3.15 «Requiem aeternam dona eis, Domine!»
Eran doce. Diez hombres y dos mujeres, los encargados. Con el cura que los guiaba, trece.
En la antecámera llena de otras personas que esperaban, no habían encontrado lugar donde sentarse todos. Siete se habían quedado de pie, pegados a la pared, detrás de los sentados, entre los cuales estaba el cura, en medio de las dos mujeres.
Estas lloraban, con la capita de paño negro subida hasta los ojos. Y los ojos de los diez hombres, incluso los del cura, se ponían vidriosos con las lágrimas, apenas el llanto de las mujeres, apagado, indicaba que se hacía más afanoso al apremiarles las preocupaciones que ellos fácilmente adivinaban.
– Tranquilas… tranquilas… – las exhortaba entonces el cura, muy bajo, también él con la voz llena de conmoción.
Ellas levantaban la cabeza, un poco, y descubrían los ojos quemados por el llanto, volviendo a su alrededor una rápida mirada llena de ansiedad turbia y esquiva.
Exhalaban todos, comprendido el cura, un hedor a cabras, mezclado con un olor graso a estiércol, tan fuerte, que los otros que esperaban o torcían la cara, asqueados, o arrugaban la nariz; alguno hasta hinchaba los mofletes y resoplaba.
Pero ellos no se daban por enterados. Ese era su olor, y no lo advertían; el olor de sus vidas, entre los animales de pasto y de trabajo, en los lejanos campos quemados por el sol y sin un hilo de agua. Para no morir de sed, cada mañana tenían que caminar con las mulas millas y millas hasta una garganta fangosa al fondo del valle. Figúrense, por tanto, si podían derrochar el agua para la limpieza. Estaban además sudorosos por el largo camino; y la exasperación que los dominaba hacía que exhalara de sus cuerpos una cierta acidez de ajo, que era como la señal de su bestialidad.
Si incluso se daban cuenta de esos bufidos, los atribuían a la enemistad que, en ese momento, creían que tenían por parte de todos esos señores, conjurados para su daño.
Venían de las alturas rocosas del feudo de Margari; y estaban por allí desde el día anterior; el cura, fiero, entre las dos mujeres, a la cabeza; los otros diez, detrás, en manada.
El empedrado de las calles había salpicado centellas todo el día, con el duro estrépito de sus zapatones con clavos, de cuero basto, robustos y resbaladizos.
En sus duras caras campesinas, ásperas por la barba sin afeitar desde hacía muchos días, en los ojos lobunos, fijos en un intenso y tétrico sufrimiento, tenían una expresión feroz, de rabia contenida con dificultad. Parecían espoleados por la urgencia de una necesidad cruel, de la que temieran no encontrar más salida que la locura.
Habían estado en casa del alcalde y en casa de todos los asesores y consejeros del ayuntamiento; ahora, por segunda vez, volvían a la Prefectura.
El señor Prefecto, el día anterior, no había querido recibirlos; pero ellos, en coro, entre llantos y gritos y gestos furiosos de imploración y de amenaza, ya habían expuesto su reclamación contra el propietario del feudo al consejero delegado, el cual en vano se había acalorado para demostrarles que ni el alcalde, ni él, ni el señor prefecto, ni su excelencia el ministro, ni siquiera su majestad el rey tenían el poder de contentarlos en lo que pedían; al final, por desesperación, tuvo que prometerles que tendrían audiencia con el señor prefecto, esa mañana, a las once, estando también presente el propietario del feudo, el barón de Margari.
Las once ya habían pasado hacía tiempo, estaban a punto de ser las doce, y al barón aún no se le veía.
En tanto, la puerta de la sala, donde el prefecto daba audiencia, permanecía cerrada también para los otros que esperaban.
– Hay gente, – respondían los ujieres.
Al final, la puerta se abrió y salió de la sala, tras un intercambio de ceremonias, justo él, el barón de Margari, con la carota encendida y un pañuelo en la mano; basto, panzudo, los zapatos crujientes, junto al consejero delegado.
Los seis que estaban sentados se pusieron en pie de un salto, las mujeres levantaron gritos agudos, el cura fiero se adelantó, gritando con énfasis, aturdido:
– Pero esto… ¡esto es una traición!
– ¡Padre Sarso! – llamó fuerte el ujier desde la puerta de la sala que se había quedado abierta.
El consejero delegado se dirigió al cura:
– En fin, lo llaman para darle la respuesta. Entre usted solo. ¡Calma, señores, calma!
El sacerdote, agitado, descompuesto, se quedó perplejo entre si acudir o no a la llamada, mientras sus hombres, no menos agitados ni descompuestos que él, preguntaban llorando de rabia por una injusticia que les parecía patente:
– ¿Y nosotros? ¿Y nosotros? Pero ¿cómo? ¿Qué respuesta?
Luego, todos juntos, en gran confusión, se pusieron a vociferar:
– ¡Queremos un camposanto! – ¡Somos carne bautizada! – ¡En la grupa de una mula, señor prefecto, nuestros muertos! – ¡Como animales de matadero! – ¡El descanso de los muertos, señor Prefecto! – ¡Queremos nuestras fosas! – ¡Una palmo de tierra donde arrojar nuestros huesos!
Y las mujeres, en un diluvio de lágrimas:
– ¡Por nuestro padre que muere! ¡Por nuestro padre que quiere saber, antes de cerrar los ojos para siempre, que dormirá en la fosa que se ha hecho cavar!, ¡bajo la hierba de nuestra tierra!
Y el sacerdote, más fuerte que todos, con los brazos levantados, delante de la puerta del prefecto:
– Es la imploración suprema de los fieles: Requiem aeternam dona eis, Domine!
Acudieron, en ese pandemonio, de todos lados, ujieres, guardias, empleados que, a una orden gritada por el prefecto desde el umbral, vaciaron la antecámera violentamente, echándolos a todos por la escalera, incluso a los que no tenían nada que ver con ello.
En la calle principal, al precipitarse todos esos hombres gritando del palacio de la Prefectura, se reunió un gran gentío; y entonces, el padre Sarso, en el colmo de la indignación y de la exaltación, acosado por las preguntas que le llovían de todos lados, se puso a agitar los brazos como un náufrago y a hacer señales con la cabeza, con las manos, como queriendo responderles a todos… en fin, sí… tranquilos, un poco de espacio… expulsado por la autoridad… en fin, sí… al pueblo, al pueblo…
Y se puso a arengar:
– ¡Hablo en nombre de Dios, oh, cristianos, que está por encima de cualquier ley que alguien pueda ensalzar, y es dueño de todos y de toda la tierra! ¡Nosotros no estamos aquí solo para vivir, oh, cristianos! ¡Estamos aquí para vivir y morir! Si una ley humana, inicua, le niega al pobre en vida el derecho de un palmo de tierra en la que, colocando el pie pueda decir: “¡Esto es mío!”, ¡no puede negarle, en la muerte, el derecho a una fosa! ¡Oh, cristianos, esta gente está aquí, en nombre de otros cuatrocientos infelices, para reclamar el derecho a una sepultura! ¡Quieren sus fosas! ¡Para ellos y para sus muertos!
– ¡El camposanto!, ¡el camposanto! – gritaron de nuevo todos juntos, con los brazos en el aire y los ojos llenos de lágrimas, los doce de Margari.
Y el sacerdote, tomando nuevo valor con el aturdimiento del gentío, tratando de levantarse cuanto podía sobre la punta de los pies para dominarla por completo:
– He aquí, he aquí, mírenlas, oh cristianos, estas dos mujeres… ¿dónde estáis?, ¡mostraos!, He aquí: a estas dos mujeres se les está muriendo el padre, que es el padre de todos nosotros, nuestro jefe, ¡el fundador de la aldea! Ahora hace más de sesenta años, este hombre, ahora moribundo, subió a las tierras de Margari y en el dorso rocoso de la montaña levantó con sus manos la primera casa de cañas y creta. Ahora las casas son más de ciento cincuenta; más de cuatrocientos los habitantes. La aldea más cercana, oh, cristianas, está a casi siete millas de distancia. Cada uno de esos hombres, a los que se les muere el padre o la madre, la mujer o el hijo, el hermano o la hermana, tiene que padecer el suplicio de ver el cadáver del pariente echado, oh, cristianos, a lomos de una mula, para ser transportado, bailando en el ataúd, ¡por millas y millas de escarpado camino entre las rocas! ¡Y más de una vez se ha dado el caso de que la mula ha resbalado y el ataúd se ha roto y el muerto ha saltado entre las piedras y el fango de los torrentes! ¡Esto ha pasado, oh, cristianos, porque el señor barón de Margari nos niega bárbaramente un rincón bajo nuestra aldea para nuestros muertos, para poderlos custodiar desde cerca! ¡Hasta ahora hemos soportado el suplicio, sin gritar, contentándonos con rogarle, con suplicarle a manos juntas a este bárbaro señor! Pero ahora que se muere el padre de todos nosotros, oh cristianos, nuestro viejo, con el ansia de saberse enterrado allí, donde en tantas casas arde el fuego que él encendió por primera vez, hemos venido aquí a reclamar, no un derecho precisamente legal, sino de hu… ¿qué?, ¿qué hay?… digo de humanidad, de hu…
No pudo seguir. Una densa fila de guardias y de policías irrumpió en el gentío y, tras mucho desorden, entre gritos y silbidos y aplausos, logró deshacerla. Al padre Sarso lo cogió por los brazos un delegado y se lo llevaron junto a los otros doce de Margari a la comisaría de policía.
En tanto, el barón de Margari, que hasta ahora se había mantenido apartado, en un círculo de conocidos, resoplando como si se sintiese poco a poco sofocar y aplastar bajo el peso del escándalo público por la insolente predicación de ese sacerdote, y varias veces había intentado soltarse de los brazos que lo retenían para lanzarse encima del arengador; ahora que el gentío se dispersaba, se movió, rodeado por gente cada vez en mayor número, y, lívido, jadeante, como si acabase de salir recientemente de una pelea mortal, se puso a contar que él y, antes de él, su padre don Raimondo Margari, presentados por esa gente y por ese sacerdote charlatán como bárbaros despiadados que les negaban el derecho de la sepultura, eran en cambio desde hacía sesenta años víctimas de una usurpación inaudita, por parte del padre de esas dos mujeres, un hombre terrible, opresor y confusión de toda malicia. Dijo que desde hacía muchos años ya no era dueño de ir a sus tierras, donde ellos habían edificado sus casas, y ese sacerdote, su iglesia, sin pagar ni contribución, ni arrendamiento, sin ni siquiera pedir permiso para invadir así su propiedad. Él podía mandar a sus guardas para que los expulsaran como a los perros, y abatieran sus casas; no lo había hecho; no lo hacía; los dejaba vivir y multiplicarse más que conejos: cada una de esas mujeres daba a luz a una veintena de hijos; tanto que, en menos de sesenta años, había crecido allí una población. Pero no bastaba, en realidad, no estaban contentos: ese sacerdote abogado, que vivía a sus espaldas, que les había impuesto a todos una tasa para el mantenimiento de su iglesia, los predisponía, y ahí estaban ahora: no solo querían estar en sus tierras de vivos, querían estar incluso de muertos. ¡Pues bien, no!, ¡esto, no!, ¡esto, nunca! Los soportaba vivos; pero la superchería de tenerlos muertos en las tierras, ¡nunca! ¡Incluso para que la usurpación no se enraizara bajo tierra con sus muertos! El prefecto le había dado la razón; incluso le había prometido que mandaría allí guardias y policías que impidieran todo tipo de violencia: porque el viejo, desde hacía un mes moribundo de hidropesía, era un hombre capaz de hacerse enterrar vivo en la fosa que ya había hecho que le cavaran en el lugar donde soñaba que tenía que levantarse el cementerio, apenas las dos hijas y ese sacerdote le anunciaran el rechazo.
Cuando, de hecho, por la tarde, pusieron en libertad al padre Sarso y a su chusma, y estos se dirigieron al almacén, donde el día anterior habían dejado las mulas, encontraron a un buen número de guardias y policías a caballo, encargados de escoltarlos hasta las alturas de Margari, en la aldea.
– ¿Más? – tembló el padre Sarso, al verlos.- ¿Más? ¿Por qué? ¿Somos acaso gente maleante para tener que ser escoltados así, por la fuerza? Pero ya… mejor, sí… es más, ¡si queréis esposarnos! ¡Vamos, vamos, adelante!, ¡a caballo!, ¡a caballo!
Parecía que había afrontado y sufrido un martirio. Hinchado por cuanto había hecho, no veía la hora de llegar a la aldea con esa escolta, que les atestiguaría a todos allí arriba con cuánto fervor, con cuánta violencia se había prodigado para obtener la sepultura del viejo.
Ya se había hecho tarde, y sabían que los esperaban con impaciencia desde la tarde anterior. ¡Quién sabe si el viejo estaba aún vivo! Todos se auguraban que hubiese muerto.
– Oh, padrecito… oh, padrecito… – lloriqueaban las dos mujeres.
¡Pues, sí, mejor muerto, en la inseguridad, con la esperanza, al menos, de que ellos lograrían arrancarle al barón la concesión del camposanto!
Hale, vamos, vamos… Bajaba la sombra de la tarde, y cuanto más largo se hacía el retraso de su vuelta, tanto mas quizás se enraizaba y crecía en el corazón de todos allí arriba la esperanza. Y tanto más grave sería entonces la desilusión.
¡Jesús, Jesús! ¡Qué estrépito de cabalga-duras! Parecía una marcha de guerra. Quién sabe cómo se quedarían en Margari al verlos volver acompañados así, por tanta fuerza!
El viejo se daría cuenta enseguida.
Moría a la intemperie, en medio de los suyos, sentado delante de la puerta de su casa terrena, no pudiendo ya estar en cama, sofocado como estaba por la tumefacción enorme de la hidropesía. Estaba sentado allí incluso de noche, boqueando, con los ojos en las estrellas, asistido por toda la aldea, que desde hacía un mes no se cansaba de velarlo.
Si fuese al menos posible impedirle la vista de todos esos guardias…
El padre Sarso se volvió al mariscal, que cabalgaba a su lado:
– ¿No podrían quedarse un poco detrás? – le preguntó. – ¿Mantenerse un poco apartados? ¡Si se le pudiese hacer creer por piedad a ese pobre viejo que hemos obtenido la concesión!
El mariscal tardó un rato en responder. Desconfiaba de ese sacerdote: temía comprometerse si consentía. Al final dijo:
– Veremos, padre; lo veremos en el sitio.
Pero cuando, tras muchas horas de afanoso camino, comenzó la subida de la montaña, se entrevieron desde lejos, a pesar de la oscuridad ya densa, tales cosas extraordinarias, que ninguno pensó ya poder hacerle al viejo ese engaño piadoso.
Había sobre la alta cuesta rocosa como un hormigueo de luces. Haces de paja ardían aquí y allí, de las que subían a las estrellas densos anillos de humo en llamas, como en la novena de Navidad. Y cantaban allí arriba, sí, justo como en la novena de Navidad, a la luz de esas antorchas.
¿Qué había ocurrido? ¡Arriba! ¡Corriendo! ¡Corriendo!
Toda la aldea de arriba se había recogido como para celebrar un salvaje rito fúnebre.
El viejo, no pudiendo soportar la impaciencia de la espera, esperando descanso de la inquietud del sofoco, había hecho que lo transportaran en una silla al lugar donde surgiría el camposanto, ante su fosa.
Lavado, peinado y vestido de muerto, tenía junto a la silla, sobre la que estaba sentado como una enorme bola jadeante, su caja de abeto, ya preparada desde hacía muchos días. Estaban preparados sobre la tapa de esa caja una papalina de seda negra, un par de alpargatas de paño y un pañuelo, también de seda negra, doblado como una banda que, apenas muerto, pasado bajo la barbilla y atado a la cabeza, tenía que servir para tenerle la boca cerrada. En suma, todo lo necesario para la última vestimenta.
Alrededor, con las luces, estaba toda la gente de la aldea, que le cantaba al viejo las letanías.
– Sancta Dei Genitrix,
– Ora pro nobis!
– Sancta Virgo Virginum,
– Ora pro nobis!
Y al hormigueo de todas esas luces le respondía desde la cúpula inmensa del cielo el denso centelleo de las estrellas.
En la cabeza del viejo temblaban con la brisita nocturna los pocos cabellos, aún húmedos y tiesos por el insólito peinado. Moviendo apenas las manos hinchadas, una encima de la otra, gemía entre el graso estertor, como para confortarse y tener un alivio:
– ¡La hierbecita!… ¡La hierbecita!…
La que brotaría de su tierra, dentro de poco, allí, en su fosa. Y hacia ella alargaba los pies deformados por la hinchazón, reducidos a dos vejigas dentro de los gruesos calcetines color turquesa.
Apenas su gente, a su alrededor, levantó los gritos, al ver que acudía, en medio de un estrépito de sables, por la cuesta, un tropel de cabalgaduras tan grande, intentó erguirse; oyó el llanto y las respuestas afanosas de los recién llegados; y, comprendiendo, intentó arrojarse de cabeza en la fosa. Lo retuvieron; todos lo rodearon, como para protegerlo de la fuerza; pero el mariscal logró romper la multitud y ordenó que trasladaran enseguida a ese moribundo a la casa, y que todos se quitaran de en medio.
En la silla, como un santón en el ataúd, el viejo fue levantado, y los de Margari, manteniendo altas las luces, gritando y llorando, se dirigieron hacia sus casuchas que blanqueaban en lo alto, esparcidas por la roca.
La escolta se quedó en la oscuridad, bajo las estrellas, guardando la fosa vacía y el ataúd de abeto, abandonado allí, con esa papalina y ese pañuelo y esas alpargatas colocados sobre la tapa.