XXII. DIÁLOGO DE PLOTINO Y DE PORFIRIO[1]
Una ocasión en que yo, Porfirio, había pensado quitarme la vida, Plotino se dio cuenta y, viniendo a mi encuentro de improviso, cuando yo estaba en casa, y diciéndome que tal pensamiento no procedía de una mente sana, sino de una indisposición melancólica, me obligó a cambiar de país. Porfirio en la Vida de Plotino. Lo mismo en la de Porfirio escrita por Eunapio, el cual añade que Plotino redactó un libro con las palabras que mantuvo con Porfirio en aquella ocasión.
PLOTINO. Porfirio, tú sabes que soy tu amigo, y sabes en qué grado, así que no debe maravillarte que haya estado observando tus hechos, tus palabras y tu estado con cierta curiosidad, pues nace de esto: de que me importas mucho. Hace muchos días que te veo triste y muy pensativo, que tienes una cierta mirada y dejas escapar palabras extrañas; en fin, sin más preámbulos y sin más vueltas, creo que tienes en la cabeza una mala intención.
PORFIRIO. ¿Cómo?, ¿qué quieres decir?
PLOTINO. Una mala intención contra ti mismo que se estima de mal augurio nombrar. Mira, Porfirio mío, no me niegues la verdad, no le hagas tal injuria al amor tan grande que nos une desde hace tanto tiempo. Sé bien que te disgusta que te hable de este tema, y comprendo que te gustaría mantener guardado tu propósito, pero, en un caso de tanta importancia, yo no podía callarme, y tú no deberías sufrir al comunicársela a una persona que te quiere tanto como a sí misma. Hablemos juntos tranquilamente y pensemos en las razones; desahogarás tu ánimo conmigo, te lamentarás y llorarás, pues merezco esto de ti; y por último, yo no te impediré que hagas lo que encontremos razonable y útil para ti.
PORFIRIO. No te he negado nunca nada que me hayas pedido, Plotino mío. Y ahora te confieso lo que querría mantener en secreto, lo que no le confesaría a nadie por nada del mundo; te digo que lo que tú imaginas de mis intenciones es verdad. Si quieres que razonemos sobre esta materia (aunque a mi alma le repugna mucho, porque estas deliberaciones parecen complacerse en un gran silencio y a la mente le gusta mantenerse, en estos pensamientos, más solitaria y encerrada en sí misma que nunca) estoy dispuesto, sin embargo, a contentarte. Es más, comenzaré yo mismo, y te diré que esta inclinación mía no procede de ninguna desgracia que me haya sobrevenido o que yo espere que me vaya a sobrevenir, sino de un fastidio de la vida y de un tedio que siento, tan vehemente, que se parece al dolor y a la congoja, no solo al conocer, sino al ver, gustar y tocar la vanidad de todas las cosas que me suceden cada día. De modo que no solo mi intelecto, sino todos mis sentimientos, incluso los corporales, están (diciéndolo de un modo extraño, pero acorde con el caso) llenos de esta vanidad. Y, debido a ello, en primer lugar no podrás decirme que mi actitud no sea razonable, aunque yo admita fácilmente que proviene, en buena medida, de algún malestar físico. Pero no deja de ser, por ello, muy razonable, es más, todos los demás sentimientos de los hombres, aparte de este, gracias a los cuales y sea como fuere, vivimos y les damos a la vida y a las cosas humanas algún sentido, distan mucho, unos más que otros, de ser razonables, y se fundan en algún engaño o en alguna falsa ilusión. Pues ninguna cosa es más razonable que el aburrimiento. Los placeres son todos vanos. El dolor mismo, hablo del dolor del alma, por lo general, es vano, pues si consideras su causa y su sentido, considerándolos bien, hallarás que tienen poca o ninguna realidad. Lo mismo digo del temor, lo mismo de la esperanza. Solo el aburrimiento, que nace siempre de la vanidad de las cosas, nunca es vanidad ni engaño, ni está fundado en algo falso. Y podemos decir que, al ser vano todo lo demás, a aburrimiento se reduce y en aburrimiento consiste el sentido y la realidad de la vida humana.
PLOTINO. De acuerdo. No quiero contradecirte ahora en esto. Pero ahora debemos considerar, de modo más concreto y en sí mismo, el hecho que tú estás analizando. No apelaré a la opinión de Platón, como tú sabes, de que al hombre no le está permitido, como si fuera un siervo fugitivo, sustraerse por su voluntad a esa casi cárcel en la que se encuentra por voluntad de los Dioses, es decir, privarse de la vida espontáneamente.
PORFIRIO. Te lo ruego, Plotino mío, dejemos a un lado a Platón y sus doctrinas y sus fantasías. Una cosa es alabar, comentar, defender ciertas ideas en las escuelas y en los libros, y otra es seguirlas en la práctica. En la escuela y en los libros, nos está permitido aprobar y seguir los sentimientos de Platón, pues tal es la costumbre de ahora; en la vida, no solo no los apruebo, sino que los condeno. Sé que se dice que Platón sembró en sus escritos aquellas doctrinas sobre la vida futura para que los hombres, al dudar y sospechar de su estado después de la muerte, por esa misma inseguridad o por temor a penas y a calamidades futuras, se retuvieran en la vida de cometer injusticias y otras malas obras. [2] Pues si yo pensara que fue Platón el autor de estas dudas y de estas creencias, y que fueron invenciones suyas, diría: “Mira, Platón, cuánto han sido y son perpetuamente enemigos de nuestra especie la naturaleza o el hado o la necesidad o cualquier otro poder autor y señor del universo. A nuestra especie, muchas, es más, innumerables razones podrán arrebatarle esa superioridad que nosotros nos arrogamos de tener entre los animales, pero ninguna razón se encontrará que le quite aquel principado que el antiquísimo Homero le atribuía, o sea, el principado de la infelicidad. Sin embargo, la naturaleza nos concedió, como medicina de todos los males, la muerte, la cual habría de ser poco temida por quienes no hicieran mucho uso del intelecto y deseada por los demás. Y sería un consuelo dulcísimo en nuestra vida, llena de tantos dolores, la espera y el pensamiento de nuestro fin. Tú, con esta duda terrible[3] que suscitas en el alma de los hombres, le has quitado a este pensamiento toda dulzura, y lo has hecho más amargo que los demás. Tú eres la causa de que se vea a los mortales temer más al puerto que a la tempestad, y aborrecer, con el alma, aquel remedio y reposo de las angustias presentes y de las congojas de la vida. Tú has sido para el género humano más cruel que el hado o la necesidad o la naturaleza. Y, como esta duda no se puede deshacer de ningún modo, ni nuestras mentes pueden librarse nunca de ella, tú les has traído por siempre a tus semejantes esta condición de sentir la muerte llena de afán y más miserable que la vida. Por obra tuya, mientras que los demás animales mueren sin temor alguno, la tranquilidad y la seguridad del alma han huido para siempre de la última hora del hombre. Esto es lo que le faltaba, oh Platón, a tanta infelicidad humana. Omito que aquella intención que te habías propuesto de apartar a los hombres de las violencias e injusticias no se ha cumplido. Pues aquellas dudas y aquellas creencias atemorizan a todos los hombres en la hora extrema, cuando ya no pueden hacer daño; en el curso de la vida, atemorizan frecuentemente a los buenos, los cuales no tienen voluntad de hacer daño, sino de ayudar; atemorizan a las personas tímidas, a los débiles de cuerpo, los cuales no tienen una naturaleza que tienda a la violencia ni a la iniquidad, ni tienen un corazón o una mano apropiados para ello. Pero a los osados, a los robustos y a los que sienten poco el poder de la imaginación, en fin, a aquellos a los que, en general, se les pediría que respetaran al menos la ley, no los atemorizan, ni los apartan de obrar mal, como vemos por los ejemplos diariamente y como la experiencia de todos los siglos, de tus días a hoy, pone de manifiesto. Las buenas leyes, y más la buena educación, y la cultura de las costumbres y de las mentes preservan, en la sociedad de los hombres, la justicia y la mansedumbre; por ello, las almas que se han civilizado y dulcificado un poco y que se han acostumbrado a considerar las cosas y a usar un poco el entendimiento casi necesariamente y siempre aborrecen agredir a las personas y la sangre de los compañeros; se apartan, en general, de hacerles ningún daño a los demás y, raras veces y con fatiga, se arriesgan a correr los peligros que lleva consigo la infracción de las leyes. No causan, en cambio, este buen efecto las imágenes amenazadoras ni las tristes ideas de cosas fieras y terribles; es más, al igual que sucede con la multitud y la crueldad de los suplicios que usan los estados, aquéllas hacen crecer, por un lado, la vileza del alma y, por otro, la fiereza, que son las principales enemigas y pestes del género humano. Pero además tú les has mostrado y prometido a los buenos un galardón. ¿Qué galardón? Un estado que se nos muestra lleno de aburrimiento e incluso menos tolerable que esta vida. A cualquiera le resulta fácil imaginar la acritud de aquellos tus suplicios, en cambio, la dulzura de tus premios está escondida y es tan arcana, que no puede ser comprendida por la mente del hombre. Por ello, ninguna eficacia pueden tener tales premios para acostumbrarnos a la rectitud y a la virtud. Y verdaderamente, si muy pocos sinvergüenzas, por temor de tu terrible Tártaro, se abstienen de alguna mala acción, yo me atrevo a afirmar que nunca ningún hombre bueno, ni siquiera en su más pequeña obra, obró bien por deseo de tu Elíseo, pues este no puede, en nuestra imaginación, parecer deseable. Además de que sería un consuelo muy leve la espera segura de ese bien, ¿qué esperanza les has dejado a los virtuosos y a los justos, si tu Minos y aquellos tus Eaco y Radamanto, jueces severísimos e inexorables, no perdonarán ni siquiera una sombra o vestigio de culpa? ¿Qué hombre puede sentirse o creerse tan limpio y puro como tú exiges? Así que el logro de esa felicidad, sea cual sea, resulta casi imposible; y no bastará la conciencia de la más recta y trabajada vida para preservar al hombre, al final, de la incertidumbre sobre su estado futuro y del miedo a los castigos. Así, gracias a tus doctrinas, derrotada por completo la esperanza, el temor es el señor del hombre; y el fruto de esas doctrinas, finalmente es este: que el género humano, ejemplo admirable de infelicidad en esta vida, ya no espera que la muerte sea el final de sus miserias, sino que tendrá que ser, después de ella, bastante más infeliz. Con ello, has superado en crueldad, no a la naturaleza y al hado, sino al tirano más fiero y al más despiadado verdugo que hubiera en el mundo. Pero ¿con qué barbaries se puede comparar ese decreto tuyo de que al hombre no le está permitido poner fin a sus sufrimientos, a los dolores, a las angustias, venciendo el horror a la muerte y voluntariamente arrancándose el alma? Ciertamente, no tiene lugar en los demás animales el deseo de terminar con su vida, pero es porque su infelicidad tiene límites más estrechos que la infelicidad del hombre; además, tampoco tendría lugar en ellos el coraje de acabar con ella espontáneamente. Pero, incluso si tales disposiciones fueran naturales en los animales, ningún impedimento encontrarían para morir; ninguna prohibición, ninguna duda les arrebataría la facultad de sustraerse a sus desgracias. He aquí que también en esto nos haces inferiores a los animales. Y aquella libertad que tendrían los animales si quisieran usarla, la que la misma naturaleza, tan avara con nosotros, no nos ha negado, nos falta a los hombres por tu causa. Así, la única especie de seres vivos que es capaz de desear la muerte es la única que no tiene en su mano morir. La naturaleza, el hado y la fortuna nos flagelan sangrientamente siempre, con nuestro tormento y con dolor incalculable; y tú acudes y nos atas estrechamente los brazos y nos encadenas los pies, de modo que no nos sea posible defendernos o alejarnos de sus golpes. Verdaderamente, cuando considero la magnitud de la infelicidad humana, pienso que de esta debemos culpar a tus doctrinas, más que de cualquier otra cosa, y que a los hombres les conviene lamentarse más de ti que de la naturaleza. Esta, para decir la verdad, no nos destinó sino una vida infelicísima, pero, por otro lado, nos dio la posibilidad de acabar con ella cuando quisiéramos. Además, en primer lugar, nunca se puede decir que sea muy grande la miseria que, si yo quiero, puedo hacer que dure poco; en segundo lugar, aunque la persona no se resuelva de hecho a dejar la vida, solo el pensamiento de poder, si quiere, sustraerse a la miseria, sería tal consuelo y tal alivio para cualquier calamidad, que, por su virtud, todas las calamidades se podrían soportar con facilidad. Por tanto, la gravedad intolerable de nuestra infelicidad debemos creer que procede principalmente no de otra cosa que de la duda de si incurriremos en una miseria mayor que la presente, si truncamos voluntariamente nuestra vida. Y no solo mayor, sino de tan inefable atrocidad y extensión que, aunque el presente sea cierto y esas penas, inciertas, sin embargo, el temor a estas razonablemente, sin proporción ni comparación posible, prevalecerá sobre el sentimiento de cualquier malestar de esta vida. Esa duda, oh Platón, a ti te resultó fácil suscitarla; y, en cambio, la estirpe humana desaparecerá antes de resolverla. Pues ninguna cosa nació, ninguna nacerá nunca, tan calamitosa y funesta para la especie humana, como tu ingenio. Estas cosas le diría a Platón, si creyera que él ha sido el autor o inventor de esas doctrinas, pero sé muy bien que no lo fue. De todos modos, sobre esta materia, ya se ha hablado bastante, y me gustaría que la dejáramos de lado.
PLOTINO. Porfirio, verdaderamente estimo a Platón, como sabes. Y no por esto quiero dialogar usando autoridades, máxime contigo y en tal cuestión, sino que quiero dialogar de forma razonable. Y si he tocado de pasada esa opinión platónica, lo he hecho más a modo de proemio, que por otra razón. Retomando el razonamiento que yo pretendía hacer, digo que no Platón o cualquier otro filósofo, sino la misma naturaleza parece enseñarnos que quitarnos del mundo por mera voluntad nuestra no es lícito. No es oportuno que yo me extienda en esta afirmación, porque si tú pensaras un poco en ello, no puede ser que tú no sepas por ti mismo que matarse con la propia mano, sin necesidad, es contranatural. Es más, para decirlo mejor, es el acto más contrario a lo natural que se pueda cometer, pues todo el orden de las cosas se vería subvertido, si estas se destruyeran por sí mismas. Y parece repugnante que uno se sirva de la vida para apagar la vida, que el ser nos sirva para no ser. Además, si alguna cosa nos ha impuesto y ordenado la naturaleza, cierto es que lo que nos ordena, de manera irrevocable y sobre todo, y no solo a los hombres, sino igualmente a cualquier criatura del universo, es que atendamos a nuestra propia conservación y que la procuremos por todos los medios posibles, que es justo lo contrario al suicidio. Y sin más argumentos, ¿no sentimos nosotros que nuestra inclinación por sí misma nos atrae a la vida, nos hace odiar y temer la muerte y sentir horror por ella, incluso a nuestro pesar? Por tanto, puesto que este acto de matarse es contranatural y tan contrario como vemos, yo no podría declarar que es lícito.
PORFIRIO. Ya he considerado toda esta parte, que, como tú has dicho, es imposible que el ánimo no se percate, por poco que se detenga a pensar a propósito de ello. Me parece que a tus razones se les puede responder con muchas otras y de varios modos, pero procuraré ser breve. Tú dudas que sea lícito morir sin necesidad, y yo te pregunto si es lícito ser infeliz. La naturaleza nos prohíbe matarnos. Extraño me resultaría que, si ella no tiene ni voluntad ni poder para hacerme ni feliz ni libre de la miseria, tuviera facultad para obligarme a vivir. Si es cierto que la naturaleza nos ha provisto de amor a la propia conservación y odio a la muerte, también lo es que no nos ha dado menos odio a la infelicidad y amor a nuestro bienestar; y estas últimas inclinaciones son mayores y más importantes que aquéllas, en tanto que la felicidad es el fin de cualquier acto nuestro, y de todo muestro amor y odio; y que no se huye de la muerte ni se ama la vida por sí mismas, sino por amor y respeto a nuestro bienestar y por odio a nuestro mal y a nuestro daño. ¿Cómo puede ser contranatural entonces que yo rechace la infelicidad del único modo como pueden rechazarla los hombres?, que es quitarme del mundo, porque mientras estoy vivo, no puedo evitarla. ¿Y cómo va a ser verdad que la naturaleza me prohíba agarrarme a la muerte, si esto es sin duda lo mejor para mí, y repudiar la vida, que manifiestamente me daña y me oprime, puesto que no me puede valer sino para padecer, que es, necesariamente, para lo que me vale y a lo que me conduce?
PLOTINO. De todos modos, estas cosas no me persuaden de que suicidarse no sea contranatural, pues nuestro sentido se caracteriza por una manifiesta contrariedad y aversión a la muerte. Vemos que los animales, que (a no ser que estén forzados o alterados por los hombres) obran siempre de modo natural, no solo no llegan nunca a ese acto, sino que además, aunque se sientan atribulados y desgraciados, se muestran muy ajenos a él. Y, finalmente, no se encuentra, a no ser entre las personas, a alguna lo cometa, y ni siquiera entre las personas que viven de modo natural, entre las que no se encontrará a nadie que no lo abomine, si es que lo conoce o lo sospecha, sino entre las que, alteradas y corrompidas, no viven de acuerdo con la naturaleza.
PORFIRIO. ¡Hala! Te concedo también que ese acto es contranatural, como tú quieres. Pero ¿qué significa esto, si nosotros, por decirlo así, no somos criaturas naturales? Me refiero a los hombres civilizados. [4] Compáranos no ya con los seres vivos de cualquier otra especie que quieras, sino con algunos pueblos de la India o de Etiopía que, según dicen, aún conservan las costumbres salvajes y primitivas, y con dificultad te parecerá que pueda decirse que estos hombres y aquellos son criaturas de una misma especie. Y esta transformación nuestra, por llamarla así, y esta mutación de la vida y, máxime, del alma, al menos yo he creído siempre firmemente que no ha llegado sino con un infinito aumento de nuestra infelicidad. Es cierto que aquellas personas salvajes no sienten nunca deseo de acabar con la vida, y que ni siquiera sospechan que la muerte se pueda desear, mientras que las personas acostumbradas a nuestra forma de vida y, según decimos, civilizadas, la desean muy a menudo, y algunas veces se la procuran. Así, si se le permite al hombre civilizado tanto vivir contra natura como contra natura ser tan desgraciado, ¿cómo es que no se le permite morir contra natura, si de esta infelicidad nueva, que deriva de la alteración de nuestro estado primero, no podemos ni siquiera librarnos sino con la muerte? Pues volver al estado primero y a la vida a los que nos destinó la naturaleza, por lo que se refiere a lo extrínseco, apenas sería posible, y quizás imposible; y por lo que se refiere a lo intrínseco, que es lo que importa, es, sin duda alguna, totalmente imposible. ¿Qué hay menos natural que la medicina, tanto la que procura la cirugía, como la que procuran los fármacos? La una y la otra, la mayor parte de las veces, tanto en las operaciones que ejecutan como en las sustancias, los instrumentos y los modos que usan, están muy lejos de lo natural; los animales y los hombres salvajes no las conocen. Porque incluso las enfermedades que estas intentan remediar son contranaturales, y no tienen lugar sino a causa de la civilización, es decir, de la corrupción de nuestro estado. Por esto, tales artes, aunque no sean naturales, son y se estiman oportunas, e incluso necesarias. Así, este acto del suicidio, que nos libra de la infelicidad nacida de la corrupción, aunque sea contranatural, no hay que considerarlo reprobable, pues los males no naturales requieren remedios no naturales. Y sería incluso duro e inicuo que la razón, que suele oponerse a la naturaleza en las demás cosas, para hacernos más infelices de lo que ya somos por naturaleza, en esto se aliara con ella, y así nos quitara la única salida que nos queda, la única que nos enseña ella misma, y nos obligara a perseverar en la miseria.
La verdad es esta, Plotino. Aquella naturaleza primitiva de los hombres antiguos y de las personas salvajes y no cultivadas ya no es nuestra, pues la costumbre y la razón nos han proporcionado otra, la que tenemos y tendremos para siempre, en lugar de la primera. No era natural para el hombre del principio procurarse la muerte voluntariamente, pero tampoco era natural desearla. Hoy, ambas cosas son naturales, es decir, son conformes a nuestra nueva naturaleza, la cual, tendiendo necesariamente también, como la anterior, hacia lo que parece mejor para nosotros, hace que muchas veces deseemos y busquemos el mayor bien del hombre, o sea, la muerte. Y no hay que maravillarse, pues esta segunda naturaleza está gobernada y dirigida, la mayor parte de las veces, por la razón. Y la razón afirma con seguridad que la muerte no solo no es verdaderamente un mal, como dicta la impresión primitiva, sino que es el único remedio válido para nuestros males, lo más deseable y lo mejor para los hombres. Por tanto, pregunto, ¿confrontan los hombres civilizados sus demás actos con la naturaleza primitiva? ¿Cuándo? ¿Qué actos? No, no los confrontan con aquella, sino con la nuestra, o sea, con la razón. Así, ¿por qué solo este acto del suicidio es el que tenemos que confrontar no con nuestra nueva naturaleza o con la razón, sino con la primitiva? ¿Por qué la naturaleza primitiva, que ya no legisla nuestra vida, tiene que legislar la muerte? ¿Por qué no debe la razón gobernar la muerte, si es quien rige la vida? Vemos que, de hecho, tanto la razón como la infelicidad de nuestro estado presente no solo apagan, máxime en los infortunados y afligidos, aquel aborrecimiento congénito a la muerte del que tú hablabas, sino que lo transforman en deseo y amor, como te he dicho antes. Nacido este deseo y amor que, por naturaleza, no habría podido nacer, y generada la infelicidad por una alteración nuestra, y no querida por la naturaleza, sería manifiestamente repugnante y contradictorio que aún persistiera la prohibición natural de suicidarse. Creo que esto basta para saber si es lícito suicidarse. Queda por saber si es útil.
PLOTINO. No es necesario que me hables de esto, Porfirio mío: si ese acto es lícito (dado que yo no admito que algo que es justo y recto no sea también útil), yo no dudo que sea también utilísimo. Pues la cuestión, en suma, se reduce a esto, qué es mejor, no padecer o padecer. Sé bien que el goce unido al padecimiento sería elegido verosímilmente por casi todos los hombres, antes que el no goce acompañado del no padecimiento, tan grande es el deseo y, por decirlo así, la sed que el alma tiene de gozar. Pero la elección no cae entre estos dos términos, pues el goce o el placer, si hablamos con propiedad y precisión, es tan imposible, como inevitable es el sufrimiento. Y me refiero a un sufrimiento tan continuo, como continuo es el deseo y la necesidad que tenemos de gozar y de ser felices, lo cual no se cumple nunca; eso sin tener en cuenta los padecimientos particulares y accidentales que le sobrevienen a cada hombre y que son igualmente ciertos, es decir, que es cierto que tienen que sobrevenirle (más o menos, de un modo u otro) incluso al de la más venturosísima vida. Y verdaderamente un sufrimiento único y breve del que la persona estuviera segura que, si continúa viviendo, tiene que padecer, sería suficiente para que, con razón, la muerte se prefiriera a la vida, pues este tal padecimiento no tendría compensación alguna, al no poder existir en nuestra vida un bien o un deleite verdadero.
PORFIRIO. Me parece que el mismo aburrimiento y el sentirse privado de esperanzas de una situación y una fortuna mejores son causas suficientes para que nazca el deseo de terminar con la vida, incluso en aquel que se encuentre en una situación y en una suerte no solo no malas, sino incluso prósperas. Muchas veces me he maravillado de que en ningún lugar se haya hecho mención de los príncipes que quisieron morir solo por tedio y por saciedad de su propia situación, como se habla y se lee continuamente de las personas particulares. Personas como las que, después de oír a Hegesias, filósofo cirenaico, exponer sus lecciones sobre la miseria de la vida, al salir de la escuela, iban y se mataban, por lo que a Hegesias se le apodó el que persuade a morir; y se cuenta, como creo que sabes, que al final el rey Ptolomeo le prohibió que disertara más sobre aquella materia. [5] Pues, aunque encontramos al rey Mitrídates, a Cleopatra, a Otón romano y quizás a algunos otros príncipes que se suicidaron, estos lo decidieron por encontrarse entonces en un estado adverso y miserable, o para huir de un estado más grave. Sin embargo, a mí me parece verosímil que los príncipes, con más facilidad que los demás, conciban el odio por su situación y el fastidio de todas las cosas, y deseen morir. Pues estando ellos en la cima de lo que se llama felicidad humana, teniendo poco más que esperar, o quizás nada, de esos que llamamos bienes de la vida (pues los poseen todos), no se pueden prometer un mañana mejor que el presente. Y el presente, por muy afortunado que sea, siempre es triste e indeseable; solo el futuro puede agradar. De todos modos, en fin, podemos saber que (excepto el temor a las cosas del otro mundo) lo que retiene a los hombres para no abandonar la vida espontáneamente y lo que los induce a amarla y a preferirla a la muerte no es otra cosa que un simple y muy manifiesto error, por decirlo así, de cálculo y de medida, es decir, un error que se comete al calcular, medir y comparar entre sí las ventajas y los daños. Error que tiene lugar, podríamos decir, tantas veces como son los momentos en que cada uno abraza la vida o consiente vivir y se contenta con ello, ya sea con el juicio o con la voluntad, o simplemente porque se hace.
PLOTINO. Así es verdaderamente, Porfirio mío. A pesar de todo esto, deja que yo te aconseje, e incluso soporta que te ruegue que prestes atención, en esta tu intención, más a la naturaleza que a la razón. Y me refiero a la naturaleza primitiva, a aquella madre nuestra y del universo, que, aunque no ha mostrado que nos ama y nos ha hecho infelices, sin embargo, ha sido menos enemiga y maléfica de lo que lo hemos sido nosotros con nuestro ingenio, con nuestra curiosidad incesante y desmesurada, con nuestras especulaciones, con nuestros discursos, con nuestros sueños, con nuestras opiniones y doctrinas miserables. Pues ella, particularmente, se ha esforzado por aliviar nuestra infelicidad, ocultándonos o transformando la mayor parte de esta. Y, por muy grande que sea nuestro cambio y por mucho que haya disminuido en nosotros el poder de la naturaleza, todavía esta no se ha reducido a nada, ni nosotros nos hemos transformado y renovado tanto, como para que no quede, en cada uno, gran parte del hombre antiguo. Lo cual, aunque sea muestra de nuestra estupidez, nunca podrá ser de otro modo. Esto que tú llamas error de cálculo, error verdadero y no menos grande que palpable, sin embargo, se comete continuamente, y no solo lo cometen los estúpidos y los idiotas, sino los ingeniosos, los doctos y los sabios, y se cometerá eternamente, si la misma naturaleza, que ha creado a nuestro género, y no el raciocinio ni la mano de los hombres, no lo apaga. Y créeme, no hay fastidio de la vida, ni desesperación, ni sentimiento del vacío de las cosas, de la vanidad de las preocupaciones, de la soledad del hombre, ni odio al mundo y a uno mismo que pueda durar mucho, aunque estas disposiciones de ánimo sean muy razonables y sus contrarias, irracionales. Con todo ello, sin embargo, pasado un poco de tiempo, cambiada ligeramente la disposición del cuerpo, poco a poco, y a menudo de pronto, por razones nimias y difícilmente apreciables, renace el gusto por la vida, nace ya esta, ya aquella esperanza nueva, y las cosas humanas recuperan aquella apariencia suya y se muestran dignas de ser atendidas, en verdad, no al intelecto, sino, por decirlo así, al alma. Y esto basta para que la persona, aunque consciente y persuadida de la verdad, y no menos a pesar de la razón, persevere en la vida y continúe en ella, como hacen los demás, porque esa alma (podemos decir), y no el intelecto, es quien nos gobierna.
Será razonable matarse, será irracional concertar el ánimo con la vida, pero aquel es verdaderamente un acto feroz e inhumano. Y no debe agradar más, ni se puede elegir ser con la razón un monstruo en lugar de ser con la naturaleza un hombre. ¿No querremos tener ninguna consideración con los amigos, con los parientes, con los hijos, con los hermanos, con los padres, con la esposa, con las personas familiares y próximas con las que vivimos desde hace tiempo y a las que, si morimos, tenemos que abandonar para siempre? ¿No sentiremos en el corazón ningún dolor por esta separación? ¿No tendremos en cuenta lo que sentirán estos, tanto por la pérdida de la persona querida y cercana, como por la atrocidad del caso? Sé bien que el alma del sabio no debe ser blanda ni dejarse vencer por la piedad o por la angustia hasta tal punto de turbarse, caer por el suelo, ceder o desmayarse como persona vil, llorar desmesuradamente y cometer actos indignos del equilibrio de aquel que tiene pleno y claro conocimiento de la condición humana. Pero esta fortaleza del alma la tenemos que usar en los casos tristes que nos depara la fortuna y que no se pueden evitar, y no para privarnos espontáneamente para siempre de la vista, del diálogo y de la compañía de los seres queridos. Ignorar el dolor de la separación y de la pérdida de los parientes, de los íntimos, de los compañeros, y no ser capaz de sentir con tal cosa dolor alguno no es de sabios, sino de bárbaros. No preocuparse nada por no entristecer con el suicidio a los amigos y a los próximos, es propio de quien no se ocupa nada de los demás y mucho de sí mismo. Y, en verdad, el que se mata ni se hace cargo de los demás, ni en ellos piensa; no busca más que su propia utilidad, les vuelve las espaldas, por decirlo así, a sus allegados y a todo el género humano. Tanto es así que en esta acción de privarse de la vida se muestra el más simple y sórdido o, ciertamente, el menos hermoso y liberal amor a sí mismo que se encuentre en el mundo.
Por último, Porfirio mío, las molestias y los males de la vida, aunque son muchos y continuos, incluso cuando no tienen lugar, como se verifica en ti, infortunios y calamidades extraordinarios o amargos dolores del cuerpo, no son difíciles de tolerar, máxime para un hombre sabio y fuerte, como eres tú. Además, la vida tiene tan poco relieve, que el hombre ni siquiera debería preocuparse de retenerla o abandonarla. Por ello, sin querer ponderar esto con excesivo interés, por cualquier leve causa que se le presente para agarrarse más a esto que a aquello, no debería rechazar hacerlo. Y si se lo ruega un amigo, ¿por qué no tendría que complacerlo? Así, yo te ruego encarecidamente, Porfirio mío, por el recuerdo de los años que ha durado nuestra amistad, que dejes ese pensamiento; no quieras ser la causa de un gran dolor para tus buenos amigos, que te quieren con toda el alma, ni para mí, que no tengo persona más querida que tú, ni compañía más dulce. Ayúdanos a sufrir la vida, en lugar de abandonarnos así, sin pensar en nosotros. Vivamos, Porfirio mío, y consolémonos juntos, no rechacemos llevar la parte de los males de nuestra especie que el destino nos ha asignado. Cuidémonos de acompañarnos, vayamos dándonos ánimo, ayudándonos y socorriéndonos mutuamente, para cumplir del mejor modo posible esta fatiga de la vida. La cual, sin fallo alguno, será breve. Y cuando la muerte venga, entonces no nos dolerá, e incluso, en los últimos días, los amigos y los compañeros nos confortarán; y nos alegrará el pensamiento de que, cuando nos apaguemos, estos nos recordarán muchas veces, y nos seguirán queriendo.
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[1] Compuesto en 1827.
[2] ”Diógenes Laercio, Vit. Plat. segm. 80.” (N. del A.)
[3] Se expresa a partir de aquí, y a lo largo de toda esta intervención de Porfirio, el antiplatonismo de Leopardi, especialmente su rechazo de la idea platónica de la inmortalidad del alma. En el fondo, este rechazo se dirige al Cristianismo. Este enmascaramiento, según Ruffilli, responde al problema de una posible censura. La convicción de Porfirio (Leopardi) de que las doctrinas de Platón (del Cristianismo) le han infligido al género humano un daño superior al que le inflige la naturaleza será desarrollada a continuación, y culminará en la sentencia «a los hombres les conviene lamentarse más de ti que de la naturaleza». El argumento principal para defender tal idea es que la naturaleza nos ha dado la muerte como alivio de los sufrimientos, mientras que las doctrinas de Platón (el Cristianismo) nos lo han arrebatado para siempre.
[4] «Las opiniones del siglo XIX difieren mucho de las de Porfirio en lo que se refiere al estado natural de la civilización. Pero esta diferencia no conllevaría más que un enfrentamiento de palabras en lo que se refiere a los argumentos de Porfirio sobre la muerte voluntaria. Si llamamos mejoramiento o perfeccionamiento o progreso a lo que Porfirio llama corrupción, y naturaleza mejorada y perfeccionada a la que el mismo llama segunda naturaleza, el valor de su razonamiento no se reduciría» (N. del A.).
[5] ”Cicerón, Tuscul. lib. 1, cap. 34. Valerio Máximo, lib. 8, cap. 9. Diógenes Laercio, lib. 2, segm. 86. Suidas, voc. Aristippos.” (N. del A.)