jóvenes y hermosas, antes que con otras, como engañando al deseo y complaciéndose con ser estimado por los que mayormente habría querido ser amado. Y dado que todas las escuelas de los filósofos griegos nacidas desde entonces derivaron, en cierto modo, de la socrática, concluía Ottonieri, que el origen de toda la filosofía griega, de la que nació la moderna, fue la nariz respingona y el rostro de sátiro de un hombre de ingenio excelente y ardorosísimo corazón. También decía que, en los libros de los socráticos, la persona de Sócrates es semejante a esas máscaras que, en nuestras comedias antiguas, tienen exclusivamente un nombre, una vestimenta y una índole, pero que, por lo demás, cambian en cada una de las comedias.

No dejó escrita cosa alguna de filosofía, ni de otra cosa que no perteneciera al uso privado. Y, habiéndole preguntado alguno por qué no filosofaba también por escrito, como lo hacía oralmente, y por qué no confiaba sus pensamientos a los papeles, respondió: La lectura es un diálogo que se entabla con el que escribió. Así, del mismo modo que, en las fiestas y en las diversiones públicas, los que no forman ni creen formar parte del espectáculo muy pronto se aburren, así en el diálogo es más grato en general hablar que escuchar. Pero los libros forzosamente son como esas personas que, al estar con los demás, hablan siempre y nunca escuchan. Por tanto, es necesario que el libro diga muy buenas y hermosas cosas, y que las diga muy bien, de tal modo que los lectores le perdonen ese hablar continuo. De lo contrario, será inevitable que cualquier libro suscite odio, como cualquier orador insaciable.

CAPÍTULO SEGUNDO

No reconocía ninguna diferencia entre las ocupaciones y los entretenimientos; y siempre que se había ocupado de cualquier cosa, por grave que fuera, decía que se había entretenido. Solo si alguna vez había estado algún tiempo sin ocupación, confesaba que no había tenido en aquel intervalo ningún entretenimiento.

Decía que los deleites más verdaderos de nuestra vida son los que nacen de las imaginaciones falsas, y que los niños encuentran todo en nada, los hombres nada en todo.

Comparaba cada uno de los placeres llamados generalmente reales a una alcachofa cuyas hojas hubiera que masticar y tragar para poder llegar al corazón. Y añadía que tales alcachofas son además muy escasas, y que en gran número se encuentran otras, parecidas a aquéllas por fuera, pero sin corazón dentro; por lo que él, que difícilmente podía aceptar tener que tragarse las hojas, se contentaba la mayor parte de las veces con abstenerse de unas y de otras.

Respondiendo a uno que le preguntó cuál era el peor momento de la vida humana, dijo: exceptuando el tiempo del dolor y el del temor, yo consideraría que los peores momentos son los del placer, porque la esperanza y el recuerdo de estos momentos, que ocupan el resto de la vida, son cosas mejores y bastante más dulces que esos mismos deleites”. Y comparaba todos los placeres humanos con los olores, porque estimaba que estos suelen crear más deseo que ninguna otra sensación, hablando proporcionalmente al deleite; y de todos los sentidos del hombre, el que está más lejos de poder ser colmado por los placeres, estimaba que era el olfato. Incluso comparaba los olores con las expectativas de bienes, diciendo que aquellas cosas olorosas que se pueden comer o en cierto modo probar, generalmente, vencen con su olor a su sabor, ya que, una vez probadas, gustan menos que cuando se las huele o menos de lo que se estimarían por su olor. Y contaba que algunas veces había tenido que soportar impacientemente la espera de un bien, que estaba seguro que había de alcanzar, y ello no porque sintiera una gran avidez por dicho bien, sino por temor a disminuir el disfrute al imaginar con respecto a él demasiadas cosas que se lo representaran mucho mayor de lo que habría de ser. Y que, mientras tanto, había puesto toda su atención para distraer su mente del pensamiento de aquel bien, tal como se hace con los malos pensamientos.

Decía también que cada uno de nosotros, desde que viene al mundo, es como uno que se acuesta en una cama dura e incómoda, en la que, apenas colocado, al sentir el malestar, comienza a dar vueltas a uno y otro lado, a cambiar de lugar y de posición continuamente, y así pasa toda la noche, siempre esperando poder dormir por fin un poco, y creyendo algunas veces que está a punto de dormirse, hasta que, llegada la hora, sin haber descansado nada, se levanta.

Observando junto a otros ciertas abejas ocupadas en sus tareas, dijo: benditas vosotras que no sabéis de vuestra infelicidad.

No creía que se pudieran contar todas las miserias de los hombres, ni deplorar una sola de modo suficiente.

A aquella pregunta de Horacio, cómo es que ninguno está contento con su estado, respondía: la razón es que ningún estado es feliz. No menos los súbditos que los príncipes, no menos los pobres que los ricos, no menos los débiles que los poderosos, si fueran felices, estarían muy contentos con su suerte y no envidiarían la de los demás, porque los hombres no son más difíciles de contentar que los demás géneros, pero no pueden ser colmados sino por la felicidad. Por tanto, siendo siempre infelices, ¿qué maravilla hay en que no estén nunca contentos?

Hacía notar que en el caso en que uno se encontrara en el estado más feliz de esta tierra, pero sin que pudiese confiar en mejorar algo o de algún modo, se podría casi decir que este es el más miserable de todos los hombres. Incluso los más viejos tienen proyectos y esperanzas de mejorar su condición de algún modo. Y recordaba un fragmento de Jenofonte en el que este aconseja a quien tiene que comprar un terreno que se compre uno que esté mal cultivado, porque, dice, un terreno que no puede dar más fruto que el que ya da no alegra tanto cuanto alegraría si tú lo vieras ir cada vez mejor: y todas las posesiones que vemos que van aprovechando nos dan más contento que las demás.

Por el contrario, hacía notar que ningún estado es tan mísero que no pueda empeorar, y que ningún mortal, por muy infeliz que sea, puede consolarse ni presumir diciendo que ha sufrido tanta infelicidad, que no comporte aumento. Aunque la esperanza no tiene límite, los bienes de los hombres son limitados; es más, de modo aproximado, el rico y el pobre, el señor y el siervo, si confrontamos las características de sus estados con sus costumbres y sus deseos, resulta que tienen generalmente la misma cantidad de bien. Pero la naturaleza no ha puesto ningún límite a nuestros males, y ni siquiera la misma imaginación puede fingir una calamidad tan grande, que no se haga realidad en el presente o se haya hecho realidad o por último se pueda hacer realidad en alguna persona. Por tanto, mientras la mayor parte de los hombres no puede, en verdad, esperar que aumente la cantidad del bien que posee, a ninguno, en todo el espacio de esta vida, le puede faltar una materia no vana de temor; y si la fortuna pronto se reduce hasta el punto de que ya no tiene verdaderamente fuerzas para beneficiarnos más, sin embargo, no pierde nunca la facultad de ofendernos con daños nuevos y tales que hacen que la misma firmeza sea vencida y rota por la desesperación.

Se reía a menudo de aquellos filósofos que consideraron que el hombre podía escapar del poder de la fortuna, despreciando y creyendo ajenos todos los bienes y males que no puede conseguir o evitar, mantener o  esquivar, y considerando que la propia felicidad e infelicidad radica en algo que depende totalmente de él. Sobre esa opinión, entre otras cosas, decía: “Dejemos pasar que incluso si existió alguna persona que vivió con los demás como un verdadero y perfecto filósofo, ninguno vivió ni vive de tal modo consigo mismo, y que tan posible es no preocuparse de los asuntos propios más que de los ajenos, como preocuparse de los ajenos como si fueran propios. Pero, supuesto que aquella disposición de ánimo de la que hablan estos filósofos fuera posible, que no lo es, y que se encontrara verdadera y realmente en uno de nosotros, y que fuera más perfecta de lo que aquellos dicen, confirmada y connaturalizada por un uso larguísimo, experimentada en mil casos, ¿quizás por eso la felicidad y la infelicidad de tal persona no estarían en poder de la fortuna? ¿No estaría sujeta a la fortuna esa misma disposición de ánimo que aquellos presumen que puede escapar de ella? ¿La razón del hombre no está sometida siempre a infinitos accidentes? Innumerables enfermedades que causan aturdimiento, delirio, frenesí, furor, imbecilidad y otros cien géneros de locura breve o duradera, temporal o perpetua, ¿no pueden turbarla, debilitarla, confundirla o anularla? ¿La memoria, conservadora de la sabiduría, no está siempre consumiéndose y debilitándose desde la juventud en adelante? ¡Cuántos hay que se vuelven en la vejez niños de mente! Y casi todos pierden el vigor del espíritu a esa edad. Al igual que por cualquier otra debilidad corporal, aunque estén indemnes e intactas todas las facultades del intelecto y de la memoria, el coraje y la constancia suelen, unas veces más y otras menos, languidecer, y no raramente se apagan. En fin, es una gran estupidez confesar que nuestro cuerpo está sujeto a las cosas que no están en nuestras manos y, a pesar de ello, negar que el ánimo, que depende del cuerpo casi por completo, no esté sujeto necesariamente a ninguna cosa, excepto a nosotros mismos.” Y concluía que el hombre por completo y siempre e irresistiblemente está en poder de la fortuna.

Una vez que le preguntaron para qué nacían los hombres, respondió en broma: “Para saber que habría sido mejor no haber nacido.”

CAPÍTULO TERCERO

A propósito de cierta desgracia que le sucedió, dijo: “Perder a una persona amada en un accidente repentino o tras una enfermedad breve y rápida no es tan amargo como ver que se destruye poco a poco (y esto le había sucedido a él) en una enfermedad larga que no la extingue antes de haberla cambiado en cuerpo y alma y de haberla convertido casi en un ser diferente al que era antes. Cosa repleta de miseria: pues, en tal caso, la persona amada no se borra dejándonos, a cambio, la imagen que conservamos en el alma, tan amable como era en el pasado, sino que nos deja en los ojos otra completamente diferente de aquella que amábamos en el pasado; de ese modo nos arranca violentamente del alma todos los engaños del amor y, finalmente, cuando ella se aleja para siempre, aquella imagen primera que teníamos en el pensamiento es borrada por la nueva. Así se llega a perder por completo a la persona amada, como alguien que no puede sobrevivir ni siquiera en la imaginación, la cual, en lugar de otro consuelo, no nos suscita sino materia de tristeza. Y al fin, este tipo de desgracias no deja lugar alguno para descansar en el dolor que provoca.”

A uno que se lamentaba no sé de qué sufrimiento y que decía: “Si pudiera librarme de este, todos los demás que tengo me resultarían ligerísimos de soportar”, le respondió: “Al contrario, te resultarían graves, mientras que así te resultan ligeros.”

A otro que decía: “Si este dolor hubiera durado más, no lo habría soportado”, le respondió: “Al contrario, por la costumbre, lo habrías soportado mejor.”

Y en muchas cosas relativas a la naturaleza de los hombres se apartaba de los juicios comunes de la multitud y, algunas veces, incluso de los prudentes. A modo de ejemplo, negaba que para pedir o rogar sean oportunos los momentos en los que aquellos a quienes se pide o ruega sienten una insólita alegría. Máxime, decía, cuando la súplica no sea tal que, la persona a la que se ruega o pide pueda satisfacerla inmediatamente, con solo un simple consentimiento, o poco más; pienso que, en las personas, el júbilo no es menos inoportuno que el dolor, cuando se les ruega cualquier cosa. Pues las dos pasiones llenan de tal modo el pensamiento del hombre, que no dejan lugar a los asuntos ajenos. Al igual que nuestro mal, en el dolor, también el bien, en la alegría, tienen atentos y ocupados los ánimos, e ineptos para el cuidado de las necesidades y deseos de los demás. De la compasión especialmente están apartadísimos ambos momentos: el del dolor, porque el hombre está completamente sumido en la piedad de sí mismo; el de la alegría, porque entonces todas las cosas humanas y toda la vida se nos representan alegrísimas y agradabilísimas, tanto que las desventuras y los sufrimientos parecen casi imaginaciones vanas, o ciertamente se rechaza pensar en ello, por estar muy en desacuerdo con la presente disposición de nuestro ánimo. Los mejores momentos para intentar hacer que alguien actúe inmediatamente o se decida a actuar en beneficio ajeno son los de una alegría plácida y moderada, no extraordinaria, no viva, o mejor, los de una alegría tal que, aunque viva, no tiene un motivo determinado y que nace de pensamientos vagos y que consiste en una tranquila agitación del espíritu. En ese estado, los hombres están más dispuestos que nunca a la compasión, son más blandos con quienes les ruegan y, algunas veces, abrazan con gusto la ocasión de gratificar a los demás y de dirigir aquel movimiento confuso y aquel agradable ímpetu de sus pensamientos hacia cualquier acción loable.”

Negaba, del mismo modo, que el infeliz, al contar o al mostrar sus males, suscite por lo general mayor compasión o mayor preocupación en aquellos que guardan con él mayor conformidad por lo que se refiere a los sufrimientos. “Es más, estos, al oír nuestros lamentos o al entender nuestra condición de algún modo, no se preocupan sino de anteponer como más graves sus males a los nuestros; y a menudo sucede que, cuando más creemos que están conmovidos por nuestro estado, ellos nos interrumpen para contarnos su propio infortunio y para intentar persuadirnos de que este es menos tolerable que el nuestro.” Y decía que en tales casos sucede habitualmente lo que en la Ilíada se cuenta de Aquiles cuando Príamo, suplicante y lloroso, se postró a sus pies: “Cuando acabó su lamento miserable, Aquiles se echó a llorar, no por los males de aquel, sino por sus propias desventuras y por el recuerdo del padre y del amigo asesinado.” Añadía que bien suele infundir compasión el hecho de haber vivido alguna vez los males que se oyen o se ven en los demás, pero no el hecho de vivirlos en el presente.

Decía que la negligencia y la desconsideración son la causa de infinitas crueldades o maldades, y muy a menudo tienen la apariencia de maldad o crueldad: como, por ejemplo, quien al entretenerse fuera de casa en algún pasatiempo deja que los criados se mojen con la lluvia en un lugar descubierto, no por tener al alma dura y despiadada, sino por no considerar o medir con la mente el malestar de los demás. Y estimaba que, en los hombres, la desconsideración es mucho más común que la maldad, que la crueldad y cosas semejantes; que ella origina un número bastante mayor de malas obras, y que una grandísima parte de las acciones y comportamientos de los hombres que se atribuyen a alguna pésima cualidad moral no son verdaderamente sino desconsideraciones.

Dijo, en cierta ocasión, que era menos grave para el benefactor la plena y expresa ingratitud que ver que se le pagaba un gran beneficio con uno pequeño, con el que el beneficiado, por vulgaridad de juicio o por maldad, se considera o pretende considerarse libre de la obligación hacia aquel, que, así, aparece recompensado o por educación le conviene mostrar que se tiene por tal; de ese modo, por una parte, es defraudado incluso por la desnuda e infructuosa gratitud del alma, que él probablemente se había prometido de algún modo; y por otra parte, se le ha quitado incluso la facultad de lamentarse libremente de la ingratitud o de aparecer, tal como es en efecto, mal e injustamente correspondido.

He oído referir incluso como suya esta sentencia: “Estamos inclinados y habituados a presuponer, en aquellos con los que solemos conversar, mucha agudeza y maestría para descubrir nuestros verdaderos valores y los que nos imaginamos, y para conocer la belleza o cualquier otra virtud de nuestros dichos o hechos, así como mucha profundidad y costumbre de meditar y mucha memoria para considerar esas virtudes y esos méritos, y tenerlos siempre en la mente, aunque en ellos, con respecto a cualquier otra cosa, o bien no vemos tales virtudes, o bien no nos confesamos que no las vemos.”

CAPÍTULO CUARTO

Observaba que, algunas veces, los hombres irresolutos son muy perseverantes en sus propósitos, sea cual sea la dificultad, y que esto se debe a su misma irresolución, dado que si abandonan la determinación adoptada, convendría que resolvieran otra. “Algunas veces están muy dispuestos y son muy eficaces para poner en obra lo que han decidido, porque, temiendo ellos mismos abandonar, de un momento a otro, el partido tomado y volver a aquella penosísima perplejidad y suspensión de ánimo, en la que se encontraban antes de determinarse, apresuran su ejecución y utilizan en ello toda su fuerza, movidos más por la ansiedad y la inseguridad de vencerse a sí mismos, que por el propio fin de la empresa y  por los obstáculos que tengan que superar para conseguirlo.”

Decía a veces riendo que las personas acostumbradas a expresarles continuamente a los demás sus propios pensamientos y sentimientos, incluso cuando están solas exclaman si una mosca les pica o se echan encima un vaso o este se les resbala; por el contrario, las que están hechas a vivir solas y a retenerse en sí mismas, incluso si sienten un ataque de apoplejía, aunque estén en compañía, no abren la boca.

Consideraba que buena parte de los hombres antiguos y modernos que reputamos grandes y extraordinarios consiguieron esta reputación principalmente gracias al exceso de una cualidad sobre las demás. Y que, por el contrario, la persona en la que las cualidades del espíritu estuvieran equilibradas y proporcionadas entre sí, aunque estas fueran extraordinarias o grandes sobremanera, difícilmente puede realizar cosas dignas de uno u otro título, y aparecer ante los presentes o los futuros como grande o extraordinaria.

Distinguía en las modernas naciones civilizadas tres tipos de personas. El primero era el de aquellas en las que la propia naturaleza e incluso gran parte de la común naturaleza humana se encuentra cambiada y transformada por las convenciones y por las costumbres de la vida social. A este tipo, decía, pertenecían todas aquellas que están capacitadas para los asuntos privados y públicos, para participar con deleite en las relaciones humanas, y para resultar, de modo recíproco, agradables a aquellas con las que conviven o tratan personalmente de un modo u otro, y finalmente, para adaptarse a la vida social presente. A este único tipo, si se habla en general, decía, le correspondía y pertenecía, en dichas naciones, la estima de los hombres. El segundo era el de aquellas en las que la primera condición de su naturaleza no se encuentra lo suficientemente cambiada, ya por no haber sido, como se dice, cultivada, o porque, debido a sus límites o insuficiencia, fue poco apta para recibir y conservar las impresiones y los efectos del arte, de la práctica y del ejemplo. Este era el más numeroso de los tres tipos, despreciado no menos por sí mismo que por los demás, digno de pequeña consideración, y en suma, se componía de aquella gente que merece el nombre de vulgo, sea cual sea el orden o el estado en que la fortuna la pusiera. El tercero, de número incomparablemente inferior a los dos tipos anteriores, casi tan despreciado como el segundo y, a menudo, incluso más, era el de las personas cuya naturaleza, por superabundancia de fuerza, se ha resistido al arte de nuestra vida presente, de modo que se la ha excluido y apartado, al no haber recibido de dicho arte sino una pequeña parte, cantidad que a estas personas les resulta insuficiente para poder ocuparse de los negocios,  para relacionarse con los hombres y para lograr siquiera agradar o ser estimadas en la conversación. Y subdividía este tercer tipo en dos clases: una, completamente fuerte y gallarda, desdeñosa del desdén que recibe de todos, y a menudo, más contenta con ello que si fuera honrada, diferente no solo por necesidad de la naturaleza, sino por voluntad y de buen grado, apartada de las esperanzas y de los placeres de las relaciones humanas, y solitaria en medio de la ciudad, no menos porque huye de la gente como porque es rehuida. De esta clase se encuentran poquísimas personas. En la naturaleza de la otra clase, decía, se unía y se fundía la fuerza con una especie de debilidad y de timidez, de modo que tal naturaleza lucha siempre consigo misma: “Dado que los hombres de esta segunda clase no son, de hecho, voluntariamente ajenos al diálogo con los demás, y desean mucho y en diversas cosas ser iguales o parecidos a los del primer tipo, y sufren de corazón la desestima en que son tenidos y el parecer menos que hombres desmesuradamente inferiores a sí mismos en ingenio y en ánimo, no logran, sean cuales sean los cuidados y las diligencias que adopten, ser hábiles en el uso práctico de la vida, ni ser tolerados en la conversación, ni por sí mismos ni por los demás. Esos fueron, en los últimos tiempos, y son en los nuestros, unos más y otros menos, no pocos de los ingenios mayores y más delicados.” Y como ejemplo insigne citaba a Jean Jacques Rousseau y añadía, a este, otro ejemplo traído de la antigüedad, a saber, a Virgilio, del cual, en la Vida latina atribuida a Donato, el gramático,[29]  se refiere, con la autoridad de Meliso, también gramático, liberto de Mecenas, que era muy reacio a hablar y poco diferente a los incultos. Y que eso era verdad y que Virgilio, por la misma maravillosa finura de ingenio, era poco apto para relacionarse con los hombres, le parecía que se podía deducir con mucha probabilidad tanto del artificio sutilísimo y difícil de su estilo, como de lo que se lee al final del segundo libro de las Geórgicas, donde el poeta, contra la costumbre de los romanos antiguos y, máxime, de los de ingenio grande, se declara deseoso de la vida oscura y solitaria, y esto de tal modo, que se puede comprender que a ello lo obligaba su naturaleza, y no que lo prefería, y que lo amaba más como remedio y refugio que como bien. Y por ello, si se habla en general, los hombres de esta o de la otra clase no han sido valorados, a no ser algunos y después morir, mientras que los del segundo tipo, tanto en vida como en muerte, son tenidos en poca o en ninguna cuenta. Juzgaba que se podía afirmar de modo general que, en nuestros tiempos, la estima común de los hombres no se obtiene en vida sino apartándose y transformándose muchísimo del ser natural. Además de esto, puesto que en el presente, por decirlo así, toda la vida social se compone de las personas del primer tipo, cuya naturaleza ocupa el lugar central de los dos restantes, concluía que también en este sentido, así como en otros mil, se podía conocer que hoy la costumbre, el manejo y el poder de las cosas están casi por completo en manos de la mediocridad.

Distinguía, además, tres estados de la vejez relacionados con las demás edades del hombre: “En el origen, cuando todas las naciones tuvieron costumbres y hábitos justos y virtuosos, y mientras la experiencia y el conocimiento de los hombres y de la vida no tuvieron intención de apartarse de lo honesto y de lo recto, la vejez fue la edad más venerable, pues con la justicia y con semejantes valores, entonces comunes a todas, concurría en ella, como es natural, mayor sensatez y prudencia que en las demás. Con el paso del tiempo, por el contrario, corrompidas y pervertidas las costumbres, ninguna edad fue más vil y abominable que la vejez, pues se sentía inclinada con el afecto a la maldad más que las demás por la larga costumbre, por el mayor conocimiento y práctica de las cosas humanas, por los efectos de la maldad ajena, más largamente y en mayor número soportados, y por aquella frialdad que ha recibido de la naturaleza; le resultaba al mismo tiempo imposible ejercitar esta maldad, salvo con las calumnias, los engaños, las perfidias, las astucias, las simulaciones y, en conclusión, con aquellas artes que, entre las infames, son las más abyectas. Después de que la corrupción de las naciones traspasara todo límite y de que el desprecio de los hombres por la rectitud y por la virtud excediera a la experiencia y al conocimiento del mundo y de la infeliz verdad, es más, y por decirlo así, después de que la experiencia y el conocimiento del mundo excedieran a la edad, de tal modo que el hombre fue ya en la niñez experto, adoctrinado y transformado, la vejez llegó a ser, no digo ya venerable, pues desde entonces muy pocas cosas fueron capaces de este título, sino más tolerable que las demás edades. Por ello, el fervor del ánimo y la gallardía del cuerpo que antes, fortaleciendo la imaginación y la nobleza de los pensamientos, frecuentemente habían sido, en parte, causa de costumbres, sentimientos y obras virtuosas, fueron ya solo estímulos y ministros de la mala voluntad y de las malas obras y dieron fuerza y viveza a la maldad, la cual, con el declinar de los años, fue mitigada y templada por la frialdad del corazón y por el debilitamiento corporal, cosas, por lo demás, que llevan más al vicio que a la virtud. Además, la gran experiencia y el conocimiento mismo de las cosas humanas, considerados ya completamente aborrecibles, fastidiosos y viles, en lugar de acercar a la iniquidad a los buenos, como en el pasado, adquirió la fuerza de disminuir y, a veces, de apagar el amor en los malvados. Así, en cuanto a las costumbres, si comparamos la vejez con las demás edades, se puede decir que, en los primeros tiempos, fue lo mejor comparado con lo bueno; en los tiempos corrompidos, lo peor comparado con lo malo, y en los siguientes y peores, lo contrario.

CAPÍTULO QUINTO

Hablaba a menudo de aquel grado de amor propio que hoy llamamos egoísmo, pues frecuentemente se le ofrecían ocasiones para discurrir sobre ello. De este asunto recordaré algunas de sus sentencias. Decía que hoy, cuando una persona que ha conocido o conoce en el presente a otra, alaba o vitupera a esta por su bondad o por lo contrario, solo podemos saber de ella que la otra la critica o la alaba, que está satisfecha con ella, si la presenta como buena, o no lo está, si la presenta como malvada.

Negaba que nadie en estos tiempos pueda amar sin rival; y si se le preguntaba la razón, respondía que porque ciertamente el amado o la amada es un rival muy ardiente del amante.

“Supongamos –decía- que tú le pides un favor a una persona y que no puede hacértelo sin incurrir en el odio o en la mala voluntad de un tercero; que este tercero, tú y la persona solicitada, supongamos, tenéis las mismas condiciones y el mismo poder, más o menos. Pues yo digo que seguramente tu petición no será satisfecha en modo alguno, además de que el hecho de ser complacido te habría hecho contraer una gran obligación con el que te complació y volverte hacia él más benévolo que enemigo el tercero. Pero del odio y de la ira de los hombres se teme más que de lo que se espera del amor y de la gratitud, y esto es razonable porque, en general, se ve que aquellas dos primeras pasiones actúan con más frecuencia y con mayor eficacia que las contrarias. La causa es que quien se esfuerza en dañar a los que odia y busca venganza actúa solo para sí mismo; en cambio, quien se preocupa de ayudar a los que ama o agradece los beneficios recibidos actúa para los amigos y para los benefactores.”

Decía que generalmente los obsequios y los servicios que se hacen a los demás con la esperanza o la intención de encontrar en ello el propio beneficio, raras veces alcanzan su fin, pues los hombres, máxime hoy que tienen más ciencia y más sensatez que en el pasado, reciben con facilidad y difícilmente dan. Sin embargo, de tales obsequios y servicios, los que prestan algunos jóvenes a viejas ricas y poderosas sí alcanzan su fin, no solo con más frecuencia que los demás, sino la mayor parte de las veces.

Estas consideraciones que siguen, que conciernen principalmente a las costumbres modernas, recuerdo haberlas oído de su boca: “Hoy no hay cosa alguna que les cause vergüenza a los hombres expertos y experimentados en el mundo, salvo avergonzarse; ni de cosa alguna tales hombres se avergüenzan, excepto de esto, si por casualidad alguna vez incurren en ello”.

“Maravilloso poder es el de la moda, la cual, allí donde las naciones y los hombres son muy tenaces en los usos de cualquier otra cosa y muy obstinados en juzgar, actuar y proceder según la costumbre, incluso de modo irracional y a pesar de su daño, ella, siempre que quiere, en un instante les hace deponer, cambiar y asumir usos, modos y juicios, incluso cuando lo que abandonan sea razonable, útil, hermoso y conveniente, y lo que abrazan, lo contrario.”

“De las infinitas cosas que en la vida común o en algunos hombres son verdaderamente ridículas es muy raro que nos riamos, y si alguno lo hace, al no poder contagiar a los demás su risa, pronto desiste. Por el contrario, de mil cosas, o muy graves o muy convenientes, continuamente nos reímos y muy fácilmente contagiamos la risa a los demás. Es más, la mayor parte de las cosas de las que nos reímos comúnmente son, de hecho, justo lo contrario a ridículas; y de muchas cosas nos reímos por esta misma razón, porque no son dignas de risa, ni en parte alguna ni en nada.”

“Decimos y oímos decir en todo momento: los buenos antiguos, nuestros buenos antepasados, un hombre hecho a la antigua, queriendo decir hombre de bien y del que poderse fiar. Cada generación cree, por una parte, que los pasados fueron mejores que los presentes, y por otra, que los pueblos mejoran al alejarse cada día más de su estado primero, y que, si retrocedieran hasta él, sin duda alguna empeorarían.”

“Ciertamente la verdad no es hermosa. Sin embargo, incluso la verdad puede a menudo provocar algún deleite; y si en las cosas humanas, hay que anteponer la hermosura a la verdad, esta, allí donde falte la hermosura, es preferible a cualquier otra cosa. Pero en las grandes ciudades estamos lejos de la hermosura, porque esta ya no ocupa ningún lugar en la vida de los hombres. Estamos lejos incluso de la verdad, porque en las ciudades grandes todo es fingido o vano. De ese modo, allí, por decirlo así, no vemos, no oímos, no tocamos, no respiramos más que falsedad, y esta, fea y desagradable, lo cual, para los espíritus delicados, puede decirse que es la mayor miseria del mundo.”

“Aquellos que no tienen que satisfacer sus necesidades y, por tanto, dejan ese cuidado a los demás no pueden ordinariamente satisfacer, ya de ningún modo, ya con grandísima dificultad, y con menos suficiencia que los demás, una necesidad importantísima que a pesar de todo tienen: Me refiero a la de ocupar la vida, necesidad que es bastante mayor que todas las demás, las cuales precisamente se satisfacen cuando esta se ocupa, pues incluso es mayor que la necesidad de vivir. Es más, vivir, en sí mismo, no es una necesidad, porque, si no se es feliz, no es un bien. Si se vive, la necesidad suprema y primera es vivir con la menor infelicidad posible. Por tanto, por una parte, la vida desocupada y vacía es infelicísima; por otra, el tipo de ocupación con el cual la vida es menos infeliz es el que consiste en satisfacer las propias necesidades.”

Decía que la costumbre de vender y comprar hombres era útil para el género humano, y alegaba que la práctica de vacunar contra la viruela llegó a Constantinopla, de donde pasó a Inglaterra y, de allí, al resto de Europa, desde Circasia, donde la enfermedad de la viruela natural, que dañaba la vida y las formas de los niños y de los jóvenes, perjudicaba mucho al comercio que realizan esos pueblos con sus doncellas.

Contaba de sí mismo que, cuando terminó la escuela y entró en el mundo, se propuso, como joven inexperto y amigo de la verdad, no alabar persona o cosa que casualmente encontrara en las relaciones humanas, a no ser que fuera tal, que le pareciera verdaderamente loable. Pero, pasado un año en el que mantuvo su propósito, sin poder alabar cosa o persona alguna, temiendo olvidar completamente, por falta de práctica, lo que no mucho antes había aprendido en retórica acerca del género encomiástico o laudatorio, rompió su propósito; y al poco tiempo, se apartó de él totalmente.

CAPÍTULO SEXTO

Tenía la costumbre de hacerse leer ya un libro ya otro, generalmente de autores antiguos, e iba intercalando en la lectura algún dicho suyo, como pequeña anotación oral sobre este o aquel fragmento, poco a poco. Al oír que se leía en las Vidas de los filósofos escritas por Diógenes Laercio[30]  que se le había preguntado a Quilón en qué diferían los incultos de los cultos, y que este respondía que en las buenas esperanzas, dijo que ahora sucedía lo contrario, porque los ignorantes esperan y los sabios no esperan nada.

Del mismo modo, al leérsele que, en las nombradas Vidas, [31]  Sócrates afirmaba que en el mundo hay un único bien y que este es la ciencia, y un único mal y que este es la ignorancia, dijo: “Con respecto a la ciencia y a la ignorancia antigua no sé, pero ahora yo invertiría el dicho.”

En el mismo libro, [32] al leérsele este dogma de la secta de los hegesíacos: [33] El sabio, en cualquier cosa que haga, actuará en beneficio propio, dijo: “Si todos los que actúan así son filósofos, que venga Platón y haga realidad su república en todo el mundo civilizado.”

Alababa mucho una sentencia de Bión de Borístenes, [34]  transmitida por el mismo Laercio, [35] a saber, que los más sufridos son los que buscan las mayores felicidades. Y añadía que los más dichosos, por el contrario, son los que más pueden y suelen alimentarse con las menores y, cuando estas han pasado, recordarlas y saborearlas con total placidez.

Citaba, a propósito de las distintas edades de las naciones civilizadas, aquel verso griego que dice los jóvenes actúan, los de mediana edad proyectan, los viejos se lamentan, y decía que en verdad a la edad presente no le queda sino el lamento.

Ante un fragmento de Plutarco[36] que tradujo Marcello Adriani el joven con estas palabras: Mucho menos habrían soportado los espartanos la insolencia y las bufonadas de Estratocles: este había persuadido a su pueblo (es decir, a los atenienses) de que, como vencedor,  ofreciera sacrificios; el cual, después, cuando escuchó la verdad de la derrota, se indignó; por lo que aquel le dijo: ¿qué injuria recibiste de mí que supe mantenerte en fiesta y en alegría durante tres días?, comentó Ottonieri: Lo mismo se podría responder muy convenientemente a los que se lamentan de la naturaleza si deploran que esta, en sí misma, les esconde a todos la verdad y la cubre de muchas apariencias vanas, pero hermosas y agradables, pues ¿qué injuria os hace ella si os da alegría durante tres o cuatro días? En otra ocasión, dijo que se le podía atribuir a nuestra especie, de modo universal, teniendo en cuenta los errores naturales del hombre, aquello que, sobre el niño al que se le engaña para que tome el medicamento, dice Tasso: «y de su engaño vida recibe».

Cuando se le leyó un fragmento de las Paradojas de Cicerón, [37]  que se podría traducir así: ¿Acaso los placeres hacen a la persona mejor o más loable?, ¿y hay, quizás, quien, al gozarlas, se magnifique y se vanaglorie?, dijo: Querido Cicerón, no me atrevo a decir que los modernos se hagan con el placer mejores o más loables, pero más alabados, sí. Es más, tienes que saber que ahora este camino de alabanzas es el único que eligen y siguen casi todos los jóvenes, es decir, el que transcurre entre placeres. De ellos no solo se enorgullecen cuando los alcanzan, y hablan continuamente con los amigos y con los extraños, quieran o no escuchar, sino que, además, desean y buscan los placeres no como tales, sino como causa de alabanza y de fama, y como materia de la que presumir; incluso se atribuyen muchos placeres que ni han obtenido, ni han buscado, y que han imaginado completamente.

Observaba en la historia que escribió Arriano sobre las hazañas de Alejandro Magno[38]  que, en la jornada de Issos, Darío colocó a los soldados mercenarios griegos al frente del ejército, y Alejandro, a sus mercenarios, también griegos, a las espaldas; y consideraba que de esta única circunstancia se había podido prever el resultado de la batalla.

No reprendía, es más, alababa y amaba que los escritores hablaran mucho de sí mismos, porque, decía, en esto son casi siempre y casi todos elocuentes, y tienen, generalmente, un estilo bueno y conveniente, incluso contra la tendencia de la época o de la nación o de ellos mismos. Y eso no es una maravilla, pues los que escriben acerca de sus asuntos tienen el ánimo muy invadido y ocupado por esa materia; a estos no les faltan nunca ni pensamientos ni afectos que nazcan de dicha materia y en su propio ánimo, sin traerlos de otros lugares ni beberlos de otras fuentes, comunes o gastadas, y con facilidad se abstienen de los adornos frívolos o que no vienen a propósito, de las gracias y hermosuras falsas o que son más aparentes que sustanciales, de la afectación y de todo aquello que no es natural. Y es muy falso que los lectores, generalmente, se preocupen poco de lo que los escritores dicen de sí mismos: primero, porque todo lo que verdaderamente ha pensado y sentido el escritor y ha dicho de forma natural y consciente genera atención y surte efecto; además, porque de ningún modo se representan y se refieren con mayor verdad y eficacia las cosas ajenas que cuando se habla de las propias, dado que todos los hombres se parecen entre sí, tanto en las cualidades naturales, como en las accidentales, es decir, en lo que depende de la suerte, y dado que las cosas humanas, si se consideran en uno mismo, se ven mucho mejor y con mayor sentimiento que en los demás. Como confirmación de esos pensamientos aducía, entre otras cosas, la arenga de Demóstenes por la Corona, en la que el orador, hablando de sí mismo continuamente, se venció a sí mismo en elocuencia; y a Cicerón, a quien, la mayor parte de las veces, cuando se refiere a sus cosas, le sucede lo mismo, como se ve en particular en la Miloniana, toda ella maravillosa, pero al final muy maravillosa, pues el orador mismo se introduce. Del mismo modo, es muy hermoso y elocuente, entre los discursos de Bossuet, y más que ningún otro fragmento, aquel que cierra las alabanzas al Príncipe de Condé, en el que el propio escritor se refiere a su vejez y a su cercana muerte. De los escritos del emperador Juliano, en los que se comporta como sofista y a menudo resulta intolerable, el más juicioso y loable es el discurso titulado Misopongone, es decir, Contra la barba, en el que responde a las agudezas y maledicencias de los que le eran contrarios en Antioquía. En esa obra, dejando al margen sus demás valores, él no es muy inferior a Luciano en gracia cómica, en abundancia de agudeza y vivacidad de ocurrencias, mientras que en la dedicada a los Césares, a pesar de ser una imitación de Luciano, es desafortunado, pobre en agudezas y, además de pobre, débil y casi insulso. Entre los italianos, que por lo común carecen de escrituras elocuentes, la apología que Lorenzino de Medici escribió como justificación propia es un ejemplo de elocuencia grande y perfecta; y también Torcuato Tasso, que es frecuentemente elocuente en la prosa en la que no habla mucho de sí mismo, casi siempre es muy elocuente en las cartas, en las que no habla, podemos decir, sino de su propia vida.

CAPÍTULO SÉPTIMO

Se recuerdan incluso bastantes agudezas y dichos ingeniosos, como la que le dijo a un jovencito muy estudioso de letras, pero poco experto en el mundo, el cual decía que del arte de gobernarse en la vida social y del conocimiento práctico de los hombres se aprenden cien folios cada día. Le respondió Ottonieri: “Pero el libro tiene cinco millones de folios.”

A otro joven desconsiderado y temerario que, para defenderse de los que le reprochaban sus malos resultados diarios y sus fracasos, solía decir que no hay que estimar la vida más que una comedia, le dijo una vez Ottonieri: “Incluso en la comedia es mejor recibir aplausos que silbidos, y el comediante mal instruido en su arte o torpe en su ejecución, al final, se muere de hambre.”

A un bribón homicida apresado por los guardias del tribunal que, por ser cojo, una vez cometido el crimen, no pudo huir, le dijo: “Mira, amigo, que la justicia, aunque se dice que es coja, sin embargo, alcanza al malhechor, si este es cojo.”

Viajando por Italia, habiéndole dicho, no sé dónde, un cortesano que quería molestarlo: “Yo te hablaré sinceramente si me das licencia”, le respondió: “Me gustaría mucho escucharte, porque, cuando se viaja, se buscan cosas raras.”

Obligado una vez por no sé qué necesidad a pedir dinero prestado a uno que, excusándose de no poder dárselo, concluyó afirmando que, si fuera rico,  no tendría mayor preocupación que las necesidades de los amigos, le replicó: “Me molestaría mucho que tú te preocuparas por nosotros. Le ruego a Dios que no te haga nunca rico.”

De joven había compuesto algunos versos en los que había empleado ciertas voces antiguas; una señora entrada en años a la que, después de que esta se lo pidiera, le recitaba sus versos le dijo que no podía entenderlos porque esas voces no se usaban en su tiempo; y él le respondió: “Pues yo creía que se usaban, porque son muy antiguas.”

De un avaro riquísimo al que le habían robado una pequeña suma de dinero dijo que se había comportado avaramente incluso con los ladrones.

De un calculador que, cualquier cosa que oyera o viera, se ponía a hacer cuentas, dijo: “Los demás hacen las cosas, él las cuenta.”

A algunos arqueólogos que discutían sobre una terracota de Júpiter, una vez que le pidieron su parecer, les dijo: “¿No veis que es un Júpiter de Creta?”

De un estúpido que presumía de su facilidad para argumentar y, en sus discursos, cada dos palabras, recordaba la lógica, dijo: “Este es justamente un hombre según la definición griega, es decir, es un animal lógico.”

Cercano a la muerte compuso él mismo esta inscripción que luego fue esculpida en su sepultura:

HUESOS
DE FILIPPO OTTONIERI
QUE NACIÓ PARA LAS OBRAS VIRTUOSAS
Y PARA LA GLORIA,
PERO VIVIÓ OCIOSO E INÚTIL
Y MURIÓ SIN FAMA
CONOCEDOR DE LA NATURALEZA
Y DE SU FORTUNA.

 

[25] Compuesto en Recanati, entre el 29 de agosto y el 26 de septiembre de 1824.

[26] Personaje creado por Leopardi. Caracterizado por una cierta extravagancia, sintetiza el pensamiento del propio poeta con un distanciamiento irónico y, a la par, amable

[27] Nubiana y Valdiviento son lugares imaginarios. Sus nombres, según Ruffilli, remiten a la inconsistencia de las nubes y del viento.

[28] Anotación de Leopardi: Cicerón, Tusc. V, 4 [ «Socrates autem primus philosophiam devocavit e caelo et in urbibus conlocavit et in domus etiam introduxit et cöegit de vita et moribus rebusque bonis et malis quaerere»(Sócrates, por otra parte, fue el primero que hizo venir del cielo a la filosofía y la colocó en las ciudades y en las casas, y obligó a investigar acerca de la vida y de las costumbres, del bien y del mal)] y Acad., I, 4.

[29] Elio Donato, gramático latino (s. IV d. C.), escribió un Comentario de Virgilio en el que aparece esta valoración de Meliso sobre su contemporáneo Virgilio.   “Cap. 6: «sermone tardissimum ac pene indocto similem fuisse Melissus tradit» (Meliso refiere que era muy lento en el diálogo y casi igual a un inculto)” (N. del A.)

[30] ”Lib. 1, segm. 69” (N. del A.)

[31] ” Lib. 2, segm. 31 ” (N. del A.)

[32] “Lib. 2, segm. 95” (N. del A.)

[33] Los seguidores de Hegesias, filósofo del siglo IV a. C., que sostenía que el placer consistía en la ausencia de todo mal, es decir, en la muerte.

[34] Filósofo griego del siglo III a. C. Perteneció a la escuela cínica.

[35] “Lib. 4, segm. 48” (N. del A.)

[36]  “Consejos para administrar el estado” (N. del A.)

[37]Paradojas, 1, al final. ” (N. del A.)

[38] “Lib. 2, cap. 8, sec. 9; cap. 9, sec. 5” (N. del A.)

XVI. DIÁLOGO DE CRISTÓBAL COLÓN Y DE PEDRO GUTIÉRREZ [39]

COLÓN. Hermosa noche, amigo.

GUTIÉRREZ. Hermosa de verdad y creo que, vista desde la tierra, será más hermosa.

COLÓN. Muy bien, también tú estás cansado de navegar.

GUTIÉRREZ. De navegar, exactamente, no; pero esta navegación me resulta más larga de lo que había creído y me aburre un poco. Sin embargo, no debes pensar que yo me queje de ti, como hacen los demás. Es más, ten por seguro que, en cualquier decisión que con respecto a este viaje tomes, te secundaré, al igual que antes, con todas mis fuerzas. Pero, ya que estamos hablando, quisiera que me declararas, con precisión y con toda sinceridad, si aún estás tan seguro, como lo estabas al principio, de encontrar tierra por esta parte del mundo; o si, después de tanto tiempo y tanta experiencia adversa, comienzas a dudar.

COLÓN. Si te hablo con lealtad, tal como se puede hacer con una persona amiga y discreta, confieso que he comenzado a dudar; sobre todo porque, en el viaje, algunas señales que me habían dado una gran esperanza han resultado vanas, como fue la de los pájaros que pasaron por encima de nosotros al venir de poniente, pocos días después de que partiéramos de la Gomera, y que yo consideré que eran indicio de que la tierra no estaba lejos. Del mismo modo he visto, día tras día, que el efecto no se ha correspondido con lo que yo había conjeturado y pronosticado, antes de que nos echáramos a la mar, acerca de las diversas cosas que nos ocurrirían, creía yo, en el viaje. Por ello, estoy pensando que, del mismo modo que estos pronósticos me han engañado, a pesar de que me parecieron casi ciertos, podría ser que fuera vana incluso la conjetura principal, a saber, que encontraríamos tierra al otro lado del océano. Es verdad que esta tiene fundamentos tales que, incluso si es falsa, me parecería, por una parte, que no se puede tener fe en ningún juicio humano, a no ser que consista totalmente en cosas que se ven en el presente y se tocan. Pero, por otro lado, considero que la práctica se aparta a menudo, es más, la mayor parte de las veces, de la especulación; y, por ello, me pregunto: ¿cómo puedes saber tú que cada parte del mundo se parece a las demás, de tal modo que, estando el hemisferio oriental ocupado en parte por la tierra y en parte por el agua, debas deducir que también el occidental está dividido entre esta y aquella?, ¿cómo puedes saber que no está totalmente ocupado por un mar único e inmenso?, ¿o que en lugar de tierra o en lugar de tierra y agua, no contiene también cualquier otro elemento? Supuesto que tenga tierras y mares, como el otro, ¿no podría darse que esté deshabitado, es más, que fuera inhabitable? Supongamos que no está menos deshabitado que el nuestro, ¿qué certeza tienes de que haya criaturas racionales, como en este? Y supuesto que las haya, ¿cómo estás seguro de que son hombres y no cualquier otro género de animales inteligentes? Y supuesto que sean hombres, ¿no serán muy diferentes de los que tú conoces, es decir, mucho más grandes, más gallardos, más diestros, dotados de mayor ingenio y espíritu, incluso más civilizados y más ricos en ciencias y en artes? Estas cosas estoy pensando. Y, en verdad, la naturaleza se ve adornada de tanto poder, y sus efectos son tan variados y múltiples, que no solo no se puede pensar con certeza en cuanto ella haya realizado y realice en lugares lejanísimos y totalmente desconocidos por nuestro mundo, sino que también podemos temer que uno se engaña muchísimo cuando estudia aquellos lugares de acuerdo con estos; y no sería inverosímil imaginar que las cosas del mundo desconocido, en parte o totalmente, son maravillosas y extrañas si las comparamos con las del nuestro. He aquí que nosotros vemos con nuestros propios ojos que la aguja, en estos mares, baja de la estrella no poco espacio hacia poniente, cosa novísima y hasta ahora inaudita para todos los navegantes; y para la cual no puedo encontrar una razón que me satisfaga, por mucho que reflexione. No quiero decir con todo esto que se deba prestar oídos a las fábulas de los antiguos sobre las maravillas del mundo desconocido y de este océano, como, por ejemplo, a la fábula de los países de los que habla Hannón, [40]  según la cual, de noche estaban llenos de llamas y de torrentes de fuego que iban a desembocar en el mar. Es más, vemos que hasta hoy han sido vanos todos los temores de milagros y de novedades espantosas que tenía nuestra gente en este viaje, como cuando vieron aquella cantidad de algas que parecía hacer del mar casi un prado y que nos impedía avanzar, y pensaron que habíamos llegado a los últimos confines del mar navegable. Solo quiero deducir de todo esto, y para contestar a tu pregunta, que, aunque mi conjetura se funde en argumentos muy probables, no solo según yo, sino también según muchos geógrafos, astrónomos y navegantes excelentes, con los cuales he dialogado, como sabes, en España, en Italia y en Portugal, puede suceder, sin embargo, que falle, porque, vuelvo a decírtelo, vemos que muchas conclusiones deducidas con los mejores razonamientos no se sostienen en la experiencia. Y esto sucede sobre todo cuando estas conclusiones pertenecen a cosas sobre las cuales se tiene poquísima luz.

GUTIÉRREZ. De modo que tú, en definitiva, has puesto tu vida y la de tus compañeros en manos de una simple opinión especulativa.

COLÓN. Así es, no lo puedo negar. Pero, dejemos de lado que los hombres, en todo momento, ponen su vida en peligro con fundamentos muchísimo más débiles y por cosas de poquísimo interés o incluso sin pensarlo, y piensa un poco. Si ahora tú y yo y todos nuestros compañeros no estuviéramos en estas naves, en medio de este mar, en esta soledad desconocida, en este estado, tan incierto y tan peligroso como se quiera considerar, ¿qué condición de vida tendríamos?, ¿en qué estaríamos ocupados?, ¿de qué modo pasaríamos estos días? ¿Quizás con más alegría?, ¿no estaríamos incluso más angustiados y preocupados, o bien aburridos? ¿Qué quiere decir un estado libre de incertidumbre y de peligro? Si se está contento y feliz, ese estado es preferible a cualquier otro; si se está aburrido e infeliz, no veo a qué otro no se pueda posponer. Yo no quiero recordar la gloria y la utilidad que alcanzaremos si la empresa sucede tal como esperamos. Aunque otro fruto no saquemos de esta navegación, me parece que ella es muy provechosa, en tanto que, durante un tiempo, nos ha mantenido lejos del aburrimiento, nos ha hecho amar la vida, nos ha hecho estimar muchas cosas que, de otro modo, ni siquiera tendríamos en consideración. Escriben los antiguos, como habrás leído u oído, que los amantes infelices, al arrojarse al mar desde la roca de Santa Maura (que entonces se llamaba Léucade), si quedaban ilesos, se libraban, gracias a Apolo, de la pasión amorosa. Yo no sé si se deba creer que ellos obtuvieran este don, pero sé bien que, después de haber salido del peligro, habrán amado, durante algún tiempo e incluso sin el favor de Apolo, la vida que antes odiaban, o que la habrán amado y apreciado más de lo que antes la amaran y apreciaran. Toda navegación es, a mi juicio, como un salto desde la roca de Léucade, y produce el mismo bien, pero más duradero del que aquel produciría, por lo cual es bastante superior. Generalmente, se cree que los hombres de mar y de guerra, al estar continuamente en peligro de muerte, estiman su vida menos que los demás la suya. Yo, en cambio, y por estas mismas razones, considero que de pocas personas es tan amada y apreciada la vida como lo es por los navegantes y por los soldados. ¡Cuántos bienes hay que no importan porque se tienen! ¡Cuántas cosas que ni siquiera tienen el nombre de bienes parecen muy agradables y muy preciosas a los navegantes, solo porque no las tienen! ¿Quién consideró nunca, entre los bienes humanos, el tener un poco de tierra en el que sostenerse? Nadie, excepto los navegantes, y mayormente nosotros que, por la gran incertidumbre sobre el resultado de este viaje, no tenemos deseo mayor que el de ver un pedacillo de tierra; este es el primer pensamiento que tenemos al despertar, con él nos dormimos; y, si alguna vez descubrimos desde lejos la cima de un monte o de un bosque o algo similar, no cabremos en nosotros mismos de la alegría; y, una vez vista la tierra, solo por el hecho de pensar que nos encontramos en suelo estable y que andamos aquí y allá y caminamos a nuestro gusto, nos consideraremos felices durante bastantes días.

GUTIÉRREZ.  Todo esto es verdad, tanto que si tu conjetura inicial resulta tan verdadera como es la justificación de haberla seguido, no podremos dejar de gozar esta felicidad un día u otro.

COLÓN. Yo creo, aunque no me atrevo a prometérmelo más con seguridad, que estamos a punto de gozarla bien pronto. Desde hace algunos días, el escandallo, como sabes, toca fondo, y la cualidad de aquella materia que arrastra me parece un buen indicio. Por la tarde, las nubes, alrededor del sol, se muestran de una forma y de un color diferentes a las de días anteriores. El aire, como puedes comprobar, es más dulce y tibio que antes. El viento no corre, como anteriormente, tan lleno, tan derecho ni constante, sino sobre todo incierto y vario y como si se viera interrumpido por algún obstáculo. Añade aquella caña que flotaba en el mar y que parecía estar cortada hacía poco tiempo, y aquella ramita de árbol con las bayas rojas y frescas. Incluso las bandadas de pájaros, aunque ya me engañaron una vez, ahora son tantas y tan grandes las que pasan, y se multiplican de tal modo día tras día, que pienso que puede ser un fundamento, sobre todo cuando se ve que se les han unido algunos pájaros que, por su forma, no me parecen marítimos. En suma, todas estas señales juntas, por mucho que yo quiera permanecer incrédulo, me tienen en un estado de expectativa grande y buena.

GUTIÉRREZ. Quiera Dios, esta vez, que esta se cumpla.

 

[39] Compuesto en Recanati, entre el 19 y el 25 de octubre de 1824.

[40]Peripl. en Geogr. graec. min. P.5” (N. del A.) La fuente a la que se refiere es el Periplo del navegante cartaginés Hannón (siglo V a. C.), fruto de una navegación por la costa del África occidental.

XVII. ELOGIO DE LOS PÁJAROS [41]

Amelio,[42]  filósofo solitario, una mañana de primavera estaba leyendo sus libros sentado a la sombra de su casa en el campo; impresionado por el canto de los pájaros, se puso a escucharlos y a pensar, de modo que dejó de leer y, finalmente, comenzó a escribir y, en aquel mismo instante, escribió las cosas que siguen.

Son los pájaros, por naturaleza, las más alegres criaturas del mundo. No lo digo por el hecho de que, cuando los ves o los oyes, siempre te a alegran, sino que me refiero a ellos en sí mismos, queriendo decir que sienten más júbilo y alegría que ningún otro animal. A los demás animales se les ve comúnmente serios y graves, y muchos de ellos parecen melancólicos, raras veces dan señales de alegría y estas, cuando se dan, son pequeñas y breves; en la mayor parte de sus gozos y deleites, ni hacen fiestas ni dan muestras de estar contentos, pues, incluso si les placen los campos verdes, las vistas amplias y hermosas, la luminosidad espléndida, los aires cristalinos y dulces, no suelen manifestarlo; excepto las liebres, de las que se dice que, por la noche, cuando aparece la luna y, sobre todo, la luna llena, saltan y juegan juntas, deleitándose con su claridad, según escribe Jenofonte.[43]  Los pájaros se muestran generalmente, en sus movimientos y en sus hechos, contentísimos; y no de otra cosa procede esa virtud que tienen de alegrarnos con su vista, que del hecho de que sus formas y sus actos, universalmente, son tales que por naturaleza denotan habilidad y disposición especial para sentir gozo y contento: apariencia que no hay que considerar vana ni engañosa. Por cualquier deleite o contento que tengan, cantan; y cuanto mayor es el deleite o el contento, tanto más vigor y cuidado ponen en el canto. Y dado que cantan buena parte del tiempo, se deduce que ordinariamente están de buen ánimo y que gozan. Y aunque se ha observado que, cuando aman, cantan mejor y más a menudo y más largamente que nunca, no hay que creer por ello que a cantar los muevan otros deleites y otras alegrías añadidas a las del amor. Se ve claramente que, si el día es sereno y tranquilo, cantan más que si es oscuro y desapacible, y que callan, durante la tormenta, tal como hacen mientras sienten cualquier otro temor, y que, cuando aquélla ha pasado, vuelven afuera cantando y jugueteando los unos con los otros. Del mismo modo, se ve que tienen la costumbre de cantar por la mañana al despertarse; y que a ello los mueve, en parte, la alegría que les trae el nuevo día, en parte, el placer que encuentran generalmente todos los animales al sentirse reparados y reconstituidos por el sueño. Incluso se alegran sumamente con el gozoso verdor, con los valles fértiles, con las aguas puras y transparentes, con el hermoso paisaje. En esas cosas, es notable que lo mismo que a nosotros nos parece ameno y agradable, les parece a ellos, como se puede saber por cuanto disponemos para atraerlos a las redes y al visco, a las trampas y a los lazos. Se puede saber también por la condición de esos lugares del campo en los que ordinariamente hay más pájaros, y por su canto ferviente y continuo. Por el contrario, de los demás animales, a no ser quizás los que están domesticados y viven con los hombres, ninguno o pocos suelen sentir lo que sentimos nosotros sobre la amenidad y la gracia de los lugares. Y no hay por qué maravillarse, pues ellos se regocijan solo con lo natural. Aunque, en estas cosas, una grandísima parte de lo que llamamos natural no lo es, sino que es artificial, a saber, los campos labrados, los árboles y las otras plantas colocadas y cuidadas en orden, los ríos encañonados en límites precisos y en cierto curso, y cosas parecidas no tienen aquel estado ni aquella semblanza que tendrían si fueran naturales. De modo que la vista de cualquier región habitada por cualquier generación de hombres civilizados, incluso sin considerar las ciudades y los demás lugares en los que los hombres suelen reunirse, es artificial y muy diferente a lo que sería por naturaleza. Dicen algunos, y viene aquí a propósito, que la voz de los pájaros es más gentil y dulce, y el canto más modulado en nuestras regiones que en aquellas en las que los hombres son salvajes y toscos; y concluyen que los pájaros, incluso si son libres, toman un poco de la cultura de los hombres en cuyas viviendas suelen estar.

Si eso es verdad o no, no lo sé, pero ciertamente es notable disposición de la naturaleza haberle atribuido a un mismo género de animales el canto y el vuelo, de manera que aquellos que tenían que recrear a los demás seres vivos con su voz, estuvieran comúnmente en lugares altos, desde donde esta se expandiera en derredor por mayor espacio y llegara al mayor número de oyentes, y que el aire, que es el elemento destinado al sonido, estuviera poblado por criaturas vocales y musicales. Verdaderamente, mucho ánimo y deleite nos ofrece, y no menos, a mi parecer, a los demás animales, oír el canto de los pájaros. Y eso creo que nace principalmente no de la suavidad de los sonidos, por mucha que ella sea, ni de su variedad, ni de la armonía entre ellos, sino del significado de alegría que está contenido, por naturaleza, en el canto en general y, en particular, en el canto de los pájaros, el cual es, por decirlo de algún modo, una risa que el pájaro expresa cuando se siente bien y a gusto.

Así pues, se podría decir, de algún modo, que los pájaros participan del privilegio que tiene el hombre de reír, privilegio que no tienen los demás animales; y por ello, algunos pensaron que, del mismo modo que el hombre se define como ser inteligente o racional, se podría definir como ser que ríe, al parecerles que la risa no es menos propia y particular del hombre que la razón. Cosa ciertamente admirable es que en el hombre, la criatura más sufrida y miserable de cuantas existen, se encuentre la facultad de reír, ajena a todo otro animal. Más admirable es aún cómo usamos esta facultad: pues ríen muchos en un accidente horrible; otros en una gran tristeza, y otros, que casi no sienten ningún amor por la vida, convencidos de la vanidad de todos los bienes humanos, casi incapaces de sentir alegría, y privados de toda esperanza, también ríen. Es más, cuanto más conocen la vanidad de los bienes y la infelicidad de la vida, y cuanto menos esperan y menos capacitados están para gozar, más predispuestos suelen estar los hombres para reírse. Apenas se podría definir y explicar la naturaleza de la risa en general y los principios y modos íntimos con que afecta a los ánimos, a no ser diciendo que es una especie de locura no duradera, o bien un desatino y delirio. Pues los hombres, al no estar nunca satisfechos ni deleitados verdaderamente por cosa alguna, no pueden tener una causa para reírse que sea razonable o apropiada. Además, sería curioso investigar cuándo, dónde y en qué ocasión con más verosimilitud el hombre llegó a usar y a conocer esta facultad suya. No hay dudas de que, en la edad primitiva y salvaje, el hombre se muestra generalmente serio, como los demás animales, e incluso se le ve melancólico. Por eso, yo creo que la risa no solo apareció después del llanto, cosa que no se puede discutir, sino que tardó bastante tiempo en ser experimentada y vista por primera vez. Y durante aquel tiempo, ni la madre sonreía al niño, ni este la reconocía por su sonrisa, como dice Virgilio. Y si hoy, al menos donde la gente está civilizada, los hombres comienzan a reír poco después de haber nacido, lo hacen principalmente en virtud del ejemplo, porque ven que los demás ríen. Y creería que la primera ocasión y causa de la risa es la embriaguez, que es otra experiencia propia y particular del género humano. Esta tuvo origen mucho antes de que el hombre alcanzara ninguna clase de civilización, pues sabemos que no se encuentra ningún pueblo tan tosco, que no se haya proveído de alguna bebida o de alguna otra manera de embriagarse, y que no suela servirse de ella ávidamente. De estas cosas no hay que maravillarse, si consideramos que los hombres, dado que son mucho más infelices que los demás animales, se deleitan más que cualquier otro con cualquier descuidada enajenación de sus mentes, con el olvido de sí mismos, con la intermitencia, por decirlo de alguna manera, de la vida; pues, ya interrumpiendo, ya olvidando por algún tiempo el sentido y el conocimiento de sus propios males, reciben no poco beneficio. Y, por lo que se refiere a la risa, se ve que los hombres salvajes, aunque de aspecto serio y triste en los demás momentos, también en la embriaguez ríen con profusión, y hablan mucho y cantan, en contra de su costumbre. Pero estas cosas las trataré con más amplitud en una historia de la risa que tengo intención de hacer, en la cual, una vez que haya investigado su origen, narraré sus hechos, sus casos y su fortuna, desde entonces hasta el presente, momento en el cual goza de una dignidad y de un estado mayor que los que haya gozado nunca, pues en las naciones civilizadas ocupa tal lugar y desempeña tal función, que sustituye, en cierta medida, a la ejercida en otros tiempos por la virtud, por la justicia, por el honor y similares; y en otras cosas, refrena y aparta a los hombres de las malas acciones. Así, para concluir el tema del canto de los pájaros, digo que, aunque el regocijo que conocemos y vemos en los demás, cuando no lo envidiamos, suele confortarnos y alegrarnos, muy laudablemente la naturaleza dispuso que el canto de los pájaros, que es muestra de alegría y, especialmente, de risa, fuera público, mientras que el canto y la risa de los hombres, con respecto al resto de la creación, son privados; y sabiamente hizo que la tierra y el aire estuvieran llenos de animales que, durante todo el día y con sonoras y alegres voces, aplauden la vida universal e incitan a los demás seres a la alegría, ofreciendo continuos testimonios, aunque falsos, de la felicidad de las cosas.

Y que los pájaros son y se muestran más contentos que los demás animales no es sino por una gran razón. Pues, verdaderamente, como apunté al principio, tienen una naturaleza más apta para el placer y para ser felices. Primero, parece que no están sometidos al tedio. Cambian de lugar a cada instante, pasan de unos países a otros, tan lejanos como quieras, y de lo más bajo a lo más alto del aire, en poco tiempo y con facilidad admirable; ven y sienten que en la vida las cosas son infinitas y muy diversas; ejercitan continuamente su cuerpo, y tienen, sobre todo, una rica vida exterior. A los demás animales, una vez que han satisfecho sus necesidades, les gusta quedarse quietos y ociosos; ninguno, a no ser los peces y algunos insectos voladores, camina mucho solo por pasear. Así, el hombre salvaje apenas acostumbra a caminar, a no ser para satisfacer cada día sus necesidades, las cuales requieren poco y breve trabajo, o bien porque la tormenta o alguna fiera u otra razón lo expulsen; le gusta principalmente el ocio y el abandono, y casi consume sus días enteros sentado perezosamente y en silencio en sus pequeñas cabañas deformes, o al aire libre, o en las oquedades y en las cavernas de las rocas y de las piedras. Los pájaros, por el contrario, muy poco tiempo están en un mismo lugar, pues van y vienen sin necesidad alguna, solo por placer; y algunas veces, tras haber volado por diversión a un país que dista cientos de millas del país en el que suelen vivir, el mismo día, al atardecer, vuelven a recogerse a su lugar. Incluso durante el breve espacio de tiempo que permanecen en un lugar, nunca se los ve quietos, sino que siempre van de acá para allá, siempre dan vueltas, se inclinan, se adelantan, bajan, se agitan, con esa viveza, esa agilidad, esa rapidez de movimientos indecibles. En definitiva, el pájaro, desde que sale del huevo y hasta que muere, salvo en los intervalos del sueño, no se detiene ni un momento. Con estas consideraciones, se podría afirmar que naturalmente el estado habitual de los demás animales, comprendidos los hombres, es la quietud; el de los pájaros, el movimiento.

Con estas sus cualidades y condiciones externas se corresponden las internas, es decir, las del ánimo, por las cuales también están mejor dispuestos para la felicidad que los demás animales. Teniendo el oído agudísimo y la vista eficiente y perfecta, tanto, que difícilmente nos podemos hacer una idea justa, gozan durante todo el día de inmensos y variadísimos espectáculos; y desde lo alto descubren, a un mismo tiempo, mucho espacio de tierra, y claramente reconocen muchos países, tantos, cuantos ni siquiera mentalmente el hombre puede abarcar de una vez; de ello se infiere que deben de tener una grandísima fuerza y vivacidad y una grandísima imaginación. No aquella imaginación profunda, fervorosa y atormentada que tuvieron Dante y Tasso, la cual es muy funesta dote y principio de preocupaciones y angustias gravísimas y perpetuas, sino la imaginación rica, variada, ligera, inestable e infantil, la cual es una abundantísima fuente de pensamientos amenos y gozosos, de dulces errores, de variados deleites y consuelos, y el mayor y más fructífero don que la naturaleza pueda ofrecer a los seres vivos. Por tanto, los pájaros tienen de esta facultad, en gran abundancia, lo bueno y lo beneficioso para el regocijo del ánimo, sin participar, sin embargo, de lo nocivo y penoso. Y así como abundan en vida exterior, también tienen una rica vida interior, pero de tal modo que tal abundancia les resulta beneficiosa y deleitable, como en los niños, y no muy dañina y muy mísera, como en los hombres. Por ello, si el pájaro guarda con el niño una semejanza manifiesta en cuanto a la vivacidad y la movilidad externas, también es razonable que la guarde en cuanto a las cualidades anímicas. Si los bienes de esta edad fueran comunes a las demás edades y las desgracias de estas no fueran mayores a los de aquella, quizás el hombre tendría razón para sobrellevar la vida con paciencia.

En mi opinión, la naturaleza de los pájaros, si la consideramos de acuerdo con ciertas perspectivas, supera en perfección a la de los demás animales. A modo de ejemplo, si consideramos que el pájaro supera a los demás en las facultades de ver y de oír, que, según el orden natural correspondiente al género de las criaturas animadas, son las facultades principales, se deduce que la naturaleza del pájaro es más perfecta que la de las demás criaturas de dicho género. Es más, al estar los demás animales, como se ha dicho arriba, inclinados a la quietud, y los pájaros al movimiento; y al ser el movimiento algo más vivaz que la quietud, es más, si la vida es movimiento y los pájaros gozan de más abundante movimiento exterior que ningún otro animal; y si a ello le añadimos que la vista y el oído, en los que exceden a los demás animales, , son los sentidos que sobresalen entre sus facultades, y son los sentidos esenciales de los seres vivos, los más vivaces y dinámicos, tanto en sí mismos como por las costumbres y otros efectos que brindan a la vida exterior e interior del animal; y, finalmente, teniendo en cuenta todas las cosas dichas antes, se concluye que el pájaro tiene una vida exterior e interior más rica que la de los demás animales. Asimismo, si la vida es más perfecta que su contrario, al menos en los seres vivos, y si, por ello, la mayor vitalidad es señal de mayor perfección, también de esto se infiere que la naturaleza de los pájaros es más perfecta. Y, por ello, no hay que silenciar que los pájaros de igual modo pueden soportar mejor el frío o el calor más extremados, incluso si pasan del uno al otro en brevísimo intervalo de tiempo: pues vemos frecuentemente que desde la tierra, en un instante, se levantan por el aire hasta una parte altísima, que es como decir a un lugar extremadamente frío; y muchos de ellos, en breve espacio de tiempo, atraviesan volando diversos climas.

En fin, así como Anacreonte deseaba transformarse en espejo para ser mirado continuamente por aquella que él amaba, o en falda para cubrirla, o en ungüento para ungirla, o en agua para lavarla, o en corsé para que ella lo estrechara a su seno, o en perla para que lo llevara al cuello, o en zapato para que ella, al menos, lo oprimiera con el pie, del mismo modo yo quisiera, durante un poco de tiempo, convertirme en pájaro para sentir aquel contento y regocijo de su vida.

 

[41] Compuesto en Recanati, entre el 29 de octubre y el 5 de noviembre de 1824.

[42] Sobrenombre de Gentiliano (siglo III a. C.), filósofo discípulo de Plotino. Este sobrenombre significa ´que no tiene preocupaciones`. Según Ruffilli, la elección de este nombre se adecua a la atmósfera de plácida alegría en la que viven los pájaros en este Elogio.

[43]Cyneget. Cap. 5, & 4” (N. del A.)

XVIII. CÁNTICO DEL GALLO SILVESTRE [44]

Afirman algunos maestros y escritores hebreos que entre el cielo y la tierra, es decir, una mitad en uno y la otra mitad en la otra, vive un cierto gallo salvaje que está con los pies en la tierra y toca con la cresta y con el pico el cielo. Este gallo gigante, además de otras particularidades que de él se pueden leer en los autores aludidos, tiene uso de razón o, ciertamente, como un papagayo ha sido amaestrado no sé por quién para proferir palabras como un hombre, pues se ha hallado en un pergamino antiguo, escrito con grafía hebrea y en una lengua entre caldea, targúmica, rabínica, cabalística y talmúdica, un cántico titulado Scir detarnegòl bara letzafra, es decir, Cántico matutino del gallo silvestre, el cual, no sin una gran fatiga e interrogando a más de un rabino, cabalista, teólogo, jurisconsulto y filósofo hebreo, he llegado a entender y a traducir a la lengua vulgar, como aquí se ve. No he podido por ahora comprender si este Cántico lo repite el gallo de tiempo en tiempo, o todas las mañanas, o bien fue cantado una sola vez, ni quién lo oye, ni quién lo ha oído, ni si dicha lengua es la del gallo o si el Cántico ha sido traducido de otra lengua. Por lo que se refiere a esta traducción infrascrita, para que fuera lo más fiel posible (y en ello me he esforzado sobremanera), me pareció que era mejor usar la prosa que el verso, aunque poética. El estilo interrumpido, y quizás alguna vez hinchado, no debe serme imputado, pues es conforme al original, el cual se corresponde con el uso de las lenguas y, sobre todo, de los poetas de Oriente.

Arriba, mortales, despertad. El día renace: vuelve la verdad a la tierra y se marchan las imágenes vanas. Surgid, tomad la carga de la vida, volved del mundo falso al verdadero.

Cada uno en este tiempo recoge y recorre con el ánimo todos los pensamientos de su vida presente, trae a la memoria los propósitos, las preocupaciones y los quehaceres, se propone deleites y afanes que han de venir a lo largo del nuevo día. Y cada uno, en este momento, está más deseoso que nunca de encontrar, incluso en su mente, expectativas alegres y dulces pensamientos. Pero pocos están satisfechos con este deseo: para todos, el despertar es un daño. El miserable, aún no ha despertado, y ya le vuelve a las manos la infelicidad. Dulcísima cosa es aquel sueño para cuya conciliación concurrió alegría o esperanza. La una y la otra, hasta el despertar del día siguiente, se conservan enteras e intactas; pero, llegado este, o falta o se debilita.

Si el sueño de los mortales fuera perpetuo y lo mismo que la vida; si, bajo el astro del día que languidece por la tierra en profundísima quietud a todos los seres vivos, no apareciera obra alguna; si no se propagara mugido de bueyes por los prados, ni estrépito de fieras por los bosques, ni canto de pájaros por el aire, ni susurros de abejas o de mariposas por los campos; si no surgiera en ningún lugar voz ni movimiento alguno, a no ser el de las aguas, el del viento y el de las tormentas, ciertamente el universo sería inútil, pero ¿quizás se encontraría en él menos felicidad o más miseria de la que hoy se encuentra? Yo te lo pregunto a ti, oh, sol, autor del día y señor del despertar: a lo largo de los siglos, distinguidos y consumidos hasta hoy por ti, que surges y caes, ¿viste tú alguna vez un solo ser vivo que fuera feliz? De las obras innumerables de los mortales que has visto hasta ahora, ¿crees que al menos una alcanzó su finalidad, o sea, la satisfacción, durable o transitoria, de la criatura que la realizó? Es más, ¿ves ahora o viste tú alguna vez la felicidad dentro de los confines del mundo?, ¿en qué campo reside, en qué bosque, en qué montaña, en qué valle, en qué país habitado o desierto, en qué planeta de entre todos aquellos que con tus rayos iluminas y calientas? ¿Quizás se esconde de tu mirada y reside en la sima de las cuevas o en la profundidad de la tierra o del mar? ¿Qué cosa animada participa de ella, qué planta o qué otro ser que tú vivifiques, qué criatura provista o desprovista de virtud vegetativa o animal? Y tú mismo, tú, que como un gigante incansable, velozmente, día y noche, sin sueño ni descanso, recorres el ilimitado camino que te está prescrito, ¿eres feliz o infeliz?[45]

Mortales, despertad. Aún no os habéis librado de la vida. Llegará el día en que ninguna fuerza extraña, ningún movimiento interior os sacuda de la quietud del sueño, sino que en ella siempre e insaciablemente reposaréis. Aún no se os ha concedido la muerte; solo de vez en cuando y por poco espacio de tiempo, se os consiente algo semejante a ella: pues la vida no podría conservarse si no es interrumpida frecuentemente. Una gran falta de este sueño breve y caduco es un mal mortífero, y causa de sueño eterno. Tal es la vida, que, para soportarla, es necesario de vez en cuando, abandonándola, retomar un poco de aliento y reponerse con el gusto y con una partícula de la muerte.

Parece que la esencia de las cosas tiene su propia y única finalidad en el morir. No pudiendo morir lo que no existe, es de la nada de donde brotó cuanto existe. Ciertamente, la última causa del ser no es la felicidad, pues ninguna cosa es feliz. Verdad es que las criaturas animadas se proponen este fin en cada una de sus obras, pero de ninguna la obtienen; y a lo largo de toda su vida, ingeniándoselas, trabajando y penando siempre, no sufren por otra cosa, ni se cansan, sino para alcanzar este único fin de la naturaleza, que es la muerte.

De todos modos, la primera parte del día suele ser para los mortales la más soportable. Pocos, al despertar, encuentran en sus mentes imágenes deleitosas y alegres, pero casi todos las producen y las forman en ese instante, pues los ánimos, a esa hora, aun sin una materia especial y determinada, se inclinan sobre todo a la alegría o están dispuestos más que a cualquier otra hora a soportar los males. Por ello, si alguno, cuando fue invadido por el sueño, se encontraba dominado por la desesperación, al despertar, acepta nuevamente en su ánimo la esperanza, aunque esta no le afecte de ningún modo. Muchos infortunios y sufrimientos, muchas causas de temor y de preocupación, a esa hora, parecen bastante menores de lo que parecieron la noche anterior. A menudo, incluso, las angustias del día pasado resultan despreciables y, por poco, casi risibles, como si hubieran sido el efecto de errores o de vanas imaginaciones. La noche es comparable a la vejez; por el contrario, el principio de la mañana se parece a la juventud, pues este momento consuela y conforta; y la noche es triste, apocada e inclinada a esperar el mal. Pero, al igual que la juventud de la vida entera, la que los mortales sienten cada día es brevísima y huidiza, y rápidamente incluso el día se reduce para ellos a la vejez.

La flor de los años, aunque es lo mejor de la vida, es, sin embargo, algo pobre. Y además, incluso este escaso bien falta en tan poco tiempo, pues cuando el ser vivo se da cuenta, a través del mayor número de señales, del declinar de su propio ser, apenas ha experimentado la perfección, ni ha podido sentir ni conocer plenamente sus propias fuerzas, que ya merman. En cualquier género de criaturas mortales, la mayor parte del vivir es un languidecer. Pues tanto, en cada una de sus obras, la naturaleza tiende y se dirige a la muerte: no por otra razón la vejez prevalece tan manifiesta y abundantemente en la vida y en el mundo. Cada parte del universo se apresura infatigablemente hacia la muerte, con solicitud y celeridad admirables. Solo el universo mismo parece inmune a la decadencia y al abatimiento; pues, si en el otoño y en el invierno se muestra casi enfermo y viejo, no menos rejuvenece en la estación nueva. Pero, al igual que los mortales que, aunque al principio de cada día recuperan parte de la juventud, envejecen cada día y, finalmente, se extinguen, también el universo, aunque al principio de cada año rejuvenece, continuamente envejece. Y llegará la hora en que el universo y la naturaleza misma se apagarán. Del mismo modo que de grandísimos reinos e imperios humanos y de sus maravillosas empresas, que fueron famosísimas en otras edades, no queda hoy señal ni fama alguna, de igual modo del mundo entero y de las infinitas vicisitudes y calamidades de las cosas creadas no quedará ningún vestigio, sino un silencio desnudo, y una quietud altísima que llenarán el inmenso espacio. Así, este arcano admirable y espantoso de la existencia universal, antes de ser explicado ni entendido, se desvanecerá y se perderá.

 

[44] Compuesto en Recanati, entre el 10 y el 16 de noviembre de 1824.

[45] «Al igual que un buen número de gentiles y de cristianos antiguos, también muchos judíos (entre ellos, Filón de Alejandría y el rabino Mosén Maimónides) creyeron que el sol y los planetas tenían alma y vida.» (N. del A.)

XIX. FRAGMENTO APÓCRIFO DE ESTRATÓN DE LAMPSACO [46]

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PREÁMBULO

Este fragmento, que yo por pasatiempo he traducido del griego al vulgar, proviene de un códice escrito a pluma que se encontraba hace algunos años, y quizás aún se encuentre, en la biblioteca de los monjes del monte Athos. Lo titulo Fragmento apócrifo porque, como todos pueden ver, las cosas que se leen en el capítulo «Del fin del mundo» no pueden haber sido escritas sino hace poco tiempo, mientras que Estratón de Lampsaco,[47] filósofo peripatético, apodado el Físico, vivió trescientos años antes de la era cristiana. Es verdad que el capítulo «Del origen del mundo» concuerda bastante con lo poco que sabemos de las opiniones de este filósofo transmitidas por los escritores antiguos. Por ello, podría creerse que el primer capítulo e incluso el principio del otro son verdaderamente de Estratón, y que el resto lo ha añadido algún docto griego, no antes del siglo pasado. Júzguenlo los eruditos lectores.

DEL ORIGEN DEL MUNDO

Las cosas materiales, del mismo modo que perecen y tienen fin, tuvieron principio. Pero la materia misma ningún principio tuvo, es decir, que ella es por su propia fuerza ab aeterno. Pero si del hecho de ver que las cosas materiales crecen, disminuyen y, finalmente, se disuelven, se concluye que ellas no son por sí mismas ab aeterno, sino originadas y producidas, por el contrario, aquello que nunca crece, ni mengua, ni perece, nunca se deberá considerar originado ni procedente de causa alguna. Y, en verdad, de ningún modo se podría demostrar que si una de las dos argumentaciones fuera falsa, la otra fuera verdadera. Pero, puesto que estamos seguros de que aquella es verdadera, lo mismo tenemos que concederle también a la otra. Vemos que la materia no crece nunca, ni siquiera una cantidad mínima, que tampoco la menor parte de ella se pierde, de tal modo que no está condenada a perecer. Por tanto, las diferentes formas de presentarse la materia, que vemos en lo que llamamos criaturas materiales, son caducas y pasajeras; y, sin embargo, ningún signo de caducidad ni de mortalidad se descubre universalmente en la materia y, por tanto, tampoco ningún signo de que haya sido originada, ni de que, para ser, haya necesitado o necesite alguna causa o fuerza externa. El mundo, es decir, el hecho de presentarse la materia de cierta forma, es algo originado y caduco. Ahora hablaremos del origen del mundo.

La materia universal, así como las plantas y las criaturas animadas particulares, tienen en sí mismas, por naturaleza, una o más fuerzas propias que las agitan y mueven continuamente de muy diferentes modos. A estas fuerzas podemos suponerlas e incluso nombrarlas por sus efectos, pero nunca podremos conocerlas en sí mismas, ni descubrir su naturaleza. Tampoco podemos saber si esos efectos, que según nosotros se refieren a una misma fuerza, proceden de una o de más fuerzas o, por el contrario, si esas fuerzas que nosotros nombramos con diversos nombres son verdaderamente diferentes o una misma. Así como continuamente, por lo que se refiere al hombre, con diversos nombres nos referimos a una única pasión o fuerza; a modo de ejemplo: la ambición, el deseo de placer y similares, de cada una de las cuales proceden efectos, a veces, simplemente diferentes y, a veces, incluso contrarios, son de hecho una misma pasión, a saber, el amor a sí mismo, que obra de diferentes modos en casos diferentes. Estas fuerzas, pues, o quizás se deba decir esta fuerza de la materia, al moverla, como hemos dicho antes, y al agitarla continuamente, forma de ella innumerables criaturas, es decir, la modifica de muy variados modos. Estas criaturas, considerándolas a todas juntas, pero distribuidas en ciertos géneros o especies, y unidas entre sí de acuerdo con ciertas leyes y ciertas relaciones que proceden de su naturaleza, se llaman mundo. Pero, puesto que dicha fuerza no deja nunca de obrar ni de modificar la materia, a las criaturas que ella continuamente forma, también las destruye, y forma con la materia de ellas nuevas criaturas. Y conforme se destruyen las criaturas individuales, mientras se mantengan todos o casi todos los géneros y especies de las mismas, y mientras las leyes y relaciones naturales de las cosas no cambien completamente o en su mayor parte, diremos que aún dura tal mundo. Pero, después de haber durado, más o menos tiempo, infinitos mundos en el espacio infinito de la eternidad, dado que la referida fuerza hace que la materia gire continuamente, por último han llegado a su fin y se han perdido aquellos géneros y aquellas especies de las que aquellos mundos se componían, al faltar aquellas relaciones y aquellas leyes que los gobernaban. Y, a pesar de ello, ni una partícula de la materia se ha perdido, tan solo se han perdido sus formas de presentarse, sucediendo de manera inmanente una forma a otra forma, es decir, un mundo a otro mundo.

DEL FIN DEL MUNDO

De este mundo presente del que los hombres forman parte, es decir, que son una de las especies de las que él está compuesto, no se puede decir fácilmente cuánto ha durado hasta ahora, y tampoco se puede conocer cuánto va a durar de ahora en adelante. Las leyes que lo rigen parecen inmutables, y por tales se las tiene, porque solo cambian poco a poco y durante una extensión de tiempo incomprensible, de modo que los cambios no llegan a ser conocidos, y menos aún sentidos por el hombre. Dicha extensión de tiempo, cualquiera que ella sea, es, sin embargo, nimia comparada con la eternidad de la materia. En este mundo presente, se ve un continuo perecer de los individuos y un continuo transformarse de las cosas; pero, puesto que la destrucción es compensada continuamente con la producción, y puesto que los géneros se conservan, se estima que este mundo ni tiene, ni va a tener en sí mismo una causa por la que deba perecer, y que tampoco muestra ningún signo de caducidad. Tampoco se puede conocer lo contrario, y eso por más de un indicio, pero sobre todo por lo que diré a continuación.

Sabemos que la tierra, a causa de su perpetuo girar alrededor de su propio eje, al huir del centro las partes que están alrededor del ecuador y al avanzar, sin embargo, hacia el centro las que están alrededor de los polos, ha cambiado de forma, y continuamente cambia, colmándose alrededor del ecuador cada vez más y, por el contrario, deprimiéndose cada vez más por los polos. Así, por ello debe de suceder que al cabo de un tiempo, cuya cantidad, aunque mensurable, no puede ser conocida por los hombres, la tierra se aplanará a un lado y otro del ecuador de modo que, perdida la forma de globo, adquirirá la de una sutil tabla redonda. Esta rueda, al girar continuamente alrededor de su eje, se atenuará y se dilatará más con el tiempo; y al huir del centro todas las partes, llegará a estar horadada en su centro; y este agujero ampliará su círculo día tras día, por lo que la tierra adquirirá la forma de un anillo y, finalmente, se hará pedazos, los cuales, después de salir de la presente órbita de la tierra y de perder el movimiento circular, se precipitarán sobre el sol o sobre algún planeta.

Se podría aducir, quizás, para confirmación de este discurso, un ejemplo, a saber, el del anillo de Saturno, sobre cuya naturaleza no se ponen de acuerdo los físicos. Y aunque nueva e inaudita, quizás no sería una conjetura inverosímil presumir que dicho anillo fuera al principio uno de los planetas menores destinados a girar alrededor de Saturno, y que, aplanado después y horadado posteriormente en el centro, por razones semejantes a las que hemos dicho con respecto a la tierra, pero quizás con mayor rapidez por ser de una materia probablemente menos espesa y más tierna, cayó de su órbita en el planeta de Saturno, por el que es retenido gracias al poder de atracción de su masa y de su centro, tal como podemos verlo hoy, alrededor de dicho centro. Y se podría creer que este anillo, al continuar todavía girando, como de hecho hace, en torno a dicho centro, que es el mismo que el del globo de Saturno, cada vez adelgazará y se dilatará más, y que cada vez crecerá más el intervalo que hay entre él y dicho globo, aunque eso ocurra con una lentitud mayor que la que se requeriría para que los cambios pudieran ser apreciados y conocidos por los hombres, máxime si están tan lejanos. Estas cosas, en serio o en broma, se han dicho del anillo de Saturno.

Así pues, dado ese cambio, que sabemos que se ha producido y se produce cada día en la forma de la tierra, no hay duda alguna en que, por las mismas razones, no se produzca de modo semejante en la forma de cada uno de los planetas, ni que en los demás planetas esto nos resulte tan poco evidente como lo es, sin embargo, en Júpiter. Y no solo les sucede esto a los que, a semejanza de la tierra, giran en torno al sol, sino que, sin duda, lo mismo les sucede incluso a aquellos planetas que, de acuerdo con la razón, presumimos que giran alrededor de cada estrella. Por tanto, de ese modo que se ha divisado con relación a la tierra, todos los planetas, al cabo de cierto tiempo, una vez que se hayan reducido por sí mismos a pedazos, se precipitarán, unos sobre el sol, y otros sobre sus estrellas. En las llamas de aquel y de estas, manifiesto es que no solo algunos o muchos individuos, sino, universalmente, todos los géneros y especies que ahora habitan la tierra y los demás planetas serán destruidos, por decirlo así, incluso de raíz. Y esto, probablemente, o alguna cosa semejante tuvieron en el ánimo aquellos filósofos, tanto griegos como bárbaros, que afirmaron que este mundo presente, al final, perecería en el fuego. Pero, como vemos que también el sol gira alrededor de su propio eje y que, por tanto, lo mismo se debe de creer de las estrellas, se deduce que aquel y estas, con el paso del tiempo, y no menos que los planetas, se disolverán, y que sus llamas se dispersarán por el espacio. De esa manera, pues, el movimiento circular de las esferas mundanas, que es una parte fundamental de las presentes leyes naturales y casi principio y fuente de la conservación de este universo, será también la causa de la destrucción de dicho universo y de dichas leyes.

Destruidos los planetas, la tierra, el sol y las estrellas, pero no su materia, se formarán nuevas criaturas, que se distribuirán en nuevos géneros y nuevas especies; y nacerán, con las fuerzas eternas de la materia, nuevas leyes de las cosas y un mundo nuevo. Pero las cualidades de este y de aquellas, como incluso de los innumerables mundos que ya existieron y de los infinitos que existirán después, no las podemos ni siquiera suponer.

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[46] Compuesto probablemente en Bolonia, en el otoño de 1825.

[47] Filósofo griego del siglo III a.C., que sucedió a Teofrasto en la dirección del Liceo, orientándolo hacia el estudio de la física. De sus obras solo quedan fragmentos; algunos eruditos modernos le atribuyen diversos trabajos conservados en la obra de Aristóteles, como el libro IV de la Meteorología.          

XX. DIÁLOGO DE TIMANDRO Y DE ELEANDRO [48]

TIMANDRO.[49] Se lo quiero, es más, se lo debo decir libremente. El contenido y la intención de sus escritos y de sus palabras me parecen muy reprobables.

ELEANDRO.[50]  Mientras no le parezcan lo mismo incluso mis actos, no me dolerá mucho, porque las palabras y los escritos importan poco.

TIMANDRO. En sus actos, no encuentro nada que reprenderle. Sé que no les hace bien a los demás porque no puede, y veo que no les hace mal porque no quiere. Pero, en las palabras y en los escritos, lo considero muy reprensible; y no le concedo que estas cosas importen hoy poco, porque nuestra vida presente no consiste, podemos decir, sino en eso. Dejemos las palabras por ahora, y hablemos de los escritos. Esa su continua reprobación y escarnio de la especie humana, en primer lugar, ya no está de moda.

ELEANDRO. Tampoco lo está mi cerebro. Y no es una novedad que los hijos se parezcan al padre.

TIMANDRO. Tampoco será una novedad que sus libros, como todo lo que es contrario a la costumbre, tengan mala fortuna.

ELEANDRO. ¡Vaya desgracia! No irán, por ello, pidiendo pan de puerta en puerta.

TIMANDRO. Cuarenta o cincuenta años atrás, los filósofos solían murmurar de la especie humana; pero, en este siglo, hacen todo lo contrario.

ELEANDRO. ¿Cree que, cuarenta o cincuenta años atrás, los filósofos, cuando murmuraban de los hombres, decían algo falso o verdadero?

TIMANDRO. Sobre todo y la mayor parte de las veces, verdadero.

ELEANDRO. ¿Cree que, en estos cuarenta o cincuenta años, la especie humana ha llegado a ser lo contrario de lo que era?

TIMANDRO. No lo creo, pero esto importa poco para nuestro tema.

ELEANDRO. ¿Cómo que no importa? ¿Quizás ha crecido en poder o ha subido de rango, para que los escritores de hoy estén constreñidos a adularla y obligados a venerarla?

TIMANDRO. No se burle de un asunto tan serio.

ELEANDRO. Pues, volviendo a la sustancia, yo no ignoro que los hombres de este siglo, mientras les hacen el mal a sus semejantes, según la costumbre antigua, se han dedicado a hablar bien de ellos, al contrario que en el siglo precedente. Pero yo, que no les hago ningún mal ni a mis iguales ni a mis desiguales, no creo estar obligado a hablar bien de los demás en contra de mi conciencia.

TIMANDRO. Sin embargo, está obligado, como todos los hombres, a intentar ayudar a su especie.

ELEANDRO. Si mi especie procura hacerme a mí lo contrario, no veo cómo tenga yo esta obligación que usted dice. Pero supongamos que la tengo, ¿cómo lo haré, si no puedo?

TIMANDRO. Usted no puede y pocos son los que pueden con los hechos. Pero, con los escritos, bien puede y debe ayudar. Y no ayuda con los libros que satirizan continuamente al hombre en general, sino que perjudica muchísimo.

ELEANDRO. Admito que no ayudo, mas considero que no perjudico. Pero ¿cree que los libros pueden ayudar a la especie humana?

TIMANDRO. No solo yo, sino todo el mundo.

ELEANDRO. ¿Qué libros?

TIMANDRO.  Los de bastantes géneros, pero sobre todo los morales.

ELEANDRO. Esto no lo creen todos, porque yo, entre otros, no lo creo, como respondió una mujer a Sócrates. [51] Si algún libro moral pudiera ayudar, yo pienso que ayudarían, en mayor grado, los de poesía; digo los de poesía, tomando esta palabra en sentido amplio, es decir, los libros destinados a despertar la imaginación, y no incluyo menos a los que están en prosa, que a los que están en verso. Sin embargo, estimo poco aquella poesía que, una vez leída y meditada, no deja en el alma del lector un sentimiento tan noble, que durante media hora le impida admitir un pensamiento vil o realizar una acción indigna. Pero, si el lector traiciona a su mejor amigo una hora después de la lectura, no despreciaré por ello esa poesía, porque, si fuera así, tendría que despreciar los más hermosos, los más cálidos y los más nobles poemas del mundo. Y excluyo además de este discurso a los lectores que viven en las grandes ciudades, los cuales, en el caso en que lean atentamente, no pueden ser beneficiados de ello ni durante media hora, ni deleitados, ni conmovidos por ninguna clase de poesía.

TIMANDRO. Usted habla, como es su costumbre, con malicia, y de tal modo que da a entender que, generalmente, es muy mal acogido y tratado por los demás; pues esta es, la mayor parte de las veces, la causa del mal ánimo y del desprecio que algunos profesan contra su propia especie.

ELEANDRO. Ciertamente no digo que los hombres hayan tenido conmigo y tengan un buen trato, máxime porque, si digo esto, yo pasaría por ser un ejemplo único. Pero tampoco me han hecho un gran mal, porque, al no desear nada de ellos ni de su compañía, yo no me he expuesto mucho a sus ofensas. Bien le digo y le aseguro que, como conozco y veo de forma clara que no sé hacer ni la más mínima cosa de lo que se requiere para ser grato a las personas, y que soy más inepto de cuanto se pueda imaginar para conversar con los demás e, incluso, para la misma vida, ya sea a causa de mi naturaleza o por mi propia culpa, estimaría a los hombres menos de lo que los estimo, si me trataran mejor de lo que lo hacen.

TIMANDRO. En este caso, más digno es usted de ser condenado, porque el odio y la voluntad de vengarse, por decirlo así, de los hombres, si se han recibido ofensas por error, tendrían alguna excusa. Pero su odio, según lo que dice, no tiene ninguna causa personal, a no ser, quizás, una ambición insólita y miserable de alcanzar la fama de misántropo, como Timón, [52] deseo que es abominable en sí mismo, extraño, además, de modo especial a este siglo, entregado sobre todo a la filantropía.

ELEANDRO. De la ambición, no es necesario que hable, porque ya he dicho que no deseo nada de los hombres, y si esto no le parece creíble, aunque es verdad, al menos, debe creer que la ambición no me impulsa a escribir cosas que hoy, como usted mismo ha afirmado, conllevan el vituperio, y no la alabanza de quien las escribe. Y del odio hacia toda nuestra especie, estoy tan ajeno, que no solo no quiero, sino que ni siquiera puedo odiar a los que me ofenden personalmente; es más, soy completamente inútil e impenetrable para el odio. Lo cual no es pequeña parte de mi gran ineptitud para actuar en el mundo. Pero no puedo enmendarme, porque siempre pienso que todos están convencidos, comúnmente, cuando enojan o dañan a otro, de que buscan su propia comodidad y felicidad; que se ofende, no para causar mal a los demás (pues esto no es propiamente el fin de ningún acto o pensamiento posible), sino para hacerse un bien, lo cual es un deseo natural y no merece el odio. Además, en cualquier vicio o culpa que veo en los demás, antes de indignarme, me vuelvo a examinarme a mí mismo, suponiendo en mí los casos precedentes y las circunstancias necesarias para ese propósito, y siempre me encuentro manchado o capaz de los mismos defectos, por lo cual no tengo fuerzas para irritarme con ellos. Reservo siempre mi ira para aquella vez que vea una maldad que no pueda tener lugar en mi naturaleza, y hasta hoy no he podido verla. Finalmente, el concepto de la vanidad de las cosas humanas me colma continuamente el alma de tal modo, que no me resuelvo a luchar contra ninguna de ellas; y la ira y el odio me parecen pasiones mucho mayores y más fuertes de lo que tolera la fragilidad de la vida. Del ánimo de Timón al mío, ya ve cuánta diferencia hay. Timón, mientras odiaba y rehuía a los demás, amaba y regalaba sólo a Alcibíades,[53] quien sería causa futura de muchos desastres para su patria común. Yo, sin llegar a odiarlo, lo habría rehuido más a él que a los demás, advirtiendo a los ciudadanos de su peligro, y exhortándolos para que se defendieran de él. Algunos dicen que Timón no odiaba a los hombres, sino a las fieras con semblanza humana. Yo no odio ni a los hombres ni a las fieras.

TIMANDRO. Pero quizás no ama a ninguno.

ELEANDRO. Escuche, amigo mío. He nacido para amar, he amado, y quizás con tanto afecto como el que nunca pueda sentir alma viva. Hoy, aunque todavía no he llegado, como ve, a una edad fría por naturaleza, ni quizás tibia, no me avergüenzo de decir que no amo a nadie, excepto a mí mismo, y esto porque es una orden de la naturaleza, y lo menos que me es posible. A pesar de todo ello, suelo elegir y estoy dispuesto a elegir mi propio sufrimiento, antes de ser causa del sufrimiento de los demás. Y de esto, por poco que me conozca, creo que puede ser testigo.

TIMANDRO. No se lo niego.

ELEANDRO. Así que yo no dejo de procurarles a los demás, al posponer el respeto a mí mismo, aquel gran, es más, único bien que puedo desear para mí mismo, a saber, el de no sufrir.

TIMANDRO. Pero ¿confiesa formalmente que no ama ni siquiera a nuestra especie en general?

ELEANDRO. Sí, formalmente. Pero, del mismo modo que, si a mí me incumbiera, haría que se castigara a los culpables, aunque no los odio, así, si pudiera, le procuraría cualquier beneficio a mi especie, aunque no la ame.

TIMANDRO. Bien, así será. Pero, en definitiva, si no le mueven las injurias recibidas, ni el odio, ni la ambición, ¿qué le mueve a escribir de tal modo?

ELEANDRO. Varias cosas. Primero, mi intolerancia de toda simulación y disimulación, a las que me someto alguna vez cuando hablo, pero nunca cuando escribo, porque a menudo hablo por obligación, pero nunca estoy obligado a escribir; y si tuviera que decir lo que no pienso, no me causaría un gran deleite tener que exprimirme el cerebro sobre los papeles. Todos los sabios se ríen de quienes hoy escriben en latín, pues nadie habla ya esa lengua y pocos la entienden. Yo no veo cómo no sea igualmente ridículo este continuo suponer, en cuanto se escribe y se habla, ciertas cualidades humanas que todos saben que ya no se encuentran en ningún hombre nacido, y ciertas entidades[54]  racionales o fantásticas, que fueron adoradas mucho tiempo atrás, pero que ahora se consideran nada, tanto por quien las nombra, como por quien oye que las nombran. Que se usen máscaras y disfraces para engañar a los demás o para no ser conocidos no me resulta extraño; pero que todos lleven la misma máscara y que todos estén disfrazados del mismo modo, sin que ninguno pueda engañar al otro, pues se conocen perfectamente entre ellos, me resulta una niñería. Que se quiten las máscaras y se queden con sus vestidos, pues no causarán menor efecto y estarán más cómodos. Porque, finalmente, este simular siempre, aunque inútil, y este representar siempre a una persona muy diferente de la que se es, no se puede hacer sin un gran embarazo y fastidio. Si los hombres hubieran pasado, en un instante, del estado primitivo, solitario y salvaje a la civilización moderna, y no gradualmente, ¿creemos que se encontrarían en las lenguas los nombres de las cosas señaladas antes, y la costumbre de las naciones de repetirlas constantemente y de formar con ellas mil discursos? En verdad, esta costumbre me parece una de esas ceremonias o prácticas antiguas, muy ajenas a las costumbres presentes, que, a pesar de todo, se mantienen por virtud del hábito. Pero yo, que no puedo adaptarme a las ceremonias, tampoco me adapto a esta costumbre; y escribo en lengua moderna, y no en la de los tiempos troyanos. En segundo lugar, yo no intento en mis escritos tanto satirizar a nuestra especie, como lamentarme del destino. Nada creo que sea tan manifiesto y palpable como la infelicidad inevitable de todos los seres vivos. Si esta infelicidad no es verdadera, todo es falso. Sin embargo, dejemos esto y cualquier otro discurso sobre ello. Si es verdad, ¿por qué no se me permite lamentarme abierta y libremente, y decir que sufro? Pero, si me lamentara llorando (y esta es la tercera causa que me mueve), fastidiaría no poco a los demás y a mí mismo, sin fruto alguno. Riéndome de nuestras desgracias, encuentro algún consuelo y procuro dárselo a los demás del mismo modo. Aunque esto no lo consiga, considero seguro, sin embargo, que reírnos de nuestros males es el único provecho que de ellos podemos sacar, y el único remedio que encontramos. Dicen los poetas que la desesperación tiene siempre en la boca una sonrisa. No debe pensar que yo no compadezca la infelicidad humana. Pero, como no podemos defendernos de ella de ningún modo, con ningún arte, con ninguna industria, con ningún pacto, estimo que es más digno del hombre y de una desesperación magnánima reírse de los males comunes, que ponerse a suspirar, a llorar y a gritar con los demás, incitándolos a que hagan lo mismo. Por último, me queda por decir que yo deseo, al igual que usted y que los demás, el bien de mi especie en general, pero no lo espero de ninguna manera; que no puedo deleitarme ni alimentarme con ciertas esperanzas buenas, como veo que hacen muchos filósofos de este siglo; y que mi desesperación, por ser completa y continua, y por estar fundada en un juicio firme y en una certeza, no me deja lugar para los sueños y para las imaginaciones alegres sobre el futuro, ni fuerzas para emprender algo que las haga realidad. Y bien sabe que el hombre no está dispuesto a intentar lo que sabe o cree que no puede conseguir, y, si se decide a ello, obra de mala voluntad y con escasas fuerzas; y que escribiendo de modo distinto o contrario a la propia opinión, incluso si esta es falsa, no se hace nunca una cosa digna de consideración.

TIMANDRO. Pero es necesario que modifiquemos nuestro juicio, si es diferente al verdadero, como le sucede al suyo.

ELEANDRO. Yo juzgo, por lo que a mí se refiere, que soy infeliz, y en esto sé que no me engaño. Si los demás no lo son, me congratulo con toda el alma. También estoy seguro de que no me libraré de la infelicidad antes de morir. Si los demás esperan otra cosa, me alegro del mismo modo.

TIMANDRO. Todos somos infelices, y todos lo han sido, y creo que no querrá presumir de que esta opinión sea de las más novedosas. Pero la condición humana se puede mejorar bastante más de lo que está, como mejoró extraordinariamente con respecto a como fue. Parece que no recuerda o no quiere recordar que el hombre es perfectible.

ELEANDRO. Perfectible, sí lo creeré a fe de usted; pero perfecto, que es lo que mayormente importa, no sé cuándo podré creerlo ni a fe de quién.

TIMANDRO. No ha alcanzado aún la perfección, porque le ha faltado tiempo; pero no se puede dudar que la alcanzará.

ELEANDRO. Ni yo lo dudo. Estos pocos años que han transcurrido desde el principio del mundo hasta hoy no podían bastar; y todavía no se puede juzgar la índole, el destino y las facultades del hombre, además de que se han tenido que realizar otras tareas con las manos. Pero ahora no se atiende más que a perfeccionar nuestra especie.

TIMANDRO. Verdaderamente se atiende con suma aplicación en todo el mundo civilizado. Y, si consideramos la abundancia y la eficacia de los medios, que han aumentado increíblemente desde hace poco hasta ahora, se puede creer que su efecto se conseguirá dentro de más o menos tiempo; y esta esperanza ayuda no poco a las empresas y operaciones útiles que promueve y engendra. Por ello, si alguna vez fue perjudicial y reprensible, ahora es muy perjudicial y muy abominable ostentar esta desesperación suya e inculcar en los hombres el sentimiento de la inexorabilidad de su miseria, de la vanidad de la vida, de la insuficiencia y pequeñez de su especie y de la maldad de su naturaleza, lo que no puede dar otro fruto que abatir su ánimo, despojarlos de la estima de sí mismos, primer fundamento de la vida honesta, útil y gloriosa, y  apartarlos del deseo de buscar su propio bien.

ELEANDRO. Yo quisiera que me explicara con precisión si le parece que lo que yo creo y digo sobre la infelicidad de los hombres es verdadero o falso.

TIMANDRO. Vuelve a usar las armas de siempre, y si yo confieso que lo que dice es verdad, pensará que ha vencido en la disputa. Pero lo que le respondo es que no todas las verdades son dignas de ser predicadas a todos, ni siempre.

ELEANDRO. Gracias, satisfágame en otra pregunta. Estas verdades que yo digo y no predico, son, en la filosofía, ¿verdades principales o accesorias?

TIMANDRO. Por lo que yo creo, son la sustancia de toda la filosofía.

ELEANDRO. Entonces, se engañan mucho quienes dicen y predican que la perfección del hombre consiste en el conocimiento de la verdad, y que todos sus males provienen de las opiniones falsas y de la ignorancia, y que el género humano será feliz cuando todos o casi todos conozcan la verdad y hagan de ella, en sus vidas, la norma de su comportamiento y de su gobierno. Y estas cosas son las que dicen casi todos los filósofos antiguos y modernos. En cambio, según su opinión, esas verdades, que son la sustancia de toda la filosofía, debemos ocultárselas a la mayor parte de los hombres; y creo que fácilmente admitirá también que deben ser ignoradas u olvidadas por todos, porque, si son conocidas, y tenidas en el ánimo, no pueden más que perjudicar. Y esto es lo mismo que decir que hay que extirpar del mundo la filosofía. Sé que la última conclusión de la filosofía verdadera y perfecta es que no se debe filosofar. De lo que se infiere que la filosofía es, en primer lugar, inútil, porque para no filosofar no es necesario ser filósofo; en segundo lugar, es muy perjudicial, porque esa última conclusión no se aprende sino con el propio desgaste y, una vez aprendida, no se puede llevar a cabo, al no poder los hombres olvidar las verdades conocidas y al poder abandonarse con más facilidad cualquier hábito antes que el de filosofar. En definitiva, la filosofía, esperando y prometiendo al principio remediar nuestras desgracias, al final se reduce a querer curarnos de ella misma. Admitido todo esto, pregunto por qué se tiene que creer que la edad presente está más próxima y dispuesta a la perfección que las pasadas. ¿Quizás por el mayor conocimiento de la verdad, la cual se ve que es muy contraria a la felicidad del hombre? ¿O quizás porque en el presente unos pocos saben que no es necesario filosofar, sin que, por ello, tengan la facultad de abstenerse de ello? Pero los primeros hombres, de hecho, no filosofaron, y los salvajes se abstuvieron sin ninguna dificultad. ¿Qué otros medios, nuevos o mayores que los pasados, tenemos nosotros para aproximarnos a la perfección?

TIMANDRO. Muchos y de gran utilidad, pero exponerlos requeriría un razonamiento infinito.

ELEANDRO. Dejémoslo aparte, por ahora, y volviendo a mis obras, digo que si en mis escritos recuerdo algunas verdades duras y tristes, o para desahogo del alma o para consolarme con la risa, y no por otra cosa, no dejo en los mismos libros, sin embargo, de deplorar, desaconsejar y reprender el estudio de la miserable y fría verdad, cuyo conocimiento es fuente de abandono, descuido, bajeza de alma, iniquidad y deshonestidad de las acciones, y perversidad de las costumbres; mientras que, por el contrario, alabo y exalto las opiniones, aun falsas, que generan actos y pensamientos nobles, fuertes, magnánimos, virtuosos y útiles para el bien común o individual; aquellas imágenes hermosas y felices, aunque vanas, que le dan valor a la vida; las ilusiones naturales del alma, y, en fin, los errores antiguos, muy diferentes de los errores bárbaros, los cuales, y no aquellos, deberían haber sido destruidos por la civilización moderna y la filosofía. Pero estas, según yo, traspasando los límites (como es propio e inevitable en las cosas humanas), no mucho después de habernos aliviado de una barbarie, nos han precipitado en otra, no menor que la primera, aunque nacida de la razón y del saber, y no de la ignorancia, y, por ello, menos eficaz y evidente en el cuerpo que en el espíritu, menos vigorosa en sus obras y, por decirlo así, más recóndita e íntima. De todos modos, yo me temo, o me inclino a creer que, del mismo modo que los errores antiguos son necesarios para el buen estado de las naciones, ahora es imposible que podamos renovarlos, y cada día debe serlo más. Con respecto a la perfección del hombre, le juro que, si ya se hubiera alcanzado, habría escrito al menos un tomo en alabanza del género humano. Pero, puesto que ni me ha tocado verla, ni espero que me toque, estoy dispuesto a asignar en mi testamento una buena parte de mis bienes para que, cuando el género humano sea perfecto, se haga y se pronuncie públicamente un panegírico todos años, e incluso para que se le levante un templete al modo antiguo o una estatua o lo que se considere más conveniente.

 

[48] Compuesto en Recanati entre el 14 y el 24 de junio de 1824. Esta pieza cerraba la primera edición de la obra (Stella, Milán, 1827). Cfr. la carta de Leopardi a Stella, del 16 de Junio de 1826: «Hubiera querido hacer un prefacio a las Operette morali, pero me ha parecido que el tono irónico que reina en ellas y el espíritu de las mismas excluyen de modo absoluto cualquier preámbulo… De todos modos, he querido suplirlo con el Diálogo de Timandro y de Eleandro […], que es al mismo tiempo una especie de prefacio y una apología de la obra contra los filósofos modernos. Por ello, la he colocado al final”.  Para Fubini, en este diálogo, «vemos a Leopardi, en el acto de despedirse de la obra acabada o próxima a ser acabada, volverse a su propia obra, es más, a sí mismo, para definir con claridad las intenciones que lo han llevado a escribir y los sentimientos de los que ha estado animado: y, ciertamente, el interés humano nace de este replegarse de Leopardi sobre sí mismo, de esta tentativa de fijar en palabras definitivas su propia actitud espiritual».

[49] Según el étimo griego, ´ el que alaba al hombre`.

[50] Según el étimo griego, ´ el que compadece al hombre`.

[51] Cfr., según una anotación de Leopardi, Platón, El banquete, diálogo entre Sócrates y Diotima. En dicho pasaje, Diotima le aclara a Sócrates que no todos creen que Eros es un gran dios, pues él y ella ni siquiera lo consideran dios.

[52] Filósofo escéptico (Atenas, s. V a. C.), descrito como misántropo.

[53] Estratega ateniense del siglo V. a. C. Persiguió el poder personal sin temer cambiarse de alineación; en el periodo de las guerras del Peloponeso, estuvo primero contra Esparta y luego a favor de ella; tras un periodo de dominio en Atenas, se exilió y murió asesinado en Persia. De joven, fue conocido por su belleza y fue amado por hombres ilustres, como Sócrates y Timón.

[54] Las «hermosísimas larvas» de la Historia del género humano: la Virtud, la Gloria, la Justicia, etc.

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