Página dedicada a mi madre, julio de 2020

El hombre que plantaba árboles

Versión julio de 2013 y enero de 2022

A mi sobrina Lola Gómez Vidal ,
en su defensa de las aguas.

*

Para que el carácter de un ser humano desvele cualidades verdaderamente excepcionales, es necesario tener la buena suerte de poder observar sus actos durante largos años. Si estos actos están despojados de todo egoísmo, si la idea que los dirige es de una generosidad sin precedente, si es absolutamente cierto que no han buscado recompensa en ningún lado y que, además, han dejado en el mundo huellas visibles, entonces estamos, sin riesgo de error, ante un carácter inolvidable.

Hace unos cuarenta años, daba una larga caminata por montes totalmente desconocidos por los turistas, en esa viejísima región de los Alpes que penetra en la Provenza. Esa región está delimitada al sudeste y al sur por el curso medio del Durance, entre Sisteron y Mirabeau; al norte, por el curso superior del Drôme, desde su nacimiento hasta Die; al oeste por las llanuras del Condado Venaissin y los contrafuertes del Mont Ventoux. Comprende toda la parte norte del departamento de los Basses-Alpes, el sur del Drôme y un pequeño enclave de Vaucluse.

En el momento en que emprendí mi largo paseo por esos desiertos, esas tierras eran landas desnudas y monótonas, entre 1200 y 1300 metros de altitud. Ahí solo brotaba la lavanda silvestre.

Cruzaba esa tierra por su parte más ancha y, después de tres días de camino, me encontraba en una desolación sin igual. Acampaba junto al esqueleto de un pueblo abandonado. No tenía agua desde el día anterior y necesitaba encontrarla. Esas casas aglomeradas, aunque en ruina, como un viejo nido de avispas, me hicieron pensar que había debido de haber allí, hacía tiempo, una fuente o un pozo. Había, claro, una fuente, pero seca. Las cinco o seis casas, sin techumbre, roídas por el viento y por la lluvia, y la pequeña capilla con el campanario derrumbado estaban dispuestas como lo están las casas y las capillas de los pueblos vivos, pero toda vida había desaparecido.

Era un hermoso día de junio con mucho sol, pero en esas tierras sin abrigo y altas en el cielo, el viento soplaba con una brutalidad insoportable. Sus rugidos en las osamentas de las casas eran los de una fiera a la que molestaran durante su comida.

Tuve que levantar el campamento. Tras cinco horas de marcha, aún no había encontrado agua, y nada podía darme la esperanza de encontrarla. Había por todas partes la misma sequedad, las mismas hierbas leñosas. A lo lejos, me pareció distinguir una pequeña silueta negra, de pie. Creí que era el tronco de un árbol solitario. Por si acaso, me dirigí hacia ella. Era un pastor. Unas treinta ovejas tendidas en el suelo ardiente descansaban a su lado.

Me dio de beber de su cantimplora y, un poco después, me llevó a su redil, en una ondulación de la meseta. Sacaba el agua – excelente – de un hoyo natural, muy profundo, sobre el cual había instalado un torno rudimentario.

Este hombre hablaba poco. Es la costumbre de los solitarios, pero se le notaba seguro de él y confiado en esta seguridad. Era insólito en esa tierra despojada de todo. No vivía en una cabaña, sino en una verdadera casa de piedra en la que se veía muy bien cómo su trabajo personal había reparado la ruina que, a su llegada, había encontrado allí. Su techo era sólido e impermeable. El viento que lo golpeaba hacía sobre las tejas el ruido del mar en las orillas.

Sus cosas estaban en orden, la vajilla lavada, el suelo barrido, la escopeta engrasada; la sopa hervía en el fuego. Observé entonces que estaba afeitado de hacía poco, que todos sus botones estaban sólidamente cosidos, que sus ropas estaban zurcidas con un cuidado tan minucioso, que tal labor resultaba invisible.

Compartió conmigo su sopa y, dado que después le ofrecí mi petaca, me dijo que no fumaba. Su perro, silencioso como él, era acogedor sin bajeza.

Se había comprendido enseguida que yo pasaría allí la noche; el pueblo más cercano estaba aún a más de una jornada y media de camino. Y, además, conocía perfectamente el carácter de los raros pueblos de esa región. Hay cuatro o cinco dispersos, lejos el uno del otro, en las laderas de esos montes, en los bosquecillos de robles blancos al final de las carreteras transitables. Habitan ahí leñadores que hacen carbón de la madera. Son lugares en los que se vive mal. Las familias, apretadas las unas contra las otras en ese clima de rudeza excesiva, tanto en verano como en invierno, exacerban su egoísmo en su reclusión. La ambición irracional, ahí, se extralimita, en el deseo continuo de escapar de ese lugar.

Los hombres llevan su carbón a la ciudad en sus camiones, luego vuelven. Las cualidades más sólidas revientan bajo el perpetuo vaivén de estas vicisitudes. Las mujeres tejen sus rencores. Hay concurrencia en todo, tanto en la venta del carbón como en el banco de la iglesia, en las virtudes que luchan entre sí, en los vicios que luchan entre sí, y en el combate general entre los vicios y las virtudes, sin descanso. Arriba, el viento, igualmente sin descanso, crispa los nervios. Hay epidemias de suicidios y numerosos casos de locura, casi siempre asesina.

El pastor que no fumaba fue a buscar una pequeña bolsa y esparció sobre la mesa un montón de bellotas. Se puso a examinarlas una a una, con mucha atención, separando las buenas de las malas. Yo fumaba mi pipa. Me proponía ayudarlo. Me dijo que esa era su tarea. En efecto: viendo el cuidado que ponía en ese trabajo, no insistí. Esa fue toda nuestra conversación. Cuando tuvo, en el lado de las buenas, un montón de bellotas bastante grandes, las contó en grupos de diez. Mientras hacía esto, volvía a eliminar los frutos pequeños o los que estaban ligeramente agrietados, pues los examinaba desde muy cerca. Cuando tuvo así, ante él, cien bellotas perfectas, se detuvo y fuimos a acostarnos.

La compañía de este hombre daba paz. Al día siguiente le pedí permiso para descansar todo el día en su casa. Lo encontró muy natural, o, más exactamente, me dio la impresión de que nada podía molestarlo. Ese descanso no era para mí totalmente necesario, pero estaba intrigado y quería saber más. Sacó su rebaño y lo llevó a pastar. Antes de marcharse, bañó en un cubo de agua la pequeña bolsa en la que había puesto las bellotas cuidadosamente elegidas y contadas.

Observé que a modo de bastón, llevaba una vara de hierro del grosor del pulgar y aproximadamente de un metro cincuenta de altura. Hice como el que se pasea descansando y seguí un camino paralelo al suyo. El pasto de los animales estaba en el fondo de una depresión. Dejó el pequeño rebaño con el perro como guardián y subió hacia el lugar donde yo estaba. Tuve miedo de que viniera a reprocharme mi indiscreción, pero no fue así: era su camino, y me invitó a que lo acompañara si no tenía nada mejor que hacer. Iba a unos doscientos metros de allí, al monte.

Cuando llegó al lugar al que deseaba ir, se puso a introducir su vara de hierro en la tierra. Así hacía un agujero en el que metía una bellota, luego lo tapaba. Plantaba robles. Le pregunté si el terrero le pertenecía. Me respondió que no. ¿Sabía de quién era? No lo sabía. ¿Suponía que eran tierras comunales, o quizás, que era propiedad de gente que no se preocupaba por ellas? No se preocupaba por conocer a los propietarios. Así, plantó cien bellotas con un cuidado extremo.

Después del almuerzo, volvió a seleccionar su simiente. Puse, creo, bastante insistencia en mis preguntas, pues me respondió. Hacía tres años que plantaba árboles en esa soledad. Había plantado cien mil. De los cien mil, veinte mil habían brotado. De estos veinte mil, contaba aún con perder la mitad, por los roedores o por todo lo que es imposible de prever en los designios de la Providencia. Quedaban diez mil robles que iban a crecer en ese lugar en el que antes no había nada.

Fue en ese momento cuando me preocupé por la edad de este hombre. Tenía visiblemente más de cincuenta años. Cincuenta y cinco, me dijo. Se llamaba Elzéard Bouffier. Había tenido una granja en las llanuras. Allí había hecho su vida. Había perdido a su único hijo, luego a su mujer. Se había retirado a la soledad, donde se complacía en vivir lentamente, con sus ovejas y su perro. Había considerado que esa tierra se moría por falta de árboles. Añadió que, al no tener ocupaciones muy importantes, había decidido remediar ese estado de cosas.

Llevando yo mismo en ese momento, a pesar de mi joven edad, una vida solitaria, sabía acercarme con delicadeza a las almas de los solitarios. Sin embargo, cometí una falta. Mi juventud, precisamente, me forzaba a imaginar el futuro en función de mí mismo y de una cierta búsqueda de felicidad. Le dije que, en treinta años, esos diez mil robles serían magníficos. Me respondió con mucha naturalidad que, si Dios le daba vida, en treinta años, habría plantado tantos, que esos diez mil serían como una gota de agua en el mar.

Estudiaba ya, por cierto, la reproducción de la hayas y tenía cerca de su casa un vivero sacado de los hayucos. Los retoños que había protegido de sus ovejas con un enrejado eran de suma belleza. Pensaba igualmente en unos abedules para las hondonadas en las que, me dijo, dormía cierta humedad a algunos metros de la superficie del suelo.

Nos separamos al día siguiente.

Al año siguiente, fue la guerra del 14, en la que estuve movilizado durante cinco años. Un soldado de infantería no podía reflexionar allí sobre unos árboles. Para decir la verdad, ello mismo no me había marcado: lo había considerado como una distracción, una colección de sellos, y olvidado.

Tras salir de la guerra, me encontraba dueño de una prima de desmovilización minúscula, pero con un gran deseo de respirar un poco de aire puro. Es sin idea preconcebida – salvo esa – como retomé el camino de esas comarcas desiertas.

El lugar no había cambiado. Sin embargo, al otro lado del pueblo muerto, percibí en la lejanía una especie de niebla gris que cubría los montes como un tapiz. Desde la víspera, había vuelto a pensar en ese pastor que plantaba árboles. «Diez mil robles, me decía a mí mismo, ocupan verdaderamente un gran espacio».

Había visto morir a demasiada gente durante cinco años para no imaginar fácilmente la muerte de Elzéard Bouffier, además de que, cuando se tienen veinte años, se considera a los hombres de cincuenta como a viejos a los que no les queda más que morir. No estaba muerto. Estaba incluso muy lozano. Había cambiado de trabajo. Ahora no tenía más que cuatro ovejas pero, en cambio, tenía un centenar de colmenas. Se había librado de las ovejas que ponían en peligro sus plantaciones de árboles. Pues, me dijo (y yo lo constataba), no se había preocupado nada por la guerra. Imperturbable-mente había seguido plantando.

Los robles de 1910 tenían entonces diez años y eran más altos que él y que yo. El espectáculo era impresionante. Literalmente me había quedado sin palabras y, como él no hablaba, pasamos todo el día en silencio paseándonos por su bosque. Este tenía, en tres tramos, once kilómetros de largo y tres kilómetros en su parte más ancha. Cuando uno recordaba que todo había salido de las manos y del alma de este hombre – sin medios técnicos – se comprendía que los hombres podrían ser tan eficaces como Dios en otros dominios distintos al de la destrucción.

Había continuado con su idea, y las hayas, que me llegaban a los hombros, esparcidas hasta el horizonte, lo atestiguaban. Los robles eran frondosos y habían superado la edad en la que estaban a merced de los roedores; en cuanto a los designios de la misma Providencia, si esta quería destruir una obra creada, tendría que recurrir ahora a los ciclones. Me mostró admirables bosquecillos de abedules que databan de hacía cinco años, es decir, de 1915, de la época en que yo combatía en Verdún. Había hecho que ocuparan todas las hondonadas en las que presentía, con justa razón, que había humedad casi a ras de tierra. Eran tiernos como adolescentes y muy decididos.

La creación parecía, además, que se efectuaba en cadena. Él no se preocupaba; continuaba obstinadamente su tarea, simplemente. Pero al bajar hacia el pueblo, vi que el agua corría en arroyos que, desde tiempo inmemorial, habían estado siempre secos. Era el más formidable efecto de reacción que se me haya dado a ver. Esos arroyos secos ya habían llevado agua, en tiempos muy lejanos. Algunos de esos pueblos tristes de los que he hablado al principio de mi relato se habían construido en emplazamientos de antiguos pueblos galo-romanos de los que aún quedaban huellas en las que los arqueólogos habían excavado y habían encontrado anzuelos en lugares en los que en el siglo veinte estábamos obligados a recurrir a cisternas para tener un poco de agua.

El viento también esparcía algunos granos. Al mismo tiempo que el agua reapareció, reaparecieron los sauces, las mimbreras, los prados, los jardines, las flores y una cierta razón de vivir.

Pero la transformación se efectuaba tan lentamente, que se sumía en lo usual sin provocar extrañamiento. Los cazadores que subían a las soledades persiguiendo a las liebres o a los jabalíes habían constatado la abundancia de arbolitos, pero se lo habían atribuido a las ironías naturales de la tierra. Es por ello por lo que nadie tocaba la obra de este hombre. Si se hubiera sospechado de él, se le habría contrariado. Él era incuestionable. ¿Quién habría podido imaginar, en los pueblos y en las administraciones, tal obstinación en la más magnífica generosidad?

A partir de 1920, no he permanecido nunca más de un año sin visitar a Elzéard Bouffier. No lo he visto nunca flaquear ni dudar. Y sin embargo, ¡Dios sabe lo que él mismo apremia! No he hecho la cuenta de sus desengaños. Imaginamos, a pesar de ello, que, para un logro tal, ha sido necesario vencer la adversidad; que, para asegurar la victoria de tal pasión, ha sido necesario luchar contra la desesperación. Durante un año había plantado más de diez mil arces. Todos murieron. Al año siguiente, abandonó los arces para retomar las hayas, que salieron adelante mejor que los robles.

Para tener una idea casi exacta de este carácter excepcional, no hay que olvidar que se entregaba en una completa soledad; tan completa que, hacia el final de su vida, había perdido la costumbre de hablar. ¿O tal vez no veía la necesidad de ello?

En 1933, recibió la visita de un guardabosques atónito. Este funcionario le conminó a que no hiciera fuego fuera, por miedo a poner en peligro el crecimiento de este bosque natural. Era la primera vez, le dijo este hombre cándido, que se veía brotar un bosque por sí solo. En esta época, estaba plantando hayas a doce kilómetros de su casa. Para evitar el trayecto de ida y vuelta – pues tenía entonces setenta y cinco años – proyectaba construir una cabaña de piedra en los mismos lugares de sus plantaciones. Lo que hizo un año después.

En 1935, una verdadera delegación administrativa vino a examinar el «bosque natural». Había una gran personalidad de Aguas y Bosques, un diputado, técnicos. Se pronunciaron muchas palabras inútiles. Se decidió hacer algo y, felizmente, no se hizo nada, a no ser la única cosa útil: poner el bosque bajo la salvaguarda del Estado y prohibir que se fuera allí a carbonear. Pues era imposible no quedarse fascinado por la belleza de esos jóvenes árboles en plena salud. Y ella ejerció su poder de seducción sobre el mismo diputado.

Yo tenía un amigo entre los capitanes forestales que estaba en la delegación. Le expliqué el misterio. Un día de la semana siguiente, fuimos los dos en busca de Elzéard Bouffier. Lo encontramos en pleno trabajo, a veinte kilómetros del lugar en el que había tenido lugar la inspección.

Este capitán forestal no era mi amigo sin motivo. Conocía el valor de las cosas. Supo permanecer silencioso. Les ofrecí los huevos que había llevado como presente. Compartimos nuestra merienda entre los tres, y pasaron las horas en la contemplación muda del paisaje.

El lado por el que veníamos estaba cubierto de árboles de seis a siete metros de altura. Recordaba el aspecto de esta tierra en 1913: el desierto… El trabajo sosegado y regular, el aire vivo de las alturas, la frugalidad y sobre todo la serenidad del alma le habían dado a este anciano una salud casi solemne. Era un atleta de Dios. Me preguntaba cuántas hectáreas iba a cubrir aún de árboles.

Antes de marcharnos, mi amigo hizo con sencillez una sugerencia a propósito de ciertas esencias a las que el terreno de aquí parecía convenirles. No insistió. «Por la simple razón, me dijo después, de que este buen hombre sabe más que yo.» Al cabo de una hora de marcha – tras haber recorrido la idea su camino dentro de él – añadió: «Sabe mucho más que todo el mundo. ¡Ha encontrado un estupendo modo de ser feliz!»

Es gracias a este capitán que, no solo el bosque, sino la felicidad de este hombre fueron protegidos. Hizo que nombraran a tres guardabosques para esta protección y los aterrorizó hasta tal punto, que estos permanecieron insensibles a todos los sobornos que los leñadores podían proponerles.

La obra solo corrió un gran riesgo durante la guerra de 1939. Con los automóviles, que funcionaban entonces con gasógeno, no se tenía nunca suficiente madera. Se comenzó a hacer cortes en los robles de 1910, pero esos sectores están tan lejos de todas las redes de carreteras, que la empresa se reveló muy mala desde el punto de vista financiero. Se abandonó. El pastor no había visto nada. Estaba a treinta kilómetros de allí, continuando sosegadamente su trabajo, ignorando la guerra del 39 como había ignorado la del 14.

He visto a Elzéard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía entonces ochenta y siete años. Yo había retomado el camino del desierto, pero ahora, a pesar de la ruina en la que la guerra había dejado al país, había un coche que cubría el servicio entre el valle del Durance y la montaña. Le atribuí a ese medio de transporte relativamente rápido el hecho de que ya no reconociera los lugares de mis últimos paseos. Me parecía también que el itinerario me hacía pasar por lugares nuevos. Necesité el nombre de un pueblo para concluir que estaba, sin embargo, en esa región antaño arruinada y desolada. El coche me dejó en Vergons.

En 1913, esa aldea de diez a doce casas tenía tres habitantes. Eran salvajes, se detestaban, vivían de la caza con trampas: más o menos en el estado físico y moral de los hombres de la prehistoria. Las ortigas devoraban a su alrededor las casas abandonadas. Su condición no tenía esperanza. No se trataba para ellos sino de esperar la muerte: situación que casi no predispone a las virtudes.

Todo había cambiado. Incluso el aire. En lugar de las borrascas secas y brutales que me acogían entonces, soplaba una brisa suave cargada de olores. Un ruido parecido al del agua llegaba de los montes: era el del viento en los bosques. En fin, lo más sorprendente, oí el verdadero ruido del agua que corría a un estanque. Vi que se había hecho una fuente, que esta era abundante y, lo que me impresionó más, que se había plantado cerca de ella un tilo que ya podía tener cuatro años, ya pujante, símbolo incontestable de una resurrección.

Por otro lado, Vergons llevaba las huellas de un trabajo para cuya ejecución la esperanza era necesaria. La esperanza, pues, había vuelto. Se habían despejado las ruinas, se habían abatido los lienzos de pared dañados y se habían reconstruido cinco casas. La aldea contaba ahora con veintiocho habitantes, entre ellos cuatro jóvenes parejas. Las casas nuevas, enlucidas recientemente, estaban rodeadas por huertas en las que crecían, mezcladas pero alineadas, las verduras y las flores, las coles y los rosales, los puerros y las bocas de dragón, los apios y las anémonas. Era ahora un lugar en el que se tenían ganas de vivir.

A partir de ahí, hice a pie mi camino. La guerra de la que salíamos apenas había permitido el florecimiento de la vida, pero Lázaro estaba fuera de la tumba. En las faldas bajas de la montaña, veía pequeños campos de cebada y de centeno en ciernes; al fondo de estrechos valles, algunas praderas verdeaban.

Solo han sido necesarios los ocho años que nos separan de este tiempo para que todo el país resplandezca de salud y de bienestar. En el sitio de las ruinas que había visto en 1913, se levantan ahora verdaderas granjas, bien enlucidas, que denotan una vida feliz y confortable. Los viejos manantiales, alimentados por las lluvias y las nieves que retienen los bosques, se han puesto a fluir. Se han canalizado las aguas. Junto a cada granja, en los bosquecillos de arces, los estanques de las fuentes se desbordan en un tapiz de mentas frescas. Los pueblos se han reconstruido poco a poco. Una población llegada de las llanuras en las que la tierra se vende cara se ha establecido en la zona, trayendo juventud, movimiento, espíritu de aventura. Se encuentra en los caminos a hombres y a mujeres bien alimentados, a muchachos y a muchachas que saben reír y que han retomado el gusto por las fiestas campesinas. Si se cuenta la antigua población, irreconocible desde que vive con dulzura y con los recién llegados, más de diez mil personas le deben su felicidad a Elzéard Bouffier.

Cuando se piensa que un hombre solo, reducido a sus simples recursos físicos y morales, ha bastado para que surja del desierto este país de Canaán, encuentro que, a pesar de todo, la condición humana es admirable. Pero, cuando hago balance de toda la constancia en la grandeza de alma y de todo el empeño en la generosidad que han sido necesarios para obtener este resultado, me embarga un inmenso respeto por ese viejo campesino sin cultura que ha sabido llevar a bien esta obra digna de Dios.

Elzéard Bouffier ha muerto sosegadamente en 1947 en el hospicio de Banon.

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