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LA PERSONA Y LO SAGRADO
COLECTIVIDAD – PERSONA – IMPERSONAL – DERECHO – JUSTICIA
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“Usted no me interesa.” He aquí una frase que un hombre no puede dirigirle a otro sin cometer una crueldad y ofender a la justicia.
“Su persona no me interesa.” Esta frase puede tener lugar en una conversación afectuosa entre amigos próximos sin herir lo más delicadamente susceptible que hay en la amistad.
Lo mismo diremos sin rebajarnos: “Mi persona no cuenta”, pero no – “Yo no cuento.”
Es la prueba de que el vocabulario de la corriente de pensamiento moderno llamada personalista es erróneo. Y en este dominio, ahí donde hay un grave error de vocabulario, es difícil que no haya un grave error de pensamiento.
Hay en cada hombre algo sagrado. Pero no es su persona. Tampoco es la persona humana. Es él, este hombre, simplemente.
He ahí un transeúnte en la calle que tiene los brazos largos, los ojos azules, un espíritu por el que pasan pensamientos que ignoro, pero que quizás sean mediocres.
No es ni su persona ni la persona humana en él lo que es sagrado para mí. Es él. Él entero. Los brazos, los ojos, los pensamientos, todo. Contra nada de todo ello atentaría sin escrúpulos infinitos.
Si la persona humana fuera en él lo que es sagrado para mí, podría fácilmente sacarle los ojos. Una vez ciego, sería una persona humana, exactamente como lo era antes. No habría tocado en él a la persona humana. Solo habría destruido sus ojos.
Es imposible definir el respeto a la persona humana. No solo es imposible definirlo con palabras. Muchas nociones luminosas están en este caso. Pero esta noción no puede tampoco ser concebida; no puede ser definida, delimitada por una operación muda del pensamiento.
Tomar como regla de la moral pública una noción imposible de definir y de concebir es dar el paso a toda especie de tiranía.
La noción de derecho, lanzada al mundo en 1789, ha sido, por su insuficiencia interna, incapaz de ejercer la función que se le confiaba.
Amalgamar dos nociones insuficientes para hablar de los derechos de la persona humana no nos llevará más lejos.
¿Qué es exactamente lo que me impide sacarle los ojos a este hombre, si tengo licencia para ello y tal cosa me divierte?
Aunque sea sagrado para mí todo entero, no lo es en todos los sentidos y en todos los aspectos. No es sagrado para mí por el hecho de que sus brazos sean largos, ni porque sus ojos sean azules, ni porque sus pensamientos quizás sean mediocres. Ni, si es duque, porque sea duque. Ni, si es trapero, porque lo sea. No es nada de ello lo que retendría mi mano.
Lo que la retendría es saber que, si alguien le sacara los ojos, su alma se desgarraría con el pensamiento de que se le ha hecho mal.
Hay, desde la más tierna infancia hasta la tumba, en el fondo del corazón de todo ser humano, algo que, a pesar de toda la experiencia de los crímenes cometidos, sufridos y observados, espera invenciblemente que se le haga el bien y no el mal. Eso es lo que ante todo es sagrado en todo ser humano.
El bien es la única fuente de lo sagrado. Solo el bien y lo relativo al bien es sagrado.
Esta parte profunda, infantil del corazón que espera siempre el bien no es la que está en juego en la reivindicación. El niño que vigila celosamente si su hermano tiene un trozo de pastel un poco más grande cede a un móvil que viene de una parte mucho más superficial del alma. La palabra justicia tiene dos significados muy diferentes que se relacionan con estas dos partes del alma. Solo la primera importa.
Cada vez que en el fondo del corazón humano surge el lamento infantil que el mismo Cristo no pudo retener: “¿Por qué me hacen mal?”, hay ciertamente injusticia. Pues, si, como ocurre a menudo, eso solo es el efecto de un error, la injusticia consiste entonces en la insuficiencia de la explicación.
Los que infligen los golpes que provocan este grito ceden a móviles diferentes según los caracteres y los momentos. Algunos encuentran en ciertos momentos una voluptuosidad en ese grito. Muchos ignoran que se ha lanzado. Pues es un grito silencioso que suena solo en el secreto del corazón.
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Estos dos estados de espíritu están más cerca de lo que parece. El segundo no es sino un modo debilitado del primero. Esta ignorancia se mantiene de modo complaciente porque halaga y contiene también una voluptuosidad. No hay más límites a nuestros anhelos que las necesidades de la materia y la existencia de los demás seres humanos que nos rodean. Todo ensanchamiento imaginario de esos límites es voluptuoso, y del mismo modo hay voluptuosidad en todo lo que nos hace olvidar la realidad de los obstáculos. De ahí que las rebeliones, como la guerra y la guerra civil, que privan a las existencias humanas de su realidad, que parecen hacer de ellas marionetas, sean tan embriagantes. De ahí también que la esclavitud sea tan agradable para los dueños.
En quienes han sufrido demasiados golpes, como los esclavos, esta parte del corazón que el mal infligido nos hace gritar de sorpresa parece muerta. Pero no lo está por completo. Solo que no puede gritar. Se ha establecido en un estado de gemido sordo e ininterrumpido.
Pero incluso en quienes conservan intacto el poder del grito, este grito casi no llega a expresarse ni dentro ni fuera en palabras seguidas. La mayor parte de las veces, las palabras que tratan de traducirlo caen completamente en lo falso.
Ello es aún más inevitable si quienes la mayor parte de las veces tienen la ocasión de sentir que se les hace mal son quienes menos saben hablar. Nada es más espantoso, por ejemplo, que ver en un tribunal a un desgraciado balbucir ante un magistrado que pronuncia en lengua elegante finas bromas.
Exceptuada la inteligencia, la única facultad humana verdaderamente interesada por la libertad pública de expresión es esta parte del corazón que grita contra el mal. Pero como no sabe expresarse, la libertad es poco para ella. Es necesario, ante todo, que la educación pública sea tal, que proporcione, lo más posible, medios de expresión. Es necesario, además, un régimen para la expresión pública de las opiniones, que sea definido menos por la libertad que por una atmósfera de silencio y de atención en la que ese grito débil y torpe pueda dejarse oír. Es necesario, en fin, un sistema de instituciones que lleve, cuanto sea posible, hasta los puestos de mando a los hombres capaces y deseosos de oírlo y comprenderlo.
Está claro que un partido ocupado en la conquista o la conservación del poder gubernamental no puede distinguir en esos gritos más que ruido. Reaccionará de modo diferente según ese grito moleste al de su propia propaganda o, por el contrario, lo intensifique. Pero en ningún caso es capaz de una atención tierna y adivinadora para distinguir su significado.
Les sucede lo mismo, en un grado menor, a las organizaciones que por contagio imitan a los partidos, es decir, cuando la vida pública está dominada por la política de los partidos, por todas las organizaciones, comprendidos, por ejemplo, los sindicatos e incluso las iglesias.
Bien entendido, los partidos y las organizaciones similares son completamente extrañas a los escrúpulos de la inteligencia.
Cuando la libertad de expresión se reduce de hecho a la libertad de propaganda para las organizaciones de ese género, las únicas partes del alma humana que merecen expresarse no son libres de hacerlo. O lo son en un grado infinitesimal, apenas más que en el sistema totalitario.
Ahora bien, ese es el caso de una democracia en la que la política de los partidos regule la distribución del poder, es decir, en lo que nosotros, los franceses, hemos llamado hasta ahora democracia. Pues no conocemos otra. Es necesario, pues, inventar otra cosa.
El mismo criterio, aplicado de un modo análogo a toda institución pública, puede llevar a conclusiones igualmente manifiestas.
La persona no es quien proporciona ese criterio. El grito de dolorosa sorpresa que suscita en el fondo del alma la imposición del mal no es algo personal. No basta con acosar a la persona o a sus deseos para que brote. Brota siempre por la sensación de un contacto con la injusticia a través del dolor. Constituye siempre, entre el último de los hombres, como en Cristo, una protesta impersonal.
Se eleva también muy a menudo de los gritos de protesta personal, pero estos no tienen importancia; podemos provocarlos tanto como queramos, sin violar nada sagrado.
Lo que es sagrado, por muy lejos que esté de la persona, es lo que, en un ser humano, es impersonal. Todo lo que es impersonal en el hombre es sagrado, y solo ello.
En nuestra época, en la que los escritores y los sabios han usurpado de modo tan extraño el lugar de los sacerdotes, el público reconoce, con una complacencia que no está en modo alguno fundada en la razón, que las facultades artísticas y científicas son sagradas. Es considerada, en general, evidente, aunque esté bien lejos de serlo. Cuando creemos que debemos dar un motivo de ello, alegamos que el dominio de estas facultades está entre las formas más altas del florecimiento de la persona humana.
A menudo, en efecto, solo es eso. En ese caso, es fácil darse cuenta de lo que vale y de lo que suscita.
Suscita actitudes hacia la vida tales como esta, tan común en nuestro siglo, expresada por la horrible frase de Blake: “Más vale ahogar a un niño en su cuna, que conservar dentro un deseo no satisfecho.” O tales como la que ha hecho que nazca el concepto del acto gratuito. Suscita una ciencia en la que se reconocen todas las especies posibles de normas, de criterios y de valores, excepto la verdad.
El canto gregoriano, las iglesias romanas, la Ilíada, la invención de la geometría no han sido, entre los seres a través de los cuales esas cosas han pasado para llegar hasta nosotros, ocasiones de florecimiento.
La ciencia, el arte, la literatura, la filosofía que solo son formas de florecimiento de la persona, constituyen un dominio en el que se cumplen logros resplandecientes, gloriosos, que hacen que vivan unos nombres durante miles de años. Pero, por encima de ese dominio, muy por encima, separado de él por un abismo, hay otro en el que se sitúan las cosas de primer orden. Esas son esencialmente anónimas.
Es una casualidad que el nombre de los que han penetrado en ello se haya conservado o perdido; aun si se ha conservado, han entrado en el anonimato. Su persona ha desaparecido.
La verdad y la belleza habitan ese dominio de las cosas impersonales y anónimas. Es él el que es sagrado. El otro no lo es, o si lo es, es solo como podría serlo una mancha de color que, en un cuadro, representara una hostia.
Lo que es sagrado en la ciencia es la verdad. Lo que es sagrado en el arte es la belleza. La verdad y la belleza son impersonales. Todo ello es demasiado evidente.
Si un niño hace una suma, y se equivoca, el error lleva el sello de su persona. Si procede de un modo perfectamente correcto, su persona está ausente de toda operación.
La perfección es impersonal. La persona en nosotros es la parte en nosotros del error y del pecado. Todo el esfuerzo de los místicos ha pretendido siempre conseguir que no haya en su alma ninguna parte que diga “yo”.
Pero la parte del alma que dice “nosotros” aún es infinitamente más peligrosa.
El paso a lo impersonal no se opera sino por una atención de una cualidad rara y que solo es posible en la soledad. No solo la soledad de hecho, sino la soledad moral. No se cumple jamás en el que se piensa a sí mismo como miembro de una colectividad, como parte de un “nosotros”.
Los hombres en colectividad no tienen acceso a lo impersonal, ni siquiera bajo las formas inferiores. Un grupo de seres humanos no puede hacer siquiera una suma. Una suma se opera en un espíritu que olvida momentáneamente que existe otro espíritu.
Lo personal se opone a lo impersonal, pero hay un paso de lo uno a lo otro. No hay paso de lo colectivo a lo impersonal. Es necesario que en primer lugar una colectividad se disuelva en personas separadas para que la entrada en lo impersonal sea posible.
Solo en este sentido, la persona participa más de lo sagrado que la colectividad.
No solo la colectividad es extraña a lo sagrado, sino que ella lo pervierte al proveer de ello una falsa imitación.
El error que atribuye a la colectividad un carácter sagrado es la idolatría; es en cualquier tiempo, en cualquier país, el crimen más extendido. Aquel a cuyos ojos solo cuenta el florecimiento de la persona ha perdido completamente el sentido mismo de lo sagrado. Es difícil saber cuál de los dos errores es peor. A menudo se combinan en el mismo espíritu, en tal o cual dosis. Pero el segundo error tiene menos energía y duración que el primero.
Desde el punto de vista espiritual, la lucha entre la Alemania de 1940 y la Francia de 1940 era principalmente una lucha no entre la barbarie y la civilización, no entre el mal y el bien, sino entre el primer error y el segundo. La victoria del primero no es sorprendente; el primero es, por sí mismo, el más fuerte.
La subordinación de la persona a la colectividad no es un escándalo; es un hecho del orden de los hechos mecánicos, como la del gramo al kilogramo en una balanza. La persona, de hecho, siempre está sometida a la colectividad, comprendido incluso lo que llamamos su florecimiento.
Por ejemplo, son precisamente los artistas y los escritores más inclinados a mirar su arte como el florecimiento de su persona los que están, de hecho, más sometidos al gusto del público. Hugo no encontraba ninguna dificultad en conciliar el culto a sí mismo y su función de “eco sonoro”. Ejemplos como Wilde, Gide o los surrealistas son aún más claros. Los sabios situados en el mismo nivel son los más esclavizados por la moda, que es más poderosa aún sobre la ciencia que sobre la forma de los sombreros. La opinión colectiva de los especialistas es casi soberana sobre cada uno de ellos.
Al estar sometida la persona, de hecho y por la naturaleza de las cosas, a lo colectivo, no hay derecho natural relativo a ella.
Tenemos razón cuando se dice que la antigüedad no tenía la noción del respeto debido a la persona. Pensaba de modo muy claro para tener un concepto tan confuso.
El ser humano no escapa a lo colectivo sino elevándose por encima de lo personal para penetrar en lo impersonal. En este momento hay algo en él, una parcela de su alma, que nada colectivo puede atrapar. Si puede enraizarse en el bien impersonal, es decir, volverse capaz de sacar de él una energía, está en estado, cada vez que piense que tiene la obligación, de volverse contra cualquier colectividad, sin apoyarse en ninguna otra, una fuerza seguramente pequeña, pero real.
Hay ocasiones en las que una fuerza infinitesimal es decisiva. Una colectividad es mucho más fuerte que un hombre solo; pero toda colectividad necesita, para existir, operaciones, entre las que la suma es el ejemplo elemental, que no se realizan sino en un espíritu en estado de soledad.
Esta necesidad ofrece la posibilidad de que lo impersonal atrape lo colectivo, solo si se supiera estudiar un método para usarlo.
Cada uno de los que han penetrado en el dominio de lo impersonal encuentra en él una responsabilidad hacia todos los seres humanos. La de proteger en ellos, no a la persona, sino todo lo que la persona oculta de sus frágiles posibilidades de su paso a lo impersonal.
Es a estos, en primer lugar, a los que debe dirigirse la apelación al respeto del carácter sagrado de los seres humanos. Pues para que una apelación tal tenga existencia, es necesario que se dirija a los seres susceptibles de oírla.
Es inútil que le expliquemos a una colectividad que en cada una de las unidades que la componen hay algo que no puede violar. En principio, una colectividad no es alguien, sino de modo ficticio; no tiene existencia, a no ser abstracta; hablarle es una operación ficticia. Pues, si fuera alguien, sería alguien que solo está dispuesto a respetarse a sí mismo.
Además, el mayor peligro no es la tendencia de lo colectivo a comprimir a la persona, sino la tendencia de la persona a precipitarse, a difuminarse en lo colectivo. O quizás el primer peligro no es sino el aspecto aparente y engañoso del segundo.
Si es inútil decirle a la colectividad que la persona es sagrada, es inútil también decirle a la persona que ella misma es sagrada. No puede creerlo. No se siente sagrada. La causa que impide que la persona se sienta sagrada, es que, de hecho, no lo es.
Si hay seres cuya conciencia ofrece otro testimonio, a quienes su misma persona les da un sentimiento de lo sagrado que creen, por generalización, poder atribuírselo a toda persona, están en una doble ilusión.
Lo que sienten no es el sentimiento de lo sagrado auténtico, es esta falsa imitación que produce lo colectivo. Si lo sienten con respecto a su propia persona, es porque participa del prestigio colectivo a través de la consideración social de la que se siente sede.
Así, es por un error por lo que creen que pueden generalizar. Aunque esta generalización errónea proceda de un movimiento generoso, no puede tener bastante virtud para que a sus ojos la materia humana anónima deje de ser realmente la materia humana anónima. Pero es difícil que tengan oportunidad de darse cuenta de ello, pues no tienen contacto con ella.
En el hombre, la persona es algo desamparado, que tiene frío, que corre a buscar refugio y calor.
Eso es ignorado por aquellos entre los que ella está, aunque solo sea a la espera, cálidamente envuelta en la consideración social.
Es por ello por lo que la filosofía personalista ha nacido y se ha extendido no en los medios populares, sino entre escritores que, por profesión, poseen o esperan adquirir un nombre y una reputación.
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Las relaciones entre la colectividad y la persona deben ser establecidas con el único objeto de descartar lo que es susceptible de impedir el crecimiento y la germinación misteriosa de la parte impersonal del alma.
Para ello, es necesario, por un lado, que haya en torno a cada persona espacio, un grado de libre disposición de tiempo, posibilidades para su paso a grados de atención cada vez más elevados, soledad, silencio. Es necesario, al mismo tiempo, que reciba calor, para que el desamparo no la obligue a disolverse en lo colectivo.
Si tal es el bien, parece difícil que vayamos mucho más lejos en la línea del mal de lo que ha ido la sociedad moderna, incluso la democrática. Notablemente, una fábrica moderna no está muy lejos quizás del límite del horror. Cada ser humano está ahí continuamente acosado, apremiado por la intervención de voluntades extrañas, y al mismo tiempo el alma padece frío, desamparo y abandono. El hombre necesita silencio cálido, y se le da un tumulto helado.
El trabajo físico, aunque sea una pena, no es en sí mismo una degradación. No es arte; no es ciencia; pero es otra cosa que tiene un valor absolutamente igual al del arte y al la ciencia. Pues procura una posibilidad igual para acceder a una forma impersonal de la atención.
Sacarle los ojos a Watteau adolescente y hacer que gire una muela no habría sido un crimen mayor que el de poner en una cadena de fábrica o en una máquina de maniobra y pagarle por unidades a un niño que tiene vocación para este tipo de trabajo. Solo que esta vocación, contrariamente a la del pintor, no se puede distinguir.
Exactamente, en la misma medida en que el arte y la ciencia, aunque de un modo diferente, el trabajo físico es un cierto contacto con la realidad, la verdad, la belleza de este universo y con la sabiduría eterna que constituye su orden.
Es por ello por lo que envilecer el trabajo es un sacrilegio, en el mismo sentido en que pisar una hostia con los pies es un sacrilegio.
Si los que trabajan lo sintieran, si sintieran que por el hecho de que son víctimas, son en cierto sentido cómplices, su resistencia tendría un impulso muy diferente al que les puede proporcionar el pensamiento de su persona y de su derecho. No sería una reivindicación; sería un levantamiento del ser completo, perdido y desesperado, como en una joven a la que quieren meter a la fuerza en un prostíbulo; y eso sería al mismo tiempo un grito de esperanza que sale del fondo del corazón.
Ese sentimiento habita en ellos, pero tan inarticulado, que es indistinguible para ellos mismos. Los profesionales de la palabra son muy incapaces de proporcionarles su expresión.
Cuando se les habla de su propia suerte, se elige generalmente hablarles de salarios. Ellos, con la fatiga que los confunde y convierte todo esfuerzo de atención en dolor, acogen con alivio la claridad fácil de las cifras.
Olvidan así que el objeto con respecto al cual se regatea, quejándose de que los fuercen a entregarlo a bajo precio, de que se les niegue el justo precio, no es otra cosa que su alma.
Imaginemos que el diablo está comprando el alma de un desgraciado, y que alguien, apiadándose del desgraciado, interviene en el debate y le dice al diablo: “Es vergonzoso, por su parte, que solo ofrezca ese precio; el objeto vale al menos el doble.”
Esta farsa siniestra es la que ha jugado el movimiento obrero, con sus sindicatos, sus partidos, sus intelectuales de izquierda.
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Este espíritu de regateo estaba ya implícito en la noción de derecho que la gente de 1789 tuvo la imprudencia de poner en el centro de la apelación que quiso gritar a la cara del mundo. Era destruir la virtud por adelantado.
La noción de derecho está relacionada con la de reparto, cambio, cantidad. Tiene algo comercial. Evoca por ella misma el proceso, el alegato. El derecho se sostiene solo en un tono de reivindicación; y cuando ese tono es adoptado, es que la fuerza no está lejos, detrás de él, para confirmarlo, o sin ello es ridículo.
Hay cantidades de nociones, situadas en la misma categoría, que son completamente ajenas, por ellas mismas, a lo sobrenatural, y están, sin embargo, un poco por encima de la fuerza bruta. Todas ellas son relativas a las costumbres de la bestia colectiva, para emplear el lenguaje de Platón, cuando esta guarda algunas huellas de un adiestramiento impuesto por la operación sobrenatural de la gracia. Cuando no reciben continuamente un brote de existencia de un brote de esta operación, cuando solo son reliquias, se encuentran necesariamente sujetas al capricho de la bestia.
Las nociones de derecho, de persona, de democracia se encuentran en esta categoría. Bernanos ha tenido la valentía de observar que la democracia no opone ninguna defensa frente a los dictadores. La persona está por naturaleza sometida a la colectividad. El derecho, por naturaleza, depende de la fuerza. Las mentiras y los errores que velan esas verdades son extremadamente peligrosos, porque impiden que se recurra a lo que solo se encuentra sustraído a la fuerza y lo preserva de ella; es decir, otra fuerza, que es la radiación del espíritu. La materia pesada solo es capaz de subir contra la gravedad en las plantas, por la energía del sol que el verdor de las hojas ha captado y que obra en la savia. La gravedad y la muerte retomarán progresiva pero inexorablemente la planta privada de luz.
Entre estas mentiras se encuentra la del derecho natural, lanzado por el materialista siglo XVIII. No por Rousseau, que era un espíritu lúcido, potente, y de una inspiración verdaderamente cristiana, sino por Diderot y los medios de la Enciclopedia.
La noción de derecho nos viene de Roma, y, como todo lo que viene de la Roma antigua, que es la mujer llena de nombres de la blasfemia de la que habla el Apocalipsis, es pagana y no bautizable. Los romanos, que habían comprendido, como Hitler, que la fuerza no tiene la plenitud de la eficacia sino cuando está vestida por algunas ideas, empleaban la noción de derecho para este uso. Se presta muy bien. Se acusa a la Alemania moderna de ignorarla. Pero se ha servido de ella hasta la saciedad en sus reivindicaciones de nación proletaria. Esta, es verdad, solo les reconoce a quienes subyuga el derecho de obedecer. La Roma antigua también.
Alabar a la Roma antigua por habernos legado la noción de derecho es singularmente escandaloso. Pues si queremos examinar en ella qué era esta noción en su origen, para distinguir su especie, vemos que la propiedad era definida por el derecho de usar y abusar. Y de hecho la mayor parte de las cosas de las que todo propietario tenía el derecho de usar y abusar eran seres humanos.
Los griegos no tenían noción de derecho. No tenían palabra para expresarlo. Se contentaban con el nombre de justicia.
Es por una singular confusión por la que se ha podido asimilar la ley no escrita de Antígona al derecho natural. A los ojos de Creonte, no había absolutamente nada natural en lo que hacía Antígona. La juzgaba loca.
No somos nosotros los que podríamos decir que se equivocaba, nosotros que, en este momento, pensamos, hablamos y actuamos exactamente como él. Podemos verificarlo remitiéndonos al texto.
Antígona le dice a Creonte: “No es Zeus quien había publicado esta orden; no es la compañera de las divinidades del otro mundo, la justicia, quien ha establecido semejantes leyes entre los hombres.” Creonte intenta convencerla de que sus Órdenes eran justas; la acusa de haber ultrajado a uno de sus hermanos honrando al otro, puesto que así el mismo honor ha sido concedido al impío y al fiel, al que ha muerto tratando de destruir su propia patria y al que ha muerto para defenderla.
Ella le dice: “Sin embargo, el otro mundo pide leyes iguales.” Él objeta con buen sentido: “Pero no hay igual reparto para el bueno y para el traidor.” Ella encuentra esta respuesta absurda: “¿Quién sabe si en el otro mundo esto es legítimo?”
La observación de Creonte es perfectamente razonable: “Pero jamás un enemigo, ni incluso después de muerto, es un amigo.” Pero la pequeña simple responde: “He nacido para compartir, no el odio, sino el amor.”
Creonte, cada vez más razonable: “Vete pues al otro mundo, y puesto que es necesario que ames, ama a los que moran allí abajo.”
En efecto, allí estaba su verdadero lugar. Pues la ley no escrita que esta joven obedecía, muy lejos de tener cualquier cosa en común con ningún derecho ni con nada natural, no era sino el amor extremo, absurdo, que ha lanzado a Cristo a la Cruz.
La justicia, compañera de las divinidades del otro mundo, prescribe este exceso de amor. Ningún derecho lo prescribiría. El derecho no tiene relación directa con el amor.
Al igual que la noción de derecho es extraña al espíritu griego, lo es también a la inspiración cristiana, ahí donde es pura, no mezclada con la herencia romana, o judía o aristotélica. No nos imaginamos a San Francisco de Asís hablando de derecho.
Si se le dice a alguien que sea capaz de oír: “Lo que me haces no es justo”, podemos impresionar y despertar, en su fuente, el espíritu de atención y de amor. No sucede lo mismo con palabras como: “Yo tengo derecho a…”, “Usted no tiene derecho a…”; estas encierran una guerra latente y despiertan un espíritu de guerra. La noción de derecho, colocada en el centro de los conflictos sociales, hace imposible en cualquier parte todo matiz de caridad.
Es imposible, cuando se hace un uso casi exclusivo de él, mantener la mirada fija en el verdadero problema. Un campesino al que un comprador, en un mercado, presiona indiscretamente para que venda los huevos a un precio moderado, puede responder muy bien: “Tengo derecho a guardar mis huevos, si no se me ofrece un precio demasiado bueno.” Pero una joven a la que están forzando a entrar en un prostíbulo no hablará de sus derechos. En esa situación, esa palabra parecería ridícula porque es insuficiente.
Es por ello por lo que el drama social, que es análogo a la segunda situación, ha aparecido de modo falso, por el uso de esta palabra, como análogo a la primera.
El uso de esta palabra ha hecho de lo que hubiera debido ser un grito lanzado desde el fondo de las entrañas, un agrio griterío de reivindicaciones, sin pureza ni eficacia.
La noción de derecho arrastra naturalmente, acto seguido, por el hecho de su misma mediocridad, la de persona, pues el derecho es relativo a las cosas personales. Está situado en este nivel.
Al añadirle a la palabra derecho la palabra persona, lo que implica el derecho de la persona a eso que llamamos florecimiento, se causaría un error aún más grave. El grito de los oprimidos descendería aún más bajo que el tono de la reivindicación, tomaría el de la envidia.
Pues la persona no florece sino cuando la infla el prestigio social; su florecimiento es un privilegio social. No se lo decimos a las muchedumbres cuando les hablamos de los derechos de la persona, les decimos lo contrario. Estas no disponen de un poder suficiente de análisis para reconocerlo claramente por sí mismas; pero lo sienten, su experiencia cotidiana les da la certeza de ello.
Esto no puede ser para ellas un motivo por el que rechazar esta consigna. En nuestra época de inteligencia oscurecida, no tenemos ninguna dificultad para reclamar para todos una parte igual de privilegios, de las cosas que son esencialmente privilegios. Es una especie de reivindicación a la vez absurda y baja; absurda, porque el privilegio por definición es desigual; baja, porque no vale la pena que lo deseemos.
Pero la categoría de los hombres que formulan las reivindicaciones y todas las cosas, que tienen el monopolio del lenguaje, es una categoría de privilegiados. No serán ellos los que digan que no vale la pena que deseemos el privilegio. No lo piensan. Pero, sobre todo, sería indecente por su parte.
Muchas verdades indispensables y que salvarían a los hombres no se dicen por una causa de este tipo; los que podrían decirlas no pueden formularlas, los que podrían formularlas no pueden decirlas. El remedio a este mal sería uno de los problemas apremiantes de una verdadera política.
En una sociedad inestable, los privilegiados tienen mala conciencia. Unos la esconden tras un aire de desafío y les dicen a las muchedumbres: “Es completamente conveniente que no tengáis los privilegios que tengo.” Otros dicen con un aire de benevolencia: “Reclamo para vosotros la misma parte de privilegios que poseo.”
La primera actitud es odiosa. A la segunda le falta sentido común.
Es también demasiado fácil.
Unos y otros aguijonean al pueblo para que corra por la senda del mal, para que se aleje de su único y verdadero bien, que no está en sus manos, pero que, en un sentido, está tan cerca de él. Él está mucho más cerca de un bien auténtico, que es fuente de belleza, de verdad, de alegría y de plenitud, que quienes le conceden su piedad. Pero al no estar en él [en el bien auténtico] y al no saber cómo ir, todo sucede como si estuviera infinitamente lejos. Los que hablan por él, los que le hablan a él, son igualmente incapaces de comprender en qué desamparo se encuentra y cómo esa plenitud de bien se encuentra casi a su alcance. Y a él le resulta indispensable ser comprendido.
La desgracia en sí misma es desarticulada. Los desgraciados suplican silenciosamente que se les proporcionen palabras para expresarse. Hay épocas en que no son atendidos. Hay otras en las que se les proporcionan palabras, pero mal elegidas, pues quienes las eligen son extraños a la desgracia que interpretan.
La mayor parte de las veces, están lejos de ella por la posición en que los han puesto las circunstancias. Pero, incluso si están cerca de ella, o han estado dentro durante un periodo de su vida, aun reciente, son, sin embargo, extraños, porque se han vuelto extraños a ella tan pronto como han podido.
Al pensamiento le repugna pensar en la desgracia tanto como a la carne viva el repugna la muerte. La ofrenda voluntaria de un ciervo que avanza paso a paso para presentarse a los dientes de una jauría es posible en el mismo grado en que un acto de atención se dirigiría a una desgracia real y completamente cercana por parte de un espíritu que tiene la facultad de sustraerse de ello.
Lo que, siendo indispensable para el bien, es imposible por naturaleza, es siempre posible sobrenaturalmente.
El bien sobrenatural no es una suerte de suplemento del bien natural, como quisieran, con la ayuda de Aristóteles, persuadirnos para nuestra mayor comodidad. Sería agradable que fuera así, pero no lo es. En todos los problemas desgarradores de la existencia humana, solo existe la elección entre el bien sobrenatural y el mal.
Poner en boca de los desgraciados palabras que pertenecen a la región mediana de los valores, tales como democracia, derecho o persona, es hacerles un presente que no es susceptible de llevarles ningún bien y que, en cambio, les haría inevitablemente mucho mal.
Estas nociones no tienen lugar en el cielo, están suspendidas en el aire, y por esta misma razón son incapaces de ocupar la tierra.
Solo la luz que cae continuamente del cielo le proporciona a un árbol la energía que hunde profundamente en la tierra las poderosas raíces. El árbol, en verdad, está enraizado en el cielo.
Solo lo que viene del cielo es susceptible de imprimir realmente una marca en la tierra.
Si se quiere armar eficazmente a los desgraciados, no hace falta que pongamos en su boca sino palabras cuyo asiento propio se encuentra en el cielo, por encima del cielo, en el otro mundo. No hay que temer que ello sea imposible. La desgracia dispone al alma para que reciba ávidamente, para que se beba todo lo que viene de ese lugar. Son los proveedores, no los consumidores, los que tienen escasez de esta suerte de productos.
El criterio para distinguir las palabras es fácil de reconocer y de emplear. Los desgraciados, sumergidos en el mal, aspiran al bien. No necesitan que les den sino palabras que expresen solo bien, bien en estado puro. La discriminación es fácil. Las palabras a las que podemos añadirles algo que designa un mal son extrañas al bien puro. Expresamos una blasfemia cuando decimos: “Coloca su persona ante todo.” La persona es, pues, extraña al bien. Podemos hablar de un abuso de la democracia. La democracia, pues, es extraña al bien. La posesión de un derecho implica la posibilidad de hacer de él un buen o mal uso. El derecho, pues, es extraño al bien. Al contrario, el cumplimiento de una obligación es siempre, en cualquier lugar, un bien. La verdad, la belleza, la justicia, la compasión son siempre, en cualquier lugar, un bien.
Basta, para estar seguros de que decimos lo necesario, que nos limitemos, cuando se trata de las aspiraciones de los desgraciados, a las palabras y a las frases que expresan siempre, en cualquier lugar, en toda circunstancia, únicamente bien.
Este es uno de los dos únicos servicios que podemos prestarles con palabras. El otro es encontrar las palabras que expresen la verdad de su desgracia; las que, a través de las circunstancias externas, hacen que sea perceptible el grito siempre lanzado en silencio: “¿Por qué me hacen mal?”
No deben contar para ello con los hombres de talento, las personalidades, las celebridades, ni siquiera con los hombres de genio en el sentido en que ordinariamente empleamos la palabra genio, cuyo uso se confunde con el de la palabra talento. No pueden contar sino con los genios de absoluto primer orden, el poeta de la Ilíada, Esquilo, Sófocles, Shakespeare tal como era cuando escribió Lear, Racine tal como era cuando escribió Fedra. Ello no forma un gran número.
Pero hay cantidad de seres humanos que, estando mal o mediocremente dotados por naturaleza, parecen infinitamente inferiores no solo a Homero, Esquilo, Sófocles, Shakespeare, Racine, sino también a Virgilio, Corneille, Hugo; y que, sin embargo, viven en el reino de los bienes impersonales en el que estos últimos no han penetrado nunca.
Un idiota de pueblo, en el sentido literal de la palabra, que ama realmente la verdad, aun cuando solo emitiera balbuceos, es por el pensamiento infinitamente superior a Aristóteles. Está infinitamente más cerca de Platón de lo que Aristóteles lo haya estado nunca. Tiene genio, en cambio a Aristóteles es la palabra talento la única que le conviene. Si un hada viniera a proponerle que cambiara su suerte por un destino análogo al de Aristóteles, su sabiduría lo invitaría a rechazarlo sin duda. Pero él no sabe nada de ello. Nadie se lo dice. Todo el mundo le dice lo contrario. Es necesario decírselo. Es necesario alentar a los idiotas, a la gente sin talento, a la gente de talento mediocre o apenas más que mediano, que tiene genio. No hay que temer que se vuelvan orgullosos. El amor a la verdad va siempre acompañado de la humildad. El genio real no es sino la verdad sobrenatural de la humildad en el dominio del pensamiento.
En lugar de alentar el florecimiento de los talentos, como se proponían en 1789, es necesario querer y abrigar con tierno respeto el crecimiento del genio; pues solo los héroes realmente puros, los santos y los genios pueden ser un auxilio para los desgraciados. Entre los dos, la gente de talento, de inteligencia, de energía, de carácter, de fuerte personalidad, se interpone como una pantalla e impide el auxilio. No es necesario hacerle ningún mal a la pantalla, solo es necesario dejarla dulcemente de lado, procurando que se percate de ello lo menos posible. Y es necesario romper la pantalla más peligrosa de lo colectivo, suprimiendo toda la parte de nuestras instituciones y de nuestras costumbres en las que habite cualquier forma de espíritu de partido. Las personalidades y los partidos nunca conceden audiencia ni a la verdad ni a la desgracia.
Hay alianza natural entre la verdad y la desgracia, porque ambas son suplicantes mudas, eternamente condenadas a habitar sin voz ante nosotros.
Como un vagabundo, acusado en el tribunal de haber cogido una zanahoria en un campo, se mantiene de pie ante el juez, que, cómodamente sentado, elegantemente ensarta preguntas, comentarios y bromas, mientras que el otro no llega ni siquiera a balbucir; así se encuentra la verdad ante una inteligencia ocupada en exponer elegantemente opiniones.
El lenguaje, incluso en el hombre que en apariencia se calla, es siempre el que formula opiniones. La facultad natural que llamamos inteligencia es relativa a las opiniones y al lenguaje. El lenguaje enuncia las relaciones. Pero enuncia poco de ello, porque se desenvuelve en el tiempo. Si es confuso, vago, poco riguroso, sin orden, si el espíritu que lo emite o lo escucha tiene una débil capacidad para guardar un pensamiento presente en el espíritu, está vacío o casi vacío de todo contenido real de relaciones. Si es perfectamente claro, preciso, riguroso, ordenado; si se dirige a un espíritu capaz, habiendo concebido un pensamiento, de guardarlo presente mientras concibe otro, de guardarlos presentes a los dos mientras concibe otro más, y así sucesivamente; en ese caso, el lenguaje puede ser relativamente rico en relaciones. Pero como toda riqueza, esta riqueza es de una atroz miseria, comparada con la única perfección que es deseable.
Incluso poniendo las cosas del mejor modo, un espíritu encerrado en el lenguaje está en una prisión. Su límite es la cantidad de relaciones que las palabras pueden hacer presentes en su espíritu al mismo tiempo. Se queda en la ignorancia de los demás pensamientos que impliquen la combinación de un número mayor de relaciones; esos pensamientos están fuera del lenguaje, sin poder ser formulados, aunque sean perfectamente rigurosos y claros, y aunque cada una de las relaciones que los componga se pueda expresar en palabras perfectamente precisas. Así, el espíritu se mueve en un espacio cerrado de verdad parcial, que puede, además, ser más o menos grande, sin poder nunca arrojar siquiera una mirada hacia lo que está fuera.
Si un espíritu cautivo ignora su propio cautiverio, vive en el error. Si lo reconoce, aun cuando sea por una décima de segundo, y se ha apresurado a olvidarlo para no sufrir, se queda en la mentira. Los hombres de inteligencia extremadamente brillante pueden nacer, vivir y morir en el error y la mentira. En ellos, la inteligencia no es un bien ni una ventaja. La diferencia entre los hombres más o menos inteligentes es como la diferencia entre los criminales condenados a cadena perpetua cuyas celdas fueran más o menos grandes. Un hombre inteligente y orgulloso de su inteligencia se parece a un condenado que estuviera orgulloso de tener una celda grande.
Un espíritu que siente su cautividad quisiera disimularla. Pero si le horroriza la mentira no lo hará. Necesitará entonces sufrir mucho. Se dará contra el muro hasta desvanecer; se despertará, mirará el muro con temor, luego un día volverá a ello y se desvanecerá de nuevo; y así sucesivamente, sin ninguna esperanza. Un día despertará al otro lado del muro.
Puede estar aún cautivo, en un marco solo más espacioso. ¿Qué importa? Ahora posee la llave, el secreto que derriba los muros. Está más allá de lo que los hombres llaman inteligencia, ahí es donde empieza la sabiduría.
Todo espíritu prisionero del lenguaje es capaz solo de opiniones. Todo espíritu que se vuelva capaz de atrapar pensamientos inexpresables a causa de la multitud de relaciones que se combinan en ellos, aunque más rigurosos y más luminosos que lo que expresa el lenguaje más preciso, todo espíritu que llega a ese punto se queda ya en la verdad. La certeza y la fe sin sombra le pertenecen. E importa poco que haya tenido en su origen poca o mucha inteligencia, que haya estado en una celda estrecha o ancha. Lo único que importa es que al haber llegado al límite de su propia inteligencia, sea la que sea, ha pasado al otro lado. Un idiota de pueblo está tan cerca de la verdad como un niño prodigio. Al uno y al otro solo los separa de ella una muralla. No entramos en la verdad sin haber pasado a través de nuestra propia aniquilación; sin haber permanecido largo tiempo en un estado de extrema y total humillación.
Es el mismo obstáculo que se opone al conocimiento de la desgracia. Al igual que la verdad es distinta de la opinión, la desgracia es distinta del sufrimiento. La desgracia es un mecanismo que muele el alma; el hombre que está preso en ella es como un obrero atrapado entre los dientes de una máquina. No es sino algo desgarrado y sanguinolento.
El grado y la naturaleza del sufrimiento que constituyen, en sentido propio, una desgracia difieren mucho según los seres humanos. Eso depende sobre todo de la cantidad de energía vital poseída en el punto inicial y de la actitud adoptada ante el sufrimiento.
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El pensamiento humano no puede reconocer la realidad de la desgracia. Si alguien la reconoce, debe decirse: “Una combinación de circunstancias que no controlo puede quitarme cualquier cosa, en cualquier instante, comprendidas todas estas cosas que son tan mías como para poder considerarlas yo mismo. No hay nada en mí que no pueda perder. Un azar puede en cualquier momento abolir lo que soy y poner en su lugar cualquier cosa vil y despreciable.”
Pensar eso con toda el alma es probar la nada. Es el estado de extrema y total humillación, que es también la condición del paso a la verdad. Es una muerte del alma. Es por ello por lo que el espectáculo de la desgracia desnuda causa en el alma el mismo retraimiento que la proximidad de la muerte causa en la carne.
Se piensa en los muertos con piedad cuando se los evoca solo con el espíritu, o cuando se va a sus tumbas, o cuando se les ve convenientemente dispuestos en una cama. Pero la vista de ciertos cadáveres que están como arrojados en un campo de batalla, con un aspecto a la vez siniestro y grotesco, causa horror. La muerte aparece desnuda, no vestida, y la carne tiembla.
La desgracia, cuando la distancia material o moral permite que se la vea solo de un modo vago, confuso, sin distinguirla del simple sufrimiento, inspira en las almas generosas una tierna piedad. Pero cuando una combinación cualquiera de circunstancias hace que de pronto en alguna parte se revele al desnudo, siendo algo que destruye, una mutilación o una lepra del alma, temblamos y retrocedemos. Y los mismos desgraciados sienten el mismo temblor de horror ante sí mismos.
Escuchar a alguien es ponerse en su lugar mientras habla. Ponernos en el lugar de un ser cuya alma está mutilada por la desgracia o en peligro inminente de serlo, es aniquilar nuestra propia alma. Es más difícil de lo que sería un suicidio para un niño feliz de vivir. Así, no se escucha a los desgraciados. Están en el estado en que se encontraría alguien a quien se le ha cortado la lengua y que a veces olvidara su enfermedad. Sus labios se agitarían y ningún sonido llegaría a los oídos. Ellos mismos se ven rápidamente afectados por la impotencia en el uso del lenguaje, debido a la certeza de no ser oídos.
Es por ello por lo que no hay esperanza para el vagabundo de pie ante el magistrado. Si a través de sus balbuceos sale algo desgarrador, que atraviesa el alma, eso no será oído ni por el magistrado ni por los espectadores. Es un grito mudo. Y los desgraciados, entre sí, están casi siempre sordos los unos para los otros. Y cada desgraciado, bajo la coacción de la indiferencia general, intenta, por la mentira o por la inconsciencia, volverse sordo para sí mismo.
Sola la operación sobrenatural de la gracia hace que un alma pase a través de su propia aniquilación hasta el lugar donde se toma esa especie de atención que, sola, permite estar atentos a la verdad y a la desgracia. Es la misma para los dos objetos. Es una atención intensa, pura, sin móvil, gratuita, generosa. Y esta atención es amor.
Puesto que la desgracia y la verdad necesitan, para ser escuchadas, la misma atención, el espíritu de justicia y el espíritu de verdad son uno solo. El espíritu de justicia y de verdad no es sino una cierta especie de atención, que es puro amor.
Por una disposición eterna de la Providencia, todo lo que un hombre produce en todo dominio, cuando el espíritu de justicia y de verdad lo domina, está revestido del resplandor de la belleza.
La belleza es el misterio supremo de aquí abajo. Es un resplandor que solicita la atención, pero no le proporciona ningún móvil para durar. La belleza promete siempre y nunca da nada; suscita hambre, pero en ella no hay alimento para la parte del alma que aquí abajo trata de saciarse; solo tiene alimento para la parte del alma que mira. Suscita deseo, y claramente hace sentir que en ella no hay nada que desear, pues queremos ante todo que nada de ella cambie. Si no buscamos recursos para salir del tormento delicioso que nos inflige, el deseo se transforma poco a poco en amor, y se forma un germen de la facultad de atención gratuita y pura.
La desgracia es tan repugnante como soberanamente hermosa es la expresión verdadera de la desgracia. Podemos dar como ejemplos, incluso en los siglos recientes, Fedra, La escuela de las mujeres, Lear, los poemas de Villon, pero sobre todo las tragedias de Esquilo y de Sófocles; y más aún, la Ilíada, el Libro de Job, ciertos poemas populares; y más aún, los relatos de la Pasión en los Evangelios. El resplandor de la belleza se esparce sobre la desgracia por la luz del espíritu de justicia y de amor, y solo este espíritu le permite a un pensamiento humano que mire y reproduzca la desgracia tal como es.
También cada vez que un fragmento de verdad inexpresable pasa a unas palabras que, sin poder contener la verdad que las ha inspirado, tienen con ella una correspondencia tan perfecta por su disposición, que le proporcionan un soporte a todo espíritu deseoso de encontrarla, cada vez que ello sucede así, un resplandor de belleza se esparce sobre las palabras.
Todo lo que procede del amor puro está iluminado por el resplandor de la belleza.
La belleza es perceptible, aunque esté muy confusamente mezclada con muchas falsas imitaciones, en el interior de la celda en que todo pensamiento humano está en principio prisionero. La verdad y la justicia del que tiene cortada la lengua no pueden esperar más auxilio que el suyo. No tiene ya lenguaje; no habla; no dice nada. Pero tiene una voz para llamar. Como un perro ladra para alertar a la gente, junto a su dueño que yace inanimado en la nieve.
Justicia, verdad, belleza son hermanas y aliadas. Con tres palabras tan hermosas no hay necesidad de buscar otras.
La justicia consiste en velar para que no se les haga mal a los hombres. Se le hace mal a un ser humano cuando grita interiormente: “¿Por qué me hacen mal?” Este se engaña a menudo cuando trata de analizar qué mal sufre, quién se lo inflige, por qué se lo inflige. Pero el grito es infalible.
El otro grito tan a menudo oído: “¿Por qué tiene el otro más que yo?” se refiere al derecho. Es necesario aprender a distinguir los dos gritos, y hacer que calle el segundo cuanto se pueda, con la menor brutalidad posible, ayudándose de un código, de tribunales ordinarios y de la policía. Para formar a los espíritus capaces de resolver los problemas situados en ese dominio, la facultad de derecho basta.
Pero el grito: “¿Por qué me hacen mal?” plantea problemas muy diferentes, para los que es indispensable el espíritu de la verdad, de la justicia y del amor.
A toda alma humana sube continuamente el ruego de que no se le haga mal. El texto del Pater dirige esta pregunta a Dios. Pero Dios no tiene el poder de preservar del mal sino a la parte eterna de un alma que ha entrado en contacto real y directo con él. El resto del alma, y toda el alma entera de quien no ha recibido la gracia del contacto real y directo con Dios, es abandonada a los anhelos de los hombres y al azar de las circunstancias.
Así, es a los hombres a los que les corresponde velar para que no se les haga mal a los hombres.
Aquel al que se le hace mal se impregna de mal, no solo de dolor, de sufrimiento, sino del mismo horror al mal. Al igual que los hombres tienen el poder de transmitirse el bien los unos a los otros, también tienen el poder de transmitirse el mal. Podemos transmitirle el mal a un ser humano halagándolo, proporcionándole bienestar, placeres; pero la mayor parte de las veces los hombres les transmiten el mal a los hombres haciéndoles mal.
La sabiduría eterna, sin embargo, no deja al alma humana enteramente a la merced del azar de los sucesos y del anhelo de los hombres. El mal infligido desde fuera a un ser humano bajo la forma de herida exaspera el deseo del bien y suscita así automáticamente la posibilidad de un remedio. Cuando la herida ha penetrado profundamente, el bien deseado es el bien perfectamente puro. La parte del alma que pregunta: “¿Por qué me hacen mal?” es la parte profunda que en todo ser humano, incluso en el más mancillado, permanece desde la primera infancia perfectamente intacta y perfectamente inocente.
Preservar la justicia, proteger a los hombres de todo mal, es en primer lugar impedir que se les haga mal. Para los que han hecho mal, se trata de borrar las consecuencias materiales, poner a las víctimas en una situación en que la herida, si no es muy profunda, se cure naturalmente por el bienestar. Pero para aquellos a quienes la herida les ha desgarrado toda el alma, se trata, además y ante todo, de calmar su sed dándole a beber el bien perfectamente puro.
Puede haber ahí obligación de infligir el mal para suscitar esta sed a fin de colmarla. Es en ello en lo que consiste el castigo. Los que se han vuelto extraños al bien hasta el punto de intentar esparcir el mal a su alrededor no pueden ser reintegrados al bien sino por la imposición del mal. Es necesario infligírselo hasta que se despierte en el fondo de ellos mismos la voz perfectamente inocente que dice con asombro: «¿Por qué me hacen mal?” Esta parte inocente del alma del criminal, es necesario que reciba el alimento y que crezca, hasta que se constituya ella misma en tribunal en el interior del alma, para que juzgue los crímenes pasados, para que los condene, y a continuación, con el auxilio de la gracia, para que los perdone. La operación del castigo ha acabado entonces; el culpable se ha reintegrado al bien, y debe ser pública y solemnemente reintegrado a la ciudad.
El castigo no es sino eso. Incluso la pena capital, aunque excluya la reintegración a la ciudad en el sentido literal, no debe ser otra cosa. El castigo es solo un procedimiento para proporcionarles bien a los hombres que no lo desean; el arte de castigar es el arte de despertar en los criminales el deseo del bien puro a través del dolor o incluso de la muerte.
Pero nosotros hemos perdido por completo incluso la noción de castigo. Ya no sabemos que consiste en proporcionar bien. Para nosotros se detiene en la imposición del mal. Es por ello por lo que hay una cosa y solo una en la sociedad moderna más repugnante aún que el crimen, y es la justicia represiva.
Hacer de la idea de justicia represiva el móvil central en el esfuerzo de la guerra y de la rebelión es más peligroso de lo que nadie pueda imaginar. Es necesario usar el miedo para disminuir la actividad criminal de los cobardes; pero es más horrible hacer de la justicia represiva, tal como la concebimos hoy en nuestra ignorancia, el móvil de los héroes.
Cada vez que un hombre de hoy habla de castigo, de punición, de retribución, de justicia en el sentido punitivo, se trata solo de la más baja venganza.
A ese tesoro de sufrimiento y de muerte violenta, que Cristo ha tomado para él y que ofrece tan a menudo a los que ama, le hacemos tan poco caso, que se lo arrojamos a los seres más viles a nuestros ojos, sabiendo que ellos no harán de eso ningún uso, y no teniendo la intención de ayudarlos a que encuentren su uso.
A los criminales, el verdadero castigo; a los desgraciados a los que la desgracia ha mordido hasta el fondo del alma, una ayuda capaz de llevarlos a apagar su sed en las fuentes sobrenaturales; a todos los seres, un poco de bienestar, mucha belleza, y la protección contra los que les harían mal; por todos lados la limitación rigurosa del tumulto de las mentiras, de las propagandas y de las opiniones; el establecimiento de un silencio en que la verdad pueda germinar y madurar; es eso lo que les debemos a los hombres.
Para asegurarles eso a los hombres, solo podemos contar con los seres que han pasado al otro lado de un cierto límite. Se dirá que son demasiado poco numerosos. Son probablemente raros; sin embargo, no podemos contarlos; la mayor parte está escondida. El bien puro no lo envía el cielo aquí abajo sino en una cantidad imperceptible, sea a cada alma, sea a la sociedad. “El grano de mostaza es el más pequeño de los granos.” Proserpina solo se comió un grano de granada. Una perla hundida en el fondo de un campo no es visible. No se nota la levadura mezclada con la masa.
Pero al igual que operan en las reacciones químicas los catalizadores o las bacterias, de las que la levadura es un ejemplo, en las cosas humanas los granos imperceptibles de bien puro operan de un modo decisivo por su sola presencia, si se ponen donde es necesario.
¿Cómo ponerlos donde es necesario?
Mucho se cumpliría si entre quienes tienen el cargo de mostrarle al público cosas dignas de ser alabadas, admiradas, esperadas, buscadas, algunos al menos decidieran en su corazón ignorar, absolutamente y sin excepción, todo lo que no es el bien puro, la perfección, la verdad, la justicia, el amor.
Más se haría si la mayor parte de los que ocupan hoy parcelas de autoridad espiritual sintieran la obligación de proponer a las aspiraciones de los hombres solo el bien real y perfectamente puro.
Cuando se habla del poder de las palabras se trata siempre de un poder de ilusión y de error. Pero, por el efecto de una disposición providencial, hay ciertas palabras que, si se hace buen uso de ellas, tienen en sí mismas la virtud de iluminar y levantar hacia el bien. Son las palabras a las que les corresponde una perfección absoluta e inasible por nosotros. La virtud de iluminación y de tracción hacia lo alto reside en esas mismas palabras, en esas palabras como tales, no en un concepto. Pues hacer buen uso de ellas es, ante todo, no hacer que les corresponda ningún concepto. Lo que expresan es inconcebible.
Dios y verdad forman parte de tales palabras. También justicia, amor, bien.
Es peligroso usar tales palabras. Su uso es una ordalía. Para hacer un uso legítimo de ellas, es necesario a la vez no encerrarlas en ninguna concepción humana y unirles concepciones y acciones directa y exclusivamente inspiradas por su luz. De otro modo, son rápidamente reconocidas por todos como si fueran mentira.
Estas son compañeros incómodos. Palabras como derecho, democracia y persona son más cómodas. A ese título son naturalmente preferibles a los ojos de quienes, incluso con buenas intenciones, han asumido funciones públicas. Las funciones públicas no tienen más significado que la posibilidad de hacerles bien a los hombres, y quienes las asumen con buena intención quieren esparcir el bien sobre sus contemporáneos; pero cometen, generalmente, el error de creer que ellos mismos podrán primero comprarlo a bajo precio.
Las palabras de la región media, derecho, democracia, persona son de buen uso en su región, la de las instituciones medias. La inspiración de la que proceden todas las instituciones, de la cual ellas son como su proyección, reclama otro lenguaje.
La subordinación de la persona a lo colectivo está en la naturaleza de las cosas, como la del gramo en la del kilogramo en una balanza. Pero una balanza puede ser tal que el kilogramo ceda al gramo. Basta con que uno de los brazos sea más de mil veces más largo que el otro. La ley del equilibrio la lleva soberanamente a las desigualdades de peso. Pero nunca el peso inferior vencerá al peso superior sin una relación entre ellos en que haya cristalizado la ley del equilibrio.
De igual modo, la persona no puede ser protegida contra lo colectivo, ni la democracia puede ser asegurada, sino por una cristalización en la vida pública del bien superior, que es impersonal y sin relación con ninguna forma política.
La palabra persona, es verdad, es a menudo aplicada a Dios. Pero en el pasaje en que Cristo les propone al mismo Dios a los hombres como modelo de una perfección que se les ordena que cumplan, no lo une solo a la imagen de una persona, sino sobre todo a la de un orden impersonal: “Haceos el hijo de vuestro padre, el de los cielos, en tanto que hace que su cielo se levante sobre los malos y los buenos y que su lluvia caiga sobre los justos y los injustos.”
Este orden impersonal y divino del universo tiene como imagen entre nosotros la justicia, la verdad, la belleza. Nada inferior a estas cosas es digno de servir de inspiración a los hombres que aceptan morir.
Por encima de las instituciones destinadas a proteger el derecho, las personas, las libertades democráticas, hay que inventar otras destinadas a discernir y a abolir todo lo que, en la vida contemporánea, aplasta las almas bajo la injusticia, la mentira y la fealdad.
Es necesario inventarlas, pues son desconocidas, y es imposible dudar de que son indispensables.
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