Página dedicada a mi madre, julio de 2020

3.2  Canta la epístola

– ¿Había tomado las órdenes?

– Todas no. Hasta el subdiaconado.

– Ah, subdiácono. ¿Y qué hace el subdiácono?

– Canta la Epístola; le sujeta el libro al diácono mientras canta el Evangelio; administra las copas de la Misa; tiene la patena envuelta en el velo durante el tiempo del Canon.

– ¿Ah, por tanto, usted cantaba el Evangelio?

– No, señor. El evangelio lo canta el diácono; el subdiácono canta la Epístola.

– ¿Y usted, entonces, cantaba la Epístola?

– ¿Yo?, ¿precisamente yo? El subdiácono.

– ¿Canta la Epístola?

– Canta la Epístola.

¿Qué motivo de risa había en todo esto?

Y sin embargo, en la plaza aireada del pueblo, toda crujiente de hojas secas, que se oscurecía y aclaraba con una rápida alternancia de nubes y de sol, el viejo doctor Fanti, dirigiéndole esas preguntas a Tommasino Unzio, que acababa de salir del seminario sin sotana porque había perdido la fe, había puesto una cara con tal aire, que todos los desocupados del pueblo, sentados en círculo delante de la Farmacia del Hospital, unos doblándose y otros ocultándose la boca, habían tenido dificultad para no reírse.

Las risas habían prorrumpido groseras, apenas se fue Tommasino seguido por todas esas hojas secas; luego uno se había puesto a preguntarle a otro:

– ¿Canta la Epístola?

Y el otro respondía:

– Canta la Epístola.

Y así a Tommasino Unzio, que había salido como subdiácono del seminario ya sin sotana, porque había perdido la fe, se le había puesto el sobrenombre de Canta la Epístola.

La fe se puede perder por cien mil razones; y, en general, quien pierde la fe está convencido, al menos en el primer momento, de haber ganado algo a cambio; si no otra cosa, al menos la libertad de hacer y decir algunas cosas que, antes, no retenía compatibles con la fe. Cuando, sin embargo, la razón de la pérdida no es la violencia de los apetitos terrenos, sino sed del alma que no logra saciarse en el cáliz del altar y en la fuente del agua bendita, difícilmente quien pierde la fe está convencido de haber ganado algo a cambio. Como mucho, así como así, no se lamenta de la pérdida, pues reconoce que ha perdido al fin una cosa que ya para él no tenía ningún valor.

Tommasino Unzio, con la fe, lo había perdido todo, incluso el único estado que el padre le podía dar, merced a una herencia condicionada de un viejo tío sacerdote. El padre, además, no había dejado de abofetearlo, darle patadas y dejarlo muchos días a pan y agua, y de soltarle a la cara todo tipo de injurias y de vituperios. Pero Tommasino lo había soportado todo con dura y pálida firmeza, y había esperado que el padre se convenciera de que esos no eran precisamente los medios más apropiados para que él recuperase la fe y la vocación.

No le había hecho tanto daño la violencia, como la vulgaridad del acto tan contrario a la razón por la que había colgado el hábito sacerdotal.

Pero por otro lado había comprendido que sus mejillas, sus hombros, su estómago tenían que ofrecerle un desahogo al padre por el dolor que también él sentía, muy ardiente, de su vida irreparablemente hundida y convertida en un estorbo en la casa.

Quiso, sin embargo, demostrarles a todos que no se había exclaustrado por ganas de ponerse a “hacer el cerdo”, como el padre limpiamente había ido publicando por todo el pueblo. Se encerró en sí mismo, y no salió más de su habitación, a no ser para dar algún paseo solitario subiendo por los bosques de castaño, hasta el Pian della Britta, o bajando por el sendero, entre los campos, hasta la pequeña iglesia abandonada de Santa María de Loreto, siempre absorto en la meditación y sin levantar los ojos nunca hacia la cara de nadie.

Es verdad, en tanto, que, incluso cuando el espíritu se fija en un dolor profundo o en una tenaz obstinación ambiciosa, el cuerpo a menudo deja a aquel en su fijación, y, muy callado, sin decir nada, se pone a vivir por su cuenta, a disfrutar del aire libre y de los alimentos sanos.

Sucedió así que Tommasino se encontró en poco tiempo y como por una burla, mientras el espíritu se le entristecía y se le debilitaba cada vez más en desesperadas meditaciones, con un cuerpo harto y florido, de padre abad.

¡Nada de Tommasino, ahora! Tommasone Canta la Epístola. Cada uno, al mirarlo, le hubiera dado la razón al padre. Pero se sabía en el pueblo cómo vivía el pobre joven; ninguna mujer podía decir que él la mirara, ni siquiera de pasada.

No tener ya consciencia de ser, como una piedra, como una planta; no acordarse ya del propio nombre; vivir por vivir, sin saber vivir, como los animales, como las plantas; sin afectos, ni deseos, ni recuerdos, ni pensamientos; sin nada que le diera sentido y valor a la propia vida. Allí estaba tirado en la hierba, con las manos cruzadas detrás de la nuca, mirando en el cielo azul las blancas nubes deslumbrantes, llenas de sol; oyendo el viento que formaba en los castaños del bosque como un fragor de mar, y sintiendo, en la voz de ese viento y en ese fragor, como desde una infinita lejanía, la vanidad de todas las cosas y el tedio angustioso de la vida.

Nubes y viento.

Eh, pero ya era todo advertir y reconocer que las que navegaban luminosas por el interminable vacío azul eran nubes. ¿Acaso sabe la nube que existe? Ni de ellas sabían nada el árbol y las piedras, que se ignoraban incluso a sí mismos.

Y él, advirtiendo y reconociendo las nubes, podía incluso – ¿por qué no? – pensar en el proceso del agua, que se convierte en nube para volver a ser agua de nuevo. Y para explicar este proceso bastaba un pobre y mal profesor de física; pero ¿para explicar el porqué del porqué?

Arriba en el bosque, golpes de hacha; abajo en la cueva, golpes de azada.

Mutilar la montaña; abatir árboles, para construir casas. Dificultades, afanes, fatigas y penas de todo tipo, ¿para qué?, para llegar a una chimenea y para que salga luego de esta un poco de humo, enseguida perdido en la vanidad del espacio.

Y al igual que ese humo, cada pensamiento, cada recuerdo de los hombres.

Pero delante del amplio espectáculo de la naturaleza, de esa inmensa llanura verde de robles y de olivos y de castaños, bajando desde las faldas del Cimino hasta el valle tiberino, sentía poco a poco que se tranquilizaba en una dulce y desmemoriada tristeza.

Todas las ilusiones y todos los desengaños y los dolores y las alegrías de los hombres le parecían vanos y transitorios frente al sentimiento que nacen de las cosas que permanecen y sobreviven a sí mismas, impasibles. Casi sucesiones de nubes le parecían en la eternidad de la naturaleza los singulares hechos de los hombres. Bastaba mirar esos altos montes, al otro lado del valle tiberino, muy lejanos, difuminados en el horizonte, leves y casi etéreos en la puesta de sol.

¡Oh, ambición de los hombres! ¡Qué gritos de victoria porque el hombre se había puesto a volar como un pajarito! Pero he aquí cómo vuela un pajarito: es la facilidad más pura y leve, que se acompaña espontánea de un trino de alegría. ¡Y pensar ahora en el torpe aparato retumbante en el abatimiento, en el ansia, en la angustia mortal del hombre que quiere imitar al pajarito! Aquí, un aleteo y un trino; allí, un motor estrepitoso y maloliente, y la muerte delante. El motor se estropea, el motor se para; ¡adiós, pajarito!

– Hombre, – decía Tommasino Unzio, allí tirado en la hierba, – deja de volar. ¿Por qué quieres volar? ¿Y cuándo has volado tú?

De pronto, como una ráfaga, corrió por todo el pueblo una noticia que los aturdió a todos: a Tommasino Unzio, Canta la Epístola, lo había abofeteado y luego desafiado a duelo el teniente De Venera, comandante del destacamento, porque, sin querer dar ninguna explicación, había confirmado que le había dicho: – ¡Estúpida! – en su propia cara a la señorita Olga Fanelli, novia del teniente, la noche anterior, en el sendero que lleva a la pequeña iglesia de Santa María de Loreto.

Era un aturdimiento impregnado de hilaridad, que parecía que se aferraba a una interrogación sobre este o aquel dato de la noticia, para no hundirse de golpe en la incredulidad.

– ¿Tommasino? – ¿Que lo han desafiado a duelo? – ¿Estúpida, a la señorita Fanelli? – ¿Confirmado? – ¿Sin explicaciones? – ¿Y ha aceptado el desafío?

– ¡Eh, por Dios, abofeteado!

– ¿Y se batirá?

– Mañana, con pistola.

– ¿Con el teniente De Venera y con pistola?

– Con pistola.

Y, por tanto, el motivo tenía que ser gravísimo. A todos les parecía que no podía ponerse en duda una furiosa pasión mantenida hasta ahora en secreto. Y quizás le había gritado a la cara “¡Estúpida!” porque ella, en lugar de a él, amaba al teniente De Venera. ¡Estaba claro! Y verdaderamente todos en el pueblo consideraban que solo una estúpida podía enamorarse de ese ridiculísimo De Venera. Pero no lo podía creer, naturalmente, él, De Venera; y por ello había pretendido una explicación.

Por su parte, sin embargo, la señorita Olga Fanelli juraba y perjuraba con las lágrimas en los ojos que esa no podía ser la razón de la injuria, porque ella no había visto sino dos o tres veces a ese joven, quien, por lo demás, ni siquiera había levantado nunca los ojos para mirarla; y nunca jamás, ni siquiera con la más mínima señal, le había hecho ver que alimentara por ella esa furiosa pasión secreta de la que todos hablaban. ¡En modo alguno!, ¡no!, ¡esa no, alguna otra razón tenía que haber escondida! Pero ¿cuál? Por nada no se le grita: – ¡Estúpida! – a la cara a una señorita.

Si todos, y especialmente el padre y la madre, los dos padrinos, De Venera y la misma señorita se atormentaban por conocer la verdadera razón de la injuria, más que todos ellos se atormentaba Tommasino por no poder decirla, seguro como estaba de que, si la dijera, nadie la creería, y de que además a todos les parecería que él quería añadir a un secreto inconfesable la irrisión.

¿Quién habría creído, de hecho, que él, Tommasino Unzio, desde hacía algún tiempo, en su creciente y cada vez más profunda melancolía, era presa de una muy tierna piedad por todas las cosas que nacen a la vida y duran un poco, sin saber por qué, esperando el agotamiento y la muerte? Cuanto más lábiles y tenues y casi inconsistentes eran las formas de la vida, tanto más le enternecían, hasta las lágrimas a veces. ¡Oh!, de cuántos modos se nacía, y solo por una vez, y de esa precisa forma, pues nunca eran iguales dos formas, y por poco tiempo, un solo día a veces, y en un pequeñísimo espacio, teniendo a su alrededor, desconocido, el enorme mundo, el vacío enorme e impenetrable del misterio de la existencia. Hormiguita se nacía, y mosquito, y brizna de hierba. ¡Una hormiguita, en el mundo!, en el mundo, un mosquito, una brizna de hierba. La brizna de hierba nacía, crecía, florecía, se marchitaba; y así siempre; esa, nunca más; ¡nunca más!

Ahora, desde hacía aproximadamente un mes, él había seguido día tras día la breve historia de una brizna de hierba precisamente: de una brizna de hierba entre dos grises piedras atigradas de musgo, detrás de la pequeña iglesia abandonada de Santa María de Loreto.

La había seguido, casi con ternura materna, en su crecimiento lento entre otras más bajas que estaban a su alrededor, y la había visto surgir primero tímida, en su temblorosa delgadez, al otro lado de dos piedras encostradas de musgo, como si tuviera miedo y a la vez curiosidad de admirar el espectáculo que se abría debajo, en la verde e ilimitada llanura; luego, arriba, siempre más alta, osada, intrépida, con un penacho rojizo, como una cresta de gallo.

Y cada día, durante una o dos horas, contemplándola y viviendo su vida, se había agitado con ella ante el más leve soplo de aire; temblando había acudido algún día de fuerte viento, o por miedo de no llegar a tiempo para protegerla de un rebaño de cabras, que cada día, a la misma hora, pasaba por detrás de la pequeña iglesia, y a menudo se entretenía allí un poco arrancando entre los peñascos algún brote de hierba. Hasta ahora, tanto el viento como las cabras habían respetado esa brizna de hierba. Y la alegría de Tommasino al encontrarla allí intacta, con su arrogante penacho en la cima, era inefable. La acariciaba, la alisaba con dos dedos delicadísimos, casi la custodiaba con el alma y con el aliento; y, al dejarla, por la tarde, se la confiaba a las primeras estrellas que asomaban en el cielo crepuscular, para que con todas las demás la velaran durante la noche. Y precisamente, con los ojos de la mente, desde lejos, veía su brizna de hierba, entre dos piedras, bajo las estrellas centelleantes en el cielo negro, que la velaban.

Pues bien, ese día, al llegar a la hora habitual para vivir una hora con su brizna de hierba, cuando ya estaba a pocos pasos de la pequeña iglesia, había descubierto detrás de esta, sentada en una de las dos piedras, a la señorita Olga Fanelli, que quizás estaba allí descansando un poco, antes de retomar el camino.

Se había parado, no atreviéndose a acercarse, para esperar que ella, tras haber descansado, le dejara el sitio. Y de hecho, poco después, la señorita se había puesto en pie, quizás molesta por verse espiada por él: había mirado un poco a su alrededor: luego, distraídamente, alargando la mano, había arrancado justo esa brizna de hierba y se la había metido entre los dientes con el penacho colgando.

Tommasino Unzio había sentido que le arrancaban el alma, e irresistiblemente le había gritado: – ¡Estúpida! – cuando ella había pasado delante de él con ese tallo en la boca. Ahora, ¿podía él confesar que había injuriado así a esa señorita por una brizna de hierba?

Y el teniente De Venera lo había abofeteado.

Tommasino estaba cansado de la inútil vida, cansado del estorbo de esa su estúpida carne, cansado de que todos se burlaran de él; burla que se volvería más acerba y empedernida si él, después de los bofetones, se negaba a batirse.  Aceptó el desafío, pero con el pacto de que las condiciones del duelo fueran muy graves. Sabía que el teniente De Venera era un excelente tirador. Daba prueba de ello cada mañana, durante las instrucciones del Tiro al blanco. Y quiso batirse con pistola, la mañana siguiente, al alba, justo allí, en el recinto del Tiro al blanco.

Una bala en el pecho. La herida, en principio, no pareció tan grave; luego, se agravó. La bala le había horadado el pulmón. Una fiebre alta; el delirio. Cuatro días y cuatro noches de curas desesperadas. La señora Unzio, muy religiosa, cuando los médicos al final declararon que no había nada que hacer, le rogó, le suplicó al hijo que, al menos antes de morir, regresara a la gracia de Dios. Y Tommasino, para contentar a la madre, se doblegó a recibir a un confesor. Cuando este, en el lecho de muerte, le preguntó:

– Pero ¿por qué, hijo mío?, ¿por qué?

Tommasino, con los ojos entrecerrados, con voz apagada, entre un suspiro que también era una sonrisa dulcísima, le respondió simplemente:

– Padre, por una brizna de hierba…

Y todos creyeron que hasta el último momento seguía delirando.

©Todos los derechos reservados. Desarrollado por Centro Informático Millenium