III. DIÁLOGO DE LA MODA Y DE LA MUERTE [9]
MODA. Madama Muerte, madama Muerte.
MUERTE. Espera que sea la hora, e iré sin que me llames.
MODA. Madama Muerte.
MUERTE. ¡Con mil diablos! Iré cuando tú no quieras.
MODA. Como si yo no fuera inmortal.
MUERTE. ¿Inmortal?
Ya pasaron más de mil años[10]
desde que acabaron los tiempos de los inmortales.
MODA. ¿También Madama petrarquea como si fuera un lírico italiano del siglo XVI o del XIX?
MUERTE. Amo las rimas de Petrarca, porque en ellas encuentro mi Triunfo [11], y porque hablan de mí casi continuamente. Pero, en fin, quítate de mi lado.
MODA. Vamos, por el amor que sientes por los siete pecados capitales, párate un poco y mírame.
MUERTE. Te miro.
MODA. ¿No me conoces?
MUERTE. Deberías saber que tengo mala vista y que no puedo usar gafas, porque los ingleses no hacen ningunas que me sirvan; y, si las hicieran, yo no tendría dónde colocármelas.
MODA. Soy la Moda, tu hermana.
MUERTE. ¿Mi hermana?
MODA. Sí, ¿no recuerdas que las dos nacimos de la Caducidad?
MUERTE. ¿Cómo me voy a acordar yo, que soy enemiga capital de la memoria?
MODA. Pero yo me acuerdo bien, y sé que las dos intentamos por igual deshacer y remover continuamente las cosas de aquí abajo, aunque tú lo intentes por un camino, y yo por otro.
MUERTE. Si no estás hablando con tu mismo pensamiento o con alguien que tengas dentro del gaznate, alza más la voz y pronuncia mejor las palabras, pues, si sigues murmurando entre dientes con esa vocecilla de telaraña, yo me enteraré mañana, porque el oído, si no lo sabes, no lo tengo mejor que la vista.
MODA. Aunque sea contrario a la educación, y aunque en Francia no se hable para ser oído, justo porque somos hermanas y porque entre nosotras podemos dejarnos de tantas consideraciones, hablaré como quieres. Digo que nuestra naturaleza y costumbre común es la de renovar continuamente el mundo, pero tú desde el principio te lanzaste a las personas y a la sangre; yo, en cambio, me contento con las barbas, con los cabellos, con los vestidos, con los muebles, con los edificios y cosas así. Verdad es, sin embargo, que yo no me he quedado ni me quedo atrás a la hora de hacer juegos comparables a los tuyos, como verbigracia horadar ya las orejas, ya los labios y la nariz, o rasgarlos con las bagatelas que coloco en los agujeros; quemar la carne de los hombres con tatuajes ardientes que yo hago que ellos se impriman por belleza; deformar las cabezas de los niños con vendas y otros ingenios, acostumbrando a todos los hombres del país a tener la cabeza de una forma, como he hecho en América y en Asia;[12] deformarles los pies con los calzados estrechos; cortarles la respiración y hacer que los ojos les estallen con la estrechez de los corsés, y otras cien cosas de este tipo. Incluso cuando hablo en general, induzco y obligo a todos los hombres gentiles a que soporten cada día mil fatigas e incomodidades y, a menudo, dolores y tormentos, y a alguno a que muera gloriosamente, solo por el amor que por mí sienten. No voy a hablar de los dolores de cabeza, de los enfriamientos, de las congestiones de todo tipo, de las fiebres cotidianas, tercianas y cuartanas que los hombres se buscan al obedecerme, consintiendo temblar de frío o ahogarse de calor, de acuerdo con lo que yo quiera, abrigarse los hombros con tejidos de lana y el pecho con los de tela y hacerlo todo como yo dicto, aunque sea para su daño.
MUERTE. En conclusión, yo creo que eres mi hermana y, si quieres, lo considero más seguro que la muerte, sin que tengas que mostrarme la partida de nacimiento. Mira, si nos quedamos así, quietas, yo me desmayo; pero, si te apetece venir conmigo corriendo, ten cuidado de no reventar, porque yo vuelo, y, mientras corremos, podrás decirme lo que necesitas; si no, teniendo en cuenta nuestro parentesco, prometo dejarte todo lo que tengo cuando muera, y quédate con buen año.
MODA. Si nosotras tuviéramos que correr juntas el palio, no sé quién vencería en la prueba, pues si tú corres, yo voy más que a galope; y si tú te desmayas al quedarte quieta, yo me consumo. Así que echémonos a correr y, mientras corremos, como tú dices, hablaremos de nuestros asuntos.
MUERTE. Ya era hora. Así, visto que has nacido del cuerpo de mi madre, sería conveniente que tú me ayudaras de algún modo a hacer mis cosas.
MODA. Yo lo he hecho en el pasado más de lo que crees. En primer lugar, yo, que anulo y confundo continuamente todas las demás costumbres, nunca permití que en ningún sitio se dejara de morir, y por ello puedes ver que la muerte dura universalmente hasta hoy, desde el principio del mundo.
MUERTE. ¡Gran milagro, que no hayas hecho lo que no puedes hacer!
MODA. ¿Cómo que no he podido? Parece que no te das cuenta del poder de la moda.
MUERTE. Bueno, bueno. De esto podremos hablar en otro momento, cuando llegue la costumbre de no morir. Pero, entretanto, yo quisiera que tú, como una buena hermana, me ayudaras a obtener lo contrario con más facilidad y más rapidez de como lo he logrado hasta ahora.
MODA. Ya te he contado algunas obras mías que te benefician mucho. Pero esas son una estupidez si las comparamos con las que te voy a contar ahora. De vez en cuando, pero sobre todo en estos últimos tiempos, para favorecerte, he hecho que se abandonen y se olviden las fatigas y los ejercicios que favorecen el bienestar corporal, y he introducido y puesto en buena estima otros muchos que perjudican al cuerpo de mil modos y acortan la vida. Además de esto, he puesto en el mundo tales normas y tales costumbres, que la vida misma, tanto por lo que se refiere al cuerpo como al alma, está más muerta que viva: tanto que este siglo se puede decir que es verdaderamente el siglo de la muerte. Pues, si antiguamente tú no tenías más haciendas que fosas y cavernas, en las que a oscuras sembrabas osamentas y polvo, que son semillas que no fructifican, ahora tienes terrenos al sol; y personas que se mueven y van de aquí para allá con sus propios pies están totalmente en tus manos antes de que tú las hayas segado, mejor dicho, desde que nacieron. Además, allí donde antes solías ser odiada y vituperada, ahora, gracias a mí, las cosas han cambiado de tal modo, que cualquiera con inteligencia te estima y te alaba, anteponiéndote a la vida, y te quiere tanto, que siempre te llama y vuelve hacia ti los ojos, como a su mayor esperanza. Finalmente, como veía que muchos se enorgullecían de querer ser inmortales, es decir, de no morir totalmente, pues una parte de ellos no habría de llegar a tus manos, yo, aunque sabía que estas cosas eran habladurías y que, cuando estos u otros vivieran en la memoria de los hombres, vivirían, por decirlo de algún modo, de burla, y que no gozarían de su fama más de lo que se sufre la humedad de la sepultura, sin embargo, al entender que este negocio de los inmortales te irritaba, pues parecía cercenarte el honor y la reputación, he quitado la costumbre de buscar la inmortalidad e incluso la de concederla, en el caso de que alguien la mereciera. De modo que, en el presente, del que se muere, estáte segura de que no queda ni una pizca que no haya muerto, por lo que le conviene irse pronto bajo tierra entero, como un pececillo que es engullido de un bocado, con la cabeza y con las espinas. Estas cosas, que no son ni pocas ni pequeñas, he hecho hasta ahora por tu amor, queriendo acrecentar tu poder en la tierra, como ha sucedido. Y, para esto, estoy dispuesta a hacer cada día lo mismo y más; y con esta intención te he estado buscando, pues me parece oportuno que, de ahora en adelante, no nos separemos la una de la otra, pues, estando en compañía, podremos consultarnos mutuamente, según los casos, y tomar mejores decisiones que antes, así como llevarlas a cabo mejor.
MUERTE. Dices la verdad, y así quiero que lo hagamos.
[9] Compuesto en Recanati, entre el 10 y el 13 de febrero de 1824.
[10] Petrarca, Rimas, LIII, v. 77.
[11] El tercer Triunfo de Petrarca, Triunfo de la muerte.
[12] «A propósito de esta costumbre, que es común a muchos pueblos bárbaros, de cambiar la forma de las cabezas de modo violento, es notable un pasaje de Hipócrates, Tratado de los aires, las aguas y los lugares (…), sobre un pueblo del Ponto, llamado de los Macrocéfalos, es decir, de cabezas grandes, los cuales tenían la costumbre de oprimir las cabezas de los niños para que se les alargaran cuanto fuera posible; pero, abandonada esta costumbre, los niños nacían con la cabeza alargada, porque, dice Hipócrates, así las tenían sus padres.» (N. del A.)