3.4 El avemaría de Bobbio
Un caso muy singular le había sucedido, bastantes años atrás, a Marco Saverio Bobbio, notario de entre los más estimados de Richieri.
En el poco tiempo que la profesión le dejaba libre, siempre se había entretenido con estudios filosóficos, y muchos libros de antigua y nueva filosofía había leído, y alguno hasta releído y profundamente meditado.
Sin embargo, Bobbio tenía más de un diente estropeado. Y nada, según él, podía disponerlo más al estudio de la filosofía que el dolor de muelas. Todos los filósofos, a su parecer, habían debido de tener o debían de tener al menos un diente estropeado. Schopenhauer, ciertamente, más de uno.
Del dolor de muelas, al estudio de la filosofía; y el estudio de la filosofía, poco a poco, había tenido como consecuencia la pérdida de la fe, fervorosa un tiempo, cuando Bobbio era un niño y cada mañana iba a misa con la madre y cada domingo tomaba la santa comunión en la pequeña iglesia de la Abadía del Carmen.
Lo que sabemos de nosotros es, sin embargo, solo una parte, y quizás pequeñísima, de lo que somos sin saberlo. Es más, Bobbio decía que lo que llamamos conciencia es comparable con la poca agua que se ve en el cuello de un pozo sin fondo. Y quizás quería decir con esto que, más allá de los límites de la memoria, hay percepciones y acciones que no llegamos a conocer, porque verdaderamente ya no son nuestras, sino de ese que fuimos en otro tiempo, con pensamientos y afectos desde hace mucho tiempo oscurecidos, borrados, apagados en nosotros por un largo olvido; pero que con el reclamo imprevisto de una sensación de sabor, color o sonido, aún pueden dar prueba de vida, mostrando aún vivo en nosotros otro ser insospechado.
Marco Saverio Bobbio, muy conocido en Richieri no solo por la calidad de excelente y muy escrupuloso notario, sino también y quizás más por la gigantesca estatura, que el sombrero de copa, la papada y la panza exorbitante hacían espectacular, ahora sin fe y escéptico, llevaba dentro todavía – y no lo sabía – al niño que cada mañana iba a misa con la madre y las dos hermanitas, y que cada domingo tomaba la santa comunión en la pequeña iglesia de la Abadía del Carmen; y que quizás todavía, sin saberlo él, cuando se iba a la cama con él, por él juntaba las manitas y rezaba las antiguas oraciones, de las que Bobbio quizás no recordaba ya ni siquiera las palabras.
Se había dado cuenta él mismo, hacía bastantes años, cuando precisamente le había ocurrido este caso tan singular.
Se encontraba veraneando con la familia en una finca suya a unas dos millas de Richieri. Iba cada mañana con el burro (¡pobre burro!) a la ciudad, por los asuntos del estudio, que no lo dejaban en paz; volvía por la tarde.
Los domingos, sin embargo, ah, los domingos quería pasarlos enteros, y felizmente, de vacaciones. Llegaban familiares y amigos; y se hacían grandes comidas al aire libre: las mujeres preparaban la comida o chismorreaban; los niños hacían ruido entre ellos; los hombres iban a cazar o jugaban a las bochas.
Era divertido y espantoso ver correr a Bobbio detrás de las bochas, con esa papada y la panza tambaleante.
– Marco, – le gritaba la mujer desde lejos, – ¡no te fatigues! ¡Cuidado, Marco, no vayas a estornudar!
Porque, ¡Dios nos libre si Bobbio estornudaba! Era siempre una explosión por todas partes; y a menudo, chorreando por completo, tenía que correr a buscar un remedio con una mano delante y otra detrás.
No podía controlar ese corpachón suyo. Parecía que este, rompiendo todo freno, se le escapaba, se le precipitaba perdido, dejándolos a todos con el alma en vilo mientras intentaban sujetárselo. Cuando luego lograba dominarlo, estabilizado, le volvía con unos extraños dolores y daños imprevistos, en un brazo, en una pierna, en la cabeza.
Con mayor frecuencia, en las muelas.
¡Las muelas, las muelas eran la desesperación de Bobbio! Había hecho que le extrajeran cinco o seis, no sabía cuántas; pero las pocas que le quedaban parecía que se hubieran encargado de torturarlo por las que ya no estaban.
Uno de esos domingos, cuando había bajado a la casa de Richieri el cuñado con toda la familia, mujer, hijos y parientes de la mujer y parientes de los parientes, cinco coches grandes, y habían estado más alegres que nunca, ¡paf!, de imprevisto, por la tarde, justo en el momento de sentarse a la mesa, uno de esos dolores… ¡pero uno de los grandes!
Para no estropearles a los otros la fiesta, el pobre Bobbio se había retirado a la habitación con una mano en la mejilla, la boca casi abierta, y los ojos como de plomo, rogándoles a todos que comieran y no se preocuparan por él. Pero, una hora después, había reaparecido como uno que no sabía en qué mundo estaba, si un molino de vapor, precisamente un molino de vapor, estrepitoso, retumbante, había podido metérsele en la cabeza y molerle en la boca, sí, sí, en la boca, furiosamente. Todos se habían quedado suspendidos y consternados mirándole la boca, como si de verdad esperaran ver salir harina. ¡Pero qué harina!, baba, baba le salía. No solo esto, sin embargo, era absurdo: todo era absurdo en el mundo, y monstruoso, y atroz. ¿No estaban todos ahí festejando en un banquete, mientras él rabiaba y enloquecía?, ¿mientras el universo se le destrozaba en la cabeza?
Jadeando, con los ojos alterados, la cara congestionada, las manos temblorosas, levantaba como un oso ya una pierna ya la otra del suelo, y movía la cabeza, como si quisiera golpeársela contra la pared. Todos sus actos y sus gestos eran, en su intención, airados y violentos: pero se presentaban suaves y en vano, casi para no molestar al dolor, para no hacerlo rabiar más.
¡Por favor, por favor, siéntense!, ¡siéntense! ¡Oh, Dios! ¿Querían que enloqueciera más, saltándole encima de ese modo? ¡Siéntense!, ¡siéntense! Nada. ¡Nadie podía ayudarle! Tonterías… imposturas… ¡Nada, por favor! No podía hablar… Uno solo… que fuera uno solo a ensillar los caballos de uno de los coches que habían llegado por la mañana. Quería correr a Richieri para que le extrajeran el diente. ¡Enseguida!, ¡enseguida! Entretanto, todos sentados. Apenas estuvo preparado el coche… ¡Que no, quería subir solo! No podía escuchar hablar, no podía ver a nadie… ¡Por favor, solo!, ¡solo!
Poco después, en el coche – solo, como había querido – abandonado, hundido, perdido en el estrépito del espasmo atroz, mientras a lo largo del callejón en pendiente los caballos iban casi al paso, y se había hecho de noche… Pero ¿qué había pasado? En el trastorno de la conciencia, Bobbio de improviso había sentido un temblor, un temblor de ternura angustiosa por sí mismo, que sufría, oh Dios, sufría hasta no poder más. El coche pasaba en ese momento delante de una tosca hornacina de la Santísima Virgen de las gracias, con una vela encendida, colgada delante de la reja, y Bobbio, en ese temblor de ternura angustiosa, con la conciencia trastornada, sin saber ya lo que hacía, había detenido su mirada lagrimosa en esa velita, y…
«Ave María, llena eres de gracia, el Señor es Contigo, bendita entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de Tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.»
Y, de pronto, un silencio, un gran silencio se le hizo dentro; y, también fuera, un gran silencio misterioso, como de todo el mundo: un silencio lleno de frescura, arcanamente leve y dulce.
Se había quitado la mano de la mejilla, y se había quedado atónito, aturdido, escuchando. Una muy larga respiración de refrigerio, de alivio le había devuelto el alma. ¡Oh, Dios! Pero ¿cómo? El dolor de muelas se le había pasado, precisamente se le había pasado, como por un milagro. Había rezado el avemaría, y… ¿Cómo, él? Pues sí, pasado, había poco que decir. ¿Por el avemaría? ¿Cómo creerlo? Se le había ocurrido rezarla así, de pronto, como una mujercita…
El coche, entre tanto, había seguido subiendo hacia Richieri, y Bobbio, atontado, humillado, no había pensado decirle al cochero que volviera atrás, a la casa del campo.
Una punzante vergüenza de reconocer, en primer lugar, el hecho de que él, como una mujercita, había podido rezar el avemaría, y que luego, verdaderamente, tras el avemaría, el dolor de muelas se le había pasado, lo irritaba y lo desconcertaba; y además, el remordimiento de reconocer incluso, al mismo tiempo, que se mostraba ingrato al no creer, al no poder creer, que se había librado del dolor con esa oración, ahora que había conseguido la gracia; y, en fin, un secreto temor de que, por esta ingratitud, en seguida el dolor le podía acometer de nuevo.
¡Pues no! El dolor no le había acometido de nuevo. Y, volviendo a la casa del campo, ligero como una pluma, risueño, exultante, a todos los invitados, que corrieron a su encuentro, Bobbio les había anunciado:
– ¡Nada! Se me ha pasado de pronto, solo, a lo largo del callejón, poco después de la hornacina de la Señora de las Gracias. ¡Solo!
Pues bien, en este caso suyo tan singular de hacía bastantes años pensaba Bobbio con una risita escéptica a flor de labios, una sobremesa, tendido en el sofá del estudio, con el primer volumen de los Essais de Montaigne abierto ante sus ojos.
Leía el capítulo XXVII, donde se demuestra que c’est folie de rapporter le vray et le faux à notre suffisance.
Estaba, a pesar de esa risita escéptica, algo inquieto y, leyendo, se pasaba de vez en cuando una mano por la mejilla derecha.
Montaigne decía:
«Quand nous lisons dans Bouchet les miracles des reliques de sainct Hilaire, passe; son credit n’est pas assez grand pour nous oster la licence d’y contredire; mais de condamner d’un train toutes pareilles histoires me semble singulière imprudence. Ce grand sainct Augustin tesmoigne…»
– ¡Claro! – dijo Bobbio en ese punto, acentuando la risita. – ¡Claro! Ese gran San Agustín atestigua, o digamos, acredita que ha visto, en las reliquias de San Gervaso y Protaso en Milán, a un niño ciego recuperar la vista; una mujer en Cartago, curarse de un cáncer con el signo de la cruz que le hizo allí una mujer recién bautizada… Pero del mismo modo, el gran San Agustín habría podido afirmar, o digamos, acreditar con mi testimonio, que Marco Saverio Bobbio, uno de los notarios más estimados de Richieri, se curó una vez de pronto de un feroz dolor de muelas, al rezar un avemaría…
Bobbio cerró los ojos, acomodó la boca en forma de o, como hacen los monos, y expulsó un poco de aire.
– ¡Mal aliento!
Apretó los labios y, doblando hacia un lado la cabeza, siempre con los ojos cerrados, se pasó de nuevo, más fuerte, la mano sobre la mandíbula.
¡Por Dios, el diente! ¿O no le dolía de nuevo el diente? Y mucho, incluso, le dolía. Por Dios, otra vez.
Resopló; se puso en pie con dificultad; arrojó el libro sobre el sofá, y se puso a pasear por la habitación con la mano en la mejilla y la frente contraída y la nariz jadeante. Se puso delante del espejo de la repisa; se metió un dedo en un ángulo de la boca y tiró de ella para mirar dentro el diente cariado. Con la impresión del aire, sintió una punzada más aguda de dolor, y en seguida apretó los labios y contrajo toda la cara por el dolor; luego levantó la cara al techo y sacudió los puños, exasperado.
Pero sabía por experiencia que, rebajándose ante el dolor y enfadándose, haría peor. Se esforzó, por tanto, por dominarse; fue a echarse de nuevo en el sofá y se quedó un rato con los párpados entrecerrados, casi encubando el espasmo; luego los reabrió; retomó el libro y la lectura.
«… une femme nouvellement baptisée lui fit; Hesperius… no, encima… Ah, claro… une femme en une procession ayant touché à la chasse sainct Estienne d’un bouquet, et de ce bouquet s’estant frottée les yeux, avoir recouvré la veuë qu’elle avoit pieça perdue...»
Bobbio se rio con sarcasmo. La risa se le contrajo en una mueca, por un tirón imprevisto del dolor, y se aplicó la mano, fuerte, con el puño cerrado. La mueca era de desafío.
– Y entonces, dijo, – veamos un poco: que Montaigne y San Agustín sean mis testigos. Veamos si se me pasa ahora, como se me pasó entonces.
Cerró los ojos y, con la sonrisa fría en los labios temblorosos por el espasmo interior, rezó lentamente, con dificultad, buscando las palabras, el avemaría, esta vez en latín… gratia plena… Dominus tecum… fructus ventris tui… nunc et in hora mortis… Reabrió los ojos. Amen… esperó un poco, interrogando al diente… Amen…
¡Pues no! No se le pasaba. Es más, le dolía más fuerte… Así era, ay, ay… más fuerte… más fuerte…
– ¡Oh, María! ¡Oh, María!
Y Bobbio se quedó aturdido. Esta última y reiterada invocación no había sido suya; le había salido de los labios no con su voz, con su fervor. Claro… eso es… una pausa… un refrigerio… ¿Era posible? ¿Otra vez?… ¡Pues, claro que no! Ay, ay… ay, ay…
– ¡Al diablo Montaigne y San Agustín!
Y Bobbio se puso el sombrero en la cabeza y, ceñudo, feroz, con la mano en la mejilla, se precipitó en busca de un dentista.
¿Rezó o no rezó, durante el trayecto, sin saberlo, de nuevo, el avemaría? Quizás sí… quizás no… el hecho es que, delante de la puerta del dentista, se paró de pronto, más enfadado que nunca, con chorros de sudor por toda la carota, con tan ridícula actitud de estúpida suspensión, que un amigo lo llamó:
– ¡Señor notario!
– Eh…
– ¿Qué hace ahí?
– ¿Yo? Nada… tenía un… un diente que me dolía…
– ¿Se le ha pasado?
– Sí… solo…
– ¿Y así lo dice? ¡Alabado sea Dios!
Bobbio lo miró con una cara de perro rabioso.
– ¡Y un cuerno! – gritó. – ¿Qué tiene que ver Dios? ¡Le he dicho, solo! ¡Pero por decírselo, verá que quizás, de aquí a un momento, me vuelve! Ya no me duele; ¡pero me lo saco igual! ¡Me los saco todos, uno tras otro, ahora mismo me los saco todos! No me gustan estas burlas… ¡no quiero más estas burlas! ¡Todos, uno tras otro, me los saco!
Y se metió, furioso, ante la risa de ese amigo, en el portalito del dentista.