XX. DIÁLOGO DE TIMANDRO Y DE ELEANDRO [48]
TIMANDRO.[49] Se lo quiero, es más, se lo debo decir libremente. El contenido y la intención de sus escritos y de sus palabras me parecen muy reprobables.
ELEANDRO.[50] Mientras no le parezcan lo mismo incluso mis actos, no me dolerá mucho, porque las palabras y los escritos importan poco.
TIMANDRO. En sus actos, no encuentro nada que reprenderle. Sé que no les hace bien a los demás porque no puede, y veo que no les hace mal porque no quiere. Pero, en las palabras y en los escritos, lo considero muy reprensible; y no le concedo que estas cosas importen hoy poco, porque nuestra vida presente no consiste, podemos decir, sino en eso. Dejemos las palabras por ahora, y hablemos de los escritos. Esa su continua reprobación y escarnio de la especie humana, en primer lugar, ya no está de moda.
ELEANDRO. Tampoco lo está mi cerebro. Y no es una novedad que los hijos se parezcan al padre.
TIMANDRO. Tampoco será una novedad que sus libros, como todo lo que es contrario a la costumbre, tengan mala fortuna.
ELEANDRO. ¡Vaya desgracia! No irán, por ello, pidiendo pan de puerta en puerta.
TIMANDRO. Cuarenta o cincuenta años atrás, los filósofos solían murmurar de la especie humana; pero, en este siglo, hacen todo lo contrario.
ELEANDRO. ¿Cree que, cuarenta o cincuenta años atrás, los filósofos, cuando murmuraban de los hombres, decían algo falso o verdadero?
TIMANDRO. Sobre todo y la mayor parte de las veces, verdadero.
ELEANDRO. ¿Cree que, en estos cuarenta o cincuenta años, la especie humana ha llegado a ser lo contrario de lo que era?
TIMANDRO. No lo creo, pero esto importa poco para nuestro tema.
ELEANDRO. ¿Cómo que no importa? ¿Quizás ha crecido en poder o ha subido de rango, para que los escritores de hoy estén constreñidos a adularla y obligados a venerarla?
TIMANDRO. No se burle de un asunto tan serio.
ELEANDRO. Pues, volviendo a la sustancia, yo no ignoro que los hombres de este siglo, mientras les hacen el mal a sus semejantes, según la costumbre antigua, se han dedicado a hablar bien de ellos, al contrario que en el siglo precedente. Pero yo, que no les hago ningún mal ni a mis iguales ni a mis desiguales, no creo estar obligado a hablar bien de los demás en contra de mi conciencia.
TIMANDRO. Sin embargo, está obligado, como todos los hombres, a intentar ayudar a su especie.
ELEANDRO. Si mi especie procura hacerme a mí lo contrario, no veo cómo tenga yo esta obligación que usted dice. Pero supongamos que la tengo, ¿cómo lo haré, si no puedo?
TIMANDRO. Usted no puede y pocos son los que pueden con los hechos. Pero, con los escritos, bien puede y debe ayudar. Y no ayuda con los libros que satirizan continuamente al hombre en general, sino que perjudica muchísimo.
ELEANDRO. Admito que no ayudo, mas considero que no perjudico. Pero ¿cree que los libros pueden ayudar a la especie humana?
TIMANDRO. No solo yo, sino todo el mundo.
ELEANDRO. ¿Qué libros?
TIMANDRO. Los de bastantes géneros, pero sobre todo los morales.
ELEANDRO. Esto no lo creen todos, porque yo, entre otros, no lo creo, como respondió una mujer a Sócrates. [51] Si algún libro moral pudiera ayudar, yo pienso que ayudarían, en mayor grado, los de poesía; digo los de poesía, tomando esta palabra en sentido amplio, es decir, los libros destinados a despertar la imaginación, y no incluyo menos a los que están en prosa, que a los que están en verso. Sin embargo, estimo poco aquella poesía que, una vez leída y meditada, no deja en el alma del lector un sentimiento tan noble, que durante media hora le impida admitir un pensamiento vil o realizar una acción indigna. Pero, si el lector traiciona a su mejor amigo una hora después de la lectura, no despreciaré por ello esa poesía, porque, si fuera así, tendría que despreciar los más hermosos, los más cálidos y los más nobles poemas del mundo. Y excluyo además de este discurso a los lectores que viven en las grandes ciudades, los cuales, en el caso en que lean atentamente, no pueden ser beneficiados de ello ni durante media hora, ni deleitados, ni conmovidos por ninguna clase de poesía.
TIMANDRO. Usted habla, como es su costumbre, con malicia, y de tal modo que da a entender que, generalmente, es muy mal acogido y tratado por los demás; pues esta es, la mayor parte de las veces, la causa del mal ánimo y del desprecio que algunos profesan contra su propia especie.
ELEANDRO. Ciertamente no digo que los hombres hayan tenido conmigo y tengan un buen trato, máxime porque, si digo esto, yo pasaría por ser un ejemplo único. Pero tampoco me han hecho un gran mal, porque, al no desear nada de ellos ni de su compañía, yo no me he expuesto mucho a sus ofensas. Bien le digo y le aseguro que, como conozco y veo de forma clara que no sé hacer ni la más mínima cosa de lo que se requiere para ser grato a las personas, y que soy más inepto de cuanto se pueda imaginar para conversar con los demás e, incluso, para la misma vida, ya sea a causa de mi naturaleza o por mi propia culpa, estimaría a los hombres menos de lo que los estimo, si me trataran mejor de lo que lo hacen.
TIMANDRO. En este caso, más digno es usted de ser condenado, porque el odio y la voluntad de vengarse, por decirlo así, de los hombres, si se han recibido ofensas por error, tendrían alguna excusa. Pero su odio, según lo que dice, no tiene ninguna causa personal, a no ser, quizás, una ambición insólita y miserable de alcanzar la fama de misántropo, como Timón, [52] deseo que es abominable en sí mismo, extraño, además, de modo especial a este siglo, entregado sobre todo a la filantropía.
ELEANDRO. De la ambición, no es necesario que hable, porque ya he dicho que no deseo nada de los hombres, y si esto no le parece creíble, aunque es verdad, al menos, debe creer que la ambición no me impulsa a escribir cosas que hoy, como usted mismo ha afirmado, conllevan el vituperio, y no la alabanza de quien las escribe. Y del odio hacia toda nuestra especie, estoy tan ajeno, que no solo no quiero, sino que ni siquiera puedo odiar a los que me ofenden personalmente; es más, soy completamente inútil e impenetrable para el odio. Lo cual no es pequeña parte de mi gran ineptitud para actuar en el mundo. Pero no puedo enmendarme, porque siempre pienso que todos están convencidos, comúnmente, cuando enojan o dañan a otro, de que buscan su propia comodidad y felicidad; que se ofende, no para causar mal a los demás (pues esto no es propiamente el fin de ningún acto o pensamiento posible), sino para hacerse un bien, lo cual es un deseo natural y no merece el odio. Además, en cualquier vicio o culpa que veo en los demás, antes de indignarme, me vuelvo a examinarme a mí mismo, suponiendo en mí los casos precedentes y las circunstancias necesarias para ese propósito, y siempre me encuentro manchado o capaz de los mismos defectos, por lo cual no tengo fuerzas para irritarme con ellos. Reservo siempre mi ira para aquella vez que vea una maldad que no pueda tener lugar en mi naturaleza, y hasta hoy no he podido verla. Finalmente, el concepto de la vanidad de las cosas humanas me colma continuamente el alma de tal modo, que no me resuelvo a luchar contra ninguna de ellas; y la ira y el odio me parecen pasiones mucho mayores y más fuertes de lo que tolera la fragilidad de la vida. Del ánimo de Timón al mío, ya ve cuánta diferencia hay. Timón, mientras odiaba y rehuía a los demás, amaba y regalaba sólo a Alcibíades,[53] quien sería causa futura de muchos desastres para su patria común. Yo, sin llegar a odiarlo, lo habría rehuido más a él que a los demás, advirtiendo a los ciudadanos de su peligro, y exhortándolos para que se defendieran de él. Algunos dicen que Timón no odiaba a los hombres, sino a las fieras con semblanza humana. Yo no odio ni a los hombres ni a las fieras.
TIMANDRO. Pero quizás no ama a ninguno.
ELEANDRO. Escuche, amigo mío. He nacido para amar, he amado, y quizás con tanto afecto como el que nunca pueda sentir alma viva. Hoy, aunque todavía no he llegado, como ve, a una edad fría por naturaleza, ni quizás tibia, no me avergüenzo de decir que no amo a nadie, excepto a mí mismo, y esto porque es una orden de la naturaleza, y lo menos que me es posible. A pesar de todo ello, suelo elegir y estoy dispuesto a elegir mi propio sufrimiento, antes de ser causa del sufrimiento de los demás. Y de esto, por poco que me conozca, creo que puede ser testigo.
TIMANDRO. No se lo niego.
ELEANDRO. Así que yo no dejo de procurarles a los demás, al posponer el respeto a mí mismo, aquel gran, es más, único bien que puedo desear para mí mismo, a saber, el de no sufrir.
TIMANDRO. Pero ¿confiesa formalmente que no ama ni siquiera a nuestra especie en general?
ELEANDRO. Sí, formalmente. Pero, del mismo modo que, si a mí me incumbiera, haría que se castigara a los culpables, aunque no los odio, así, si pudiera, le procuraría cualquier beneficio a mi especie, aunque no la ame.
TIMANDRO. Bien, así será. Pero, en definitiva, si no le mueven las injurias recibidas, ni el odio, ni la ambición, ¿qué le mueve a escribir de tal modo?
ELEANDRO. Varias cosas. Primero, mi intolerancia de toda simulación y disimulación, a las que me someto alguna vez cuando hablo, pero nunca cuando escribo, porque a menudo hablo por obligación, pero nunca estoy obligado a escribir; y si tuviera que decir lo que no pienso, no me causaría un gran deleite tener que exprimirme el cerebro sobre los papeles. Todos los sabios se ríen de quienes hoy escriben en latín, pues nadie habla ya esa lengua y pocos la entienden. Yo no veo cómo no sea igualmente ridículo este continuo suponer, en cuanto se escribe y se habla, ciertas cualidades humanas que todos saben que ya no se encuentran en ningún hombre nacido, y ciertas entidades[54] racionales o fantásticas, que fueron adoradas mucho tiempo atrás, pero que ahora se consideran nada, tanto por quien las nombra, como por quien oye que las nombran. Que se usen máscaras y disfraces para engañar a los demás o para no ser conocidos no me resulta extraño; pero que todos lleven la misma máscara y que todos estén disfrazados del mismo modo, sin que ninguno pueda engañar al otro, pues se conocen perfectamente entre ellos, me resulta una niñería. Que se quiten las máscaras y se queden con sus vestidos, pues no causarán menor efecto y estarán más cómodos. Porque, finalmente, este simular siempre, aunque inútil, y este representar siempre a una persona muy diferente de la que se es, no se puede hacer sin un gran embarazo y fastidio. Si los hombres hubieran pasado, en un instante, del estado primitivo, solitario y salvaje a la civilización moderna, y no gradualmente, ¿creemos que se encontrarían en las lenguas los nombres de las cosas señaladas antes, y la costumbre de las naciones de repetirlas constantemente y de formar con ellas mil discursos? En verdad, esta costumbre me parece una de esas ceremonias o prácticas antiguas, muy ajenas a las costumbres presentes, que, a pesar de todo, se mantienen por virtud del hábito. Pero yo, que no puedo adaptarme a las ceremonias, tampoco me adapto a esta costumbre; y escribo en lengua moderna, y no en la de los tiempos troyanos. En segundo lugar, yo no intento en mis escritos tanto satirizar a nuestra especie, como lamentarme del destino. Nada creo que sea tan manifiesto y palpable como la infelicidad inevitable de todos los seres vivos. Si esta infelicidad no es verdadera, todo es falso. Sin embargo, dejemos esto y cualquier otro discurso sobre ello. Si es verdad, ¿por qué no se me permite lamentarme abierta y libremente, y decir que sufro? Pero, si me lamentara llorando (y esta es la tercera causa que me mueve), fastidiaría no poco a los demás y a mí mismo, sin fruto alguno. Riéndome de nuestras desgracias, encuentro algún consuelo y procuro dárselo a los demás del mismo modo. Aunque esto no lo consiga, considero seguro, sin embargo, que reírnos de nuestros males es el único provecho que de ellos podemos sacar, y el único remedio que encontramos. Dicen los poetas que la desesperación tiene siempre en la boca una sonrisa. No debe pensar que yo no compadezca la infelicidad humana. Pero, como no podemos defendernos de ella de ningún modo, con ningún arte, con ninguna industria, con ningún pacto, estimo que es más digno del hombre y de una desesperación magnánima reírse de los males comunes, que ponerse a suspirar, a llorar y a gritar con los demás, incitándolos a que hagan lo mismo. Por último, me queda por decir que yo deseo, al igual que usted y que los demás, el bien de mi especie en general, pero no lo espero de ninguna manera; que no puedo deleitarme ni alimentarme con ciertas esperanzas buenas, como veo que hacen muchos filósofos de este siglo; y que mi desesperación, por ser completa y continua, y por estar fundada en un juicio firme y en una certeza, no me deja lugar para los sueños y para las imaginaciones alegres sobre el futuro, ni fuerzas para emprender algo que las haga realidad. Y bien sabe que el hombre no está dispuesto a intentar lo que sabe o cree que no puede conseguir, y, si se decide a ello, obra de mala voluntad y con escasas fuerzas; y que escribiendo de modo distinto o contrario a la propia opinión, incluso si esta es falsa, no se hace nunca una cosa digna de consideración.
TIMANDRO. Pero es necesario que modifiquemos nuestro juicio, si es diferente al verdadero, como le sucede al suyo.
ELEANDRO. Yo juzgo, por lo que a mí se refiere, que soy infeliz, y en esto sé que no me engaño. Si los demás no lo son, me congratulo con toda el alma. También estoy seguro de que no me libraré de la infelicidad antes de morir. Si los demás esperan otra cosa, me alegro del mismo modo.
TIMANDRO. Todos somos infelices, y todos lo han sido, y creo que no querrá presumir de que esta opinión sea de las más novedosas. Pero la condición humana se puede mejorar bastante más de lo que está, como mejoró extraordinariamente con respecto a como fue. Parece que no recuerda o no quiere recordar que el hombre es perfectible.
ELEANDRO. Perfectible, sí lo creeré a fe de usted; pero perfecto, que es lo que mayormente importa, no sé cuándo podré creerlo ni a fe de quién.
TIMANDRO. No ha alcanzado aún la perfección, porque le ha faltado tiempo; pero no se puede dudar que la alcanzará.
ELEANDRO. Ni yo lo dudo. Estos pocos años que han transcurrido desde el principio del mundo hasta hoy no podían bastar; y todavía no se puede juzgar la índole, el destino y las facultades del hombre, además de que se han tenido que realizar otras tareas con las manos. Pero ahora no se atiende más que a perfeccionar nuestra especie.
TIMANDRO. Verdaderamente se atiende con suma aplicación en todo el mundo civilizado. Y, si consideramos la abundancia y la eficacia de los medios, que han aumentado increíblemente desde hace poco hasta ahora, se puede creer que su efecto se conseguirá dentro de más o menos tiempo; y esta esperanza ayuda no poco a las empresas y operaciones útiles que promueve y engendra. Por ello, si alguna vez fue perjudicial y reprensible, ahora es muy perjudicial y muy abominable ostentar esta desesperación suya e inculcar en los hombres el sentimiento de la inexorabilidad de su miseria, de la vanidad de la vida, de la insuficiencia y pequeñez de su especie y de la maldad de su naturaleza, lo que no puede dar otro fruto que abatir su ánimo, despojarlos de la estima de sí mismos, primer fundamento de la vida honesta, útil y gloriosa, y apartarlos del deseo de buscar su propio bien.
ELEANDRO. Yo quisiera que me explicara con precisión si le parece que lo que yo creo y digo sobre la infelicidad de los hombres es verdadero o falso.
TIMANDRO. Vuelve a usar las armas de siempre, y si yo confieso que lo que dice es verdad, pensará que ha vencido en la disputa. Pero lo que le respondo es que no todas las verdades son dignas de ser predicadas a todos, ni siempre.
ELEANDRO. Gracias, satisfágame en otra pregunta. Estas verdades que yo digo y no predico, son, en la filosofía, ¿verdades principales o accesorias?
TIMANDRO. Por lo que yo creo, son la sustancia de toda la filosofía.
ELEANDRO. Entonces, se engañan mucho quienes dicen y predican que la perfección del hombre consiste en el conocimiento de la verdad, y que todos sus males provienen de las opiniones falsas y de la ignorancia, y que el género humano será feliz cuando todos o casi todos conozcan la verdad y hagan de ella, en sus vidas, la norma de su comportamiento y de su gobierno. Y estas cosas son las que dicen casi todos los filósofos antiguos y modernos. En cambio, según su opinión, esas verdades, que son la sustancia de toda la filosofía, debemos ocultárselas a la mayor parte de los hombres; y creo que fácilmente admitirá también que deben ser ignoradas u olvidadas por todos, porque, si son conocidas, y tenidas en el ánimo, no pueden más que perjudicar. Y esto es lo mismo que decir que hay que extirpar del mundo la filosofía. Sé que la última conclusión de la filosofía verdadera y perfecta es que no se debe filosofar. De lo que se infiere que la filosofía es, en primer lugar, inútil, porque para no filosofar no es necesario ser filósofo; en segundo lugar, es muy perjudicial, porque esa última conclusión no se aprende sino con el propio desgaste y, una vez aprendida, no se puede llevar a cabo, al no poder los hombres olvidar las verdades conocidas y al poder abandonarse con más facilidad cualquier hábito antes que el de filosofar. En definitiva, la filosofía, esperando y prometiendo al principio remediar nuestras desgracias, al final se reduce a querer curarnos de ella misma. Admitido todo esto, pregunto por qué se tiene que creer que la edad presente está más próxima y dispuesta a la perfección que las pasadas. ¿Quizás por el mayor conocimiento de la verdad, la cual se ve que es muy contraria a la felicidad del hombre? ¿O quizás porque en el presente unos pocos saben que no es necesario filosofar, sin que, por ello, tengan la facultad de abstenerse de ello? Pero los primeros hombres, de hecho, no filosofaron, y los salvajes se abstuvieron sin ninguna dificultad. ¿Qué otros medios, nuevos o mayores que los pasados, tenemos nosotros para aproximarnos a la perfección?
TIMANDRO. Muchos y de gran utilidad, pero exponerlos requeriría un razonamiento infinito.
ELEANDRO. Dejémoslo aparte, por ahora, y volviendo a mis obras, digo que si en mis escritos recuerdo algunas verdades duras y tristes, o para desahogo del alma o para consolarme con la risa, y no por otra cosa, no dejo en los mismos libros, sin embargo, de deplorar, desaconsejar y reprender el estudio de la miserable y fría verdad, cuyo conocimiento es fuente de abandono, descuido, bajeza de alma, iniquidad y deshonestidad de las acciones, y perversidad de las costumbres; mientras que, por el contrario, alabo y exalto las opiniones, aun falsas, que generan actos y pensamientos nobles, fuertes, magnánimos, virtuosos y útiles para el bien común o individual; aquellas imágenes hermosas y felices, aunque vanas, que le dan valor a la vida; las ilusiones naturales del alma, y, en fin, los errores antiguos, muy diferentes de los errores bárbaros, los cuales, y no aquellos, deberían haber sido destruidos por la civilización moderna y la filosofía. Pero estas, según yo, traspasando los límites (como es propio e inevitable en las cosas humanas), no mucho después de habernos aliviado de una barbarie, nos han precipitado en otra, no menor que la primera, aunque nacida de la razón y del saber, y no de la ignorancia, y, por ello, menos eficaz y evidente en el cuerpo que en el espíritu, menos vigorosa en sus obras y, por decirlo así, más recóndita e íntima. De todos modos, yo me temo, o me inclino a creer que, del mismo modo que los errores antiguos son necesarios para el buen estado de las naciones, ahora es imposible que podamos renovarlos, y cada día debe serlo más. Con respecto a la perfección del hombre, le juro que, si ya se hubiera alcanzado, habría escrito al menos un tomo en alabanza del género humano. Pero, puesto que ni me ha tocado verla, ni espero que me toque, estoy dispuesto a asignar en mi testamento una buena parte de mis bienes para que, cuando el género humano sea perfecto, se haga y se pronuncie públicamente un panegírico todos años, e incluso para que se le levante un templete al modo antiguo o una estatua o lo que se considere más conveniente.
[48] Compuesto en Recanati entre el 14 y el 24 de junio de 1824. Esta pieza cerraba la primera edición de la obra (Stella, Milán, 1827). Cfr. la carta de Leopardi a Stella, del 16 de Junio de 1826: «Hubiera querido hacer un prefacio a las Operette morali, pero me ha parecido que el tono irónico que reina en ellas y el espíritu de las mismas excluyen de modo absoluto cualquier preámbulo… De todos modos, he querido suplirlo con el Diálogo de Timandro y de Eleandro […], que es al mismo tiempo una especie de prefacio y una apología de la obra contra los filósofos modernos. Por ello, la he colocado al final”. Para Fubini, en este diálogo, «vemos a Leopardi, en el acto de despedirse de la obra acabada o próxima a ser acabada, volverse a su propia obra, es más, a sí mismo, para definir con claridad las intenciones que lo han llevado a escribir y los sentimientos de los que ha estado animado: y, ciertamente, el interés humano nace de este replegarse de Leopardi sobre sí mismo, de esta tentativa de fijar en palabras definitivas su propia actitud espiritual».
[49] Según el étimo griego, ´ el que alaba al hombre`.
[50] Según el étimo griego, ´ el que compadece al hombre`.
[51] Cfr., según una anotación de Leopardi, Platón, El banquete, diálogo entre Sócrates y Diotima. En dicho pasaje, Diotima le aclara a Sócrates que no todos creen que Eros es un gran dios, pues él y ella ni siquiera lo consideran dios.
[52] Filósofo escéptico (Atenas, s. V a. C.), descrito como misántropo.
[53] Estratega ateniense del siglo V. a. C. Persiguió el poder personal sin temer cambiarse de alineación; en el periodo de las guerras del Peloponeso, estuvo primero contra Esparta y luego a favor de ella; tras un periodo de dominio en Atenas, se exilió y murió asesinado en Persia. De joven, fue conocido por su belleza y fue amado por hombres ilustres, como Sócrates y Timón.
[54] Las «hermosísimas larvas» de la Historia del género humano: la Virtud, la Gloria, la Justicia, etc.