Página dedicada a mi madre, julio de 2020

Traducción

Pequeños remolinos

Versión 2017

Textos

        1. Mùnnino
        2. La cruz
        3. Bajo tutela
        4. Los huéspedes
        5. Ti-nesciu
        6. Ojo por ojo
        7. La hornacina vacía
        8. La hora que pasa *
        9. Después de las serenatas *
        10. El recuerdo
        11. La Mérica
        12. Los zapatitos
        13. La abuela Lidda

* Los cuentos 8 y 9 aparecen al final

Mùnnino

A la señá Mara la llamaban la farera,[1] pero su telar, cubierto de polvo y telarañas, callaba durante muchos meses seguidos.

El marido, viejo y débil, venía una única vez al año para que le arreglara las camisas y el chaquetón rotos y para curarse las fiebres que cogía en Salamuni; aunque no le mandara ningún dinero, la farera no se moría de hambre, y en la vecindad se decía que se las entendía con Vanni, el carpintero, el de los cabellos rojos, quien servía a los mejores señores del pueblo y cada año comenzaba a martillear en los toneles en julio y acababa en octubre, tantos eran los clientes que tenía.

El que lo pasaba mal era Mùnnino, pobrecillo, del que la madre se libraba cuanto podía; por la mañana lo mandaba a la escuela con un trozo de pan bajo el brazo, y por la tarde hacía que encontrara la puerta cerrada. Mùnnino, que se había acostumbrado a ello, metía los cuadernos por la gatera y se dirigía hacia la calle Amarelli donde estaba la pérgola del padre Nibbio; se acuclillaba en un escalón, con los codos en las rodillas y la barbilla entre las manos, y miraba a los niños jugar.  Él, como no tenía ni peonza ni plumas, no podía unirse a los juegos; las plumas se las pasaba el maestro, y para darle una nueva quería ver antes la vieja, que tenía que estar despuntada y con tinta bien incrustada; solo cuando recibía la pluma vieja iba a jugársela, completamente feliz, pero la perdía enseguida y volvía a acuclillarse en el escalón mientras los niños lo escarnecían. Cuando oscurecía, se iba a espiar la puerta, y cuando la encontraba abierta, se colaba muy rápido, como esos gatos que, echados de casa, vuelven apenas pueden y se ovillan temerosos de que los vean y de que los expulsen de nuevo.

Una noche, podía tener entonces nueve o diez años como máximo, se le mandó a la cama pronto y sin cena. No podía reconciliar el sueño; hacia medianoche, sintió como si se abriera la puerta de la calle; asustado, metió la cabeza bajo el tramareddo,[2] pero oyendo abajo un paso pesado se puso a gritar llamando a la madre que dormía en el cuartito bajo su buhardilla. Luego, oyéndola susurrar, y habiéndose tranquilizado, saltó de la cama, y estaba a punto de bajar la escalerilla, cuando se la vio delante, en enaguas, con el candil en la mano.

– ¿Qué quieres? ¿Qué te ha venido a la cabeza?

– He sentido…

– ¿Qué has sentido? No has sentido nada.

– A alguien, por la escalerilla… ¡Virgen santísima!

– Tú estás soñando. Ve a acostarte. Que no te escuche gritar la gente. ¡Vete!

A la luz débil del candil, a Mùnnino le pareció distinguir los cabellos rojos del carpintero, abajo, y gritó:

– ¿Has visto? ¡Virgen santísima!

– Escucha, si dices media palabra más, te mato. Como que Dios existe, que te mato. Aquí no hay bandidos. ¿De qué tienes miedo?

Pero como Mùnnino permanecía clavado en la escalerilla, en camisón, lleno de miedo, con una curiosidad obstinada, la farera perdió la paciencia y comenzó a pegarle. Se ganó una paliza tal, que se quedó medio muerto en la cama, temblando de frío y de dolor. La farera decía, con voz ronca y baja, para que no la escuchara la gente a esa hora:

– Y a callar, ¿entiendes? Aquí no hay de qué tener miedo. No hay bandidos. Sientas lo que sientas, piensa que está bien porque lo hago yo. Y no vayas a airearle a la gente tus sueños. Que si llego a saber que hablas, que dices ni media palabra, media, ¿entiendes?, te mato, te arranco la lengua. Y duerme, ahora.

Solo pudo dormir al alba, cuando comenzaron a pasar los cabreros y los campesinos. Toda la noche fue un sollozo continuo, bajo el tramareddo, un duermevela angustiado lleno de sueños temibles, un despertar de improviso. Por la mañana, con las mejillas lívidas, se dirigió a la escuela cabizbajo con las manos en los bolsillos y los cuadernos sucios bajo el brazo. De nuevo en la puerta, la madre le había dicho, mirándolo con enojo:

– ¡Y callado!

Callado, seguro, iba pensando. Los golpes son golpes. Sin embargo, al carpintero lo había visto: podía jurarlo. Los pasos los había sentido.

En la escuela no se supo la lección, y el maestro, como castigo, le quitó el pan. Era precisamente un día desgraciado. A mediodía tenía tanta hambre, que se habría comido las piedras, y dándose ánimo, se detuvo tras los bancos hasta que no vio salir a todos sus compañeros. Cuando todos estuvieron fuera y en la sala llena de polvo quedaba solo el maestro poniéndose el gabán, Mùnnino se adelantó:

– ¿Todavía aquí? ¿Qué haces?

– ¡Señor maestro! Perdóneme por favor.

– No te lo mereces.

– Señor maestro – suplicó Mùnnino con los ojos velados de lágrimas – tengo demasiada hambre.

– Estudia la lección otra vez. Vete.

El maestro estaba de mal humor, pero Mùnnino se armó un poco más de valor.

– Le juro que no lo haré más. Pero tengo demasiada hambre. ¡Usted no sabe qué significa tener hambre! – añadió llorando.

El maestro, que estaba a punto de salir, se volvió de improviso:

– Toma el pan – y cogiéndolo del cajón lo puso en la mesa. – Pero tú hazme un recado. ¿Eres capaz de hacer un recado en secreto?

– Sé hacer cualquier cosa.

– Jura que no se lo dirás a nadie. Ni siquiera a tu madre.

Mùnnino lo miró poniéndose una mano en el pecho.

– Bien, ve a llevarle esta nota a… ¿sabes dónde vive la señora Lucia, la bordadora? ¿Conoces la casa roja donde acaba la plaza y empieza el campo? Muy bien. Justo esa casa. Con un portoncito verde. ¿Has comprendido? Entonces, ve. Pero huye. Yo te espero aquí con el reloj en la mano.

Mùnnino, con la nota bien escondida en los bolsillos de los pantalones, corrió como un hurón, que con el estómago vacío se corre mejor. Y al volver encontró al maestro que lo abrumó con preguntas: si había ido justo tras la casa roja, y quién le había abierto, y qué le habían dicho. Y Mùnnino se ganó cuatro monedas, y corrió completamente feliz, mordisqueando su pan, a echar los cuadernos por la gatera; pero mejor que ir a mirar a los niños, fue a la plaza a gastarse lo ganado en pan y sardinas saladas, y subió arriba, hacia el Calvario, a comer junto a la fuente. Allí había un perro, completamente calvo, que comenzó a mirarlo tristemente, moviendo un poco la cola; Mùnnino lo echó, pero el perro no se movió, le tiró una piedra, pero el perro volvió, y volvió a mirarlo un poco a él y un poco el pan que daba señal de acabarse, con esos ojos grandes y afligidos que parecían de hombre. Mùnnino estaba harto y satisfecho.

– ¿Tienes hambre? – gruñó.

– ¡Toma! – y le arrojó un pedazo de pan que el perro engulló con las anchas fauces famélicas, volviendo a mirar a Mùnnino, sacudiendo la cola.

– Mala cosa es tener hambre – masculló el niño – ¡pero a ti te haría falta una hogaza! – Y poco a poco compartió el resto de su almuerzo con el perro; luego, contento, bebió en el caño un buen trago de agua fresca, y se dirigió a casa, y al encontrar la puerta aún cerrada, fue a mirar a los niños que jugaban. Tampoco se supo la lección al día siguiente, pero el maestro no le riñó, ni lo llamó para que leyera las vocales en la pizarra. A la hora del recreo, mientras los niños bajaban con polvorienta algarabía al patio, le hizo ademán de que esperara, y cuando estuvieron solos lo llevó tras la puerta y, poniéndole dos monedas en las manos, le dijo que fuera a comprar dos kilos de macarrones ziti [3] y un kilo de salchichas.

– Llévalos bien escondidos bajo el scapolare,[4] que no se vean – le recomendó.

Mùnnino volvió un minuto antes de que se reanudaran las clases, rojo y jadeante, con ese peso que no quería sostenerse bajo el pequeño scapolare roto, y que a una señal del maestro fue a esconder al baño, bajo una cesta. Después de la escuela volvió a hacer el viaje hacia la casa de doña Lucia y se ganó dos monedas.

Desde entonces, no se preocupó más por estudiar las lecciones y miró con arrogancia a los compañeros con unas ganas locas de contarle a alguno el gran secreto que conocía; pero no decía ni mu, pues había aprendido que hablando no se ganaba nada, si es que no se llevaba una paliza.

Por la noche, lleno de curiosidad, se quedaba oyendo la habitual apertura de la puerta, el habitual paso grave del carpintero y el susurro sordo, y si escuchaba subir a su madre, que venía a ver si el hijo dormía, se metía bajo el tramareddo cerrando los ojos. Tenía malos pensamientos contra el carpintero, y cuando lo veía de día – con el delantal, todo rojo, con la ancha cara satisfecha, martilleando sobre los toneles – apretaba los puños mientras el pequeño corazón le latía más fuerte en el pecho. Y cada día, al dirigirse a la fuente, con el pan que se ganaba con el maestro, pensaba tantas cosas curiosas, mirando paciente al perro calvo que encontraba siempre. Cuando sea grande – rumiaba –, grande y robusto, entonces acusaré al maestro ante su hijo. El maestro le tiene miedo al hijo. Y luego le daré una buena pedrada a Vanni, para dejarlo medio muerto.

El carpintero hacía como el maestro, tal cual; con la diferencia de que el maestro le tenía miedo al hijo, y el carpintero y su madre no se lo tenían a él, porque le pegarían solo con que hablara. Pero cuando creciera…

Un día, junto al perro, encontró también a una niña con los cabellos despeinados y un trajecito negro rojizo y harapiento, quien comenzó a mirarlo. Como el perro.

– ¿Tú también tienes hambre?

La niña extendió la mano hacia el pan. Mùnnino, que estaba sentado alto, en el borde de la fuente, se lo apretó contra el pecho.

– Vete.

La niña le enseñó un trozo de cristal azul:

– Te lo doy.

– No sé para qué me sirve eso.

Y comenzó a comer, muy contento al sentirse envidiado. Luego añadió:

– ¿Cómo te llamas?

– Concetta.

– ¿Y tienes hambre?

Concetta se acercó y cogió el trocito de pan que Mùnnino le mostraba. Luego Mùnnino hizo otras dos partes con el pan sobrante y le arrojó la más pequeña al perro, y comieron los tres muy juntos. Desde esa día al perro se unió siempre a Concetta, y cuando este, terminada su pequeña ración, se alejaba con la cola baja, los dos niños se quedaban jugando juntos. Concetta sabía hacer muñecos con tierra mojada, casas pequeñas con piedras y con ladrillos rotos, y muchos otros juegos que Mùnnino aprendía con gusto porque no había jugado nunca, ni nunca había tenido compañeros; pero él prefería ir por los campos donde crecía el trigo y cantaban los grillos, y donde se veía cavar a los campesinos; saltaba los setos con Concetta y se tiraba en el suelo, entre el trigo alto, aún verde, con la cara al aire y las manos entrelazadas tras la nuca, gozando la frescura en la espalda, muy quieto, sin moverse ni apartar las moscas borriqueras que zumbaban a su alrededor. Concetta, que no sabía estarse quieta ni un momento, iba cogiendo golondrineras y amapolas, y ya se ponía derecha en el trigal verde, ya se agazapaba por miedo a que la vieran los guardas del campo; luego, cuando estaba cansada, se sentaba junto a Mùnnino, con las flores en el delantal roto, y se distraía arrancando las hojas rojas una a una, recogiéndolas en una pelotita entre los dedos y haciéndolas estallar en la mano abierta.

Se hablaban poco.

– ¿Tú no tienes madre, no? – le preguntó un día Mùnnino.

– No la he tenido nunca.

– ¿Y cómo has nacido?

– Sin madre. Hay tantas personas sin madre. También Nina nació así. Pero es una cosa mala. Además, la señá Fina me pega siempre.

– También las madres pegan.

– ¿Sí? ¿A ti te dan palizas?

– No te he dicho que me las den. Te he dicho que también las madres pegan.

Una tarde encontró a Concetta llorando con un brazo vendado:

– Se habrá roto – decía con la cara asustada – ¡y nadie me lo curará!

Se dirigieron hacia los campos donde Mùnnino quiso verle el brazo, todo morado.

– Pongámosle un poco de hierba – dijo vendándoselo de nuevo lo mejor que pudo con el pañuelo – se refrescará.

– Yo no vuelvo más allí – dijo Concetta de improviso.

– ¿Adónde?

– A casa de la señá Fina.

– ¿Y adónde irás?

– ¡Y yo qué sé! – sollozó Concetta. – ¡Es malo no tener a nadie! Por fuerza tengo que estar con la señá Fina.

Mùnnino no respondió. También él tenía que estar con su madre; pero por poco tiempo aún. Él era un hombre. Y un hombre puede ganarse el pan. Un rato después dijo:

– Seré pastor. Cuando venga mi padre se lo digo.

– ¡Tú serás pastor y yo me quedo con la señá Fina! – suspiró Concetta con una mirada envidiosilla.

– Yo soy un hombre – dijo Mùnnino gravemente, escupiendo ante sí. – Un hombre es otra cosa.

Y mirando a Concetta, añadió frunciendo la frente:

– Seré pastor y tendré con qué vivir. Pero pensaré también en ti. Deja que crezca aún y verás. Yo ya tengo trece años.

Concetta se secó las mejillas rojas y húmedas de llanto y miró al compañero con los ojos luminosos; y de pronto, con sus movimientos de gato salvaje, le echó los brazos al cuello abrazándolo tan fuerte que le hacía daño; y Mùnnino abrazó también por la delgada cintura a Concetta, y se dieron dos besos que estallaron como hojas de amapola. Se sintieron de improviso contentos; sintieron como si hubieran crecido de una vez, y volvieron al pueblo agarrados de la mano, en silencio.

Al día siguiente, y también los demás días, no fue a la escuela; total, ya no ganaba nada. El maestro no le hacía ya encargos, y él ya no lograba ni pan ni sardinas saladas. Pero siguió yendo hacia el Calvario por la tarde; encontraba a Concetta sin falta. El perro se dejó encontrar dos o tres veces y estuvo mirando a Mùnnino con sus grandes ojos afligidos que parecían los de un hombre; luego no vino más. Quizás había encontrado mejor suerte en otra parte.

Al mes siguiente volvió el padre, con las fiebres, y tan envejecido, que, viéndolo arrastrar las piernas, daba pena. Mùnnino le dijo que quería ser pastor, y el padre lo miró de arriba abajo, lentamente, como para medirlo, hundiendo la cabeza.

– ¿No me crees capaz? Déjame probar. Peppe comenzó cuando era más pequeño que yo.

–  Sí, pero Peppe era dos veces más robusto… ¡Si el amo te aceptara!

– Llévame hasta él, de prueba.

El viejo, que quería a Mùnnino, su único hijo varón, le dijo a la mujer que le cosiera un chaquetón de fustán, dos camisas de tela gruesa y un scapolare nuevo. La madre se afanó en cuerpo y alma para acabar todo ese trabajo en pocas semanas, pues no le parecía verdad que fuera a quitarse de encima a ese niño.

Y finalmente, Mùnnino, enfundado en el chaquetón que le hacía parecer otro, fue a buscar a su compañera. Concetta lo miró con envidia, acarició el fustán liso, tocó los botones uno a uno, se inclinó para examinar los gammitti,[5] mientras Mùnnino estaba quieto empalado, todo soberbio. Luego suspiró:

– ¡Feliz de ti! Tú vas a ser pastor, y yo me quedo aquí.

– Es mejor – dijo Mùnnino – total, ya pan no conseguía. ¿Para qué te servía yo?

– ¿Y cuándo volverás?

– Cuando vuelva mi padre. Una vez al año.

Oscurecía, y se dejaron; Mùnnino fue delante, corriendo hacia casa, volviéndose de vez en cuando para sonreírle a Concetta que se había quedado quieta, lejana.

Mùnnino se acomodó. Le dieron primero solo diez cabras para pastar, luego le enseñaron también a ordeñar, puesto que él era pequeño sí, pero voluntarioso; y lo llamaban ’nsunnato [6] porque a menudo se quedaba encantado como cuando estaba en el pueblo.

Apenas estaba en el monte, guardando las cabras, y veía abajo todos los campos verdes, pensaba en Concetta y le parecía que iba a verla en medio del trigo cogiendo amapolas. Pero alguna vez, por la tarde, cuando hacía frío, tirándose en el establo – donde había esa agradable tibieza y ese olor acre, donde las vacas rumiaban tranquilamente – se le arruinaba el placer al ver el candil colgado de la viga, que le recordaba a su madre y a Vanni; y solo cuando volvía a hacer los antiguos propósitos de venganza le parecía que se ponía en paz consigo mismo. Alguna vez pensaba acusarlo ante su padre, pero reflexionaba que este mataría a su madre junto a Vanni, y no quería que su madre sufriera.

No crecía mucho; seguía pequeño y se estaba poniendo amarillo; el padre, mirándolo, se lamentaba de haberlo traído a Salamuni donde había malaria. Hacia julio comenzó a contar los días, y finalmente, los últimos días de agosto, volvió al pueblo. A su madre, que lo agasajó, le llevó todas las ganancias, incluso para hacerle ver que se había hecho un hombre. En el zurrón llevó escondido un requesón pequeño y tierno, entre dos pámpanas de vid, y por la tarde se dirigió hacia el Calvario.

Le parecía que había hecho ese camino la tarde anterior y sentía en el corazón una alegría, como una hermosa canción, al volver a ver todas las puertas, y los caños de la fuente de donde sobresalían esos mascarones de ojos desencajados, y la tiendecilla del señó Calojro donde estaban aún los mismos frascos empañados con un poco de pimienta en grano, los dátiles amarillos, y la bacalada espetada en el arpón. Concetta no estaba, y se adelantó a llamarla bajo la ventana de la señá Fina. La muchachita corrió toda roja, jadeante de placer, y se dirigieron al Calvario, donde Mùnnino le dio el requesón.

– ¿Y tú?

– ¡Yo he comido muchos! – respondió desdeñosamente.

– ¡Qué bonito ser pastor! – dijo Concetta lamiéndose los dedos.

– ¿Tú qué haces ahora?

– ¿Qué voy a hacer? Me escapo de las azotainas de la señá Fina. Ahora eres pastor, puedes llevarme contigo.

– Aún no es tiempo. ¿Qué harías?

– Guardaría yo también las cabras.

– Oh, sí…

¿Creía Concetta que era una cosa tan simple?, ¿que uno ganaba el requesón sin hacer nada? ¡Ella no sabía que también en Salamuni pegaban a menudo y duro!

– Debes saber que dan tortas por todas partes. Por todas partes están los más grandes y los más robustos – suspiró el pastor. ¡Y qué leñazos daban allí arriba si no se estaba atento! ¡Y, además, los madrugones antes del alba para llevar las cabras a pastar, y ordeñar la leche para los señores y para hacer el requesón!

– Pero un año creceré. Me pondrán a hacer requesón en la mànnira.[7]

Consiguió incluso que lo pusieran a trabajar el requesón; y cada año, al regresar al pueblo, encontraba a Concetta más alta y menos harapienta. Estaba bien peinada, llevaba chales en el cuello; pero ya no podían ir por los campos como cuando eran niños. Mùnnino se había hecho un pastor como los demás, que venían durante las fiestas, vestidos de terciopelo; solo que los otros eran rojos y robustos, y él permanecía siempre pequeño y amarillo. Un año volvió con las fiebres. Fue a encontrar a Concetta a casa de la señá Fina, pues ahora la muchacha ya no estaba por la calle; y, dado que era la primera vez, se sentía por completo cohibido, también porque la señá Fina, al ver el gran requesón que había traído, le hacía muchos cumplidos, como si fuera el amo de la casa. Él hubiera querido poder llevar a Concetta consigo como cuando eran niños, y mirando de reojo su hermoso rostro blanco y rosado como el de una señora, pensaba en los besos que estallaban como hojas de amapola que se habían dado sin comprenderlos, y no sabía decir ni una palabra. La vieja dijo:

– Voy un momento a casa de la señá Aita. Pero ¡tened juicio, por favor!

Y miró a Concetta, quien se puso roja hasta las orejas.

Mùnnino, esa tarde, volvió a casa con el corazón que parecía estallarle en el pecho, y no sabía si por las fiebres que sentía que llegaban o si por la agitación que lo invadía por completo.

Fue a ver a Concetta todos los días, llevándole siempre regalos y encontrándola sola. Pero una tarde, tras haber estado hablando con Peppe, que se las sabía todas, subió hasta el Calvario lleno de cólera y de impaciencia, y llevando a Concetta a un rincón le dijo clavando sus ojos en ella:

– ¿Es verdad lo que me han dicho acerca de ti y de una cierta Nina?

– ¿Qué te han dicho?

– No te hagas la tonta. ¿Es verdad o no?

– Virgen santísima… – murmuró Concetta extendiendo las manos temblorosas como para apartar toda esa furia.

– No, no te pego, porque nunca le he pegado a nadie. Los demás siempre han atormentado a Mùnnino – añadió con amargura –, pero él nunca ha ofendido a nadie. Dime si es verdad. Solo esto.

– ¿Qué debo decirte? Es verdad, sí – respondió Concetta con resolución, mientras en las comisuras de la boca se le formaban dos pliegues sutiles como dos arrugas. – La culpa es de esa bruja. Es su trabajo. Debes comprender estas cosas. Has ido a ser pastor, has encontrado tu camino; Concetta en manos de la señá Fina no podía hacer otra cosa. Pero solo te he querido a ti, Mùnnino. Nunca lo hubiera hecho.

A Mùnnino le pareció que le echaban un chorro de agua helada por la espalda desnuda, y bajó la cabeza. Concetta le puso tímidamente una mano en la espalda, pero él, viendo que llegaba la señá Fina, se echó atrás, como si hubiese visto un escorpión, y salió haciendo apenas una señal de saludo con la mano.

Se acostó pronto y sin cenar, con el frío de la fiebre y un dolor en el corazón, como si una aguja lo pinchara a punzadas. Los demás días del permiso se quedó en la puerta, tiritando, muy amarillo, con el scapolare en la espalda aunque hiciera buen tiempo: pensaba en Concetta, pero no sentía el coraje de ir a encontrarla a casa de esa vieja de risa envenenada. La madre le decía:

– ¿Por qué no sales? Cuanto más tiempo te quedes sentado, más débil te sientes.

Y una tarde masculló:

– ¡Dios nos libre de que tengas que volver a Salamuni!

Mùnnino aparentó no haber oído, pero al final del permiso volvió a Salamuni, para no molestar a su madre. ¡Y sin embargo, le había llevado sus ganancias durante tantos años! Cuando se está enfermo, se nos echa de todos lados como perros roñosos.

En Salamuni, dos mañanas después, perdió una oveja; al volver al establo no supo justificarse. Quizá había bajado por detrás de la montaña, quizá se había separado por el camino maestro.

– ¿Y tú qué hacías, so papanatas? – gritó Brasi sacudiéndolo por los hombros.

Brasi y Cola se le echaron encima y lo dejaron maltrecho y temblando.

Por la mañana no pudo levantarse, deliraba, y le llevaron al mismo establo un cuenco de leche.

La tarde descendió para Mùnnino lenta y grave, como si ese día no tuviera que acabar nunca. De vez en cuando oía el cencerro; era la vaca que sacudía el cuello, y le parecía que estaba muy lejos. Desde fuera le llegaban las voces de los compañeros y de Brasi que merendaban; también él había merendado siempre fuera, con ellos, a la luz rojiza del atardecer. Con la oscuridad entraban en el establo, confusamente, muchas imágenes descoloridas que apenas reconocía; al fondo, su madre, con las enaguas de cuadritos blancos y rojos, lo miraba enfadada, y Vanni lo amenazaba con el martillo. Alguien – ¿quién era? – le apretaba la cabeza entre las manos y parecía que se la aplastaba. Luego venía Concetta; tenía el cuello y los brazos desnudos y se reía fuerte, y en la oscuridad no se veían sino sus dientes, y los ojos que parecían dos cavernas; y se reía el maestro de la escuela que le metía en la boca unas almendras tan amargas, que sentía ganas de escupirlas; y cuanto más babeaba, más saliva amarga sentía que le llegaba a la lengua.

Todas ellas eran personas que le habían hecho daño. Recordaba los pensamientos de venganza que había tenido en la fuente, mientras se comía el pan del maestro; tenía que matar a Vanni y acusar al maestro… y luego tenía que casarse con Concetta. Concetta, que era mala como su madre y le habría puesto los cuernos durante el tiempo que estuviera en Salamuni. No había logrado vengarse, y sin embargo, había crecido. Se había quedado demasiado pequeño, él. Por ello siempre le habían pegado todos. Si Brasi no lo hubiese maltratado de tal modo, no estaría acostado así esa tarde.

Pero ¿las mujeres eran malas o eran unas desgraciadas? Y Concetta, blanca y delicada, ¡qué hermosa era!, y la llamaba:

– ¡Concetta… Concetta!

Se lamentaba, en voz muy baja, en su jergón, sintiendo el fuego encima y una gran debilidad al mismo tiempo, como si le hubieran extraído toda la sangre. E invocaba a la Virgen para que lo ayudara a levantarse, que era muy triste morir allí completamente solo, como tal vez se había muerto el perro calvo de la fuente.

Brasi decía, fuera:

– Es necesario informar al amo de que se está muriendo… es necesario pensar dónde lo ponemos…

 

[1] Voz siciliana: Tejedora.

[2] Voz siciliana: Manta.

[3] Pasta similar a los macarrones. El término proviene de zito, -a (< zitello, zitella) que en el sur de Italia se usaba con el significado de novio, -a. De hecho, se llamaba así (Maccheroni della zita) el plato preparado por la esposa para la comida de la boda.

[4] Con el significado de la voz siciliana (scappularu). Especie de abrigo rústico. Tabardo.

[5] Voz siciliana: Abarcas.

[6] Voz siciliana: Somnoliento, adormilado.

[7] Voz siciliana: Aprisco, majada.

La cruz

Don Peppino Schirò no era como los demás: tenía muchos libros, leía el periódico de arriba abajo, y sabía latín tan bien, que les daba clases a los muchachos del instituto.

– ¡Si hubiese continuado!… – solía decir al final de la cena, mientras la hermana, tras quitar la mesa, volvía a ponerse a zurcir.

– Si yo hubiera continuado… – y moviendo la cabeza gris se quedaba con la mirada fija en el péndulo que oscilaba – como si el péndulo le murmurara, tic tac, tic tac, lo que habría hecho si hubiera estudiado – mientras por su cabeza, un poco pesada con el buen vino de Vittoria, pasaban y volvían a pasar lentamente todos los grados y todos los cargos que habría podido ocupar.

Lo de ser una persona importante, tener un título, un diploma, había sido siempre su sueño. Tal vez se habría contentado con tener la licenciatura como don Mimì, ¡que la tenía bien a la vista en un marco dorado!

… En cambio, no, él solo tenía el título de secundaria; un pobre título que quedaba, sí, bien en el salón, entre una cornucopia y una bailarina, de papel, pero que no era la adecuada recompensa de toda su formación.

En casa estaba bien, en el casino era respetado, no tenía deudas… Casi se podría llamar feliz… Pero el lamento de haber sido un oscuro empleado de archivo, pero la atormentada y tenaz esperanza de ser nombrado caballero, no lo dejaban estar bien; justo como un convaleciente que se resiente de las secuelas de una larga enfermedad.

A menudo, ojeando L´Ora – tirado en la otomana en la que había descansado su abuelo, en la que había dormido su padre – repetía en voz baja:

– Caballero… Caballero Schirò…

¡Qué hermosura!

Un tiempo, cuando tenía todos los cabellos, había pensado en ello intensamente, cavilando sobre el medio para conseguir esa condecoración, él que no ocupaba ningún cargo.

Sin embargo, cuando nació el príncipe heredero, encargó a Palermo un frasco de tinta de China y una hoja de papel de pergamino, y luego se encerró en casa. Durante dos días apenas pensó en comer y en dormir: con el diccionario de latín delante, construía pacientemente una oda al príncipe. Y la hermana, pasando de puntillas por delante de la habitación del hermano – ¡esa bendita casa tan pequeña! – mandaba a callar a los muchachos que venían a las clases.

– Volved más tarde. Le está haciendo una canción al príncipe.

Apenas el recadero le trajo el papel y la tinta, se puso a copiar imitando la escritura antigua del misal del padre Taliento; y, una vez terminada, hubo un aire de alegría por toda la casa, como si fuese Pascua.

Todos sus conocidos estaban enterados de la oda latina: los muchachos lo habían pregonado, don Peppino había faltado al casino dos tardes y luego ¡había vuelto con un aire tan extraño! Querían leerla a toda costa. Don Peppino se defendió calurosamente, todo conmovido por el gran deseo de dar a conocer su propia cultura:

– Pero ¿os parece?… ¡Es una estupidez!… La he hecho, pero no la mando.

En cambio, se la enseñó a cada amigo aparte, en total secreto; y ante cada uno que la leía, retenía la respiración espiando el efecto.

Don Mimì, que era licenciado, le dijo que era bastante hermosa y que el rey lo recompensaría.

– ¡Por esto! – respondió don Peppino con el aire más indiferente, mientras el corazón le bailaba en el pecho. – No lo he hecho con un fin. Ha sido el ímpetu lírico, justo como digo aquí, en la segunda estrofa…

Tras haberla enviado, ya no tuvo sosiego; estaba distraído mientras daba las clases y, en la otomana, se quedaba un rato con el periódico en la mano sin leerlo: las palabras le bailaban ante los ojos; cada palabra se volvía una cruz, una crucecita de oro…

Y cada tarde, pasando por correos, preguntaba con la voz más tranquila que podía:

– ¿Hay cartas?

– Nada.

Y regresaba con la cabeza baja, con el bastón colgado tras la espalda, entre las manos entrelazadas.

– Se necesitarán meses – le decía a la hermana para consolarse a sí mismo – en modo alguno va directa a las manos del rey…

Pasaron los meses, muchos meses de vana y tediosa espera. Luego, ya no esperó. Se había terminado, justo terminado, sin una línea de agradecimiento.

Sin embargo, cuando murió la emperatriz de Alemania, quiso intentar componer una elegía. Y la inspiración le llegó espontánea también esta vez, porque su ánimo estaba triste, y llorando a la emperatriz, lloraba también su primera esperanza desvanecida. No se lo dijo ni siquiera a la hermana; y suspirando anotó el gasto del pergamino con un signo de inteligencia que quería decir tirada, o más o menos. Luego esperó sin entusiasmo, pero con una ansiedad que hizo que estuviera tres meses de mal humor.

La elegía fue su último trabajo literario; pues le quedó una profunda aversión por ese bendito latín que lo había engañado de tan mala manera. Y la cruz quedó como un melancólico sueño suyo. No había deseado otra cosa, él, y se imaginaba qué felicidad habría sido presentarse una tarde en el casino, ya tarde, cuando estaban todos, y decir como si nada:

– Sabéis, me han nombrado caballero…

Por suerte nadie sabía su tortura: de lo contrario, ¡quién sabe hasta qué punto se habrían burlado de él! Por ello, alguna vez, a propósito de condecoraciones, él se había apresurado a decir, moviendo la papada y mirando al suelo con los ojitos vivaces:

– Yo a esta hora, si hubiera querido, me habrían nombrado caballero cien veces… Pero yo, no… Es humo, eso es, es humo…

Y miraba de reojo al caballero Cartelli, por miedo a ofenderlo. Era un asunto delicado salvar su amor propio sin herir el de los otros.

El verdadero apuro de don Peppino fue la llegada del tío de don Lillo, del honorable Costarini, que estaba ausente del pueblo desde hacía veinte años. Don Peppino obtuvo una entrevista a solas; confiando en ese rostro sereno de ojos indulgentes, habló con el corazón abierto de su sueño y de las odas latinas.

– Naderías – le dijo el diputado estrechándole la mano –, basta con decir una palabra allí, y tendrá la cruz.

A don Peppino le parecieron mil años para que el honorable volviera a la capital, y luego volvió a esperar el correo. Fue un doloroso despertar de la vieja esperanza casi dormida.

– Un diputado – le decía a la hermana siguiéndola por todas las habitaciones mientras ella barría y hacía las camas – no se compromete si no está seguro de lo que dice.

– Yo – respondía la buena criatura que temía una desilusión, sobre todo porque don Peppino padecía del corazón – no me afanaría demasiado. Si termina como las canciones…

No quería oír que se lo decían; y cuando por la tarde recibía una carta, corría bajo una farola a mirar si traía el sello de Roma, y esos pocos pasos desde correos hasta la farola los daba con toda la sangre en la cabeza.

– No escribe. – comenzó a decir – No escribe…

– ¡Ya te lo decía yo! – suspiraba la hermana – Tranquilízate y piensa en vivir…

¡Fue una verdadera contrariedad la llegada del honorable Costarini! En el casino todos supieron de su larga y callada espera, y él se convirtió en el alegre tema de cualquier discurso, la nueva ocasión de las pullas y de los chistes. Don Mimì lo llamaba caballero, quitándose el sombrero, y el barón Barbarella le prometía una cruz de oro.

Y él se defendía débilmente, como un niño, sonriendo para demostrar que era superior a esas tonterías, que sabía llevar las bromas.

Pero la víspera de la fiesta de los Gesanti [9] se la montaron gorda: don Lillo fue a su encuentro a la puerta del billar y le comunicó gravemente que el tío había respondido que lo había contentado, mientras todos los amigos lo rodeaban felicitándolo festivamente.

Por un momento se lo creyó; palideció, estaba a punto de dar las gracias, pero cuando vio claro que se habían burlado de él, sintió un vuelco en el corazón por la humillación.

Reían, todos con el rostro encendido. Él se puso el sombrero y buscó la puerta que no encontraba.

– No pondré aquí más el pie… – balbució con voz ronca – toda broma tiene sus límites.

El barón Barbarella intentó detenerlo:

– Pero don Peppino… bromeábamos…

– No. Me voy. Es demasiado, es demasiado…

Y volvió como quien ha bebido. Se metió en la cama. Lo veía todo rojo y las paredes le bailaban a su alrededor. La hermana, consternada, aturdida, llamó al médico y encendió una vela ante la imagen de San Sebastián. Estaba rojo, congestionado, y toda la noche tuvo los ojos cerrados bajo el turbante mojado que goteaba en su frente árida.

Solo hacia el alba, cuando la vela se hubo consumido ante la imagen, se sintió mejor. El día siguiente a la fiesta, y en la habitación en orden, toda fresca de limpieza, entraba el buen sol de septiembre.

Parecía calmado y sereno; tanto, que la hermana se animó, y también el médico aseguró que pronto podría levantarse.

Y el enfermo sonrió y respondió con bromas. Pero apenas se quedó solo, mientras la hermana miraba cómo pasaban los Gesanti, se sintió de improviso muy afligido y muy dolorido. Pensó confusamente, con dolorosa melancolía, en la propia vida despilfarrada como las dos hojas de pergamino, en la humillación de la tarde anterior… pero, incluso pensando así, la vocecita le susurraba insistente al oído, con la música de la procesión:

– Caballero Schirò… Caballero Schirò…

 

[9] Voz siciliana: Gigantes.

Bajo tutela

En el casino no se hablaba más que de la señora que había venido a hospedarse en la posada de Sciaverio, que era italiana y se llamaba Klepper; unos decían que era de Patti y que se había casado con un alemán,  otros, que era una tal Mincuzza de Naso que había recorrido toda Italia liándola bien. Hablaban de ella con jactancioso descuido, pero por la mañana, paseando por la balconada del casino que daba justo frente a la fachada de la posada, acechaban para ver si la señora se asomaba. Por la tarde, los jovencitos iban tras ella; y muchos ancianos, incluso los que no hacían una caminata desde hacía años y años, avanzaban lentamente hasta la Capillita para ver a la señora Klepper que daba larguísimos paseos – se decía que hasta la estación – con la cabeza alta y la cara sonriente, toda vestida de blanco, de modo que parecía una estatua.

Algunos subían a la posada con la excusa de hablar con Sciaverio y de saludar a los oficiales, y podían verla de cerca. Siempre por curiosidad, – decían los ancianos levantando los hombros – así como un entretenimiento, se entiende…

Pero Bobò Caramagna, que se pasaba la vida en el casino, escuchaba con avidez los comentarios y los sobreentendidos de los ancianos que perdían la cabeza. Él, como si el casino no le bastara, escuchaba cómo hablaban de ella las hermanas, que veían a la señora Klepper a través de las persianas y se quedaban encantadas con sus vestidos pomposos y vaporosos, y escuchaba hablar al tío quien, al final del almuerzo, discutía con la mujer si la señora Klepper estaba pintada o no, si estaba arropada o no, y que no conseguía nunca persuadir a la mujer ni a sí mismo. Bobò no tomaba parte en los discursos y en los comentarios, un poco porque nadie le habría prestado atención, un poco porque para él, la señora Klepper era una belleza que nunca había visto, que igualmente no habría sabido soñar; y siguiéndola hacia el Calvario, hasta donde los otros no llegaban, la encontraba cada día más bella, especialmente si la comparaba con las jovencitas del pueblo, que se encontraban los domingos, con sus caritas demasiado pálidas o demasiado coloreadas, con los cabellos lisos que caían sobre su frente apenas hacía un poco de viento. La señora Klepper, al pasar entre ellas, – tan alta, bien hecha, con los cabellos rizados y con el pecho y las hermosas caderas ceñidas en el vestido blanco que la modelaba como a una estatua – era una maravilla. Cuanto más la veía Bobò, más se atontaba y rehuía a los amigos, cavilando solo, triste y taciturno, algún modo para conocer a la señora. Y entretanto la seguía desesperadamente, esperando ser visto, mirándola con los ojos arrobados y sonándose la nariz con el pañuelo arrugado: pero la señora Klepper no lo veía. Una mañana se decidió a escribirle una nota que pensó incluso perfumar con esencia de rosa de las hermanas; una nota en la que echó todas las frases que le vinieron a la mente, leídas quién sabe dónde, en que – comparándola con un hada, con una diosa, con una flor, con una nube blanca que debía, sin embargo, conmoverse y deshacerse sobre él, que era la roca árida y sedienta – pedía piadosamente una mirada.

Y por la tarde se detuvo en el chalet a esperar la mirada; pero la señora Klepper pasó delante de él sin verlo. ¡Para morir!

Sin embargo, siguió yendo tras ella, ese día y otros muchos más, solo como un loco, con el rostro amarillo, y a la vuelta de cada paseo iba a tirarse sobre un diván del casino, en un rinconcillo medio a oscuras, para escuchar cómo hablaban de la señora Klepper.

Una tarde la siguió lentamente, más allá de la estación, donde la carretera, bajo las colinas yermas, se prolongaba ancha y desierta; caminaba lentamente y cuando ella se giró para volver, él continuó otra decena de pasos y al volver la encontró quieta mirando con los impertinentes el mar lejano encajonado entre los montes; al tener que pasar ante ella y al encontrarse en el campo, se acordó de que podía quitarse el sombrero.

Bonjour, monsieur! – oyó que le respondía.

Bobò, que habría dado la vida por detenerse, al no haber mejor ocasión que esta, avanzó despacio.

– Usted – dijo la señora mirándolo con los impertinentes – debe de ser el sobrino del barón Caramagna.

– Sí, ¡para servirla! – respondió Bobò con voz ronca, parándose de golpe como una marioneta.

– He sentido hablar de usted en la posada de Sciaverio. Es hermosa esta vista – añadió la señora – y hermosísimo el pueblo. Lástima que seáis tan huraños. Las señoras salen poco.

– Sí. Salen poco.

– No hay modo de conocer a nadie. Es un aburrimiento mortal. ¡Si hubiera al menos una biblioteca, periódicos!

– Si quiere libros… – dijo Bobò con un tono de voz como si hubiera hecho un descubrimiento. Y se metió rápidamente las manos en los bolsillos; pero, pensando que no era un gesto de persona educada, las sacó enseguida mientras la señora le decía:

– Sí, sí, querido monsieur Caramagna. Traedme las novelas que podáis. Pero yo me equivoco al trataros de vosotros cuando les hablo a las personas. Disculpe. Es una costumbre que cogí en París.

– ¡Oh!, ¡no lo crea! ¿Ha estado en París?

– Sí, también en París, durante muchos años. Mi pobre marido era pintor, establecido en París. Entonces, os espero mañana – añadió dándole la mano – au revoir.

Bobò, despedido, se alejó lleno de turbación y de felicidad. En la cena comió poco; al día siguiente – tras haber esperado con impaciencia que el tío se decidiera a irse a la cama para la siesta de mediodía – fue a hojear en el estudio y arrastró hasta su habitación una decena de libros de Werner y de Ohnet, y luego, una vez elegidos tres o cuatro entre los ilustrados y los que le parecieron más impresionantes, se dirigió a la posada.

Volvió al día siguiente para llevarle las primeras violetas a la señora Klepper y al llegar a casa se encontró al tío encolerizado:

– Aquí tenemos al héroe del día, al babuino que galantea con mis libros, y que es el hazmerreír de todo el pueblo. ¿Te parece que estás solo y libre como para romperte el cuello?

Y ahí fue un terrible rapapolvo que Bobò recibió sin respirar, como si no fuera con él, esperando el momento adecuado para escabullirse, y preguntándose cómo se decía “vestida elegantemente” en francés.

Seguía yendo cada tarde a la posada, y a la vuelta da cada visita corría a casa a hojear la gramática francesa para no caer en dislates y con el miedo a no haber ya caído mientras hablaba con esa señora que era tan instruida. Y le llevaba libros y flores, flores y libros, creyendo que hacía algo agradable e intentando continuamente el modo de decirle lo que sufría y sentía por ella; pero cuando le parecía que lo había encontrado, entonces la señora, como si lo hiciera aposta, saltaba con una pregunta, con una observación que le desbarataba las frases preparadas.

En la posada pasaba largas horas que le parecían minutos, angustiado por la propia timidez y por la belleza de la señora Klepper; muy a menudo ella tocaba horas seguidas para él, que, en pie al lado del piano, volvía las páginas en el atril a una señal de los ojos, todo turbado, con la mirada ávida fija en ella, en su cuello desnudo, en sus manos blancas, en su pecho que se levantaba y se bajaba con una respiración ligera mientras la música, que no entendía, lo aturdía de hecho. Después de tocar, la señora Klepper se despedía diciéndole que era la hora de la cena, y él salía, excitado, descontento y conmovido sin ver nada delante de él; una de estas tardes tropezó con el tío en las escaleras.

– ¡Virgen mía! – balbució despertándose, mientras el tío le aferraba una oreja, apretándolo fuerte entre el pulgar y el índice poderosos:

– ¡Canalla! ¡Sal!

– Aquí no, tío – encontró el valor de decir Bobò, doblando la cabeza hacia la oreja aferrada. – Haz conmigo lo que quieras, pero en casa. ¡Por favor!

La voz era suplicante, y el tío puso las manos en los bolsillos, pero regresó también él.

Y en casa fue el infierno, el diluvio; las hermanas se encerraron en la habitación para no oír las malas palabras que gritaba el tío asestándole bofetones, a pesar de que la mujer le suplicara que lo dejase, que no lo mortificara de ese modo.

Y esta vez, si volvía a poner el pie en la posada lo habría encerrado en el colegio, a costa de perder todo el patrimonio por ese animal – voceaba el barón – ¡por ese muñequito que daba que hablar a todo el pueblo! ¡Qué infierno! ¡Qué infierno!…

Bobò se fue a la cama sin cenar, temblando de fiebre y aturdido por ese griterío; sin embargo, en la cama se quedó con los ojos bien abiertos que le brillaban como los de un gato.

Ya tarde, sobre las once, cuando las hermanas dormían y el barón había vuelto al casino, subió lentamente la tía, pálida como si hubiese llorado, a pedirle, acariciándole los cabellos, si quería tomar algo.

– No – respondió Bobò con dureza.

– Alma mía, no seas así. El tío tiene razón, no hay nada que decir. Déjalo, hijo mío. Deja a esa mujer, que es una mala cristiana. ¿No ves que los libros no los ha devuelto? Tú eres un niño, ¿y haces estas cosas? Desde hace un mes esto es el infierno por tu culpa. ¡Hazlo por tus hermanas!

La tranquila luz de la vela y la voz, dulce y triste, de la tía fueron para Bobò poco a poco como una caricia de la madre que no tenía ya; y comenzó de improviso a sollozar, con la cabeza bajo la manta, llamando:

– ¡Madre, madre mía!

La tía le acarició dulcemente los cabellos revueltos, y se quedó en la habitación, hasta que lo vio dormirse, remetiéndole las sábanas como a su niño.

Pero al día siguiente – como si la calle lo atrajera – Bobò, por la tarde, se dirigió al Calvario; cerca de la Capillita descubrió a la señora Klepper, quien le sonrió, derecha bajo la sombrilla blanca, con una sonrisa que hizo que se desvanecieran todas las penas y todas las amenazas. Bobó se quitó el sombrero profundamente, buscando una palabra que decir, una palabra sustanciosa. Pero no encontró nada, justo nada, y rojo hasta las orejas, al no ver sino toda esa blancura cegadora en el sol alto, con los ojos ávidos, estáticos, murmuró:

–  Comme vuscette belle, matame…

Y tras haberlo dicho, temiendo haberse equivocado, no se atrevió a mirar a la cara a matame, y se precipitó a desempolvar el banco con el pañuelo. Pero la señora Klepper, siempre sonriendo, le dijo con su voz tranquila:

– Hace demasiado sol aquí, mon enfant. Más adelante encontraremos un poco de sombra.

– Es verdad -. Y Bobò, a la derecha de la dama, se dirigió moderando su propio paso, mientras las piernas temblorosas querían correr y correr, mientras todo su cuerpo estaba estremecido.

Se sentaron a la sombra, y mientras Bobò pensaba y pensaba qué podía decirle, cómo podía decirle lo que no había podido decirle durante todo ese mes, callaba oprimido por su mismo silencio y por el arrepentimiento del tiempo que pasaba. La señora Klepper, sonriendo, le preguntó de improviso:

– ¿Estás triste, pequeño Bobó? Sé que tienes muchos disgustos en casa.

¿Quién había hablado? ¿Sciaverio quizás?

– No. ¿Por qué? – dijo orgulloso.

– Ah, ¿no? Creía.

Bobò comprendió que esa era la ocasión oportuna, hablando de sus propias penas, de manifestarle sus sentimientos, y se mordió los labios por no haberlo comprendido enseguida; pero se repuso.

– Sí – dijo con decisión – es mi tío. No quiere que la vea, señora. Mientras yo, señora… – y con voz temblorosa – mientras yo…

– Mira, – dijo de improviso la señora Klepper con voz alegre, señalando con la sombrilla hacia la colina – ¡Tu tío!

– ¿Eh?… ¿mi tío? ¡Justo él! Entonces es mejor que no nos vea juntos, señora. Pensará mal de nosotros, de usted. Disculpe. ¡Hasta la vista!

Y se levantó tendiéndole la mano a matame, quien continuaba mirando la colina con los impertinentes sin prestarle atención, y luego se alejó muy rojo, con los ojos llenos de lágrimas y las piernas temblándole, con un mundo de pensamientos que lo torturaban; llamándose estúpido, imbécil, lamentando que la señora había considerado mal su huida; y aun llamándo-se imbécil, corría siempre por ese maldito miedo a que lo viera su tío.

Pero el tío, que montaba su hermoso alazán, giró tras la colina y se detuvo ante la señora Klepper, mientras el caballo piafaba mucho; bajó y sonriendo le estrechó la mano enguantada que ella le tendió, intercambiando algunas palabras.

Y el pequeño Bobò, tirado en un banco del chalé, esperaba ver que volviera a pasar matame, con el corazón negro por la infelicidad.

Los huéspedes

Lucia había apuntado la aguja y miraba afuera, completamente absorta en el largo gorjeo de las golondrinas que pasaban en bandadas negras y veloces por el cielo azul. Aparte del cielo y de las casas que, con sus techos rojizos y musgosos, parecían prolongarse hasta las montañas cenicientas, no se veía nada más.

Pero en ese aire tibio de abril que le hacía que le latiera más rápido el corazón mientras el cuerpo estaba dulcemente extenuado por una insólita blandura, Lucia soñaba con los prados verdes e infinitos, y pensaba en un largo camino blanco, entre dos hileras de plátanos, que había visto una vez, tanto tiempo atrás.

Llegaban de la habitación contigua los habituales pequeños rumores fastidiosos de la frecuente aspiración de tabaco, de un hojear de periódicos, de un tamborilear de los dedos sobre la mesita, y frunció un poco la frente. ¿Desde hacía cuántos años estaba así su padre? Casi no lo recordaba ya sano y derecho.

Oprimida por el silencio y por el aburrimiento de esa somnolienta tarde, habría querido al menos moverse un poco por la casa, pero no tenía adonde ir. A la habitación grande del enfermo, donde las ventanas estaban siempre cerradas y la madre trabajaba asiduamente, no quería ir; las otras habitaciones deshabitadas y el salón frío y medio oscuro – con sus cuadros al óleo, tristes y espantosos, las campanas de cristal sobre las flores de papel y los moros de terciopelo pardo con desmesurados ojos blancos – no la invitaban. Quedaba la cocina; a menudo entraba con la excusa de vigilar – porque allí se estaba bien y las ventanas daban al campo. Pero si Turiddo, Lisa y Nena estaban reunidos charlando, armando jaleo, ante su aparición callaban de improviso, poniéndose a trabajar, restregando los cobres, o barriendo con furia, aún todos rojos y animados. Y esto le disgustaba, porque sentía más fuerte que todo a su alrededor se volvía frío y grave cuando ella se acercaba. Su cara pálida, un poco pecosa, con grandes ojos marrones, parecía siempre triste; y triste era el vestido pardo que llevaba desde hacía ya tres años por la muerte de un tío. Ese color pardo no lograría quitárselo ya, porque entre tantos viejos parientes, cercanos y lejanos, le tocaba renovarlo debido a una nueva muerte cuando había acabado de llevarlo por otra reciente.

Ese día no había querido entrar ni siquiera en la cocina porque, al pasar por delante había oído tan alegres y puras risas, que le había parecido una lástima interrumpirlas. Pero esperaba más impaciente que nunca que algo nuevo ocurriera; que al menos alguien llamase a la puerta, quizás Nina, la tejedora, que sabía tantas extrañas y espantosas historias de espíritus: una criatura cualquiera, para oírla hablar. Porque le daba mucha pena que los días acabaran todos iguales, tan silenciosos. Y conforme los tejados se enrojecían con el cercano crepúsculo, veía que se acercaba la noche, una noche como todas las otras. Entonces dejaría el bordado, y luego ayudaría a la madre a empujar al enfermo, en su silla de ruedas, hasta el comedor, donde Lisa encendía la luz, esa luz que cada noche se reducía un poco.

Luego llamaba el tío Nicolino que venía a jugar una partida con el hermano.  El tío Nicolino, grande y gris, que hablaba poco, pero ese poco lo pronunciaba como sentencias; y cuando acababa de jugar, esperando que llegase el criado a recogerlo, callaba con las manos en las rodillas girando un pulgar sobre el otro, en un movimiento habitual que llenaba sus largos silencios. Ella y la madre trabajaban en una colcha blanca interminable.

Lucía no había retomado aún la aguja, cautivada por la gran luz rojiza y naranja que incendiaba los tejados musgosos, cuando en el cuartito, ya medio oscuro, entró la madre:

–  Oh, Lucietta – dijo, – Bitto ha traído una carta de tu tía.

– ¿De la tía Fifina?

– Justo. Llega mañana a mediodía.

– ¡Mañana a mediodía! – exclamó fuerte Lucia ruborizándose de placer.

– Bajito. No se lo he dicho aún. No tengas miedo. Se lo diré esta tarde cuando esté Nicolino, a quien le da alegría ver a la hermana.

Y pasaron a coger al enfermo. Lucia, animada y temerosa, empujó el sillón con mayor garbo de lo habitual ante la mesa del almuerzo, mientras Lisa moderaba la llama de la luz que, como siempre, se reducía un poco.

Don Mariannino estaba de malhumor y comenzó a tamborilear con los grandes dedos sobre el mantel rojo y negro. Lucia volvió a trabajar espiando ya la cara de su madre con el temor de descubrir en él su misma pesadumbre, ya la del padre esperando que se tranquilizara. Apenas entró el tío Nicolino, doña Peppina dijo:

– Hoy ha escrito Fifina.

Don Mariannino comenzó a barajar las cartas como si no hubiera oído; pero el hermano miró a la cuñada, indicando que quería saber.

– Creo que viene… con su marido.

– Cartas – dijo don Mariannino indicando con la cabeza que había entendido.

Siguió un largo silencio.

– Baraja – advertía de vez en cuando don Mariannino echando una carta.

Y Lucia suspiró de alivio, porque cuando ganaba se podía esperar algo bueno.

– ¿Tienen que venir? – preguntó el viejo mirando ceñudo a la mujer, cuando hubo terminado la partida.

– Parece que sí. No he leído bien.

– Dame – . Y leyó para sí lentamente la breve carta que le acercó la mujer, mientras el hermano con el ancho mentón sobre el pecho esperaba girando un pulgar sobre el otro.

–  Esta tiene la intención de quitarme la paz – masculló el enfermo pasándole la carta al hermano – ¡tendremos la casa patas arriba durante una buena semana!

Lucia, con las manos húmedas por el nerviosismo, respiró con alivio.

Y al día siguiente pasó las horas de espera preparando, muy feliz, la habitación para los tíos, pasando de puntillas junto a la del padre para no hacerle sentir ningún fastidio con los preparativos.

Fue una alegría barrer con las ventanas abiertas la habitación llena de sol, y ayudar a desempolvar y a mullir los colchones; y todo de prisa por miedo a no terminar a tiempo, y repitiendo:

– ¡Rápida, Lisa, si me encontraran así! – Y se reía también ella, finalmente, mientras con el agradable trabajo las mejillas se le coloreaban y los cabellos castaños, así echados para atrás y desordenados, parecían más suaves y más brillantes:

Al final, con gran cuidado, preparó la cama con la ayuda de Lisa, que era joven, rápida y chismosa.

– ¡Oh, qué bonitas sábanas! – exclamaba chasqueando la lengua.

– Calla, que mamá no lo sabe.

– ¡Es que la señora solo quiere usar las cosas de diario!

– Es justo, para todos los días. ¡Pero para la tía Fifina! Piensa, Lisa, ¡qué hermosa señora!

– ¡Oh, sí! Pero no es menos gentil vuecencia.

– ¿Qué tiene que ver, Lisa?… No hay comparación – corrigió Lucia sacudiendo la cabeza.

– ¡Pues sí! ¡Ya quisiera verla si llevara la vida de su tía! “Viste elegante, que pareces noble”. Ella siempre en movimiento, ella va a Roma, a los baños, al campo, vestida por las mejores costureras, ¡como una extranjera!… Vuecencia, siempre encerrada entre cuatro paredes… ¡Ya quisiera verlo yo! Pero cuando tenga esposo… ¡Eh! Un maridito guapo, rico y cariñoso como su señor tío… Quién sabe, entonces, las lindas sábanas se sacarán…

– ¡Estás loca, Lisa! ¡Qué tonterías estás diciendo! Vete, charlatana, mientras yo les pongo las fundas a las almohadas, ve a coger la alfombra de mi habitación.

Y sacudió la cabeza pensando que ella nunca tendría el marido que le auguraba Lisa. ¿Quién podía olvidar la ira de don Mariannino cuando la tía Fifina se casó, y el rencor que sentía desde entonces, después de tantos años, por el tío Giovanni, el forastero?

Miró la habitación y se complació viéndola toda fresca y arreglada, y, velados los postigos, corrió a peinarse los largos cabellos y a vestirse. Y luego tuvo que esperar mucho tiempo antes de que Turiddo gritara desde el portón: – Ha llegado la señorita –, y la tía Fifina estuviera en casa con sus maletas y las tres sombrereras y su risa gentil que parecía una campanilla.

La tía Fifina encontró a su única sobrina un poco macilenta; e insistió para que dejaran que se la llevase a Palermo.

– Tenemos desde hace tres años un pequeño chalé en las Falde. Un paraíso. Y tú vendrás…

Lucia, aturdida por todas esas palabras, confusa y feliz, no lograba responder nada excepto repetir: – Está papá… no querrá…

– Está papá, está papá – exclamó una tarde la tía Fifina – como si estuviese el Padre eterno. Se respeta al padre, y Dios sabe si he respetado al mío. Pero lo justo… ¿Quieres estar también tú en una silla de ruedas? Ahora voy.

– Ahora, no, por favor. A esta hora lee el periódico, y no podemos molestarlo.

– Tú, a callar.

Y con su ímpetu corrió hasta el hermano, mientras Lucia, aturdida, se encomendaba a todos los santos. Los oyó pelear, oyó hasta la voz de su madre, y luego oyó que la llamaban. Con las rodillas temblándole, entró también ella, mientras la tía Fifina le decía al oído:

– No te encojas, ahora.

El enfermo le preguntó mirándola con cólera:

– ¿Tú quieres ir?

– Como usía quiera.

– ¡Tonta! – murmuró la tía. – Apresúrate. Di lo que tú quieres hacer.

– A mí… me gustaría – respondió Lucia con la garganta llena de lágrimas, evitando esa mirada severa –, pero siempre si a usía no le disgusta.

El viejo hundió la cabeza y no respondió nada, aspirando lentamente una toma de tabaco. Las tres mujeres esperaron un rato la respuesta.

– Entonces – dijo la tía Fifina airada –, se vendrá con nosotros una semana. La traeremos de vuelta nosotros mismos.

Y salió, dejando al hermano murmurando algo que no se entendía.

– Pero así – decía Lucia en la sala – ¿sin permiso? No, no.

– ¡Si esperas el permiso!

– No, no, me arruinaría el placer.

– ¡Y entretanto te divertirás!

– ¿Y mamá? No, no. Tú no sabes cómo se encoleriza cuando se le contraría.

Y huyó al dormitorio a llorar como una loca, desesperadamente, como si todo hubiera acabado para ella, porque todo se le negaba así, poco a poco, continuamente.

Al atardecer, cuando estaba tan abatida, con la nariz roja y los párpados hinchados, vino a buscarla la tía. Estaba triste también la tía esa tarde.

– Me parece – dijo lentamente – que vuelvo atrás seis años. En esta casa la vejez nos pilla antes de tiempo, por contagio. También yo llevaba esta vida de agonía. Pero yo tenía más valentía que tú. Y luego, que Dios lo bendiga, Giovannino me ha sacado de los problemas. Era una estúpida como tú, como las otras. Pero él me ha abierto los ojos. Me parece que estoy viviendo solo desde hace seis años. Verás – exclamó sonriendo – ¡te mandaré yo un maridito como es necesario!

Pero Lucia, que no podía hablar aún, indicaba que no y que no con la cabeza, mientras lágrimas más gruesas que las primeras corrían por sus mejillas enrojecidas.

– No llores. Si justo quieres un permiso voy a hablarle de nuevo…

– No es esto – dijo Lucia con un gesto vago, levantando los hombros.

– Pero, dime, alma mía – le rogaba la tía de nuevo pensativa – ¡dime por qué sufres, qué piensas! Confía en mí. Muchas veces, cuando se es una muchacha como tú, se sufren penas fantásticas. Yo lo sé…

Pero por mucho que hablara y rogara, Lucia no dijo ni una palabra, aunque el corazón lo tuviera oprimido y la tía le inspirara una cierta confianza; porque ella no se había confiado nunca con nadie, y los tristes y melancólicos pensamientos no se los había confesado ni siquiera a su madre, pareciéndole que nadie podría comprenderlos.

Se marchaban. La tía Fifina había ido a visitar a los Barbagallo, y Lucia, esperando en el dormitorio, iba observando, admirada, una a una las baratijas que se amontonaban en la mesita de noche y en la rinconera, cuando entró el tío.

– Quédate – la invitó cortésmente, viéndola confusa. – ¡Mirabas sus fruslerías! Mira cuánto dinero me hace gastar esta pispa…

Y acariciándose los bigotes, con la cabeza un poco inclinada, la miraba con sus ojos que, cuando observaban, parecía que se clavaban mirando el alma.

– Has hecho una tontería al no querer interrumpir este aburrimiento -añadió después.

– Yo no me aburro – respondió dignamente Lucia, como para defenderse del examen de esa mirada.

– ¿De verdad? Bien, no hablemos más de ello. Oh, toma un pequeño recuerdo de nuestra visita, ya que te gustan tanto estas tonterías – y tras elegir un florero azul, se lo ofreció.

– Gracias – dijo Lucia conmovida por tanta cortesía a la que no estaba habituada, avergonzándose de su propia torpeza. Luego, de improviso, quiso marcharse, pero no se atrevió a decirlo. Sentía una extraña turbación dentro de sí, le parecía que hacía algo incorrecto quedándose en el dormitorio, sola con el tío, mientras extraños, confusos y malos pensamientos la asaltaban, haciéndole ruborizarse como si el tío hubiera podido leer su alma agitada.

– Me voy – dijo con decisión.

– Oigo a Fifina en las escaleras – respondió el tío que estaba guardando los objetos en las maletas – la saludaremos mejor aquí.

– ¿Volveréis otra vez? – preguntó Lucia con sinceridad.

– Quién sabe. Tu padre no se muestra muy alegre con nuestras visitas.

– Pero ¿y nosotros?

– Ah, está bien. Por ti vendremos.

La voz del tío era grave, y Lucia sintió un gran vuelco en el corazón porque en su insólita agitación, esas palabras le parecieron que querían decir otras cosas que solo ella entendía. Se tranquilizó cuando vio finalmente entrar a la tía Fifina.

– Me he cansado, sabéis – dijo entrando – ¡y además hay niebla! Don Mommo te saluda – añadió, y entrelazando las manos alrededor del cuello del marido y obligándolo a inclinarse, lo besó en las mejillas como si no lo viera desde hacía tiempo.

Lucia sintió que le giraba la cabeza, mientras los ojos se le nublaban. Sentía un fastidio insoportable, y ese fastidio se lo daba la tía Fifina. Finalmente bajó, tanto más que los tíos habían comenzado a hablar animadamente, en voz baja, como si estuvieran solos.

Colocó el pequeño florero sobre el mármol desierto de su cómoda; y esa fruslería que en el dormitorio de la tía Fifina parecía tan gracioso, sobre ese mueble parecía perdido, fuera de lugar, como un botón dorado sobre una mantilla.

Cuando oyó el piafar de la carroza salió al saloncito. Una gran niebla lo oscurecía todo; Turiddo llevaba las maletas. Los tíos fueron a saludar a los dos hermanos, que estaban ya reunidos; la tía Fifina besó conmovida a la cuñada y a Lucia, que no lloraba. El tío Giovanni le estrechó la mano casi de prisa, dándole las órdenes a Turiddo. Estaban un poco conmovidos, pero alegres por la partida. Finalmente, bajaron y se oyó cómo se alejaba ruidosamente la carroza sobre el empedrado irregular.

Lucia quiso ir de nuevo al dormitorio de los tíos, para reencontrarse otra vez con no sé qué calidez y alegría que faltaba en todo el resto de la casa, y que pronto faltaría también allí; y le pareció, en el crepúsculo gris y nublado, que velaba todos los objetos, que volvía a oír de nuevo el sonido de un pequeño beso.

La llamaban. Entró, un poco pálida y distraída, en el comedor donde los hermanos ya habían empezado la habitual partida, y la madre estaba ya sentada trabajando en la colcha blanca, como cada tarde, como siempre, como si la llegada de los tíos hubiese sido un sueño de una tibia noche de primavera.

Ti-nesciu [10]

El abogado Scialabba, en sus tiempos, había sido el mejor del pueblo, tanto que lo llamaban “el abogado” sin más. Pero desde que la mujer había muerto, y Nina Bellocchio – tras haberse comido incluso su viña – lo había plantado como a un perro, incluso su buena suerte había comenzado a abandonarlo. Sostenía, de cuando en cuando, alguna pequeña causa, y cuando debía sostener una sentía que se tranquilizaba y se preparaba grandes peroratas ampulosas; pero apenas llegaba al tribunal, entre los colegas jóvenes que lo picaban y los jueces que fruncían el ceño para no reír, entonces perdía el hilo de las ideas – un hilo demasiado débil para ideas demasiado graves – y comenzaba discursos deshilvanados, amontonando frases cien veces repetidas, mientras el abogado Millone le hacía una caricatura sobre la portada del Código. Sin embargo, se presentaba asiduamente en el tribunal, completamente arreglado, con el cuello deshilachado pero limpio, y las delgadas mejillas afeitadas: era una costumbre que no conseguía dejar, como la de hablar siempre en italiano, hasta con la hija y con los campesinos.

En invierno, y para él el invierno comenzaba en octubre, llevaba un gabán verdusco, y apenas le parecía que volvía el verano, se ponía de nuevo sus famosos pantalones de color gris hierro, larguísimos y estrechos, que le estaban ajustados en el empeine, y la chaqueta negra limpiada cada estación a fuerza de gasolina. Para hacerle resignadamente compañía, en su triste y mísera vejez, se había quedado la hija; y él, para darle al menos una distracción, la llevaba cada tarde a lo largo del paseo; subían hasta la pérgola, y sentados en un banco, con el viento o la humedad, o al claro de luna, se quedaban un rato, mudos, inmóviles y tristes, hasta que la pérgola se quedaba desierta.

Liboria, dado que vestía con bastante modestia, prefería salir por la tarde, a la luz incierta de las farolas; aun así las señoritas más ricas del pueblo encontraban modo de reírse observando la pluma negra de sus cabellos que permanecía fielmente ya erguida, ya doblada a la derecha, ya doblada a la izquierda, en verano y en invierno, o por una cinta que ya se convertía en un lazo o ya se transformaba en un cinturón. Pero Liboria, que paseaba impasible con su pluma y su lazo, bajaba los ojos y palidecía solo cuando veía que pasaban a su lado las señoritas Saitta o la baronesa Caramagna, las cuales, cuando salían con sombrero, parecía que llenaban toda la calle.

Paseaba animada cada tarde con la misma muda y tímida esperanza de encontrar… ¡Buen Dios!, no sabía decirse ni siquiera a sí misma qué y a quién quería encontrar; deteniendo en ello su pensamiento, sentía que se turbaba toda y llamaba a su fortuna, a su porvenir, a lo que esperaba tan vagamente. ¿Tal vez uno en el pueblo, incluso un forastero, al verla siempre tan tranquila, tan modesta, no pensara casarse con ella? No era nada fácil, bien lo sabía, que en estos tiempos no hay nadie que se case con nada, pero – les insinuaba ruborizándose a la señora Filippa y a la señora ´Ntonia que, en las largas tardes, subían con una excusa y, bien entrando, bien apoyándose en la puerta, comenzaban ese mismo discurso que no tenía fin – pero, decía, sería preciso que se persuadieran de que una que sabe gobernar bien la casa y es ahorradora y limpia lleva la dote en las manos; ¿para qué sirven ciertas maripositas que poseen veinte e incluso treinta mil liras y tiran cincuenta por la ventana? Y señalaba tímidamente su caso, sin lamentarse nunca del padre, mientras las dos mujeres, elogiándola con grandes fiestas, terminaban llenándola de buenas esperanzas. ¡Si no estuvieran ellas! La señora Filippa siempre tenía un buen partido ante los ojos; y Liboria se privaba en su almuerzo de su vaso de vino y hacía más escasa su comida para ofrecerles algo a las mujeres.

Pero con el tiempo, lentamente, los partidos imaginados por la señora Filippa comenzaron a desvanecerse; la pluma del sombrero se desteñía cada vez más, y las ganancias del abogado se volvían cada vez más inciertas. Pero padre e hija seguían saliendo por la tarde, después del Ave María, cada vez más tristes; y Liboria, sentada en el banco de la pérgola desierta, sentía un gran peso en el corazón como de llanto que no quiere desahogarse; y en la oscuridad, las copas anchas y oscuras de los árboles que susurraban ligeramente en lo alto, parecía que murmuraban cosas tristes. Y bajando tarde por la avenida mal iluminada, sentía más fuerte la vergüenza de sus paseos. La amargura de tantos años, de toda su juventud, se convirtió en acritud, y al regresar a casa comenzó a desahogarse también con el padre:

– ¿No comprendes que soy una desgraciada? ¿Que no me queda más que tirarme al mar?

– ¿Qué puedo hacer? – murmuraba el viejo con su voz temblorosa – ¡yo ti nesciu, ti nesciu cada tarde! ¿Es mi culpa?

Y suspiraba, olvidándose de hablar en italiano. Lo oyeron una tarde, y en el pueblo lo llamaron Ti-nesciu.

No fue más al tribunal con asiduidad; comenzaron a reírse en su cara. Sostenía alguna rara causa, con pocas palabras dichas lentamente con voz temblorosa, mirando ansiosamente a los jueces y a los colegas con sus ojillos claros, un poco velados por los párpados hinchados. Obtenía unas pocas liras que le llevaba humildemente a la hija, cogiendo antes alguna moneda que iba a jugársela a la lotería. Una esperanza suya fija y lejana.

Y no tuvieron ya cada día una sopa caliente que almorzar; Ti-nesciu, bien temprano por la mañana, entraba tímidamente en la tienda de doña Mariannina para comprar una hogaza de dos monedas, explicando con voz temblorosa como si quisiera excusarse:

– ¿Sabe?… nosotros… comemos poco… Mi hija y yo solo. Mujeres en casa no tenemos ya. ¡Apenas somos dos… personas!

Y repetía las mismas vagas palabras, cansando a las criadas que se amontonaban en el mostrador, y poniendo delicadamente la hogaza en el bolsillo del gabán que ahora llevaba también en verano, un poco porque sentía mucho frío, un poco para esconder el traje.

Una mañana la panadera le envolvió dos hogazas en vez de una, sin decir nada. El abogado solo tenía dos monedas en el bolsillo y se ruborizó:

– Le he pedido solo una. Sabe… nosotros comemos poco… Sobraría…

– Disculpe la libertad, señor abogado. Lléveselo a la señorita. Y fresco… y aún caliente. ¡Mire!

Se ruborizó de nuevo el abogado; se puso cárdeno, pero bajó los ojos y dio las gracias, mientras se marchaba tambaleándose penosamente sobre sus delgadas piernas, como si le hubieran dado un bofetón.

Liboria comenzó a sacar la lencería que le había dejado su madre y que debía ser su dote; la señora Filippa salía con las finas camisas y las hermosas sábanas bajo la mantilla, y volvía con pocas monedas que entregaba dando grandes suspiros:

– ¡No puede ni imaginarse, señorita, cuántas vueltas he dado! ¡Cuando se trata de comprar lo desprecian todo!

– ¡Se lo imploro, señora Filippa!, ¡no pronuncie mi nombre! ¡Me moriría!

Un día, con la venta del último par de sábanas bordadas, se hizo un vestido rojo. Estaba mal salir vestida siempre del mismo modo; parecía más vieja, más tosca y más miserable, y necesitaba, sin embargo, que la vieran. Y con el vestido nuevo, con el sombrerucho negro plumado, salió de día al brazo de su padre, cada vez más encorvado y más pequeño en su viejo gabán verdusco. Y caminaba, tratando de mantener derecha la espalda que se le curvaba involuntariamente, con los grandes ojos inquietos en el rostro pálido y marchito, y la boca que quería simular una sonrisa, mientras en su mente se agitaban los más extraños y melancólicos pensamientos. Pero en casa, incluso desde las escaleras, se dejaba ir, su cara retomaba la habitual amarga expresión, y se desahogaba con el padre con la voz llena de lágrimas.

– ¿Es culpa mía? – respondía él. – ¡Yo ti-nesciu!

Y se les veía siempre por la calle; y detrás de todas las procesiones, a la cola, en medio de la negra ondulación de las esclavinas y de los escapularios, resaltaba el vestido rojo de la hija del abogado que parecía, como decía don Pepè, una barra de lacre. Y por la tarde, sin falta, se les veía sentados, inmóviles y mudos, en un banco de la pérgola medio desierto, donde los árboles, que susurraban ligeramente, parecían murmurar cosas tristes.

 

[10] En siciliano ´Ti nesciu` (Te saco, te llevo de paseo), aquí unido porque será a lo largo del cuento un apodo de un personaje.

Ojo por ojo

Ciano había encargado los vestidos a Catania e incluso había establecido el día del matrimonio, cuando una tarde, mientras colocaba la mesa de trabajo y las leznas, vio venir a la señora Leprina que, después de un rodeo de palabras y después de muchos “es necesario considerar” y “solo el Papa no se equivoca”, le dijo bien claro que `Nciòcola lo había despedido porque un forastero rico la había pedido. ¡Santo y santísimo…! La señora Leprina, por fortuna suya, se había quedado cerca de la puerta entreabierta, y, al ver que Ciano se ponía rojo como un pavo, se marchó diciendo:

– ¡Usted me perdone!… ¡Pero yo tengo que ver con ello lo mismo que Poncio Pilato con el credo!

Bien para ella que supo escaparse. Ciano, tan furioso, no se habría quedado con las manos en los bolsillos; le habría dejado una señal a esa rufiana que primero había concertado el matrimonio y luego lo había frustrado como se deshace una media. Habiéndose quedado solo, se desahogó maldiciendo más que un carretero – entre dientes, sin embargo, para que no lo llamaran loco los vecinos –, injuriando los nombres de Leprina y `Nciòcola, quienes se habían servido de él como de un hazmerreír; hasta que se persuadió de que debía también ir a acostarse.

Pero tampoco en la cama encontró paz y se revolvió toda la noche, como si le dolieran los dientes, rumiando crueles venganzas, figurándose con salvaje voluptuosidad que iba a matar, a descuartizar a esa mujer codiciosa, que formaría al menos un escándalo… ¡y quién sabe cuántas otras cosas imaginó que tenía que hacer durante esa noche en vela que no acababa nunca!

En cambio, pobre Ciano, se levantó más temprano de lo habitual y se puso a trabajar con la puerta cerrada; y la tuvo cerrada tres días seguidos, por la rabia y el escarnio; y la primera mañana que salió fue a Cicè a ver la viña, para no encontrarse con los amigos. Ya, en el casino de la “Sociedad Obrera”, tenía que saberse ciertamente todo, tras tres días, y ¡quién sabe qué risotadas habría habido a sus espaldas! Luego fue a entregar un par de botas a don Pino, todo ceñudo para que no le preguntaran, pero no le dijeron nada, y se animó; tanto, que por la tarde volvió al casino con sus pasitos cortos, el pecho alto, y la gorra torcida para tener un aire que pareciera un poco mafioso. Solo el ebanista le dijo con una risita maliciosa:

– ¿Y doña Liboriedda… con un forastero?, ¿no?

– Así es – respondió Ciano encogiendo los hombros, – son mujeres… ¡Cuando ven dinero pierden la cabeza!

Y nada más. Pero aguzó los oídos toda la tarde, pues se necesitaba poco para ser, Dios nos libre, la comidilla del casino. ¡Bastaba con decir una palabra, bastaba con dejar ver que tenía miedo de las burlas! Y, para mostrar que en verdad no lo tenía, volvió a frecuentar como antes el casino, y, para no dejarse atropellar por el ebanista que tenía fama de ser ingenioso, programaba cenas, contaba chistes y, delante de la puerta, afilaba la lengua burlándose y hablando mal de todos los que pasaban. Así en el casino estaban todos alegres como si fuera Carnaval; pero él regresaba con la boca amarga.

Cuando `Nciòcola se casó, él se escapó de nuevo a ver la viña y trajo el primer moscatel al casino. Y finalmente, poco a poco, cada cosa volvió a ser como antes, como si entre Ciano y doña Liboria no hubiera habido nunca nada.

Una tarde, mientras estaban sentados tomando el fresco en la acera, se oyó tocar una campana a muerto, luego se oyó otra, luego otra. Si tocaban todas, era señal de que se había ido un rico. El dorador, metiéndose la gorra hasta las orejas, se levantó para ir a preguntarle al sacristán de la Catedral.

– Es – dijo al volver, con aire de misterio – ese forastero de doña Liboria `Nciòcola.

Todos miraron a Ciano.

– Bien le está – dijo el ebanista.

– Mejor que no la hayas desnucado – dijo el cafetero guiñándole a Ciano – ¡quién sabe el dineral que le habrá dejado!

Al zapatero le vino una idea en medio de ese toque a muerto que subía como un llanto por el aire tibio, una idea que hizo que sonriera bajo los ralos bigotes rubios; y la maduró toda la noche y todo el día siguiente, inclinado sobre la mesa de trabajo, golpeando alegremente en una bota. Solo una semana después, que le pareció un siglo, comenzó a pasear por la tarde, al final del trabajo, bajo las ventanas cerradas de `Nciòcola, esperando que lo viera a través de las persianas. Cuando encontró a la señora Leprina, la detuvo; ella tenía prisas, quería escapar, pero él la entretuvo con buenos modos, pidiéndole noticias de la viuda.

– ¿Ve? ¡Ni siquiera rencor sé tener!

Así, la señora Leprina comenzó a venir a encontrarlo al taller, pues Ciano era un buen zapatero, `Nciòcola se había quedado viuda demasiado pronto y estaba tan fresca, que no parecía que se hubiera casado, y al retomar ese negocio ella tenía que ganarlo. Pero `Nciòcola no quería saber nada de casarse de nuevo, y le repetía a la señora Leprina, que iba y volvía como una mosca borriquera, que quería guardarle luto al muerto.

– ¿Y quiere hacer sufrir así a ese pobre hombre que está vivo y sano como un clavel?, ¿y fiel como un perro? ¿Piensa en la traición que le ha hecho?

– No vuelvo a casarme. Si el señor me quería casada, no tenía que haber dejado que se me muriera ese, que en paz descanse.

– Pero ¿qué quiere hacer? ¿No ve que estaba destinado este otro? ¿Quiere ir contra la voluntad de Dios? ¿Quiere quedarse sola tan joven? ¡Mire que se arrepentirá! Quien come solo, se ahoga, doña Liboriedda mía.

Las mujeres, como decía el ebanista, reflexionan poco, y van, como las banderas, con el viento que sopla. `Nciòcola era joven, y la señora Leprina, insinuando siempre el mismo argumento, y Ciano, pasando y volviendo a pasar por el callejón, le metían la tentación en el cuerpo. Además, ese estar encerrada en casa, vestida de negro, hacía que se desviviera por el aire y por la luz. ¡Era necesario persuadirse de que los razonamientos de la señora Leprina eran sutiles! Por ello, y también para seguir la voluntad de Dios, a fin de año, `Nciòcola, en compañía de la hermana, recibió a Ciano por la tarde a escondidas y casi a oscuras; y después de esa visita, en la que no hicieron más que reprocharse y suspirar, Ciano no faltó ni una sola tarde, quedándose a cenar hasta la una de la noche, gozando de la buena compañía de la viuda, mientras la hermana, en un rincón, mascullaba el rosario. En el casino lucía corbatas y pañuelos bordados y fumaba toscanos enteros riéndose alegremente, como quien sabe lo que se hace, sin preocuparse de los compañeros, que lo picaban llamándole papanatas.

Tras seis meses de esa vida bendita, `Nciòcola comenzó a hablar del tiempo de la boda; ¡tanto!, decía para tranquilizarse el ánimo, el luto severo lo había llevado un año, y no podía estar sacrificada con el alma del muerto toda la vida; peor para quien se maravillara…  Y Ciano aprobaba. Él estaba feliz, muy feliz… incluso para no seguir viéndose a escondidas de los vecinos, como si cometieran un delito, y ¡para acabar con las charlas del casino!

Fijaron la boda para la vigilia de San Sebastián.

A principios de agosto, la viuda amasó scattati y vuciddati [11] y les mandó una gran bandeja a todos los invitados y a todos los vecinos para cerrarles la boca a los maldicientes. La vigilia de la fiesta fue a confesarse, y con la ayuda de la hermana limpió la casa; por la tarde sacó del cajón el vestido de bodas, que olía a alcanfor, y lo extendió sobre la cama grande esperando que viniera Ciano. En el vestido había un agujerito.

– La polilla – dijo la hermana, con voz lenta. Cogió la aguja, buscó hilo de seda en casa de una vecina, y comenzó a remendar con su precisión.

– Han pasado justo dos años – suspiró inclinándose para cortar la hebra con los dientes.

– ¡San Sebastián mío, qué melancolía pensar en ello! – exclamó la viuda, que estaba lustrando los zapatos.

La hermana sacudió la cabeza y dijo entre dientes: – Yo no lo hubiera hecho.

También la viuda sacudió la cabeza, pero pensando en la hermana, que al haberse vuelto beata, ciertas cosas no podía comprenderlas.

Comenzaron a llegar las vecinas y las invitadas, vestidas unas de seda y otras, de lana, y los muchachos y las muchachas que traían en las manos grandes pañuelos blancos, planchados y doblados, para llenarlos de càlia [12] y de scattati. La salita estaba casi llena; solo Ciano no llegaba, él que era tan puntual. Doña Mara del Finocchio le sugirió a la esposa que se vistiera:

– Perderemos mucho tiempo esperando a don Ciano. Y el cura está avisado para las seis.

La viuda, ayudada por la hermana y por doña Mara, comenzó a vestirse lentamente, un poco turbada. Se puso los pendientes, el collar de coral, la cadena de oro, y Ciano no llegaba. Se entretuvo un poco en la habitación, con la excusa de buscar el mantón adecuado, y finalmente, toda azorada en el vestido de color oliva con los encajes amarillentos, venciendo su agitación, entró en la sala llena y sofocante, en la que había un zumbido como si hablaran todos a la vez en voz baja.

– ¿Qué habrá sucedido? – dijo fuerte doña Gidda, viendo llegar a la esposa.

– Son las siete – dijo don Raimondo, y añadió, colocando el reloj en la cápsula de celuloide: – si quiere, voy a ver yo.

– Quizás sea mejor – respondió la viuda con un hilo de voz mirando a su alrededor completamente perdida.

Don Raimondo no volvió enseguida. Hacia las nueve, cuando la mayor parte de los invitados se había despedido murmurando, y la viuda, ya desvestida y arrodillada en la habitación, ante el cuadro de la Virgen, le pedía perdón al alma del marido, don Raimondo entró en la salita donde se habían quedado tres o cuatro vecinas y, secándose la frente con su pañolón rojo, dijo:

–  … ¡Ese puerco! Ha huido. ¡Se ha ido a Reitano con Nina la Cicoriara!

 

[11] Dulces sicilianos. El primero con masa de harina y almendras; el segundo (bucellato en it.) va relleno de higo, chocolate, almendra, nueces, etc.

[12] Garbanzos tostados

La hornacina vacía

Apenas vieron desfilar a las mujeres, y luego a los sacerdotes, y al final, despacito, a su buen San Giuseppe en las andas doradas, en medio del centelleo de las antorchas encendidas, todas las monjas se arrodillaron tras las celosías. Cada año que salía en procesión era un gran acontecimiento festivo. Pero ¡cuántas preocupaciones! Si salía con el sol, temían que se le agrietara la cara y se destiñera el manto, amarillo y azul; si era muy tarde, y si el cielo estaba cubierto, temían que la humedad lo calara; y al regreso a la iglesia, se reunían tras el confesonario susurrándole al capellán mil recomendaciones: ¡que estuvieran atentos a cómo volvían a colocarlo en la hornacina!, ¡que no le estropearan los pliegues del manto!, ¡que cerrara él la vidriera! Bien temprano por la mañana, antes de que el sacristán llamase al torno para que le dieran las llaves, se deslizaban una tras otra, a gatas, en la iglesia, para observar con sus propios ojos, desde cerca, a San Giuseppe que – con el rostro bonachón de viejo tranquilo, con las mejillas blancas como la leche y rojas como el fuego, y la gran barba blanca, así, tan natural que se le podían contar los pelos – era la envidia de la misma Catedral.

Pero ese día estaban bastante preocupadas mirando el cielo encapotado que se nublaba y se oscurecía cada vez más. El gallo cantaba alto en el patio, alguna ventana se agitó, y los pájaros volaban bajos contra el viejo muro: justo amenazaba un temporal. Y fue una consternación cuando sor Orsola, acercándose a las celosías, exclamó:

– ¡Llueve!

– ¡¿Llueve?! – repitieron las monjas recogidas en la habitación grande, y la temerosa exclamación se repitió hasta la cocina, donde sor Dorotea preparaba la cena.

Llovía a cántaros. Cerraron deprisa las ventanas y se quedaron en la habitación con los ojos fijos en los vidrios por los que el agua se deslizaba como una cortina.

– ¡Dios mío! – exclamó sor Antonietta. – ¿Lo cubrirán al menos?

– ¿Y con qué? – dijo sor Tommasa.

– Con cualquier cosa… ¡la pedirán prestada!… Un saco, un mantel… ¡qué sé yo!

– ¡No deberíamos temer! El capellán es alguien que entiende.

– Encontrará un modo de protegerlo.

– ¡Dios, qué agua!

– ¡Mirad qué relámpagos!

Sanctus Deus, Sanctus Fortis, Sanctus immortalis!

Miserere nobis!

Susurraban todas a la vez, persignándose rápidamente, llenas de agitación. La superiora, en un rincón, rezaba tan absorta, que se sobresaltó cuando oyó la campana. Se quedó inmóvil, y siguió rezando con fervor hasta que oyó de nuevo el paso pesado de la monja portera.

– Era el sacristán – advirtió la monja, con la voz un poco jadeante tras subir las escaleras. Y añadió alegremente:

– Está al seguro.

– ¿Dónde?

– En la iglesia de San Domenico. Con los frailes. Ni siquiera se ha mojado.

– ¡Qué milagro, Virgen María!

– ¿Acaso podía mojarse un santo?

– Pero otra vez…

Y susurraron de nuevo todas a la vez, pero alegremente.

Entretanto el loco mes de marzo, desahogado el malhumor, se había calmado, y en el cielo ya en orden, el sol se asomaba entre dos grandes nubes grises, de modo que en la tierra la mitad estaba oscura y la otra mitad, clara.

     

Al alba, el primer pensamiento de la superiora fue mandar a que recogieran a San Giuseppe. Y por la tarde, la nueva procesión, con la banda, se dirigió alegremente a San Domenico. Pero en el patio del convento se dejaron ver solo cinco o seis frailes con el padre guardián, el cual le dijo limpiamente al capellán que el santo estaba bien en la iglesia, y que ellas, las monjas y los sacerdotes, no tenían ningún derecho a llevárselo. ¿Por la fuerza?, muy señores. Pero a la fuerza se responde con la fuerza; y los frailes no eran menos que los sacerdotes, y a cualquier precio harían que se respetara la voluntad de San Giuseppe que, milagrosamente, había pedido hospitalidad en la iglesia de ellos.

¡Cosas para maldecir! ¡Cosas para enloquecer!

Y no hubo manera. Detrás del convento, los sacerdotes, impacientes y desconcertados, murmuraban largo rato entre ellos sobre lo que harían, mientras las mujeres, más lejos, susurraban, y la banda callaba. ¡Qué escarnio regresar de ese modo! ¿Y qué estaba haciendo ahí esa música?, ¿y todas esas mujeres?, ¡bonita procesión! Se separaron en grupos, unos por la calle principal, otros por los atajos, comentando lo sucedido; y los sacerdotes se encaminaron de dos en dos, mudos, cabizbajos y apresurados, con los gabanes negros y las blancas sobrepellices blancas agitadas por el viento, por una callejuela enlodada, entre dos filas de melocotoneros rociados que parecía que se reían de su prisa.

Para las monjas fue un duelo. El capellán, un pobre viejo, iba y venía del convento al colegio, permaneciendo largas horas en el locutorio, aunque hubiera humedad y él padeciera reumatismo. Lo habían intentado por las buenas, por las malas, con amenazas, con persuasiones, sin obtener nada; duros como piedras, los frailes respondían que San Giuseppe había querido pararse en su convento, y que ellos lo tenían como buenos cristianos, y que si el santo hubiera querido volverse al colegio, ya habría pensado hacer otro milagro. El capellán estaba humillado:

– Pero ¿qué se podía hacer? – repetía apesadumbrada la superiora a través de la celosía.- ¿Si usía ofreciera una suma… una suma grande?…

– Lo he intentado ya. A riesgo de empobrecer el colegio. Pero los frailes son ricos, y dicen que lo hacen por respeto a San Giuseppe…

– Es verdad… Pero ¡entonces, lo que quieren es justo a nuestro santo! ¿No se podría intentar otra cosa? Ellos no están encariñados con él como nosotros, que son ya tantos los años que lo custodiamos, y lo hemos mantenido nuevo, ¡que parece que lo hicieron ayer!

– ¡Cómo no! – decía sor Dorotea, más lejos, entre las hermanas que escuchaban. – ¿Dónde iban a encontrar a otro San Giuseppe como el nuestro? Y además, ¡bendecido por el Cardenal! ¡En modo alguno es fácil una bendición de este modo!

– ¿Qué piensa, sor Immacolata? A mí me parece que fue ayer. Qué fiesta… La iglesia era un jardín, el coro, entero con festones de laurel y arrayán…

– Y la música fuera de la puerta, y por la tarde los fuegos artificiales en el Castillo…

Y una tras otra, las monjas, agrupadas al fondo del locutorio, recordaban cada detalle de la fiesta, conmoviéndose hasta llorar.

– Una querella… – le dijo una vez el capellán a la superiora, lentamente, como si la sugerencia le supusiera un gran esfuerzo.

– ¿Ponernos en manos de la justicia? ¡Jesús María! ¿Entre monjes y monjas? ¿Por cosas de santos?… ¿Y quién se haría cargo?

– Eh, quizás yo…

– ¿Usía?… – Y la superiora suspiró profundamente. Vamos, no. No era un asunto que había que poner en manos de la justicia de los hombres; ¡solo Dios podía hacer que se arrepintieran esos benditos frailes! ¿¡Si la Virgen hiciera el milagro!?  ¡¿Si de pronto, mientras menos se lo esperaran, oyeran la música y vieran asomarse la procesión que traía al santo a su pequeña iglesia?!

Tuvieron que resignarse; pero en el pequeño coro no sabían rezar viendo en frente, vacía y escuálida, la hornacina del altar mayor, que parecía la órbita de un ojo, sí, precisamente una órbita de un ojo, como había dicho sor Immacolata, porque San Giuseppe era verdaderamente la mirada benévola de la pequeña iglesia.

– ¡Jesús María! – murmuró un día sor Dorotea después de la novena. – Así no puede estar la hornacina de San Giuseppe. Además, ya no hay esperanza.

– ¿Y qué vamos a hacer?

– ¿Acaso lo sé yo? Pero aquí se necesita un santo.

– ¡Un santo! ¡Cómo vamos a meter a otro en la hornacina de San Giuseppe!

– ¡Tiene que decir mejor en la iglesia, en el colegio de San Giuseppe!

El colegio era pobre y no había esperanza de comprar otra estatua. Era necesario que se las ingeniaran. Sor Immacolata fue la que supo encontrar algo.

¿Arriba, en el pequeño coro viejo, no había un San Giuda Taddeo abandonado?

La propuesta, acogida con mucho pesar, fue luego discutida con entusiasmo; y las monjas más jóvenes corrieron alegremente al viejo coro húmedo y oscuro a apoderarse de la estatua abandonada; y arrastrándola con gran esfuerzo, la llevaron abajo, a un rincón del refectorio. Estaba estropeado, el santo, un poco agrietado, no era hermoso… Y tardaron un mes largo en limpiarlo y raspar. Cada monja tenía algo que hacer. Una se ocupó de darle color muy bien a las mejillas, y fue difícil, pues una vez eran demasiado rojas, otra, demasiado pálidas. Para que se pareciera al otro, muchas bordaron el manto, amarillo y azul. Otra hizo tres lirios para que se lo pusieran encima del mazo que llevaría el santo en la mano; otra le blanqueó la barba y los cabellos.

Y finalmente – con el abundante manto drapeado encima y la maza apoyada en un brazo – colocaron la estatua en la hornacina; y las monjas, cuando rezaban, se ilusionaban con que tenían delante a San Giuseppe. Pero, cuando hablaban, a menudo se liaban llamándolo:

– San Giuda…

Entonces otra le sugería rápida, con un suspiro:

– San Giuseppe…

Pero, al pasar por el pequeño coro y ver ese rostro desencajado, a pesar de los lirios, a pesar de los pelos blanqueados y las mejillas rojas, ¡oh, cómo añoraban el rostro bonachón y la actitud inclinada y dócil de su buen San Giuseppe que estaba en poder de los frailes!

El recuerdo

La madre, pobrecilla, se las ingeniaba trenzando serones y espuertas, pero el poco dinero que sacaba por ello no era suficiente ni para el carbón. Quien mantenía la casa era Vastiana, que desde el alba hasta la una de la noche se esforzaba siempre, encontrando buena cualquier ganancia. Por una hogaza les amasaba el pan a las vecinas, entretenía a los niños de doña Mena, y lavaba algunos cestos de ropa que no acababan nunca, contentándose con un poco de harina, una fanega de habas, ropa usada.

“Gallina que camina, vuelve con el gaznate lleno”; raro era el caso en el que, tras salir, regresara con las manos vacías. Todo el tiempo que le quedaba libre hacía punto, con una ligereza endiablada, como si tuviese una máquina en las manos; de modo que, al final de la semana, se encontraba siempre algún par de plantillas que vender. Al menos no se morían de hambre. Y Vastiana, que no esperaba vivir mejor, nunca se quejaba, y trabajaba tan de buena gana, que todas las vecinas la querían bien.

Alguna vez, el domingo, mientras se peinaba los largos cabellos, se miraba en el trozo de espejo que tenía guardado como una reliquia, y viéndose la cara larga y sin color, los grandes ojos claros, suspiraba un poco pensando que, sin embargo, era una cosa melancólica ser tan fea, y que los muchachos no se equivocaban al llamarla lampiuni,[13] y por ello los pastores que en los días de fiesta pasaban por el callejón vestidos de terciopelo buscando zita,[14] nunca la miraban. Pero se lamentaba poco; apenas recogidos el espejo y el peine y cuidado a la vieja madre – que la esperaba para vestirse y ponerse sentada ante la puerta – se llamaba simple y pretenciosa. ¡Pues no que quería también la belleza! ¡Como si no bastara con quitarse el hambre!

En el tiempo de la siega, Vastiana le encomendaba su madre a Crocifissa – que era una anciana de la que podía fiarse – y se iba a espigar con algunas vecinillas suyas más pobres. Espigar era una fiesta – aunque regresara con la espalda dolorida –, porque traía una buena saca de espigas que luego golpeaba sola, y con una pequeña parte hacía farro, y el resto lo llevaba a moler para hacer de ello harina; y sobre todo porque tomaba un poco de aire y de sol, ella que estaba siempre en el callejón.

Un verano tenían que ir a Salamuni, y como estaba lejos y tenía que quedarse dos días, durmiendo en el cobertizo, la madre no quería persuadirse a dejarla ir. Pero Vastiana hizo y dijo tanto, que por la mañana temprano, cuando las vecinas, al pasar delante de la puerta, le gritaron:

– ¡Eh, Vastiana!, ¿vienes? – ella, que era rápida, bajó corriendo con su saca y se encaminó.

Le parecía una fiesta, en la carretera blanca y fresca; y, apenas llegó, comenzó a recoger y a recoger, doblada con la saca en los hombros, loca de placer al sentir que se hacía cada vez más pesada: no descansó ni siquiera a mediodía cuando el sol quemaba; comiscó un trozo de pan mientras continuaba recogiendo. Borracha de sol, no sentía nada, no veía más que la amarillez de los rastrojos encendidos, y se erguía un momento, miraba enseguida en la boca de la saca, como si fuera un tesoro, y sentía que se le hinchaba el corazón al pensar que eso era trigo y se convertiría en tanto pan bueno oscuro y oloroso que llenaría la artesa.

Pero cuando el cielo se puso violeta y los grillos comenzaron a chirriar, se encontró de improviso sola, lejos de las compañeras, en el gran campo segado que no terminaba nunca; miró encandilada delante, se giró en torno; solo detrás de su espalda había un cerco de piedras, arrayán y jusbarba. Se había adelantado hasta el límite de Salamuni. Consternada, llamó:

– Maruzza… ¡Eh… Maru…zza !

Le respondió el eco. Volvió a observar cada parte. Aguzó el oído, y no oyó más que a los grillos. Al otro lado del cerco estaba quieto un caballo, y se asustó más y casi se echó a correr; pero, al ver que este se acercaba, las piernas comenzaron a temblarle y se quedó clavada, gritando con voz de llanto:

– ¡Eh, Maru… zza…!

– ¿Qué haces aquí?

Voscenza benedica [15] – balbució Vastiana distinguiendo a Pepè Guastella – espero a las compañeras.

– ¿Qué compañeras?

– Hemos venido por las espigas, Excelencia.

Y dio algún paso para encaminarse hacia alguna parte cualquiera.

– ¿Tú eres Vastiana, la hija de Turi?

– Sí, Excelencia.

– ¿El que fue mi arriero?

– Ese, que en paz descanse.

– Pero ¿dónde vas? ¿Te quieres perder? ¿Te parece que Salamuni se puede atravesar esta noche? Espera, no vayas como una loca. ¿Hacia qué parte vas? ¡Hazme saber…!

Y don Pepè se rio ruidosamente mirándola por completo, mientras Vastiana se pasaba fuerte la mano por la frente sudorosa, lamentándose y batiendo los dientes como si tuviera la terciana:

– ¡Ay, mamá, si te hubiese escuchado! ¡Ha sido por el pan! ¡Por el pobre pan!

– Espera – dijo don Pepè saltando de la yegua – ven por este lado.

– No, Excelencia.

– ¡Animal! Por mi campo acortarás el camino.

– Excelencia, déjeme…

– Vale. Así de noche, ¡como una loca! Y algún guarda del campo te desnuca como a un pollito.

– ¡Mamá mía! – gemía Vastiana abatida.

– No grites y échame cuenta. Te muestro el camino. Las otras están en el cobertizo.

Era verdad. En el cobertizo. A esa hora ya habrían hervido la sopa, y no habría nadie que pensara buscarla.

– ¡Salta! – le ordenó. Don Pepè tenía una voz de mando tal, que uno no lograba contrariarlo. Sin embargo, Vastiana, con el valor que le daba ese susto desesperado, murmuró:

– Pero ¿qué tiene que ver el campo de su Excelencia con el de Salamuni?

– ¡Animal! Te mostraré el camino.

– Muéstremelo desde aquí. Dígame por qué lado debo ir, y yo caminaré hasta encontrarlo.

– ¡Pedazo de villana!, ¿así te atreves a tratar al amo de tu padre? ¿Crees que voy a comerte?

Y Vastiana, recogiéndose las faldas, se encaramó en el seto, desgarrándose las manos, y finalmente saltó al campo de Guastella. Pero una vez allí, volvió a temblar y a sudar frío como si hubiera cometido una mala acción. Don Pepè, sin prestarle atención, teniendo las bridas de la yegua, le indicó que caminara. Y Vastiana caminó de acuerdo con el paso del amo, que iba lentamente y con la cabeza baja. Cruzaron el campo segado; los guardas saludaban a don Pepè, que apenas respondía; a uno que quería acompañarlo le dijo despidiéndolo con una señal:

– Yo le muestro el camino a esta.

Y caminaban. Vastiana, mirando a la derecha y a la izquierda para descubrir el límite, estaba un poco tranquila. Pero iban por medio del campo. Descubrió, a lo lejos, la casa de Guastella y miró de reojo al amo.

– Hemos llegado – dijo don Pepè – desde la casa, por un sendero, se está a dos pasos del camino principal. Y un guarda te llevará al cobertizo.

– Que el Señor se lo pague, Excelencia.

– Antes – dijo don Pepè poniéndole una mano en el hombro, mientras Vastiana se separaba estremeciéndose – quiero dejarte un recuerdo. ¡Por mucho que espigues!… – y se rio alegremente. – ¡Tu madre no vive a lo grande!

– Aquí no llevo nada – añadió tocándose los bolsillos del chaquetón de terciopelo. – Solo tendrás que subir a la casa. Solo un momento.

– No, Excelencia – exclamó Vastiana – en la casa no puede ser.

– ¿Estás loca? ¡Todos estos villanos! ¿Qué te he hecho? ¿Qué te he dicho? ¿No basta con quiera beneficiarte? Te hago este bien así, por nada. Porque me gustas. ¿No ves que, si hubiera querido, tú estabas en mis manos?

Y Vastiana siguió al amo, sin saber lo que hacía, borracha de sol y de cansancio.

En la casa se quedó tres días; hasta la mañana en que don Pepè, poniéndole en las manos el recuerdo prometido, la mandó fuera haciendo que la acompañara un guarda. Vastiana no miró qué era el regalo; parecía encantada y  caminó junto al guarda como quien está aletargado. Se sacudió cuando oyó decir:

– Ahora puedes ir.

¿Ir? Miró con ojos de estúpida al guarda que volvía la yegua, miró la carretera delante, las primeras casas pequeñas y tiznadas colgadas en la falda del Castillo, y volvió a temblar porque empezaba finalmente a comprender. ¡Jesús, Jesús María! ¿Qué había pasado? ¿Cómo había pasado? ¿Con qué valor volvía al pueblo? ¿Qué le diría a su madre?, ¿a su madre que tenía que estar muerta de susto y de dolor? ¡Jesús, Jesús! Y le latían las sienes, y se sentía débil como si le hubieran sacado toda la sangre, y, sin embargo, caminaba; eran las piernas las que la llevaban… Como el asno de su padre, que en paz descanse, aquella tarde de la Candelora, había encontrado solo el camino, mientras el amo estaba muerto en Guastella.

Se acordó de ello de improviso, sin saber cómo; entonces su madre había gritado entendiendo la desgracia, y gritaría también ahora porque ahora había sucedido algo peor que la muerte.

Pasó las primeras casas, la fuente que susurraba en la calma, el camino del Rosario, y finalmente desembocó en su callejón con los ojos por el suelo, estrechándose en la mantilla negra. No había nadie. Solo Crocifissa que lavaba delante de la casa se irguió exclamando:

– ¿Eres tú, Vastiana?

Pero Vastiana no la oyó. Su madre aún estaba en la cama; a esa hora nadie había pensado en ella. Cerró la puerta, se arrodilló al lado de la saca y con la cara entre las manos comenzó a llorar lentamente, luego, tan fuerte, que parecía que el pecho se le iba a romper. La anciana en la cama, con los ojos espantados, repetía, pues comprendía, pues sabía:

– ¡Oh, Vastiana, Vastiana, Vastiana!

Y Vastiana lloraba con unos lamentos largos y tristes como los de un perro golpeado.

Cuando supieron que Vastiana había vuelto, las vecinas se desvivieron por la curiosidad de saber cómo había ido y qué decían la madre y la hija; todas se morían, además, de ganas de conocer lo que le había regalado don Pepè. Don Pepè, rico señor, y estrafalario, que si se lo decía la cabeza, era capaz de regalarle parte de la herencia, y si no, ni siquiera un limón podrido. Murmuraban que Vastiana tenía oro y dinero:

– Cien onzas le ha dado.

– ¿Y el vitalicio a la madre no lo contáis?

– ¡Quién lo hubiera dicho de ese adefesio!

– Sí, pero siempre es una vergüenza.

– Vergüenza o no, se morían de hambre, y ahora podrán vivir como señoras. De todas formas, con ella no se habría casado nadie.

– Mientras ahora, ¿quién sabe ? El dinero ciega.

Vastiana, entretanto, no se dejaba ver ni en la puerta, porque doña Mena la había despedido, y ninguna vecina la llamaba para amasar el pan o lavar la ropa. Y las vecinas comenzaron a entrar en casa, a buscar noticias, procurando cada una no dejarse ver por las demás. La anciana no hablaba sobre el pequeño regalo – diez onzas que enseguida se había cosido en el vestido – y se lamentaba imprecando contra los señores. No creían en ello, y espiaban la casa para descubrir la verdad; y cuando se persuadieron de que verdaderamente no había ganado nada, comenzaron unas a alejarse y otras, a aconsejar:

– ¡Tendría que daros el vitalicio! ¡Estas son cosas que se pagan caras, y vosotras lo sabéis, memas! ¡Mariannina, con don Ciccio, se ha hecho las paredes de oro!

– ¡Pero no veis! – lloriqueaba la paralítica – ¿que yo estoy aquí como un tronco? ¿Por qué se ha aprovechado, si no?  ¡Si hubiera habido alguien que le rompiera los huesos!

– Su hija debe seguir el juego. Si yo estuviera en su situación, ¡iría a decirle lo que se merece! Tanto…

Vastiana, con los labios apretados, hacía punto, se ruborizaba. Y cuando las vecinas se iban, suspiraba quitándose un peso del estómago. Pero entonces tenía que escuchar a la madre que no cesaba ni siquiera de noche.

– ¡Ojalá pudiera ir a sacarle el corazón! ¡Al menos, que nos diese otra cosa! Además, no hay nada más que perder. Te ha tirado como a un limón exprimido. ¡Maldito él y sus hijos! ¡Maldita la raza de los señores!

Pero la hija oía esa voz que le zumbaba los oídos como un moscón; volvía muy atrás en el recuerdo de esos tres días que habían huido como una mala acción soñada que deja la boca amarga y la cabeza vacía. Pensando en la casa de Guastella se olvidaba de las vecinas, de su casucha y de los lamentos de su madre; y volvía a ver a don Pepè y oía con sus oídos esa gran risotada de hombre contento. ¿Qué querían todas estas? ¿Qué quería su madre? ¿Se puede acaso arreglar la desgracia?

Su paz se había terminado. Antes, cuando por la tarde, después de haberse esforzado como un buey, se hacía la cruz, se dormía enseguida, y ahora no cogía ya sueño con tantas preocupaciones y tantas imágenes como le bailaban delante, y se avergonzaba de nombrar a la Virgen. Iba a la iglesia con las compañeras, unas la llamaban por aquí y otras la llamaban por allí, y ahora ninguna vecina la habría invitado a su casa; a los pequeños de doña Mena, que la querían bien, no habría podido ya cogerlos en sus brazos. El mal estaba hecho. ¡El mal! Sentía un vuelco de sangre en la cabeza pensando en esa palabra. Era tan fea ella, se había sentido tan desgraciada, que nunca había pensado que alguno hubiera podido quererla un poco bien. Y esa tarde, cuanto estaba cansada y la cabeza le giraba por el sol que había tomado, uno, un señor, le había dicho:

– ¿Sabes que tú me gustas?

Y esas pocas palabras habían hecho que la cabeza le girara más que el sol de Salamuni.

¿Qué querían? ¿Por qué insultaban a don Pepè? Ella lo quería bien, sí, señor, se habría dejado cortar las venas solo para darle un placer, y un día u otro lo gritaría fuerte a quien quisiera escucharlo. ¿Qué querían? Y gozaba, con gran amargura, del recuerdo de su vergonzosa felicidad, torturándose de pena y de placer. Por ello callaba. Y cuanto más se alejaban de su casa las vecinas y la madre mascullaba, tanto más callaba y recordaba ella, haciendo punto rápida porque tenía que aligerarse en este trabajo que ahora era el único que podía hacer, si no quería morirse de hambre.

Y alguien empezó a llamarla estúpida, otro, descarada, sobre todo porque se le había puesto una cara trastornada; entretanto, Nino del Castello le había hecho una canción, y los muchachos por la noche se la cantaban al claro de luna, acompañados por las grandes risotadas del borracho:

Vastiana lampiuni
Si ‘nni ju mrnilleggiatura,
Fici un jornu la signura
E turnau cchiù lampiuni![16]

      Pero Vastiana no prestaba atención.

 

[13] Voz siciliana (it. Lampione): farol. Aquí se refiere tal vez a su fealdad. Se traducirá por ahora como adefesio.

[14] Novia. Véase la nota 3 del cuento primero, Mùnnino.

[15] Saludo siciliano (literalmente: Vuestra excelencia me bendiga).

[16] ¡Vastiana, adefesio (farol) / se fue de veraneo / hizo un día la señora / y volvió más adefesio (farol)!

La Mérica

Di poi, passaru l’autri cchiu di trenta:
li picciotti sciamaru comu l’api;
Mi parsi ca lu scum ad uno ad uno
si l’avissi agghiuttutu, e ca lu ventu,
‘ntra dda negghia tirrana ‘mpiccicusa
l’avissi straminatu pri lu munnu.
Lu scum li tirava, una centona,
un ciarmulizzu, e nomi, e vuci, e chianti:
unu cantava cu tuttu lu ciatu
ma c’era tanta rabbia ‘tra dda vuci
la dispirazioni e lu duluri
paria mrnalidicissi e celu e terra. [17]

VITO MERCADANTE, Focu di Mungibeddu

 

Mariano lo dijo la tarde de San Michele al volver de Baronia con el padre anciano. Catena, que amamantaba al niño, se puso pálida como una muerta, y respondió:

– ¡Ya consiguieron esos bribones metértelo en la cabeza! ¡Pero, si justo quieres ir, piensa que yo no me he casado para quedarme ni viuda ni soltera después de un año de matrimonio!

Mariano tiró la laya en un rincón con rabia, blasfemando; Catena, con los labios pálidos, desaprobaba repitiendo:

– Yo voy. O voy o me tiro del Castillo.

Mamá Vita, volviendo a subir desde el establo, los encontró discutiendo. Cuando peleaban, ella no hablaba nunca, por prudencia; pero, como los vio encendidos y oyó nombrar América, le pareció que le atenazaban el corazón, y murmuró:

– Hijo, ¿qué estás diciendo?

Estaba encorvada en la entrada, negra y pequeñita, con un puñado de heno en el delantal levantado, y Mariano, al sentirse mirado por esos ojos claros abatidos, se calmó y dijo:

– Hago lo que hacen todos en Amarelli. Y esta me está martirizando con su queja. Mira si es posible que alguien como Catena pueda ir.

Mamá Vita permanecía inmóvil, como si no comprendiera; luego se dobló sobre el baúl cubriéndose la cara entre las manos. Catena, con el niño dormido en las rodillas, miraba, sin ver, delante de ella, con los grandes ojos negros apasionados y dolorosos. Luego subió también el anciano; él conocía la triste decisión del hijo y se quedó en la escalera sin hablar.

Todos, en el barrio de Amarilli, se iban; no había casa que no llorara. Parecía la guerra; y al igual que cuando hay guerra, las mujeres se quedaban sin marido, y las madres, sin hijos.

La señá Maria, la vieja con la cabeza blanca y despeinada como el copo de una rueca, gritaba delante de la puerta su pena, sin preocuparse de que la oyeran, gritaba los nombres de sus dos hijos maldiciendo América con toda el alma, con las manos levantadas. Varvarissa se quedaba muy joven sin marido, con una criatura de pecho; y luego se iba el hijo único de maese Antonino, y Ciccio Spiga, y el marido de Maruzza la rubita… ¿Quién podía contarlos? Se iban todos, y en las casas de luto las mujeres se quedaban llorando. Aunque cada uno tenía un pedazo de tierra, una quota, una casa; sin embargo, todos se iban. Y los mejores jóvenes del pueblo se marchaban a trabajar a esa tierra encantada que los atraía como una mala mujer.

Ahora también Mariano. Y Mariano tenía una pequeña finca que daba pan y aceite, una pequeña finca labrada y trabajada como un jardín, y una mujer joven, guapa, dulce como la miel. Lo que habían hecho para sujetarlo, para quitarle ese pensamiento de América, ya ni lo recordaban.

Había querido un mulo, y el señó ´Ntoni se lo había comprado; mamá Vita le había hecho otro traje de terciopelo, y Catena no había sabido qué más decirle para mantenerlo a su lado.

Pero América, decía la señá Maria, es una carcoma que roe, una enfermedad que se pega; y si llega el tiempo en que uno debe comprarse la maleta, no hay nada que lo sujete.

En esa tarde gris de San Michele, los viejos pensaron que este tiempo había llegado también para Mariano.

Pero Catena, con los ojos fijos delante de ella, no quería convencerse de que se iba a quedar sola; con la pequeña cara olivácea oscurecida por la pasión y el miedo, pensaba seguir al marido. Pensaba: y parecía que el pensamiento era una herida, una fiebre, tanto le dolían las sienes y el corazón.

Después de esa mala tarde, los demás días aún siguió diciendo, implorando con los ojos y amenazando con la voz:

– Me voy. Si te marchas, me marcho yo también. O me tiro del Castillo.

Mamá Vita no pudo contradecirla:

– Es justo, es justo… – repetía con voz resignada.

– Pero ¡y el niño! – gritaba Mariano enfadado al verse contrariado también por su madre.

¡El niño! Era verdad. ¿Se podía matar a un pequeñín con un viaje tan largo?

– ¡Oh! – imploraba Catena. – ¿No soy yo madre? Lo tendré en mi mantón, lo tendré en los brazos como a un pajarito en el nido. No os preocupéis.

¡Tristes días! Marido y mujer no hicieron más que pelear. Pero luego ganó Catena, y cuando Mariano compró la maleta con fuelle y comenzó a preparar sus cosas, Catena, temblando, ordenó las suyas y las del pequeño.

 

Tenía en el rostro una palidez de niña asustada. Lo espiaba todo, y a todos, continuamente, con la aprensión de que en el último momento algo imprevisto, una traición de Mariano, hiciera que se quedara. Y en la maleta confundía furiosamente su lencería con la del marido para establecer de verdad su propia marcha.

Solo la tarde en que las maletas estuvieron preparadas y Mariano le mostró los dos billetes, se serenó y los ojos volvieron a ser dulces y risueños como siempre.

Solo entonces comenzó a sentir la pena de la ida y le parecieron mil años que llegara la hora de separarse de la casita donde había sido feliz un año – después de los maltratos sufridos en la casa del padrastro y de la hermanastra – para apartarse de las lágrimas de la señá Vita, quien le había hecho de madre, y del dolor mudo y profundo de papá ´Ntoni.

Cuando se marcharon, el señó ´Ntoni volvió a la finca: la tierra no puede abandonarse.

Mamá Vita lo ayudó – como era habitual – a encabestrar el asno, y le dio un pan.

– Yo no voy – añadió. – Es como si me hubieran dado una paliza.

Regresó encorvada a la casa, y cerró la puerta y la ventana como cuando hay luto.

– ¿Qué haré a partir de ahora? – pensaba mirando a su alrededor – tenía dos pajaritos, y han volado.

¿Para qué servía trabajar la tierra? ¿Para qué servía hilar el lino y tejer la tela a partir de ahora? Se imaginó tristemente al viejo ´Ntoni, solo y afligido, sembrando el buen trigo de oro allí arriba, en Baronia, en la hermosa tierra soleada que el hijo había apreciado poco. Y volvió a ver la escena de la tarde anterior; se habían marchado a medianoche; no había luna y apenas se distinguían los dos carros preparados, en el callejón, ya ocupados por los demás emigrantes; los carros llenos se habían alejado en la noche oscura, con el canto de los jóvenes y el tintineo de los cascabeles.

– ¡Pobres hijos! – suspiró profundamente con el corazón oprimido.

El señó ´Ntoni, por la tarde, quitándole las bridas al asno, repitió:

– Vita, la tierra necesita brazos, y yo, que soy viejo, no basto.

– Sí – respondió la señá Vita -, pero yo quiero esperar la carta. ¿Cómo puedo pensar en la finca, mientras no sé siquiera si esas criaturas están ya de viaje?

El corazón se lo decía; de hecho, la carta desde Palermo le trajo una noticia inesperada.

Se la leyó el cartero; y ella la tuvo un buen rato entre las manos – entre las pobres manos ignorantes, oscuras y arrugadas por el trabajo y la vejez – mirando las pocas líneas negras y torcidas como si hubiera podido entender su sentido.

– Lo malo no tiene final – le dijo tristemente al marido por la tarde. – ¡Nuestro hijo, hermoso como un ángel, se marcha, y la mujer vuelve!

¡Adiós siembra, adiós finca! Con las manos y los pies atados, no podía ya siquiera acompañar al viejo allá arriba a Baronia, que necesitaba brazos. ¿Qué iba a hacer con una joven y un niño?

Catena volvió por la tarde, en la diligencia; amarilla, despeinada, con los labios blancos y los ojos brillantes, parecía enferma, parecía que tenía fiebre.

Puso al niño en la cama y se dejó caer sobre el arca con los brazos en las rodillas desconsoladamente.

Mamá Vita cogió en los brazos al niño que lloraba, para tranquilizarlo; y al notarlo de nuevo en el pecho, sintió una gran dulzura, como si con esa pequeña criatura hubiera vuelto algo de Mariano.

– Pero ¿qué ha pasado, Catena? – le preguntó.

La nuera callaba.

– ¿Y los otros, Catena?

La nuera callaba. El niño lloró más fuerte, por el hambre.

– Dámelo – dijo bruscamente la joven.

– No. Tienes la leche mala en este momento. ¿Crees que yo no te comprendo?

La voz lenta y temblorosa de la vieja le bajó al corazón, y Catena comenzó a llorar y a contar de modo confuso, calmándose poco a poco con el beneficio del desahogo.

Había sido un día de infierno. Eran veinticinco, con ese demonio de la hermanastra. Y todos, en la calle, en las calles grandes de la ciudad; aturdidos por el ruido, cegados por el polvo y cansados, muy cansados, como para tirarse a dormir en el suelo, y todos unidos y sobrecogidos como almas del purgatorio, como si ellos no tuvieran también, en el pueblo, sus propias casas; sorteando carrozas con caballos, y carrozas sin caballos que arrollaban a un cristiano como si no fuera nada, echados del barco de vapor, echados a casa del médico que tenía que verlos. Finalmente los examinaron, uno tras otro. Ella había sido la última y ¡había ido tan segura, después de que todos habían sido aceptados!

– Y luego… ¿Comprendes? – gritó – después, la vergüenza de dejar que te viera ese médico forastero, ¡oír que te decía que tienes los ojos enfermos! ¡Mis ojos que han sido la envidia de todos!

Hablaba entrecortadamente, sin terminar las palabras rotas por los sollozos que le desgarraban el pecho.

– No he llorado, allí. No. Te he escrito. No tengo a nadie, yo. Ni madre, ni hermanos, nadie. Los he visto subir al vapor, a todos, uno tras otro. ¡Incluso a esa, comprendes!, ¡que se reía en mi propia cara despidiéndose!

¿Y Mariano? ¡Ni siquiera una palabra hermosa, una única palabra de ánimo! Se preocupó por comprarle el billete de regreso, ¡oh, eso sí! De modo que, apenas partió el vapor, uno de la estación la acompañó hasta el tren.

– ¿Y tus cosas?

¡Sus cosas! ¡Cómo se veía que mamá Vita no tenía idea de lo que era una ciudad! ¿Quién podía abrir la maleta y buscar sus cosas en ese infierno?

Le mostró a la suegra una receta. Se la había hecho el médico. Era necesario que se pusiera cada mañana unas pocas gotas del remedio prescrito, en los ojos; se los podía medicar un farmacéutico, cualquier persona que entendiera.

– Me ha asegurado que en un mes me curaré.

– ¿Has visto? – exclamó la anciana meciendo al pequeño para que estuviera tranquilo – el mundo no se ha acabado…

Catena hundió la cabeza. ¿Y el tiempo que tendría que pasar entre la cura y el viaje? ¿Y ellos, allí?, ¿y ese demonio de Rosa que había arrastrado a Mariano con un hilo de seda, que le había metido en la cabeza la idea de América? Ante sus ojos apareció la figura cimbreante de la hermanastra, el hermoso cuerpo de cintura delgada y pecho procaz,  la cara olivácea con los labios rojos y la risa descarada.

Para la cura no quiso perder tiempo. Y al día siguiente, apenas papá ´Ntoni se dirigió a Baronia, la señá Vita se puso la mantilla en la cabeza y el niño en los brazos para acompañar a la nuera a la farmacia de don Graziano.

Insistieron para que comenzara la medicación enseguida, esa misma mañana. El viejo se ajustó las gafas, y tras haber hecho que la joven se sentara, cogiéndole la frente con una mano, con la otra le puso en los ojos unas gotas de un medicamento que había preparado.

– Pocas gotas, ha dicho – murmuró Catena mordiéndose los labios, mientras el medicamento le inundaba las sienes y las orejas.

– Don Graziano – repitió mamá Vita más fuerte, pues el viejo estaba medio sordo – pocas, pocas gotas.

– Callad, vosotras – respondió irritado el farmacéutico – si no tenéis confianza en mí, buscad otro médico.

– Usía nos disculpe – rogó la joven – es que había leído la receta.

Y siguió a la suegra con el pañuelo en los ojos por el gran ardor que sentía.

Mañana tras mañana, las dos mujeres iban a la farmacia de don Graziano. Tras una semana de esa tortura, la suegra preguntó:

– Pero ¿te beneficia ese medicamento? A mí me parece que te hace más mal que bien.

– Yo también quería decirlo – suspiró la nuera. – Los ojos no me habían hecho daño nunca, y ahora siento que me clavan cien alfileres.

¿Qué hacer? Quizás lo mejor era dejar la medicación y pedirle consejo a un médico. Por ello, mamá Vita fue sola a darle las gracias al farmacéutico y le llevó un par de pollastras rojas, elegidas entre las mejores del gallinero, y luego fue con la nuera a casa de don Pidduzzu Saitta, que era el médico más viejo del pueblo.

Él observó a Catena, quien lo miraba abatida, luego le levantó un poco, delicadamente, los párpados doloridos.

– ¿Quién se los ha curado? – preguntó.

– Don Graziano.

– ¿El farmacéutico?

– Sí, señor.

– ¡Benditos villanos! – murmuró el médico. – ¿Y usted quiere ir a América?

– Sí, señor.

– Esperemos. Volved mañana por la mañana, a las nueve. Intentaremos cauterizar.

Catena siguió a la suegra con la muerte en el corazón; apenas en casa, tiró la mantilla en la cama y, escondiéndose la cara entre los colchones enrollados, comenzó a llorar angustiosamente, como la tarde en que había vuelto de Palermo.

Mamá Vita, en pie, con el niño dormido entre los brazos, no sabía qué decir para calmar ese llanto.

– Oye – dijo después decidida, – Saitta es un cuervo de mal agüero. Ve las cosas peor de lo que son. Yo no volvería más. Está Panebianco, ¿sabes? ¡Ese es el médico de los pobres!

Catena levantó la cara llena de lágrimas y miró a la suegra con un poco de esperanza.

– Después del almuerzo vamos – aseguró la anciana, – ánimo, hija, ¿crees que no te comprendo?

Y la miró con mucha tristeza en los pequeños ojos claros, porque ella justo la quería bien, como a una hija.

– Mira qué pimpollo – dijo inclinando la cabeza sobre el niño dormido – ¡y cómo se le parece! ¿Por qué lloras tú?, – la consoló suspirando – tú tienes a tu pequeñín, y volverás a ver a tu marido. Yo soy vieja, mira, y me he separado viva de ese hijo que ya no volveré a ver. Y yo que pensaba que siempre estaría a mi lado, y tejía la tela para su familia. Ahora ha terminado. ¿No ves cómo se ha puesto el señó ´Ntoni?, ¿y lo desolada que está la hermosa tierra de Baronia?

A media tarde fueron a ver a Panebianco para la última prueba. Panebiando, un cebón con pantalones, se rio como cuando se le llevaba un regalo, y luego observó largo tiempo los ojos de Catena, palpándole las mejillas con los dedos macizos y ligeros.

– ¿Arruinados? – iba repitiendo con su modo de hacer de hombre que lo encuentra todo fácil. – ¿Arruinados? ¡Ya lo veremos! A final de mes se marchará.

Mañana tras mañana, con el niño en los brazos, fueron a ver a Panebianco; y siempre mamá Vita llevaba bajo la mantilla un cestillo de huevos o de frutas, un saquito de trigo, un pollo, un par de pichones salvajes, porque Panebianco, el médico de los pobres, aceptaba cualquier cosa.

Pero los ojos iban de mal en peor; y Catena, al levantarse, tenía un rato sobre ellos el pañuelo, para que se habituaran a la luz. No podía más; comenzó a desconfiar también de Panebianco y quiso cambiar de médico.

Hacia final de mes llegó la carta de Mariano. Comenzaba a ganar; eran treintaicinco, todos de Mistretta, y estaban juntos; también las mujeres se habían colocado. Todas las noticias le parecieron bofetones. Leyó y releyó la carta varias veces, llena de rabia. Él parecía alegre, y la señá Vita volvió a pensar en las amargas palabras de la señá Maria cuando dijo, un día, que los hijos, una vez allí, se olvidaban de la madre que los había hecho.

Catena desesperaba de su marcha y no creyó más en los médicos; todos unos bribones, todos unos liantes, buenos para exprimirles la sangre a los pobres. Solo Panebianco se había llevado seis pollos y no se sabe cuánta fruta y cuántos huevos.

En la pequeña casa del señó ´Ntoni los días pasaban llenos de melancolía. No había fiesta ni procesión para las dos mujeres; siempre, casa y más casa; el domingo, a la iglesia a rezar ante el altar de Santa Lucia. El señó ´Ntoni, dado que la mujer no pudo acompañarlo, se había buscado un medianero, un compañero que lo ayudara a trabajar la tierra. Hablaba cada vez menos, con el pensamiento fijo en el hijo hermoso y fuerte como un roble que trabajaba para otros.

El pequeño crecía mal, con mucha dificultad, un poco porque había mamado leche mala, un poco porque, en lugar de jugar con los demás pequeños, pasaba de los brazos de la abuela a los de la madre, al ser él todo lo que les había quedado de Mariano.

Catena, que se había vuelto salvaje, huía de las vecinas. En su pequeña cara olivácea, enflaquecida como si tuviera dentro un fuego que la consumiera, los ojos parecían más grandes, más negros por las ojeras lívidas que los cercaban.

No quería ya ni siquiera trabajar, aunque siempre hubiera sido la más diligente de Amarelli. Se pasaba los días en cuclillas en el escalón delante de la puerta, mientras mamá Vita hilaba o zurcía, escuchando parlotear al niño, que había aprendido a llamar a papá; y las dos sin decírselo nunca, tenían los ojos en la esquina por la que solía asomar el cartero, estremeciéndose si lo veían acercarse a su casa.

Pero las cartas llegaban cada vez más raramente. Y Catena no se desahogaba ya ni siquiera con la suegra; en la cabeza se le agitaban tantos pensamientos, que le latían las sienes como si tuviera fiebre; pensaba en la Mérica, en las casas altas y en las calles oscuras, pensaba en Mariano, joven y fuerte, en la hermosa tierra de Baronia, y volvía a ver la hermosa y descarada figura de la hermanastra.

Las vecinas no lograban nunca hacerla hablar un poco. Pero algunas veces oían su voz, que se había vuelto muy extraña y aguda; la oían hablarle a su niño, como si este pudiera comprenderla, dándole un runrún de sobrenombres extraños, con acento alterado, mudable y frenético.

– Estrella, tesoro, Cavaleri finu, San Giorgiu biunnu, Apuzza nica. Tu mi ristasti. Chiamalu, papà, chiamalu ca è luntanu… [18]

El pequeño al principio, levantado en los brazos nerviosos de la madre, se reía, pero, sofocado por las impetuosas caricias, acababa llorando.

Una mañana, viendo pasar a la señá Maria, le preguntó si tenía dos canastas para meter uva e higos  para llevárselos a Mariano.

– Los higos le gustan tanto, y allí no hay… Sí, me marcho con el niño – dijo abriendo desmesuradamente los grandes ojos negros asustados.

– ¡Yo sé, ahora, cómo se viaja!

Y como la señá Maria sacudía la cabeza, ella le volvió la espalda, airada, y se sentó de nuevo ante la puerta.

Cartas no llegaban, y los ojos no se curaban. Sin embargo, habían hecho tres novenas y habían ofrecido dos antorchas a Santa Lucia, pero la santa no había querido concederle la gracia.

Ahora ya no había esperanza de curarse. Y Catena se había vuelto tan colérica, que la pobre mamá Vita solo por la gran piedad y el afecto no la contrariaba nunca.

Una mañana, era precisamente otra vez el día de San Michele, la señá Vita cerró la puerta porque hacía frío.

La nuera que, no se sabe por qué, había bajado al establo, le dijo al volver:

– Mamá, ve a recoger las canastas que me ha prometido la señá Maria para meter los tomates y los higos.

– ¿Qué dices, Catena ?, ¡este no es el tiempo de los tomates!

Catena abrió la puerta con violencia llevando al niño de la mano.

– ¿Qué haces ? ¡Ya no es verano, viene el frío! ¡Qué fastidiosa te has vuelto, hija! ¡Ya no tienes corazón en el pecho!

Catena la miró. En la cara olivácea no se le veían sino los ojos con los párpados hinchados y lívidos como dos manchas.

Se sentó en la puerta, se puso al pequeño en las rodillas y haciéndolo bailar, comenzó a decirle, primero despacio, luego más fuerte, luego con su extraña y aguda voz que hería los oídos.

– Estrella, tesoro, apuzza nica, spica d’oro! Chiamalu, papà! chiamalu ca è luntanu! Stella! Cavaleri finu…[19]

Lo estrechaba fuerte entre las pequeñas manos nerviosas, levantándolo en el aire, y el niño se debatía y lloraba.

La señá Vita, asustada, se acercó para quitárselo, pero Catena lo estrechaba fuerte, como entre dos mordiscos, y la pobre vieja no podía.

Acudieron también las vecinas, curiosas por las voces de las mujeres y por el llanto del niño; rogándole, amenazándola, se lo arrancaron de las manos, a costa de hacerle daño, mientras Catena repetía, riendo, con los grandes ojos desencajados:

– ¡Tesoro! ¡Estrella!, llámalo, llámalo…

Creían que se iba a morir con las convulsiones, como se había muerto su madre. Pero luego se calmó. Y nunca más se repitieron los furores de esa mañana.

No reconocía al hijo, no reconocía a la suegra, pero no molestaba a nadie. Se pasaba los días enteros en cuclillas en la puerta, sin sentir el frío del cierzo, con el mentón entre las manos; y si una vecina se le acercaba, ella le explicaba – con una sonrisa extraña en la pequeña cara oscura – como si esperara el vapor, de allí.

– ¿Veis?, – indicaba – allí en el gran mar el vapor echa humo y silba…

Las canastas con la uva y los higos estaban preparados.

– Me marcho mañana. Me he curado – añadía tocándose los ojos con las palmas abiertas. – Me he curado. ¿Veis? Me marcho mañana…

 

[17] Más tarde, pasaron otros, más de treinta: / los jóvenes se movían como las abejas; / Me pareció que la oscuridad, uno tras otro, / se los había tragado, y que el viento, / en la niebla baja y pegajosa / los había esparcido por el mundo. / La oscuridad los atraía, un ruido confuso, / un charloteo, y nombres, y gritos, y llantos: / uno cantaba con todo el aliento / pero había tanta ira en esas voces / desesperación y dolor, / que parecía que maldecían cielo y tierra. //

[18] Se suceden palabras italianas (las dos primeras) y sicilianas: Estrella, tesoro, lindo caballero, San Jorge rubio, pequeña Abeja. Tú te has quedado conmigo. Llama a papá, llámalo, que está lejos.

[19] ¡Estrella, tesoro, pequeña abeja, espiga de oro! ¡Llama a papá!, ¡llámalo que está lejos! ¡Estrella! Lindo caballero…

Los zapatitos

Vanni y Maredda se querían bien, pero de casarse no podían hablar porque eran pobres. Los dos eran huérfanos de padre, Maredda era tejedora, Vanni trabajaba en el taller de maese Nitto, el zapatero. A menudo, él le decía a la madre:

– Mamá, por mucho que se trabaje, hacemos como las hormigas; escarbamos y escarbamos, y a duras penas logramos sustentarnos.

– ¿Qué se puede hacer, hijo? Sustentarnos ya es algo.

Maredda y él se veían un poco por la tarde, al terminar el trabajo, y, el domingo, en la primera misa de la Catedral. Más de una mirada y de una palabrita amorosa no osaba. Y sin embargo, varias veces se habían encontrado a solas, al claro de luna, bajo la pérgola del Sinibbio, y sin miedo de ser vistos; pero incluso entonces Vanni no había hecho sino cogerle una mano y decirle muy bajito:

– ¡Feúcha! ¡Yo a ti te quiero mucho!

Había sentido temblar la mano helada de Maredda en la suya, había comprendido que, aunque la hubiera abrazado, no se habría defendido, pero no se había atrevido. Pero, cuando estaba a a su lado, no sentía más deseo que besarla; y a menudo en el taller de maese Nitto, se llamaba papanatas, arrepintiéndose de no haberlo hecho. Pero él – que había crecido pegado a las faldas de la madre como una muchacha – tenía ciertas delicadezas que no se sabía quién se las había enseñado.

La misma Maredda se lo había dicho muchas veces, cuando habían peleado:

– ¡Tú nunca harás nada importante porque no eres más que un poesiante! [20]

Se ofendía. Pero lo llamaban todos así porque tocaba la mandolina como pocos y porque era el mejor joven de Sinibbio.

– No es verdad – solía decirle a la muchacha – que yo no piense en lo importante. ¡Yo que no me fumo un cigarro, ni me bebo un vaso de vino ni aunque me inviten! ¡Eh!, pronto podré hablar con tu madre sin miedo de ser rechazado como un muerto de hambre. ¡Yo ya he comenzado a hacer las compras!

Se había provisto de un caldero de cobre, de una docena de platos, y había trabajado a ratos en un par de zapatitos amarillos con un lazo de seda, que habían hecho que Maredda se ruborizara de placer cuando se los enseñó.

– Se comienza con poco, y lentamente se prospera – decía Vanni – llegará el tiempo en que compraré el oro y los trajes, ¡y entonces!

Y miraba muy en el fondo de los ojos de la muchacha, que se ponía roja como una amapola.

Pero por mucho que se las ingeniaba no podía hacer casi nada. De vez en cuando, para proveerse del trigo y de la leña, se iba de un tirón, con los ahorros encima, moneda a moneda, durante meses y meses. Así un invierno, que no pudo poner aparte ni cuatro onzas, comenzó a desanimarse. La señá Nunzia, viéndolo afligido, iba tras él animándolo:

– Buen tiempo y mal tiempo no duran todo el tiempo… Verás que pasará esta miseria.

Pero Vanni no respondía; y en el taller trabajaba con la cabeza inclinada como cuando se piensa. Una tarde, mientras la señá Nunzia estaba ante el fogón cociendo una col, dijo:

– Yo me voy a América.

La vieja se estremeció como si le hubieran dado un golpe en la espalda y soltó el soplillo.

– Sí, me voy. ¿Qué hago aquí malgastando lo mejor de la juventud con maese Nitto que me chupa la sangre? Me voy.

– Sin embargo, nos sustentamos – observó la madre.

– Y nos hacemos viejos.

La cabeza la tenía en Maredda, y la señá Nunzia, que lo sabía, no lo culpaba porque la muchacha era honesta y trabajadora.

Cenaron sin decirse nada más; la señá Nunzia miraba al hijo como si lo viera por última vez, y los ojos se le hinchaban de lágrimas; Vanni, ahora que la madre no lo había contrariado, sentía el peso de su propia resolución.

Le habló de ello a Maredda como de una cosa hecha. Maredda lloró desesperadamente, pero se tranquilizó con la voz segura del joven:

– ¿Qué hago aquí ? Allí… Más de un año no me quedo. Ganaré tanto como para poder casarnos y poner un taller por mi cuenta. Allí el oro cuesta poco y los pendientes te los traeré de allí…

Maredda sonrió entre lágrimas, y Vanni la miró dándole vueltas a la gorra entre las manos y moviendo la cabeza como para decir:

– ¡Yo no soy un cualquiera!

¡Seguro que no era un cualquiera!, ¡tenía en la cabeza tantos proyectos!, y decía:

– … te haré pasar delante, feúcha, el mar con todos los peces, haré que tengas una vida de señora…

Y ya le parecía que era rico, que tenía casa y mujer, y taller por cuenta propia.

Al principio estuvo un poco desconcertado con su propia decisión; luego, poco a poco, comenzó a acostumbrarse, hizo de ello el tema de todos los discursos, y quiso parecer alegre; cuando comenzó a prepararse para su partida, no quiso que su madre llorara:

– ¡Que no voy a la guerra!, verás que ya no me reconocerás. Si no es otra cosa, al menos maese Nitto me respetará.

Le parecía que se había vuelto un hombre de los mayores, y caminaba soberbiamente con Peppe Sciuto y Cola Spica que estaban casados y se marchaban también ellos a América.

También la tarde de la partida quiso parecer alegre. Peppe y Cola vinieron a recogerlo sobre las ocho, y la señá Nunzia lo siguió para acompañarlo hasta Cicè. Maredda, con los ojos rojos, se asomó a la ventana, a saludarlo, sacando un poco la cabeza entre una albahaca y una rosa.

Por el camino encontraron a otros emigrantes; no se conocían bien entre ellos, pero se unieron como si fueran amigos de nacimiento. Todos querían parecer tranquilos; pero todos dejaban una casa y a una mujer. Cola llevaba de la mano al hijo y gesticulando alzaba, a tirones, también el bracito que tenía estrechado en la mano callosa, de modo que el niño tenía los ojos apesadumbrados. Pasando por delante de la propia quota [21] frunció la frente y sacudió la cabeza y maldijo la tierra ingrata.

Pero Peppe Sciuto comenzó a cantar, y entonces todos lo acompañaron. Y la carretera se llenó de un canto fuerte y melancólico que parecía todo a una voz, y se elevaba triste como una amenaza, trémulo por momentos como un llanto desconsolado, bajo otras veces como una oración.

Maredda esperaba noticias de Vanni y le parecía una fiesta cuando la señá Nunzia se las daba.

Dos meses después, el cartero le entregó una carta amarillenta con la dirección impresa, y la leyó, ansiosa y conmovida.

Vanni le decía muchas palabras amorosas que la llenaron de felicidad, pero la madre comenzó a mascullar. La carta había llegado un mal día: el pan de la artesa se había terminado y, como no tenían dinero para proveerse de más grano, madre e hija tuvieron que humillarse incluso a comprar el pan en la tienda, como la última de las pobres, como las que viven al día. Por ello, la señá Liboria, que estaba de malhumor por sus asuntos, se desahogó con esa pobre carta inocente y con la hija que creía en las chácharas de ese papanatas que si volviera con algún dinero, ni la miraría a la cara. Ella veía dar vueltas por el callejón a maese Cristoforo de Licata – un podador que ganaba diez liras a la semana – y se consumía viendo que la muchacha, muy dura, le volvía la espalda o le cerraba la ventana en su cara. ¡Cosas para cogerla a bofetadas!

– Yo soy vieja – le decía a menudo, –  y tú eres pobre. ¿Qué esperas de la vida? ¡No eres para nada una señora que pueda estar con la cabeza en las nubes! ¿No ves que ese mochuelo no se ha prometido?

Maredda se mortificaba, pero consideraba a Vanni suyo. Habría querido al menos despedirse, pero no eran novios y habría sido una desfachatez, habría sido peor que dejarse besar delante de un pueblo.

Después de esa no hubo más cartas. Vino la primavera y pasó el verano, y de Vanni no se oyó hablar más. Las vecinas decían que América no deja que vuelva nadie, que lo mejor de la juventud se consume en esa tierra desconocida, y el emigrante no vuelve a la patria si no tiene cien onzas para hacerse una casa.

Maredda se creía esos discursos desalentadores, y tejiendo canturreaba, para olvidar la pena de Vanni:

Vitti tri rosi a ‘na rama pinniri
Nun sacciu di li tri qual è a pigghiari…
Nun c’è ghiurnata chi nun scura mai
Nun c’è mumentu chi nun penzu a ttia… [22]

Pero Vanni volvió la primavera siguiente. Traía su pequeño baúl ceniciento que también sabía de carreteras y gente extranjera y humo de trenes. No traía más que treintaicinco onzas; una miseria, en comparación con los capitales soñados y proyectados bajo la pérgola de Sinibbio. Pero no había podido resistir más allí…

Le habló de ello enseguida a la madre que fue a su encuentro hasta Rosario. La señá Nunzia, con la mantilla bajada sobre los hombros, no podía decirle nada; lo miraba de arriba abajo, a ese hijo, y le parecía más delgado y le parecía que lo había reencontrado. Al abrir la puerta lo hizo pasar adelante y le indicó la camita con el tramareddo [23] limpio y el mantel sobre el arcón, para hacerle entender que lo había esperado. Y Vanni le dijo, aún de pie:

– No he hecho gran cosa, madre…

– No importa, hijo. Con que hayas vuelto. Me parecía que iba a morirme sin verte más.

– Solo treintaicinco onzas. Y Dios sabe lo que he padecido para reunirlas.

– No importa, hijo. Aquí hay trabajo porque el mes pasado se murió maese Nitto el zapatero.

– No tengo más – continuó Vanni. – Pero yo me contento con un pedazo de pan aquí en mi tierra. Maldita América… Es una vieja rufiana que lleva a la mala vida con las lisonjas. ¡Para nada la gente honesta se enriquece allí! Pero me bastan para comprar el oro y los trajes e incluso un poco de cuero con el que poder trabajar.

– Come, Vannuzzo – le dijo la señá Nunzia entristeciéndose – y no pienses nada más, por ahora.

– ¿Por qué, madre? – le preguntó Vanni con desconfianza.

La señá Nunzia suspiró, y como Vanni abría los ojos de par en par y arrugaba la frente, le tocó un brazo y le dijo:

– ¡Vanni, Vanni! ¡Entonces, solo has venido por ella!, ¿por tu madre no habrías vuelto?

– ¡Tonterías! – dijo el joven levantando los hombros – entonces, ¿por qué me he ido?

– Vanni – dijo la anciana – tú eres aún un poesiante y nada más. Cuando el pájaro vuela, ¿pretendes que la rama permanezca desierta? La rama está quieta y el pájaro se mueve, vuela uno y se posa otro.

– Pero yo… ¡Como que Dios existe…!

– Vanni, Vanni, ¿qué dices?, ¿qué blasfemas? ¿Qué quieres? ¡La juventud quiere amor y las mujeres quieren marido!

Vanni miraba el suelo, triste y torvo, con los pulgares inquietos en los bolsillos del chaleco. La señá Nunzia, un poco temerosa, le servía la sopa.

– Se enfría, hijo.

– Yo los degüello – murmuraba Vanni. – ¡Qué vergüenza! ¡No esperar un año y medio! Y yo haciendo el tonto y comiendo pan a secas y durmiendo sobre paja para ahorrar moneda tras moneda estas treintaicinco onzas miserables. Pero ¿quién es? ¿Lo sabes al menos?

– Uno de Licata, un podador. El partido era bueno, y Maredda es pobre. Hay que compadecerse de ella. También yo sentí que me hervía la sangre en las venas. Pero luego la he perdonado. Hay que saber cómo están las cosas…

– Pero si se me lo encuentro, le diré unas palabritas. Él se lleva las cáscaras, ¡qué vergüenza! Lo mejor lo he tenido yo; pues el primer amor de una muchacha es el que vale, el segundo, no. Se lo digo. Y la dejará. ¡Y luego no me la quedo ni yo!

La señá Nunzia servía y lo dejaba hablar. Cuando se desahogó bastante, ella le habló y él poco a poco se calmó. ¿Qué quería hacer? Ahora, Maredda, se había arruinado, había llegado a un punto en que, si el podador no la quería, podía atarse una piedra al cuello y arrojarse al mar. El mal estaba en no haberse prometido. ¿No era preferible, ahora, dejar que cada uno se fuera por su propio camino y no entrometerse en los asuntos de esos miserables deshonrados?

Lo persuadió incluso para que comiera. Y tras haber comido, Vanni se sintió distinto, así que la anciana le dijo:

– Era el hambre y el cansancio, hijo. Tú veías las cosas con cristal de aumento. Alégrate, que eres joven y las muchachas no se han terminado.

– ¡Oh, esto sí! – aprobó Vanni. – Ahora serás tú la que me buscarás una esposa. ¡Como que Dios existe, quiero casarme para la fiesta de San Giuseppe!

Al atardecer vinieron los amigos y los parientes a celebrar el regreso de Vanni que, todo encendido, se sentía un hombre experto y hablaba de América escupiendo en el suelo.

Por la noche, cuando todos se fueron, Vanni buscó en el arcón una camisa limpia, de las viejas. Tocó con las manos algo duro, la caja de cartón con los zapatitos de Maredda.

– ¡Cosas de mujeres!… – murmuró, entristeciéndosele el rostro, y la lanzó lejos, a un rincón.

– No, no – dijo la señá Nunzia corriendo a recogerla – ¿y si, supongamos, otra… tu esposa tiene el mismo pie? ¿No es una pena gastar más dinero? Y además – añadió soplando delicadamente sobre un lazo que se había aplastado un poco – ¡están nuevas del todo, nuevas!

Vanni cerró el arcón y sacudió la cabeza en señal de aprobación.

 

[20] Voz siciliana (it. Poetante): ´Quien ve el lado poético de las cosas`. Se correspondería con soñador.

[21] Voz siciliana. En este caso, ´parcela de tierra`.

[22] Vi tres rosas pender de la rama / no sé cuál coger de las tres/ … No hay día que no tenga su noche / No hay momento que no piense en ti.

[23] Voz siciliana: ´manta`.

La abuela Lidda

El Señor parecía haber querido poner a prueba a la señá Lidda con tantas desgracias como le había mandado. Era viuda y pobre; y, como si ello no bastara, la nuera había muerto, y al hijo se le había metido América en la cabeza. De toda esta ruina le había quedado solo Nenè; la nuera, que en paz descanse, se lo había dejado cuando todavía apenas si tomaba bien el biberón, tanto que la noche en que debió llevárselo a casa fue para la señá Lidda un verdadero desaliento. Nadie había pensado en un poco de leche en medio de la triste confusión; y lo mantuvo toda la noche con un pequeño pañuelo empapado en agua, mientras el corazón se le oprimía al oír llorar de hambre a esa criatura.

Luego, poco tiempo después, el hijo voló a América.

– Te lo dejo – le dijo, – como me has criado a mí, cría a mi hijo.

Allí y sin madre, esa alma de Dios se moriría seguro. Y con el pensamiento del pequeño, la anciana no tuvo tiempo para llorar por el hijo que se marchaba. No pudo siquiera acompañarlo a Santo Stefano, y lo siguió apenas hasta Rosario – lo vio volver la esquina con los otros jóvenes, lo saludó con la mano, desde lejos, hasta que pudo verlo, que él se volvió tres veces, con la sonrisa en la boca y la cara pálida, y enseguida después se dirigió a casa, encorvada en la mantilla negra, al encuentro del pequeño que había dejado en la cuna. ¡Nada de llantos, con esa criatura que ya tenía hambre, ya gritaba sin un porqué, ya quería que lo mudaran! La señá Lidda sentía una gran ternura al acostarse con el pequeño al lado; y algunas veces, en la noche, al despertarse con el miedo súbito de ahogarlo en el sueño, le parecía precisamente que había vuelto a ser joven y que tenía a su lado a su hijo. ¡Tiempo feliz, ese! Y suspiraba fuerte con el corazón tan lleno de tristeza, que parecía que no le cabía dentro del pecho.

Ese pequeño era una ansiedad continua. Tuvo que quitarle el biberón pronto, al no poder comprarle tanta leche para alimentarlo, y lo acostumbró a la papilla de sopa, con pasta muy fina. Lo bañaba todos los días, como a los señores, y lo cambiaba a menudo, pues lavarle las ropas no le costaba nada; ese era su oficio.

Daba pena ver a la señora Lidda, a esa edad, ir a Buscardo con la cesta de la ropa en la cabeza y el niño en los brazos. Cogía la lencería de los señores, la devolvía, siempre con Nené en los brazos. Y Nené se ganaba ya un terrón de azúcar, ya un puñado de arroz para la papilla, ya la ropa usada de los niños ricos. Porque, si la señá Lidda era pobre, el Señor es grande; y en este mundo no hay que desesperarse, y el pobre que se contenta con poco encuentra  alimento y ayuda sin saber dónde y cómo, al igual que los gorriones y los estorninos.

Cada mes llegaba la carta de América, iba a que se la leyera maese Nitto, el cocinero del barón don Cesarino, que era un buen hombre; y al mismo maese Nitto le hacía escribir enseguida la respuesta. El hijo daba buenas noticias de sí mismo, comenzaba a ganar bien, enseguida mandaría algo, pero ahora no podía; pedía noticias de Nenè y mandaba saludar a los amigos. Siempre las mismas cartas y las mismas respuestas. Pero la señá Lidda esperaba con gran apremio, y si el cartero se retrasaba un día, se desesperaba. Mientras el cocinero le escribía la respuesta, ella lo miraba con sus ojillos verdosos, le miraba la mano, la pluma sutil con que escribía las palabras que le dictaba. Pero ¿maese Nitto escribía justamente como ella le dictaba? No. Un día se lo había dicho:

– ¡Para nada se escribe como se habla! Pero se comprende lo mismo.

Desde entonces, la señá Lidda no tuvo ya paz. Y cuando decía: – que no se preocupe por mí, que soy pobre, pero me sustento. Nenè está bien y crece. ¡Te bendigo, hijo mío! – alargaba el cuello moreno, arrugado, apretando un poco los labios como si quisiera instilar su pensamiento en la carta. Y siempre añadía:

– ¿Ha escrito justamente así: te bendigo?

¡Pobre hijo! ¡Con todo el corazón, tu madre, que está lejos, te bendice!

Y se quedaba mirando hasta que el cocinero cerraba el sobre amarillo con la dirección impresa – se lo mandaba el hijo todas las veces – y al echarla al buzón le quedaba siempre la duda de que el cocinero no hubiera escrito lo que ella le había dictado.

Nenè crecía despacito, un poco paliducho “como todos los hijos sin madre”, decía la misma señá Lidda con angustia. Y poco a poco comenzó a corretear por un tramo de la calle, detrás de la abuela que lo espiaba y, apenas lo veía cansado, se inclinaba, alargaba un brazo y se lo ponía en el pecho. Y Nenè, para no pesar – ya comprendía tanto – le rodeaba con sus bracitos el cuello. Luego, al crecer un poco más, llegó hasta Buscardo completamente solo. Entonces, la señá Lidda comenzó a respirar. Menos cuidados, menos molestias. Se levantaban muy temprano, cerraban la puerta, y con una hogaza en la cesta y dos lechugas se mantenían hasta la noche. Por la noche la señá Lidda hacía que el niño, que era delicado, tomara un huevo o una papilla de pasta para que no se fuera a la cama con el estómago vacío. Ella se tomaba la sopa solo el domingo, aunque algunas veces, de noche, se sintiera mal por la debilidad.

En una carta el hijo le hizo saber que se había casado con una de Patti que en América trabajaba como planchadora. Se disgustó bastante la señá Lidda; ahora, con la nueva familia, ya no pensaría más en la vieja. Pero, paciencia, al menos el pequeño que, cuando creciera sería un apoyo, permanecía con ella. Y suspirando le dictó al cocinero:

– … y bendigo también a tu nueva mujer. Pero no te olvides de tu madre, que es pobre.

Lo que había pasado había pasado, y era inútil afligirlo con reproches. Al regresar a casa, llamó a Nenè con mayor ternura de la habitual. Solo él le quedaba; la nuera, muerta… el hijo, en América, sin esperanzas de volver a verlo…

¿¡Quién sabe si al menos no mandaría algo esta vez que casi se lo había pedido!? Y esperó con mayor apremio del habitual que acabara el mes, era el mes de los muertos, para tener una respuesta. La Navidad estaba cerca. En cinco Navidades no había mandado nada. Pero esta vez, quién sabe. Se había casado, decía que ganaba mucho… Y lavando le repetía a Nené, que, en cuclillas sobre una piedra, jugaba con las piedrecitas de la orilla:

– En Navidad haremos una gran fiesta. Papá te mandará una cosa bonita.

No se engañó. El último día de noviembre llegó la carta, y en la carta había tres grandes billetes, de los que la anciana señá Lidda no había tocado nunca en su vida. ¿Tenía que decírselo a maese Nitto, ahora, para que la envidiaran y le echaran el mal de ojo? Lamentó más que nunca no saber leer; pero tuvo que decírselo a la fuerza. Escuchó la carta con el corazón suspendido. Era más larga y afectuosa de lo habitual. Pero conforme el cocinero leía con su voz uniforme, los labios de la señá Lidda se adelgazaban y perdían el color. Hubo un momento en que se apoyó en la pared, al parecerle que la casa le bailaba a su alrededor. Y cuando el cocinero terminó, le rogó con voz temblorosa:

– Léala de nuevo, maese Nitto, habrá un error.

No, no había ningún error. Había leído bien. Y el mismo maese Nitto, que no se conmovía nunca, dobló lentamente la hoja, lo volvió a colocar en el sobre y miró con piedad a la anciana alisándose le pequeña barba rizada.

– ¿Y ahora? – dijo finalmente la abuela Lidda con una voz que no parecía la suya.

Maese Nitto levantó lentamente los hombros y, sacudiendo la cabeza, le dijo:

– Es su hijo. No hay nada que hacer…

Pero así, ¿todo a la vez? ¿Y sin darle siquiera un mes de tiempo? Quizás el compadre Tano estaba de viaje, quizás estaba ya en el pueblo. ¿Y junto al compadre Tano no podía venir él a ver a la madre? Pedía al niño así, como si no fuera nada. ¡Olvidando que lo había criado ella, pobre vieja, con su esfuerzo, que se lo había dejado como un gatito! ¡Él no sabía qué punzada le daba, oh, hijo sin amor!, ¡oh, hijo desgraciado!

Y callaba la anciana, y en la mente se le agitaban tantos pensamientos revueltos, mirando a maese Nitto con los pequeños ojos secos: solo, al levantarse y al volver a coger la carta, murmuró:

– ¡Que se haga la voluntad de Dios! ¡Si al menos pudiera llorar!

Pero no podía. Le parecía que tenía la garganta seca atada con una cuerda.

El compadre Tano estaba en el pueblo. Pasaba con los parientes la Navidad y quería marcharse enseguida. La anciana vivió la Navidad con el llanto en el corazón; sin embargo, se esforzó y quiso alegrar al menos la del pequeño. En la comida le dio caldo de gallina y dulces. Ella no pudo tocar la comida, pero se sintió saciada solo viendo comer a Nenè con tanta alegría. Le compró un caramillo y un carrito de madera. Le lavó toda la ropa, remendó aquí y allá donde había una rotura, pegó un botón donde faltaba, y luego, elegidas las piezas mejores, hizo con ellas un hatillo; estaban las camisitas de franela, los zapatitos nuevos, el vestidito de fiesta, el primer vestidito de hombre que le había costado tres coladas…

En el hatillo puso también el hábito de la Madonna delle Grazie – que decían que allí estaban sin religión – y por último añadió también el caramillo de la Navidad, para que el pequeño se acordara de la abuela lejana. ¡Pobre pequeño, quién sabe si lo cuidarían como ella lo había cuidado! Luego esperó que el compadre Tano viniera a cogerlo. Vino la noche de Santo Setefano; una noche gris como el plomo: se asomó a la puerta, arrebujado en la capa negra, con el sombrero flexible sobre los ojos:

– ¿Está listo, comadre Lidda?

La abuela Lidda le extendió sin hablar el hatillo; tenía miedo de abrir la boca porque las palabras le saldrían sin regla. Luego cogió al niño en los brazos.

– Cúbralo bien.

Entonces buscó el mantón nuevo de color, que no se había puesto nunca. Envolvió al niño, de tal modo que se le veía solo la carita roja y los ojitos negros y avispados, como un gorrioncito.

Le besó las mejillas, con un beso muy fuerte que sabía a llanto. Pero no lloraba. Se lo puso en los brazos al compadre, que lo cogió con delicadeza porque comprendía la pena de la abuela. Solo cuando vio que el hombre se giraba, con el hatillo debajo y el niño en la capa, gritó:

– ¡Compadre Tano, se lo encomiendo!…

Y se quedó mirando, con las manos huesudas en los cabellos grises desordenados por la tramontana.

Fue de allá para acá durante dos días, por las habitaciones vacías; sin saber qué hacer, rogándole a Dios, que se lo había quitado todo, que le quitara también la pobre vida inútil. Luego, al tercer día, cogió la cesta y se dirigió a Buscardo. Y miraba al suelo, y le parecía que sentía en su mano la manita de Nenè. Estaba aún de viaje, seguramente, y hacía tanto frío. Pero le había dado su mantón, menos mal.

Una mujer la miró, y le dijo a Nino, el carretero, que pasaba:

– La señá Lidda parece aturdida hoy. Va como un cuerpo sin alma.

Soplaba un viento que azotaba las carnes. En Buscardo era todo gris y el agua estaba helada. No había nadie lavando, porque todos tenían miedo del frío. Pero la señá Lidda no sentía nada. Con una piedra rompió el agua helada y comenzó a lavar. Las manos se le entumecían y no lo sentía. Permanecía inclinada sobre la piedra pulida, sin lavar la ropa que había mojado.

Pensaba: ahora que ya no tenía necesidad de lavar, ahora que el pequeño viajaba aún en el vapor, en el mantón nuevo. Quién sabe si el compadre Tano lo atendía… Ella no se lo había encomendado…

Por la noche, Nino volvía en su carro, con la cabeza envuelta en el mantón, fustigando el mulo para no helarse. Al pasar por Buscardo sucedió que miró hacia la orilla donde había algo que parecía un cristiano que yacía. Atónito y curioso, fue a ver de cerca y se persignó, al reconocer a la señá Lidda boca abajo, muerta sobre la piedra pulida.

La hora que pasa

Las niñas salían ruidosamente recogiendo los cuadernos en las carteras. Rosalía esperó que se fueran todas y, finalmente, se puso el sombrero, se lio la bufanda alrededor del cuello, cogió de la mesa un periódico y salió fuera, al corredor aún lleno del ruido infantil roto por risas y pequeños gritos.

Quedaban solo las maestras que se despedían:

– Maria… Vincenzina…

– Adiós.

– Hasta la vista…

– ¿Vienes?

– Sí.

– ¿Y tú?

– Voy con Marietta.

– ¿Y Rosalia? ¿Vamos juntas? – dijo la maestra de segundo.

– No – respondió Rosalia -. Espero a mi padre

– ¡Hoy se retrasa!

– Paciencia.

– Entonces, adiós.

– Adiós.

Oyó un paso pesado en el suelo de madera, desde el corredor de las clases masculinas. Se estremeció, girándose. Una cabeza calva se asomó a una puerta entreabierta:

– ¿Señorita?

– Tome el periódico – respondió Rosalia con voz conmovida.

– ¿Le ha servido?

– Sí. Un poco la didáctica.

La puerta se abrió y el profesor Mirtoli pasó al corredor de las clases femeninas inclinándose ante Rosalia y mirándola. Ella se ruborizó, bajó los ojos, y se ajustó la bufanda alrededor del delgado cuello.

– ¿Qué me dice? – le preguntó Mirtoli en voz baja.

Rosalia levantó la mirada y enseguida la bajó con una imperceptible sonrisa que quería decir que sí.

– Gracias… finalmente… – dijo Mirtoli. – Entonces, ¿voy… a saludar a su padre?

Rosalia se estremeció. Luego dijo:

– Dentro de un momento sale la clase de quinto.

– Es verdad. Hasta la vista.

¡Si la viera su madre! Rosalia se acordó de la inquietud que había manifestado un día su madre al saber sobre la visita del director que se había detenido largo y tendido para observar sus cuadernos de clase. También ella había heredado ese fiero sentimiento de honestidad y la excesiva timidez. Y siempre, una palabra, un saludo intercambiado con un extraño, la habían turbado. Pero hoy la cosa era diferente. Muy diferente.

– Rosalia – oyó que le decían -. Perdona, si he llegado tarde…

– No es nada, papá. Unos pocos minutos de diferencia – y siguió a la pequeña figura del padre.

En la calle hacía sol, un buen sol de invierno que reconfortaba, y había poca gente.

En el trabajo se habían retrasado, luego con la madre, en casa, había discutido.

– Pero nada, papá…

– Ya sabes, mamá… Mamá y yo hemos discutido…

Sentía una gran necesidad de decir lo que había pasado, y miraba a la hija que caminaba con la cabeza baja, con el pensamiento muy lejos de la casa. La miraba repitiendo las mismas palabras, hasta que Rosalia se sacudió y preguntó:

– ¿Qué te ha pasado con mamá?

– ¿Sabes?… Ha escrito Filippo, de Palermo.

– ¿Eh?

– Ha escrito. Pide una pequeña ayuda, para fin de mes…

– ¿No tiene su sueldo, ahora? – interrumpió con voz dura Rosalia. El viejo, sorprendido ante ese tono insólito, se cohibió.

– ¿Sabes?… Es poco… Y al principio. También tu madre se ha irritado. ¡Dice que yo le estropeo los hijos! ¿Comprendes? Que yo le estropeo los hijos…

– Tienes razón, papá… El sueldo es pequeño, es verdad. Da asco – añadió con voz resignada – porque después de tantos sacrificios, después de tantas privaciones, parecía que ya era el tiempo de terminar con ellos. Hemos confiado en que una vez licenciados… Nos parecía una liberación. ¡En el mundo no solo existen ellos!… No lo digo por mí. ¡Sino por Maria! ¡Por las otras!… Basta… Los ayudaremos aún. Además, ahora tu sueldo es suficiente. Te han subido el sueldo…

– Ya, me han subido el sueldo. Espero pronto dejar intacto el tuyo, Rosaliuccia. ¡Después de tantos años de trabajo!… Pero por ahora…

Se decía siempre por ahora, y siempre era el mismo caso.

Habían llegado. Rosalia, que pasó delante, fue rápida al comedor. La madre, generalmente, trabajaba sentada delante de la ventana con los pies hinchados sobre un taburete. La mesa estaba preparada, Maria, en la cocina, preparaba la comida. Besó a la madre antes de quitarse el sombrero, como de costumbre, y la madre sonriendo le preguntó por la escuela y quién había venido y si había visto a la directora. Pero Rosalia respondió brevemente y fue enseguida al dormitorio a cambiarse.

Incluso ese día no podía decir nada. Hacía mucho tiempo que no tenía largas conversaciones con su madre. Se sentía hostil hacia todos, incluso hacia Maria, que trajinaba del alba a la noche; y no lograba explicarse de dónde le venía ese cambio para mal y por qué no encontraba ya todas las atenciones que antes tenía con los suyos. ¿Quizás porque en casa comenzaban a sentir menos necesidad de ella? ¡Menos necesidad! Sin embargo, Prospero y Filippo pedían ayuda. Sin embargo, había deudas. Había estrecheces.

Pero no. No existía la necesidad de una vez. O al menos quería convencerse, quería desterrar toda duda, todo remordimiento. Pero su conciencia estaba inquieta. Una voz interna la exhortaba a no abandonar la familia.

¡Cuántos años de trabajo, cuántos sacrificios había soportado! Toda su juventud sacrificada por la familia había pasado sin que ni siquiera un único pensamiento egoísta la hubiera enojado, ni un pensamiento impuro la hubiera enturbiado. Siempre había trabajado alegremente por sus hermanos esperando con la confianza de una madre verlos situados, pareciéndole esto el sueño más hermoso, la recompensa más gloriosa de sus esfuerzos. Siempre había animado a los demás; y las parcas comidas le habían parecido verdaderos almuerzos, y había llevado los vestidos de seis años atrás con el mismo placer que si hubieran sido nuevos. Pero desde hacía un tiempo no sabía ya de dónde sacar nuevas fuerzas. Su ánimo estaba trastornado, se sentía inquieta, algunos días, inquieta hasta el extremo de sufrir. Y mirándose en el espejo, antes de salir, le subía hasta los ojos la amarga añoranza de la juventud fuerte y serena, de la que comenzaba a percatarse solo ahora que poco a poco se iba con la dulzura de la mirada, la lozanía del cuerpo, la frescura de la tez. La casa parecía demasiado grande, demasiado fría, y a veces la asaltaba una sorda irritación contra la enfermedad de la madre y la eterna tristeza de Maria. Sentía un vacío a su alrededor, como alguien que ha perdido algo vital. Y cuando estaba encerrada en la escuela, entre sus niñas, que entre una clase y otra gorjeaban como paros carboneros,[1] la asaltaba con violencia unas ardientes, insaciables ganas de aire libre, de cielo abierto.

Mirtoli… En su vida apagada, había brotado una vez más la apagada figura de Mirtoli que, desde hacía tantos años, le ofrecía un corazón fiel con esa carota redonda y la cabeza calva, una casa cómoda y un buen sueldo.

Había respondido que no, siempre que no. No le despertaba simpatía, no le despertaba antipatía, pero no podía aceptar, como no había aceptado a quien de verdad le había llenado de amor el corazón pero que no había vuelto más.

Mirtoli, sabiendo que los hermanos de Rosalia estaban situados, había ido de nuevo tras ella, aproximándose más. Y Rosalia, perdida en esa triste hora de abatimiento, creyendo que ese caballero, con su afecto tranquilo y fiel, era verdaderamente lo que le faltaba, finalmente había aceptado.

– También Prospero ha escrito – suspiró el viejo al volver a acompañarla a la escuela. – Las oposiciones no son hasta noviembre. Hasta entonces, esperará aquí. Quiere volver.

Rosalia callaba.

– Estoy cansado, Rosaliuccia – añadió con dolor.

– Tienes razón, papá. Pero has situado a tus hijos.

– ¡Situado! ¡Pero si estoy diciéndote que Prospero vuelve, y que para volver necesita dinero! Y luego serán las oposiciones, el viaje a Roma. ¿Y si las oposiciones fallan? ¿Y la letra con Mincuzzi que vence en septiembre? ¿Y la hipoteca de la casa?… ¿Y la cuenta con Li Gregni? No acabaremos nunca.

–  Así es exactamente. Nunca acabaremos.

El viejo se metió las manos en los bolsillos y la miró turbado. Rosalia, que siempre lo había animado, estaba por primera vez abatida.

 –  Rosalia, qué mala suerte la nuestra…

Rosalia callaba. Más que nunca había vuelto a entrar en la miseria de la familia, en esa miseria dignamente celada, incurable. ¿Cuándo cesaría la necesidad del momento?

¿Y María? ¿Y las hermanas pequeñas, y los padres ancianos?

La invadió una sorda irritación contra todos, contra sí misma especialmente; porque le pareció que no era precisamente ella, con su voluntad, la que reclamaba los derechos de la vida, sino otra persona, fundida en la suya, que miraba con implacable deseo una vida diferente.

Entró en la escuela sin mirar al padre: pero al girarse, viéndolo alejarse encorvado y desanimado, sintió un intenso remordimiento. Hubiera querido poder volver atrás para decirle una palabra de consuelo, una de esas buenas palabras que, pobre viejo, hacían que le brillaran los ojos con lágrimas, tras las gafas empañadas.

Pensamientos muy tristes la tuvieron ocupada toda la mañana, mientras explicaba sin ganas las lecciones; en el gran mapa de Italia colgado en la pared, sus reflexiones hicieron un largo y doloroso camino. El sonido de la campana le pareció una liberación, y mientras las niñas se agolpaban en la salida, se apresuró a ponerse la bufanda y el sombrero. Esperó con impaciencia, con las piernas temblándole, delante de la puerta; se despidió de las compañeras que recorrían el pasillo, con los ojos fijos en la puerta grande de las escuelas masculinas.

Finalmente, el esperado se asomó; ella lo llamó con una señal de la cabeza; y cuando Mirtoli, con las mejillas arrugadas por una feliz sonrisa, estuvo cerca, ella le dijo con voz firme:

– No le diga nada a mi padre. No puedo.

El buen Mirtoli alargó los brazos abriendo los ojos.

– ¿Y… lo que dijimos ayer?

– No puede ser, señor Mirtoli.

– ¿Por ahora?

– No sé. No, nunca – añadió con una melancólica sonrisa. – Ha sido una estupidez.

– ¡Pero señorita! Pero yo… pero usted…

– No, no, no puede ser. Usted sabe que tengo tres hermanas menores, y yo soy un poco su madre. Váyase. Viene mi padre.

Mirtoli se alejó con la cabeza baja. El viejo se acercaba, y escrutando a la hija con sus ojos claros y honestos le preguntó:

– ¿Qué quería?

– Nada, papá. Le he devuelto un periódico de la escuela. Vamos.

Y siguió a la encorvada persona del padre, sujetándose la bufanda sobre la boca cerrada, porque, después del esfuerzo hecho para parecer tranquila, las lágrimas reprimidas le oprimían la garganta. Sin embargo, en su corazón no quedaba ya dolor, sino solo una plácida melancolía.

 

[1] Una clase de pájaro:  Parus major. En italiano, Cinciallegra.

Después de las serenatas

El difunto Cola Burgio le había dejado a Melina, que era su única sobrina, todos los muebles, así como se encontraban, con la obligación de dejar que la viuda los disfrutara mientra viviera.

Pero Melina y la madre, con la excusa de cuidar y acompañar a la vieja, vigilaban la casa – la madre se quedaba allí todo el día, la hija venía por la noche y se iba por la mañana – por miedo a que don Tanu y don Vincenzo, los sobrinos de la anciana, hicieran desaparecer algunos enseres y quizás, ¿quién podía fiarse?, algún mueble.

La anciana se sentía más tranquila desde que se habían venido a la casa esos pos pedazos de hombres graves y mesurados que por la noche daban una vuelta por la casa, registrando cada rincón, y echaban el cerrojo de la puerta. Solo así podía dormir segura, y solo así podía soportar la compañía de esas benditas mujeres que no la dejaban sola y en paz ni un minuto.

Melina dormía al lado de su cama, en su dormitorio, y los sobrinos en la habitación contigua, casi detrás de la puerta. Algunas veces en la noche, se oía un trémulo acorde de guitarras allí en el callejón y luego se elevaba una voz alta y sonora:

Bella, avanti ‘sta porta nun ci stari
Ca l’òmini di pena fai muriri;
Li capidduzzi toi nun li ‘ntrizzari
Facci ‘na scocca… [2]

Entonces, don Tanu, abriendo furioso la ventana de par en par, se asomaba en pijama e injuriaba a los músicos:

– ¿Os vais? Sangre de…

Las guitarras callaban, don Tanu cerraba la ventana; y poco después la serenata proseguía entre las risotadas de los jóvenes:

Chisti canzuni li cantu pi ttia
Li cantu pi dispettu di li genti,
Chiddi chi n’hannu raggia e gilusia.[3]

– ¿Os vais? ¡Santo y santísimo…! Palabra de honor que os tiro una jarra de agua.

Melina tendía un poco el oído bajo las sábanas y escuchaba con la boca en la almohada para que no la oyeran reírse.

La anciana dormitaba; ya, ella oía poco desde hacía muchos años. Cuando las vecinas le contaban riendo lo sucedido, se hacía la cruz y le agradecía a la Virgen que le hubiera inspirado meter en casa a esos dos caballeros que, al menos, eran de su sangre.

¡Quién sabe qué locuras haría esa lechuguina todo el santo día si luego venían a encontrarla ahí abajo con serenatas! En su casa enseñaba a bordar por una lira al mes, e iban muchas jóvenes. Y las vecinas decían que cuando hacía buen tiempo estaba con el balconcito abierto de par en par, y que bajo el balconcito había un continuo ir y venir de gandules que no daban golpe y con la gorra torcida.

La vieja no podía soportarla, a esa intrusa que se creía que había venido a ocupar el sitio de su hija muerta. Y se encomendaba a todos los santos, con todas las jaculatorias que sabía, cuando ella tocaba un objeto que había tocado o usado la muerta.

– Jesús María, dadme paciencia – mascullaba cuando veía que la muchacha llegaba con la blusa azul y los cabellos castaños voluminosos como un globo, ni que fuera una señorita.

Era su cruz; y esos cabellos, además, la fastidiaban bastante, porque Melina quería siempre alisárselos ante el espejo, y ella, el espejo quería tenerlo cubierto con un trozo de paño; en él se había mirado su hija y no tenía que mirarse nadie más. Y tenían siempre la misma escena: Melina, quitando el paño, y la vieja, volviendo a colocarlo con cuidado.

– Mientras esté viva – repetía – lo tengo como me parece… Ay, Cola Burgio, Cola Burgio – suspiraba luego alejándose del espejo – ¡Paz a tu alma, que era muy buena! ¡Pero me has dejado un hueso duro de roer!

La señá Peppa, la madre, tenía más prudencia; la hija, ninguna. Por la noche, en la cena, después de sentarse todos fuera con los vecinos, se divertía encolerizando a don Tanu. Era feliz y se reía hasta llorar, sin respetar la edad, cuando lo veía resoplar como un viejo gato. Don Vincenzo era más mesurado, y no le respondía nunca con palabras, sino con gestos de desprecio.

Tras la cena hacían las paces. Melina, que estaba entre la madre y la anciana, daba una vuelta e iba a ponerse a la espalda de don Tanu.

– ¿Me guarda rencor? – decía con su voz clara y dulce que parecía música. Don Tanu sacudía la cabeza gris con aire de paciencia.

– Don Ta´, hagamos las paces. No he querido ofenderlo. ¿Cómo puede irse uno a la cama así? ¿Y si hay un terremoto?… ¿tenemos que morir con este enfado?

Y se reía mostrando los dientes blanquísimos, y con la boca le reían también los ojos, que eran a veces claros, a veces, oscuros. Don Tanu acababa estrechándole la mano, siempre hundiendo la cabeza, y las paces estaban hechas; a no ser que se recomenzara después un poco por una tontería cualquiera. Si acaso don Tanu decía “La noche está hermosa”, Melina respondía: “Está fea”.

Lo que le sucedía era que no podía aguantarlo, y, sin embargo, tenían que estar juntos, porque cada uno miraba por sus intereses. Si Melina tenía sus muebles, los hombres tenían la casa y toda la lencería, que no era poca, y cien onzas de oro. Esas mujeres serían capaces de hacer que desapareciera cada cosa poco a poco; ya la anciana ni oía ni veía casi, ya fuera por la edad avanzada, ya fuera por ese continuo pensamiento de la hija muerta. Se hacía cada vez más pequeña, doblaba cada vez más la cabeza sobre el pecho. Melina y la madre pensaban:

– Un poco más, y podemos retirar a nuestra casa los muebles.

Pensaban los sobrinos:

– Un poco más, y somos los dueños.

La anciana una mañana no se levantó. No podía. Don Tanu fue por el médico, y Melina se quedó con la madre asistiendo a la enferma. ¡Nada de escuela de bordado!

La puerta permanecía cerrada, e incluso las ventanas. Melina salía al callejón solo para comprar la leche, y se detenía a respirar un poco de aire, con la excusa de informar a las vecinas. Ni se oían ya serenatas.

Todos estaban preocupados. Quizás la anciana no se levantaría más. ¿Qué harían cuando se muriera? ¿Retirar inmediatamente los muebles?… ¿Y el respeto al luto? ¿Dejarlos unos días?… ¿Y quién podía quedarse a guardarlos en esa casa de hombres?

¿Qué harían con la casa vacía? ¿Y qué iban a hacer con todas esas cosas sin casa? Don Tanu y Melina no discutían ya, y preparaban la sopa, ella, suspirando, él, hundiendo la cabeza.

Una noche de junio, la señá Peppa le dijo a don Vincenzo:

– Necesitamos una sábana buena y la manta de seda.

Don Vincenzo abrió el baúl con una gran llave y cogió la manta y la sábana que olían a espliego. Arreglaron la cama de la anciana, y luego abrieron la puerta y las ventanas. Traían el viático, y el callejón estaba todo lleno del canto de los hombres y de los muchachos que seguían al sacerdote con la sobrepelliz blanca. Las vecinas se arrodillaban a su paso, y alguna lloró; pues la muerte le oprime siempre el corazón a quien se queda, y la anciana, además, había sido buena vecina y ahora moría así, paciente y tranquilamente como había vivido, en una hermosa tarde de verano, mientras el aire era fresco y olía a heno.

Tenían que llevársela por la mañana. Don Vincenzo velaba en el dormitorio, con la cabeza descubierta, sentado inmóvil en la claridad de las velas encendidas. Las mujeres y don Tanu estaban en la habitación contigua, mudos, absortos cada uno en sus propios pensamientos.

¿Qué hacer con la casa sin muebles? ¿Y con los muebles sin casa?

Melina debería pensar en serio en trabajar; en este mundo no se vive de serenatas, y si incluso alguno de los que se las daban se ofreciera como marido era gente que no valía nada. En esto, ni Melina ni la madre habían pensado antes, y ni siquiera los dos sabihondos habían considerado que con los muebles se irían las dos mujeres, quienes tenían la casa limpia como un espejo, conocían todas sus maneras, y en mayo hacían para don Tanu el sofrito de habas y guisantes como pocas sabían hacerlo.

– Si tú le dices que se quede, Melina se queda… – masculló don Vincenzo al hermano, que pensaba confusamente en su edad, en los rizos de la muchacha, en los jovencitos de las serenatas… Y así, como si hubieran hablado antes de ello, se pusieron de acuerdo con la señá Peppa, en voz baja, entre frecuentes suspiros, mientras la muchacha en el dormitorio hacía un lío con sus cosas.

Durante el año de luto, solo la seña Peppa cuidó de la casa. Don Tanu veía a la novia por la noche, mientras todos juntos tomaban algo en la habitación de trabajo, pues las alumnas de Melina se iban al anochecer. En junio se casaron. No hubo necesidad ni de hacer el ajuar, porque la anciana, además de su lencería, había dejado intacto el de la hija muerta.

En el callejón no se oyeron más serenatas. Las noches de verano se sentaban todos en círculo con los vecinos, hablaban bajo la farola, y siempre era Melina la que hacía que se oyera más alta su voz, que era dulce y que parecía música. Luego entraban en casa. Don Vincenzo echaba el cerrojo de la puerta, y Melina, bostezando, volvía a hacer la cama, en la que se juntaban la camita que había sido suya y la de la anciana muerta.

 

[2] Hermosa, ante esta puerta no te quedes / Pues a los hombres haces morir de pena / Los cabellitos tuyos no los trences / Hazte un moño.

[3] Estas canciones las canto por ti / Las canto por despecho de la gente / Para que sienta rabia y celos.

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