XXI. COPÉRNICO [1]
DIÁLOGO
ESCENA PRIMERA
La Hora primera y el Sol
HORA PRIMERA. Buenos días, Excelencia.
SOL. Mejor, buenas noches.
HORA PRIMERA. Los caballos están preparados.
SOL. Bien.
HORA PRIMERA. Venus ha salido hace un rato.
SOL. Bien, que venga o vaya a su gusto.
HORA PRIMERA. ¿Qué quiere decir su Excelencia?
SOL. Quiero decir que me dejes en paz.
HORA PRIMERA. Pero, Excelencia, la noche ya ha durado tanto, que no puede durar más; y si tardáramos, dese cuenta, Excelencia, que nacería cualquier desorden.
SOL. Que nazca lo que quiera, yo no me muevo.
HORA PRIMERA. Oh, Excelencia, ¿qué es esto?, ¿se siente mal?
SOL. No, no, no me siento de ninguna manera, sólo que no quiero moverme; pero tú, vete a tu trabajo.
HORA PRIMERA. ¿Cómo puedo ir yo, si no viene su Excelencia, dado que soy la Hora primera del día?, ¿cómo puede haber día si su Excelencia no se digna, como es su costumbre, a salir fuera?
SOL. Si no puedes serlo del día, lo serás de la noche; o bien las Horas de la noche tendrán trabajo doble, y tú y tus compañeras podréis descansar. Porque, ¿sabes?, yo estoy cansado de este continuo girar para darles luz a cuatro animaluchos que viven sobre un puñado de lodo, tan pequeño, que yo, que tengo buena vista, ni siquiera consigo verlo; y esta noche he decidido que no quiero fatigarme por ello, y que, si los hombres quieren ver la luz, que mantengan los fuegos encendidos o que se provean de otro modo.
HORA PRIMERA. ¿Qué modo, Excelencia, quiere que encuentren esos pobrecitos? Además, para mantener sus antorchas o para proveerse de tantos fuegos que ardan durante todo el día, habrá un gasto excesivo. Si se hubiera descubierto ya ese gas que sirve para arder y para iluminar las calles, las habitaciones, los talleres, las cantinas y cualquier cosa, y todo ello con poco gasto, entonces diría que el caso es menos grave. Pero el hecho es que deben transcurrir todavía trescientos años, poco más o menos, antes de que los hombres encuentren ese remedio; y, mientras tanto, les faltarán el aceite, la cera, la pez y el sebo, y no tendrán nada que echar a arder.
SOL. Irán a coger luciérnagas y esos gusanillos que alumbran.
HORA PRIMERA. Y del frío, ¿cómo se protegerán?, pues sin la ayuda que tenían de su Excelencia, no les bastará ni el fuego de todos los bosques para calentarse. Además de que incluso morirán de hambre, pues la tierra ya no dará sus frutos. Y así, al cabo de algunos años, se perderá la semilla de esos pobres animales, pues cuando hayan ido un tiempo de acá para allá, por la tierra, a tientas, buscando con qué vivir y con qué calentarse, al final, consumido todo lo que se pueda comer y apagada la última chispa de fuego, se morirán todos en la oscuridad, helados como témpanos.
SOL. ¿Y a mí qué me importa esto?, ¿acaso soy yo la nodriza del género humano o quizás el cocinero, para tener que sazonar y preparar la comida?, ¿tengo yo que preocuparme si unas pocas criaturillas invisibles que distan de mí millones de millas ni ven, ni pueden soportar el frío sin mi luz? Y además, si yo debo servirle, por decirlo así, de estufa o de hogar a esta familia humana, es razonable que, si quiere calentarse, sea ella la que venga alrededor del hogar, y no que el hogar vaya alrededor de la casa. Por ello, si la Tierra necesita mi presencia, que camine ella y se las ingenie para tenerla, pues yo no necesito nada de la Tierra para tener que buscarla.
HORA PRIMERA. Su Excelencia quiere decir, si entiendo bien, que lo que ha hecho en el pasado, que lo haga ahora la Tierra.
SOL. Sí, de ahora en adelante, y siempre.
HORA PRIMERA. Verdad es que su Excelencia tiene mucha razón en esto, además de que puede hacer cuanto guste. Pero, a pesar de todo ello, dígnese, Excelencia, a considerar cuántas cosas hermosas faltarán si establece este nuevo orden. El día ya no tendrá más su hermoso carro dorado, con sus hermosos caballos que se bañan en el mar; y por dejar otras particularidades, nosotras, las pobres Horas, no tendremos ya lugar en el cielo, y de niñas celestes nos convertiremos en niñas terrenas, a no ser, como yo temo, que nos disolvamos en humo. Pero sea en esto como se quiera; la clave está en persuadir a la Tierra de que gire, lo que debe ser bastante difícil, pues no está acostumbrada y le debe parecer extraño tener que andar corriendo siempre y tener que esforzarse, después de no haber dado hasta hoy ni un paso de aquel lugar suyo. Y si su Excelencia, ahora, por lo que parece, quiere prestarle oídos a la pereza, yo he oído decir que la Tierra no está hoy más inclinada al trabajo que en otros tiempos.
SOL. La necesidad, en esto, la obligará y la hará saltar y correr cuanto le convenga. Pero, de todos modos, el medio más oportuno y más seguro es encontrar un poeta o un filósofo que persuada a la Tierra de que se mueva o, si no puede convencerla, que la obligue a girar a la fuerza. Porque, en definitiva, la suerte de este asunto está en las manos de los filósofos o de los poetas, es más, ellos lo pueden casi todo. Los poetas han sido los que en el pasado (pues yo era más joven y los escuchaba), con sus hermosas canciones, me han hecho hacer de buena gana, como si fuera una distracción o una actividad honorable, ese estupidísimo trabajo de correr desesperadamente, con lo grande y gordo que estoy, alrededor de un granito de arena. Pero, ahora que el tiempo me ha hecho madurar y que me he acercado a la filosofía, busco en todo la utilidad, y no la belleza; ahora los sentimientos de los poetas, si no me revuelven el estómago, me hacen reír. Quiero, cuando hago algo, tener buenas razones y que éstas sean de peso; y como no encuentro ninguna razón para anteponer a la vida ociosa y cómoda la vida activa, la cual no puede dar fruto que pague el trabajo, sino sólo la preocupación (pues no hay en el mundo fruto que valga dos céntimos), he decidido dejarles las fatigas y las molestias a los demás, mientras que yo, por mi parte, vivo en casa tranquilo y sin trabajos. Este cambio mío, como te he dicho, además de la influencia de la edad, lo han ocasionado los filósofos, gente que en estos tiempos ha comenzado a tener más poder, y tiene cada vez más. Así, si ahora queremos que la Tierra se mueva y corra a mi alrededor, por un lado, sería más oportuno un poeta que un filósofo, porque los poetas, con una fábula u otra, dando a entender que las cosas del mundo tienen valor y peso, y que son agradables y muy hermosas, y suscitando mil esperanzas alegres, a menudo estimulan a los demás a que se esfuercen, mientras que los filósofos los desaniman. Pero, por otro lado, como los filósofos han comenzado a tener más importancia, dudo que un poeta sea escuchado hoy por la Tierra más de lo que lo escucharía yo, o, si es escuchado, que cause algún efecto. Por tanto, será mejor que recurramos a un filósofo, pues, aunque los filósofos están, generalmente, poco capacitados, y menos aún dispuestos, para inducir a los demás a actuar, sin embargo, puede ser que en este caso extremo les suceda lo contrario a lo habitual. A no ser que la Tierra juzgue que lo más oportuno es dejarse morir, antes que tener que esforzarse tanto, cosa en la que yo no opinaría que se equivocara; pero basta, ya veremos lo que tenga que suceder. Así pues, tú harás lo siguiente: irás a la Tierra, o bien enviarás a una compañera tuya, la que tú quieras, y si ella encuentra a algún filósofo que esté fuera de casa tomando el fresco, observando el cielo y las estrellas, como razonablemente tendrá que encontrar, dada la novedad de esta noche tan larga, sin más, levantándolo y echándoselo encima, que vuelva y me lo traiga hasta aquí, que yo veré cómo lo dispongo a hacer lo que es necesario. ¿Has entendido bien?
HORA PRIMERA. Sí, Excelencia. Será servido.
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ESCENA SEGUNDA
COPÉRNICO, en la terraza de su casa, mira el cielo por levante, a través de un tubo de papel, dado que todavía no se habían inventado los catalejos.
Gran cosa es ésta. O todos los relojes fallan, o el sol debería haber salido hace ya más de una hora; y, sin embargo, desde aquí ni siquiera se vislumbra por oriente, a pesar de que el cielo está claro y terso como un espejo. Todas las estrellas brillan como si fuera medianoche. Vete ahora al Almagesto [2] o al Sacro Bosco,[3] y pídeles que te expliquen la causa de esto. He oído hablar, muchas veces, de la noche que Júpiter pasó con la mujer de Anfitrión;[4] además, me acuerdo de haber leído hace poco, en un libro moderno de un español,[5] que los peruanos cuentan que una vez, en la antigüedad, hubo en su país una noche larguísima, es más, interminable, y que, al fin, el sol salió de cierto lago que llaman Titicaca. Pero hasta hoy había pensado que estas cosas no eran más que cuentos, y lo creí firmemente, como hacen todas las personas razonables. Ahora que me doy cuenta de que la razón y la ciencia no valen, para decir la verdad, ni una jota, me resuelvo a pensar que estas cosas y otras similares pueden ser muy, muy verdaderas; es más, iré a todos los lagos y a todos los pantanos que pueda y veré si puedo pescar al sol. Pero ¿qué es este estrépito que oigo, que parece como el de las alas de un pájaro grande?
ESCENA TERCERA
La Hora última y Copérnico
HORA ÚLTIMA. Copérnico, soy la Hora última.
COPÉRNICO. ¿La hora última? Bien, será necesario aceptarlo. Sólo que, si es posible, dame el tiempo necesario para hacer testamento y ordenar mis cosas, antes de morir.
HORA ÚLTIMA. Pero ¿qué morir?, yo no soy la última hora de la vida.
COPÉRNICO. Oh, ¿quién eres, pues?, ¿la última hora del oficio del breviario?
HORA ÚLTIMA. Sé muy bien que ésa te es más querida que las demás cuando te encuentras en el coro.
COPÉRNICO. Pero ¿cómo sabes tú que yo soy canónigo? ¿Y cómo es que me conoces?, pues antes me has llamado por mi nombre.
HORA ÚLTIMA. Me han dado noticias de ti algunas personas que estaban ahí abajo, en la calle. En resumen, yo soy la última Hora del día.
COPÉRNICO. Ah, he entendido, la primera Hora está enferma, y es por ello por lo que el día no se ve aún.
HORA ÚLTIMA. Déjame hablar. El día no vendrá más, ni hoy ni mañana ni después, a no ser que tú lo remedies.
COPÉRNICO. Bueno estaría que fuera yo el encargado de hacer el día.
HORA ÚLTIMA. Te explicaré el modo. Pero lo primero, necesariamente, es que vengas conmigo y sin tardanzas a casa del Sol, mi señor. Por el camino, oirás el resto; y otra parte te la contará su Excelencia, cuando lleguemos.
COPÉRNICO. Está bien todo. Pero el camino, si no me engaño, debe de ser bastante largo. ¿Cómo podré llevar tanta provisión que me baste para no morir de hambre algunos años antes de llegar? Añade que las tierras de su Excelencia no creo que produzcan nada con lo que prepararme ni una comida.
HORA ÚLTIMA. Deja esas dudas. Tú no tendrás que estar mucho tiempo en casa del Sol, y el viaje se realizará en un momento, porque yo soy un espíritu, por si no lo sabes.
COPÉRNICO. Pero yo soy un cuerpo.
HORA ÚLTIMA. Bien, bien, no tienes que confundirte con esos razonamientos, pues no eres un filósofo metafísico. Ven aquí, súbete a mi espalda, y deja que yo haga el resto.
COPÉRNICO. Jesús, ya está. Veamos en qué acaba esta novedad.
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ESCENA CUARTA
Copérnico y el Sol
COPÉRNICO. Ilustrísimo Señor.
SOL. Perdona, Copérnico, si yo no te ofrezco que te sientes, pues aquí no se usan sillas. Pero acabaremos pronto. Tú ya le has oído a mi sirviente lo que hay que hacer. Yo, por mi parte, por cuanto la niña me refiere de tus cualidades, encuentro que eres muy a propósito para lo que busco.
COPÉRNICO. Señor, yo veo en este asunto muchas dificultades.
SOL. Las dificultades no deben asustar a un hombre de tu clase. Es más, se dice que ellas le aumentan el ánimo al valiente. Pero, en fin, ¿cuáles son estas dificultades?
COPÉRNICO. En primer lugar, por muy grande que sea el poder de la filosofía, no estoy seguro de que sea tan grande como para persuadir a la Tierra de que se eche a correr, en lugar de estar cómodamente sentada, y de que se esfuerce, en lugar de estar ociosa, máxime en estos tiempos, que ya no son heroicos.
SOL. Si tú no puedes persuadirla, la forzarás.
COPÉRNICO. De grado, Ilustrísima, si yo fuera un Hércules o, al menos, un Orlando, y no un canónigo de Varmia.
SOL. ¿Qué tiene que ver eso con esto? ¿No se cuenta que un antiguo matemático [6] vuestro decía que si le dieran un lugar fuera del mundo, al estar en él, haría que se movieran el cielo y la tierra? Tú no tienes que mover el cielo, y te encuentras en un lugar fuera de la Tierra. Por tanto, si no eres menos que aquel antiguo, no es posible que no puedas moverla, quiera ella o no.
COPÉRNICO. Señor mío, esto se podría hacer, pero sería necesaria una palanca, que tendría que ser tan larga, que no sólo yo, sino que ni siquiera Su Señoría Ilustrísima, por muy rico que sea, tiene lo suficiente para la mitad de los gastos de la materia y de la fabricación. Otra dificultad mayor es la que le diré enseguida, es más, es un cúmulo de dificultades. La Tierra, hasta hoy, ha tenido la primera sede del mundo, que es como decir el centro; y (como sabe), al estar inmóvil y sin otro quehacer que mirar a su alrededor, todos los demás globos del universo, tanto los más grandes como los más pequeños, y tanto los más brillantes como los oscuros, han estado dando vueltas continuamente por encima de ella, por debajo de ella y por sus lados, con unas prisas, con un trabajo y con una furia que aturde pensar en ello. Y así, al mostrar todas las cosas que estaban destinadas a servirla, parecía que el universo fuera algo semejante a una corte, en la cual, la Tierra estuviera sentada en un trono, y los demás globos, a su alrededor, como si fueran cortesanos, guardas o sirvientes, esperaran, unos una orden, y otros otra. Así, en efecto, la Tierra se ha creído siempre que era la emperatriz del mundo; y, en verdad, si las cosas son como han sido en el pasado, ella no discurría mal, es más, yo no negaría que su pensamiento no fuera muy fundado. ¿Qué le diré además de los hombres, los cuales, al considerarse (como nos consideraremos siempre) más que los primeros y que los principales entre las criaturas terrestres, aunque vayan vestidos de andrajos y aunque no tengan ni un mendrugo de pan que roer, se tienen por emperadores, no de Constantinopla o de Alemania o de la mitad de la Tierra, como eran los emperadores romanos, sino emperadores del universo, emperadores del sol, de los planetas, de todas las estrellas visibles y no visibles, y causa final de las estrellas, de los planetas, de Su Señoría Ilustrísima, y de todas las cosas? Pero, si ahora queremos que la Tierra deje ese lugar central, si hacemos que corra, que dé vueltas, que se afane continuamente, que realice lo mismo ni más ni menos que en el pasado han realizado los demás globos, >>>> en fin, que ella sea uno más entre los planetas, esto traerá consigo que su majestad la Tierra, y sus majestades los hombres tendrán que desalojar el trono y abandonar el imperio, quedándose, sin embargo, con sus andrajos y con sus miserias, que no son pocas.
SOL. En suma, ¿qué quieres concluir con todo este discurso, mi don Nicolás? ¿Quizás tienes algún escrúpulo de consciencia, no vaya a ser que esto sea un delito de lesa majestad?
COPÉRNICO. No, Ilustrísima; porque ni los códigos, ni el digesto, ni los libros que tratan del derecho público, ni el derecho del Imperio, ni el internacional, ni el natural mencionan este delito de lesa majestad, que yo recuerde. Pero quiero decir, en sustancia, que este hecho no resultará tan fácil, como a primera vista puede parecer, y que los efectos no serán sólo físicos: porque confundirá los grados de dignidad de las cosas y el orden de los entes; modificará los fines de las criaturas, y, consiguientemente, causará un gran trastorno incluso en la metafísica, es más, en todo aquello que se relaciona con la parte especulativa del saber. Y de todo ello resultará que los hombres, si saben o quieren razonar de modo sano, se encontrarán con que son algo muy diferente a lo que han sido hasta ahora, o a lo que han imaginado que eran.
SOL. Hijo mío, estas cosas no me asustan, pues respeto tanto la metafísica como la física, y como la alquimia o la nigromancia, si tú te empeñas. Y los hombres se contentarán con ser lo que son; y si esto no les gusta, pensarán lo contrario, y lo argumentarán a pesar de la evidencia de las cosas, como con mucha facilidad podrán hacer; y de este modo continuarán teniéndose por lo que quieran, barones, duques, emperadores o cualquier otra cosa más que deseen, y así se consolarán ellos, mientras que ni al mundo ni a mí nos disgustarán sus juicios.
COPÉRNICO. Jesús, dejemos a los hombres y a la Tierra. Considere, Ilustrísima, lo que razonablemente les sucederá a los demás planetas. Cuando vean que la Tierra hace lo mismo que hacen ellos y que se ha vuelto uno más, no querrán quedarse tan sencillos, simples y desguarnecidos, tan desiertos y tristes, como lo han estado siempre, y que sólo la Tierra tenga adornos, sino que también ellos querrán tener sus ríos, sus mares, sus montañas, sus plantas y, entre otras cosas, sus animales y sus habitantes, al no encontrar ninguna razón para tener que ser menos que la Tierra en cualquier cosa. Y he aquí otro trastorno grandísimo en el mundo, y una infinidad de familias y de poblaciones nuevas que, en poco tiempo, crecerán por todos lados como hongos.
SOL. Pues, tú, déjalas crecer, y que sean cuantas sepan ser, pues mi luz y mi calor serán suficientes para todas, sin que yo tenga que aumentar el gasto, sin embargo; y el mundo tendrá con qué alimentarlas, vestirlas, alojarlas y tratarlas generosamente, sin tener que endeudarse.
COPÉRNICO. Pero piense, Su Señoría Ilustrísima, un poco más allá, y vea cómo surge otro desbarajuste. Pues las estrellas, al ver que se queda sentado, y no ya sobre un escabel, sino en un trono, y que tiene a su alrededor esta hermosa corte y este pueblo de planetas, no sólo querrán sentarse y reposar también ellas, sino que incluso querrán reinar; y quien tiene que reinar, tiene súbditos, y por ello querrán tener sus planetas, como tendrá Su Señoría, cada una, los suyos propios. Y estos planetas nuevos convendrá que estén incluso habitados y adornados como lo está la Tierra. Y con esto no le contaré de ese pobre género humano, que ya con lo anterior se volvió menos que nada con respecto a este único mundo, a qué se reducirá cuando estallen tantos millares de mundos, de modo que no habrá ni una mísera estrella de la Vía Láctea que no tenga el suyo. Pero, si consideramos sólo el interés se Su Señoría, digo que hasta ahora ha sido, si no el primero del universo, sí el segundo, es decir, tras la Tierra, y no ha tenido ningún igual, pues las estrellas no han pretendido emularlo; pero, en este nuevo orden del universo, tendrá tantos iguales cuantas estrellas con sus mundos haya. Así que mire si este cambio que queremos causar no va en perjuicio de su dignidad.
SOL. ¿Tú no recuerdas lo que dijo vuestro César cuando, al cruzar los Alpes, pasó casualmente cerca de aquella aldeúcha de unos pobres bárbaros, a saber, que preferiría ser el primero de esa aldeúcha, antes que el segundo en Roma? Pues, del mismo modo, yo debería preferir ser el primero en este mundo nuestro, antes que el segundo en el universo. Pero no es la ambición lo que me hace querer cambiar el orden presente de las cosas, es sólo el deseo de tranquilidad o, para decirlo con propiedad, la pereza. De modo que, de tener iguales o no tenerlos, de ser el primero o el último, no me preocupo mucho, porque, al contrario que Cicerón, estimo más el ocio que la dignidad.
COPÉRNICO. Este ocio, Ilustrísima, por lo que a mí respecta, trataré de proporcionárselo lo mejor que pueda. Pero dudo que, aunque salga bien la intención, le dure mucho tiempo. Y antes de que pasen muchos años, estoy seguro, se verá obligado a dar vueltas como la polea de un pozo, o como una rueda de molino, sin moverse del lugar,[7] sin embargo. Además, sospecho que al final, al cabo de más o menos tiempo, incluso tendrá que volver a correr, no ya alrededor de la Tierra (pero ¿qué le importa esto?), y quizás ese mismo dar vueltas, será la causa que le haga, a Su Señoría, incluso caminar.[8] Basta, sea lo que quiera; a pesar de cualquier dificultad y de cualquier otra consideración, si persevera en su propósito, procuraré servirle, para que, si no lo consigo, piense que no he podido, y no diga que tengo poco valor.
SOL. Está bien, Copérnico mío, inténtalo.
COPÉRNICO. Queda, sin embargo, una dificultad.
SOL. Vamos, ¿de qué se trata?
COPÉRNICO. Que yo no quisiera, por esto, ser quemado vivo, como el ave fénix, pues si sucede esto, estoy seguro de que no resucitaré de mis cenizas, como hace ese pájaro, y de que no volveré a ver más, de ahí en adelante, el rostro de Su Señoría.
SOL. Oye, Copérnico, tú sabes que hubo un tiempo, cuando vosotros los filósofos ni casi habíais nacido, me refiero al tiempo en el que la poesía dominaba, en que yo fui profeta.[9] Quiero que ahora me dejes profetizar por última vez, y que, en memoria de aquella virtud mía antigua, tengas fe en mí. Te digo, pues, que quizás después de ti, podrá suceder que algunos que demostrarán lo que tú has hecho sufran alguna quemadura o algo similar,[10] pero tú, por lo que yo puedo saber, no sufrirás nada por esta empresa. Y si quieres estar más seguro, sigue este consejo: el libro que escribas sobre este tema, dedícaselo al papa. De este modo, te prometo que no arriesgarás ni la canonjía.
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[1] Compuesto en 1827.
[2] Título con el que se conoce la obra de astronomía de Ptolomeo.
[3] Monje y matemático inglés de la primera mitad del siglo XIII. Resumió la astronomía de Ptolomeo y de sus seguidores en la obra De sphaera Mundi.
[4] Con Alcmena, la mujer de Anfitrión, pasó Júpiter una noche en la que éste hizo que las horas duraran el doble.
[5] Pedro Cieza de León (c. 1520-1554), Crónica del Perú.
[6] Arquímedes.
[7] Se refiere al movimiento de rotación.
[8] Se refiere al movimiento de traslación.
[9] Apolo.
[10] Alusión a la muerte en la hoguera de Giordano Bruno y a las condenas Galileo.