[I. V] MIS AMIGOS DE AQUÍ
Para la tristeza es necesario un amante que te serene: ¡te dice cosas de primavera! Hace que olvides. Pero mi amante es la soledad. – Para los días alegres todo es bueno, y el mundo es para mí una salida de la escuela. Todas las cosas son mis compañeras: formo un jolgorio con todo. – Los amigos son necesarios para los tiempos corrientes.
Para los tiempos corrientes tengo cuatro amigos, pero no se sabe si me quieren bien: son como cuatro lugares tranquilos sobre estas colinas, cuatro paradas a la sombra, siempre iguales, desde las que se ve el alrededor. Voy allí como cae, estoy allí como se está junto a una fuente escuchando el agua: pasan las horas buenas. – Son cuatro amigos, ¿cómo decir?, un poco indiferentes: amigos así… para los tiempos corrientes.
Pero el primero se ha hecho un altar sobre el mar: lo digo en serio, justo un altar de rosas raras como velones u hogueras encendidas, con negros cipreses como candelabros; – y, como un dios, está todo el día mirando desde lo alto.
La tierra es toda suya y todo el mar, y nunca parece saciado de mirar. Justamente no hace más que mirar minuciosa, amorosamente, con curiosidad el adorno, alrededor, de la inmensidad. Pero muy despacio, sin voracidad: goza del mundo a gajos, ¡que más hace daño!, cosa tras cosa, y lo ama porque está allí, que si mañana ya no estuviera… ahora, en verdad, esté o no es lo mismo. Se posa, descansa sobre las barcas de pico que pasan allá por el mar: es rico en ironía y en infantilismo. Es uno que se ha cansado de pensar, de devanar dentro su dolor, que tal vez era demasiado. Es sereno y a veces tiene un aprieto. Está como si hubiera salido fuera, allí, a mirar, tras un temporal oscuro.
Así, cuando estoy cansado de atormentarme, cuando precisamente ya no tengo ganas de nada, hasta allí subo, a mirar también yo. Se nos muestra («¡guau, guau!») el mar azul con sus risas blancas, las velas cansadas o hinchadas. Siempre, cuando voy, elige para mí su rosa más olorosa. Así se destierra la melancolía: que es casi una alegría la vida, cosa tras cosa.
– Pero el otro es una tristeza vaga abandonada, justo una desolación; mas sin razón estalla de alegría de vez en cuando. Sientes no se sabe qué ruina, sientes con él cada momento la muerte y la resignación; es uno que ha llegado, ha resbalado hasta las puertas de la desesperación, y sin rebelión llama, y retumba lenta la nada: la Oscuridad. – Entonces, he ahí que se gira hacia ti con malicia, como ciertos moribundos: las cosas que brillan son pensamientos hondos: – no sabes si es ahí donde miente, si todo es una trampa o justo es alguien que se hunde, con serenidad.
Así es como da con la generosidad marchita de quien ya se va: da como quien ya no sabe tener, por el macabro placer de librarse. Goza de sus pensamientos como quien ya no gozará; las bellezas que dice son más bellas porque enseguida las olvidará, y sus cantos son llantos o son como oraciones enseguida dispersas en la inmensidad. Es como un incensario que quema las más ligeras esencias en la cavidad de los cielos. Es un rico que da con triste liberalidad para luego quedarse solo en la pobreza. – Cuando juega lento con los acordes, hace cien fugitivas maravillas que nadie más oirá: cantilena en el armonio de pronto, el capricho enfermo de su lauta melancolía: justo un hechizo vago lo envuelve, el cerco del encanto se cierne sobre él, y por su buhardilla, no sabes qué palacio en subasta. Así si estoy cansado de catalogar, de hacer el análisis de esta vida mía de avaro de semillas, me pongo también yo a fantasear con él, se vacían los cofres de los sueños y de los placeres: no son placeres verdaderos, son sueños opiados: pero el mundo es un mar de nieblas de colores, la vida no está ya a gajos: – somos ricos, somos riquísimos… y casi consolados. – Las nubes que se ven allí desde la buhardilla ¡son tan doradas! ¡Ciertos Walhalla blancos inmensos! Estamos allí como héroes tendidos bajo el cielo, ¡allí en el horizonte! – Estas nubes son justo un puente en el mar de la nada. Están hechas de nada, pero son tan opulentas: ¡montañas de cielo, puertas del paraíso! Y siempre pongo buena cara a esta ilusa vida como un velo bajo el cual está la muerte.
Al tercero solo lo veo de noche; parece que sale de las grutas, ¡como los murciélagos! Es uno que tiene rotas todas las costumbres, tan dura, atroz le resulta la vida. Tanto lo ofende, que le resulta insoportable: – un sufrimiento tan angosto, un padecimiento tan vil que no puede decirse. – Entonces, cuando el odio destruyó la esperanza, todo se hundió en el olvido, el mundo se le perdió a lo lejos… Tiene recuerdos como de cenizas y cuentos. Estas cosas que suceden bajo el sol, las guerras de Europa y qué sé yo, le parecen palabras y, justo, insípidos cuentos. No dice no ni sí; y si le dices, pongamos: «¡una victoria!», responde apagado: «¿Ah, sí?»
Pero los sueños, justo los sueños que tenemos al dormir, no hay nada más que él anhele, y ahí en verdad es el Rey. Pues si comienzas: «Esta noche he soñado…» enseguida retiene el aliento, y es todo tuyo. – Para llevarte a los países extraños, donde los espectros vanos forman tan grotescas caravanas, solo él es el Rey. De todo sabe el porqué, y no hay nada que no devane. – Los antros de eco oscuro le son conocidos, gira por los meandros de la gruta que le dices, como si fuera una calle de esta ciudad mía. La extravagancia más loca le parece verdadera. Ahora para él el sueño es realidad.
Es como uno que se ha matado por no poder más. Por tristes apocalipsis cae: como si se hubiera refugiado entre espectros y sombras. Tiene el alma engolfada en catacumbas de misterio negro; en criptas más profundas encuentra escondida la verdad. De símbolos y de siglas está hecho el mundo; a una señal te responde la corte de los espíritus que dentro se esconde. – En las olas de los silencios sin riberas ventea vasto el viento, retumba lento el estruendo, el abismo se precipita de la divinidad. – El alma se hincha en vastedad, por la desmesurada inmensidad flota el mar vivo de la eternidad.
Entonces el Rey de los sueños entona un canto: «santo, oh santo, oh santo!». Erguido en la noche que lo engulle, hace un encantamiento. Cañas de plata enormes se levantan sobre el monte más alto, un órgano de basalto, entre rocas y viento, retumba el espanto de los ¡hosanna!: – se dilata el concento por los mundos en ecos furibundos, o lento forma un lamento llorando de piedad. Tiembla la inmensidad de la pasión profunda, se deshace la gemebunda humanidad por la ola sin ribera.
Así es como cuando, con el cotidiano paso, con estas charlas usuales del periódico, de muertes y de derrotas estoy cansado de hablar, también yo me pongo con él a evocar los espectros. Vamos por lugares oscuros, donde nunca fui: me alimento de miedo tras él. – Pero sucede que el sereno sobre nosotros ¡es tan misterioso! Entonces nos tendemos y miramos arriba. La negrura es toda ojos y mira abajo; – si levantas la mano, casi te parece que los tocas…; ¡y en cambio quién sabe dónde están! Entonces a millas, de millas me mide el donde; de donde parte la luz que luego llueve aquí; pero son cuentos locos para enloquecer. Están ahí, los tocas, y son brillantes salidas, son chorros punzantes como alfileres del infinito que nunca puede acabar. – «Por ejemplo, me dice que, más allá de la Vía Láctea, hay mundos incalculables, se ven otros coros de mundos muy distantes: ¡y no son ya poros del universo…!»
Me siento casi perdido, ya casi no soy nada, ya no cuento. Pero esta vida, cuando me enfurece, casi se respira con estos sueños que se pueden soñar y estos encantos extraños que encantan; – eh, sí, podemos desahogarnos en los estelares espacios de allí.
– Pero con el cuarto se recorre la tierra intrépidamente: ¡lanza algunas piedras contra la gente, cuando nos persigue! Con las manos en los bolsillos y ojos de desprecio, te mira con mirada cortante. Camina decidido por la calle como al asalto, y, siempre, con la posición del brazo de quien arroja una piedra. – Solo es, en fin, un muchacho de menos de veinte años, pero es un pesado sinvergüenza siempre de paseo, bello y esbelto como no hay otro. Hay días en los que ser civil no es justo para mí: – salimos entonces del pueblo a hacer por el campo todo tipo de destrozos. Justamente hacemos locuras, y a quien se opone lo amenazamos con leñazos… y alguna vez se le dan. En cuanto a los gallineros, se fuerzan de noche: las gallinas están allí quietas a media altura, agazapadas. A veces aletean como condenadas, huyendo enloquecidas; pero si tiendes el brazo despacio, a una le aprietas el cuello, o a dos, ¡y a galope por la oscuridad! Al día siguiente vamos de parranda, juntos a la taberna. – Pero la mayor alegría no está en los gallineros: es cuando se queman los almiares en medio de la noche, y los perros comienzan a ladrar furibundos y escuchas por los caseríos las voces rotas: la gente en los ecos lejana llama y luego viene en tropel. – Entonces (¿a quién le importa?) rápido tras un seto te escondes del gentío: disfrutas de la fiesta de las llamas, las sombras veloces rojeantes y la bulla de los afanes, con el corazón que te golpea y estallidos de grandes risas. – Tenderse bajo un seto, tras un atracón de fruta robada, y el campesino que hace ruido, al llegar como un loco, y el vano jadeo de los guardias, por la maraña de los senderos, de prisa lanzados, que creen que ya nos tienen en sus manos esposados, ¡de verdad que no hay placer más sano! Rojos y negros, por la pendiente los ves rodar, y ese otro, durante horas, ¡abajo gritando! Nosotros, al fresco, con un poco de anhelo, comentamos en voz baja.
¡Es tan bello a veces sestear, a la sombra de un algarrobo frente al mar! El árido desierto, entonces, nos hace soñar con viajes de oriente.
– Se abandona todo cuidado, se va a la aventura, ¡ya no se piensa en nada! – Los discursos que hacemos son como si pudiéramos ir allí. Por ejemplo, podemos desvalijar bancos, o bien asesinar a quien tenga ahí las blancas. Ponernos de noche en un rincón de la calle; uno vigila y el otro suelta los pistoletazos. Entonces la policía hace una redada; pero nosotros, con maestría, escapamos. Qué suerte de risa loca te exalta entonces: te parece ya la hora del embarco, hueles impaciente mar adentro quién sabe qué libertad.
Justo, me gusta esta ingenuidad tuya salvaje, estos aviesos silencios y esta malvada frialdad: la imprevista hostilidad. La seguridad de tu inmoralidad aguijonea la flaqueza de mi complejidad. Tu determinación y mi inseguridad desesperada se dan la mano, – por lo demás, de modo nada extraño. Entre todos eres, precisamente tú, al que más amo.
¡Ah, sí!, plantar esta vida áspera, chupada gota a gota; mandar al diablo a toda esta gente lila que fastidia. – El bien y el mal; ¡todo igual! Echarse al monte a vivir como nos parezca. Con toda la moral, hacer juntos una hoguera…
… Casi también yo lo admito. – Sin embargo, la razón verdadera por la que voy contigo, he aquí cuál es. ¡No es, oh!, ese truco ese enredo de amistad que me tiendes con astucia. Es – ¡esta es! – ese enemigo de cada amigo que anida dentro de ti. – Es una cuchillada que veo de golpe brillar, en tu ojo helado; ¡y dámela bien dada, cuando te toque! Vamos, vamos; mi brazo no se defenderá.
– Y estos son mis amigos para las vicisitudes del tiempo corriente: para el tiempo de tristeza tengo una amante, que es la soledad.