Página dedicada a mi madre, julio de 2020

XV. DICHOS FAMOSOS DE FILIPPO OTTONIERI [25]

CAPÍTULO PRIMERO

Filippo Ottonieri,[26]  del cual me dispongo a escribir algunos razonamientos notables que, en parte, oí de su boca y, en parte, me narraron otros, nació, y vivió casi la mayor parte del tiempo, en Nubiana, en la provincia de Valdiviento,[27]  donde incluso murió no hace mucho y donde no se recuerda que ninguno fuera injuriado por él, ni con hechos ni con palabras. Fue odiado, en general, por sus conciudadanos porque parecía sentir poco placer con muchas cosas que suelen ser bastante amadas o buscadas por la mayor parte de los hombres, aunque no diera señal alguna de tener en poca estima o de reprobar a los que disfrutaban con ellas más que él y las seguían. Se cree que él fue en efecto, y no solo en los pensamientos, sino también en la práctica, lo que los demás hombres de su tiempo declaraban ser, o sea, filósofo. Por ello pareció singular entre la demás gente, aunque ni procuraba ni intentaba mostrarse diferente a la multitud en cosa alguna. A propósito de ello, decía que la mayor singularidad que hoy se puede encontrar ya en las costumbres, ya en las normas, ya en los hechos de cualquier persona civil, comparada con la de los hombres que entre los antiguos fueron considerados singulares, no solo es de otro tipo, sino mucho menos diferente que ella del uso común de los contemporáneos, pues, aunque les parezca grandísima a los presentes, a los antiguos les hubiera resultado o mínima o nada, incluso en los tiempos y en los pueblos que fueron en la antigüedad más incivilizados y corrompidos. Y comparando la singularidad de Jean Jacques Rousseau, que les pareció singularísimo a nuestros antepasados, con la de Demócrito y con la de los primeros filósofos cínicos, añadía que hoy cualquiera que viviera de modo tan diverso a nosotros como vivieron aquellos filósofos con respecto a los griegos de su tiempo, no sería tenido por hombre singular, sino que, en la opinión pública, sería excluido, por decirlo así, de la especie humana. Y juzgaba que por la medida absoluta de la singularidad que se puede encontrar en las personas de un lugar y de un tiempo cualquiera, se puede conocer la medida de la civilización de los hombres de dicho lugar y de dicho tiempo.

En la vida, aunque templadísimo, se proclamaba epicúreo, quizás más de broma que por convicción. Pero condenaba a Epicuro, diciendo que, en su tiempo y en su nación, se podía obtener mucho más deleite con el estudio de la virtud y de la gloria, que con el ocio, la negligencia o los placeres del cuerpo, cosas en las que este retenía el sumo bien de los hombres. Y afirmaba que la doctrina epicúrea, muy adecuada para la edad moderna, fue completamente ajena a la antigua.

En filosofía, le gustaba llamarse socrático y a menudo, como Sócrates, se entretenía una buena parte del día razonando filosóficamente ya con uno, ya con otro, y máxime con algunos conocidos, sobre cualquier argumento que la ocasión le ofreciera. Pero no frecuentaba, como Sócrates, los talleres de los zapateros, de los carpinteros, de los herreros y otros tales, pues consideraba que si los herreros y carpinteros de Atenas tenían tiempo para filosofar, los de Nubiana, si tal hicieran, se morirían de hambre. Tampoco razonaba como Sócrates, interrogando y argumentando continuamente, pues decía que, aunque los modernos sean más pacientes que los antiguos, hoy no se encontraría a nadie que soportara tener que responder a un millar de preguntas continuas y tener que escuchar un centenar de conclusiones. Y, verdaderamente, no tenía de Sócrates sino esa forma de hablar alguna vez irónica y disimulada. Y buscando el origen de la famosa ironía socrática, decía: “Sócrates, nacido con alma muy noble y, por ello, con una tendencia muy grande a amar, pero desgraciado sobremanera en lo físico, seguramente hasta la juventud se desesperó por poder ser amado con un amor distinto al de la amistad, poco apto para satisfacer un corazón delicado y fervoroso, que a menudo siente hacia los demás un afecto mucho más dulce. Por otra parte, a pesar de que él tenía aquel abundante coraje que nace de la razón, parece que no estuviera provisto con suficiencia de aquel que viene de la naturaleza y de otras cualidades que, en aquellos tiempos de guerra y de sedición y con aquella tan gran licencia de los atenienses, eran necesarias para ocuparse en su patria de los asuntos públicos. En estos, su aspecto desgraciado y ridículo le habría ocasionado un no pequeño daño en un pueblo que, incluso en la lengua, diferencia poco entre lo bueno y lo hermoso, y además, muy habituado a bromear. Así, en una ciudad libre y llena de estrépito, de pasiones, de ocupaciones, de pasatiempos, de riquezas y de otras fortunas, Sócrates, pobre, rechazado por el amor, poco apto para los manejos públicos, pero dotado de un ingenio grandísimo, que, añadido a tales condiciones, debía acrecentar sobremanera su malestar, se puso por ocio a razonar sutilmente sobre las acciones, las costumbres y las cualidades de sus conciudadanos, para lo que se sirvió de cierta ironía, como naturalmente tiene que sucederle a quien se encontraba impedido de formar parte, por decirlo así, de la vida. Pero la mansedumbre y la magnanimidad de su naturaleza, e incluso la celebridad que se fue ganando con sus mismos razonamientos y con la que quizás se consoló en parte su amor propio, hicieron que esta ironía no fuera desdeñosa y cruel, sino tranquila y dulce.

Así, la filosofía, por primera vez, según el famoso dicho de Cicerón, [28]  bajada del cielo, fue metida por Sócrates en las ciudades y en las casas, y separada de la especulación sobre las cosas ocultas, a lo cual se había dedicado hasta entonces, fue encaminada a considerar las costumbres y la vida de los hombres, y a debatir sobre las virtudes y los vicios, sobre las cosas buenas y útiles y sus contrarias. Pero Sócrates, al principio, no tuvo intención de hacer estas innovaciones, ni de enseñar nada, ni de alcanzar el nombre de filósofo, pues en aquellos tiempos tal nombre era propio solo de los físicos y de los metafísicos, por lo que de sus discusiones y coloquios no podía esperarlo; es más, confesó abiertamente que no sabía nada, y no se propuso más que entretenerse charlando de los casos ajenos, prefiriendo este pasatiempo a la misma filosofía, no menos que a cualquier otra ciencia o a cualquier otra arte, porque, inclinado por naturaleza a las acciones mucho más que a las especulaciones, no se dedicaba a discurrir sino por las dificultades que le impedían obrar. Y en los discursos siempre se ejercitó de mejor gana con personas jóvenes y hermosas, antes que con otras, como engañando al deseo y complaciéndose con ser estimado por los que mayormente habría querido ser amado. Y dado que todas las escuelas de los filósofos griegos nacidas desde entonces derivaron, en cierto modo, de la socrática, concluía Ottonieri, que el origen de toda la filosofía griega, de la que nació la moderna, fue la nariz respingona y el rostro de sátiro de un hombre de ingenio excelente y ardorosísimo corazón. También decía que, en los libros de los socráticos, la persona de Sócrates es semejante a esas máscaras que, en nuestras comedias antiguas, tienen exclusivamente un nombre, una vestimenta y una índole, pero que, por lo demás, cambian en cada una de las comedias.

No dejó escrita cosa alguna de filosofía, ni de otra cosa que no perteneciera al uso privado. Y, habiéndole preguntado alguno por qué no filosofaba también por escrito, como lo hacía oralmente, y por qué no confiaba sus pensamientos a los papeles, respondió: La lectura es un diálogo que se entabla con el que escribió. Así, del mismo modo que, en las fiestas y en las diversiones públicas, los que no forman ni creen formar parte del espectáculo muy pronto se aburren, así en el diálogo es más grato en general hablar que escuchar. Pero los libros forzosamente son como esas personas que, al estar con los demás, hablan siempre y nunca escuchan. Por tanto, es necesario que el libro diga muy buenas y hermosas cosas, y que las diga muy bien, de tal modo que los lectores le perdonen ese hablar continuo. De lo contrario, será inevitable que cualquier libro suscite odio, como cualquier orador insaciable.

CAPÍTULO SEGUNDO

No reconocía ninguna diferencia entre las ocupaciones y los entretenimientos; y siempre que se había ocupado de cualquier cosa, por grave que fuera, decía que se había entretenido. Solo si alguna vez había estado algún tiempo sin ocupación, confesaba que no había tenido en aquel intervalo ningún entretenimiento.

Decía que los deleites más verdaderos de nuestra vida son los que nacen de las imaginaciones falsas, y que los niños encuentran todo en nada, los hombres nada en todo.

Comparaba cada uno de los placeres llamados generalmente reales a una alcachofa cuyas hojas hubiera que masticar y tragar para poder llegar al corazón. Y añadía que tales alcachofas son además muy escasas, y que en gran número se encuentran otras, parecidas a aquéllas por fuera, pero sin corazón dentro; por lo que él, que difícilmente podía aceptar tener que tragarse las hojas, se contentaba la mayor parte de las veces con abstenerse de unas y de otras.

Respondiendo a uno que le preguntó cuál era el peor momento de la vida humana, dijo: exceptuando el tiempo del dolor y el del temor, yo consideraría que los peores momentos son los del placer, porque la esperanza y el recuerdo de estos momentos, que ocupan el resto de la vida, son cosas mejores y bastante más dulces que esos mismos deleites”. Y comparaba todos los placeres humanos con los olores, porque estimaba que estos suelen crear más deseo que ninguna otra sensación, hablando proporcionalmente al deleite; y de todos los sentidos del hombre, el que está más lejos de poder ser colmado por los placeres, estimaba que era el olfato. Incluso comparaba los olores con las expectativas de bienes, diciendo que aquellas cosas olorosas que se pueden comer o en cierto modo probar, generalmente, vencen con su olor a su sabor, ya que, una vez probadas, gustan menos que cuando se las huele o menos de lo que se estimarían por su olor. Y contaba que algunas veces había tenido que soportar impacientemente la espera de un bien, que estaba seguro que había de alcanzar, y ello no porque sintiera una gran avidez por dicho bien, sino por temor a disminuir el disfrute al imaginar con respecto a él demasiadas cosas que se lo representaran mucho mayor de lo que habría de ser. Y que, mientras tanto, había puesto toda su atención para distraer su mente del pensamiento de aquel bien, tal como se hace con los malos pensamientos.

Decía también que cada uno de nosotros, desde que viene al mundo, es como uno que se acuesta en una cama dura e incómoda, en la que, apenas colocado, al sentir el malestar, comienza a dar vueltas a uno y otro lado, a cambiar de lugar y de posición continuamente, y así pasa toda la noche, siempre esperando poder dormir por fin un poco, y creyendo algunas veces que está a punto de dormirse, hasta que, llegada la hora, sin haber descansado nada, se levanta.

Observando junto a otros ciertas abejas ocupadas en sus tareas, dijo: benditas vosotras que no sabéis de vuestra infelicidad.

No creía que se pudieran contar todas las miserias de los hombres, ni deplorar una sola de modo suficiente.

A aquella pregunta de Horacio, cómo es que ninguno está contento con su estado, respondía: la razón es que ningún estado es feliz. No menos los súbditos que los príncipes, no menos los pobres que los ricos, no menos los débiles que los poderosos, si fueran felices, estarían muy contentos con su suerte y no envidiarían la de los demás, porque los hombres no son más difíciles de contentar que los demás géneros, pero no pueden ser colmados sino por la felicidad. Por tanto, siendo siempre infelices, ¿qué maravilla hay en que no estén nunca contentos?

Hacía notar que en el caso en que uno se encontrara en el estado más feliz de esta tierra, pero sin que pudiese confiar en mejorar algo o de algún modo, se podría casi decir que este es el más miserable de todos los hombres. Incluso los más viejos tienen proyectos y esperanzas de mejorar su condición de algún modo. Y recordaba un fragmento de Jenofonte en el que este aconseja a quien tiene que comprar un terreno que se compre uno que esté mal cultivado, porque, dice, un terreno que no puede dar más fruto que el que ya da no alegra tanto cuanto alegraría si tú lo vieras ir cada vez mejor: y todas las posesiones que vemos que van aprovechando nos dan más contento que las demás.

Por el contrario, hacía notar que ningún estado es tan mísero que no pueda empeorar, y que ningún mortal, por muy infeliz que sea, puede consolarse ni presumir diciendo que ha sufrido tanta infelicidad, que no comporte aumento. Aunque la esperanza no tiene límite, los bienes de los hombres son limitados; es más, de modo aproximado, el rico y el pobre, el señor y el siervo, si confrontamos las características de sus estados con sus costumbres y sus deseos, resulta que tienen generalmente la misma cantidad de bien. Pero la naturaleza no ha puesto ningún límite a nuestros males, y ni siquiera la misma imaginación puede fingir una calamidad tan grande, que no se haga realidad en el presente o se haya hecho realidad o por último se pueda hacer realidad en alguna persona. Por tanto, mientras la mayor parte de los hombres no puede, en verdad, esperar que aumente la cantidad del bien que posee, a ninguno, en todo el espacio de esta vida, le puede faltar una materia no vana de temor; y si la fortuna pronto se reduce hasta el punto de que ya no tiene verdaderamente fuerzas para beneficiarnos más, sin embargo, no pierde nunca la facultad de ofendernos con daños nuevos y tales que hacen que la misma firmeza sea vencida y rota por la desesperación.

Se reía a menudo de aquellos filósofos que consideraron que el hombre podía escapar del poder de la fortuna, despreciando y creyendo ajenos todos los bienes y males que no puede conseguir o evitar, mantener o  esquivar, y considerando que la propia felicidad e infelicidad radica en algo que depende totalmente de él. Sobre esa opinión, entre otras cosas, decía: “Dejemos pasar que incluso si existió alguna persona que vivió con los demás como un verdadero y perfecto filósofo, ninguno vivió ni vive de tal modo consigo mismo, y que tan posible es no preocuparse de los asuntos propios más que de los ajenos, como preocuparse de los ajenos como si fueran propios. Pero, supuesto que aquella disposición de ánimo de la que hablan estos filósofos fuera posible, que no lo es, y que se encontrara verdadera y realmente en uno de nosotros, y que fuera más perfecta de lo que aquellos dicen, confirmada y connaturalizada por un uso larguísimo, experimentada en mil casos, ¿quizás por eso la felicidad y la infelicidad de tal persona no estarían en poder de la fortuna? ¿No estaría sujeta a la fortuna esa misma disposición de ánimo que aquellos presumen que puede escapar de ella? ¿La razón del hombre no está sometida siempre a infinitos accidentes? Innumerables enfermedades que causan aturdimiento, delirio, frenesí, furor, imbecilidad y otros cien géneros de locura breve o duradera, temporal o perpetua, ¿no pueden turbarla, debilitarla, confundirla o anularla? ¿La memoria, conservadora de la sabiduría, no está siempre consumiéndose y debilitándose desde la juventud en adelante? ¡Cuántos hay que se vuelven en la vejez niños de mente! Y casi todos pierden el vigor del espíritu a esa edad. Al igual que por cualquier otra debilidad corporal, aunque estén indemnes e intactas todas las facultades del intelecto y de la memoria, el coraje y la constancia suelen, unas veces más y otras menos, languidecer, y no raramente se apagan. En fin, es una gran estupidez confesar que nuestro cuerpo está sujeto a las cosas que no están en nuestras manos y, a pesar de ello, negar que el ánimo, que depende del cuerpo casi por completo, no esté sujeto necesariamente a ninguna cosa, excepto a nosotros mismos.” Y concluía que el hombre por completo y siempre e irresistiblemente está en poder de la fortuna.

Una vez que le preguntaron para qué nacían los hombres, respondió en broma: “Para saber que habría sido mejor no haber nacido.”

CAPÍTULO TERCERO

A propósito de cierta desgracia que le sucedió, dijo: “Perder a una persona amada en un accidente repentino o tras una enfermedad breve y rápida no es tan amargo como ver que se destruye poco a poco (y esto le había sucedido a él) en una enfermedad larga que no la extingue antes de haberla cambiado en cuerpo y alma y de haberla convertido casi en un ser diferente al que era antes. Cosa repleta de miseria: pues, en tal caso, la persona amada no se borra dejándonos, a cambio, la imagen que conservamos en el alma, tan amable como era en el pasado, sino que nos deja en los ojos otra completamente diferente de aquella que amábamos en el pasado; de ese modo nos arranca violentamente del alma todos los engaños del amor y, finalmente, cuando ella se aleja para siempre, aquella imagen primera que teníamos en el pensamiento es borrada por la nueva. Así se llega a perder por completo a la persona amada, como alguien que no puede sobrevivir ni siquiera en la imaginación, la cual, en lugar de otro consuelo, no nos suscita sino materia de tristeza. Y al fin, este tipo de desgracias no deja lugar alguno para descansar en el dolor que provoca.”

A uno que se lamentaba no sé de qué sufrimiento y que decía: “Si pudiera librarme de este, todos los demás que tengo me resultarían ligerísimos de soportar”, le respondió: “Al contrario, te resultarían graves, mientras que así te resultan ligeros.”

A otro que decía: “Si este dolor hubiera durado más, no lo habría soportado”, le respondió: “Al contrario, por la costumbre, lo habrías soportado mejor.”

Y en muchas cosas relativas a la naturaleza de los hombres se apartaba de los juicios comunes de la multitud y, algunas veces, incluso de los prudentes. A modo de ejemplo, negaba que para pedir o rogar sean oportunos los momentos en los que aquellos a quienes se pide o ruega sienten una insólita alegría. Máxime, decía, cuando la súplica no sea tal que, la persona a la que se ruega o pide pueda satisfacerla inmediatamente, con solo un simple consentimiento, o poco más; pienso que, en las personas, el júbilo no es menos inoportuno que el dolor, cuando se les ruega cualquier cosa. Pues las dos pasiones llenan de tal modo el pensamiento del hombre, que no dejan lugar a los asuntos ajenos. Al igual que nuestro mal, en el dolor, también el bien, en la alegría, tienen atentos y ocupados los ánimos, e ineptos para el cuidado de las necesidades y deseos de los demás. De la compasión especialmente están apartadísimos ambos momentos: el del dolor, porque el hombre está completamente sumido en la piedad de sí mismo; el de la alegría, porque entonces todas las cosas humanas y toda la vida se nos representan alegrísimas y agradabilísimas, tanto que las desventuras y los sufrimientos parecen casi imaginaciones vanas, o ciertamente se rechaza pensar en ello, por estar muy en desacuerdo con la presente disposición de nuestro ánimo. Los mejores momentos para intentar hacer que alguien actúe inmediatamente o se decida a actuar en beneficio ajeno son los de una alegría plácida y moderada, no extraordinaria, no viva, o mejor, los de una alegría tal que, aunque viva, no tiene un motivo determinado y que nace de pensamientos vagos y que consiste en una tranquila agitación del espíritu. En ese estado, los hombres están más dispuestos que nunca a la compasión, son más blandos con quienes les ruegan y, algunas veces, abrazan con gusto la ocasión de gratificar a los demás y de dirigir aquel movimiento confuso y aquel agradable ímpetu de sus pensamientos hacia cualquier acción loable.”

Negaba, del mismo modo, que el infeliz, al contar o al mostrar sus males, suscite por lo general mayor compasión o mayor preocupación en aquellos que guardan con él mayor conformidad por lo que se refiere a los sufrimientos. “Es más, estos, al oír nuestros lamentos o al entender nuestra condición de algún modo, no se preocupan sino de anteponer como más graves sus males a los nuestros; y a menudo sucede que, cuando más creemos que están conmovidos por nuestro estado, ellos nos interrumpen para contarnos su propio infortunio y para intentar persuadirnos de que este es menos tolerable que el nuestro.” Y decía que en tales casos sucede habitualmente lo que en la Ilíada se cuenta de Aquiles cuando Príamo, suplicante y lloroso, se postró a sus pies: “Cuando acabó su lamento miserable, Aquiles se echó a llorar, no por los males de aquel, sino por sus propias desventuras y por el recuerdo del padre y del amigo asesinado.” Añadía que bien suele infundir compasión el hecho de haber vivido alguna vez los males que se oyen o se ven en los demás, pero no el hecho de vivirlos en el presente.

Decía que la negligencia y la desconsideración son la causa de infinitas crueldades o maldades, y muy a menudo tienen la apariencia de maldad o crueldad: como, por ejemplo, quien al entretenerse fuera de casa en algún pasatiempo deja que los criados se mojen con la lluvia en un lugar descubierto, no por tener al alma dura y despiadada, sino por no considerar o medir con la mente el malestar de los demás. Y estimaba que, en los hombres, la desconsideración es mucho más común que la maldad, que la crueldad y cosas semejantes; que ella origina un número bastante mayor de malas obras, y que una grandísima parte de las acciones y comportamientos de los hombres que se atribuyen a alguna pésima cualidad moral no son verdaderamente sino desconsideraciones.

Dijo, en cierta ocasión, que era menos grave para el benefactor la plena y expresa ingratitud que ver que se le pagaba un gran beneficio con uno pequeño, con el que el beneficiado, por vulgaridad de juicio o por maldad, se considera o pretende considerarse libre de la obligación hacia aquel, que, así, aparece recompensado o por educación le conviene mostrar que se tiene por tal; de ese modo, por una parte, es defraudado incluso por la desnuda e infructuosa gratitud del alma, que él probablemente se había prometido de algún modo; y por otra parte, se le ha quitado incluso la facultad de lamentarse libremente de la ingratitud o de aparecer, tal como es en efecto, mal e injustamente correspondido.

He oído referir incluso como suya esta sentencia: “Estamos inclinados y habituados a presuponer, en aquellos con los que solemos conversar, mucha agudeza y maestría para descubrir nuestros verdaderos valores y los que nos imaginamos, y para conocer la belleza o cualquier otra virtud de nuestros dichos o hechos, así como mucha profundidad y costumbre de meditar y mucha memoria para considerar esas virtudes y esos méritos, y tenerlos siempre en la mente, aunque en ellos, con respecto a cualquier otra cosa, o bien no vemos tales virtudes, o bien no nos confesamos que no las vemos.”

CAPÍTULO CUARTO

Observaba que, algunas veces, los hombres irresolutos son muy perseverantes en sus propósitos, sea cual sea la dificultad, y que esto se debe a su misma irresolución, dado que si abandonan la determinación adoptada, convendría que resolvieran otra. “Algunas veces están muy dispuestos y son muy eficaces para poner en obra lo que han decidido, porque, temiendo ellos mismos abandonar, de un momento a otro, el partido tomado y volver a aquella penosísima perplejidad y suspensión de ánimo, en la que se encontraban antes de determinarse, apresuran su ejecución y utilizan en ello toda su fuerza, movidos más por la ansiedad y la inseguridad de vencerse a sí mismos, que por el propio fin de la empresa y  por los obstáculos que tengan que superar para conseguirlo.”

Decía a veces riendo que las personas acostumbradas a expresarles continuamente a los demás sus propios pensamientos y sentimientos, incluso cuando están solas exclaman si una mosca les pica o se echan encima un vaso o este se les resbala; por el contrario, las que están hechas a vivir solas y a retenerse en sí mismas, incluso si sienten un ataque de apoplejía, aunque estén en compañía, no abren la boca.

Consideraba que buena parte de los hombres antiguos y modernos que reputamos grandes y extraordinarios consiguieron esta reputación principalmente gracias al exceso de una cualidad sobre las demás. Y que, por el contrario, la persona en la que las cualidades del espíritu estuvieran equilibradas y proporcionadas entre sí, aunque estas fueran extraordinarias o grandes sobremanera, difícilmente puede realizar cosas dignas de uno u otro título, y aparecer ante los presentes o los futuros como grande o extraordinaria.

Distinguía en las modernas naciones civilizadas tres tipos de personas. El primero era el de aquellas en las que la propia naturaleza e incluso gran parte de la común naturaleza humana se encuentra cambiada y transformada por las convenciones y por las costumbres de la vida social. A este tipo, decía, pertenecían todas aquellas que están capacitadas para los asuntos privados y públicos, para participar con deleite en las relaciones humanas, y para resultar, de modo recíproco, agradables a aquellas con las que conviven o tratan personalmente de un modo u otro, y finalmente, para adaptarse a la vida social presente. A este único tipo, si se habla en general, decía, le correspondía y pertenecía, en dichas naciones, la estima de los hombres. El segundo era el de aquellas en las que la primera condición de su naturaleza no se encuentra lo suficientemente cambiada, ya por no haber sido, como se dice, cultivada, o porque, debido a sus límites o insuficiencia, fue poco apta para recibir y conservar las impresiones y los efectos del arte, de la práctica y del ejemplo. Este era el más numeroso de los tres tipos, despreciado no menos por sí mismo que por los demás, digno de pequeña consideración, y en suma, se componía de aquella gente que merece el nombre de vulgo, sea cual sea el orden o el estado en que la fortuna la pusiera. El tercero, de número incomparablemente inferior a los dos tipos anteriores, casi tan despreciado como el segundo y, a menudo, incluso más, era el de las personas cuya naturaleza, por superabundancia de fuerza, se ha resistido al arte de nuestra vida presente, de modo que se la ha excluido y apartado, al no haber recibido de dicho arte sino una pequeña parte, cantidad que a estas personas les resulta insuficiente para poder ocuparse de los negocios,  para relacionarse con los hombres y para lograr siquiera agradar o ser estimadas en la conversación. Y subdividía este tercer tipo en dos clases: una, completamente fuerte y gallarda, desdeñosa del desdén que recibe de todos, y a menudo, más contenta con ello que si fuera honrada, diferente no solo por necesidad de la naturaleza, sino por voluntad y de buen grado, apartada de las esperanzas y de los placeres de las relaciones humanas, y solitaria en medio de la ciudad, no menos porque huye de la gente como porque es rehuida. De esta clase se encuentran poquísimas personas. En la naturaleza de la otra clase, decía, se unía y se fundía la fuerza con una especie de debilidad y de timidez, de modo que tal naturaleza lucha siempre consigo misma: “Dado que los hombres de esta segunda clase no son, de hecho, voluntariamente ajenos al diálogo con los demás, y desean mucho y en diversas cosas ser iguales o parecidos a los del primer tipo, y sufren de corazón la desestima en que son tenidos y el parecer menos que hombres desmesuradamente inferiores a sí mismos en ingenio y en ánimo, no logran, sean cuales sean los cuidados y las diligencias que adopten, ser hábiles en el uso práctico de la vida, ni ser tolerados en la conversación, ni por sí mismos ni por los demás. Esos fueron, en los últimos tiempos, y son en los nuestros, unos más y otros menos, no pocos de los ingenios mayores y más delicados.” Y como ejemplo insigne citaba a Jean Jacques Rousseau y añadía, a este, otro ejemplo traído de la antigüedad, a saber, a Virgilio, del cual, en la Vida latina atribuida a Donato, el gramático,[29]  se refiere, con la autoridad de Meliso, también gramático, liberto de Mecenas, que era muy reacio a hablar y poco diferente a los incultos. Y que eso era verdad y que Virgilio, por la misma maravillosa finura de ingenio, era poco apto para relacionarse con los hombres, le parecía que se podía deducir con mucha probabilidad tanto del artificio sutilísimo y difícil de su estilo, como de lo que se lee al final del segundo libro de las Geórgicas, donde el poeta, contra la costumbre de los romanos antiguos y, máxime, de los de ingenio grande, se declara deseoso de la vida oscura y solitaria, y esto de tal modo, que se puede comprender que a ello lo obligaba su naturaleza, y no que lo prefería, y que lo amaba más como remedio y refugio que como bien. Y por ello, si se habla en general, los hombres de esta o de la otra clase no han sido valorados, a no ser algunos y después morir, mientras que los del segundo tipo, tanto en vida como en muerte, son tenidos en poca o en ninguna cuenta. Juzgaba que se podía afirmar de modo general que, en nuestros tiempos, la estima común de los hombres no se obtiene en vida sino apartándose y transformándose muchísimo del ser natural. Además de esto, puesto que en el presente, por decirlo así, toda la vida social se compone de las personas del primer tipo, cuya naturaleza ocupa el lugar central de los dos restantes, concluía que también en este sentido, así como en otros mil, se podía conocer que hoy la costumbre, el manejo y el poder de las cosas están casi por completo en manos de la mediocridad.

Distinguía, además, tres estados de la vejez relacionados con las demás edades del hombre: “En el origen, cuando todas las naciones tuvieron costumbres y hábitos justos y virtuosos, y mientras la experiencia y el conocimiento de los hombres y de la vida no tuvieron intención de apartarse de lo honesto y de lo recto, la vejez fue la edad más venerable, pues con la justicia y con semejantes valores, entonces comunes a todas, concurría en ella, como es natural, mayor sensatez y prudencia que en las demás. Con el paso del tiempo, por el contrario, corrompidas y pervertidas las costumbres, ninguna edad fue más vil y abominable que la vejez, pues se sentía inclinada con el afecto a la maldad más que las demás por la larga costumbre, por el mayor conocimiento y práctica de las cosas humanas, por los efectos de la maldad ajena, más largamente y en mayor número soportados, y por aquella frialdad que ha recibido de la naturaleza; le resultaba al mismo tiempo imposible ejercitar esta maldad, salvo con las calumnias, los engaños, las perfidias, las astucias, las simulaciones y, en conclusión, con aquellas artes que, entre las infames, son las más abyectas. Después de que la corrupción de las naciones traspasara todo límite y de que el desprecio de los hombres por la rectitud y por la virtud excediera a la experiencia y al conocimiento del mundo y de la infeliz verdad, es más, y por decirlo así, después de que la experiencia y el conocimiento del mundo excedieran a la edad, de tal modo que el hombre fue ya en la niñez experto, adoctrinado y transformado, la vejez llegó a ser, no digo ya venerable, pues desde entonces muy pocas cosas fueron capaces de este título, sino más tolerable que las demás edades. Por ello, el fervor del ánimo y la gallardía del cuerpo que antes, fortaleciendo la imaginación y la nobleza de los pensamientos, frecuentemente habían sido, en parte, causa de costumbres, sentimientos y obras virtuosas, fueron ya solo estímulos y ministros de la mala voluntad y de las malas obras y dieron fuerza y viveza a la maldad, la cual, con el declinar de los años, fue mitigada y templada por la frialdad del corazón y por el debilitamiento corporal, cosas, por lo demás, que llevan más al vicio que a la virtud. Además, la gran experiencia y el conocimiento mismo de las cosas humanas, considerados ya completamente aborrecibles, fastidiosos y viles, en lugar de acercar a la iniquidad a los buenos, como en el pasado, adquirió la fuerza de disminuir y, a veces, de apagar el amor en los malvados. Así, en cuanto a las costumbres, si comparamos la vejez con las demás edades, se puede decir que, en los primeros tiempos, fue lo mejor comparado con lo bueno; en los tiempos corrompidos, lo peor comparado con lo malo, y en los siguientes y peores, lo contrario.

CAPÍTULO QUINTO

Hablaba a menudo de aquel grado de amor propio que hoy llamamos egoísmo, pues frecuentemente se le ofrecían ocasiones para discurrir sobre ello. De este asunto recordaré algunas de sus sentencias. Decía que hoy, cuando una persona que ha conocido o conoce en el presente a otra, alaba o vitupera a esta por su bondad o por lo contrario, solo podemos saber de ella que la otra la critica o la alaba, que está satisfecha con ella, si la presenta como buena, o no lo está, si la presenta como malvada.

Negaba que nadie en estos tiempos pueda amar sin rival; y si se le preguntaba la razón, respondía que porque ciertamente el amado o la amada es un rival muy ardiente del amante.

“Supongamos –decía- que tú le pides un favor a una persona y que no puede hacértelo sin incurrir en el odio o en la mala voluntad de un tercero; que este tercero, tú y la persona solicitada, supongamos, tenéis las mismas condiciones y el mismo poder, más o menos. Pues yo digo que seguramente tu petición no será satisfecha en modo alguno, además de que el hecho de ser complacido te habría hecho contraer una gran obligación con el que te complació y volverte hacia él más benévolo que enemigo el tercero. Pero del odio y de la ira de los hombres se teme más que de lo que se espera del amor y de la gratitud, y esto es razonable porque, en general, se ve que aquellas dos primeras pasiones actúan con más frecuencia y con mayor eficacia que las contrarias. La causa es que quien se esfuerza en dañar a los que odia y busca venganza actúa solo para sí mismo; en cambio, quien se preocupa de ayudar a los que ama o agradece los beneficios recibidos actúa para los amigos y para los benefactores.”

Decía que generalmente los obsequios y los servicios que se hacen a los demás con la esperanza o la intención de encontrar en ello el propio beneficio, raras veces alcanzan su fin, pues los hombres, máxime hoy que tienen más ciencia y más sensatez que en el pasado, reciben con facilidad y difícilmente dan. Sin embargo, de tales obsequios y servicios, los que prestan algunos jóvenes a viejas ricas y poderosas sí alcanzan su fin, no solo con más frecuencia que los demás, sino la mayor parte de las veces.

Estas consideraciones que siguen, que conciernen principalmente a las costumbres modernas, recuerdo haberlas oído de su boca: “Hoy no hay cosa alguna que les cause vergüenza a los hombres expertos y experimentados en el mundo, salvo avergonzarse; ni de cosa alguna tales hombres se avergüenzan, excepto de esto, si por casualidad alguna vez incurren en ello”.

“Maravilloso poder es el de la moda, la cual, allí donde las naciones y los hombres son muy tenaces en los usos de cualquier otra cosa y muy obstinados en juzgar, actuar y proceder según la costumbre, incluso de modo irracional y a pesar de su daño, ella, siempre que quiere, en un instante les hace deponer, cambiar y asumir usos, modos y juicios, incluso cuando lo que abandonan sea razonable, útil, hermoso y conveniente, y lo que abrazan, lo contrario.”

“De las infinitas cosas que en la vida común o en algunos hombres son verdaderamente ridículas es muy raro que nos riamos, y si alguno lo hace, al no poder contagiar a los demás su risa, pronto desiste. Por el contrario, de mil cosas, o muy graves o muy convenientes, continuamente nos reímos y muy fácilmente contagiamos la risa a los demás. Es más, la mayor parte de las cosas de las que nos reímos comúnmente son, de hecho, justo lo contrario a ridículas; y de muchas cosas nos reímos por esta misma razón, porque no son dignas de risa, ni en parte alguna ni en nada.”

“Decimos y oímos decir en todo momento: los buenos antiguos, nuestros buenos antepasados, un hombre hecho a la antigua, queriendo decir hombre de bien y del que poderse fiar. Cada generación cree, por una parte, que los pasados fueron mejores que los presentes, y por otra, que los pueblos mejoran al alejarse cada día más de su estado primero, y que, si retrocedieran hasta él, sin duda alguna empeorarían.”

“Ciertamente la verdad no es hermosa. Sin embargo, incluso la verdad puede a menudo provocar algún deleite; y si en las cosas humanas, hay que anteponer la hermosura a la verdad, esta, allí donde falte la hermosura, es preferible a cualquier otra cosa. Pero en las grandes ciudades estamos lejos de la hermosura, porque esta ya no ocupa ningún lugar en la vida de los hombres. Estamos lejos incluso de la verdad, porque en las ciudades grandes todo es fingido o vano. De ese modo, allí, por decirlo así, no vemos, no oímos, no tocamos, no respiramos más que falsedad, y esta, fea y desagradable, lo cual, para los espíritus delicados, puede decirse que es la mayor miseria del mundo.”

“Aquellos que no tienen que satisfacer sus necesidades y, por tanto, dejan ese cuidado a los demás no pueden ordinariamente satisfacer, ya de ningún modo, ya con grandísima dificultad, y con menos suficiencia que los demás, una necesidad importantísima que a pesar de todo tienen: Me refiero a la de ocupar la vida, necesidad que es bastante mayor que todas las demás, las cuales precisamente se satisfacen cuando esta se ocupa, pues incluso es mayor que la necesidad de vivir. Es más, vivir, en sí mismo, no es una necesidad, porque, si no se es feliz, no es un bien. Si se vive, la necesidad suprema y primera es vivir con la menor infelicidad posible. Por tanto, por una parte, la vida desocupada y vacía es infelicísima; por otra, el tipo de ocupación con el cual la vida es menos infeliz es el que consiste en satisfacer las propias necesidades.”

Decía que la costumbre de vender y comprar hombres era útil para el género humano, y alegaba que la práctica de vacunar contra la viruela llegó a Constantinopla, de donde pasó a Inglaterra y, de allí, al resto de Europa, desde Circasia, donde la enfermedad de la viruela natural, que dañaba la vida y las formas de los niños y de los jóvenes, perjudicaba mucho al comercio que realizan esos pueblos con sus doncellas.

Contaba de sí mismo que, cuando terminó la escuela y entró en el mundo, se propuso, como joven inexperto y amigo de la verdad, no alabar persona o cosa que casualmente encontrara en las relaciones humanas, a no ser que fuera tal, que le pareciera verdaderamente loable. Pero, pasado un año en el que mantuvo su propósito, sin poder alabar cosa o persona alguna, temiendo olvidar completamente, por falta de práctica, lo que no mucho antes había aprendido en retórica acerca del género encomiástico o laudatorio, rompió su propósito; y al poco tiempo, se apartó de él totalmente.

CAPÍTULO SEXTO

Tenía la costumbre de hacerse leer ya un libro ya otro, generalmente de autores antiguos, e iba intercalando en la lectura algún dicho suyo, como pequeña anotación oral sobre este o aquel fragmento, poco a poco. Al oír que se leía en las Vidas de los filósofos escritas por Diógenes Laercio[30]  que se le había preguntado a Quilón en qué diferían los incultos de los cultos, y que este respondía que en las buenas esperanzas, dijo que ahora sucedía lo contrario, porque los ignorantes esperan y los sabios no esperan nada.

Del mismo modo, al leérsele que, en las nombradas Vidas, [31]  Sócrates afirmaba que en el mundo hay un único bien y que este es la ciencia, y un único mal y que este es la ignorancia, dijo: “Con respecto a la ciencia y a la ignorancia antigua no sé, pero ahora yo invertiría el dicho.”

En el mismo libro, [32] al leérsele este dogma de la secta de los hegesíacos: [33] El sabio, en cualquier cosa que haga, actuará en beneficio propio, dijo: “Si todos los que actúan así son filósofos, que venga Platón y haga realidad su república en todo el mundo civilizado.”

Alababa mucho una sentencia de Bión de Borístenes, [34]  transmitida por el mismo Laercio, [35] a saber, que los más sufridos son los que buscan las mayores felicidades. Y añadía que los más dichosos, por el contrario, son los que más pueden y suelen alimentarse con las menores y, cuando estas han pasado, recordarlas y saborearlas con total placidez.

Citaba, a propósito de las distintas edades de las naciones civilizadas, aquel verso griego que dice los jóvenes actúan, los de mediana edad proyectan, los viejos se lamentan, y decía que en verdad a la edad presente no le queda sino el lamento.

Ante un fragmento de Plutarco[36] que tradujo Marcello Adriani el joven con estas palabras: Mucho menos habrían soportado los espartanos la insolencia y las bufonadas de Estratocles: este había persuadido a su pueblo (es decir, a los atenienses) de que, como vencedor,  ofreciera sacrificios; el cual, después, cuando escuchó la verdad de la derrota, se indignó; por lo que aquel le dijo: ¿qué injuria recibiste de mí que supe mantenerte en fiesta y en alegría durante tres días?, comentó Ottonieri: Lo mismo se podría responder muy convenientemente a los que se lamentan de la naturaleza si deploran que esta, en sí misma, les esconde a todos la verdad y la cubre de muchas apariencias vanas, pero hermosas y agradables, pues ¿qué injuria os hace ella si os da alegría durante tres o cuatro días? En otra ocasión, dijo que se le podía atribuir a nuestra especie, de modo universal, teniendo en cuenta los errores naturales del hombre, aquello que, sobre el niño al que se le engaña para que tome el medicamento, dice Tasso: «y de su engaño vida recibe».

Cuando se le leyó un fragmento de las Paradojas de Cicerón, [37]  que se podría traducir así: ¿Acaso los placeres hacen a la persona mejor o más loable?, ¿y hay, quizás, quien, al gozarlas, se magnifique y se vanaglorie?, dijo: Querido Cicerón, no me atrevo a decir que los modernos se hagan con el placer mejores o más loables, pero más alabados, sí. Es más, tienes que saber que ahora este camino de alabanzas es el único que eligen y siguen casi todos los jóvenes, es decir, el que transcurre entre placeres. De ellos no solo se enorgullecen cuando los alcanzan, y hablan continuamente con los amigos y con los extraños, quieran o no escuchar, sino que, además, desean y buscan los placeres no como tales, sino como causa de alabanza y de fama, y como materia de la que presumir; incluso se atribuyen muchos placeres que ni han obtenido, ni han buscado, y que han imaginado completamente.

Observaba en la historia que escribió Arriano sobre las hazañas de Alejandro Magno[38]  que, en la jornada de Issos, Darío colocó a los soldados mercenarios griegos al frente del ejército, y Alejandro, a sus mercenarios, también griegos, a las espaldas; y consideraba que de esta única circunstancia se había podido prever el resultado de la batalla.

No reprendía, es más, alababa y amaba que los escritores hablaran mucho de sí mismos, porque, decía, en esto son casi siempre y casi todos elocuentes, y tienen, generalmente, un estilo bueno y conveniente, incluso contra la tendencia de la época o de la nación o de ellos mismos. Y eso no es una maravilla, pues los que escriben acerca de sus asuntos tienen el ánimo muy invadido y ocupado por esa materia; a estos no les faltan nunca ni pensamientos ni afectos que nazcan de dicha materia y en su propio ánimo, sin traerlos de otros lugares ni beberlos de otras fuentes, comunes o gastadas, y con facilidad se abstienen de los adornos frívolos o que no vienen a propósito, de las gracias y hermosuras falsas o que son más aparentes que sustanciales, de la afectación y de todo aquello que no es natural. Y es muy falso que los lectores, generalmente, se preocupen poco de lo que los escritores dicen de sí mismos: primero, porque todo lo que verdaderamente ha pensado y sentido el escritor y ha dicho de forma natural y consciente genera atención y surte efecto; además, porque de ningún modo se representan y se refieren con mayor verdad y eficacia las cosas ajenas que cuando se habla de las propias, dado que todos los hombres se parecen entre sí, tanto en las cualidades naturales, como en las accidentales, es decir, en lo que depende de la suerte, y dado que las cosas humanas, si se consideran en uno mismo, se ven mucho mejor y con mayor sentimiento que en los demás. Como confirmación de esos pensamientos aducía, entre otras cosas, la arenga de Demóstenes por la Corona, en la que el orador, hablando de sí mismo continuamente, se venció a sí mismo en elocuencia; y a Cicerón, a quien, la mayor parte de las veces, cuando se refiere a sus cosas, le sucede lo mismo, como se ve en particular en la Miloniana, toda ella maravillosa, pero al final muy maravillosa, pues el orador mismo se introduce. Del mismo modo, es muy hermoso y elocuente, entre los discursos de Bossuet, y más que ningún otro fragmento, aquel que cierra las alabanzas al Príncipe de Condé, en el que el propio escritor se refiere a su vejez y a su cercana muerte. De los escritos del emperador Juliano, en los que se comporta como sofista y a menudo resulta intolerable, el más juicioso y loable es el discurso titulado Misopongone, es decir, Contra la barba, en el que responde a las agudezas y maledicencias de los que le eran contrarios en Antioquía. En esa obra, dejando al margen sus demás valores, él no es muy inferior a Luciano en gracia cómica, en abundancia de agudeza y vivacidad de ocurrencias, mientras que en la dedicada a los Césares, a pesar de ser una imitación de Luciano, es desafortunado, pobre en agudezas y, además de pobre, débil y casi insulso. Entre los italianos, que por lo común carecen de escrituras elocuentes, la apología que Lorenzino de Medici escribió como justificación propia es un ejemplo de elocuencia grande y perfecta; y también Torcuato Tasso, que es frecuentemente elocuente en la prosa en la que no habla mucho de sí mismo, casi siempre es muy elocuente en las cartas, en las que no habla, podemos decir, sino de su propia vida.

CAPÍTULO SÉPTIMO

Se recuerdan incluso bastantes agudezas y dichos ingeniosos, como la que le dijo a un jovencito muy estudioso de letras, pero poco experto en el mundo, el cual decía que del arte de gobernarse en la vida social y del conocimiento práctico de los hombres se aprenden cien folios cada día. Le respondió Ottonieri: “Pero el libro tiene cinco millones de folios.”

A otro joven desconsiderado y temerario que, para defenderse de los que le reprochaban sus malos resultados diarios y sus fracasos, solía decir que no hay que estimar la vida más que una comedia, le dijo una vez Ottonieri: “Incluso en la comedia es mejor recibir aplausos que silbidos, y el comediante mal instruido en su arte o torpe en su ejecución, al final, se muere de hambre.”

A un bribón homicida apresado por los guardias del tribunal que, por ser cojo, una vez cometido el crimen, no pudo huir, le dijo: “Mira, amigo, que la justicia, aunque se dice que es coja, sin embargo, alcanza al malhechor, si este es cojo.”

Viajando por Italia, habiéndole dicho, no sé dónde, un cortesano que quería molestarlo: “Yo te hablaré sinceramente si me das licencia”, le respondió: “Me gustaría mucho escucharte, porque, cuando se viaja, se buscan cosas raras.”

Obligado una vez por no sé qué necesidad a pedir dinero prestado a uno que, excusándose de no poder dárselo, concluyó afirmando que, si fuera rico,  no tendría mayor preocupación que las necesidades de los amigos, le replicó: “Me molestaría mucho que tú te preocuparas por nosotros. Le ruego a Dios que no te haga nunca rico.”

De joven había compuesto algunos versos en los que había empleado ciertas voces antiguas; una señora entrada en años a la que, después de que esta se lo pidiera, le recitaba sus versos le dijo que no podía entenderlos porque esas voces no se usaban en su tiempo; y él le respondió: “Pues yo creía que se usaban, porque son muy antiguas.”

De un avaro riquísimo al que le habían robado una pequeña suma de dinero dijo que se había comportado avaramente incluso con los ladrones.

De un calculador que, cualquier cosa que oyera o viera, se ponía a hacer cuentas, dijo: “Los demás hacen las cosas, él las cuenta.”

A algunos arqueólogos que discutían sobre una terracota de Júpiter, una vez que le pidieron su parecer, les dijo: “¿No veis que es un Júpiter de Creta?”

De un estúpido que presumía de su facilidad para argumentar y, en sus discursos, cada dos palabras, recordaba la lógica, dijo: “Este es justamente un hombre según la definición griega, es decir, es un animal lógico.”

Cercano a la muerte compuso él mismo esta inscripción que luego fue esculpida en su sepultura:

HUESOS
DE FILIPPO OTTONIERI
QUE NACIÓ PARA LAS OBRAS VIRTUOSAS
Y PARA LA GLORIA,
PERO VIVIÓ OCIOSO E INÚTIL
Y MURIÓ SIN FAMA
CONOCEDOR DE LA NATURALEZA
Y DE SU FORTUNA.

 

[25] Compuesto en Recanati, entre el 29 de agosto y el 26 de septiembre de 1824.

[26] Personaje creado por Leopardi. Caracterizado por una cierta extravagancia, sintetiza el pensamiento del propio poeta con un distanciamiento irónico y, a la par, amable

[27] Nubiana y Valdiviento son lugares imaginarios. Sus nombres, según Ruffilli, remiten a la inconsistencia de las nubes y del viento.

[28] Anotación de Leopardi: Cicerón, Tusc. V, 4 [ «Socrates autem primus philosophiam devocavit e caelo et in urbibus conlocavit et in domus etiam introduxit et cöegit de vita et moribus rebusque bonis et malis quaerere»(Sócrates, por otra parte, fue el primero que hizo venir del cielo a la filosofía y la colocó en las ciudades y en las casas, y obligó a investigar acerca de la vida y de las costumbres, del bien y del mal)] y Acad., I, 4.

[29] Elio Donato, gramático latino (s. IV d. C.), escribió un Comentario de Virgilio en el que aparece esta valoración de Meliso sobre su contemporáneo Virgilio.   “Cap. 6: «sermone tardissimum ac pene indocto similem fuisse Melissus tradit» (Meliso refiere que era muy lento en el diálogo y casi igual a un inculto)” (N. del A.)

[30] ”Lib. 1, segm. 69” (N. del A.)

[31] ” Lib. 2, segm. 31 ” (N. del A.)

[32] “Lib. 2, segm. 95” (N. del A.)

[33] Los seguidores de Hegesias, filósofo del siglo IV a. C., que sostenía que el placer consistía en la ausencia de todo mal, es decir, en la muerte.

[34] Filósofo griego del siglo III a. C. Perteneció a la escuela cínica.

[35] “Lib. 4, segm. 48” (N. del A.)

[36]  “Consejos para administrar el estado” (N. del A.)

[37]Paradojas, 1, al final. ” (N. del A.)

[38] “Lib. 2, cap. 8, sec. 9; cap. 9, sec. 5” (N. del A.)

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