Pequeñas obras morales
Versiones 2000 y 2015
Textos
I. Historia del género humano
II. Diálogo de Hércules y de Atlas
III. Diálogo de la Moda y de la Muerte
IV. Propuesta de premios hecha por la Academia de los Silógrafos
V. Diálogo de un Duende y de un Gnomo
VI. Diálogo de Malambruno y de Trampas
VII. Diálogo de la Naturaleza y de un Alma
VIII. Diálogo de la Tierra y de la Luna
IX. La apuesta de Prometeo
X. Diálogo de un físico y de un metafísico
XI. Diálogo de la Naturaleza y de un Islandés
XII. Diálogo de Torcuato Tasso y de su Genio familiar
XIII. Parini, o De la Gloria
XIV. Diálogo de Federico Ruysch y de sus momias
XV. Dichos memorables de Filippo Ottonieri
XVI. Diálogo de Cristóbal Colón y de Pedro Gutiérrez
XVII. Elogio de los pájaros
XVIII. Cántico del gallo silvestre
XIX. Fragmento apócrifo di Estratón de Lampsaco
XX. Diálogo de Timandro e di Eleandro
XXI. Copérnico
XXII. Diálogo de Plotino y Porfirio
XXIII. Diálogo de un vendedor de almanaques y de un transeúnte
XXIV. Diálogo di Tristán y de un amigo
I. HISTORIA DEL GÉNERO HUMANO [1]
Se cuenta que todos los hombres que al principio poblaron la tierra fueron creados por doquier al mismo tiempo, y todos niños, y que fueron alimentados por las abejas, por las cabras y por las palomas, tal como contaron los poetas de la crianza de Júpiter. Y que la tierra era mucho más pequeña que ahora; casi todos los países, llanos; el cielo, sin estrellas; el mar no había sido creado, y se mostraba en el mundo mucha menos variedad y magnificencia de las que hoy se aprecian. No obstante, los hombres, complaciéndose insaciablemente en mirar y considerar el cielo y la tierra, maravillándose sobremanera de ellos y considerando el uno y la otra hermosísimos y no solo vastos, sino infinitos, tanto por la grandeza como por la majestad y por la gentileza; nutriéndose, además, de alegres esperanzas, y experimentando increíbles deleites en cada uno de los sentimientos de sus vidas, crecían con mucho contento y casi confianza en su felicidad. Así, consumida dulcemente la niñez y la primera adolescencia, y habiendo llegado a una edad más madura, comenzaron a sentir algún cambio. Pues las esperanzas, que ellos hasta entonces habían ido posponiendo día tras día, sin que aún se hicieran realidad, les parecieron que merecían poca fe, y contentarse con lo que en el presente gozaban, sin prometerse ningún crecimiento del bien, no les parecía posible, máxime cuando el aspecto de las cosas naturales y cada detalle de la vida diaria, ya por el hábito, ya porque en sus ánimos había disminuido aquella primera viveza, no les resultaba en modo alguno tan deleitable y grato como al principio. Iban por la tierra visitando lejanísimas regiones, pues podían hacerlo con comodidad, por ser los lugares llanos y no estar separados por el mar, ni interrumpidos por otras dificultades; y no muchos años después, la mayoría se percató de que la tierra, aunque grande, tenía límites ciertos, y no tan amplios como para resultar incomprensibles, y de que todos los lugares de la tierra y todos los hombres, salvo ligerísimas diferencias, eran semejantes los unos a los otros. Por estas cosas, crecía en ellos el descontento, de modo que, aún no habían salido de la juventud, y ya sentían que un completo fastidio de sí mismos los había universalmente invadido. Y, poco a poco en la edad viril, y más con el declinar de los años, convertida la saciedad en odio, algunos llegaron a tal desesperación, que no soportando la luz y el aliento, que al principio habían amado tanto, espontáneamente, unos de un modo y otros de otro, se desprendieron de ello.
Les pareció horrendo este caso a los dioses: que criaturas que vivían prefirieran la muerte a la vida, y que esta misma, para algunos seres, sin una fuerza mayor ni ninguna razón externa, fuera un instrumento de su propia destrucción. No se puede decir fácilmente cuánto se maravillaron de que sus dones fueran tenidos por tan viles y abominables, como para que otros, con toda su fuerza, se los arrebataran y arrojaran, pues a ellos les parecía que habían puesto tanta bondad y gracia, y tales proporciones y condiciones, como para que esa estancia fuera no solo tolerada, sino sumamente amada por cualquier animal, y más por los hombres, género al que habían formado, con singular interés, con maravillosa excelencia. Pero, al mismo tiempo, además de estar conmovidos por una piedad especial ante tanta miseria humana como manifestaban sus efectos, temieron también que, si se renovaban y se multiplicaban esos tristes ejemplos, la estirpe humana, en poco tiempo, contra la disposición de los hados, perecería, y que las cosas se verían privadas de esa perfección que les otorgaba nuestro género, y ellos, de los honores que recibían de los hombres.
Habiendo deliberado Júpiter, puesto que parecía que se le reclamaba, mejorar el estado humano y encaminarlo hacia la felicidad con mayores auxilios, entendía que los hombres se quejaban principalmente de que las cosas no fueran inmensas en grandeza, ni infinitas en belleza, en perfección y en variedad, como ellos habían juzgado antes; es más, que eran angostísimas, todas imperfectas y casi de una única forma; y que, lamentándose no solo de la edad madura, sino de la naturaleza y de la misma juventud, y deseando las dulzuras de sus primeros años, rogaban fervientemente volver a la niñez, y en ella perseverar toda la vida. En esto no podía Júpiter satisfacerlos, al ser contrario a las leyes universales de la naturaleza y a las funciones y utilidades que los hombres debían realizar y producir, según la intención y los decretos divinos. Tampoco podía comunicar su propia infinitud a las criaturas mortales, ni hacer infinita la materia, ni infinita la perfección y la felicidad de las cosas y de los hombres. Le pareció, pues, conveniente ensanchar los límites de la creación, y adornarla más y diferenciarla; y tomada esta decisión, agrandó la tierra por todo su alrededor, y generó el mar, de modo que, al interponerse este entre los lugares habitados, diversificara la apariencia de las cosas, e impidiera que sus confines pudieran ser fácilmente conocidos por los hombres, pues interrumpiría los caminos, e incluso representaría a la vista una viva similitud con la inmensidad. En este tiempo, ocuparon las nuevas aguas la tierra de Atlántida, no solo esa, sino a la vez otros innumerables y extensísimos trechos, aunque de esa quede un recuerdo especial que ha sobrevivido a la multitud de los siglos. Hundió muchos lugares, otros muchos los alzó formando montes y colinas, esparció por la noche las estrellas, dulcificó y limpió la naturaleza del aire, y aumentó la claridad y la luz del día, reforzó y matizó con mayor diversidad que antes los colores del cielo y de los campos, confundió las generaciones de los hombres, de manera que la vejez de unos coincidiera a un mismo tiempo con la juventud e infancia de otros. Y habiendo resuelto multiplicar las apariencias de ese infinito que los hombres sumamente deseaban (ya que no podía contentarlos con la sustancia), y queriendo favorecer y nutrir su imaginación, de cuya virtud principalmente comprendía que había procedido esa dicha de su niñez, entre muchos recursos llevados a cabo (como fue el del mar), creó el eco, lo escondió en los valles y en las cuevas, y puso en las selvas un estrépito sordo y profundo, con un vasto ondear en sus cimas. Creó, del mismo modo, el pueblo de los sueños, y les ordenó a estos que, engañando bajo diversas formas el pensamiento de los hombres, les representara esa plenitud de ininteligible felicidad que él no veía modo de hacer realidad, y esas imágenes indefinidas e indeterminadas de las que él mismo, aunque hubiera querido hacerlo y los hombres suspiraran por ello ardientemente, no podía producir ningún ejemplo real.
Fue con estas medidas de Júpiter como el ánimo de las gentes se levantó y resurgió, y a cada uno le volvió la gracia y el amor de la vida, al igual que la confianza, el deleite y el asombro ante la belleza y la inmensidad de las cosas terrenas. Y duró este buen estado más que el primero, máxime por la diferencia del tiempo introducida por Júpiter entre los nacimientos, de modo que los ánimos fríos y cansados por la experiencia de las cosas eran confortados al ver el calor y las esperanzas de la juventud. Pero, con el paso del tiempo, al volver a faltar de hecho la novedad, al resurgir y confirmarse el tedio y el odio a la vida, los hombres sucumbieron a tal abatimiento, que nació entonces, como se cree, la costumbre, referida en las historias,[2] practicada por algunos pueblos antiguos que la mantuvieron: que al nacer alguien, los familiares y amigos se reunían para llorarlo; y al morir, se celebraba ese día con fiestas y palabras con que congratulaban al muerto. Al final, todos los mortales cayeron en la impiedad, ya porque les pareciera que no eran escuchados por Júpiter, ya porque la propia naturaleza de las miserias fuera la de endurecer y corromper los ánimos incluso más gentiles, y desenamorarlos de lo honesto y de lo recto. Por ello, se engañan del todo quienes estiman que la infelicidad humana nació antes que la iniquidad y que los actos perpetrados contra los Dioses; cuando, por el contrario, la maldad de los hombres no tuvo otro principio que su calamidad.
Así, dado que la obstinación de los hombres fue castigada por los Dioses con el diluvio de Deucalión, y vengadas sus injurias, las dos únicas personas salvadas del naufragio universal, Deucalión y Pirra, afirmando que nada podía beneficiar más a la estirpe humana que ser del todo destruida, se sentaron encima de una roca llamando a la muerte con intensísimo deseo, sin temer ni deplorar la suerte común. No obstante, amonestados por Júpiter para que remediaran la soledad de la tierra, y no soportando, porque estaban desconsolados y desdeñaban la vida, dar obra a la generación, cogiendo piedras de la montaña, tal como les indicaron los Dioses, y arrojándolas hacia atrás de los hombros, restauraron la especie humana. Pero Júpiter, advertido por las cosas pasadas de la propia naturaleza de los hombres, y de que no puede bastarles, como a los demás animales, vivir y estar libres de todo dolor y molestia del cuerpo, sino que, anhelando siempre y en cualquier estado lo imposible, tanto más se atormentan con este deseo por sí mismos, cuanto menos afligidos están por otros males, deliberó servirse de nuevas artes para conservar este miserable género, las cuales fueron principalmente dos. Una, verter en sus vidas males verdaderos; otra, confundirlas en mil negocios y fatigas, con el fin de entretener a los hombres y alejarlos, cuanto fuera posible, de la ocasión de hablar con su propia alma o, al menos, con el deseo de esa desconocida y vana felicidad suya.
Así, primero difundió entre ellos una variada multitud de enfermedades y un infinito género de desventuras: en parte, con la intención de que, al variar las condiciones y las suertes de la vida mortal, se evitara la saciedad y creciera el valor del bien con la oposición del mal; en parte, para que la falta de goces les resultara a los espíritus, ya ejercitados en cosas peores, más soportable de lo que les había resultado en el pasado, y en parte, incluso con el fin de romper y amansar la ferocidad de los hombres, de enseñarles a que humillaran la frente y cedieran a la necesidad, de obligarlos a que se contentaran con su propia suerte, y de frenar en los ánimos debilitados, no menos por las enfermedades del cuerpo que por los tormentos propios, la intensidad y la vehemencia del deseo. Además de esto, sabía que los hombres, oprimidos por las enfermedades y por las calamidades, estarían menos dispuestos que antes a volver sus manos contra sí mismos, pues estarían abatidos y postrados de ánimo, como sucede con la experiencia de los sufrimientos. Estos suelen, dando lugar a las mejores esperanzas, incluso reconciliar a los ánimos con la vida: por ello, los infelices confían firmemente que serán felicísimos cuando se repongan de sus propios males, pues, como es natural en el hombre, nunca se deja de esperar que esto ha de suceder de algún modo. Después creó las tempestades de los vientos y de las nubes, se armó del trueno y del rayo, dio a Neptuno el tridente, hizo que los cometas giraran y ordenó los eclipses; con estas cosas y con otras señales y efectos terribles, estableció asustar a los mortales de vez en cuando, pues sabía que el temor y los peligros presentes reconciliarían con la vida, al menos por algún tiempo, no tanto a los infelices, como incluso a los que más abominaban de ella y más dispuestos estaban a quitársela.
Y, para excluir la pasada ociosidad, llevó al género humano la necesidad y el apetito de nuevas comidas y de nuevas bebidas, de las cuales no podrían proveerse sino con mucho y grave trabajo, mientras que, hasta el diluvio, los hombres habían apagado su sed solo con agua, y se habían nutrido de las hierbas y de las frutas que la tierra y los árboles les suministraban espontáneamente, y de otros frutos viles y fáciles de conseguir, como suelen sustentarse incluso hoy algunos pueblos y, particularmente, los de California. Asignó a los diferentes lugares diferentes cualidades climáticas, y lo mismo hizo con las partes del año, el cual hasta ese momento había sido siempre y en toda la tierra benigno y agradable, de modo que los hombres no habían usado vestimentas; pero, de ahora en adelante, estuvieron obligados a proveerse de ellas y a protegerse con mucha industria de los cambios y de las inclemencias del cielo. Ordenó a Mercurio que fundara las primeras ciudades y dividiera al género humano en pueblos, naciones y lenguas, sembrando la rivalidad y la discordia entre ellos, y que mostrara a los hombres el canto y esas otras artes que, tanto por la naturaleza como por el origen, se llamaron y aún se llaman divinas. Él mismo dictó leyes, estados y normas civiles a las nuevas generaciones, y por último, queriendo beneficiarlas con un bien incomparable, mandó entre ellos a algunos fantasmas[3] de semblantes excelentísimos y sobrehumanos, a los que les permitió, en grandísima parte, el gobierno y el poder sobre ellas; y fueron llamados Justicia, Virtud, Gloria, Amor a la patria, y con otros nombres parecidos. Entre ellos, hubo igualmente uno llamado Amor, que llegó con los otros a la tierra en ese tiempo por primera vez; pues, antes del uso de las vestimentas, no el amor, sino el ímpetu de la sexualidad, no diferente en los hombres de entonces al de los animales de cualquier tiempo, empujaba un sexo hacia el otro, tal como cada uno es llevado a las comidas y cosas parecidas, las cuales no se aman verdaderamente, sino que se apetecen.
Fue cosa maravillosa cuánto fruto dieron estas divinas disposiciones en la vida mortal, y cómo la nueva condición de los hombres, a pesar de las fatigas, los temores y los dolores, cosas ignoradas antes por nuestro género, superaba en comodidad y dulzura a las que existieron antes del diluvio. Y este efecto provino, en gran parte, de esas maravillosas larvas,[4] a las que los hombres reputaron ya genios, ya dioses, seguidas y adoradas con ardor inestimable y con enormes y portentosas fatigas durante largo tiempo; por su parte, los poetas y los nobles artistas, con infinito esfuerzo, hacían que se entusiasmaran por ello, tanto, que un grandísimo número de mortales no dudó en ofrecer y sacrificar su sangre y su vida, ya a uno, ya a otro de esos fantasmas. Esto no le disgustaba a Júpiter, es más, le placía sobremanera, además de por otros motivos, porque juzgaba que a los hombres les resultaría tanto menos fácil quitarse voluntariamente la vida, cuanto más dispuestos estuvieran a consumirla en razones hermosas y gloriosas. Incluso en duración, estas buenas disposiciones superaron a las precedentes, pues, aunque llegaron tras muchos siglos a una manifiesta decadencia, e incluso continuaron declinando y finalmente se precipitaron, sirvieron de tal modo que, hasta la entrada de una edad no muy lejana a la nuestra, la vida humana, que por virtud de esas disposiciones había sido ya, máxime en algún tiempo, casi alegre, se mantuvo gracias a su beneficio medianamente fácil y tolerable.
Las causas y las formas del cambio consistieron en que los hombres encontraron muchos ingenios para satisfacer, con comodidad y en poco tiempo, sus propias necesidades; el desmesurado crecimiento de la disparidad de condiciones y deberes establecida por Júpiter entre los hombres cuando fundó y dispuso las primeras repúblicas; la ociosidad y la vanidad que, con estas razones, de nuevo, después de larguísimo exilio, ocuparon la vida; el haber llegado a destruirse en la vida, no solo por la sustancia de las cosas, sino también por otro lado, por la estimación de los hombres de que había disminuido en esa vida la gracia de la variedad, como siempre suele suceder tras larga práctica, y, finalmente, otras cosas más graves, que, al haber sido ya descritas y explicadas por muchos, no es necesario ahora distinguir. Ciertamente entre los hombres se renovó ese fastidio por sus cosas que los había atormentado antes del diluvio, y se reanudó ese amargo deseo de felicidad desconocida y ajena a la naturaleza del universo.
Pero el cambio completo de su fortuna y el último resultado de ese estado que hoy solemos llamar antiguo vinieron de una causa diferente a las mencionadas, y fue esta: entre esas larvas tan apreciadas por los antiguos, había una llamada en sus lenguas Sabiduría, la cual, honrada universalmente, como todas sus compañeras, y seguida en particular por muchos, había contribuido asimismo, a la par que las demás, a la prosperidad de los siglos pasados. Esta, muchas veces, es más, a diario, les había prometido y jurado a sus seguidores que quería mostrarles la Verdad, de la que decía que era un genio grandísimo y su propia señora, y que nunca había venido a la tierra sino que moraba con los Dioses en el cielo, de donde ella prometía que, con su autoridad y con su gracia, intentaría traerla y obligarla por algún tiempo a peregrinar entre los hombres, con cuya usanza y compañía, el género humano llegaría a tales términos, que, en cuanto a elevación de conocimiento, excelencia de instituciones y de costumbres y felicidad de vida, sería casi comparable al divino. Pero ¿cómo podía una vana sombra y una apariencia vacía llevar a efecto sus promesas, cuanto más traer la Verdad a la tierra? Por tanto, los hombres, después de haber creído y confiado largo tiempo, dándose cuenta de la vanidad de esas promesas, y al mismo tiempo hambrientos de novedades, máxime por el ocio en que vivían, y estimulados en parte por la ambición de compararse con los Dioses, en parte por el deseo de esa dicha que reputaban, según las palabras del fantasma, que conseguirían conversando con la Verdad, se dirigieron a Júpiter con insistentes y presuntuosas palabras, para pedirle que por algún tiempo le concediera a la tierra ese nobilísimo genio; y le reprocharon que les negara a sus criaturas la utilidad infinita que con la presencia de ese lograrían; y además, se lamentaron con él de la suerte humana, reanudando las antiguas y odiosas quejas sobre la pequeñez y pobreza de sus cosas. Y, como esas hermosísimas larvas, principio de tantos bienes en el pasado, eran tenidas ahora en poca estima por la mayor parte, no porque ya fuera conocido quiénes eran verdaderamente, sino porque la común corrupción de los pensamientos y la indolencia de las costumbres hacían que casi nadie las siguiera ya; por ello los hombres, maldiciendo con iniquidad el mayor don que los Dioses habían concedido y habían podido conceder a los mortales, gritaban que la tierra no era digna sino de los genios menores, y que a los mayores, a los que la estirpe humana se plegaría más convenientemente, no les era ni digno ni lícito poner el pie en esta ínfima parte del universo.
Muchas cosas habían apartado ya desde hacía tiempo la voluntad de Júpiter de los hombres, y entre ellas los incomparables vicios y crímenes, que en número y en maldad habían superado ampliamente a las maldades castigadas con el diluvio. Le repugnaba totalmente, después de tantas experiencias vividas, la inquieta, insaciable, inmoderada naturaleza humana, a cuya tranquilidad, además de la felicidad, ya no veía ciertamente que llevara ningún camino, ni que ningún estado conviniera, ni que ningún lugar fuera suficiente, porque, aunque él hubiera querido aumentar de mil maneras los espacios y los deleites de la tierra y la universalidad de las cosas, aquella y estas a los hombres, tan incapaces como ansiosos de lo infinito, en poco tiempo les parecerían estrechas, ingratas y de poco valor. Pero, al final, esas estúpidas y soberbias peticiones despertaron de tal modo la ira del dios, que este resolvió, lejos ya de toda piedad, castigar a la especie humana perpetuamente, condenándola para todo el tiempo futuro a miserias mucho más graves que las anteriores. Por ello, deliberó enviar a la Verdad, para que estuviera entre los hombres no solo durante algún tiempo, como estos pidieron, sino para que tuviera eterna morada entre ellos, y para que, desterrados esos hermosos fantasmas que él había colocado, fuera la moderadora perpetua y la señora del género humano.
Y maravillándose los demás dioses de esta decisión, pues les parecía que redundaría en un ensalzamiento demasiado grande de nuestro estado y en perjuicio de la superioridad de ellos, Júpiter los sacó de esta idea, al mostrarles que, además de que no todos los genios, aunque grandes, son verdaderamente benéficos, la índole de la Verdad no era tal que tuviera que causar los mismos efectos entre los hombres que entre los Dioses. Pues mientras que a los inmortales ella les mostraba su dicha, a los hombres les revelaría y les pondría continuamente ante sus ojos su infelicidad, representándosela, además, no solo como fruto de la fortuna, sino como algo que ninguna contingencia, ni ningún remedio puede apartar, ni nunca, mientras se está vivo, interrumpir. Y teniendo la mayor parte de sus males esta naturaleza, que son males en la medida en que quien los sobrelleva cree que existen, y que son más o menos graves dependiendo de cómo este los estime, se puede juzgar cuán grandísimo perjuicio será para los hombres la presencia de este genio, pues ninguna cosa les parecerá más cierta que la falsedad de todos los bienes mortales, y ninguna más sólida que la vanidad de todo, excepto sus propios dolores. Por estas razones, les será negada incluso la esperanza, con la cual, más que con cualquier otro deleite o consuelo alguno, soportaron la vida desde el principio hasta el presente. Y al no esperar nada ni ver en sus tareas y fatigas ningún fin digno, llegarán a tal abandono y aborrecimiento de toda obra industriosa, no ya magnánima, que los hábitos comunes de los vivos serán poco diferentes a los de los muertos. Pero en esta desesperación y apagamiento no podrán evitar que el deseo de una inmensa felicidad, congénito en sus almas, los hiera y atormente como antes, tanto más cuanto menos ocupados y distraídos estén con la variedad de sus obligaciones y con el ímpetu de las acciones. Y al mismo tiempo se encontrarán despojados de la fuerza natural de la imaginación, que era la única que podía otorgarles, en parte, esta felicidad imposible e incomprensible tanto para mí como para ellos mismos, aunque por ella suspiran. Y todas esas semejanzas de lo infinito, que yo cuidadosamente había colocado en el mundo para engañarlos y nutrirlos, de acuerdo con sus apetencias de pensamientos vastos e indeterminados, resultarán insuficientes a causa de la doctrina y de las prácticas que ellos aprenderán de la Verdad. De este modo, la tierra y las demás partes del universo, si antes les parecieron pequeñas, de ahora en adelante les parecerán aún menores, porque serán instruidos e ilustrados en los arcanos de la naturaleza, y porque esas, contra toda la expectativa de los hombres, se muestran tanto más estrechas, cuanto más se conocen. Finalmente, dado que de la tierra se retirarán sus fantasmas, debido a las enseñanzas de la Verdad, por las que los hombres se darán cuenta plenamente de la esencia de aquellos, faltará en la vida humana todo valor, toda rectitud, tanto en pensamientos como en actos; y no solo el cuidado y el amor, sino el mismo nombre de las naciones y de las patrias se apagarán por todas partes, y no porque se vayan a reunir, como acostumbrarán a decir, en una única nación y patria, como lo fue al principio, y a practicar el amor universal hacia toda su especie, sino porque verdaderamente dividirán la estirpe humana en tantos pueblos como hombres habrá. Por ello, al no proponerse amar en particular una patria ni odiar a los extranjeros, cada uno odiará a todos los demás y se amará solo a sí mismo, entre todo su género, hecho del que nacerán tantos y tales inconvenientes, que sería imposible contarlos. Y no por tanta infelicidad desesperada se atreverán los mortales a huir de la luz espontáneamente, pues el poder de este genio los hará no menos viles que miserables, y sumándose desmedidamente a la amargura de sus vidas, los privará del valor de quitársela.
Con estas palabras de Júpiter, les pareció a los Dioses que nuestra suerte estaba a punto de volverse más cruel y terrible de lo que conviene que consienta la piedad divina. Pero Júpiter siguió hablando: “Tendrán, sin embargo, un pequeño consuelo con ese fantasma que ellos llaman Amor, pues estoy dispuesto, cuando aleje a todos los demás, a dejarlo en la compañía de los hombres. Y no se le consentirá a la Verdad, a pesar de su gran fuerza y de la lucha que entablará con él continuamente, ni que lo expulse de la tierra, ni que lo derrote, a no ser raramente. Por ello, la vida de los hombres, ocupada por igual en el culto de este fantasma y de este genio, se dividirá en dos tipos, pues uno y otro tendrán en las cosas y en las almas de los mortales idéntico poder. Las demás ocupaciones, excepto unas pocas y de pequeña importancia, serán despreciadas por la mayor parte de los hombres. En las edades avanzadas, la falta de los consuelos del Amor será compensada con el beneficio de su natural tendencia a estar satisfechos con la vida misma, tal como sucede en los demás géneros de animales, y a ocuparse de ella diligentemente por su propia razón, no por el deleite ni por el bienestar que de ello reciban.”
Así, apartados de la tierra los felices fantasmas, excepto Amor, el menos noble de todos, Júpiter mandó entre los hombres a la Verdad y le dio entre ellos perpetua morada y señorío, a lo que siguieron todos esos luctuosos efectos que él había previsto. Pero sucedió algo muy maravilloso, que, mientras que ese genio, antes de descender, cuando no tenía poder ni razón entre los hombres, había sido honrado por ellos con un grandísimo número de templos y de sacrificios, ahora, al venir a la tierra con la autoridad de un príncipe, y al comenzar a ser conocido directamente, al contrario de los demás inmortales, que, con cuanta mayor claridad se manifiestan, tanto más venerables parecen, él afligió de tal modo las mentes de los hombres y las sacudió con tanto horror, que estos, aunque obligados a obedecerlo, se negaron a adorarlo. Y al contrario de esas larvas que con cuanta mayor fuerza intervenían en cualquier alma, tanto más respetadas y amadas por esta solían ser, este genio, en cambio, se ganó las más feroces maldiciones y el más grave odio entre quienes mayor dominio obtuvo. Pero, al no poder los mortales sustraerse de su tiranía, ni combatirla, vivían en esa suprema miseria que soportan hasta hoy, y siempre soportarán.
Sin embargo, la piedad, que nunca se apaga en los ánimos celestes, conmovió, no hace mucho, la voluntad de Júpiter ante esta gran infelicidad, y sobre todo de la de algunos hombres singulares por la finura de su intelecto y la nobleza de las costumbres y la integridad de la vida, a los que veía comúnmente más oprimidos y afligidos que ningún otro por el poder y por el duro dominio de ese genio. Habían acostumbrado los Dioses en los tiempos antiguos, cuando Justicia, Virtud y los demás fantasmas gobernaban los asuntos humanos, a visitar alguna vez sus propias empresas, bajando a la tierra ahora uno, ahora otro, y mostrando de diversos modos su presencia, la cual siempre resultó beneficiosa, o para todos los mortales o para alguno en particular. Pero corrompida de nuevo la vida, y hundida en todo tipo de maldad, ellos desdeñaron durante muchísimo tiempo la compañía humana. Ahora, compadeciéndose Júpiter de nuestra suma infelicidad, propuso a los inmortales si alguno de ellos se animaba a visitar a su progenie, como habían acostumbrado en la antigüedad, y consolarla de tanto tormento, y particularmente a los que mostraban ser, por sí mismos, indignos del dolor universal. Ante el silencio de todos, Amor, hijo de Venus Celeste, de idéntico nombre que el fantasma así llamado, pero muy diferente en naturaleza, virtud y obras, se ofreció (pues es singular su piedad entre todos los Dioses) a hacer el trabajo propuesto por Júpiter, y a bajar del cielo, de donde no se había alejado antes, porque la asamblea de los inmortales no podía soportar, pues lo apreciaba indeciblemente, que él dejara su compañía, ni siquiera por un breve espacio de tiempo. A pesar de que de vez en cuando muchos hombres antiguos, embaucados por las transformaciones y por diferentes engaños del fantasma llamado con el mismo nombre, creyeron que gozaban de señales verdaderas de la presencia de este gran Dios. Pero este no visitó a los mortales antes de que estuvieran sometidos al poder de la Verdad. Después de ese tiempo, no suele bajar sino raramente y permanecer poco tiempo, tanto por la general indignidad de las personas, como por el hecho de que los Dioses soportan con mucha molestia su lejanía. Cuando viene a la tierra, escoge los corazones más tiernos y más gentiles de las personas más generosas y magnánimas, y aquí se queda breve espacio, infundiéndoles una suavidad tan peregrina y admirable, y llenándolas de sentimientos tan nobles, y de tanta virtud y fuerza, que estas sienten, cosa totalmente desconocida por el género humano, una dicha más verdadera que aparente. Rarísimamente une dos corazones, abrazando el uno al otro a un mismo tiempo, y suscitando en ambos una pasión y un deseo mutuos, aunque todos aquellos en los que se alberga le ruegan esto encarecidamente: pero Júpiter no le permite que complazca sino a unos pocos, pues a la felicidad que nace de este beneficio poco la supera la divina. De todos modos, estar lleno de su numen supera por sí mismo la más afortunada condición que haya en ningún hombre en los mejores tiempos. Allí, alrededor de donde él se posa, invisibles para todos los demás, giran las maravillosas larvas, ya separados de la familiaridad de los hombres, pues este Dios las vuelve a traer para tal efecto a la tierra, al permitirlo Júpiter, y al no poder ser vetado por la Verdad, a pesar de que esta es muy enemiga de esos fantasmas y se siente muy ofendida con el regreso de estos. Pero no es dado a la naturaleza de los genios que se opongan a los Dioses. Y, como los hados dotaron a este Dios de niñez eterna, por tanto, este, de acuerdo con su naturaleza, colma de algún modo ese primer ruego de los hombres, el de volver a la condición de la infancia. Por ello, en los ánimos en los que él elige habitar, suscita y reaviva, durante todo el tiempo que permanece, la infinita esperanza y las hermosas y queridas imaginaciones de los tiernos años. Muchos mortales, inexpertos e incapaces de sus deleites, lo escarnecen y critican en todo momento, estando él ausente o presente, con desenfrenada audacia, pero él no escucha sus oprobios. Y si los escuchara, ningún suplicio sentiría, tan magnánima y dócil es su naturaleza. Además, los inmortales, contentos con la venganza que se toman de la estirpe humana y con la incurable miseria que la fustiga, no se preocupan de las singulares ofensas de los hombres. Y no a otra cosa, particularmente, sino a estar privados de la gracia de los Dioses, es a lo que están condenados, incluso por sí mismos, los fraudulentos y los injustos y los calumniadores de aquellos.
[1] Compuesta en Recanati, entre el 19 de enero y el 7 de febrero de 1824.
[2] “Heródoto, lib. 5, cap. 4. Estrabón, lib. 11, edit. Casaub. P. 519. Mela, lib. 2, cap. 2. Antología griega, ed. H. Steph, p. 16. Coricio sofista, Orat. fun. in Procop. gaz. cap. 35, ap. Fabric.. Bibl. Graec. ed. vet. vol. 8, p.859.” (N. del A.)
[3] Los fantasmas y posteriormente las larvas son las ilusiones, frutos de la imaginación. En la jerarquía de los seres mitológicos que aparecen en esta narración, a los fantasmas o larvas (genios menores) les corresponde el último lugar, después de los genios mayores (de los cuales solo aparece la Verdad) y los Dioses.
[4] Cfr. Cantos, IV: En las nupcias de su hermana Paolina, vv. 1-6, versos en los que también se usa la palabra «larvas» («error», «don celeste») y su relación, como ilusiones que son, con la felicidad y la infancia: «Cuando del patrio nido / los silencios dejando, y las felices / larvas y error antiguo, don celeste / que a tu vista embellece este desierto, / al polvo de la vida y al tumulto / el destino te arrastra.»