3.10 La patente
¡Con qué inflexión de voz y qué movimientos de ojos y de manos, encorvándose, como quien lleva resignadamente en la espalda un peso insoportable, el delgado juez D´Andrea solía repetir: «¡Ay, querido hijo!» a quienquiera que le hiciera una burlona observación sobre su extraño modo de vivir!
No era aún viejo; podía tener apenas cuarenta años; pero cosas extrañísimas y casi inverosímiles, monstruosos cruces de razas, misteriosos afanes de siglos había que imaginar para llegar a una explicación cualquiera sobre ese producto humano que se llamaba el juez D´Andrea.
Y parecía que él, más allá de su pobre, humilde y muy común historia familiar, tuviera información segura de esos monstruosos cruces de razas, por los que, a su rostro consumido y flaco de blanco, le habían podido llegar esos abundantes cabellos rizados de negro; y que fuera consciente de esos misteriosos e infinitos afanes de siglos, que en su vasta frente protuberante, le habían acumulado toda esa madeja de arrugas y casi le habían quitado la vista de los pequeños ojos plúmbeos, y le habían torcido toda su delgada y mísera personita.
Cojo, con un hombro más alto que el otro, iba por la calle de través, como los perros. Nadie, sin embargo, moralmente, sabía cumplir con su obligación mejor que él. Lo decían todos.
Lo que era ver, no había podido ver muchas cosas el juez D´Andrea; pero ciertamente muchas eran las que había pensado, y cuando pensar es más triste, es decir, de noche.
El juez D´Andrea no podía dormir.
Pasaba casi todas las noches en la ventana cepillándose una mano con esos abundantes y duros cabellos suyos de negro, con los ojos en las estrellas, unas, plácidas y claras como fuentes de luz, otras, oscilantes y punzantes; y ponía las más vivas en relación ideal con figuras geométricas, como triángulos y cuadrados, y, entrecerrando los párpados tras las lentes, recibía entre los pelos de las pestañas la luz de esas estrellas, y entre el ojo y la estrella establecía el lazo de un sutilísimo hilo luminoso, y acercaba hasta este el alma para que paseara por él como una araña perdida.
Pensar así de noche no confiere mucho a la salud. La arcana solemnidad que adquieren los pensamientos produce casi siempre – especialmente a algunos que tienen en sí una seguridad en la que no pueden descansar: la seguridad de no poder saber nada y no creer nada al no saber nada – algún serio constipado. Constipado del alma, se entiende.
Y al juez D´Andrea, cuando se hacía de día, le parecía una cosa bufa y atroz al mismo tiempo, tener que ir a su oficina de Instrucción a administrar – por lo mucho que le tocaba – justicia a los pequeños y pobres hombres feroces.
Como él no dormía, así, sobre su mesita en la oficina de Instrucción no dejaba nunca dormir ningún expediente, incluso a costa de retrasar dos o tres horas el almuerzo, o renunciar por la tarde, antes de la cena, al habitual paseo con los compañeros por la alameda en torno a las murallas del pueblo.
Esta puntualidad, considerada por él como un deber imprescindible, aumentaba terriblemente su suplicio. No solo administrar justicia le correspondía; sino administrarla así, de buenas a primeras.
Para poder ser menos apresuradamente puntual, creía que se ayudaba meditando por la noche. Pero, ni haciéndolo adrede, por la noche, mientras se cepillaba la mano con esos cabellos suyos de negro y miraba las estrellas, le llegaban todos los pensamientos contrarios a los que debían conciliarse con él, dada su calidad de juez instructor; así que, a la mañana siguiente, veía que su puntualidad, más que ayudada, resultaba insidiada y obstaculizada por esos pensamientos de la noche, así como resultaba crecida enormemente la dificultad de mantenerse firme en esa odiosa calidad suya de juez instructor.
Y sin embargo, por primera vez, desde hacía cerca de una semana, dormía un expediente en la mesita del juez D´Andrea. Y debido a ese proceso, que desde hacía tantos días dormía allí, lo dominaba una irritación agitada, una tenebrosidad sofocante.
Se abatía tanto en esta tenebrosidad, que los ojos fruncidos, en un cierto momento, se le cerraban. Con la pluma en la mano, derecho el busto, el juez D´Andrea se echaba entonces a dormir la siesta, primero encogiéndose, luego entumeciéndose como un gusano enfermo que no puede hacer su capullo.
Apenas, o por cualquier ruido o por una sacudida más fuerte de la cabeza, se despertaba y los ojos se le iban hasta allí, a ese rincón de la mesita donde yacía el expediente, volvía la cara y, apretando los labios, expulsaba por la nariz silbante aire y más aire y lo inspiraba, lo más dentro que podía, para ensanchar las vísceras contraídas por la exasperación, luego la volvía a echar abriendo la boca con una mueca de nausea, y enseguida se llevaba una mano a la nariz aguileña para sujetarse las lentes que, con el sudor, se le resbalaban.
Era verdaderamente inicuo ese proceso: inicuo porque incluía una despiadada injusticia contra la cual un pobre hombre intentaba desesperadamente rebelarse sin ninguna probabilidad de salvación. Había en ese proceso una víctima que no podía tomársela con nadie. Había querido tomársela con dos, en ese proceso, con los dos primeros que le habían llegado al azar, y – sí, señores – la justicia debía decirle que se equivocaba y que se equivocaba mucho, sin remisión, recalcando así, ferozmente, la iniquidad de la que ese pobre hombre era víctima.
De paseo, intentaba hablar de ello con los compañeros; pero estos, apenas nombraba él a Chiarchiro, es decir, al que intentaba el proceso, se alteraban y se metían una mano en el bolsillo para apretar una llave, o en el fondo alargaban el índice y el meñique para hacer los cuernos, o se agarraban sobre el chaleco los amuletos de jorobaditos de oro, los clavos, los cuernos de coral que colgaban de la cadena del reloj. Alguno, más franco, prorrumpía:
– Por la Virgen Santa, ¿quieres callarte?
Pero no podía callar el delgado juez D´Andrea. A él ese proceso se le había convertido precisamente en una fijación. Por más que lo evitaba, volvía a la fuerza a hablar de él. Para tener alguna luz de los compañeros – decía. Para discutir así, en abstracto, del caso.
Porque, en verdad, era un caso insólito y muy particular el de un gafe que se querellaba por difamación contra los dos primeros que caían bajo sus ojos en el acto de hacer los conjuros de rito a su paso.
¿Difamación? Pero ¿qué difamación, pobre desgraciado, si ya desde hacía algunos años estaba muy difundida en todo el pueblo su fama de gafe?, ¿si innumerables testigos podían venir al tribunal a jurar que él en tantas y tantas ocasiones había dado señal de conocer esa fama suya, rebelándose con protestas violentas?, ¿cómo condenar, en conciencia, a esos dos jóvenes como difamadores por haber hecho a su paso el gesto que desde hacía tiempo solían hacer abiertamente todos los demás, y los primeros entre todos – helos ahí – los mismos jueces?
Y D´Andrea se torturaba; se torturaba más al encontrar por la calle a los abogados en cuyas manos se habían puesto esos dos jóvenes, el grácil y muy demacrado abogado Gigli, con un perfil de vieja ave de rapiña, y el gordo Manin Baracca, el cual, llevando en triunfo sobre la panza un enorme cuerno comprado para la ocasión y riéndose con toda la pálida carnaza de rubio cerdo elocuente, les prometía a sus conciudadanos que pronto en el tribunal habría para todos una magnífica fiesta.
Pues bien, justo para no darle al pueblo el espectáculo de esa «magnífica fiesta» a costa de un pobre desgraciado, el juez D´Andrea tomó al final la decisión de mandar un ujier a la casa de Chiarchiro para invitarlo a venir a la oficina de Instrucción. Incluso a expensas de pagar él los gastos, quería convencerlo de que desistiera de la querella, demostrándole en un santiamén que esos dos jóvenes no podían ser condenados, según la justicia, y que la absolución de ellos le acarrearía a él ciertamente un daño mayor, una persecución más cruel.
¡Pobre de mí!, es justo verdad que es mucho más fácil hacer el mal que el bien, no solo porque el mal se les puede hacer a todos, y el bien solo a los que lo necesitan; sino incluso, es más, sobre todo, porque esta necesidad de haber hecho el bien vuelve a menudo tan acerbas y ásperas las almas de los que se quisieran beneficiar, que el beneficio se hace dificilísimo.
Bien se percató de ello esa vez el juez D´Andrea, apenas levantó los ojos para mirar a Chiarchiro, que había entrado en la habitación, mientras él estaba escribiendo. Sintió un impulso muy violento y tiró al aire los documentos, poniéndose en pie de un salto y gritándole:
– ¡Pero hágame el favor! ¿Qué son estas historias? ¡Avergüéncese!
Chiarchiro se había fabricado una cara de gafe que era una maravilla verla. Se había dejado crecer en las mejillas amarillas y hundidas unas barbas híspidas y enredadas; se había colocado en la nariz un par de grandes gafas con montura de hueso que le daban el aspecto de un mochuelo; se había vestido, además, un traje untuoso, ceniciento, que le bailaba por todas partes.
Con el impulso del juez no se turbó. Dilató la nariz, rechinó los dientes amarillos y dijo en voz baja:
– Por tanto, ¿usted no cree?
– ¡Hágame el favor! – repitió el juez D´Andrea – ¡Dejemos las bromas, querido Chiarchiro! ¿O se ha vuelto loco? Vamos, vamos, siéntese, siéntese aquí.
Y él se acercó e hizo como para ponerle una mano en la espalda. Enseguida, Chiarchiro respingó como un mulo, palpitando:
– Señor juez, ¡no me toque! ¡Guárdese bien! ¡O usted, como que Dios existe, se vuelve ciego!
D´Andrea se quedó mirándolo fríamente, luego dijo:
– Cuando le venga bien… Lo he mandado llamar por su bien. Ahí hay una silla, siéntese.
Chiarchiro se sentó y, dándole vueltas con las manos sobre los muslos al bastón de bambú como si fuera un rodillo, se puso a mover la cabeza.
– ¿Por mi bien? Ah, ¿usted se figura que actúa por mi bien, señor juez, diciéndome que no cree en la mala sombra?
D´Andrea se sentó también y dijo:
– ¿Quiere que le diga que creo en ello? ¡Pues le diré que creo! ¿Está bien así?
– No, señor, – negó nítidamente Chiarchiro, con el tono de quien no admite bromas. – ¡Usted tiene que creer en serio, y tiene que demostrarlo instruyendo el proceso!
– Esto será un poco difícil, – sonrió tristemente D´Andrea. – Pero intentemos entendernos, querido chiarchiro. Quiero demostrarle que el camino que ha cogido no es precisamente el que puede llevarlo a buen puerto.
– ¿Camino? ¿Puerto? ¿Qué puerto ni qué camino? – preguntó, ceñudo, Chiarchiro.
– Ni este de ahora, – respondió D´Andrea, – ni el del proceso. Uno y otro, perdone, son entre ellos así.
Y el juez D´Andrea enfrentó los índices de las manos para indicarle que los dos caminos parecían opuestos.
Chiarchiro se inclinó y entre los dos índices así enfrentados del juez metió uno suyo, basto, peludo y no muy limpio.
– ¡No es verdad nada, señor juez! – dijo, agitando ese dedo.
– ¿Cómo que no? – exclamó D´Andrea. – Acusa como difamadores a dos jóvenes porque creen que usted es un gafe, y ahora aquí usted mismo se presenta ante mí como un gafe y pretende, además, que yo crea en su mala sombra.
– Sí, señor.
– ¿Y no le parece una contradicción?
Chiarchiro sacudió varias veces la cabeza con la boca abierta con una muda mueca de desdeñosa conmiseración.
– Más me parece, señor juez, – dijo luego, – que usted no comprende nada.
D´Andrea lo miró un tiempo, atontado.
– Diga, pues, diga, querido Chiarchiro. Quizás es una verdad sacrosanta esta que se le ha escapado de la boca. Pero tenga la bondad de explicar cómo es que no comprendo nada.
– Sí, señor. Veamos, – dijo Chiarchiro, acercando la silla. – No solo le haré ver que usted no comprende nada, sino incluso que usted es un enemigo mortal mío. Usted, usted, sí, señor. Usted cree que hace mi bien. ¡Mi más acérrimo enemigo! ¿Sabe o no sabe que los dos imputados han pedido el patrocinio del abogado Manin Baracco?
– Sí. Esto lo sé.
– Pues bien, al abogado Manin Baracca, yo, Rosario Chiarchiro, yo mismo he ido a suministrarle las pruebas del hecho, es decir, que no solo me había percatado desde hace más de un año de que todos, al verme pasar, hacían los cuernos, sino incluso las pruebas, ¡pruebas documentadas y testimonios irrepetibles de hechos espantosos sobre los cuales se ha erigido de modo imbatible, imbatible, ¿comprende, señor juez?, mi fama de gafe!
– ¿Usted? ¿A Baracca?
– Sí, señor, yo.
El juez lo miró, más atontado que nunca:
– Comprendo menos que antes. Pero ¿cómo? ¿Para hacer más segura la absolución de esos dos jóvenes? ¿Y por qué se ha querellado, entonces?
Chiarchiro sintió un impulso de rabia ante la dureza de mente del juez D´Andrea; se puso de pie, gritando con los brazos por el aire:
– Pues porque quiero, señor juez, un reconocimiento de mi poder, ¿no lo entiende todavía? Quiero que sea oficialmente reconocido este poder espantoso mío, ¡que es ahora mi único capital!
Y jadeando, extendió el brazo, golpeó el suelo con el bastón de bambú y se quedó un rato colocado en esa actitud grotescamente imperiosa.
El juez D´Andrea se inclinó, se cogió la cabeza entre las manos, conmovido, y repitió:
– Mi pobre querido Chiarchiro, mi pobre querido Chiarchiro, ¡bonito capital! ¿Y qué ganas con él?, ¿qué ganas con él?
– ¿Qué gano con él? – replicó rápido Chiarchiro. – Usted, señor mío, para ejercer esta profesión de juez, incluso tan mal como la ejerce, dígame un poco, ¿no ha tenido que licenciarse?
– Licenciarme, sí.
– Pues bien, ¡también yo quiero mi patente, señor juez! La patente de gafe. Con los sellos. ¡Con todos los sellos legales! Gafe patentado por el real tribunal.
– ¿Y luego?
– ¿Y luego? Lo pongo como título en mis tarjetas de visita. Señor juez, me han asesinado. Trabajaba. Me han echado del banco donde era escribiente, con la excusa de que, estando yo allí, nadie venía ya a pedir créditos o a empeñar; me han tirado en medio de una calle, con una mujer paralítica desde hace tres años y dos muchachas solteras, de las que nadie querrá saber nada, porque son mis hijas; vivimos de la ayuda que nos manda desde Nápoles un hijo mío, el cual también tiene familia, cuatro niños, y no puede hacer por nosotros este sacrificio mucho tiempo. ¡Señor juez, no me queda más que ponerme a ejercer la profesión de gafe! Me he arreglado así, con estas gafas, con este traje; me he dejado crecer la barba; ¡y ahora espero la patente para intervenir! ¿Usted me pregunta cómo? Me lo pregunta porque, se lo repito, ¡usted es un enemigo mío!
– ¿Yo?
– Sí, señor. ¡Porque muestra que no cree en mi poder! Pero por fortuna creen en él los demás, ¿sabe? ¡Todos, todos creen! ¡Y hay tantas casas de juego en este pueblo! Bastará con que yo me presente; no habrá necesidad de que diga nada. ¡Me pagarán para que me vaya! Me pondré a dar vueltas alrededor de todas las fábricas; me plantaré delante de todos los comercios; y todos, todos me pagarán el impuesto, ¿usted habla de ignorancia?, ¡yo hablo del impuesto de la salud! Porque, señor juez, he acumulado tanta bilis y tanto odio, yo, contra toda esta asquerosa humanidad, que verdaderamente creo ¡que ahora tengo en estos ojos el poder de hacer que se hunda en sus cimientos una ciudad entera!
El juez D´Andrea, aún con la cabeza entre las manos, esperó un rato que la angustia que le oprimía la garganta le diera paso a la voz. Pero la voz no quiso salir; y entonces él, entornando detrás de las lentes los pequeños ojos plúmbeos, extendió las manos y abrazó a Chiarchiro largamente, muy fuerte, largamente.
Este lo dejó hacer.
– ¿Me quiere bien de verdad? – le preguntó. – Pues, entonces, instruya enseguida el proceso, y de modo que me concedan lo más pronto posible lo que deseo.
– ¿La patente?
Chiarchiro extendió de nuevo el brazo, golpeó contra el suelo su bastón de bambú y, llevándose la otra mano al pecho, repitió con trágica solemnidad:
– La patente.