[I. II] RELACIÓN DE LA EXCURSIÓN
a Mario Novaro
Todos dicen que hemos sido unos «locos». Por tanto, amigos, ¡sintámonos héroes! Bebiendo aquí, juntos, pasemos de las medallas! Ya están preparados, como monedas, los botones blancos; con lazo rojo (para que se vea) y broche dorado, colguémoslos orgullosos del cuello.
Eh, sí, estamos todos: cuatro, cinco, seis… ¡Incluso el fémur que me dolía tanto está entero! Pero ¡qué tipo de bailes hacen entre sí los huesos cuando caminas!, ¡qué locas vueltas en las articulaciones! Justo, mira, mi cuerpo es una máquina.
Que si no fuera por la nieve blanda, llegaríamos en tres horas.
¡Oh, sí!, bien renqueaba la compañía antes. Con ese negro torrente abajo, y nosotros a contracorriente arriba. ¿Que no te asustaban esos mil metros en desplome sobre ti y esas rotas crestas, murallas del mundo, en el cristal verde, en el punzante hielo del aire?
Pero nosotros, en lo profundo, negras hormigas laboriosas, en la fúnebre blancura, en fila.
También yo estaba alegre. ¡Sin duda! Era llano, casi, y la nieve era nueva. Cuando pasamos un canalito, citaste la Cena de las Cenizas y el «sucio paso» del opaco Támesis. En caracteres de medio metro se esculpían con los bastones, a lo largo de las huellas, las inscripciones conmemorativas: el hombre que nos llevaba los sacos escribió digno RAMELLA y tú, triunfal al regreso, POR AQUÍ PASÓ GIOVANNI BOINE.
Sí, sí, estaba alegre: también yo trotaba, un poco detrás, con la respiración rota-humeante, con la cara roja-sonriente. Pero también era entonces un buen tráfico esa nieve gimiente bajo las suelas claveteadas y ¡ese hundirse de golpe pesado, hasta las rodillas!
***
Cuando, por las rasgaduras imprevistas, diáfana la aérea llama de Venus, y leve, la luna abajo, locas, danzando, de velo, nos soplaron cerca las sombras, uno, delante, avivó la linterna.
Cada uno, entonces, trabajó por su cuenta.
¿Quién de vosotros, a lo lejos, entonó La Violetta? (y la vio lett…) Parecía una voz del limbo.
¡Qué solo estuvo, cada uno, envuelto sin eco en la blanda capa de nieve!
Pero fue en medio de la subida (¡madre, mi corazón, qué desgarros!, ¡madre, qué jadear entrecortado!), mancha espectral en la blancura, cuando te vi delante como distinto de mí. ¿Dices? Eh, sí, como distinto de mí.
Buscabas las huellas callado y avaro. Cada uno, con el ojo en su pie, buscaba enemigo las huellas, oveja boca abajo.
¡Y qué desierto, oh, amigo, qué muerte! (qué frío, qué peso la vida). Éramos seis, él, tú, yo… Callados, fantasmas, éramos seis en la avalancha fúnebre. Y él… tú… yo… ¡qué desolado desierto!
***
Pero cuando en la superficie del hielo, caí por primera vez: y turbio me acomodé como si tuviera que dormir (morir),
el tizón de vuestra luz jadeaba arriba, obstinado buscaba, y, estela incierta, vosotros en remolque, abajo, detrás.
La breve mancha de cada uno, fundida en compacto pelotón. Ruedas de máquina de encaje, la fatiga cerrada de cada uno, en rabión con ritmo. (Pero peñasco tirado que se hunde, mendigo fuera de la puerta, yo abajo solo).
¡Qué medido, amigos, el gemido breve de vuestros bastones!, ¡qué decidida y concertada, y qué hambrienta, la mordida estridente de vuestros clavos!
Gente que va a lo suyo, ¡qué apresurados, qué lejanos volvíais el costado! ¡Como calle taciturna desapareció vuestra vencedora alegría, en la blancura espectral!
Hombres que siguen derechos y no se ocupan del entorno. Adúlteros, resueltos a la cita. Pero en el tormento de los celos, yo abajo solo.
***
¡Oh, sí!, fue una fiesta a la llegada ese estallido de saludos roncos y esas caras de risa asombradas, en la luz, en el humo cálido del tugurio agazapado.
Esa taza de vino hirviendo con especias, y el picor de aroma bajando por la garganta, ¡no los olvidaré!
Y ni siquiera la cara amiga-materna, los piadosos «¡oh!» de esa mesonera que se llama Addolorata.
Ella enseguida y confusa me acercó una silla a la roja estufa, para que extendiera con vosotros las piernas heladas dolorosas.
(Pero ¡qué dolor-placer por todos los huesos aplastados, ese ovillo tuyo de silla, mesonera!)
Sí, sí, esa banca dura, esa pared en la que apoyé tan voluptuosamente la espalda cuando cenamos después.
¡Ese pan!
y esos cantos que, navarca superviviente, entre una cuchara y otra por victoria y alegría, tú a ratos con burlas y exhortaciones entonabas,
pero que nadie lograba cantar, tanto era el sueño.
Me gustaban esos comentarios en susurro con las miradas rápidas hacia uno y hacia otro de nosotros (uno tras otro, allí, juzgándonos); la afectuosa curiosidad de las personas de las otras mesas, montañeros arropados que jugaban a las cartas con la media al lado y los vasos.
Maternas vacas en torno al ternero nuevo nos ceñían todo alrededor con su cálida animalidad.
Y sin embargo me gustó, ahora diré, la cabeza joven de uno de vosotros inclinado durmiente en el hombro del que estaba al lado.
Tan abandonado y dulce, que maravillado exclamé: «He aquí a San Juan en la cena».
Que fueron, creo, mis únicas palabras de corazón en esa ronca noche con vosotros;
(o, con esbelto discurso, no sé de qué discutí, ni qué inventé largo rato, ¿cubriendo la agonía del sueño?…)
No, no, amigo, estaba terriblemente despierto: no sé qué lazo, de hostil tormento en la garganta, y no sé qué desconocido, en una cuesta, testarudo desgarrándome.
Y si apenas apagaba los ojos (mientras hablabas), desde el nítido borde de la mesa, de pronto, un abismo se hundía, con la perdición de la oscuridad un descuidado chapoteo de río, y alrededor, callada (mientras hablabas), la desolada solemnidad del negro y del blanco.
Como cuando en la segunda caída, la mejilla, en el hielo ardiente, esperé opaco, decidido, resbalar hacia abajo.
A aquel que con la pica tanteando lento, Cirineo mudo, llegó, y empuñán-dome, de un tirón me levantó, le dije ronco por gracia este discurso:
«Ahora, ¿por qué tan fuerte tú, tan concertados en la alegría vosotros? – ¡Yo, aquí, estoy bien!»
Ahora, ¿por qué este jadeo sin respiración, esta agonía sin vida?
Como quien escucha un festín por las avaras rendijas, cortan mi oscuridad navajazos de luz.
(¿O, cercado, como quien se aleja de noche, al encontrar en la farola el vinoso coro de los borrachos?)
Todos tienen una voz; todos tienen una meta; todos se vierten precipitados en una desembocadura.
Proceden con un paso que no sé marcar. Corren por un camino que el mío cortó. (Tras derrapar en la vastedad, desemboco desesperadamente en el desierto).
A aquel que con la pica tanteando lento, Cirineo mudo, llegó, le dije torvo que allí estaba mi estar (apenas, apenas un apagado eco de gritos, apenas un lejano paso de la vida ajena)
donec eveniat immutatio nostra, allí, estar, en esa orilla de la nada.
***
¡Eh, no!, mi lugar verdadero, el de mi derecho, lo encontré un poco más arriba, en la tercera caída,
cuando blando-luciente perforado, bocarriba pacíficamente me tendí.
¿Y quién, con el hocico en las huellas, se había dado cuenta de una luna tan redonda allí arriba?
Vosotros, desde la ladera vecina, con ese vuestro quinqué de muertos, espectros errantes, me decíais «¡eh!»
También yo grité ¡eh!, pero os dejé caminar.
¡Qué centelleos, qué pinchazos vivos de gema, todo alrededor en la blancura! Si tendía la mano recogía con rastrillo los diamantes.
¡Y desde la vidriada claridad de los espacios, esa luna helada, esos flechazos de la Osa!
¡y esos inmóviles gritos de las crestas que uno tras otro y quién sabe hasta dónde, nítidos los cuentas, esas garras de las rocas al acecho en la vastedad tan brillante y callada!
Que allí, si dices ¡oh!, no te hundes. Allí, si dices ¡oh! permaneces siendo tú.
Estos lazos, estos abrazos blandos de la primavera, esta amistad dulce de las colinas, esta tibieza y este tormento… De tú a tú, con tranquila respiración, así miro, jefe, este vivac nocturno.
¡Qué débil era vuestro quinqué, compañeros, y qué apagados vuestros roncos eh!
¡Eh, eh!, me incitabais apresurados hacia la meta, y yo había llegado.
Pero estaba allí abajo desde hacía poco, ese abismo negro con mi casa, en el fondo, la muerte,
como un lecho-reposo, o como una emboscada de ladrones.
He aquí, contento de estar, contento de mi rico abandono, mi sitio estaba allí
entre vuestros eh petulantes a los que apenas atendía
y allí abajo, ojos de serpiente, ese otro reclamo del que me mofaba.
¡Y qué mía, de tú a tú con calmada respiración, con claros ojos, oh, amigos, la noche!, ¡qué callada y brillante!
Y así de mis miembros despeñándose por los derrumbes nevados, al sol,
con voz borracha se desbordó la alegría.
¡Aquí y aquí!, también esta otra botella y corramos una juerga.
Entona, entona tú la canción que quieras, dame el vaso que quieras: aquí soy asunto vuestro: canto y me atizo.
Juro que no hay nada más, solo estos ojos relucientes de faunos y este harto olor de mesa.
¿Y quién, y quién dice que ahí abajo alguien nos espera? ¿Los alemanes, los franceses; la guerra? Nos espera esa oscuridad y ese gorgoteo helado de agua.
¡Oh, sí, estoy alegre; alegre sin duda!
Pero dime, en el fulgor de la blancura, ¿ese intervalo, esa abertura de azul no daba miedo?
¿No te entraban ganas de tirarte abajo (arriba) de cabeza,
para terminar de una vez con esta consternación de abismo que por doquier nos engullía?
(Y di… también tú, ¿también tú, esta risa-herida dentro?, ¿este ser-ser, estas… ganas de morir?)
***
¡Pero si eras de los de delante! ¿También tú, también tú, cansado, extenuado? Cansado de tirarte abajo y decir basta.
Me gusta, amigo, el estallido-centellas de tu cara-vejez, la vibración celeste de tu ojo dolor.
Cuando la loca cabeza, riendo, echo hacia atrás en el desgarro de la risa, tú, jefe, fuerzas el ingenio zahiriendo.
Entonces, clamorosamente, todos estos otros, felices, forman un coro alrededor.
¡Mandémoslos delante, ¡eh!, ¡muchachos, adelante!, y dejémoslos ir
que se creen contentos, braceando, por estar delante y por ir.
Oh, mira qué afán triunfal por el mundo, mira qué loca girándula.
Torrente que espuma y se pierde, río que va, que va, que va.
Pero aquí en esta proa azul, di, aquí estamos bien. ¿Está aquí, dime, la desembocadura? Río que va, que va, que va. – Me gusta, amigo, este telón-palidez,
ventana cerrada, para fastidiar, ante la brigada ruidosa, como quien da y quita, esta cara tuya sellada.
Me gusta, amigo, esta enemistad tuya imprevista, este derrumbarte tuyo.
Como en un vagón de tren, cada uno en su meta, nos deja.
Somos todos, lo sabemos, del mismo país, todos en feliz banda, pero cada uno tiene su carnet en el bolsillo.
Me gusta, amigo-enemigo, esta inaprensible befa que hay en tu risa.
– Sin embargo, mira aquí, he tirado el carnet; mira aquí, hemos llegado juntos.
Ninguna meta nos espera. – ¡Eh, muchachos, adelante!, ¡vamos, vamos, que hay medalla! ¿Y quién gana este botón de oro?
Nosotros, amigo, hemos llegado. No bajaremos con el primer golpeteo de la puerta; confesémonos, que meta no hay.
Pero también tú, ¿también tú, pues? ¿Quieres que te diga el sobresalto del corazón y la anulación cuando, como un ay, se te escapó?
Mirémonos con serena pupila, y que este vórtice de azul, arriba, nos devore.
enero de 1915