Página dedicada a mi madre, julio de 2020

XIX. FRAGMENTO APÓCRIFO DE ESTRATÓN DE LAMPSACO [46]

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PREÁMBULO

Este fragmento, que yo por pasatiempo he traducido del griego al vulgar, proviene de un códice escrito a pluma que se encontraba hace algunos años, y quizás aún se encuentre, en la biblioteca de los monjes del monte Athos. Lo titulo Fragmento apócrifo porque, como todos pueden ver, las cosas que se leen en el capítulo «Del fin del mundo» no pueden haber sido escritas sino hace poco tiempo, mientras que Estratón de Lampsaco,[47] filósofo peripatético, apodado el Físico, vivió trescientos años antes de la era cristiana. Es verdad que el capítulo «Del origen del mundo» concuerda bastante con lo poco que sabemos de las opiniones de este filósofo transmitidas por los escritores antiguos. Por ello, podría creerse que el primer capítulo e incluso el principio del otro son verdaderamente de Estratón, y que el resto lo ha añadido algún docto griego, no antes del siglo pasado. Júzguenlo los eruditos lectores.

DEL ORIGEN DEL MUNDO

Las cosas materiales, del mismo modo que perecen y tienen fin, tuvieron principio. Pero la materia misma ningún principio tuvo, es decir, que ella es por su propia fuerza ab aeterno. Pero si del hecho de ver que las cosas materiales crecen, disminuyen y, finalmente, se disuelven, se concluye que ellas no son por sí mismas ab aeterno, sino originadas y producidas, por el contrario, aquello que nunca crece, ni mengua, ni perece, nunca se deberá considerar originado ni procedente de causa alguna. Y, en verdad, de ningún modo se podría demostrar que si una de las dos argumentaciones fuera falsa, la otra fuera verdadera. Pero, puesto que estamos seguros de que aquella es verdadera, lo mismo tenemos que concederle también a la otra. Vemos que la materia no crece nunca, ni siquiera una cantidad mínima, que tampoco la menor parte de ella se pierde, de tal modo que no está condenada a perecer. Por tanto, las diferentes formas de presentarse la materia, que vemos en lo que llamamos criaturas materiales, son caducas y pasajeras; y, sin embargo, ningún signo de caducidad ni de mortalidad se descubre universalmente en la materia y, por tanto, tampoco ningún signo de que haya sido originada, ni de que, para ser, haya necesitado o necesite alguna causa o fuerza externa. El mundo, es decir, el hecho de presentarse la materia de cierta forma, es algo originado y caduco. Ahora hablaremos del origen del mundo.

La materia universal, así como las plantas y las criaturas animadas particulares, tienen en sí mismas, por naturaleza, una o más fuerzas propias que las agitan y mueven continuamente de muy diferentes modos. A estas fuerzas podemos suponerlas e incluso nombrarlas por sus efectos, pero nunca podremos conocerlas en sí mismas, ni descubrir su naturaleza. Tampoco podemos saber si esos efectos, que según nosotros se refieren a una misma fuerza, proceden de una o de más fuerzas o, por el contrario, si esas fuerzas que nosotros nombramos con diversos nombres son verdaderamente diferentes o una misma. Así como continuamente, por lo que se refiere al hombre, con diversos nombres nos referimos a una única pasión o fuerza; a modo de ejemplo: la ambición, el deseo de placer y similares, de cada una de las cuales proceden efectos, a veces, simplemente diferentes y, a veces, incluso contrarios, son de hecho una misma pasión, a saber, el amor a sí mismo, que obra de diferentes modos en casos diferentes. Estas fuerzas, pues, o quizás se deba decir esta fuerza de la materia, al moverla, como hemos dicho antes, y al agitarla continuamente, forma de ella innumerables criaturas, es decir, la modifica de muy variados modos. Estas criaturas, considerándolas a todas juntas, pero distribuidas en ciertos géneros o especies, y unidas entre sí de acuerdo con ciertas leyes y ciertas relaciones que proceden de su naturaleza, se llaman mundo. Pero, puesto que dicha fuerza no deja nunca de obrar ni de modificar la materia, a las criaturas que ella continuamente forma, también las destruye, y forma con la materia de ellas nuevas criaturas. Y conforme se destruyen las criaturas individuales, mientras se mantengan todos o casi todos los géneros y especies de las mismas, y mientras las leyes y relaciones naturales de las cosas no cambien completamente o en su mayor parte, diremos que aún dura tal mundo. Pero, después de haber durado, más o menos tiempo, infinitos mundos en el espacio infinito de la eternidad, dado que la referida fuerza hace que la materia gire continuamente, por último han llegado a su fin y se han perdido aquellos géneros y aquellas especies de las que aquellos mundos se componían, al faltar aquellas relaciones y aquellas leyes que los gobernaban. Y, a pesar de ello, ni una partícula de la materia se ha perdido, tan solo se han perdido sus formas de presentarse, sucediendo de manera inmanente una forma a otra forma, es decir, un mundo a otro mundo.

DEL FIN DEL MUNDO

De este mundo presente del que los hombres forman parte, es decir, que son una de las especies de las que él está compuesto, no se puede decir fácilmente cuánto ha durado hasta ahora, y tampoco se puede conocer cuánto va a durar de ahora en adelante. Las leyes que lo rigen parecen inmutables, y por tales se las tiene, porque solo cambian poco a poco y durante una extensión de tiempo incomprensible, de modo que los cambios no llegan a ser conocidos, y menos aún sentidos por el hombre. Dicha extensión de tiempo, cualquiera que ella sea, es, sin embargo, nimia comparada con la eternidad de la materia. En este mundo presente, se ve un continuo perecer de los individuos y un continuo transformarse de las cosas; pero, puesto que la destrucción es compensada continuamente con la producción, y puesto que los géneros se conservan, se estima que este mundo ni tiene, ni va a tener en sí mismo una causa por la que deba perecer, y que tampoco muestra ningún signo de caducidad. Tampoco se puede conocer lo contrario, y eso por más de un indicio, pero sobre todo por lo que diré a continuación.

Sabemos que la tierra, a causa de su perpetuo girar alrededor de su propio eje, al huir del centro las partes que están alrededor del ecuador y al avanzar, sin embargo, hacia el centro las que están alrededor de los polos, ha cambiado de forma, y continuamente cambia, colmándose alrededor del ecuador cada vez más y, por el contrario, deprimiéndose cada vez más por los polos. Así, por ello debe de suceder que al cabo de un tiempo, cuya cantidad, aunque mensurable, no puede ser conocida por los hombres, la tierra se aplanará a un lado y otro del ecuador de modo que, perdida la forma de globo, adquirirá la de una sutil tabla redonda. Esta rueda, al girar continuamente alrededor de su eje, se atenuará y se dilatará más con el tiempo; y al huir del centro todas las partes, llegará a estar horadada en su centro; y este agujero ampliará su círculo día tras día, por lo que la tierra adquirirá la forma de un anillo y, finalmente, se hará pedazos, los cuales, después de salir de la presente órbita de la tierra y de perder el movimiento circular, se precipitarán sobre el sol o sobre algún planeta.

Se podría aducir, quizás, para confirmación de este discurso, un ejemplo, a saber, el del anillo de Saturno, sobre cuya naturaleza no se ponen de acuerdo los físicos. Y aunque nueva e inaudita, quizás no sería una conjetura inverosímil presumir que dicho anillo fuera al principio uno de los planetas menores destinados a girar alrededor de Saturno, y que, aplanado después y horadado posteriormente en el centro, por razones semejantes a las que hemos dicho con respecto a la tierra, pero quizás con mayor rapidez por ser de una materia probablemente menos espesa y más tierna, cayó de su órbita en el planeta de Saturno, por el que es retenido gracias al poder de atracción de su masa y de su centro, tal como podemos verlo hoy, alrededor de dicho centro. Y se podría creer que este anillo, al continuar todavía girando, como de hecho hace, en torno a dicho centro, que es el mismo que el del globo de Saturno, cada vez adelgazará y se dilatará más, y que cada vez crecerá más el intervalo que hay entre él y dicho globo, aunque eso ocurra con una lentitud mayor que la que se requeriría para que los cambios pudieran ser apreciados y conocidos por los hombres, máxime si están tan lejanos. Estas cosas, en serio o en broma, se han dicho del anillo de Saturno.

Así pues, dado ese cambio, que sabemos que se ha producido y se produce cada día en la forma de la tierra, no hay duda alguna en que, por las mismas razones, no se produzca de modo semejante en la forma de cada uno de los planetas, ni que en los demás planetas esto nos resulte tan poco evidente como lo es, sin embargo, en Júpiter. Y no solo les sucede esto a los que, a semejanza de la tierra, giran en torno al sol, sino que, sin duda, lo mismo les sucede incluso a aquellos planetas que, de acuerdo con la razón, presumimos que giran alrededor de cada estrella. Por tanto, de ese modo que se ha divisado con relación a la tierra, todos los planetas, al cabo de cierto tiempo, una vez que se hayan reducido por sí mismos a pedazos, se precipitarán, unos sobre el sol, y otros sobre sus estrellas. En las llamas de aquel y de estas, manifiesto es que no solo algunos o muchos individuos, sino, universalmente, todos los géneros y especies que ahora habitan la tierra y los demás planetas serán destruidos, por decirlo así, incluso de raíz. Y esto, probablemente, o alguna cosa semejante tuvieron en el ánimo aquellos filósofos, tanto griegos como bárbaros, que afirmaron que este mundo presente, al final, perecería en el fuego. Pero, como vemos que también el sol gira alrededor de su propio eje y que, por tanto, lo mismo se debe de creer de las estrellas, se deduce que aquel y estas, con el paso del tiempo, y no menos que los planetas, se disolverán, y que sus llamas se dispersarán por el espacio. De esa manera, pues, el movimiento circular de las esferas mundanas, que es una parte fundamental de las presentes leyes naturales y casi principio y fuente de la conservación de este universo, será también la causa de la destrucción de dicho universo y de dichas leyes.

Destruidos los planetas, la tierra, el sol y las estrellas, pero no su materia, se formarán nuevas criaturas, que se distribuirán en nuevos géneros y nuevas especies; y nacerán, con las fuerzas eternas de la materia, nuevas leyes de las cosas y un mundo nuevo. Pero las cualidades de este y de aquellas, como incluso de los innumerables mundos que ya existieron y de los infinitos que existirán después, no las podemos ni siquiera suponer.

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[46] Compuesto probablemente en Bolonia, en el otoño de 1825.

[47] Filósofo griego del siglo III a.C., que sucedió a Teofrasto en la dirección del Liceo, orientándolo hacia el estudio de la física. De sus obras solo quedan fragmentos; algunos eruditos modernos le atribuyen diversos trabajos conservados en la obra de Aristóteles, como el libro IV de la Meteorología.          

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