Veinte escalones y otros cuentos
Versión 2015
Texto original y versión española publicados
con la autorización de la autora. El texto reproduce el de la edición
Vinte degraus e outros contos, Relógio D´Água Editores, 2014, pp. 9-17.
Veinte escalones
Se necesitaban veinte metros para matar. Dándole tiempo a la persona para tener su propio baile, como a un ahorcado. Para perder los ojos en el descenso, sin ver al asesino que se inclina.
La mujer repetía y repetía, con espuma en los labios. La frialdad.
Nadie quería oírla. Ella hablaba sobre un puente mentiroso, su puente que invitaba al suicidio y dejaba el trabajo sin terminar. Ella, la mujer, se había tirado, había caído sobre las piedras agudas. Después se había quedado horas gritando. “Maldito, que no tenía veinte metros”, decía. Y ahora decía eso riendo. El amor le había aconsejado la muerte, y al final, las cosas del amor no son más importantes que una culebra. Asustan y, luego, desaparecen.
Los huesos se le habían pegado de nuevo, los grandes y los pequeños, todo en orden. Excepto el pie izquierdo, que se le había quedado girado para atrás. Un agujero en la cabeza del que corría tanta sangre, que le entraba en la boca, como si ella misma lamentara el derroche, produjo una sustancia suya muy particular. Ni piel ni carne. Un remolino blanco y grasiento, como una flor de cera que coronara la oscuridad de su cara.
Ella había nacido al otro lado de los montes, donde las mujeres comenzaban a ser feas. Las del lado del mar sorbían toda la luz que Dios había dispuesto, se cubrían los ojos y la cabeza con el azul y el oro de esa luz. La mujer se llamaba Rosa y se agarraba a la belleza de su nombre, tan gentil, tan hecho de terciopelos y satén. Ella iba dando saltos por el camino, castaña en el paisaje castaño, con la azada al hombro. Cultivaba como podía las tierras de la abuela. Iba saltando con las botas torcidas, con las medias puestas, bajo el calor. Era un gran conejo, pardo y solo. Después, pasó el hombre en la furgoneta.
Oh, era un hombre que brillaba. Y todos confundieron el brillo con la bondad. Incluso la abuela de Rosa. Con las uñas, hacía que sonara el fajo de billetes que él le había dado. Y las arrugas de alegría subían por encima de las arrugas de tristeza sin cambiarle mucho la cara. En verdad, había soñado con el dinero toda la vida, no había soñado con la nieta. Sabían bien lo que valían la una y el otro.
La bondad del hombre que brillaba, aun siendo ilusoria, permaneció en su superficie mucho tiempo. Él usaba pulseras y cadenas y brillantina y zapatos de charol. Rosa miraba por la ventanilla de la furgoneta y absorbía aquella velocidad, el cerebro se le encendía y se le apagaba, hasta el punto de sufrir, al final del día, una completa transformación. Cuando entró en su habitación en una pensión de la carretera, se preparó para que el hombre la desnudara y la usara. Pero el hombre se echó a su lado, con su tintineo y su olor, y se durmió inmediatamente. Era un hombre bondadoso, pensó Rosa. La llevaba como criada. Por la mañana le preguntó el nombre. Había moho en la jalea del desayuno. Llámame como quieras, llámame padre, dijo él. No tenía edad para eso.
Cuando llegaron a la ciudad, Rosa se encogió por primera vez. No por temor a las intenciones del padre, sino porque no se divisaba ningún horizonte. Intentaba ver algún principio y algún final, pero ni de la entrada se había dado cuenta. Se había distraído con la súbita parada de muchos coches en un descampado de matorral y cañas, con el ancho alquitrán como un río muerto. Inmediatamente después, ya no tenía distancia alguna donde echar la vista. Comenzó a temblar. Después giraron hacia el interior de un patio. Esto es Lisboa, adelantó el padre. Y le cogió el bolso y la apeó. No hay viento en Lisboa, pensó Rosa. Nada de aquello que se refiriera al aire podía pasar entre los altos edificios. Entonces, miró hacia arriba, hacia el cielo. Pero se desequilibró y desistió. El padre la arrastró con dulzura por el brazo.
Le llegó el vapor de las comidas incluso antes de que la puerta se abriera al paso. Ese vapor le sorprendía la garganta, deseó carraspear. “Estaban allí esos trucos africanos, nunca conseguí habituarme”, comentaba la mujer. Y reía. Reía. Con esa risa, conquistó a todos los clientes de la casa. Y a las compañeras. La sordomuda, la peluda, la enana. Y otras que no se demoraban mucho tiempo, que revelaban cualidades de ambición y que le pedían a la portera que les fuera a un sótano de la Baixa a comprarles polvos. Sabían hacer llorar a los hombres, copiaban las listas de lamentos de los programas de los obispos evangélicos. Entonces, ellos lloraban y bebían, después volvían para llevárselas. Las bizcas usaban ese truco con una tasa de éxito notable. No se diría que se casaban ricas, mas, por lo menos, se casaban con alguien. Ganaban un armario solo para ellas. Curiosamente, el padre no se enfadaba. Mantenía incluso relaciones cordiales con las mujeres que, para todos los efectos, habían traicionado su confianza. Muchas veces les pedía consejos. A Rosa, no. Y, entretanto, Rosa nunca le había dado de beber a nadie.
Ella contaba: “Los cuartos estaban en otro piso. Un ajetreo en el ascensor.” Pero las vecinas no decían nada. Ni siquiera los maridos de las vecinas. Pues ya nadie se sentía muy seguro sobre qué especie de comportamientos debía o no debía tolerarse.
“Todas éramos lisiadas, ¿sabe?”, decía Rosa. Pero hablaba para ella misma. “Las lisiadas son buenas hembras. El padre ganaba un dineral con la gente. Tanto, que se mudó a un barrio nuevo.”
*
A Rosa le había gustado mucho esa vida. Las compañeras intentaban compensar la falta de armonía de sus cuerpos recurriendo a formas de deferencia que se parecían a la educación. Cuando se imponía una disputa, bailaban, movían sus miembros monstruosos como hacen las aves al luchar. Pero eran, normalmente, generosas. Y medían las fuerzas con cuidado, ahorraban todo, la energía y los céntimos. Porque difícilmente creían en su éxito como cosas sexuales. Y sus despedidas de los clientes impresionaban por la sinceridad, pareciéndose a las despedidas del amor, tan penetradas de melancolía. Y, más allá del gusto peculiar que los llevaba a buscar imperfecciones, los hombres eran como llamados por el ambiente de delicadeza en que hasta las altas palabrotas llevaban dentro algún murmullo materno.
Rosa era la menos cariñosa de todas ellas, porque no lo necesitaba, tenía otras cualidades mayores. “Tú eres la sal y la pimienta”, dijo el padre. Las compañeras le estaban agradecidas porque Rosa aceptaba escenarios complicados y las dispensaba, así, de tener que aceptarlos. Conocían mal la ciudad. Si llegaban de los pueblos, continuaban conociendo mal la ciudad, esto es, mal casas y empedrado. Les repugnaban ciertas porquerías. Rosa había entrado descalza en los corrales, había metido la mano en el vientre de las cabras para sacarles los hijos muertos. No le importaba la viscosidad, ni la descomposición, ni la acidez. Y su piel, tan dura, resistía bien a heridas y abusos más groseros. “Tú eres la sal”, decía el padre. “Y la pimienta.” Pero lo que había en Rosa era una tendencia a aburrirse rápidamente. Con las variaciones, no se aburría.
Los negocios del padre iban bien. En verdad, iban demasiado bien. Se habían atraído ciertas atenciones. Se le invitó a hacerse socio de su propio burdel. Con el insulto, casi sintió que enfermaba. La enana Lúcia comenzó a llorar mucho, incluso antes de que él hablara del ultimátum. Se quejaba de las grandes injusticias que les esperaban a los pobres de esta tierra. Estaba a un paso de hacerse comunista, pero desvió la atención hacia la Biblia. Inmediatamente después, el edificio se incendió.
Era un edificio en el que había vigilancia, pero tenía, entretanto, puntos flacos. Todo necesitaba equilibrio, y un exceso de miradas perjudicaba. Pero, por las grietas de la mirada de menos, entró el fuego. Y, si nadie murió, murió allí mismo el ánimo del padre. Nadie conseguía consolarlo.
Vivían en la pensión, como extranjeros huidos de una guerra. Todas pensaban que era solo una crisis. El orgullo del padre hablaba, a veces, y él ansiaba la revolución. “Libertad, ¿dónde y para quién?”, exclamaba. “Estamos en una película americana, eso es.” Se sentaba en la cama, rodeado de sus protegidas, una enana, una con una herida visible en una pierna, otra con membranas entre los dedos, y Rosa, la coja. Él había envejecido. Regresaba sin las cadenas de oro, sin pulsera, sin reloj. Y, en lugar de mostrarse aliviado por la falta de peso, se encorvaba. No había perdido solo sus objetos. Había perdido a los clientes y a los amigos. Estaba en una película americana, y cada esquina revelaba una sombra de asesino. Iban a matarlo y a apoderarse de las muchachas. El padre distribuyó hasta el último céntimo que guardaba entre las cuatro, dijo: “Hay siempre un duelo”, y no volvió.
Rosa y la de las membranas se instalaron en un cuarto para pagar el alquiler a medias. Pero la de las membranas estaba muy lejos de ser una mujer tranquila. Rosa tampoco se sentía satisfecha. La dueña, que sufría remordimientos, incómoda y servicial, como siempre sucede en ese género de personas, le arregló los papeles de la caridad. “No, no es así como se llama”, aclaraba. Pero el nombre real era raro y, de todos modos, dijo Rosa, el mundo no cambiaba mucho por eso. “Es una obligación del Estado ahora”, adelantó la dueña. Y la importancia de su diligencia disminuyó. “El estado incluso nos está agradecido”, añadió ella, para remediarlo.
II
“Les pagan a los pobres para que les guste ser pobres”, decía Rosa, esa mujer. Y reía. Pasaba las tardes a la entrada del metro. Estando en una película americana, no podía anhelar los puestos más concurridos. No eran libres, los pordioseros, para escoger. Tenían sus organizaciones. La gran mano cogía a cada uno, lo depositaba en su sitio, lo recogía. Algunos cantaban o lloraban, los dotados. El porcentaje compensaba más. Quien quisiera ganar su vida, miraba bien y veía un mapa militar. Una red de guerra, bien extendida. Los campos ocupados, quizás sus muertos y heridos. Asuntos muy territoriales. Quedaban solo unos lugares fuera de control, respiraderos para mendigos leves junto a los que todos pasaban sin mirar. En una de esas escaleras estaba Rosa. Cuatro escalones abajo, el ciego.
El ciego necesitaba dinero, la mujer no. Pero quería distraerse. La compañera de cama, la que mostraba membranas rosadas, había salido un día y no había vuelto. Lo pasaba muy mal con el tiempo seco y tomaba duchas clandestinas en cantidades no previstas en el alquiler. La dueña era bastante original, una persona delgada con tormentos. Pero aquel gasto de agua la exasperaba. La llevaba de vuelta a su clase. Vigilaba, lo que es normal en las dueñas. Insultaba bajito a su huésped, le olía el rastro. Y acabó por cerrarlo todo con llave. Eso las obligaba a pedir ir al servicio. La muchacha de las membranas estaba perdiendo la gentileza del burdel. Se soplaba con las manos, formando un abanico. Y golpeaba las puertas, disparaba obscenidades por el corredor. Se volvió finalmente contra Rosa. “¡No sirves ni para matarte!”, la acusaba. Dejaba que la crueldad creciera en ella, y a cierta altura ya no cabía en el cuarto. La rabia la transformaba en un gigante. Expulsaba a la amiga a puntapiés de la cama. “Enloqueció con el calor”, explicaba Rosa. La dueña presagiaba una catástrofe, algo de lo que sería responsable y que añadiría otro fantasma a sus noches ya tan inquietas.
De hecho, la muchacha no volvió cierta mañana de julio. Rosa chocaba contra los muebles con el pie torcido, en una euforia de conquistador. La dueña se abstuvo de buscar a otra persona que compartiera la cama. Al mismo tiempo que se oía su respiración de largos jadeos, como en campo abierto, Rosa sintió perfectamente que el tedio, silencioso, entraba por la ventana.
“Necesito aire”, le explicó a la dueña. Y fue a mostrar la pierna al metro. No porque necesitara dinero. Comía café migado. No era vieja, pero adoptaba los alimentos de la vejez que le bastaban, con cucharitas de azúcar. La limosna del gobierno no faltaba y le ahorraba otras inquietudes. Pero la tranquilidad la aburría. Por eso había coloreado tan bien su trabajo, con una dedicación que las compañeras ni soñaban. Por eso miraba hacia el techo, suspirando. Después, cogió la lata de las galletas que ya estaba vacía y se fue al metro. Ponía el pie y la lata en evidencia.
Cuatro escalones abajo, el ciego levantaba el pequeño hocico para captar toda la información posible. Pues era realmente un ciego en serio que tenía que rendirle cuentas a su madre. El calor y el frío lo atravesaban, perforándole la ropa como balas. Y él levantaba su voz potente, una voz indignada que seguía detrás de los transeúntes, ahuyentándolos. Los niños gritaban y nadie se paraba a echarle una moneda. “Es lo que da mantener la independencia”, decía el ciego. Al presentir a una rival, aumentó su tono injurioso. Rosa hablaba sobre el puente. Los peatones, para huir del ciego, no pasaban por el lado de ella con el ritmo debido. Aceleraban más y murmuraban contra la lluvia y el sol. Rosa no quería que le dieran nada. Quería solo un poco de demora. Disparaba con la historia y caía sobre las aristas de los escalones, herida. Abandonada como lo fue su dama.
“Si temes salir, lleva el bastón”, le ordenó la dueña. No desistía nunca de intervenir. El ciego se interesó por el nuevo sonido. El toque del bastón en el cemento. “¿Cuál es su padecimiento?”, preguntó. Quería decir: ¿Cuál es su pretexto? Pensó: ¿Qué utilidad tiene para mí?
“Mire quién me da tapones de botellas”, le pidió. “Cuando él vuelva a pasar, dígamelo”.
“¿Y qué gano yo a cambio?”
“¿Qué quiere?”
“Quiero que oiga lo que yo le cuente”, propuso la mujer, Rosa.
Y entonces, hablaba. Hablaba largamente sobre el puente. Sobre los puentes más bajos, cariñosos, puentes de musgo que encantaban a los peatones. Y sobre los otros, tan altos, que avisaban a los propios aviones de su altura. Pero en el puente de Rosa no había lenguaje, solo maldad absoluta. Aun así, quedaba agradecida. “Los puentes son pasajes del diablo. Sirven para bautizar a sus hijos”, dilucidó el ciego.
“No lo disculpe.”
“¿A quién?”
“A Dios.”
Dios escogía los accidentes. Las enfermedades. Vendía el fósforo y la gasolina con que habían destruido su burdel.
“Es porque a Dios no le gustan las vergüenzas. Ni los lisiados”, consideró el ciego.
“Ni usted le gusta.”
“Ni yo.”
Y reían. Reían.
Días después, el ciego preguntó: “¿Cómo hace Él la elección?” Había adquirido una cierta habilidad para filosofar. “Sí, ¿cómo elige Dios a quien mutila?”
“Escoge solo porque se siente hastiado”, respondió Rosa. Estaba iluminada, pues finalmente percibía a Dios: lo intentaba todo para entretenerse. “¿Sabe usted cuántos escalones tiene esta escalera? Tiene más o menos veinte. Yo ya los conté. Para pasar el tiempo. Lo mismo hace Dios. Ya contó todo lo que hay en el mundo.”
“Y enfadado. Y, quizás, ni duerme”, dijo el ciego.
“Tal vez de vez en cuando se desperece y extienda un bastón, de modo que alguien tropiece y caiga hasta allá abajo.”
“Alguien que haya dado limosna falsa”, adelantó el ciego, vengativo.
Oh, no, ni siquiera eso, pensó Rosa. Dios no necesitaba razones para tirar a alguien por estos veinte escalones duros. Es por eso por lo que es Dios.
Entonces, el ciego oyó los gritos y el estallido de un cráneo y su caja de dinero rodando. “¡Ella lo ha hecho a propósito con el bastón!”, decían las personas. Las patadas que le daban a Rosa retumbaban y le dolían al ciego en el corazón. “Están golpeando a Dios”, clamaba él. Sin embargo, no le prestaron atención.