3.12 O de uno o de ninguno
I
¿Quién había sido? Uno de los dos, ciertamente. O quizás un tercero, desconocido. Pero no: en conciencia, ninguno de los dos amigos tenía ningún motivo para sospecharlo. Melina era buena, modesta; y además, tan asqueada de su antigua vida; en Roma no conocía a nadie; vivía apartada y, si no precisamente contenta, se mostraba muy agradecida por la condición que le habían dado hacía dos años al llamarla de Padua, donde, siendo ellos estudiantes de la universidad, la conocieron.
Tras ganar juntos un concurso en el Ministerio de la guerra, unidas sus vidas en todo, Tito Morena y Carlino Sanni habían estimado prudente y juicioso, dos años atrás, es decir, con los primeros aumentos del sueldo, proveer juntos a la necesidad indispensable de una mujer que los cuidara y los salvara del riesgo al que estaban expuestos, si cada uno, por su cuenta, seguía la búsqueda de una segura estabilidad de amor, de contraer una perversa relación, no menos gravosa que un matrimonio, ahora y quizás para siempre, dadas las estrecheces económicas y las dificultades de la vida.
Y habían pensado en Melina, tierna y dulce amiga de los estudiantes paduanos, a la que solían visitar en la calle del Santo, las tardes de invierno y de primavera. Melina sería la más adecuada para ellos: les traería consigo todos los alegres recuerdos de la primera, despreocupada juventud. Le habían escrito; había aceptado; y entonces (juiciosamente, como siempre) habían dispuesto que ella no cohabitase con ellos. Le habían alquilado dos pequeños cuartos modestos en un barrio lejano, en las afueras, y allí iban a encontrarla, ya uno, ya el otro, tal como habían acordado, sin envidia ni celos.
Todo fue bien durante dos años, con satisfacción de ambos.
De índole muy triste, de pocas palabras y discreta, Melina se había mostrado amiga de los dos, sin sombra de preferencia ni por el uno ni por el otro. Eran dos buenos jóvenes, educados y cordiales. Ciertamente, uno – Tito Morena – era más guapo; pero Carlino Sanni (que, por lo demás, no era feo tampoco, aunque tuviera la cabeza de una forma curiosa) era más vivaz y gracioso que el otro.
El anuncio inesperado, de ese caso imprevisto, arrojó a los dos amigos a una profunda consternación.
¡Un hijo!
Uno de los dos había sido, ciertamente; cuál de los dos, ni uno ni el otro, ni la misma Melina podían saberlo. Era una desgracia para los tres; y ninguno de los dos amigos se arriesgó a preguntarle antes a la mujer: – ¿Tú quién crees? – por temor a que el otro pudiera sospechar que él intentaba con eso eludir la responsabilidad, volcándola solo encima de uno; ni Melina intentó mínimamente inducir a uno o a otro a creer que el padre fuera él.
Ella estaba en manos de los dos, y a los dos, no a uno o al otro, quería confiarse. Uno había sido; pero cuál de los dos, ella no solo no podía decirlo, sino que ni siquiera quería suponerlo.
Unidos aún a la propia familia lejana, con todos los recuerdos de la intimidad doméstica, Carlino Sanni y Tito Morena sabían que esta intimidad ya no podía existir para ellos, separados como estaban de ello ya para siempre. Pero, en el fondo, se habían quedado como dos pajaritos que, bajo las plumas ya crecidas y por necesidad habituadas al vuelo, hubieran guardado y quisieran custodiar escondida la tibieza del nido que los había acogido implumes. Sentían entretanto casi vergüenza, como por una debilidad que, si la confesaban, los haría ridículos.
Y quizás la advertencia de esta vergüenza les causaba un secreto remordimiento. Y el remordimiento, sin que lo supieran, se manifestaba en una cierta acritud de palabras, de sonrisas, de modos, que ellos, en cambio, creían efecto de esa vida árida, privada de cuidados íntimos, en la que ningún afecto verdadero podría echar raíces, que estaban obligados a vivir y a la que tenían ahora que acostumbrarse, como tantos otros. Y en los ojos claros, casi infantiles, de Tito Morena, la mirada quería tener una dureza de hielo. A menudo la tenía; pero alguna vez esa mirada se le teñía por la conmoción imprevista de algún recuerdo lejano; y entonces, ese velo de hielo era como el vaho de los cristales de una ventana, por el calor de dentro y el frío de fuera. Carlino Sanni, por su parte, se rascaba con las uñas las mejillas afeitadas y rompía, con el crujido de la barba que nacía, ciertos angustiosos silencios interiores e invocaba la híspida realidad de su vigor masculino que, vamos, le imponía ya que fuera un hombre, a saber, un poco cruel.
Se dieron cuenta, con el anuncio inesperado de la mujer, que, sin saberlo y sin quererlo, cada uno, olvidándose del otro e incluso de la querida dureza y de la querida crueldad, habían puesto en esa relación con Melina todo su corazón, por esa secreta y punzante necesidad de intimidad familiar. Y se dieron cuenta de un sordo hastío, de una agria amargura de rencor, no precisamente contra la mujer, sino contra su cuerpo que, en la inconsciencia del abandono, había tenido evidentemente que tomar más de uno que de otro. No eran celos, porque la traición no era intencionada. La traición era de la naturaleza; y era una traición casi ofensiva. Ciega, furtivamente, la naturaleza se había divertido estropeando ese nido que ellos querían creer construido más por su sabiduría que por su corazón.
¿Qué hacer, entretanto?
La maternidad de esa muchacha asumía en la conciencia de ellos un sentido y un valor que los turbaba profundamente, en la medida en que sabían que ella no se rebelaría en modo alguno, en el caso en que ellos no quisieran respetársela; pero, en su corazón, los juzgaría injustos y malvados.
¡Había en ella tanta dulzura doliente y resignada! Con los ojos, cuya mirada alguna vez expresaba la sonrisa triste de los labios quietos, decía claramente que ella, a pesar de su ambiguo estado, desde hacía dos años, gracias a ellos, sentía que había renacido. Y precisamente de este renacer suyo a la modestia de viejos sentimientos, que se lo debía a ellos, al modo en que ellos, casi sin saberlo, la habían tratado, provenía su maternidad, el florecimiento de ella que, en la perversa aridez del vicio no amado, se había esterilizado durante tantos años.
Ahora, ¿no fallarían, de improviso, cruelmente, en su misma obra, volviendo a echar a Melina en la humillación de antes, impidiéndole que recogiera el fruto de todo el bien que le habían hecho?
Los dos amigos advertían esto, de modo confuso, en la turbación de la conciencia. Y quizás, si cada uno de los dos hubiese podido estar seguro de que el hijo era suyo, no habría dudado en asumir el peso y la responsabilidad, persuadiendo al otro de que se retirara. Pero ¿quién podía darle a uno o al otro tal seguridad?
En la duda ineludible, los dos amigos decidieron que, sin decirle nada por ahora a Melina, cuando llegara la hora, la mandarían a cualquier hospicio de maternidad para que se liberara, del que regresaría a ellos sola.
II
Melina no preguntó nada: intuyó su decisión; pero intuyó también con qué ánimo la habían tomado ambos. Dejó pasar algún tiempo; cuando le pareció el momento oportuno, a Carlino Sanni que estaba esa tarde con ella, le mostró con los ojos bajos y una tímida sonrisa en los labios una pieza de tela que había comprado el día anterior con sus ahorros.
¿Te gusta?
El joven fingió, en principio, que no comprendía. Examinó, acercándose a la luz, la tela, con los ojos, con el tacto:
– Buena, – dijo. – ¿Cuánto te ha costado?
– Melina levantó los ojos, con los que la pilluela sonreía implorante:
– Oh, poco, – respondió. – ¿Lo adivinas?
– ¿Cuánto?
– No… digo, ¿por qué la he comprado?…
Carlino encogió los hombros, fingiendo de nuevo que no comprendía.
– ¡Oh, hermosa!, porque te hacía falta. Pero la has comprado con lo tuyo, y no tenías que hacerlo. Podías decirnos que te hacía falta.
Melina entonces levantó la tela y escondió en ella la cara. Estuvo un rato así; luego, con los ojos llenos de lágrimas, sacudiendo amargamente la cabeza, dijo:
– Entonces, ¿no?, ¿justamente no, no es verdad?, ¿no debo… no debo preparar nada?
Y viendo, ante esta pregunta suplicante, que el joven se quedaba entre confuso, molesto y conmovido, enseguida le cogió la mano, lo atrajo hasta sí y se apresuró a añadir con ímpetu:
– ¡Escucha, Carlino, escucha, por favor!, yo no quiero nada, no pido nada más. Como he comprado esta tela, así con el resto de los ahorros podría proveer a todo. No, escucha, escúchame primero, sin encoger los hombros, sin mirarme de este modo. Mira, te lo juro, te juro que no tendréis jamás ninguna molestia, ningún peso, ¡nunca! Déjame hablar. Me sobra tanto tiempo, aquí. He aprendido a trabajar para vosotros; seguiré siempre trabajando; ¡oh, podéis estar seguros de que nunca os faltarán mis atenciones! Pero, en realidad, mira, cuidando de vosotros, como hago ahora, de vuestra ropa interior, de vuestros vestidos, me sobra aún mucho tiempo, tanto que, ya lo sabes, he aprendido a leer y a escribir, ¡yo sola! Pues bien, ahora dejaré esto, y buscaré otro trabajo que pueda hacer aquí en casa; y seré feliz, ¡créeme!, ¡créeme! Nunca os pediré nada, Carlino, ¡nunca! ¡Concededme esta gracia, por favor! ¿Sí? ¿Sí?
Carlino evitaba mirarla, volviendo la cabeza a un lado y a otro, y levantaba un hombro y abría y cerraba las manos y resoplaba. Ante todo, vamos, se necesitaba poco para comprender que él, así, de buenas a primera, y sin consultar al otro, no podía darle ninguna respuesta. Y luego, sí, se decía pronto ningún peso, ninguna molestia. ¡El peso, la molestia serían lo menos importante! La responsabilidad, la responsabilidad de una vida, por Dios, que a uno de los dos pertenecía ciertamente, pero que no se podía saber. ¡Claro, era esto! ¡Era esto!
– Pues a mí, Carlino – respondió rápida, con ardor, Melina. – ¡A mí me corresponde ciertamente! Y la responsabilidad… ¿por qué tenéis que asumirla vosotros? La asumo yo, te lo repito, completa.
– ¿Y cómo? – gritó el joven.
– ¿Cómo? ¡Pues así, la asumo yo! ¡Escúchame, por favor! Mira, dentro de diez años, Carlino, ¡quién sabe cuántas cosas os podrán suceder! Dentro de diez años… Incluso si queréis continuar viviendo así, los dos juntos, dentro de diez años, ¿qué seré yo?, cierto que no seré buena para vosotros, cierto que os habréis cansado de mí. Pues bien: hasta los diez años, aún será un niño mi hijo, y no os dará ni gastos ni fastidio, porque proveeré yo a todo con mi trabajo. Pero ¿no comprendes que ahora que he aprendido a trabajar, no puedo tirarlo todo? Lo tendré conmigo; me dará consuelo y compañía; y luego, cuando vosotros no me queráis, al menos lo tendré a él, lo tendré, ¿comprendes? Lo sé, no debes ni puedes decirme que sí, por ahora, solo. ¿Por qué te lo he dicho antes a ti, y no a Tito? ¡No lo sé! El corazón me lo ha sugerido así. ¡También Tito es muy bueno! Háblale tú, como creas, cuando creas. Yo estoy aquí, en vuestras manos. No diré nada más. Haré lo que queráis.
Carlino Sanni le habló a Tito Morena al día siguiente.
Se mostró muy enfadado con Melina y verdaderamente creía que la tenía tomada con ella; pero, apenas vio que Tito estaba de acuerdo con él y que desaprobaba la propuesta de Melina, se dio cuenta de que sentía rabia no contra ella, sino porque preveía la oposición de Tito. Preveía la oposición; sin embargo, quizás en el fondo, esperaba que Tito, en cambio, asumiera contra él la parte de contentar a Melina; es decir, la misma parte que él, a gusto, habría asumido si no temiera empeorarlo. Se airó por el acuerdo súbito, y Tito se quedó aturdido por esa rabia inesperada; lo miró un poco; le preguntó:
– Pero, perdona, ¿no estás diciendo lo mismo que yo?
Y Carlino:
– ¡Claro que sí!, ¡claro que sí!, ¡claro!
Razonando, de hecho, no podían no estar de acuerdo. E incluso el sentimiento era en ambos el mismo. Sin embargo, este mismo sentimiento, antes que ponerlos de acuerdo, no solo los apartaba, sino que los volvía enemigos.
Tito, que era el más tranquilo en ese momento, comprendió bien que, si dejaba que estallara el sentimiento, se produciría ciertamente y enseguida una ruptura incurable entre ellos; habría querido dejar así el discurso donde su razón y la de su amigo, fríamente y así, en general, podían estar de acuerdo.
Pero Carlino, turbado por la rabia, no supo contenerse. Tanto dijo, que al final hizo que también Tito perdiera la calma. Y, de pronto, los dos, hasta entonces amigos cordialísimos, se descubrieron ante sus propios ojos, uno frente al otro, cordialísimos enemigos.
– ¡Quiero saber, en tanto, por qué te lo ha dicho a ti primero, y no a mí!
– Porque ayer por la tarde estaba yo; y me lo ha dicho a mí.
– ¡Bien podía esperar a mañana, y decírmelo a mí! Si lo dijo ayer, cuando estabas tú, es señal de que te ha creído más tierno y más dispuesto a incumplir lo que los dos juntos, de mutuo acuerdo, habíamos establecido.
– ¡En modo alguno! ¡Porque yo le he dicho que no, que no, precisamente como tú dices! Pero comprenderás que ella ha insistido, ha llorado, ha rogado, ha hecho tantas promesas y tantos juramentos; y frente a estas lágrimas y estas promesas, ¡yo no sé, no podía saber, cómo te habrías quedado tú, ni si por tu cuenta habrías querido responderle que no!
– Pero ¿no se había establecido que no? ¡Por tanto, no!
Carlino Sanni se sacudió con rabia.
– ¡Está bien! Ahora irás a decírselo tú.
– ¡Estupendo! ¡Me gusta! – chilló Tito. – Así la parte del corazón duro, del tirano, la hago yo, y tú te quedas para ella como el que se ha plegado, conmovido, enternecido.
– ¿Y si fuese así? – saltó Carlino, mirándolo de cerca a los ojos.- ¿Estás seguro de que tú no te habrías “plegado, conmovido y enternecido” en mi lugar? ¿Y habrías tenido el coraje, conmovido y enternecido, de decirle que no por cuenta de otra persona que quizás en tu lugar se habría conmovido y enternecido como tú? ¡Responde a esto! ¡Responde!
Desafiado así, con los ojos en los ojos, Tito no quiso darse por vencido, y mintió, impertérrito.
– ¿Conmovido, yo? ¿Quién te lo dice?
– Y, por tanto, es verdad, – exclamó entonces Carlino, triunfante, – que el corazón duro eres tú, ¡y bien puedes ir a decírselo!
– ¡Oh!, ¿sabes, en cambio, lo que te digo? – tembló Tito en el colmo del despecho.- Que ya estoy harto de esta historia, y quiero terminar con ella.
Carlino se apresuró de nuevo, amenazando:
– O sea… o sea… o sea… despacio, querido mío, espera: terminar ahora, ¿de qué modo?
– Oh, – dijo Tito con una sonrisa tensa, mirándolo de arriba abajo, – ¡no creas que no voy a cumplir con lo que debo! Seguiré dando mi parte, mientras ella esté en ese estado; luego, que haga lo que quiera; si quiere quedarse con el hijo, que se quede con él; si quiere tirarlo, que lo tire. Yo no quiero saber nada más.
– ¿Y yo? – preguntó Carlino.
– ¡Pues harás lo que te parezca!
– ¡No es verdad!
– ¿Por qué no?
– ¡Tú comprendes por qué no! ¡Si tú no vas más, tampoco yo podré ir!
– ¿Y por qué?
– Porque solo, bien sabes que no puedo cargar con todo el peso del mantenimiento; no puedo y no debo, por lo demás, porque no sé con certeza si el hijo es mío, y tú no puedes echar sobre mis espaldas el peso de un hijo que puede ser tuyo.
– Pero si te digo que seguiré dando mi parte.
– ¡Muchas gracias! ¡No puedo aceptarlo! Ya, en medio estaría siempre yo, de más.
– ¡Porque quieres quedarte!
– Pero, perdona, perdona, ¿y por qué no quieres quedarte tú según lo acordado? ¿Qué pide ella, al fin, que tú no puedas concederle? ¡Si no nos hace ninguna carga con el hijo! Lo tendrá para ella. Pero oye… escucha…
Y Carlino se puso a perseguir por la habitación a Tito que se alejaba sacudiéndose, para que se parara a razonar. Y no entendía que, adoptando ahora ese tono persuasivo, esa tranquila defensa de la mujer, lo empeoraba.
El mismo Tito, al final, se lo gritó:
– Será una sospecha injusta, pero ¿qué quieres que haga?, me ha entrado, ¡no puedo sacármela! No puedo seguir así, juntos, con una relación que era posible solo a condición de que no surgiera ninguna diferencia entre nosotros.
– Pues vamos los dos juntos, entonces, – propuso Carlino, – los dos juntos a decirle que no. Yo ya se lo he dicho por mi cuenta; ahora vamos a repetírselo juntos; y si quieres, hablaré yo más fuerte; ¡le demostraré que no es posible que le concedamos lo que quiere!
– ¿Y luego? – dijo Tito. – ¿Crees que ella sería ya como ha sido hasta ahora? ¡Si desea tanto quedarse con el hijo! La haremos infeliz, créeme, Carlino, inútilmente. Porque… lo siento, lo siento muy bien, ¡para mí todo ha terminado! Será un desaire estúpido, pero no se me pasa; siento que no se me pasa. ¿Y entonces?, no puedo, no quiero volver allí más, ¡eso es!
– ¿Y tendremos que abandonarla así? – preguntó ceñudo Carlino.
– ¡Nada de abandonarla! – exclamó Tito. Te he dicho y repetido que seguiré dando mi parte, mientras ella se encuentre en este estado y no encuentre otro modo de proveer a sus necesidades. Tú, por tu cuenta, haz lo que creas. Te lo digo precisamente sin rencor, ¡atento!, y con la mayor franqueza.
Carlino se quedó mudo, enfurruñado, rascándose con las uñas las mejillas afeitadas. Y, por ese día, el discurso se quedó así.
III
No fue retomado más. Pero siguió en el ánimo de ambos, y cada vez más violento, conforme crecía la violencia que uno y otro se hacían para callar.
Ninguno de los dos fue a encontrar más a Melina. Y Carlino, al no ir, quería demostrarle a Tito que la violencia la cometía él, pues le impedía ir a él; y Tito, por su lado, consideraba que era, en cambio, Carlino quien quería hacerle violencia con ese abstenerse suyo de ir. ¡Claro!, para forzarlo, así, a desistir de su propósito, y salir ganando, a pesar de no cumplir, de imprevisto, cuanto ya ambos habían acordado.
¿Tenía que pasar por encima de todo? ¿Hacer lo que querían ellos, los dos juntos, contra él? ¿No bastaba con que siguiera pagando, dejándole al otro la libertad de ir a encontrarse con la mujer?
No, señores. De esta libertad, Carlino no solo no quería aprovecharse, sino ni siquiera agradecérselo. ¡La negaba! Sin comprender que, si él cediera, si él volviera con Melina para que también fuera él, toda la victoria sería de ellos dos, porque al final estaría haciendo lo que ellos querían. ¿Y no era esto una violencia? ¡No, por Dios! ¡Seguía pagando, y basta!
Sin embargo, por mucho que con estos argumentos intentara reafirmarse en la decisión de no ceder y quisiera concluir que la razón estaba de su lado, Tito se sentía cada día más agitado por la pasiva obstinación de Carlino; sentía que el hosco silencio del compañero asumía en su conciencia un peso, que él solo no quería soportar.
Si esa muchacha, invitada por ellos a venir de Padua a Roma, hecha madre por uno de ellos, ahora, en ese estado, se debatía en una inseguridad angustiosa, ¿de quién era la culpa? ¿Qué pretendía ella, en fin, al no querer molestarlos, cargarlos ni responsabilizarlos? Que no cometieran la violencia de tirarle al hijo, que ciertamente era de uno de los dos.
Pues bien, querían dejarlo solo, sintiendo el remordimiento de esta violencia.
Si Carlino hubiera seguido yendo a casa de Melina, él podría, al menos en parte, quitarse este remordimiento con el pensamiento de que, incluso al continuar pagando, no se tomaba ya ningún placer de la mujer.
¡Pero, no, señores! Carlino tampoco iba ya, Carlino tampoco se tomaba ningún placer de la mujer, y así no solo le impedía quitarse el remordimiento con ese pensamiento, sino que se lo agravaba.
Privándose él solo del placer y, a pesar de ello, continuando con el pago de su parte, podría incluso pensar que hacía un sacrificio estúpido y quizás incluso superfluo, ya que no estaba para nada probado que él tuviera que tener el remordimiento de querer tirar a su propio hijo, pudiendo muy bien ser, en cambio, del otro. Eh, ya; pero razonando así, admitiendo que el hijo era del otro, él entonces, ¿podía pretender que este otro asumiera completo el remordimiento de tirar a su propio hijo, para agradarle a él? Si él, Tito, tuviera la certeza de ser el padre, y Carlino pretendiera que se tirara su hijo, ¿no se rebelaría él?
¡Esta certeza no existía!
Pero, en fin, en la misma duda, Carlino quería que esa violencia no se cometiera.
Tenían que estar juntos, de acuerdo, los tres, en querer y en cometer la violencia. El remordimiento, compartido, sería menor. Pues bien, le habían hecho esta traición. Y por ello se enfadaba tanto más cuanto más veía que la venganza que instintivamente se sentía empujado a ejercer, lo volvía, contra su propio sentimiento, cruel; cuanto más veía que incluso sin ejercer venganza alguna, esa traición permanecía, permanecía también siempre el acuerdo de los dos en no fallar los primeros en cuanto se había establecido; así que siempre quedaría, pegada solo a él, la parte odiosa. Y por tanto, ¡no, por Dios, no! ¿Por qué ceder, entonces? ¡Sería inútil!
Vino, en tanto, el momento en que ambos se vieron obligados a volver a hablar de Melina: terminaba el mes, y era necesario darle el dinero para que proveyera a sus necesidades y pagara el alquiler de las dos habitaciones.
Tito hubiera preferido eludir el discurso. Sacó de la cartera su cuota, y la dejó sobre la mesita sin decir nada.
Carlino, después de mirar un rato ese dinero, al final salió y dijo:
– Yo no se lo llevo.
Tito se volvió a mirarlo y dijo con enfado.
– Pues yo tampoco.
El silencio que uno y otro, después de este intercambio de palabras, mantuvieron con extremo esfuerzo durante un largo rato, vibró por completo en su interior hervor, y a los dos se les hizo angustiosa la espera de que hablara el otro.
La voz salió primero sorda, opaca, de los labios de Carlino.
– Entonces, se le escribe. Se le manda por correos.
– Escribe, – dijo Tito.
– Escribiremos juntos.
– Juntos, está bien; puesto que te agrada hacer de víctima, y que yo haga de tirano.
– Yo hago, – respondió Carlino, levantándose, – precisamente lo que haces tú, ni más ni menos.
– Está bien – repitió Tito. – Y, por tanto, puedes escribirle, que por mi parte estoy dispuesto a respetar su sentimiento y a hacer lo que ella quiere; dispuesto a pagar, mientras ella misma no diga que basta.
– Pero ¿entonces? – le brotó del corazón a Carlino.
Tito, ante esta respuesta, ya no supo frenarse y salió de la habitación, sacudiéndose furiosamente con los brazos por el aire y gritando:
– Pero ¡qué entonces!, ¡qué entonces!, ¡qué entonces!
Habiéndose quedado solo, Carlino pensó un rato en el sentido que debía darle a esa primera condescendencia de Tito, a la que había seguido el estallido que del modo más abierto reafirmaba su inflexible decisión. Parecía que, ahora, ya no la tenía con Melina, si estaba dispuesto a respetar su sentimiento y a hacer lo que ella quería. Por tanto, ¿la tenía con él? ¡Estaba claro! ¿Y por qué, si ahora estaban de acuerdo? ¿Por no haber reconocido que no tenía razón para oponerse? ¡Eh, ya! Ahora le parecía demasiado tarde, y no se quería dar por vencido. ¡Ah, qué error había cometido Melina al no dirigirse primero a Tito! Y otro error más gordo había cometido luego él, al referirle a Tito la propuesta de ella. No, no: él no tenía que habérsela referido; habría tenido que decirle a Melina que hablara directamente con Tito, y que le dejara entrever que antes había hablado con él. ¡Así era como habría debido hacer! Pero ¿podía imaginar que Tito se lo iba a tomar tan mal?
Carlino estaba seguro, ahora, de que si Melina se hubiera dirigido antes al otro, él no habría encontrado nada que decir.
Basta. Es necesario escribir la carta, ahora. ¿Qué le diría a esa pobre muchacha en ese estado? Mejor no decirle nada de cuanto había sucedido entre ellos dos; encontrar una excusa plausible del hecho de que ninguno de los dos hubiera ido a encontrarla. Pero ¿qué excusa? La única podía ser esta: que querían dejarla tranquila en el estado en que estaba. ¿Tranquila? Eh, bonito detalle para una pobre mujer como ella, acostumbrada a tan poca consideración por parte de los hombres. Y además, tranquila, está bien; pero ¿por qué no iban ni siquiera a verla?, ¿a preguntarle cómo estaba?, ¿si necesitaba algo? ¡Tanta consideración por un lado y tanto descuido por otro, bonita tranquilidad le estarían dando!
Pero, vamos, en fin, en la carta podía darle la más firme seguridad de que no le faltaría la suma y toda la ayuda que hubiera podido tener por parte de ellos. Era necesario que se contentase con esto, por ahora.
Y Carlino escribió la carta en este sentido, con mucha circunspección, para que Tito, al leerla (y quería que la leyese), no se volviera a ensombrecer.
Pocos días después, como era de esperar, les llegó a ambos la respuesta de Melina. Unas pocas líneas casi indescifrables que, impidiendo la conmoción por el modo ridículo en que la angustia y la desesperación estaban expresadas, produjeron un extraño efecto de rabia en las almas de los dos jóvenes.
La pobrecilla les rogaba a los dos que fueran juntos a encontrarla, repitiéndoles que estaba dispuesta a hacer lo que ellos querían.
– ¿Ves? ¡Por tu culpa!
Los dos se encontraron en los labios las mismas palabras; Carlino, por la obstinación de Tito a no ceder; Tito, por la de Carlino a no ir. Pero ni el uno, ni el otro pudieron proferirlas. Se miraron. Cada uno leyó en los ojos del otro el desafío a que hablara. Pero leyeron incluso claramente el odio que ahora los unía, en lugar de la antigua amistad; y enseguida comprendieron que no podían y no debían hablar más de ese tema.
El odio les ordenaba no solo que no estallaran con la rabia que los devoraba, sino incluso que cada uno endureciera su propio propósito en una lívida frialdad.
Tenían que permanecer juntos, a la fuerza.
– Se le escribe de nuevo que esté tranquila, – masculló entre dientes Carlino.
Tito apenas se volvió a mirarlo, con las cejas levantadas:
– Pues sí, puedes decírselo: ¡tranquilísima!
IV
Ahora, cada tarde, al salir del Ministerio, ya no iban juntos, como antes, de paseo o a algún café. Se saludaban con frialdad, y uno cogía por aquí, y el otro, por allá. Se encontraban en la cena; pero a menudo, al no llegar al mesón a la misma hora y al no encontrar sitio al lado, uno cenaba en una mesa, y el otro, en otra. Pero, mejor así. Tito se percató de que siempre había sentido mucha vergüenza del gran apetito que Carlino mostraba mientras comía. Incluso después de cenar, cada uno se dirigía por su lado a pasar fuera las dos o tres horas antes de irse a la cama.
Se ensombrecían cada vez más, encubando en esa soledad el rencor. Pero uno no quería hacerle ver al otro la mortificación que sufría con esa cadena que ya no era arrastrada de común acuerdo por un mismo camino, sino que era tirada, arrancada aquí y allá con desdén, en esa ficción de libertad que querían darse.
Sabían que la cadena, incluso tirada y arrancada de ese modo, no podía y no tenía que romperse; pero lo hacían adrede, para hacerse más daño, todo el daño que podían. Quizás, en esta mortificación, intentaban aturdir la pena ardiente y el remordimiento por la mujer que seguía pidiendo en vano consuelo y piedad.
Desde hacía ya tiempo ella se había rendido a lo que creía que era la voluntad de ellos. Pero no: ¡ahora eran ellos los que querían absolutamente que ella se quedara con el niño! Y, entonces, ¿por qué tenían que sufrir tanto?, ¿por qué la hacían sufrir tanto? Volver atrás como antes no era ya posible. Y por tanto, no, no: ella debía quedarse con su hijo. Ninguna discusión más sobre este punto.
Unidos como estaban por el mismo sentimiento, que ya no podía en modo alguno convertirse en una acción común de amor, no podían admitir que eso, ahora, faltaba; querían que durara para convertirse, en cambio, así, necesariamente, en una acción de odio recíproco.
Y tanto los cegaba este odio, que ninguno de los dos por el momento pensaba qué tendrían que hacer mañana frente a ese hijo, al que ambos no podían querer juntos.
Este tenía que vivir, y al no poder hacerlo ni por el uno ni por el otro exclusivamente, viviría por la madre, a sus expensas, así, sin que ninguno de los dos ni siquiera lo viese.
Y, de hecho, ninguno de los dos, aunque ambos sintieran que se morían de ganas, cedió a la invitación de Melina de que corrieran a ver al niño recién nacido.
Inexpertos en la vida, no se figuraban ni de lejos, entre qué atroces dificultades se estaba debatiendo esa pobrecilla, tan sola, abandonada, al traer al mundo a ese niño. Tuvieron la revelación terrible algunos días después, cuando una vieja, vecina de la casa de la pobrecilla, vino a llamarlos, para que acudieran enseguida a su lecho, pues se moría.
Acudieron y se quedaron desconcertados ante ese lecho, en el que un esqueleto vestido de piel, con la boca enorme, árida, que mostraba ya horriblemente todos los dientes, con ojos enormes, cuyos globos parecían ya abrumados y endurecidos por la muerte, quería agasajarlos.
¿Esa era Melina?
No, no… allí, – decía la pobrecilla, indicando la cuna; que la encontrarían allí, a la Melina que conocía, buscando allí, en esa cuna, y alrededor, en las cosas preparadas para su niño, y en las que se había destruido, o mejor, transfundido.
Allí en la cama, ahora, ella ya no estaba: ya no estaban allí sino sus restos, míseros, irreconocibles; apenas un hilo de alma, retenido a la fuerza, para volverlos a ver por última vez. Toda el alma, toda su vida, todo su amor estaban en esa cuna, y allí, allí, en los cajones de la cómoda, donde estaba el ajuar del niño, lleno de encajes, de cintas y de bordados, todo preparado por ella, con sus manos.
– Incluso… incluso marcado, sí, de rojo… Todo… pieza a pieza…
Pieza a pieza quiso que la vieja vecina se lo mostrara: las cofias, ahí estaban… ahí estaban los gorritos, sí… el de los lazos rojos… no, el otro, ese otro… y los baberos, y las camisitas, y el batón, bordado, del bautismo, con el cendal de seda roja… roja, sí, porque era un varón, un varón, su Nillí… y…
Se abandonó de pronto; se hundió en el lecho, boca arriba. En el fervor de esa fiesta, quizás inesperada, se consumió enseguida ese último hilo de alma retenido a la fuerza por ellos.
Aterrorizados por ese abatimiento imprevisto sobre la cama, los dos acudieron, para levantarla.
Muerta.
Se miraron. Uno hundió en el alma del otro, hasta el fondo, con esa mirada, la cuchilla de un odio inextinguible.
Fue un instante.
El remordimiento, ahora, los aturdía. Tendrían tiempo para desgarrarse, toda la vida. Por ahora, aquí, era necesario proveer de acuerdo: proveer a la víctima, proveer al niño.
No podían llorar, uno frente al otro. Sentían que, si por poco, en la agitación, cedían al sentimiento, uno con el sonido del llanto del otro se volvería feroz, se lanzaría sobre la garganta del otro para ahogar ese llanto. ¡No tenían que llorar! Temblaban los dos; no podían mirarse. Sentían que no podían quedarse así, mirando con los ojos bajos a la muerta; pero ¿cómo moverse? ¿Cómo hablar entre ellos? ¿Cómo asignarse los papeles? ¿Cuál de los dos tenía que pensar en el funeral de la muerta? ¿Cuál de los dos tenía que pensar en una nodriza para el niño?
¡El niño!
Estaba allí, en la cuna. ¿De quién era? Muerta la madre, este se quedaba para los dos. Pero ¿cómo? Sentían que ninguno de los dos podía acercarse a esa cuna – si uno hubiera dado un paso hacia ella, el otro correría a empujarlo para atrás.
¿Cómo actuar? ¿Qué hacer?
Apenas lo habían entrevisto, allí, entre los velos, rosado, plácido en el sueño.
La vieja vecina dijo:
– ¡Cuánto penó! ¡Y nunca una queja en sus labios! ¡Ah, pobre criatura! Dios no podía negarle este consuelo del hijo, después de todo lo que penó por él. ¡Pobre, pobre criatura! ¿Y ahora? Por mí, si quieren… aquí estoy…
Se encargó ella de atender al cadáver, junto a otras vecinas. En cuanto a l niño… – al hospicio, no, ¿no es así? – pues bien, ella conocía una nodriza, una campesina de Alatri que había venido a dar a luz al hospital de San Giovanni; había salido hacía unos días; el hijo se le había muerto, y esa misma tarde volvería a Alatri: buena, muy buena joven; casada, sí; el marido se había ido hacía pocos meses a América; sana, fuerte; el hijo se le había muerto por desgracia, en el parto, no por una enfermedad. Por lo demás, podían decidir que la viera un médico; pero no era necesario. Ya, el niño, por lo demás, desde hacía dos días se había pegado a ella, puesto que la pobre madre no podía criarlo, reducida a ese estado.
Los dos dejaron hablar siempre a la vieja, aprobando con la cabeza cada propuesta, después de haberse mirado un instante con el rabillo del ojo, ceñudos. Mejor ocasión que esta no podía darse. Y mejor, sí, mejor que el niño se fuera lejos; confiado a la nodriza. Irían a verlo, a Alatri, un mes, uno, otro mes, el otro, ya que juntos no podían.
– ¡No, ¡no! – gritaron al mismo tiempo a la vieja, impidiéndole que se lo mostrara.
Se pusieron de acuerdo con ella acerca de las disposiciones que había que tomar para que se llevaran el cadáver y para el entierro. La vieja hizo una cuenta aproximada; ellos dejaron el dinero, y salieron juntos, sin hablar.
Tres días después, cuando el niño se fue con la nodriza a Alatri con todo el ajuar preparado por la pobre Melina, se separaron para siempre.
V
Fue, al principio, una distracción esa excursión de un día, un mes sí y un mes no, a Alatri. Salían el sábado por la tarde y volvían el lunes por la mañana.
Iban como por obligación a visitar al niño. Este, casi sin existir aún por sí mismo, no existía ni siquiera para ellos, a no ser de ese modo, como una obligación; pero no gravosa: tomaban, en fin, una bocanada de aire; hacían, aunque solos, una escapada: desde lo alto de la acrópolis, en las majestuosas murallas ciclópeas, se divisaba una vista maravillosa. Y esa visita mensual, en el fondo, no tenía otra finalidad que asegurarse que la nodriza cuidada bien al niño.
Sentían instintivamente una cierta desconfianza sombría, si no era precisamente una decidida repugnancia por él. Cada uno de ellos pensaba que ese muñeco de carne podía incluso no ser suyo, sino del otro; y, con tal pensamiento, por el odio acérrimo que cada uno sentía por el otro, advertían enseguida un asco invencible no solo de tocarlo, sino incluso de mirarlo.
Poco a poco, sin embargo, es decir, apenas Niní comenzó a mostrar las primeras sonrisas, a moverse, a balbucir, uno y otro, instintivamente, fueron inducidos a reconocerse a sí mismos en esas primeras señales, y a excluir toda duda de que el niño no fuera suyo.
Entonces, enseguida, ese primer sentimiento de repugnancia se transformó en cada uno en un sentimiento de feroces celos por el otro. Con el pensamiento de que el otro iba allí, con el mismo derecho, a coger el niño en brazos y a besarlo, a acariciarlo durante todo un día, cada uno de los dos sentía que se le contraían los dedos, se debatía bajo el mordisco de una indecible tortura. Si acaso se hubieran encontrado juntos allí, en la casa de la nodriza, uno habría matado al otro, seguramente, o habría matado al niño, por la satisfacción atroz de apartarlo de las caricias del otro, intolerable.
¿Cómo continuar mucho tiempo en esta condición? Por ahora, Niní era muy pequeño, y podía estar allí con la nodriza, que aseguraba que quería tenerlo con ella, como un hijo, al menos hasta que regresara el marido de América. ¡Pero no podía estar siempre allí! Cuando creciera, necesitaría que le dieran una educación.
Sí, era inútil, por ahora, amargarse más la sangre, pensando en el futuro. Bastaba con la tortura presente.
Uno y otro se habían confiado con la nodriza, la cual, impresionada por el hecho de que los dos tíos no vinieran nunca juntos a visitar al sobrinito, había preguntado ingenuamente la razón. Cada uno de los dos le había asegurado a la nodriza que el hijo era suyo, llegando a esa certeza por este o por aquel rasgo del niño, el cual, ciertamente, no se parecía de modo destacado ni a uno ni a otro, porque había tomado mucho de la madre; pero, a decir verdad, por ejemplo, la cabeza… ¿no era quizás un poco como la de Carlino? Poco, sí… apenas, apenas… una idea…, ¡pero esta era, sin embargo, una señal! Los ojos azules del niño, en cambio, eran una señal reveladora para Tito Morena, quien también los tenía azules; sí, pero incluso la madre, para decir la verdad, los tenía azules, pero no tan claros y tirando a verdes, en realidad.
– Ya, parece… – le respondía a uno y a otro la nodriza, primero consternada y afligida por esa encarnizada disputa, sobre el niño, pero luego tranquilizada de lleno, por el consejo que le habían dado sus familiares y sus vecinos de que era mejor así, es decir, para ella y para el niño, estar en guardia con los dos, sin afirmar nunca y sin negar de modo claro. Era, de hecho, una competición entre los dos, de ternura, de pensamientos exquisitos, de regalos, para ganarse lo más que podían el corazón del niño, a la que ella, entretanto, le daba instrucciones, no de malicia, sino de lucidez: si venía el tío Carlo, que no hablara del tío Tito, y viceversa; si uno le preguntaba algo del otro, que respondiera poco, un sí, un no, y basta; si además querían saber a quién quería más, que respondiera a cada uno: ¡A ti, más! – solo para contentarlos, en realidad, porque él tenía que quererlos a los dos de igual modo.
Y verdaderamente a Niní no le costaba ningún esfuerzo responder según los consejos de la nodriza, a uno y al otro de los tíos: – ¡A ti, más! – porque, al estar con uno o con el otro, le parecía cada vez que no se podía estar mejor, tanto amor y tantas atenciones le prodigaban ambos, dispuestos a satisfacer cada capricho suyo, pendiente cada uno de la más mínima señal de él.
De imprevisto, sin embargo, cuando ya Carlino Sanni y Tito Merana estaban más abatidos que nunca en la consternación por las medidas que deberían tomar para la educación de Nillí, quien ya había cumplido cinco años, le llegó a la nodriza una carta del marido, en la que la llamaba a América. Carlino Sanni y Tito Morena, sin que uno supiese del otro, al recibir este anuncio, fueron a visitar a un joven abogado, un amigo común, al que habían conocido tiempo atrás en el mesón, adonde antes iban juntos a comer.
El abogado escuchó primero a uno y luego al otro, sin decirle a uno que el otro había venido poco antes a decirle las mismas cosas y a hacerle la misma propuesta, es decir, que al muchacho, suyo o no, se le dejara enteramente a su cargo (ninguno de los dos decía a su afecto), con tal de salir de esa insoportable situación.
Pero no había, ni podía haber modo de salir de ella, mientras ninguno de los dos quisiera dejarle por completo al otro el niño. Ni el juicio de Salomón era aplicable. Salomón se había encontrado en condiciones mucho más fáciles, porque se trataba entonces de dos madres, y una de las dos podía estar segura de que el hijo era suyo. Aquí uno y otro, al no poder tener esta certeza y al estar animado por un odio recíproco tan feroz, dejarían partir por la mitad al niño para quedarse cada uno con medio. ¿No se podía, eh? Por tanto, un remedio. El único, por el momento, era llevar al niño a un colegio, y ponerse de acuerdo con ir a visitarlo un domingo uno, y un domingo, el otro, y que las fiestas las pasara un poco con uno, y un poco con el otro. Esto, por el momento. Si luego querían verdaderamente resolver la situación, el joven abogado no veía más medio que este: que el niño, al no poder ser de uno solo, no fuera ya de ninguno de los dos. ¿Cómo? Buscando a alguien que quisiera adoptarlo. Si los dos querían, él podía asumir este encargo.
Ninguno de los dos quiso. Se opusieron, se agitaron ante la propuesta; uno volvió a gritar contra el otro las injurias más crudas, por el atropello que entendía hacer: ¡el hijo era suyo!, ¡era suyo!, ¡por esta señal y esta otra! Y Carlino Sanni creía también que tenía más derecho, porque él, él, Tito, había hecho que esa pobre mujer muriera, ¡de la que él siempre había tenido piedad! Pero, del mismo modo, Tito Morena creía también tener más derecho, porque no había sufrido menos con la dureza que había tenido que utilizar con Melina, ¡por culpa de Carlino!
Inútil, pues, intentar que se pusieran de acuerdo. A Nillí lo encerraron en el colegio, volvió a empezar, con la cercanía, más áspera y más fiera la tortura de antes. Y duró un año. Se presentó por sí solo, al fin, un caso que hizo posible y aceptable a los dos la propuesta del joven abogado.
Nillí, en el colegio, durante ese año, había estrechado amistad con un joven compañero, hijo único de un coronel, al que tanto Carlino Sanni, como Tito Morena, habían tenido a la fuerza que acercarse, ya que los dos pequeños (los más pequeños del colegio) entraban en el salón de las visitas de los domingos cogidos de la mano y sin querer separarse uno de otro. El coronel y la mujer le agradecían mucho a Nillí el afecto y la protección que le daba al pequeño amigo, el cual, aun siendo de su misma edad, parecía menor, por la rubia gracilidad femenina y por la timidez. Nillí, habiendo crecido en el campo, era moreno, robusto, sanguíneo y muy vivaz. El amor de ese pequeño por Nillí tenía algo de morboso; y enternecía bastante a la mujer del coronel. Al final del curso, este murió de pronto, una noche, allí en el colegio, como un pajarito, después de haber pedido y bebido un sorbo de agua.
El coronel, para contentar a la mujer inconsolable, sabiendo por el director del colegio que Nillí era huérfano, y que esos dos señores que venían los domingos a visitarlo eran sus tíos, hizo por medio del director mismo la propuesta de adoptar al niño, a quien el pequeño difunto estaba tan unido por tanto amor.
Carlino Sanni y Tito Morena pidieron un poco de tiempo para reflexionar: consideraron que su condición y la de Nillí se volvería con los años cada vez más difícil y triste; consideraron que ese coronel y su mujer eran dos buenas personas; que la mujer era muy rica y que, por ello, para Nillí esa adopción sería una fortuna; le preguntaron a Nillí si le agradaba ocupar el sitio de su amiguito en el corazón y en la casa de esos dos pobres padres; y Nillí, que por los diálogos y los consejos de la nodriza tenía que haber comprendido, distraídamente, algo, dijo que sí, pero a condición de que los dos tíos vinieran a visitarlo a menudo, pero juntos, siempre juntos, a casa de los padres adoptivos.
Y así Carlino Sanni y Tito Morena, ahora que el hijo ya no podía ser ni de uno ni de otro, volvieron de nuevo poco a poco a ser amigos como antes.