Página dedicada a mi madre, julio de 2020

XXIV. DIÁLOGO DE TRISTÁN Y DE UN AMIGO [1]

AMIGO. He leído su libro.[2]  Melancólico, como es su costumbre.

TRISTÁN. Sí, como es mi costumbre.

AMIGO. Melancólico, desconsolado, desesperado. Se ve que esta vida le parece una cosa muy desagradable.

TRISTÁN. ¿Qué le voy a decir? Yo tenía fija en la cabeza esta locura de que la vida era infeliz.

AMIGO. Infeliz, quizás. Pero, al final…

TRISTÁN. No, no, es felicísima. Ya he cambiado de opinión. Pero cuando escribí ese libro, tenía esa locura metida en la cabeza, como le digo. Y estaba tan convencido, que no habría esperado que se dudara de las observaciones que yo hacía sobre ese tema, pues me parecía que la conciencia de cualquier lector tenía que rendir rapidísimo testimonio de cada una de ellas. Solo imaginé que podría surgir una discusión acerca de la utilidad o del daño de tales observaciones, pero nunca acerca de su verdad; es más, creí que mis lamentos, al ser comunes los males, se repetirían en el corazón de cualquiera que los oyera. Y al ver, después, que me rebatían, no ya una proposición particular, sino la totalidad, y que decían que la vida no es infeliz, y que, si a mí me parecía de ese modo, se debía a cualquier enfermedad o a cualquier otra desgracia mía particular, en principio, me quedé atónito, aturdido, inmóvil como una piedra, y durante bastantes días creí que me encontraba en otro mundo; luego, al volver en mí, me enojé bastante; luego, me reí y dije: los hombres son, en general, como los maridos. Los maridos, si quieren vivir tranquilos, es necesario que crean fieles a sus mujeres, cada uno a la suya, y así hacen, aunque la mitad del mundo sabe que la verdad es bien distinta. A quien quiere o debe vivir en un país, le conviene considerarlo uno de los mejores de la tierra habitable, y así lo considera. Generalmente, a los hombres, si quieren vivir, les conviene considerar la vida, hermosa y valiosa, y así la consideran, y se enojan contra quienes piensan de otro modo. Pues, en esencia, el género humano cree siempre no la verdad, sino lo que es o parece ser más ventajoso para él. El género humano, que ha creído y creerá tantas simplezas, nunca creerá que no sabe nada, que no es nada y que no tiene nada que esperar. Ningún filósofo que enseñara una de estas tres cosas tendría éxito ni crearía escuela, especialmente en el pueblo, porque, además de que esas tres cosas resultan poco apropiadas para quien quiere vivir, las dos primeras ofenden la soberbia del hombre, y para aceptar la tercera, más aún que para aceptar las dos anteriores, se requiere coraje y fortaleza de ánimo. Pero los hombres son cobardes, débiles, de ánimo abyecto y estrecho, dóciles para esperar lo bueno, pues están acostumbrados a cambiar de opinión sobre el bien según las necesidades que gobiernan sus vidas; están muy dispuestos a rendir las armas, como dice Petrarca, [3]  ante sus fortunas, muy dispuestos y muy decididos a consolarse de cualquier desventura, a aceptar cualquier compensación a cambio de lo que se les niega o de lo que han perdido, a conformarse a cualquier precio con la suerte más inicua y bárbara, y, si carecen de todo lo deseable, a vivir con falsas creencias, tan vigorosas y firmes como si fueran las más verdaderas o las más fundadas del mundo. Por lo que a mí se refiere, al igual que la Europa meridional se ríe de los hombres enamorados de las mujeres infieles, así yo me río de los hombres enamorados de la vida; y considero poco viril dejarse engañar e ilusionar como un estúpido y, a pesar de los males que se sufren, ser el escarnio de la naturaleza y del destino. Me refiero a los engaños del intelecto, no a los de la imaginación. No sé si mis sentimientos se deben a alguna enfermedad, pero sé que, enfermo o sano, pisoteo la bellaquería de los hombres, rechazo todo consuelo y todo engaño pueril, y tengo la valentía de soportar la falta de toda esperanza, de mirar intrépidamente el desierto de la vida, de no ocultarme nada de la infelicidad humana y de aceptar todas las consecuencias de una filosofía dolorosa, pero verdadera. Si esta no es útil para otra cosa, al menos procura a los hombres fuertes la orgullosa complacencia de verle arrancado el velo a la escondida y misteriosa crueldad del destino humano. Yo me decía estas cosas a mí mismo, como si esa filosofía fuera invención mía, al ver que todos la rechazaban, como se rechazan las cosas nuevas y no oídas antes. Pero después, al volver a pensar en ella, me di cuenta de que era tan nueva como Salomón y Homero, como los poetas y los filósofos más antiguos que se conocen, pues en todos ellos hallamos, con gran abundancia, representaciones, fábulas y sentencias que se refieren a la extrema infelicidad humana: alguno de ellos dice que el hombre es el más miserable de los animales; otro, que lo mejor es no nacer y, para quien ha nacido, morir en la cuna; otro, que quien es querido por los dioses, muere joven y otros, infinitas cosas de este tipo. Y también me acordé de que, desde esos tiempos hasta ayer o anteayer, todos los poetas y todos los filósofos y todos los escritores grandes y pequeños, de un modo u otro, habían repetido y confirmado las mismas ideas. Así que volví de nuevo a maravillarme, y así, entre maravilla, enojo y risa, pasé mucho tiempo, hasta que, al estudiar esta materia con más profundidad, conocí que la infelicidad del hombre era uno de los errores inveterados del intelecto, y que la falsedad de esta idea y la felicidad de la vida era uno de los grandes descubrimientos del siglo diecinueve. Entonces me tranquilicé, y confieso que estaba equivocado al creer lo que creía.            

AMIGO. ¿Y ha cambiado de idea?

TRISTÁN. Seguro. ¿Quiere que me oponga a las verdades descubiertas por el siglo diecinueve?

AMIGO. ¿Y cree usted todo lo que cree este siglo?

TRISTÁN.  Ciertamente. ¿Qué maravilla habría en ello?

AMIGO. ¿Cree, entonces, en la perfectibilidad infinita del hombre?

TRISTÁN. Sin duda.

AMIGO. ¿Cree que, de hecho, la especie humana mejora día tras día?

TRISTÁN.  Sí. Es muy cierto que algunas veces pienso que en la antigüedad cada persona valía, por lo que se refiere a la fuerza corporal, por cuatro de nosotros. Y el cuerpo es el hombre, porque (dejando todo lo demás) la magnanimidad, el coraje, las pasiones, la fuerza para actuar y para gozar, en fin, todo lo que ennoblece y anima la vida depende del vigor del cuerpo, y sin él no tiene lugar. El que es de cuerpo débil no es hombre, sino niño o peor aún, pues su destino será ver cómo viven los demás o, como mucho, charlar, pero la vida no le pertenece. Y, por eso, antiguamente la debilidad corporal fue ignominiosa, incluso en los siglos más civilizados. Pero entre nosotros, desde hace bastante tiempo, la educación no se digna a hacer referencias al cuerpo, cosa demasiado baja y abyecta; se refiere al espíritu y, al querer cultivar el espíritu, arruina el cuerpo, sin darse cuenta de que, así, también arruina el espíritu. Supuesto que se pudiera mejorar en cuanto a esto la educación, no se podría encontrar, a no ser que cambiemos antes radicalmente el estado moderno de la sociedad, un remedio que sirviera para las demás aspectos de la vida privada y pública, pues todas, por su propiedad, contribuyeron antiguamente a perfeccionar o a conservar el cuerpo, y hoy contribuyen a corromperlo. El resultado es que, en comparación con los antiguos, nosotros somos poco más que niños, y que los antiguos, en comparación con nosotros, podemos decirlo hoy más que nunca, fueron hombres. Estoy comparando individuos con individuos y también masas (para usar esta frivolísima palabra moderna) con masas. Y añado que los antiguos fueron incomparablemente más viriles que nosotros incluso cuando crearon sus sistemas morales y metafísicos. De todos modos, yo no me dejo llevar por estas pequeñas objeciones, y creo con constancia que la especie humana es cada vez mejor.

AMIGO. Se entiende, pues, que cree que el saber o, como ahora se dice, las luces crecen continuamente.

TRISTÁN. Muy cierto. Aunque veo que la voluntad de aprender crece tanto como decrece la de estudiar. Y es cosa maravillosa contar el número de los doctos, pero de los doctos verdaderos, que vivían hace ciento cincuenta años e incluso antes y comprobar cómo era desmesuradamente mayor que el de los de la edad presente. Y que no me digan que los doctos son pocos porque, en general, los conocimientos ya no están concentrados en algunos individuos, sino que están repartidos entre muchos, ni que la abundancia de estos compensa la rareza de aquellos. Los conocimientos no son como las riquezas, que se reparten y se juntan y, al final, dan la misma suma. Allí donde todos saben poco, se sabe poco, pues la ciencia va detrás de la ciencia y no se dispersa. Una instrucción superficial no puede ser propiamente dividida entre muchos, sino común a muchos que no son doctos. El resto del saber solo pertenece a quien es docto, y gran parte a quien es muy docto. Y, quitando las casualidades, solo quien es muy docto y está provisto individualmente de un inmenso caudal de conocimientos es el que puede hacer que el saber humano crezca sólidamente y que avance. Ahora, quizás excepto en Alemania, de donde no se ha podido erradicar la ciencia, ¿no le parece que resulta cada vez más inverosímil que surjan estos hombres doctísimos? Yo estas cosas las pienso solo por pensar un poco, y por filosofar, y quizás por polemizar, no porque no esté convencido de lo que usted dice. Es más, incluso si viera que el mundo está completamente lleno de impostores, por un lado, y de ignorantes presuntuosos, por otro, no dejaría de creer, como creo, que el saber y las luces crecen continuamente.

AMIGO. En consecuencia, cree que este siglo es superior a todos los pasados.

TRISTÁN. Cierto. Eso han pensado todos los siglos de sí mismos, incluso los más bárbaros; eso piensa mi siglo, y eso pienso yo con él. Si además me preguntara en qué es superior a los demás, si en lo que se refiere al cuerpo o en lo que se refiere al espíritu, me remitiría a lo que he dicho antes.

AMIGO. En definitiva, para resumirlo todo en dos palabras, ¿usted piensa, con respecto a la naturaleza y a los destinos de los hombres y de las cosas (pues ahora no estamos hablando de literatura ni de política), lo que piensan los periódicos?

TRISTÁN. Exacto. Creo y abrazo la profunda filosofía de los periódicos que, acabando con cualquier otra literatura y con cualquier otro estudio, máxime con los graves y desagradables, son maestros y luz de la edad presente. ¿No es cierto?

AMIGO. Muy cierto. Si lo que dice, lo dice en serio y no en broma, usted se ha vuelto uno de los nuestros.

TRISTÁN. Efectivamente, de los vuestros.

AMIGO. ¡Oh! Entonces, ¿qué va a hacer con su libro? ¿Quiere que llegue a la posteridad con esos sentimientos tan contrarios a las opiniones que ahora tiene?

TRISTÁN. ¿A la posteridad? Me río, puesto que usted bromea; y si no bromeara, me reiría más. No con respecto a mí, sino con respecto a los individuos y a las cosas particulares del siglo diecinueve, comprenda bien que no hay temor de la posteridad, la cual sabrá de ellos tanto como supieron los antepasados. Los individuos han desaparecido ante las masas, dicen elegantemente los pensadores modernos. Y eso quiere decir que es inútil que el individuo se preocupe por nada, puesto que, tenga el mérito que tenga, ya no puede esperar, ni en vigilia ni en sueño, ni siquiera el mísero premio de la gloria. Deje hacer a las masas, las cuales qué están haciendo sin individuos, estando compuestas por individuos, deseo y espero que me lo expliquen los entendidos en individuos y masas que hoy iluminan el mundo. Pero, volviendo al tema del libro y de la posteridad, especialmente los libros, que hoy general-mente se escriben en menos tiempo del que se tarda en leerlos, observe bien que, así como cuestan lo que valen, duran un tiempo proporcional a lo que cuestan. Yo creo que el siglo venidero hará una gran tachadura sobre la inmensa bibliografía del siglo diecinueve; o bien dirá: “Tengo bibliotecas repletas de libros, algunos de los cuales han costado veinte años de fatigas, otros treinta, y otros menos, pero todos son fruto de un grandísimo trabajo. Leamos estos primero, porque lo más probable es que de ellos se sacará mayor provecho; y cuando, de este modo, ya no tenga más que leer, entonces meteré mano a los improvisados.” Amigo mío, este siglo es un siglo de muchachos, y los poquísimos hombres que quedan tienen que ir a esconderse por vergüenza, como el que camina derecho en un país de cojos. Y estos buenos muchachos quieren hacer lo que en otros tiempos hicieron los hombres, pero quieren hacerlo como muchachos, así, de pronto, sin más trabajos preparatorios. Es más, quieren que el grado al que ha llegado la civilización y que la índole del tiempo presente y futuro los absuelvan perpetuamente a ellos y a sus sucesores de toda obligación de sudores y de trabajos arduos para hacerse aptos para las cosas. Me decía, hace unos días, un amigo mío, hombre de empresa y de negocios, que hasta la mediocridad se ha vuelto rarísima: casi todos son ineptos, casi todos insuficientes para aquellos oficios o ejercicios a los que la necesidad o la fortuna o la elección los han destinado. Y en parte, en esto reside, creo, la diferencia entre este siglo y los demás. En todos los demás, como en este, lo grande fue rarísimo; pero en los otros la mediocridad ocupó el espacio que ahora ocupa la nulidad. Por lo que es tal el ruido y la confusión, al querer todos serlo todo, que ya no se atiende a los pocos grandes que, sin embargo, creo que hay; estos, en medio de la inmensa multitud de los concurrentes, no pueden ya abrirse camino. Así, mientras todos los ínfimos se creen ilustres, la oscuridad y la nulidad del resultado se convierten en algo común a los ínfimos y a los supremos. Pero, ¡que viva la estadística!, ¡que vivan las ciencias económicas, morales y políticas, las enciclopedias de bolsillo, los manuales y todas las hermosas creaciones de nuestro siglo!, ¡que viva siempre nuestro siglo diecinueve! Quizás pobre en cosas, pero riquísimo y anchísimo en palabras: que siempre fue una señal muy buena, como usted sabe. Y consolémonos, pues todavía durante otros sesenta y seis años este siglo será el único que hable y exprese sus razones.

AMIGO. Usted habla, parece ser, de un modo un poco irónico. Pero debería recordar, al menos, que este siglo es un siglo de transición.

TRISTÁN. ¡Oh! ¿Qué quiere concluir con esto? Todos los siglos, más o menos, fueron y serán de transición, pues la sociedad humana no está nunca quieta, y nunca habrá un siglo, en que esta haya vivido, que vaya a perdurar. Así que esa hermosa palabra o no es una excusa para el siglo diecinueve, o es una excusa para todos. Queda por estudiar, si la sociedad sigue por el camino de hoy, dónde va a acabar, es decir, si la transición que hoy se hace es de lo bueno a lo mejor, o de lo malo a lo peor. Quizás usted quiera decirme que la transición presente es una transición por excelencia, es decir, un paso rápido de un estado de civilización a otro completamente diferente al precedente. En tal caso, pido permiso para reírme de este paso rápido y respondo que conviene que todas las transiciones se hagan lentamente, porque, si se hacen deprisa, en poco tiempo se vuelve hacia atrás para rehacer luego el camino lentamente. Así ha sucedido siempre. La razón es que la naturaleza no procede a saltos y que, si se la fuerza, no se producen efectos duraderos. O bien, para decirlo con más exactitud, las transiciones precipitadas son transiciones aparentes, no reales.

AMIGO. Le ruego que no les diga esas cosas a demasiadas personas, pues se buscaría muchos enemigos.

TRISTÁN. Eso importa poco. Ahora, ni amigos ni enemigos me causarán gran daño.

AMIGO. O, con más probabilidad, será despreciado por saber poco de la filosofía moderna, y por preocuparse poco del progreso de la civilización y de las luces.

TRISTÁN. Lo lamento mucho, pero ¿qué se le va a hacer? Si me desprecian, trataré de consolarme.

AMIGO. Pero, en fin, ¿ha cambiado usted de opinión?, ¿qué hacemos con este libro?

TRISTÁN. Lo mejor es quemarlo. Y si no lo quemamos, lo guardaremos como un libro de sueños poéticos, de invenciones y de caprichos melancólicos, o bien como expresión de la infelicidad del autor; pues, en confianza, querido amigo mío, yo lo considero feliz a usted, y a todos los demás, pero yo, con su permiso y con el permiso de nuestro siglo, soy muy infeliz, y así me considero, y todos los periódicos de los dos mundos me convencerán de lo contrario.

AMIGO. Yo no conozco las razones de esta infelicidad de la que usted habla. Pero si uno es feliz o infeliz individualmente, nadie que no sea la misma persona puede juzgarlo, y el juicio de esta no puede fallar.

TRISTÁN. Muy cierto. Además le digo francamente que yo no me someto a mi infelicidad, ni doblo la cabeza ante el destino, ni llego con él a pactos, como hacen los demás; y me atrevo a desear la muerte y a desearla más que a cualquier otra cosa, con tanto ardor y tanta sinceridad, con cuanta creo firmemente que no es deseada en el mundo sino por poquísimos. No le hablaría así, si no estuviera seguro de que, llegada la hora, el hado no desmentirá mis palabras, porque, aunque yo no vea aún el final de mi vida, sin embargo, siento dentro de mí algo que me hace estar seguro de que esa hora que digo no está lejos. Estoy demasiado preparado para la muerte, y me parece demasiado absurdo e increíble, dado que estoy espiritualmente tan muerto y que en mí se ha acabado completamente la fábula de la vida, tener que durar aún cuarenta o cincuenta años, que son con los que me amenaza la naturaleza. Solo de pensar en ello me estremezco. Pero, al igual que nos sucede con todas las desgracias que acaban por derrotar, por decirlo de algún modo, a la fuerza de la imaginación, así esto me parece un sueño y una ilusión, imposible de verificarse. Es más, si alguien me habla de un futuro lejano como de algo que me pertenece, no puedo dejar de reírme conmigo mismo, tanta confianza tengo en que la vida que me queda por cumplir no es larga. Y esto, puedo decirlo, es el único pensamiento que me sostiene. Libros y estudios, que a menudo me maravillo de haber amado tanto, proyectos de cosas grandes y esperanzas de gloria y de inmortalidad son cosas de las que incluso ha pasado el tiempo de reírse. No me río de los proyectos y de las esperanzas de este siglo, pues le deseo el mejor éxito posible, y alabo, admiro y honro mucho y sinceramente su buena voluntad; sin embargo, no envidio a la posteridad ni a quienes aún tienen que vivir mucho. En otros tiempos, he envidiado a los tontos y a los estúpidos y a los que tienen un gran concepto de sí mismos, y con mucho gusto me hubiera cambiado por alguno de ellos. Ahora ya no envidio ni a los estúpidos ni a los sabios, ni a los grandes ni a los pequeños, ni a los débiles ni a los poderosos. Envidio a los muertos y solo por uno de ellos me cambiaría. Toda imaginación placentera, todo pensamiento sobre el futuro que concibo, como suele suceder, en la soledad, y con los que voy pasando el tiempo, consisten en la muerte y de ahí no saben salir. En este deseo, ni los recuerdos de los sueños de la primera edad, ni el pensamiento de haber vivido en vano me turban ya, como antes. Si alcanzo la muerte, moriré tan tranquilo y tan contento, como si nunca hubiera esperado ni deseado otra cosa del mundo. Este es el único beneficio que puede reconciliarme con el destino. Si me propusieran, por un lado, la fortuna y la fama de César o de Alejandro, limpia de toda mancha y, por otro lado, morir hoy, y que eligiera, yo diría que morir hoy, sin necesidad de ningún tiempo para decidirme.

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[1] Compuesto en 1832.

[2] Se refiere a esta obra. En este diálogo, en un primer momento, no aparecía Tristán como interlocutor del Amigo, sino el propio Autor. Del mismo modo que en la primera edición (1827) el Diálogo de Timandro y de Eleandro esclarecía la posición espiritual de Leopardi a lo largo de toda la obra, ahora, en esta versión de la obra que dejó como definitiva (publicada en 1834), este diálogo vuelve a dilucidar y comentar, a raíz de las críticas que recibió el libro en su primera edición, dicha posición espiritual, esto es, su radical pesimismo.

[3] ”Parte 2, Canción 5, Solía desde la fuente de mi vida”  (N. del A.). 

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