Página dedicada a mi madre, julio de 2020

Francesco Masala

 

 

Con los labios blancos (Versión 2004)

Quelli dalle labbra bianche, 1962

 

 

Versión española publicada gracias a la amabilidad de los hijos de Francesco Masala, Marina y Ugo Masala.

 

 

I

   Desde el alba de esta mañana el repique de la campana a muerto baja del campanario de Arasolè. Los muertos en Arasolè pueden estar tranquilos. Los vivos pueden quedarse sin comer; pero los muertos, sin campanas, no.

   Yo soy Daniele Mele, el campanero. Me pagan por tocar. Arasolè es un pequeño pueblo y en él muere poca gente, pero la campana de los muertos tiene siempre trabajo. El hecho es que mis paisanos me pagan por tocar no solo por los muertos del día, los muertos frescos, como dicen aquí, sino por los muertos secos, ya sepultados hace un mes, un año, años. Los herederos me pagan por los repiques: trigésimos, anuales, decenales y, alguna vez, cincuentenarios. Pagan, y yo toco; según la paga, el mementomo.

   Arasolè, decía, es un pequeño pueblo, tan pequeño, que el olor a incienso que baja de la vieja iglesia de Padre Fele llega hasta las últimas casas. Pero una cosa es el olor a incienso, y otra es el sonido de la campana que toca a muerto. No me gusta nada, aunque me dé de comer.

   Cae del campanario don… don… don…, y el eco golpea los cipreses del cementerio y retumba don… don… don…, hasta las chumberas que rodean la casa de las Fuentes Rojas, hasta las viñas pedregosas de Caràde, hasta los prados de asfódelos y de férulas de Oddorài donde graznan las cornejas, hasta las encinas retorcidas y sanguinolentas de los montes de Ucanèle, hasta los campos de trigo herrumbroso de Biduvè, hasta las prados de mirto y de lentisco de los montes de Ovorèi, hasta el negro nuraghe de Orvenza, hasta los montes lejanos de Soliàna donde brincan las cabras de pies negros y ojos amarillos como el azufre.

   Los viejos que trabajan en el campo o piensan en silencio dentro de las casas de piedra negra palidecen al oír cómo golpea dentro del corazón el tambor de la muerte.

   Pero, en definitiva, no está mal el trabajo de campanero en Arasolè.

   Hoy, para decir la verdad, toques y repiques gratis. Desde esta mañana hasta el alba: gratis, digo.

   No os maravilléis, gentes, si hoy toco sin paga: es la misa por el vigésimo aniversario de los muertos en la guerra, y yo soy el único de los movilizados de Arasolè que ha traído la piel a casa desde Rusia.

   Es lo menos que podía hacer en memoria de mis nueve compañeros muertos, en recuerdo de mi grupo de hierro.

   Ayer, Padre Fele me dijo: – Toca, repica, no ahorres ni un golpe de badajo; todos deben oírte, debes lograr que vengan todos, incluso los anticlericales.

   Esta mañana, justamente, les he roto los oídos a mis paisanos.

   Y todos han venido. Tenía razón Padre Fele. Han venido todos a la misa de difuntos.

   En medio de la iglesia está el catafalco negro. Alrededor, nueve candelabros con nueve velas largas encendidas por las nueve almas de los caídos en la guerra. Cerca de cada candelabro están las viudas, los huérfanos, las madres, los padres y todos los parientes de los difuntos. Se ven los hombros anchos de Padre Fele, cabizbajo delante del tabernáculo, bajo el gran Cristo negro de Arasolè.

   La gente, inmóvil y silenciosa, mira el catafalco, las velas encendidas, el crucifijo. Bruscamente, Padre Fele levanta la cabeza, señala con el índice al Cristo negro y grita:

   – Él siete veces cayó en el huerto de Getsemaní; siete veces lo empujaron; cincuenta golpes recibió en la espalda; treinta y cuatro latigazos; doce veces le tiraron de la barba; dejó escapar ciento veinte suspiros; treinta veces resbaló con la cruz; espinas en la cabeza, once; espinas mortales en la frente, tres; en el alma tuvo mil heridas…

 

II

   Serafina, la viuda del caporal Efisio Aplastamorro, está rígida delante del candelabro del difunto marido. No tiene ninguna gana de oír la predicación de Padre Fele.

   No le interesan las heridas que recibió el Cristo negro. Las de su marido nadie las ha contado.

   Gris, seca, velluda, arrugada, Serafina mira al hijo Battista, a su lado, ya en edad de ser soldado, negro y gordo como el padre, que en gloria esté. Serafina tiene como un clavo fijo metido en la cabeza, desde hace veinte años. Con los ojos de carnero que giran lentos y áridos, Serafina mira tenazmente al hijo, a su lado.

   Todos lo sabemos en Arasolè, Serafina desde hace veinte años tiene como un clavo fijo metido en la cabeza: la tarjeta roja.

   Fue el primer domingo de junio de hace veinte años cuando llegó la tarjeta roja para Efisio Aplastamorro, la tarjeta roja de movilización del distrito militar. La tarjeta roja se llevó al marido. Efisio no ha vuelto más. Y eso es todo para Serafina Aplastamorro. Aquel domingo de junio, precisamente, estaba yo atravesando la plaza para ir a tocar la campana de la segunda misa, cuando el viejo Pasquale Corru, el cartero, me paró y me entregó la tarjeta roja de movilización que había llegado para mí del distrito.

   Efisio Aplastamorro, desde la puerta de su negra fragua de forjador de hierro, me gritó:

   – Eh, Daniè, jorobados estamos –y agitó en el aire su tarjeta roja.

   Miré otra vez mi tarjeta roja y le grité: – Está bien, ahora, que Padre Fele se toque solito las campanas.

   Y volví la espalda al campanario.

   En aquel momento, Antonio Nèula, apodado Mammutone, feo, pero, en verdad, el mejor zapatero remendón de Arasolè, se levantó de la mesita de su cuchitril y se asomó a la plaza con su tarjeta roja en la mano. Arrojó un salivazo sobre ella y gritó:

   – La mala suerte. Es nuestro destino. La última vez que vino, esta zanahoria nos costó tres años de mili.

   Después llegó a la plaza Peppe Brinca, apodado Automedonte, jinete y domador de caballos, además de caporal mayor tras la última movilización:

   – Bueno, no está mal, viva la mili: zapatos del gobierno, vestido gratis y pobres hartos.

   Inmediatamente después Gavino Magia, el vendedor ambulante, apodado Tric-Trac, apareció en la plaza con su carretilla cargada de sandías.

   – Venid, eh, venid a las sandías, venid, eh, cuando las cortas hacen tric-trac, qué hermosura, venid a las sandías: es roja y no es el fuego, es agua y no es la fuente, es redonda y no es el mundo. Eh, venid, eh, venid, tric-trac, tric-trac, tric-trac…

   Pero en ese momento llegó la mujer, Teodora, con la tarjeta roja en la mano y se la puso delante de los ojos. Y Gavino Magia, apodado Tric-Trac, se puso pálido como un pañuelo de los domingos, abandonó la pértiga de la carreta, y las sandías echaron a rodar por la plaza hasta la fragua de Efisio Aplastamorro.

   Llegaron, entonces, a la placeta los demás movilizados, todos con la tarjeta roja en la mano: Michele Girasole, el albañil, apodado Charlò, con los cabellos negros y la raya en medio y el rostro pálido, siempre vuelto hacia el cielo como para hablar con los pájaros; el campesino Salvatore Mèrula, apodado Miarma, con la barba hirsuta siempre larga, y las manos grandes y llenas de callos; los hermanos gemelos Matteo y Andrea Cocòi, cabreros, uno masticando tabaco y esputando, el otro fumando tabaco con el fuego dentro de la boca para consumir menos; y, en fin, el propietario don Adamo, el principal de Orvenza, que llegó a la plaza y gritó:

   – ¡Viva el grupo de hierro!

   – El grupo de necios -murmuró Aplastamorro.

   Entonces salió de la iglesia Padre Fele, airado porque no había oído tocar la campana de la segunda misa. Vio las tarjetas rojas, levantó sus largos y delgados brazos y comenzó:

   – Dios Sabath…

   Pero intervino tío Pasquale Corru, el viejo cartero, que era al mismo tiempo portero, guardia municipal, fontanero y sepulturero de Arasolè, interrumpiendo el comienzo de la predicación de Padre Fele:

   – Guerreros -nos dijo sonriendo con la boca astuta y desdentada-, guerreros, si no queréis perder el tren, id a casa y preparad la servilleta. El tren pasa a las doce en punto.

   Y a las doce en punto el grupo de hierro estaba reunido al completo en la pequeña estación ferroviaria, aislada en campo abierto, a medio kilómetro de Arasolè, entre setos de chumberas. Cada uno de nosotros llevaba en la mano la servilleta que envolvía el almuerzo. Aquellas servilletas de cuadros rojos con las que los braceros a jornal de Arasolè envuelven el pan y el queso para la comida de mediodía: aquellas servilletas grandes, tan grandes que, con una docena de ellas, se puede cubrir una viña completa de cualquier pobre en los montes pedregosos de Caràde. El principal de Orvenza iba acompañado de un criado que llevaba en los hombros una grande y pesada maleta de cuero.

   Estaban también nuestras mujeres: Caterina, mi mujer; Serafina, la mujer de Aplastamorro, con el pequeño hijo en brazos; Maria Girasole, la lavandera, madre de Charlò; Giovanna la Roja, mujer de Mammutone; Rosa Fae, la novia de Charlò; Teodora, mujer de Tric-Trac; Mariantonia, mujer de Salvatore Miarma; Lillia, madre de Peppe Brinca, y la noble doña Filiàna de Orvenza, mujer de don Adamo.

   En la vía esperaba el pequeño tren de chimenea que llevaba en la cola un vagón de animales: “caballos 8, hombres 40”. Tric-Trac, el vendedor ambulante, dijo en seguida:

   – No está mal, cinco hombres por caballo.

   Al vagón de los animales nos hicieron subir también a nosotros, los movilizados.

   Las mujeres comenzaron a llorar. Efisio Aplastamorro, asomándose por el vagón, hizo que la mujer le diera al hijo para darle un último beso. En aquel momento el tren se movió.

   Serafina gritó:

   – ¡Efisio, Efisio, el niño, dame al niño!

   Pero el forjador de hierro no podía hacer nada. Efisio, con el hijo en los brazos, miraba aturdido el tren que aumentaba la velocidad y a la mujer que tendía en vano sus brazos.

   No hubo nada que hacer. El hijo de Serafina se quedó, sonriente y divertido, en los brazos del padre, en el vagón de animales del pequeño tren de chimenea que llevó a los movilizados de Arasolè a la ciudad de donde habían salido las tarjetas rojas.

   En la puerta del distrito militar se presentó un movilizado más: un soldado de un año, sin tarjeta roja.

   El oficial de guardia se quedó de piedra cuando vio entrar al gordo Efisio con un niño de teta en los brazos. Se produjo un desbarajuste. De todas las habitaciones, de todas las oficinas, de todas las comandancias, soldados, oficiales, suboficiales vinieron a ver al movilizado en pañales.

   Vino incluso el coronel comandante.

   Efisio Aplastamorro, que se había cuadrado, explicó: – Señor coronel, el tren partió, y este se quedó en mis brazos.

   Ese, en los brazos del padre, se reía imperturbable en la cara del coronel.

   – Esto no es un asilo infantil, y yo no soy una niñera -gritó el coronel.

   Pero estaba conmovido, se veía. También él había perdido la cabeza. No sabía qué hacer. Por un momento se preguntó si era militarmente decoroso acariciar al hijo de un soldado raso. Al final se llamó al capellán. El sacerdote cogió al niño y se lo llevó a su habitación.

   Al día siguiente, Serafina tomó el mismo pequeño tren de chimenea en la estación de Arasolè para ir a la ciudad del distrito militar.

   Todo marchó bien durante el viaje, pero Serafina no había estado nunca en la ciudad.

   Cuando, al salir de la estación, se encontró delante de un semáforo con el guardia de guantes blancos que silbaba continuamente, Serafina empezó a dudar si podría recuperar a su hijo. Cuando quería pasar, el hombre de los guantes blancos silbaba y la obligaba a volverse; y cuando podía pasar, Serafina estaba allí, quieta, mirando con preocupación el negro semáforo que parecía un muerto con tres ojos.

   Tras muchas tentativas infelices, Serafina rompió a llorar.

   Otra vez, en  su vida, Serafina había llorado.

   Sucedió el día después de la boda. El domingo por la mañana, como es costumbre en Arasolè, solo el primer domingo después de la boda, Efisio Aplastamorro acompañó a su mujer a la iglesia. Cuando llegaron al umbral de la vieja iglesia de Padre Fele, mientras Serafina atravesaba el portal de madera tallado y carcomido, Efisio se volvió hacia los amigos sentados en la plaza y, señalando el culo de la mujercita, gritó:

   – Mujer mejor vestida que mi mujer entrará hoy en la iglesia, pero más satisfecha, no.

   Serafina lo había escuchado, se había puesto roja como un tomate y había roto en llanto.

   Ahora, por segunda vez en su vida, Serafina lloraba delante del semáforo. Aquel monstruo con tres ojos: uno rojo, como el ojo del jabalí; otro verde, como el ojo de la lagartija; el tercero amarillo, como el ojo de la cabra.

   Serafina lloraba y miraba ya los tres ojos, ya al terrible guardia de los guantes blancos. Después, el silbato del guardia se encasquilló, y Serafina pasó.  

   Aquella que había vencido al diablo de tres ojos ya no tuvo miedo de nada.

   Caminó, preguntó, examinó y encontró el distrito militar.

   Encontró al niño en la habitación del capellán y lo recobró como una furia.

   Y, sin siquiera ver al marido, volvió a Arasolè.

   Serafina, ahora, está aquí: gris, envejecida, velluda y arrugada, delante del candelabro fúnebre del difunto marido. El hijo está a su lado, negro y gordo como el padre, que en gloria esté. Ya tiene edad de ser soldado. Serafina no tiene ninguna gana de escuchar lo que predica Padre Fele. Con ojos de carnero, lentos y áridos, mira tenazmente a su hijo. Todos lo sabemos en Arasolè, Serafina desde hace veinte años tiene un único pensamiento, un único miedo, como un clavo fijo metido en la cabeza: la tarjeta roja, otra tarjeta roja para el hijo.

 

III

   Por el alma de Antonio Nèula, apodado Mammutone, delante del candelabro fúnebre, está rezando su viuda, Giovanna la Roja.

   El zapatero Mammutone había tomado por esposa a Giovanna la Roja que, antes de casarse, había sido la mujer a sueldo de los hombres solteros de nuestro pueblo.

   El zapatero era el hombre más feo de Arasolè, y ninguna otra mujer lo habría querido.

   Y Mammutone estaba desazonado por tener una mujer por la noche. Pero el hecho era que Mammutone tenía el aspecto de un espantapájaros, de un mamarracho. Una fealdad indecente que hacía que giraran la cabeza hacia otro lado todas las muchachas de Arasolè, y volvía a su dueño, con las mujeres, más áspero que un puerco espín.

   Hasta que, una mañana, Mammutone se levantó de la cama, rompió el espejo y gritó:

   – ¡O mujer, o fuera la cabeza!

   Poco tiempo después tomó por esposa a Giovanna la Roja.

   Así, el zapatero Antonio Nèula añadió a su antiguo y feo apodo de Mammutone otro apodo: el Cornudo.

   Con el primer apodo lo llamaban los pobres; con el segundo, los ricos.

   Todos, en Arasolè, tenemos un apodo. Miradme a mí, por ejemplo, nadie me llama Daniele Mele, todos me llaman Daniele Culoblanco, el campanero.

   Me sucedió, precisamente, el día en que los de Arasolè decidieron poner a caballo al asno de Padre Fele: lo que quiere decir, en pocas palabras, echar al párroco de la parroquia.

   Desde lo alto del campanario, desde mi puesto de trabajo, mientras los buenos arasolenses daban comienzo a la tradicional ceremonia, aquel día grité varias veces:

   – ¡Culoblanco, fuera de las bragas de las beatas!

   Culoblanco, a mi entender, era el apodo más indicado que podía darle en aquella ocasión a mi párroco, a quien me daba trabajo.

   Pero, mira el caso, Padre Fele se quedó como párroco de Arasolè, y el apodo Culoblanco me lo endilgaron justamente a mí, en recuerdo de la heroica y desafortunada empresa.

   Precisamente en aquella ocasión acabaron en la cárcel Antonio Mammutone y Efisio Aplastamorro.

   El zapatero y el forjador herrero eran los jefes del partido de los pobres, el partido de los de los labios blancos.

   El otro partido de Arasolè era el partido de los ricos: el partido del diezmo y de la camorra, el partido de los vestidos de negro, el partido de Orvenza y de Padre Fele.

   Entonces, como ahora, el pobre estaba mal en Arasolè. Era una blasfemia sugerirle a un pobre que comiendo se despierta el apetito. Para un pobre, es mejor, en cuanto al apetito, que tenga siempre poco.

   En Arasolè se comía pan, sobre todo pan. Después, según la estación, otras cosas: en invierno, pan y tocino; en primavera, pan y requesón; en verano, pan y tomates, que eran llamados las langostas de los pobres; en otoño, pan e higos chumbos. El pobre sobrevivía bien solo en otoño, por lo que se le llama la despensa de los pobres.

   Los higos chumbos no se pagaban. Quien quería los cogía en el campo, gratis y sin temor, porque los plantaban los ricos con el único objetivo de separar la tierra entre un propietario y otro.

   Los días de fiesta, las mujeres de Arasolè iban a la iglesia; y los hombres, a las tabernas, donde se emborrachaban para poder pelearse, reñir y así ilusionarse con que eran hombres libres.

   En Arasolè se estaba mal incluso muerto. El cementerio estaba en medio de una pendiente, un pedazo de tierra entre cuatro cipreses y sin muros alrededor: cuando llovía mucho, el agua corría entre las cruces y arrastraba algunos huesos.

   Ninguno se acordaba de Arasolè, excepto el distrito militar y la policía.

   Cuando salieron de la prisión, Mammutone y Aplastamorro pensaron en la venganza.

   El forjador herrero, experto artesano de camas de hierro forjado, caviló detenidamente; después le dijo al zapatero:

   – Mammutò, les haremos reventar de bilis.

   En silencio, dentro de su fragua, hizo dos figuras de hierro forjado y, un buen día, las colocó en la ventana del zapatero Mammutone, en el cuchitril que estaba en la plaza, frente a la iglesia de Padre Fele. 

   Eran dos figuras de tamaño natural: un hombre y una mujer, desnudos.

   La actitud de las dos estatuas de hierro forjado era, por decirlo así, en verdad, demasiado desvergonzada y obscena: el hombre tenía en la mano su miembro y lo apuntaba hacia la mujer, quien se protegía con una mano en la que llevaba un rosario.

   Los dos jefes del pueblo dieron de lleno en el blanco.

   La gente reía. Padre Fele reventaba de bilis; y doña Filiàna de Orvenza, cuando salía de la iglesia, tenía que ruborizarse y volver la cara hacia otro lado.

   En el pueblo, sin embargo, el partido de Padre Fele reaccionó con presteza; y la parte obscena de las figuras de hierro se cubrió con un trozo de lata: una hoja de higuera de lata.

   Pero cuando en el pueblo ganó el partido de los de los labios blancos, inmediatamente se quitó la hoja de lata: Padre Fele y doña Filiàna se vieron obligados, de nuevo, a ruborizarse y a volver la cara hacia la otra parte de la plaza.

   Es más, en los pueblos vecinos, a menudo, alguien nos pregunta:

   – ¿Está la hoja de lata?

   Y así saben qué partido está en el poder en Arasolè.

   Hoy, las estatuas de hierro forjadas por Efisio Aplastamorro se han convertido en obras de arte. Vienen a Arasolè estudiosos y turistas extranjeras. Pero está la hoja de lata. Padre Fele manda. Y quién sabe cuánto tiempo mandará, para gran tristeza, si no de otro, de las turistas extranjeras.

   El forjador herrero, que en gloria esté, muerto en Rusia junto a su amigo el zapatero, ha llegado a ser famoso a pesar de su delicado apodo.

   El apodo Aplastamorro se lo habían atribuido los muchachos de Arasolè por el hecho de que el forjador había recibido el encargo de los mayores de aplastarles el morro a los muchachos.

   En Arasolè, de hecho, los mayores solían gastarles bromas pesadas a los pequeños: para que se espabilaran, decían, para que fueran listos y se prepararan para la vida. Estas bromas, se entiende, tenían como fin educar a los muchachos.

   He aquí una, precisamente la que le había dado el apodo al forjador herrero.

   Al muchachito ingenuo que había que educar y hacer más desenvuelto se le mandaba a la negra fragua del forjador con el siguiente recado:

   – Buenos días, tío Efisio, me manda tío Fulano, por favor dame medio kilo de morro aplastado, y me ha dicho que me lo aplaste, si no lo hay aplastado.

   Entonces, Efisio agarraba al muchachito, lo sujetaba y le golpeaba el morro con un trozo de carbón vegetal: así el muchachito sufría y lloraba y se volvía desenvuelto y listo.

   Y así nació el apodo de Efisio.

   Pero el apodo más adivinado era el del feo zapatero: Mammutone.

   En Arasolè, el mammutone es una antigua máscara de carnaval: es decir, un hombre disfrazado con una piel de cabra; con los hombros y el cuello llenos de cencerros de buey; y con la cara cubierta por una feísima máscara de madera negra: la máscara del demonio, una máscara tallada con una nariz enorme, dos ojos desencajados y una gran boca torcida en una mueca de dolor.

   El último día de carnaval, un cortejo de doce mammutones recorre las calles de Arasolè: caminan en fila, de dos en dos, callados, cabizbajos, con un paso cadencioso y roto que hace que retumben los cencerros de buey atados a sus cuellos y a sus hombros, un paso más de animales que de hombres, el paso de bueyes trabados o de prisioneros extenuados conducidos a su destino.

   Alrededor de los doce mammutones saltan seis jóvenes, lujosamente vestidos con seda blanca, con máscaras blancas, armados con lazo, con actitud de cómitres: son los insocatores, es decir, los que echan la soca, el lazo.

   Durante el cortejo, ninguno habla, ninguno grita: en el silencio se oyen solo el cadencioso lamento de los cencerros de los mammutones y el silbido del lazo arrojado por los insocatores.

   – Esta mascarada de carnaval -dice el viejísimo Pasquale Corru-  es el jugo del destino de Arasolè. Por una parte, los insocatores: los vencedores, los cómitres, los ricos; y  por otra, los mammutones: los vencidos, los prisioneros, los pobres, los de los labios blancos.

   – El rico es inteligente y hermoso –continúa el viejo cartero-; el pobre es tonto y feo.

   Fue precisamente la fealdad la que le procuró al zapatero el apodo de Mammutone, la misma fealdad que lo obligó a casarse con Giovanna la Roja.

   El zapatero cornudo, el jefe de los pobres de Arasolè, ha muerto, justo delante de mis ojos, en medio de un bosque de abedules, en la estepa rusa.

   Nunca más, en Arasolè, tendremos un zapatero remendón como él.

   Su viuda, por la fuerza del destino, lleva todavía bien los años: sus cabellos son luminosos, del color del cobre.

   Ahora ruega concienzudamente por el alma del marido y por sus propios pecados, porque, desde hace veinte años, a escondidas, de nuevo se vende a los solteros de Arasolè para redondear su pobre pensión de viuda de guerra, y cuidar, así, la vida enferma y raquítica del hijo que tuvo con el feo zapatero.

 

IV

   Delante del candelabro fúnebre de Michele Girasole, apodado Charlò, están la madre, Maria Girasole, y la novia, Rosa Fae.

   De Rusia, Charlò no ha regresado, han pasado veinte años, pero Rosa Fae aún es la novia de Charlò. Ella es, ahora, una solterona pálida y delgada, con las manos nudosas y grandes por el constante trabajo, con los cabellos grises y amarillentos, y el rostro del color del pergamino.

   Rosa se había enamorado de Charlò porque era distraído, bueno y distraído.

   Charlò, mientras vivió, fue peón albañil, es decir, acarreaba en los hombros el material de construcción, por la escalera de madera, hasta los albañiles verdaderos, los maestros de albañilería, que estaban en los andamios. Charlò era distraído. 

   Cuando desde el andamio los maestros de muro le gritaban: – “¡Charlò, cal!”, Charlò llevaba ladrillos; si le gritaban: -“¡Cemento!”, Charlò llevaba tejas. No había logrado ser maestro de albañilería, pero todos lo querían porque era ingenuo y bueno.

   Cuando, por primera vez, nuestro grupo fue a hacer el servicio militar de reemplazo, Charlò llegó a ser famoso por sus distracciones.

   Si el sargento ordenaba: “¡Firme!”, Charlò ejecutaba reposo; si el sargento ordenaba: “¡A la derecha!”, Charlò ejecutaba a la izquierda. Por la noche, por tanto, se quedaba siempre arrestado en el cuartel, barriendo el patio. No tuvo, así, la posibilidad de conocer las malicias de la ciudad; y permaneció ingenuo, ingenuo y distraído.

   Una de las pocas veces que tuvo la posibilidad de salir libremente con nosotros, lo llevamos a ver una película.

   Era una película de Charlot. Aquella película de Charlot fue la única cosa viva que se quedó impresa en su mente en dieciocho meses de recluta.

   Licenciados y de vuelta en Arasolè, el distraído peón de albañil, tras haberles explicado con todo lujo de detalles a los muchachos de Arasolè qué era el cine y qué una película, no acababa nunca de contarles a todos en la plaza:

   – Sobre la sábana blanca primero salen unos edificios blancos y después comienza a llover. Y entonces sale Charlò. Lleva zapatos grandes y rotos. Tiene en la mano un bastoncito. Tiene bigotes negros. Es pequeño, es delgado; tiene hambre y no tiene dinero. Charlò camina muerto de hambre entre los edificios altísimos, bajo la lluvia. Luego Charlò llega ante la puerta de una gran hostería. Charlò se para y mira a través de los cristales de la puerta. Dentro se encuentra un hombre gordo y grueso sentado delante de un bistec tan grande como un plato. El hombre grueso corta con el cuchillo un buen trozo de bistec, se lo lleva a la boca con el tenedor y mastica. Charlò, con la lengua fuera, detrás de los cristales, repite los gestos del hombre gordo y luego se pone a masticar él también. El hombre gordo corta otro buen trozo y se lo mete en la boca. El hombre gordo mastica el segundo trozo de bistec, y Charlò mastica también él el segundo trozo de nada. Charlò, a pesar de todo, está contento. Pero he aquí que, de pronto, el gordote deja de masticar, arroja en el plato la comida, grita, llama al camarero y se levanta airado. Pero el más airado es Charlò. Charlò ya no puede masticar su bistec, para él estaba bueno. Luego Charlò alza los hombros, se mete las manos en los bolsillos y vuelve a caminar entre edificios altísimos, bajo la lluvia.

   Ni que decir tiene que Michele Girasole fue apodado Charlò. Si hubiera podido casarse con Rosa Fae, su hijo se habría llamado Charlò. Pero Charlò de Rusia no volvió, y Rosa Fae no ha querido nunca faltar a la palabra dada al novio. Pero lo que Rosa Fae no sabe es que, a causa de su distraído novio, los movilizados de Arasolè tuvieron que soportar un montón de dificultades en el campamento tres de la línea K. ¡Aquel maldito campamento tres! Nunca me ha gustado mucho hablar de esto, desde que regresé a Arasolè.

   La primera vez que hablé de esto, Serafina Aplastamorro me echó en cara:

   – ¿Y, tú, tú por qué te has salvado? ¿Y por qué mi marido, eh? ¿Quizás porque tocas la campana de Padre Fele?

   El campamento tres era una trinchera en medio de la llanura rusa. Una especie de era, rodeada de un alambre de espinas con un refugio excavado bajo tierra. Dentro de la alambrada de espinas había cuatro dispositivos: dos ametralladoras, un cañoncito antitanque y un mortero. De lejos, el campamento parecía un puerco espín airado, con las espinas derechas como clavos. Toda la línea K estaba llena de campamentos parecidos.

   En el refugio bajo tierra estábamos nosotros, una veintena de hombres. Nos mandaba el sargento Bonitoscabellos, apodo, naturalmente, atribuido por Tric-Trac porque tenía la cabecita toda calva.

   Delante de nosotros estaba el enemigo. Un enemigo invisible. Un enemigo bajo tierra, como nosotros.

   Desde nuestro refugio, un sendero de un par de kilómetros conducía por detrás a un bosque de abedules donde se había situado el mando del sector, con un pequeño hospital de campaña y un cementerio de guerra. El cementerio de guerra estaba ya todo lleno de cruces.

   Había llegado el invierno, y toda la tierra de Rusia estaba en poder de la nieve y del viento. No era una nieve como la que cae, en invierno, en Arasolè, que es blanda, casi cálida: ésta era una nieve aguda, airada, violenta; era hielo cortado a trozos y arrojado a la cara con fuerza. Y el viento, el viento del este, que soplaba cortando, como un lobo, con la lengua de hielo. El cielo era siempre gris, sin sol, bajo como una mina.

   Una mañana, llegó al campamento tres el capitán médico del pequeño hospital de campaña para una inspección sanitaria.

   Bonitoscabellos, en posición firme, lo acogió al final del sendero. Del mismo modo que Bonitoscabellos era delgado y derecho como un huso, el capitán médico era gordo y redondo como un cerdo. La cara sin pelos era del color del jamón.

   –  A sus órdenes, señor capitán –dijo Bonitoscabellos.

   El capitán gruñó y entró en el refugio. Miró a su alrededor y se acercó a Charlò, quien, en una esquina, preparaba el rancho en una olla.

   – Señor capitán, los piojos, un desastre, los piojos –dijo de improviso Charlò con aire ingenuo y poco reglamentario.  

   El capitán frunció las cejas hirsutas y miró interrogativamente a Charlò.

   – Los piojos, señor capitán, los piojos…

   – He comprendido, los piojos… bueno… – resopló el capitán.

   – Nos están chupando la sangre, no nos dejan dormir…

   – Por todos los diablos –le interrumpió el capitán dirigiéndose a Bonitoscabellos–, por todos los diablos, sargento, haga que los soldados con piojos se acuesten en una parte, y los soldados sin piojos, en otra. ¿Comprendido, sargento?

   – Sí, señor, sí, señor capitán.

   Entonces el soldado Charlò dio tres pasos hacia delante.

   – Está bien –dijo-. Eso quiere decir que en una parte se acostará el señor capitán, y en la otra, el campamento tres –y diciendo esto se metió la mano bajo la camisa y sacó el puño lleno, lo abrió y dejó caer a los pies del capitán un puñado de piojos.

   – Asquerosa carroña –gritó el capitán dando un salto hacia atrás.

   Charlò lo miraba con aquella cara ingenua y distraída. Nosotros reíamos bajo los bigotes tiesos por el frío.

   De pronto, el capitán médico abandonó el refugio y se dirigió al sendero para volver a su pequeño hospital de campaña, en medio del bosque de abedules.

   Durante la noche, el capitán médico pensó detenidamente en los piojos del campamento tres. Imaginó, sin más, que se había convertido en un piojo y que aquel maldito cocinero del campamento tres lo ponía a hervir en la olla.

   La mañana siguiente, una orden a través del teléfono del campo llegó al campamento tres de parte del capitán médico. Decía:

   «Dispongo que todos los soldados del campamento dediquen una hora al día a la lucha contra los piojos. El suboficial presenciará las operaciones».

   La orden fue rigurosamente ejecutada con el tradicional sistema de las uñas: pero los bichos, más que disminuir, aumentaron.

   Bonitoscabellos presenció las operaciones. Pero se dio el caso de que Efisio Aplastamorro encontrara además el modo de lanzar alguno, a escondidas, sobre Bonitoscabellos: así la raza se ennobleció más.

   El sargento redactó para el capitán médico su regular relación sobre los resultados de la lucha. Pero el capitán no se dio por vencido y elaboró otro plan para la operación piojo.

   He aquí la segunda orden telefónica:

   «Prescribo que cada día se distribuya un litro de gasolina para desinfectar todas las partes de la persona».

   Ciertamente, este plan era más juicioso, sobre todo considerada la conocida abundancia de carburante de las tropas italianas en Rusia.

   No obstante, la orden se ejecutó. Pero Bonitoscabellos pudo constatar y referir que los animalitos se refugiaban en los vestidos y en las mantas; y que volvían a aparecer, debidamente reproducidos, después de que cesaban las desagradables exhalaciones de la gasolina.

   Fue, precisamente, la segunda relación del sargento Bonitos-cabellos lo que le permitió al capitán médico hacer el descubrimiento fundamental: la invasión no era del vulgar piojo de cabellos, sino del más belicoso piojo de vestidos.

   He aquí, por tanto, la tercera orden del capitán médico:

   «Prescribo que se hiervan todas las mantas y todos los vestidos, en recipientes con agua a cien grados».

   Este plan era muy bueno, pero Bonitoscabellos no pudo llevarlo a cabo porque el capitán había olvidado enviar al campamento los recipientes y, en segunda instancia, la leña. Bonitoscabellos hizo la regular relación.

   Pero ya para el capitán los piojos se habían convertido en una ofensa personal.

   Todos sus planes, todas sus órdenes sirvieron solo, sin embargo, para demostrar que un piojo puede derrotar a un capitán.

   Por amor a la verdad, en fin, he aquí la última orden telefónica dirigida al sargento Bonitoscabellos:

   «Disponed que las mantas y los vestidos se dejen, durante una noche, fuera del refugio, a la intemperie, a temperatura bajo cero».

   En el campamento comenzaron a ponerse feas las cosas para el pobre novio de Rosa Fae que, en definitiva, había sido la causa de todos estos contratiempos.

   Por la noche, se levantó el viento del este. Bonitoscabellos hizo que se ejecutara la orden.

   La mañana siguiente, Charlò, tras retirar sus mantas y sus vestidos, pronunció la frase que llegó a ser famosa en todo el frente ruso:

   – Diablos, el viento del este mata a los cristianos, pero a los piojos los deja tan frescos: los piojos pasan de Cagaisuda.

   Cagaisuda era el capitán médico; el delicado apodo se lo asignó, para no perder la costumbre, Charlò. El capitán, de hecho, cuando algún soldado lo visitaba, le prescribía siempre la misma medicina. Le administraba al soldado enfermo dos pastillas. Las dos eran blancas y de la misma medida: una era un purgante, la otra era aspirina. Luego le decía al soldado: “Métetelas en la boca”, y hacía que se las tragase en su presencia. Lo que le sucedía después al soldado enfermo había sido esclarecido por el apodo inventado por Charlò.

   Lo malo era que el capitán había llegado a saber que el apodo infame había salido del campamento tres. Cuando miraba el bosque de abedules hacia nuestro campamento, reventaba de bilis. Pero esperaba. No había prisa. La guerra prometía ser larga. La venganza, con la complicidad de los rusos, no faltaría. Por cuanto se refería a los piojos, fue lo mismo: cuando comprendimos que no podríamos derrotarlos, en abierta insubordinación a las órdenes tantas veces recibidas, cambiamos de táctica y, en lugar de combatirlos, buscamos su amistad.  

   Los cogíamos delicadamente y los metíamos en unas cajitas de lata, de ésas que se usan para las pastillas contra la tos; luego, a una hora establecida, los sacábamos fuera y nos preocupábamos de alimentarlos como es debido. Habíamos llegado a ser amigos. Los dejábamos salir de las cajitas, los poníamos en fila en el suelo y los entrenábamos para que llegasen a la meta. Luego había una buena comida para ellos. Era una manera de olvidarnos de nuestros contratiempos. Hacíamos incluso carreras con apuestas.

   – Porque, en realidad –decía Efisio Aplastamorro–, estos animalitos son más simpáticos  que otra mucha gente, nos dan compañía y se dejan tratar: quieren vivir, eso es todo, y padecen insomnio. 

   – No seas estúpido –gritaba Bonitoscabellos–, no estamos para bromas, te dan el tifus petequial, que te envía derechito al otro mundo.

   Efisio Aplastamorro, que se había acostumbrado a la estepa rusa, al viento del este y a los piojos, no conseguía tragar a Bonitoscabellos. Le revolvía el estómago. Un piojo militarista y calvo, parecía que había comido husos de madera.

   Para fastidiarlo se puso a cantar el coro de los borrachos de Arasolè:

       Primero éramos dos quienes hacíamos boboro bò         Y ahora somos tres quienes hacemos boboro bò.        Primero éramos tres quienes hacíamos boboro bò        Y ahora somos cuatro quienes hacemos boboro bò.

    Bonitoscabellos gritó:

   – Basta ya con esa porquería, cantad los himnos de la patria.

   Y Aplastamorro:

   – Despreocúpese, sargen. Además, la patria no nos escucha.

   – La patria está aquí, bajo nuestras bayonetas.

   – Todo patrañas, la Patria no está aquí. Somos ovejas…

   – ¡Mejor es vivir un día como un león, que cien años como una oveja!

   – Todo patrañas. Es mejor vivir cien años como un piojo. La Patria no está aquí, se ha quedado en el distrito militar, junto al principal de Orvenza y a su maleta llena de jamón y queso.

   – Es un piojo, un piojo -gritó Mammutone cuando oyó el nombre de Orvenza–, y menos aún, menos que un piojo, éstos al menos están aquí, con nosotros.

   – Es un piojo escondido –concluyó tranquilo Salvatore Miarma.

   Mientras tanto el capitán médico se devanaba los sesos en su pequeño hospital de campaña, en medio del bosque de abedules cubiertos de nieve.

   Con los piojos no había nada que hacer. Pero los del campamento tres se la tenían que pagar. Era seguro que los rusos harían algo para enviarle a alguno.

   Así fue. Una noche, un soldado toscano, un polentone charlatán, volvió de la patrulla con una herida de bala en el pie derecho. Era yo, entonces, el que acompañaba a los heridos del campamento, y tuve que llevar en la espalda al herido hasta el hospital de campaña.

   Llegamos ante el capitán médico. Cagaisuda miró atentamente la herida y le preguntó al soldado:

   – ¿De qué campamento eres?

   – Del campamento tres, señor capitán.

   – ¿Cómo te han herido? –preguntó además Cagaisuda.

   – Señor capitán, estaba patrullando esta noche, ¿sabe, señor capitán?, patrullar es como jugar a la gallina ciega en un avispero…

   El capitán le interrumpió bruscamente:

   – Deja tranquilas a las avispas; dime cómo te han herido.

   –  Sepa, señor capitán, ha sido una bala, venía de lejos…

   Cagaisuda gritó:

   – Piojo mentiroso, el golpe es a bocajarro: te has disparado tú mismo.

   El polentone imploró:

   – Señor capitán, no me denuncie, tengo mujer e hijos, quería volver a casa.

   El capitán lo curó, lo mandó de nuevo al campamento y lo denunció al tribunal militar por autolesivo.

   – ¡Qué estúpido! –le dijo Aplastamorro mientras yo lo llevaba al campamento-. Podías haberte metido un panecillo entre la caña del fusil y el pie, así no se veía que había sido a bocajarro.

   – Eh, polentone -se burló Matteo Coccòi–, podías dispararte a la cabeza; y así no malgastabas una bala.

   – Y así -concluyó el hermano Andrea–, el capitán Cagaisuda no te denunciaba al tribunal militar.

   Esa misma noche, mientras estaba de guardia en el campamento un piamontés grande y grueso con los pelos rojos, oímos un disparo en las alambradas.

   Bonitoscabellos salió precipitadamente del refugio y volvió poco después arrastrando al soldado piamontés: se había quedado mudo y sordo a causa de la explosión.

   Bonitoscabellos me ordenó que lo llevara inmediatamente al hospital de campaña.

   El sordomudo me siguió, atontado, a lo largo del sendero, hasta el bosque de abedules, luminosos en la noche por los carámbanos.

   Una vez en presencia del capitán médico, Cagaisuda me preguntó:

   – ¿Del campamento tres, eh, camillero?

   –  Sí, señor capitán, del campamento tres.

   El capitán apretó los labios y examinó minuciosamente al sordomudo, palpándolo atentamente con sus manos, tan grandes como un jamón.

   Le dio dos píldoras blancas y lo retuvo en observación.

   – Quédate también tú -me dijo-, puedes serme útil.

   Al día siguiente, otra visita médica. Nada que hacer: el piamontés ni hablaba, ni oía. Otras dos píldoras blancas.

   El tercer día, otra visita médica. El capitán, en lugar de dos, le da cuatro píldoras.

   El sordomudo siente de pronto los efectos de las píldoras y corre hacia el servicio.

   En seguida, el capitán le hace una señal al enfermero; ambos van a esconderse detrás del tabique del servicio de los hospitalizados.

   El sordomudo se contorsiona dolorosamente, aúlla y, creyéndose solo, estalla:

   – No me cree. Cagaisuda, hijo de un piojo, pero yo ya ni oigo, ni hablo.

   Cagaisuda escucha, sale corriendo del escondite y se pone a darle patadas al desgraciado piamontés con los pantalones todavía en la mano. Luego va a extender su denuncia al tribunal militar.  

   En fin, una mañana muy fría de enero, solicitó la visita médica Gavino Magia, conocido Tric-Trac. Gavino Magia había tomado el apodo de Tric-Trac por el grito con que vendía las sandías.

   Pero la familia Magia, en Arasolè, desde el tiempo de los tiempos, junto al oficio del comercio ambulante, había ejercitado el arte de los conjuros: es decir, se transmitía, de padres a hijos, el secreto de las palabras prohibidas para hacer los maleficios, las ligaduras, los encantos, los filtros.

   Un tiempo no muy lejano, en Arasolè, las palabras prohibidas eran buenas para todo: para alejar las langostas, el pedrisco, el fuego, los pájaros de las viñas, los zorros de los gallineros, las hormigas de la era; para matar la solitaria en los niños; para que parieran las ovejas; para atar al esposo novel y que, por tanto, no pudiese satisfacer a la esposa durante la luna de miel.

   En las palabras prohibidas hoy no cree nadie en Arasolè. Es más, nadie las conoce ya.  El último depositario, Gavino Tric-Trac, que en gloria esté, ha muerto en Rusia. El pobre vendedor ambulante, precisamente, a pesar de sus exorcismos y de sus conjuros, desde el día en que llegamos al campamento tres, se puso amarillo como un limón por los derrames de bilis que el frío y el miedo le daban.

   En poco tiempo quedó reducido a piel y huesos.

   Tric-Trac comprendió en seguida la antífona de Rusia, y no pensó nada más que en salvar el pellejo y llevárselo cuanto antes a Arasolè.

   Por las noches, dentro del refugio, le oíamos murmurar letanías de palabras prohibidas. Nos habíamos dado cuenta incluso de que había adoptado la extraña costumbre de mantener siempre cerrado el puño derecho. Lo hacía todo como si ya no tuviese mano derecha. En fin, un buen día, solicitó una visita médica. Bonitoscabellos me ordenó que acompañara a Gavino al pequeño hospital.

   A lo largo del sendero Tric-Trac ni me dirigió la palabra, ni me miró a la cara.

   Caminaba con el puño derecho cerrado, murmurando sus palabras prohibidas. En el pequeño hospital, Cagaisuda le preguntó:

   – ¿Tú eres del campamento tres?

   – Sí, señor capitán.

   – Uhm, uhm, ¿qué tienes?

   – Señor capitán, yo estoy en estas condiciones, debe de ser el frío, mire -le mostró el puño cerrado, entumecido–, debe de ser el frío, señor capitán…

   Cagaisuda, con un movimiento imprevisto, le dio un golpe violento en el pulso, gritando:

   – ¡Abre el puño, piojo!

   – No puedo, señor capitán, debe de ser el frío…

   El capitán médico, con sus manos gordas y enormes, intentó extender los dedos de Tric-Trac.

   – ¡Abre el puño, piojo!

   Pero el puño de Tric-Trac no se abrió.

   – Bien, uhm, uhm, bájate los pantalones -dijo de improviso Cagaisuda.

   Tric-Trac se desabrochó el cinturón con la mano izquierda.

   El capitán le ordenó al enfermero:

   – Coge una ampolla de morfina y ponle una inyección.

   El enfermero ejecutó la orden.

   Tric-Trac se durmió inmediatamente, y su puño se abrió: sus palabras prohibidas fueron derrotadas por la morfina.

   Apenas pasó el efecto de la droga, el pobre Tric-Trac se despertó; y lo primero que vio fue su mano derecha abierta.

   Desconsoladamente me miró a mí y después a Cagaisuda que reía con la boca abierta  con sus carrillos de jamón.

   – No me denuncie -imploró el vendedor ambulante–, no me denuncie, señor capitán, tengo miedo de morir, tengo miedo de morir…

   – Tú eres un piojo -gritó Cagaisuda, y con un bofetón tremendo le hizo escupir cuatro dientes.

   Cuando regresamos al campamento, ninguno de los de Arasolè tuvo el coraje de burlarse del pobre Tric-Trac. Daba piedad. Todo acabó ahí, en un silencio piadoso. Incluso porque Cagaisuda se había convertido ya en nuestro enemigo número uno: más que el frío, más que el viento del este, más que los rusos. Matteo Cocòi, de hecho, estaba convencido de que una clase especial de piojos anidaba bajo la camisa del capitán médico.

   – Apestan a carroña -decía el cabrero–, y es necesario estar atento: hacen que te venga el tifus, se reconocen enseguida, tienen el dorso pelado como la cabeza de Bonitoscabellos.

   – Son de la misma raza -dijo tranquilo Salvatore Miarma–, todos ésos tienen piojos dentro del corazón.

   – ¡Es un piojo que pesa ciento veinte kilos! -esto me había dicho el ayudante de Cagaisuda, un calabrés de cabellos rizados y bigote negro, un día que lo había encontrado en el bosque de abedules mientras se afanaba por construir el servicio reservado para su capitán.

   La historia del servicio de nuestro capitán médico llegó a ser famosa a lo largo de toda la línea K del frente ruso.

   Cagaisuda, grande y grueso como era, con una panza que no lograba mantener dentro del uniforme, le había ordenado a su ayudante, al que llamaba ayudante de mis botas, que le construyera un servicio reservado, no muy lejos del pequeño hospital.

   El calabrés de bigote negro había elegido un sitio en el límite del bosque de abedules, justo frente al campamento tres; y allí había levantado cuatro lonas con un asiento de madera de abedul dentro, una base rudimentaria capaz de soportar el peso de nuestro grueso capitán médico.

   Luego había colgado encima de las lonas un gran cartel con las palabras: “Reservado para el señor capitán médico”.

   Cada día, pues, desde nuestro campamento gozábamos del rito del introito del capitán en el altar de las cuatro lonas.

   Una noche, una noche de mal augurio, el buen Charlò decidió profanar el templo. Habiendo salido a patrullar, en lugar de dirigirse hacia el enemigo, Charlò se arrastró hacia el bosque de abedules. Objetivo: el tabernáculo reservado al capitán Cagaisuda.

   El santuario del médico fue profanado en todas sus partes: el asiento, roto; el cartel, reducido a pedazos; las lonas, tiradas.

   La mañana siguiente, el capitán médico descubrió el sacrilegio.

   – ¡Puercos piojosos! – gritó tendiendo los puños hacia el campamento tres.

   – Tened cuidado – me dijo el ayudante calabrés–, el capitán ha perdido los estribos: que ninguno de vosotros solicite una cita.

   El ayudante de los rizos me refirió: – Dice mi capitán que aún no ha llegado la noche, que si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma.

   Así, una mañana, el capitán médico vino a hacer otra inspección sanitaria al campamento.

   Bonitoscabellos lo acogió con el debido respeto, derecho como un huso. El capitán inspeccionó atentamente, pero no encontraba nada que decir. Nosotros estábamos alerta. Todo iba bien.

   Lo imprevisto sucedió, como siempre, por culpa de Charlò. Cagaisuda se acercó al distraído cocinero que preparaba el rancho dentro de una olla en la estufa del refugio.

   – Muéstrame las manos –le dijo.

   Las manos de Charlò se abrieron: estaban naturalmente sucias.

   – Hum, uhm – vociferó el capitán.

   Los obligó a todos a salir del refugio, excepto a Bonitoscabellos.

   – Sargento -dijo el capitán–, sargento, en las manos de ese cocinero hay manchas sospechosas.

   – Señor, sí, señor capitán –respondió Bonitoscabellos, derecho como un huso.

   – Sargento, es necesario desinfectar el rancho.

   – Señor, sí, señor capitán.

   – Sargento, no hay que decirle nada a nadie, sargento.

   – Señor, sí, señor capitán.

   Cagaisuda, entonces, metió la mano en el bolsillo y sacó una gran cantidad de pastillas blancas y las echó en el rancho.

   – No hay que decirle nada a nadie, sargento.

   – Señor, sí, señor capitán –respondió Bonitoscabellos, derecho como un huso.

   Cuando se fue el capitán, entramos en el refugio, y Charlò continuó moviendo la sopa. Distraído como era, no se dio cuenta de nada: porque, hay que decirlo, Cagaisuda era una carroña incurable; pero Charlò era un distraído incurable.

   Bonitoscabellos habló cuando ya nos habíamos tomado la sopa.

   Lo que sucedió poco después es mejor no describirlo, por amor a la patria.

   Baste decir esto: durante veinticuatro horas, el campamento tres fue una brecha abierta en el sistema defensivo italiano del frente ruso.

   Los rusos no lo sabían, pero el campamento tres de la línea K ya no era una trinchera, sino una indefensa letrina.

   Todo el grupo de hierro de Arasolè estaba allí, doblado sobre las rodillas, con el trasero expuesto al viento gélido del este.

   Charlò, el distraído Charlò, el responsable, maldecía a Cagaisuda, el frío y el dolor de vientre.

   Ahora, Rosa Fae, solterona viuda, completamente vestida de negro, reza en la iglesia de Arasolè por su querido, amado novio.

   Rosa, sin la menor duda, se imagina a Charlò en el paraíso.

   Y en el paraíso, según Rosa Fae, su novio ha llegado a ser ya maestro de albañilería. Y ha construido en veinte años una casa que se parece mucho a la  casa de doña Filiàna de Orvenza, con un dormitorio de matrimonio para la adorada, inolvidable, fiel novia Rosa Fae.

 

V

   Delante del mismo candelabro fúnebre, junto a Rosa Fae, está Maria la lavandera, madre de Charlò.

   Al marido de Maria lo habían matado los austriacos durante la primera guerra mundial, pocos días antes de que el hijo viniera al mundo.

   Charlò, por eso, no había nacido con estrella. Es más, como decía el viejo Pasquale Corru, había sido bautizado en la oscuridad y sin sal. Y quien nace asno no puede morir ruiseñor. Todas estas cosas Maria las sabía, pero un clavo se le había metido en la cabeza de todos modos a la pobre lavandera: su hijo había nacido pobre, pero debía morir rico. Se lo había jurado a sí misma, poniéndose las yemas de los dedos sobre los párpados. Por ello, todos los días del año, con el calor y con el frío, iba a la lavandería a lavar las ropas de las familias ricas de Arasolè.

   Todo lo que había ganado lo había puesto aparte para comprarle tierras al hijo, después de la guerra. 

   Charlò no llegó a ser ni rico ni pobre: sencillamente había muerto. Pero lo que Maria la lavandera no sabe es que el hijo murió en Rusia por su propia causa, es decir, por culpa de una carta que ella escribió y llegó al campamento tres.

   La cosa sucedió así.

   Don Adamo de Orvenza había conseguido, gracias a la maleta llena de queso y de jamón, refugiarse en el distrito militar.

   Algunos meses después, sin embargo, la Patria, como decía Bonitoscabellos, necesitó guerreros; y obligó a que hicieran una inspección médica a los reformados y a los sedentarios.

   Orvenza fue considerado capacitado para todos los servicios y enviado, junto a otros movilizados, a reemplazar a los muertos en Rusia.

   El destino, no ciego del todo, hizo que acabara en el campamento tres.

   Traía consigo una carta de Maria la lavandera para el hijo Charlò.

   El principal de Orvenza llegó al campamento a las tres de la noche. Del sendero cayó en el refugio como una liebre, atemorizado y tembloroso.

   El viento del este, que venía de la gran llanura, soplaba llevando el maullido de las ametralladoras a las orejas blancas del nuevo guerrero. Nosotros no creíamos en nuestros ojos. Pero el fuego de la estufa iluminaba claramente el rostro de Orvenza. No había duda: el noble, el rico de Arasolè estaba allí, delante de nosotros.

   De Arasolè, al frente llegaron rarísimas cartas: en parte, porque nuestros viejos y nuestras mujeres no sabían escribir; en parte, por ahorrar el dinero de un sello.

   Todos teníamos hambre de noticias, pero ninguno de nosotros tuvo ganas de preguntarle al principal de Orvenza. Hicimos lo mismo que hacíamos en la plaza de Arasolè: esperamos a que hablara él primero.

   Sabíamos, sin embargo, que Orvenza, con su sosiego de noble y su arrogancia de rico, no había dirigido nunca su mirada a la oscura miseria de nuestras casas de piedra negra. Casi, casi, si no hubieran existido otros motivos, habríamos preferido que, en su lugar, hubiese venido al frente otro, uno de labios blancos, como nosotros, que habría podido decirnos cómo estaban verdaderamente las cosas en Arasolè.

   Un silencio lleno de odio y de rencor rodeaba al rico. Lo mirábamos todos, quieto en la entrada del refugio; ninguno le había dirigido la palabra; cada uno de nosotros tenía la cabeza llena de pensamientos graves, pero sin forma.

   Luego, de pronto, el principal de Orvenza, dirigiéndose al caporal mayor Peppe Brinca, apodado Automedonte, le dijo: – Te saluda mi esposa doña Filiàna.

   – Ah, ah, ah –rió con desmesura Antonio Mammutone, el zapatero.

   – ¿Por qué te ríes? –dijo asombrado el principal de Orvenza.

   – Me río porque eres un cornudo –se burló el zapatero.

   Orvenza se puso tan pálido como su pañuelo de seda con las iniciales de oro.

   Desde el día en que Mammutone se casó con Giovanna la Roja, don Adamo de Orvenza, máxima autoridad de Arasolè, al pasar cada mañana delante del cuchitril del zapatero remendón, le gritaba:

   – ¡Buenos días, cornudo!

   Así, todos los días. Hasta que, una mañana, Mammutone se levantó de la mesita y, muy respetuosamente, volviéndose hacia el principal de Orvenza, respondió:

   – Yo soy un cornudo, y lo sé. Pero usted, don Adamo, usted, claro, ¿no lo sabe, eh?

   Todo acabó entonces ahí. Ni siquiera de lejos el principal de Orvenza sospechó, entonces, que el zapatero aludía a algo concreto: en cambio, Mammutone aludía precisamente a la señora doña Filiàna y a Peppe Brinca, jinete y caballerizo de Orvenza. Peppe había sido apodado Automedonte por su señor. El jinete no sabía el significado de su apodo, y se había enfadado porque no respetaba la costumbre de Arasolè que quería que cada apodo tuviera un significado claro y evidente. Ninguno de nosotros sabía qué quería decir Automedonte, pero Peppe lo soportaba por el pan y, sobre todo, por la gorda y cálida Filiàna de Orvenza.

   Peppe era un hombre guapo, seductor, todo nervios, moreno y rizado; y doña Filiàna no tardó en comparar al pálido y presuntuoso marido con el listo caballerizo. Y la noble esposa de Orvenza quiso llevar la comparación hasta el banco de pruebas de la cama conyugal.

   Un día de verano en el que el principal de Orvenza había ido al campo, doña Filiàna llamó a Peppe al dormitorio.

   – No sé si es verdad que eres el mejor jinete y domador de yeguas de Arasolè –le dijo, medio desabrochada, doña Filiàna.

   Peppe miró con ojos de pobre hambriento a doña Filiàna, gorda y carnosa. Las mujeres gordas gustaban en Arasolè. Los ojos de Peppe cantaban de gana.

   – Porque aquí hay una –continuó doña Filiàna– que no espera más que ponerte a prueba…

   Peppe se acercó a la mujer y la tendió sobre la cama. Doña Filiàna cerró los ojos. Aullaba y gañía como una yegua montada por un semental.

   Cuando, ya satisfecha, reabrió olos ojos, le dijo a Peppe:

   – ¡Qué vergüenza, una como yo irse a la cama con su criado!

   Peppe respondió tranquilo:

   – Bueno, entonces, si es así, perdone… – e hizo por levantarse.

   En seguida doña Filiàna lo volvió a abrazar, sujetándolo:

   – He dicho que es una vergüenza, pero no que te levantes.

   Y así, el jinete se encontró en la condición de tener que domar los caballos del señor y los calores de la señora.

   Naturalmente, de estas pruebas Peppe no dejó de hacernos a nosotros, sus amigos, los del grupo de hierro, la más minuciosa descripción.

   Nos decía:

   – Tiene las tetas hinchadas y perfumadas, y los pezones de azúcar. La lencería de abajo es de seda con las iniciales de oro, que costará por lo menos mil liras, y cuando se la toca cosquillea. Y tiene un lunar en la nalga derecha y un antojo rojo en el vientre, encima del ombligo.

 

   Era, precisamente, a todo esto a lo que quería aludir Antonio Mammutone, el marido de Giovanna la Roja: la primera vez, en el pueblo, de forma velada, en su cuchitril; y la segunda, de forma clara, en el campamento tres de la línea K.

   – Me río porque eres un cornudo –repitió Mammutone–, me río porque tu mujer tiene un lunar en la nalga y un antojo rojo encima del ombligo.

   En aquella gélida trinchera del frente ruso, el noble de Arasolè comprendió de improviso qué quería decir el zapatero Mammutune, el marido de Giovanna la Roja; y comprendió también todas las ambigüedades de su noble mujer, incluso los impúdicos saludos que le dirigía al mozo de la caballeriza movilizado.

   Pero el principal de Orvenza, si había nacido de pie y vestido, como decía el viejo Pasquale Corru, es decir, afortunado, no dejaba de tener alguna sal, y comprendió en seguida que no era el caso, dentro de aquel campamento, de tomarla con ninguno.

   Por eso, bajó la cabeza y, metiendo la mano en el bolsillo, sacó la carta de Maria la lavandera para el hijo Charlò.

   No nos olvidamos de los pezones de azúcar de doña Filiàna, y todos miramos aquella carta blanca.

   Charlò cogió la carta de la madre con mano temblorosa, mientras sus ojos se volvían aún más ingenuos y dulces. Abrió el sobre y sacó varias hojas y las miró, así, todas juntas, con una mirada de pájaro perdido.

   En el silencio se oyó la voz áspera de Aplastamorro:

   – Oh, Charlò, vamos, por favor, léenos en voz alta tu carta, veo que hay mucho escrito, al menos sabremos algo de Arasolè, porque Orvenza es como si no hubiera estado nunca allí.

   Charlò dijo:

   – Sí, sí, -y, azorado, comenzó a silabear con voz lenta y ronca los caracteres grandes e infantiles de la madre lavandera.

   “Hijo mío querido, soy Girasole Maria tu madre y esta carta se la debo dar mañana a doña Filiàna que tiene que ir a la ciudad para despedirse de don Adamo que debe irse al frente donde estás tú y te escribo para hacerte saber una cosa que te dará mucha alegría como a mí que me ha quitado veinte años de encima y es que el distrito militar me ha escrito para hacerme saber que te licenciará y te enviará a casa porque eres hijo único de madre viuda de guerra es decir yo”.

   Charlò leía, junto al fuego de la estufa, con voz lenta y ronca: nuestras sombras en las paredes del refugio parecían murciélagos colgados, congelados por el frío y por el miedo a morir.

   “Hijo querido ahora la guerra para ti se ha acabado pero yo te escribo para decirte que antes de marcharte debes leerles esta carta a los paisanos para hacerles saber cómo están aquí las cosas y lo primero que te digo es una mala noticia porque ha muerto Assunta la madre de tu amigo Aplastamorro…”

   Charlò interrumpió la lectura y todos miramos al forjador herrero; pero Efisio ni siquiera pestañeó. Escuchó la voz del viento nocturno, después dijo: – Continúa leyendo, Charlò; ninguno de nosotros ha nacido con estrella –pero bajó la cabeza y la ocultó entre los brazos. Charlò reanudó la lectura.

   “En los funerales de Assunta he cogido en brazos al pequeño Battista el hijo de Efisio que es negro y fuerte como el padre y le he dado un beso y ha sido como dártelo a ti, querido hijo mío…” Charlò interrumpió de nuevo la lectura y miró otra vez a Efisio: el forjador herrero levantó lentamente la cabeza, apretó con fuerzas las mandíbulas, respiró profundamente y sonrió.

   “Dile a Mammutone que Giovanna la Roja viene mucho a casa para hablarme de su querido marido Antonio y te digo yo hijo mío que es una mujer honesta y de corazón y es una buena mujer y no como ésas que tenían ojos solo para los rizos de Peppe Brinca que ha dejado agujeros dentro del corazón de alguna mujer casada que yo conozco…”

   Charlò le guiñó el ojo a Peppe, y el jinete sintió en las manos el cosquilleo de la lencería de seda de doña Filiàna. Mammutone tosió rumorosamente.

   “Tienes que decirle a Daniele Culoblanco el campanero que aquí todos sentimos su ausencia y que vuelva pronto porque desde que él falta el reloj del campanario marcha como quiere o corre demasiado o se para y suenan las diez cuando todavía no es de día y ha confundido a más de uno o quizás sea viejo o le falta alguna rueda y por eso dile que vuelva pronto de la guerra que si no en Arasolè ya no habrá ni noche ni día…”

   Se me llenaron los ojos de lágrimas con las palabras de Maria la lavandera; y reí y lloré mientras decía:

   – Me como ese reloj, si vuelvo, y vomito uno nuevo.

   “La mujer de Gavino Tric-Trac se las arregla incluso sin el marido es más ahora el negocio va mejor porque compra las cosas aquí y las vende en la ciudad donde no hay y así le saca algo pero quien está muy mal es la mujer de Salvatore Miarma porque el fuego ha entrado en los montes de Biduvè y se ha levantado el viento y ha empujado el fuego hasta el campo de trigo de Salvatore y todo se ha quemado y la mujer de Salvatore ni siquiera ha quitado los rastrojos y ha vendido el anillo de oro del matrimonio para comprar pan para los hijos…”

   Salvatore Miarma, el campesino con barba larga, era un hombre grande y robusto, y no tenía miedo de nada, ni siquiera de la muerte. Era un hombre conocido, en Arasolè, por su fuerza y por su carácter generoso y dócil. Se había casado con una mujer pequeña y delgada que le había dado dos hijos gordos y robustos, y grandes comilones de pan. Salvatore era campesino y sembraba trigo a medianía, de tres partes una, en los terrenos del principal de Orvenza. Había sido apodado Miarma cuando a Arasolè llegó un pez gordo completamente vestido de negro, con botas negras. El principal de Orvenza nos dijo que el pez gordo era una gran autoridad y que todos debíamos reunirnos en la plaza para escuchar su discurso. Grandes y hermosas palabras nos dijo el pez gordo, tan grandes y hermosas, que nadie las entendió. Comprendimos solo que el pez gordo había venido para animar a los campesinos en la batalla del trigo, animaba a sudar más por la grandeza de la patria. El pez gordo terminó así su discurso:  “Id, camaradas campesinos, con el arado y con la azada; id, lanzad vuestras almas en los surcos”. La mañana siguiente, Salvatore atravesaba la plaza, como de costumbre, para ir a trabajar el campo de trigo en los montes de Biduvè, cuando se encontró con el pez gordo que salía del palacio de Orvenza y se disponía a subir en su automóvil negro y brillante. – ¿Dónde vas, camarada? –le dijo el pez gordo a Salvatore. – A echar mi arma en los surcos –respondió Salvatore, lisa y llanamente.

   En aquel campamento de la línea K, mientras Charlò leía la carta de la madre, Salvatore Miarma, el campesino con barba larga, no respiró: apoyado en la pared del refugio,  escuchó atentamente la voz de Charlò; pero sus ojos miraban lejos, y delante de él solo estaba su campo de trigo, en llamas en los surcos sacrificados de Biduvè.

    “Querido hijo mío ha llegado tu novia Rosa Fae y me ha dicho que te espera y que se ha puesto siete granos de trigo en la almohada porque da suerte pero yo hijo mío estoy contando los días las horas los minutos y cada paso que oigo en la noche me parece tu paso que vuelves y te digo que tengo el dinero para comprar las tierras y tú serás propietario y tus manos serán blancas como un pañuelo de seda y te digo vuelve vuelve pronto hijo mío vuelve con tu madre Girasole Maria”.

   Cuando Charlò terminó de leer la carta, los hermanos Cocòi roncaban sonoramente: dormían, porque ellos, de todos modos, no esperaban noticias, pues, en Arasolè, no tenían a nadie que pensara en ellos, excepto sus cabras.

   Luego, todos, uno tras otro, se durmieron dentro del refugio.

   La mañana siguiente, Charlò, que había salido de la alambrada para recoger algo que el viento le había arrancado de las manos, murió saltando por los aires a causa de una mina.

   Efisio Aplastamorro se arrastró por debajo de la alambrada y recuperó el cuerpo de Charlò. Recogió, incluso exponiéndose al fuego de las ametralladoras enemigas, una hoja de papel que se había llevado el viento: era la carta de la lavandera Maria Girasole.

   Colocamos el cuerpo de Charlò en un pequeño ataúd de madera de abedul. El ex-albañil, pequeño y delgado, con los cabellos negros y con una raya en medio, parecía sonreír con astucia, como cuando, de muchachos, jugábamos al escondite en la plaza de nuestro pueblo. Le pusimos entre las manos la carta de la madre lavandera.  Todos los de Arasolé, por turno, lo llevamos a hombros, en medio de una tempestad de nieve, hasta el cementerio de guerra del bosque.

   Excavamos una fosa a los pies de un joven abedul blanco.

   Bonitoscabellos no quiso perder la ocasión de dar un discurso sobre los héroes muertos por la grandeza de la Patria. Pero nosotros, los compañeros de Charlò, los movilizados de Arasolè, estábamos muy lejos. De los cielos oscuros de una tierra de nieve, nuestros pensamientos, como aves migratorias, volaban hacia nuestra isla, nuestros lugares de luz increíble, los prados de asfódelos y de férulas de los montes de Oddorài, las viñas pedregosas de los montes de Caràde, los campos de trigo de los montes de Biduvè, los huertos de secano y las chumberas alrededor de la casa de las Fuentes Rojas, las encinas retorcidas y sanguinolentas de los montes de Ucanèle, los prados de mirto y de lentisco de los montes de Ovorèi, los pastos verdes de Soliàna. Entre tanto Bonitoscabellos continuaba gritando por la grandeza de la Patria, pero de Charlò no dijo ni una palabra; su voz parecía una corneja ronca estridente sobre nuestros rostros fríos y lejanos. Apenas hubo terminado de hablar Bonitoscabellos, metimos el ataúd dentro de la fosa. Después, según la antigua tradición de Arasolè, cada uno de nosotros arrojó tierra sobre el ataúd, hasta que la fosa no estuvo llena.

   Sobre el negro catafalco de tierra, los blancos abedules parecían velas de cera. Y la nieve caía, piadosa y blanda, casi caliente, sobre el corazón parado del soldado Charlò, albañil de Arasolè, movilizado, hijo único de madre viuda de guerra.

 

VI

   Doña Filiàna, viuda del principal de Orvenza, envuelta en un largo velo de seda negro, reza cabizbaja en el centro de la pequeña iglesia de Arasolè, entre el cirio del marido y el del amante, el caporal mayor Peppe Brinca, apodado Automedonte.

   También ella ha envejecido: un tonel de tocino, gorda y fláccida. Una bota de tocino con los cabellos teñidos. Con el calor sofocante de la iglesia, el tinte se ha disuelto, y gotas de sudor negro caen sobre el cuello blanco de la viuda de Orvenza.

   Doña Filiàna, de veinte años a esta parte, ha cogido la costumbre de mandarme a llamar de vez en cuando y me hace ir a su casa.

   Me ofrece siempre muchos vasos de vino. En un primer momento, me vino la idea de que quería que ocupara el puesto de Peppe Brinca, que en gloria esté, pero me di cuenta de que no era así en seguida. Después de hacerme beber con abundancia, todas las veces, me hace repetirle la muerte en combate del marido.

   Pero el verdadero motivo es que doña Filiàna, sin preguntármelo directamente, quiere oír de mí el fin del amante, el hermoso jinete, muerto al lado del marido, el día en que los rusos destruyeron la línea K, justo en el campamento tres.

   Aquella mañana, con las primeras luces del alba, Gavino Tric-Trac, de guardia en el campamento, se puso improvisamente a gritar:

   – Amigo, fuera amigo, amigo no, de doce palabras una te diré, de doce palabras te daré una: una para el sol y otra para la luna.

   Dentro del refugio todos nos pusimos de pie con los gritos de Tric-Trac.

   El vendedor ambulante continuaba gritando:

   – Amigo, fuera amigo, amigo no, de doce palabras dos te diré: dos para las dos tablas de Moisés, una para el sol y otra para la luna.

   La voz de Tric-Trac chirriaba en el aire como una tiza inmensa en la pizarra del cielo.

   Aplastamorro dijo: – Es el gran conjuro de Tric-Trac, las doce palabras prohibidas; está sucediendo algo. – Salimos del refugio y nos asomamos a la trinchera.

   – Amigo, fuera amigo, amigo no, de doce palabras tres te diré: tres para los clavos de la cruz, dos para las tablas de Moisés, una para el sol y una para la luna. Amigo, fuera amigo, amigo no, de doce palabras cuatro te diré: cuatro para los cuatro evangelios, tres para los tres clavos de la cruz, dos para las dos tablas de Moisés, una para el sol y una para la luna.

   Desde el lugar en el que estábamos, vimos a Tric-Trac, con el puño levantado en el aire, gritándole al cielo sus palabras mágicas y prohibidas; pero vimos también, en la lejanía, una nube negra que se dirigía hasta nuestro campamento. La trinchera temblaba imperceptiblemente como por un lejano terremoto.

   – Amigo, fuera amigo, amigo no, de doce palabras cinco te diré: cinco para las cinco llagas, cuatro para los cuatro evangelios, tres para los tres clavos de la cruz, dos para las dos tablas de Moisés, una para el sol y una para la luna.

   El día anterior habían llegado a nuestro campamento muchos víveres de alivio, doble ración de latas de conserva, galletas, chocolates, coñac y cigarrillos.

   – Mala señal -había dicho Aplastamorro. Al mismo tiempo, una orden del día de nuestro comando supremo llegó junto con los víveres. Venía dirigido a las tropas de la línea K: comunicaba que el enemigo, según nuestro servicio de información, se preparaba para un ataque decisivo.

   – Amigo, fuera amigo, amigo no, de doce palabras seis te diré: seis para los seis cirios, cinco para las cinco llagas, cuatro para los cuatro evangelios, tres para los tres clavos de la cruz, dos para las dos tablas de Moisés, una para el sol y una para la luna.

   Inmediatamente después, oímos un estruendo desconocido, el estruendo ensordecedor de un tren que pasa sobre un larguísimo puente de hierro. Los grandes calibres enemigos se precipitaban sobre el campamento tres. Los proyectiles cayeron con el rumor sibilante de grandes hachas incandescentes sobre árboles de durísima madera. La trinchera se hizo pedazos. El refugio reventó. Nos quedamos sordos y mudos. Nuestras cabezas se hundieron en el corazón de la tierra. Gavino Tric-Trac, incólume, erguido en pie, quieto en su puesto de guardia, como una víctima ofrecida al Dios Sabath de Padre Fele, con el puño derecho vuelto al cielo, gritaba como un loco:

   – Amigo, fuera amigo, amigo no, de doce palabras siete te diré: siete para los siete pecados capitales, seis para los seis cirios, cinco para las cinco llagas, cuatro para los cuatro evangelios, tres para los tres clavos de la cruz, dos para las dos tablas de Moisés, una para el sol y una para la luna.

   Un proyectil estalló cerca de Salvatore Miarma. Su cuerpo grande y grueso sufrió una violenta sacudida. Vimos cómo se le salían las tripas. Pero su rostro barbudo se quedó firme, sin una mueca.

   No se lamentó, pero dirigió los ojos a todos sus compañeros, uno a uno. Luego detuvo su mirada sobre mí. Me acerqué arrastrándome: – He aquí, mira, Culoblàn -me susurró–, ahora mi alma está dentro del surco. El anillo de oro… cógelo… dáselo a mi mujer, dáselo para que les dé de comer a nuestros hijos…

   Y se quedó rígido. Los ojos cerrados y la boca llena de baba roja. Salvatore Miarma había muerto. Salvatore, el fuerte. Su puño, grande y velludo, estaba lleno de tierra, tierra negra, quemada, como la de su campo de trigo en llamas en los montes de Biduvè.

   – Amigo, fuera amigo, amigo no, de doce palabras ocho te diré: ocho para las ocho laudes, siete para los siete pecados capitales, seis para los seis cirios, cinco para las cinco llagas, cuatro para los cuatro evangelios, tres para los tres clavos de la cruz, dos para las dos tablas de Moisés, una para el sol y una para la luna.

   La nube negra contra la que Gavino Tric-Trac lanzaba su mayor conjuro se había convertido en una cosa clara, terrible, temerosa.

   Bonitoscabellos, en el teléfono del campo, gritaba: – Comando sector, paso, comando sector, paso, aquí el campamento tres, paso, carros armados enemigos delante de nosotros, paso, número impreciso, paso, distancia trescientos metros, paso, intervención artillería urgentísima, paso.

   – Amigo, fuera amigo, amigo no, de doce palabras nueve te diré: nueve para los nueve coros de ángeles, ocho para las ocho laudes, siete para los siete pecados capitales, seis para los seis cirios, cinco para las cinco llagas, cuatro para los cuatro evangelios, tres para los tres clavos de la cruz, dos para las dos tablas de Moisés, una para el sol y una para la luna.

   La primera descarga de la artillería italiana, contra los carros armados rusos, fue corta y cayó en el interior del campamento tres: el principal de Orvenza se partió la pierna derecha. El caporal mayor Automedonte se precipitó hacia Orvenza para socorrerlo: no era una herida mortal, podía salvarse, bastaba con detener la sangre. El jinete se quitó la faja y le rompió los pantalones a Orvenza. En los calzones del principal, ya muy sucios, vio, bordada de oro, la corona noble, aquella corona que tantas veces había visto en las braguitas de seda de doña Filiàna. El caporal mayor apretó con fuerza la pierna de Orvenza, sobre la herida, con la faja, restañó la sangre y apoyó al principal en la pared de la trinchera.

   – Amigo, fuera amigo, amigo no, de doce palabras diez te diré: diez para los diez mandamientos, nueve para los nueve coros de ángeles, ocho para las ocho laudes, siete para los siete pecados capitales, seis para los seis cirios, cinco para las cinco llagas, cuatro para los cuatro evangelios, tres para los tres clavos de la cruz, dos para las dos tablas de Moisés, una para el sol y una para la luna.

   El campamento temblaba como si tuviera la malaria. Granadas, obuses, morteros, bombardas se comían la trinchera como bestias hambrientas. Gavino Tric-Trac, ileso entre las alambradas rotas, parecía un espantapájaros en medio de una viña destruida por el pedrisco.

   – Amigo, fuera amigo, amigo no, de doce palabras once te diré: once para las once mil vírgenes, diez para los diez mandamientos, nueve para los nueve coros de ángeles, ocho para las ocho laudes, siete para los siete pecados capitales, seis para los seis cirios, cinco para las cinco llagas, cuatro para los cuatro evangelios, tres para los tres clavos de la cruz, dos para las dos tablas de Moisés, una para el sol y una para la luna.

   Los carros armados rusos se acercaban como monstruosas tortugas: estaban a cien metros. Desde la trinchera disparábamos como podíamos. Nuestras armas tenían en los pesados carros enemigos el efecto de salivazos contra una pared. Tric-Trac gritaba, gritaba en un mar de fuego con los brazos locos tendidos contra el cielo de hielo.

   – Amigo, fuera amigo, amigo no, de doce palabras doce te diré: doce para los doce mil mártires…

   Del primer carro armado ruso, improvisamente, había salido una lengua de fuego, un lanzallamas.

   El vendedor ambulante Gavino Magia, apodado Tric-Trac, único y último depositario de las palabras prohibidas, sintió, de repente, sonar la campana a muerto de Arasolè. Se contrajo sobre el suelo, abrasado y plegado, como un preso en manos de los muchachos de Arasolè, y quemado vivo, en la plaza, con petróleo. Sus conjuros no habían logrado salvarlo ni de Cagaisuda, ni de los disparos rusos.

   Bonitoscabellos gritó: – ¡Abandonad el campamento! ¡Todos al bosque de Abedules!

   A la orden de Bonitoscabellos nos precipitamos al sendero y huimos hacia el bosque de abedules.

   Peppe Brinca no quiso abandonar al principal de Orvenza y se lo echó en la espalda. Cuando los carros armados rusos se pararon delante del foso de la trinchera, ya no había ninguno vivo: solo los piojos se habían quedado en guardia en el campamento abandonado.

   Los que estaban dentro de los carros, por seguridad, enfilaron dentro de la fétida y desierta trinchera sus lenguas de llama. Los piojos estallaron. Finalmente destruidos, fulminados, vencidos, no por el capitán Cagaisuda, sino por el enemigo, en combate, en los últimos baluartes de la ya descompuesta línea K.

   Después de los piojos, perecieron el principal de Orvenza y el caporal mayor Automedonte.

   Peppe, con Orvenza a la espalda, dilató demasiado su camino al refugio de los abedules. Los carros armados rusos no tardaron en atravesar el foso de la trinchera y en  proseguir el avance. El jinete, tal vez, quiso hacerse perdonar del principal, con un acto que solo el pobre de Arasolè era capaz de realizar.

   Un carro armado lanzallamas los alcanzó a lo largo del sendero y los redujo a cenizas a los dos, como a dos liebres guarecidas en la madriguera por el fuego en los montes de Soliàna. Ni de lejos el artillero ruso podía imaginar que, con su lengua de fuego, había hecho viuda dos veces a la noble y aún joven doña Filiàna de Orvenza.

 

   Cuando con Bonitoscabellos llegamos al bosque de abedules, encontramos el comando del sector dominado por el caos y por el terror: oficiales, soldados, ayudantes, telefonistas, recaderos, mulos, caballos, armas, municiones, sargentos, cocineros bajo los blancos abedules, entre el hospital de campaña y el cementerio de guerra. Nadie daba ya órdenes. Unos gritaban, otros lloraban, rezaban, disparaban o morían según su propio destino. Los carros armados rusos no pudieron penetrar en el bosque a causa de los espesos abedules, y los lanzallamas se ensañaron contra los abedules aledaños que, bajo la llamarada, se iluminaron como vírgenes de cera en las naves altísimas del cielo. Después, los carros armados se alejaron hacia occidente, al otro lado del bosque, que parecía un matorral en medio del oleaje de un río desbordado.

   Apenas se hubieron alejado los carros armados, se concentraron en nuestro bosque los disparos de la artillería enemiga. Los árboles fueron aplastados por hachas incendiadas y volaron por los aires confundidos con tierra, hielo, acero, hombres y bestias.

   Una descarga cayó a nuestro lado. Estábamos tirados por el suelo, como hostias. Bonitoscabellos estaba en pie. Nos cayó encima, encima de Aplastamorro y de mí, como un árbol seco. Sus piernas habían sido arrancadas como por una gran astilla.

   De los distintos modos que el hombre tiene a disposición para morir, aquel majadero eligió precisamente el más estúpido. Mi abuela, que en gloria esté, murió a los noventa y cinco años, contenta -era una mañana de primavera-, tranquila, tendida en su cama, con un rosario en una mano y la tabaquera en la otra.

   El sargento calvo, sin piernas, pero con el busto erguido aún como un huso, nos miró con odio, con una mirada roja y furiosa. De improviso aferró su pistola y la apuntó en dirección a su oreja derecha.

   – Mierda, mierda de guerra –gritó.

   Luego apretó el gatillo.

   La bala hizo que se le saliera de las órbitas una pupila que se quedó colgando sobre su rostro reducido a un amasijo. Aplastamorro se sacó del bolsillo una servilleta, una de esas servilletas de cuadros rojos y azules con las que los braceros a jornal de Arasolè envuelven el pan y el queso para el almuerzo en el campo; lo desdobló y lo extendió, como una bandera, sobre el rostro horrible de Bonitoscabellos.

   Otra descarga cayó sobre el hospital de campo y lo destruyó.

   Aplastamorro reflexionó un poco y luego me dijo:

   – Culoblàn, ¿te atreves a ir a la casa de Cagaisuda a buscar algo de comer?

   Nos arrastramos hacia las ruinas del hospital. En seguida nos encontramos con el cadáver del capitán médico. La panza del gordo, abierta por una astilla, parecía una bota de vino rojo a la que le hubieran desceñido una duela.

   – Y, ahora, ¿qué haces con tus pastillas, Cagaisuda? –le dijo Aplastamorro rozándolo apenas con la punta del pie.

   Entre las ruinas del hospital llenamos nuestras mochilas de conservas, galletas y chocolate. 

   Cuando volvimos al sitio de antes, no encontramos ya a Mammutone ni a los dos hermanos Cocòi. Pensamos que habrían muerto y nos dirigimos arrastrándonos hacia el cementerio.

   Después oímos que gritaban: “¡Aplastamò! ¡Culoblàn!” Eran Mammutone y los dos Cocòi, que se habían refugiado en una fosa. Era la fosa a los pies del abedul donde habían enterrado el cuerpo de Charlò. Una bomba había destrozado y ensanchado la tumba de Charlò; y el pequeño ataúd quién sabe dónde había ido a parar: quién sabe adónde habían ido a parar los huesos del hijo de la lavandera Maria Girasole.

   Nos metimos también nosotros en la fosa. Parecíamos cinco ovejas roñosas caídas en un foso. Habíamos entrado para salvar la vida donde estaba la muerte. Este es el jugo de la guerra. Por lo que a mí se refiere, no hay nada más que decir. Al diablo Padre Fele, que confunde la Patria con Dios. Al diablo la gloria de Bonitoscabellos. Al diablo la victoria con alas y con corona en la cabeza como en los papeles sellados. Nos dividimos en partes iguales las conservas, las galletas y el chocolate de Cagaisuda.

   – Bueno, no está mal, reventaremos mejor con la barriga llena –dijo Andrea Cocòi, y se abrió una lata con la punta de la bayoneta.

   Cayó la noche. Metidos en la fosa, oímos gritos incomprensibles entre las tumbas: ciertamente los rusos estaban rastreando el cementerio de guerra. Oíamos sus voces secas, guturales, en medio de la tormenta de nieve. De vez en cuando, un relámpago, un grito, una explosión.

   Al comienzo del alba, con los ojos rígidos por el frío y el cansancio, vi asomarse a nuestra fosa un rostro extraño, distinto a los rostros de los hombres que veía todos los días: los ojos de almendra, los pómulos marcados, la piel amarilla como un limón. También el ruso me miraba. Vi, a un paso, su mirada, el blanco de los ojos dentro de un líquido hecho de duda, de miedo, de crueldad. Agarré mi pistola y disparé así, a bocajarro, en medio de aquellos ojos. ¡Asch, ptu, qué asco!

   El ruso dejó escapar un grito de jabalí herido y cayó hacia atrás en medio de las tumbas. Los compañeros se dieron a la fuga y descubrieron, al otro lado, los troncos desmochados de los abedules.

   Desde aquel momento, la tumba de Charlò fue el blanco de todas las patrullas enemigas.

   Los rusos, ciertamente, pensaron que tenían que enfrentarse con los guerreros más terribles del ejército italiano. Ciertamente cinco movilizados de Arasolè, dentro de la tumba de un paisano, constituyeron la última línea de combate de toda la línea K.

   Los dos hermanos Cocòi, a la chita callando siempre medio bandidos, se habían olvidado de que estaban en Rusia: pegados a la boca de la fosa, parecía que habían vuelto a los buenos tiempos en los que en los montes de Soliàna se defendían de los saqueadores y de los ladrones de animales.

   O cuando tiraban al blanco contra el gallo de carnaval en la plaza de Arasolè. Defendían su fama de infalibles tiradores.

   Aplastamorro quería salir a toda costa de la fosa y levantar los brazos; pero, desde detrás de los troncos de los abedules, las ráfagas de los fusiles ametralladores rusos maullaban sobre nuestras cabezas.

   – Si te asomas, te hacen un colador –le dije.

   – Tranquilízate, no tardarán en traer los lanzallamas: tendremos el fin de los jabalíes escondidos en las madrigueras en medio del fuego en los montes de Soliàna –respondí.

   Antonio Mammutone, sentado en el suelo, con el rostro escondido entre las manos, lloraba. Ya durante la noche había dado señales de desesperación.

   Ahora daba piedad. No era un hombre, era un animal perseguido y tembloroso. Improvisamente se puso a gritar.

   – ¡Efisio, Efisio, míralos, míralos, llegan los ricos, llegan los ricos!

   Y con un salto de chivo enloquecido saltó sobre la boca de la fosa.

   Efisio Aplastamorro tuvo la rapidez de agarrarlo por los pies y de tirarlo al fondo antes de que los rusos lo llenaran de plomo. El pequeño zapatero se debatía con furia entre los brazos robustos del forjador herrero: tenía ojos de perro rabioso y los cabellos duros como las cerdas de un cerdo atado.

   – Me voy –gritaba–, quiero la licencia, vuelvo a casa.

   – Sí, sí, está bien, te daré la licencia, quédate tranquilo, – lo calmaba Aplastamorro.

   – Dame la licencia, me voy, ya no juego más.

   – Sí, sí, está bien, quédate tranquilo, que te daré la licencia.

   Después Mammutone se puso a reír astutamente:

   – ¡Ah, ah, ah, o una mujer o me corto la cabeza!

   Era más feo que nunca.

   – Orvenza es un cornudo.

   – Sí, sí, es un cornudo –le respondió con dulzura Andrea Cocòi.

   – Es más cornudo que yo.

   – Sí, sí, más cornudo que tú.

   – Don Adamo, yo soy un cornudo y lo sé, pero usted, don Adamo, usted no lo sabe, ah, ah, ah; Giovanna la Roja no es una ramera, es mi mujer, ah, ah, ah.

   – Sí, no es una ramera, es tu mujer.

   Poco a poco Mammutone pasó de la risa al llanto. Era más feo que nunca.

   Después se calmó, sus ojos se volvieron normales y dejó de agitarse.

   – Bueno, Antò, ya se te ha pasado –le dijo Aplastamorro, y le quitó las manos de encima.

   El zapatero, apenas se sintió libre, de un salto increíble salió de la fosa y se puso a correr entre las tumbas.

   – ¿Dónde vas, Mammutò? ¡Vuelve atrás, Mammutò! –gritó Aplastamorro y se lanzó fuera de la fosa para detenerlo.

   Ya lo había agarrado cuando una ráfaga de metralla los destrozó a los dos. Cayeron abrazados el uno sobre el otro. Aplastamorro, grande y grueso; Mammutone, pequeño y delgado. Parecían el perro negro de tío Pasquale Corru con un ratón aferrado en la cola.

   No tengo piel de héroe, gentes, creedme; pero tomé la decisión de salir de la fosa, de deslizarme hasta ellos para ver si estaban todavía vivos y arrastrarlos hacia dentro.

   Apenas había superado la boca, agachado como una hostia, pero eso bastó: fui alcanzado por una ráfaga de metralla.

   Tuve la impresión de haberme caído desde lo alto del campanario de Arasolè y de que Padre Fele me miraba indiferente sin echarme una mano. La campana a muerto sonaba sola. Las campanas de Arasolè estaban delante de mí: las chumberas rojas y maduras contra el cielo entero de espinas en los montes de Caràde, las cornejas negras revoloteando en los prados de asfódelos y férulas en los montes de Oddorài, los prados de mirto y de lentisco en los montes de Ovorèi, las encinas retorcidas en los montes de Ucanèle, los gallos de campo en Biduvè que cantaban como canónigos los maitines con el gorro rojo, las cabras de los ojos amarillos como el azufre y el pie negro como el demonio en los pastos de Soliàna. Pero he aquí que venía el maestro de la escuela, completamente vestido de negro, con la vara de acebuche en la mano, gritando:

   – Alumno Mele Daniele, ven aquí, pon las manos sobre la mesa –y levantaba la vara de acebuche y golpeaba con fuerza, largo tiempo, hasta que brotaba la sangre, sobre mis dedos. 

   Cuando volví en mí, en la boca de la tumba de Charlò, me encontré tendido en la tierra con las manos ensangrentadas.

   En pie, a pocos pasos de mí, estaban Andrea y Matteo Cocòi y, detrás de ellos, de dos en dos, los supervivientes italianos del bosque de abedules: alrededor de ellos, con el fusil apuntado, la bayoneta preparada, los soldados rusos victoriosos.

   Miré a mi alrededor, ensangrentado y aturdido. Vi a los hermanos Cocòi salir de las filas y acercarse a mí. Vi a un soldado ruso que chocó amenazador contra ellos, y a los hermanos Cocòi, decididos, que confabulaban con el ruso y lograban convencerlo.

   Los dos cabreros se me acercaron y me alzaron del suelo.

   – Ya ha acabado, Culoblàn, intenta aguantar –me dijo Andrea Cocòi.

   – Ya ha acabado, Culoblàn, ven con nosotros –añadió el hermano Matteo.

   Comprendí. También yo tenía que ponerme en fila. Los dos hermanos me pusieron en medio y me sostuvieron. Los rusos comenzaron a gritar órdenes.

   La fila se puso en marcha.

   Era de noche. El viento del este era más frío que nunca. Tal era el frío, que se había llevado incluso las nubes. Por primera vez en Rusia vi la luna: una luna amarilla, inmóvil, indiferente en las altísimas casas del cielo.

   La fila caminaba hacia el este, en la llanura que no acababa nunca, traspasada por los cuchillos afilados del viento. Quien no lograba caminar era eliminado. Aquella noche rusa, me pareció estar en Arasolè, por carnaval.

   También allí caminábamos en fila, de dos en dos, callados, cabizbajos. En lugar de los cencerros de buey teníamos la mochila llena; y en el rostro, la máscara negra del frío y de la desesperación. Caminábamos con paso cadencioso y roto: el paso de los prisioneros, un paso más de bestias que de hombres, el paso de los mammutones; alrededor de nosotros, los rusos, los vencedores, los insocatores que, en lugar de lazo, tenían fusiles con la bayoneta preparada. Era la habitual historia de Arasolè: los mammutones, los vencidos, los prisioneros, eran conducidos, como siempre, a su destino.

 

VII

   Delante de los dos candelabros fúnebres de los hermanos Cocòi no había nadie.

   Padre Fele, con los brazos largos y delgados levantados hacia el Crucifijo, grita, en voz muy alta, grita para hacerse oír en la plaza, donde se han sentado los anticlericales:

   – Quien reza por uno que está ya en el infierno, las oraciones aumentarán las llamas que lo queman…

   Andrea y Matteo Cocòi no corren este peligro: por ellos no reza nadie.

   Los dos Cocòi, hermanos gemelos, habían nacido por casualidad en Arasolè.

   Su madre había venido a Arasolè huyendo de un pueblo vecino, soltera y encinta.

   Ella murió en el parto, después de haber dado a luz a los dos gemelos. Tía Filomena Masiènnera, la comadrona sin permiso de Arasolè, apenas los sacó del vientre de la madre moribunda, exclamó: – Parecen dos caracoles sin concha.

   Y el apellido de los bastardos fue caracol que, en la lengua de Arasolè, se dice, precisamente, cocòi.

   Fueron criados por el corazón pobre y bueno de la vieja comadrona sin permiso. Cuando ella murió, fueron a guardar las cabras del principal de Orvenza, en los montes de Soliàna, en los confines del territorio de Arasolè con el bosque del Goceano.

   De grandes, fueron considerados los mejores cabreros de Arasolè. Nadie mejor que ellos sabía tratar con la raza extravagante y susceptible de las cabras.

   Llegaron a ser famosos en toda la región. Y famoso llegó a ser el chivo Cabezadecuerno, el macho cabrío criado por Matteo Cocòi. El cabrito tenía los ojos de azufre, el pie horcado y negro como el demonio y la cabeza dura como el pedernal. Matteo le había enseñado a cocear contra las encinas. Cuando llegaba el tiempo de las bellotas, Matteo le ordenaba:

   – Tumbatu, cocea.

   Y Cabezadecuerno coceaba contra el árbol hasta que no caía la última bellota.

   Matteo estaba muy unido a su chivo, y tenía miedo de que se lo robaran. Así que decidió llevárselo a dormir a la cabaña.

   El hermano Andrea protestó:

   – Oh, Mattè, echa fuera este chivo, que nos ensucia de estiércol los pies, cuando dormimos.

   – Oh, Andrè -respondió Matteo–, nosotros no somos señores para estar limpios, somos pobres.

   La segunda noche Matteo volvió a llevar el chivo a la cabaña.

   – Oh, Mattè -repitió Andrés- echa fuera este chivo, que nos ensucia de estiércol los pies, cuando dormimos.

   – Oh, Andrè -le respondió Matteo–, nosotros no somos señores para estar limpios, somos pobres.

   La tercera noche hubo guerra. Andrea cogió el hacha y dijo: – Oh, Mattè, este chivo, si no te lo llevas fuera, te lo mato.

   Y levantó el hacha. Matteo, de un salto, cogió un tizo del fuego y, para impedir que el hacha cayera, se lo lanzó a la barba al hermano. A Andrea, sí, se le quemó la barba, pero el hacha cayó sobre la cabeza del chivo y se la cortó.

   Matteo lloró con amargura la muerte de su macho cabrío. Incluso les quitó del cuello los cencerros de bronce a las cabras: porque allí adonde llega la muerte hay silencio.

   Se consoló luego a su manera, curtiendo la piel de Cabezadecuerno con corteza de corcho, e hizo la más hermosa zamarra para el cortejo de los mammutones.

   Aparte de la guerra por el chivo, los dos hermanos Cocòi eran amigos, aliados, y de corazón fuerte y atrevido.

   – Sacan hasta el fuego del infierno –decían de ellos en Arasolè.

   Un día, mientras iban en busca de una cabra desviada, los dos cabreros salieron de los montes de Soliàna y se adentraron en el bosque del Goceano. Mientras caminaban por el grande y denso bosque, se encontraron con la banda de Mesalimba, el más temido bandido del Goceano.

   – Quietos y arriba los brazos – escucharon que los intimaban los dos Cocòi.

   Matteo Cocòi miró a los bandidos de arriba a abajo y luego dijo:

   – Oh, tómenselo con c… que nosotros tenemos otra cosa que hacer.

   Y los dos hermanos reemprendieron impertérritos su camino.

   Uno de la banda apuntó el fusil contra los dos cabreros, pero Mesalimba ordenó:

   – Oh, dejadlos ir, ésos son de Arasolè, no es culpa de ellos.

   Eso significaba que era culpa del agua loca que bebían los de Arasolè. Verdaderamente, en el pueblo, más de uno pensaba que los hermanos Cocòi, si no eran bandidos, poco les faltaba: es decir, eran favorecedores.

   Pero era necesario vivir en los montes de Soliàna, a dos pasos del gran bosque del Goceano, para comprender que lo menos que uno puede hacer, si quiere sobrevivir, es ser favorecedor. Es necesario darles a los bandidos, espontáneamente, queso, cabritos, zapatos, vestidos, todo a cambio de no verse desjarretados los animales, cortada la viña y quemado el trigo.

   Un modo como otro cualquiera para defenderse, cuando no te defiende la justicia.

   No era verdad, por eso, que los dos gemelos fueran bandidos.

   Verdad era, en cambio, que todos los veranos los dos cabreros les metían fuego, con las velas de cera bajo el almud de corcho, a los bosques del principal de Orvenza.

   Matteo y Andrea decían: – Debajo de la ceniza está la hierba.

   Pero los dos metían fuego por otro motivo. Sí, está bien, ciertamente el pasto es más abundante en los terrenos por los que el año anterior ha pasado el fuego. Pero el motivo era otro: era que el principal de Orvenza no permitía en modo alguno que se cazaran jabalíes en los terrenos de su propiedad.

   Orvenza dos cosas amaba más que a doña Filiàna: los caballos y los jabalíes. Trataba a los caballos y a los jabalíes como si fueran cristianos, en compensación trataba a los cristianos como si fueran animales.

   Los pobres no podían enrojecer sus labios con la carne sabrosa de los jabalíes que correteaban numerosos por los bosques de Soliàna.

   Por ello los dos cabreros les prendían fuego a los bosques de Orvenza: para asar los jabalíes escondidos en las madrigueras y para que, así, las probaran un poco incluso los de los labios blancos.

   Para los muchachos pobres de Arasolè los dos cabreros eran un poco como los personajes de los cuentos de las largas tardes alrededor del hogar.

   Matteo y Andrea Cocòi fueron mis compañeros de prisión en el campo de Krinovaia, en Siberia: éramos los únicos supervivientes del campamento tres.

   El campo de Krinovaia se encontraba en medio de la estepa. Una llanura que no acababa nunca, mirarla era como mirar el mar. Diez barracones, bajos y largos, de madera, y una casa de ladrillos rojos: alrededor, una alambrada de espinas. En la casa de ladrillos rojos estaban los soldados rusos; en los barracones de madera, los prisioneros.

   En cada barracón había treinta castilletes de madera, y cada castillete tenía tres lechos, como literas en la bodega de un barco.

   El número de los prisioneros de Krinovaia era, más o menos, el de los habitantes de Arasolè. Cada litera de los diez barracones tenía su número: de uno a novecientos.

   Nosotros estábamos en el primer barracón. Andrea Cocòi era el número 31; Matteo, el 32; yo, el 33.

   El número 34 era el profesor. Un oficial movilizado, anciano, profesor de no sé qué. Un hombre de mal aspecto. Tenía el rostro largo con barbilla de punta.

   Parecía el santo de madera carcomida que está en el rincón de la sacristía de Padre Fele, el que hace que les salgan verrugas a los niños que lo tocan.

   – He estado en vuestra isla –nos dijo el profesor– para enseñar, sois buena gente.

   Los tres lo queríamos porque estaba enfermo y era bueno: si no había reventado durante la marcha de traslado a la estepa, era por nosotros.

   El primer día que llegamos a Krinovaia, nos pararon delante de la casa de ladrillos rojos.

   Un sonido de trompeta y los novecientos prisioneros se pusieron firmes.

   De la casa de ladrillos rojos salió el comandante del campo. Un ser enorme, imprevisto, altísimo, un gigante con botas negras, manos enormes con guantes negros, el labio inferior mucho más grande que el superior. Una banda negra le cubría el ojo derecho.

   El ojo izquierdo giraba, rojo y airado, dentro de la cabeza.

   El profesor murmuró:

   – Diablos, parece exactamente el cíclope Polifemo.

   Matteo Cocòi sintió olor de apodo: – ¿Qué ha dicho, profesó, quién es ese Polifemo?

   El profesor se lo explicó, en voz baja, con sencillez.

   – No está mal -dijo Matteo–, me gusta, ¿Polifemo ha dicho?

   – Sí, Polifemo.

   En un decir amén comunicó a los novecientos prisioneros alineados el nombre de su jefe.

   El gigante ruso nos miraba de arriba abajo con su enorme ojo izquierdo. Luego sacó del bolsillo una hoja y leyó, destrozando las palabras, algo en lengua italiana.

   Comprendimos dos cosas.

   Primero: que en Krinovaia no había comida. Hasta el deshielo, hasta la primavera, es decir, teníamos que contentarnos con semillas de girasol. Segundo: que el campo de Krinovaia estaba invadido por los ratones. Teníamos que exterminarlos porque él tenía miedo a la peste. Por cada ratón matado que lleváramos a la casa de ladrillos rojos nos daría un cigarrillo.

   Después del discurso de Polifemo, nos distribuyeron una escudilla de semillas de girasol por cabeza y nos dieron una manta.

   Así pasamos la primera noche en Krinovaia: mondando semillas de girasol y escupiendo cáscaras desde lo alto de los castilletes de madera, mientras el viento del este golpeaba el barracón. La manta que nos habían dado, si nos servía como colchón, no podía servirnos para defendernos del frío, y viceversa.

   El día siguiente nos desahogamos cazando ratones. Todos fumamos hasta que no nos salió el humo por los ojos.

   El segundo día, en lugar de llevar los ratones a la casa de ladrillos rojos, alguno se los asó y se los comió.

   Para los ratones fue un exterminio.

   Aquella noche, los hermanos Cocòi me despertaron:

   – Eh, Culoblàn, mira.

   Miré. Tenían en la mano una bolsa llena de ratones vivos.

   – Hay machos y hembras –dijo Matteo con indiferencia.

   Yo no lograba entender.

   – No comprendes, Culoblàn, es como criar cabras, tendrán un montón de hijos, ¿comprendes?

   Comprendí, finalmente. Se trataba de cavar en silencio bajo nuestro castillete de madera y construir una especie de jaula a prueba de ratón, forrada de chapa, para meter las parejas que tenían que parir.

   Así, mientras los demás prisioneros proyectaban exterminar los ratones, los hermanos Cocòi los criaban.

   Después de algunos días, cuando nadie encontraba ya ningún ratón, ni siquiera como medicina, los dos cabreros sacaban alguno del criadero. Lo asaban y se lo comían, siempre, se entiende, junto a nuestro profesor.

   En nuestro barracón, el día ya no era día, la noche ya no era noche: uno pensaba tirado en el castillete de madera, otro silbaba, otro roncaba, otro maldecía, otro rezaba, otro ponía clavos, otro mondaba semillas de girasol. Al final de la primera semana, en Krinovaia, comenzamos a morir de hambre.

   Un soldado de nuestro barracón se comió dos jabones.

   No murió de hambre, como otros, murió de jabones.

   Los soldados rusos, que antes caminaban desarmados y tranquilos entre nosotros, por orden de Polifemo, debían estar siempre con la bayoneta preparada alrededor de la casa de ladrillos rojos donde nuestra hambre había amontonado montañas de alimentos.

   Los tres hablábamos con detenimiento con el profesor.

   – Polifemo come y bebe todo el día.

   – Polifemo es una carroña.

   – Se come los víveres que debe darnos a nosotros.

   – Es una sanguijuela.

   – Está chupándonos la sangre.

   – Polifemo es un piojo.

   – Es un piojo con un ojo.

   Para evitar complicaciones con los compañeros de barracón decidimos eliminar el criadero de los dos cabreros. Los ratones fueron sacrificados. Asados e inmediatamente devorados.

   Las horas pasaban increíblemente largas en Krinovaia, en el pueblo de madera y de alambre de espinas. Tirados en las camas, éramos como náufragos hambrientos en barcas en medio del mar, sin esperanza de tierra vecina.

   El viento del este, el gélido viento del este, entrando por las ranuras del barracón, agujereaba nuestros huesos temblorosos bajo la gastada manta. En el silencio, el crujido de los dientes en la cáscara de las preciosísimas semillas de girasol.

   – Diablos, incluso los piojos tienen ahora preparada la bayoneta.

   No es que los piojos, en Krinovaia, obedecieran órdenes de Polifemo: los piojos, se sabe, no obedecen órdenes de nadie. La realidad era que los piojos los habíamos tenido siempre encima, desde los tiempos de Cagaisuda, pero nos habíamos acostumbrado y, mientras tuvimos carne, no nos dieron mucho fastidio.

   Lo malo fue que, cuando la dieta nos descarnó los huesos, cada piojo tenía el efecto de una punta de bayoneta.

   Matteo Cocòi, cuando se lo rogaba el profesor, describía minuciosamente la favata, el gran almuerzo de los pobres de Arasolè. La favata es el almuerzo del jueves de carnaval de Arasolè. Como en Arasolè es todo el año Cuaresma, el jueves de carnaval es como Pascuas y Navidad en los demás lugares. Matteo Cocòi le describía al profesor los detalles más minuciosos.

   – Para hacer una buena favata son necesarias cinco cosas: habas secas, tocino, hueso de cerdo salado, coles e hinojo silvestre. Lo pones a hevir todo en el agua, tres horas de cocción, y luego te llenas la panza como un tonel.

   Mientras Matteo Cocòi describía la favata de Arasolè, el profesor se chupaba, con la lengua fuera, los labios secos y blancos. A nosotros los recuerdos nos aumentaban el hambre: como los que están sin mujeres y hablan siempre de ellas.

   – Diablos, ¿lo sabéis? En el barracón número cuatro hay uno que se entrega, un joven subteniente. 

   – Bueno, no está mal -dijo el profesor–, lo dice incluso Mahoma: “En el desierto, el más joven de los camelleros será su mujer”.

   – Ah,  sí, pero este subteniente no es una mujer, es una mujerzuela. Ni por asomo lo hace por amor, no, se hace pagar: un puñado de semillas de girasol quiere.

   El hambre hace que corran incluso las viejas, pero nosotros en Krinovaia no sabíamos adónde volver la cabeza.

   El viento, el gélido viento del este entraba, más hambriento que nosotros, por las ranuras de los barracones burlándose de los armazones de madera.

   Un día el profesor nos dijo:

   – Hoy me he bebido la sangre de Polifemo.

   – ¿Qué te has bebido, profesó?

   – La sangre de Polifemo.

   – ¡Vamos!

   – Que sí, os lo digo, la sangre de Polifemo. ¿Conocéis la historia de la morena, el pulpo y la langosta?

   – No, profesó, cuéntala.

   – Bien, escuchad: en el mar la morena se come al pulpo, el pulpo se come a la langosta, y la langosta se come a la morena.

   – Bien, y ¿qué tiene eso que ver con la sangre de Polifemo?

   – Tiene que ver. El ayudante de Polifemo me ha encargado que lave la camisa del comandante. Estaba llena de piojos. He hecho que los piojos caigan dentro de la escudilla. He puesto a hervir la escudilla sobre el fuego. Caldo de piojos, ¿me seguís? Y me lo he bebido. Polifemo chupa nuestra sangre, los piojos chupan la sangre de Polifemo, y yo me bebo la sangre de los piojos. Como la morena, el pulpo y la langosta.

   El profesor estaba mal. Sus ojos brillaban y brillaban. En dos semanas de ayuno se había quedado reducido a piel y huesos. Su cara parecía una calabaza tallada. Con el uniforme de oficial gastado, todo remiendos, parecía un espantapájaros en las viñas de Arasolè. De vez en cuando abría los brazos, parecía entonces un Cristo en la cruz, el Cristo negro de Padre Fele.

   Aquel mismo día, el profesor enloqueció.

   Improvisamente se puso a aullar como un lobo. Estaba sentado, con las piernas colgando, en su cama, con rostro de crucifijo. Tenía en la mano una escudilla llena de agua y jabón que removía con la caña de su pipa. Se metía el canuto en la boca y echaba pompas de jabón. Miraba con ojos atontados las pompas que subían hasta el techo.

   – ¡Abajo la filosofía! –gritó–. ¡Yo soy Dios!

   Todos en el barracón lo miramos desconcertados.

   – ¡Yo soy Dios! ¡Abajo la filosofía!

   Siguió removiendo en la escudilla, sopló en el canuto y echó una ráfaga de pequeñas pompas de jabón que subieron, leves y redondas, hacia lo alto. Las miraba con los brazos abiertos y con la cabeza echada hacia atrás. Nuestro profesor parecía justo un Cristo en cruz.

   – ¡Yo soy Dios! ¡Yo soy Dios! –gritó de nuevo.

   Y soplaba en la caña.

   – ¡Yo soy Dios! Dad de comer a los hambrientos. El alambre de espinas se convertirá en pasta.

   Se precipitó del castillete de madera y salió del barracón gritando:

   – Yo soy Dios.

   No tuvimos tiempo para pararlo. El profesor quería ir a hacer el milagro de los macarrones: transformar el alambre de espinas en espaguetis.

   – Yo soy Dios.

   Parecía el loco del tarot que va a cazar mariposas con la red desfondada.

   Fue entonces cuando el centinela lo fulminó con una descarga de metralla. Nosotros tres lo recogimos y lo sepultamos en la fosa común en un rincón de la alambrada de espinas, en medio de una violenta tempestad de nieve.

   Apenas llegada la noche, dos prisioneros del barracón cuatro fueron sorprendidos por un centinela mientras cortaban, con una cuchilla de afeitar, trozos de carne del cadáver del profesor.

   Los dos prisioneros fueron enviados a la casa de ladrillos rojos.

   Polifemo no hizo nada de nada. Los dejó ir.

   Mala cosa es el hambre, incluso para uno de Arasolè.

   No puedes vivir sin comer.

   Uno probó una vez, en Arasolè, con su asno.

   Quería acostumbrarlo a vivir sin darle de comer.

   Cuando parecía que lo había conseguido, el asno murió.

   No se ha encontrado, todavía, el modo de vivir sin comer. Y el hombre quiere siempre vivir.

   En Krinovaia, desde esa noche no hubo barracón donde no se comiera carne.

   En Krinovaia, los hombres hambrientos comenzaron a comerse los unos a los otros. Esperaban que uno muriera, cosa de todos los días, descuartizaban el cadáver y comían lo que su hambre les decía que era más útil: el corazón, el hígado, el cerebro.

   Bastaba llegar antes de que llegaran los gusanos.

   Polifemo hacía como el que no veía: él tenía que llegar hasta la primavera.

   Los prisioneros morían como moscas. Quien no comía carne moría de hambre, y quien la comía, moría a causa de la carne de cadáver.

   Alguno probó a hervirla y a beberse el caldo: sí, pero no saciaba.

   Al final del mes murió Andrea Cocòi.

   El hermano Matteo, después de haberle cerrado los ojos, lo cogió en brazos, fue a la fosa común, cavó en un rincón, acomodó al hermano en el agujero, y lo cubrió con tierra.

  Luego se sentó sobre la fosa.

   Vino la noche.

   Salí del barracón y me acerqué a él.

   – Oh, Mattè, ven a descansar, ahora me quedaré yo.

   – No –me respondió.

   – Mattè, te digo que te vayas, yo me quedaré.

   – No, no me muevo –me gritó.

   Lo dejé allí y me volví a mi barracón.

   Matteo veló en el suelo, toda la noche, sobre el cadáver del hermano, en medio de la nieve y del viento del este.

   La noche siguiente, de nuevo, me acerqué a él:

   – Mattè, sé bueno, vete al barracón, te morirás de frío, me quedo yo, estaré atento.

  – No.

   – Te digo que te vayas.

   – No, no me muevo, esperaré a que se lo coman los gusanos.

   Me volví al barracón. Matteo Cocòi se quedó sobre la fosa: no podía soportar la idea de que fuera una cuchilla de afeitar, y no los gusanos, la que descarnara el cadáver del hermano.

   En el corazón de la noche, un centinela ruso encontró a Matteo desvanecido, medio congelado, cerca de la fosa. Lo cogió y lo arrastró hasta el barracón.

   Yo dormía, no me di cuenta de nada.

   Al alba, un prisionero, al entrar en el barracón, vio a Matteo en el suelo.

   Lo sacudió, pero él no volvió en sí.

   Entonces, para reanimarlo, pensó en una escudilla de caldo. Se lo calentó e hizo que se lo tragara.

   El caldo ardiente hizo que volviera en sí Matteo Cocòi.

   El cabrero lanzó un grito. Un grito de cerdo degollado.

   Nos despertamos todos.

   – ¿Qué me has dado? ¿Qué me has dado?

   – Caldo te he dado, te hará bien –respondió el otro.

   Matteo, con los ojos desencajados, gruñó.

   – Debes estar tranquilo, es alimento fresco –dijo el otro.

   Matteo se alarmó. Saltó del suelo y se precipitó fuera del barracón, hacia la fosa. El agujero del hermano estaba patas arriba: el cadáver había sido descuartizado.

   Como un perro rabioso, volvió al barracón.

   Se lanzó aullando encima del desgraciado que le había dado el caldo y le puso sus grandes manos alrededor del cuello.

   Me colgué de sus hombros para intentar detenerlo, pero el fuerte cabrero me sacudió como una hoja.

   Arrastró por el suelo al desgraciado y le apretó con las manos el cuello hasta que no lo estranguló. Luego se precipitó fuera del barracón y se dirigió hacia la alambrada.

   Parecía un perro hidrófobo.

   Un centinela le dio el alto. 

   El cabrero no prestó atención, sino que saltó sobre el alambre de espinas.

   Entonces, el centinela disparó, y lo detuvo para siempre con una ráfaga de metralla.

   Ahora, en la iglesia de Arasolè, delante de los dos candelabros fúnebres de los dos hermanos gemelos no hay nadie.

   Nadie reza por ellos.

   Bueno, ahora subo al campanario: quiero dar tres toques de mementomo solo por ellos.

   Tres toques por dos cabreros. Tres toques porque eran pobres.

   Quiero decir que por los ricos son seis toques, doce por los principales, veinticuatro por los sacerdotes.

 

VIII

   – Una salta la luna, dos salta Dios, tres la hija del marqués…

   Los muchachos de Arasolè están jugando bajo el campanario.

   – Cuatro salta el gato, cinco barro el suelo, seis encrucijada, siete patinete, ocho bizcocho, nueve Margarita hace la prueba, once…

   – ¡Ah, mal, os toca a vosotros hacer el potro!

   – Que no, que no está mal.

   – Sí está mal, te has saltado el diez; os toca a vosotros hacer el potro.

   – Vamos, a callar y a doblarse, si no, os pegamos.

   Y los pobres se doblan de nuevo: les toca siempre a ellos hacer el potro.

   Mientras que los ricos saltan siempre y no se doblan nunca.

   Como siempre. Como cuando éramos muchachos y jugábamos en la plaza, bajo el campanario.

   Efisio Aplastamorro era el jefe de los muchachos pobres y don Adamo de Orvenza mandaba el equipo de los ricos.

   Silbábamos con los dedos en la boca; los ricos tenían silbatos de lata. Los muchachos ricos eran más fuertes que nosotros, porque comían más que nosotros. Eran también más inteligentes, porque comían más.

   Cuando los ricos hablaban entre ellos usaban su propia jerga para que no los entendiéramos los de los labios blancos. Una cosa complicada y difícil para nosotros. Estábamos en continua alarma.

   – ¡Tighiri reghere lagara stighiri cogoro! -gritaban los ricos. Y era necesario bastante tiempo antes de que pudiéramos interpretar la frase -¡Ti(guiri) re(guere) la(gara) sti(guiri) co(goro)!– y pudiéramos encontrar nuestras oportunas defensas.

   O bien era el principal de Orvenza quien gritaba.

   – ¡Sa(gara)la(gara)du(guru)ra(gara)!

   – ¿A(gara)qui(guirì)én(eger)? – preguntaban los ricos.

   – A(gara)Ma(gara)mmu(guru)to(goro)ne(guere) – ordenaba Orvenza.

   Saladura a Mammutone.

   El equipo de los ricos se tiraba encima de nuestro feísimo compañero, cogiéndolo por sorpresa.

   A Mammutone lo arrojaban boca arriba al suelo. Dos le sujetaban las manos; y otros dos, los pies. Los demás ricos impedían nuestra ayuda. Orvenza le desabotonaba los pantalones. Se sentaba encima del vientre de Mammutone ya oscurecido por un vello ambiguo y descolorido.

   – ¡Fuerte con la sal! –ordenaba Orvenza.

   Los ricos cogían un puñado de tierra, escupían sobre ella y la lanzaban sobre el vientre de Mammutone.

   A veces pasaba Giovanna la Roja, que era entonces la muchachita más maliciosa de Arasolè, con una mueca de disgusto y de curiosidad; y miraba el vientre de Mammutone con los ojos de una golondrina atemorizada y encantada por una serpiente.

   Pero los ricos se cansaban pronto y entonces organizaban la caza de los ratones, de los perros y de los gatos de Arasolè. En tal caso dejaban de ser nuestros enemigos y se convertían en nuestros aliados.

   Un día, Orvenza encontró un ratón vivo dentro de la trampa tendida en la despensa de queso del padre. De pronto, a Gavino Tric-Trac lo enviaron a robar un poco de petróleo de la bodega de la madre.

   – Lo quemamos dentro de la trampa –dijo Tric-Trac al volver con el petróleo.

   – No, cuando esté a punto de salir –dijo Orvenza.

   – Sí, sí.

   – Preparado –dijo Tric-Trac, y echó el petróleo sobre el ratón.

   – Preparado – dijo Orvenza, y encendió el fósforo.

   La trampa se abrió y el ratón en llamas salió de la prisión, dio unos pocos pasos chirriando dolorosamente y luego reventó.

   Con el olor a ratón quemado aparecieron Rockefeller y Comecuandotengas, el perro y el gato de Pietro Lellèu, el Americano.

   Rockefeller y Comecuandotengas se presentaron con actitud hipócrita y paso cauteloso.

   Los agarramos y los sujetamos.

   – ¡Atémoslos a los dos juntos!

   – Así no tiene gracia.

   – Atemos el ratón al rabo del perro.

   – No, al rabo del gato.

   – ¡Al rabo del perro atamos un cacharro vacío!

   Así se hizo. En un instante se realizó la operación.

   El gato escapó primero con el ratón pegado en el rabo. El perro, que era cojo, se lanzó para coger el ratón. Pero el ruido imprevisto del cacharro sobre el empedrado lo aterrorizó, metiéndole un miedo amarillo dentro de los ojos. Cojo como era, se arrastró lentamente para no oír el horrible ruido. Luego se paró junto a la iglesia de Padre Fele y se puso a lamerse el rabo.

   Comecuandotengas, en cambio, más listo que el hambre, parecía que quería seguirnos el juego, hacía el bufón con el ratón pegado en el rabo, pasaba una y otra vez delante del hocico del perro espantado.

   Hasta que no vino Pietro Lellèu, el Americano, que le quitó el cacharro del rabo a Rockefeller y repartió el ratón en partes iguales, la mitad para cada uno de sus animales.

   Pietro Lellèu lo había recogido, cuidado y alimentado. Lo había bautizado Rockefeller.

   Al volver a Arasolè se lo había traído con él. Algo tenía que traer de América. Rockefeller caminaba dando saltos a causa de sus patas rotas, como un grillo, tan delgado que daba miedo, eternamente tímido y bueno detrás de los zapatos de su dueño.

   Apenas se dieron cuenta, en Arasolè, de que Lellèu había vuelto de América más pobre de como se había marchado, se tomaban el gusto de burlarse de él.

   – Lellè, rica es América, háblanos de América, Lellè.

   Y Lellèu, que era un bonachón, intérprete de pito y poeta, respondía en versos, cojos como su perro:

                    Así me fue en América,                    Así le suceda a quien me critica                    Es verdad que América es rica                    Pero tiene los bienes quien los tiene.

   Lellèu, en pocas palabras, quería decirles a sus paisanos que también en América come quien tiene; y quien no, simplemente está allí.

   El Americano, además del perro Rockefeller y del gato Comecuandotengas, tenía en casa una cabra. Todas las noches, Lellèu se ponía un zapato con suela de goma y otro con tacos redondos y, a escondidas, entraba en el cementerio para cortar la hierba para su cabra.

   En Arasolè se corrió la voz de que en el cementerio había espíritus.

   Muchos los habían visto. Una noche los vio también Padre Fele.

   En seguida entró en la sacristía. Se puso los hábitos sagrados. Cogió el agua bendita. Y se dirigió al camposanto seguido de toda Arasolè. Cuando llegó bajo el muro del cementerio, Padre Fele comenzó a recitar los conjuros y a esparcir el agua bendita contra las almas condenadas. De pronto, desde lo alto del muro cayeron primero un saco lleno de hierba y luego Pietro Lellèu, el Americano.

   Todo, naturalmente, cayó encima de Padre Fele.

   – Liberanosdomine – gritó el sacerdote.

   Pero los de Arasolè habían estallado en risotadas enormes.

   El Americano, afortunado siempre como un perro en la iglesia, se incorporó y se quedó allí, con la boca abierta, moviendo con agitación las pestañas, con la cara puntiaguda y triste de un perro vagabundo.

   Padre Fele lo atacó de mala manera:

   – Desgraciado, alma condenada, ¿no sabes que le robas a Dios? Él es el dueño del camposanto.

   Lellèu, cabizbajo, respondió:

   – Padre Fè, Dios es un mal patrón, hay a quien le da demasiado y a quien no le da nada.

   Se echó el saco de hierba sobre la espalda y se fue porque su cabra tenía hambre. Y llevaba ese aire, compuesto de extravagancia y de confianza no se sabe en quién, que llevan siempre los pobres de Arasolè.

   Los únicos parientes del Americano eran, por tanto, el gato, el perro y la cabra.

   Pero el pariente más querido era el gato, Comecuandotengas.

   Lellèu lo había amaestrado de mil modos: para que robara carne al fresco, de noche, en las ventanas de los ricos; para que se arrastrara detrás de una gallina degollada en un corral, y, en fin, gloria de toda Arasolè, para que llevara en la boca la luz de petróleo, de abajo arriba, a lo largo de la escalera de madera de su casucha.

   Pero una noche, una inolvidable noche, toda Arasolè sufrió un sobresalto.

   – ¡Fuego, fuego, en casa de Pietro Lellèu! –fue el grito.

   La campana de fuego tocaba el doble.

   La casa del Americano fue destruida por las llamas. Pietro Lellèu apareció carbonizado junto al gato, al perro y a la cabra.

   Alguno dijo:

   – Comecuandotengas debe de haber visto algún ratón y ha dejado caer la luz de petróleo.

   Para nosotros, los muchachos de Arasolè, fue una gran pérdida. No tanto por el Americano, cuanto por su perro y por su gato.

   Ningún otro perro ni ningún otro gato podían divertirnos como su perro cojo y su gato astuto.

   Pero el juego preferido por los ricos era el de los potros. Los muchachos de un equipo se doblaban y debían hacer de potros. Los muchachos del otro equipo eran los soldados montados: tenían que saltar y recitar, simultáneamente, una historieta. Si se equivocaban en el orden de la historieta, tenían que ceder el puesto y se invertían los papeles. El juego les gustaba mucho a los ricos, porque conseguían siempre que los pobres hicieran de potros.

   Otro juego preferido por los ricos era el de los señores y los criados.

   Cada muchacho trazaba un gran círculo en el suelo. Se metía dentro y se  convertía en señor de las tierras. Nosotros nos quedábamos fuera de los círculos y nos llamaban los criados sin tierras. Teníamos que acercarnos a escondidas a los círculos.

   Entonces los señores se convertían en policías y nosotros en bandidos. Nos detenían. Encadenarnos era su diversión.

   Un día, mientras desembocábamos en la plaza para acercarnos a los círculos, el vigía de los ricos gritó:

   – ¡Jefe, llegan los bandidos!

   – Pues que esperen, que estoy cagando -ordenó Orvenza.

   Incluso en la escuela estábamos separados en dos filas de bancos.

   El maestro era un hombre que siempre vestía de negro: nos pegaba con una vara de acebuche.

   Una mañana, antes de que entrara el maestro en el aula, Orvenza pintó algo en la pizarra: sí, era un sucio dibujo, se comprendía bien, más o menos era el vientre de Mammutone durante la saladura.

   Entró el maestro, completamente vestido de negro.

   El grupo de los ricos reventaba de risa.

   El maestro miró la porquería dibujada en la pizarra, y luego nos miró a la cara, detenidamente, uno a uno.

   De pronto, Orvenza se levantó:

   – Ha sido Mammutone –dijo.

   – No ha sido Mammutone –protestó Efisio Aplastamorro.

   – Ha sido Mammutone –repitió Orvenza.

   – No ha sido Mammutone –gritó Charlò.

   – Ha sido Mammutone –repitió otra vez Orvenza.

   El maestro, gélido, habló:

   – Alumno Mammutone Antonio, ven aquí.

   – ¡No he sido yo! –se quejó el feísimo hijo del zapatero.

   – Mammutone Antonio, ven aquí –repitió el maestro mientras cogía la vara de acebuche.

   – ¡No he sido yo!

   – Mammutone, ven aquí.

   – ¡No he sido yo!

   – Pon las manos sobre la mesa.

   – No he sido yo, he llegado el último, eso estaba ya en la pizarra.

   – Pon las manos sobre la mesa.

   – ¡No he sido yo, ni siquiera alcanzo!

   – Pon las manos sobre la mesa.

   Mammutone puso las manos sobre la mesa. El equipo de los ricos reía. Nosotros teníamos las caras largas.

   El maestro levantó la vara de acebuche y golpeó, largo tiempo, fuerte, hasta que brotó sangre, sobre los dedos de aquel desgraciado y ridículo Mammutone.

   Lo sabíamos, era siempre así, incluso el maestro nos odiaba.

   También él formaba parte del equipo de los ricos.

   Pero, a veces, el cielo estaba sereno sobre el campanario de Arasolè. En mañanas increíblemente claras, los dos equipos de muchachos, los ricos y los pobres, completamente ajenos al hecho de ser enemigos, abandonábamos la escuela, abandonábamos la plaza bajo el campanario y nos aventurábamos lejos.

   Estaban las chumberas rojas, clavadas contra el cielo verde, erizadas de espinas, en los montes de Caràde; estaban los prados de asfódelos y de férulas, en los montes de Oddòrai, donde graznan roncas las cornejas; estaban los huertos de secano alrededor de la Casa de las Fuentes Rojas con sandías verdes y tomates amarillos; estaban los prados de mirto y de lentisco en los montes de Ovorèi; estaban las encinas que sangraban por las heridas de las hachas en los montes de Ucanèle; estaban los campos de maíz, en los montes de Biduvè, donde los gallos de campo cantaban maitines como canónigos; estaban los perros de los pastores en los pastos de Soliàna, los blancos perros de los pastores que les ladraban a las ovejas enloquecidas de astrágalo blando y a las cabras de pie negro como el diablo y ojos amarillos como el azufre; estaba el nuraghe negro de Orvenza, donde por la noche duerme el cuerpo blanco y redondo de la luna y las langostas de las brujas se fríen al fuego de las estrellas.

   En aquellos campos estaba nuestra fiesta, nuestro paraíso.

   Nuestros gritos subían hasta el sol.

   – ¡Los bueyes de maíz!

   – ¡El silbato de caña!

   – ¡El carro de férula!

   – ¡La peonza de bellota!

   – ¡La trampa de junco!

   – ¡La cruz de asfódelo!

   – ¡Una rama de vincapervinca!

   – ¡Un grillo cantarín!

   – ¡Una luciérnaga!

   – ¡Vamos, cortémosle la cola!

   – ¡Un nido de calandrias!

   En aquellos campos estaba nuestro paraíso.

   Y las estaciones llegaban y se marchaban. Cada mes tenía su nombre: el mes del círculo, el mes de las peonzas, el mes de las nueces, el mes de las cometas, el mes de la gallina ciega, el mes de los caballos de caña, el mes de la morra. Y las estaciones llegaban y se marchaban: cuando llegaban las golondrinas, cuando cantaban las cigarras, cuando maduraban las chumberas, cuando caían las hojas, cuando llegaba la primera nieve con los vendedores de castañas.

   Y las estaciones llegaban y se marchaban para los muchachos de Arasolè.

   Llegaron y se marcharon: desde la plaza debajo del campanario hasta el campamento tres.

   A los de los labios blancos se los han comido los piojos, Cagaisuda y Polifemo.

   Aquí han quedado los candelabros fúnebres.

   Por mi parte, cuando hago la cuenta del dinero recibido por los repiques de mementomo, estoy conforme.

   Quiero decir que nada ha cambiado.

   Según Padre Fele, Dios creó nuestra isla pisando con su pie de fuego un montón de piedras que se le habían quedado en la cesta.

   Según tío Pasquale Corru, el buen Dios tenía un callo en el punto del pie en el que puso Arasolè.

   Y nada ha cambiado.

   Y los muchachos juegan aún bajo el campanario.

   – Una salta la luna, dos salta Dios, tres la hija del marqués, cuatro salta el gato, cinco barro el suelo, seis encrucijada, siete patinete, ocho bizcocho, nueve Margarita hace la prueba, once…

   – ¡Ah, mal, os toca a vosotros hacer el potro!

   – Que no, que no está mal.

   – Sí está mal, te has saltado el diez; os toca a vosotros hacer el potro.

  – Vamos, a callar y a doblarse, si no, os pegamos.

   Y los pobres se doblan de nuevo: les toca siempre a ellos hacer el potro.

   Y los ricos saltan siempre y no se doblan nunca.

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