Página dedicada a mi madre, julio de 2020

3.5 El imbécil

Pero ¿qué tenía que ver, al fin, Mazzarini, el diputado Guido Mazzarini, con el suicidio de Pulino? – ¿Pulino? Pero ¿cómo? ¿Se había matado? – Lulú Pulino, sí, hace dos horas. Lo habían encontrado en su casa, colgado de la anilla de la lámpara, en la cocina. – ¿Ahorcado? – Ahorcado, sí. ¡Qué espectáculo! Negro, con los ojos y la lengua fuera, y los dedos, contraídos. – ¡Ah, pobre Lulú! – Pero ¿qué tenía que ver Mazzarini?

No se entendía nada. Una veintena de energúmenos gritaban en el café, con los brazos levantados (alguno estaba incluso subido en la silla), alrededor de Leopoldo Paroni, presidente del Círculo republicano de Costanova, quien gritaba más fuerte que todos los demás.

– ¡Imbécil!, sí, sí, lo digo y lo sostengo. ¡Imbécil!, ¡imbécil! ¡Se lo habría pagado yo el viaje! ¡Yo se lo habría pagado! Cuando uno ya no sabe qué hacer con su propia vida, ¡por dios, si no hace eso es un imbécil!

– Perdone, ¿qué ha pasado? – preguntó un recién llegado, acercándose, ensordecido por todos los gritos y un poco perplejo, a un cliente que se había alejado, apartado en un rincón en sombra, encogido por completo, con un mantón de lana en los hombros y una gorra de viaje en la cabeza, con visera ancha que le cortaba con la sombra la mitad de la cara.

Antes de responder, este levantó del pomo del bastón una de las manos esqueléticas, en la que tenía un pañuelo apelotonado, y se lo llevó a la boca, sobre los bigotes escuálidos, lacios. Mostró así la cara consumida, amarilla, en la que había crecido muy rala aquí y allá una barba de enfermo. Con la boca tapada, luchó un poco, sordamente, con su propia garganta, de la que una tos profunda irrumpía, gruñendo entre silbidos; en fin, dijo con voz cavernosa:

– Me ha echado aire, al acercarse. Perdone, usted no es de Casanova, ¿no es cierto?

(Y recogió y escondió algo en el pañuelo.) El forastero, dolido, mortificado, apurado por el asco que no lograba disimular, respondió:

– No, estoy de paso.

– Todos estamos de paso, querido señor.

Y abrió la boca, al decir esto, dejando ver los dientes, en una mueca fría, muda, apretando en densas arrugas, alrededor de los ojos penetrantes, el amarillo cartílago del rostro macilento.

– Guido Mazzarini, – continuó luego, lentamente, – es el diputado de Costanova. Un gran hombre.

Y frotó el índice con el pulgar de una mano, indicando con ello la razón de la grandeza.

– Siete meses después de las elecciones, en Costanova, querido señor, hierve aún furioso, como ve, el desdén contra él, porque, rechazado aquí por todos, ha logrado ganar con el sufragio bien pagado de las otras secciones electorales del colegio. Las furias no se han evaporado, porque Mazzarini, para vengarse, ha hecho que envíen al Municipio de Costanova… – apártese, apártese un poco; me falta el aire – un comisario real. Gracias. ¡Ya!, un comisario real. Cosa… cosa de gran relieve… Eh, un comisario real…

Alargó la mano y, ante los ojos del forastero que lo miraba sorprendido, cerró los dedos, dejando derecho solo el meñique, delgadísimo; frunció los labios y se quedó un rato mirando muy atento la uña lívida de ese dedo.

– Costanova es un gran pueblo, – dijo luego. – El universo, entero, gravita alrededor de Costanova. Las estrellas, desde el cielo, no hacen más que escrutar Costanova; y hay quien dice que se ríen; hay quien dice que suspiran por el deseo de tener cada una dentro de sí una ciudad como Costanova. ¿Sabe de qué dependen las suertes del universo? Del partido republicano de Costanova, el cual no puede beneficiarse de ningún modo, entre Mazzarini de un lado, y el ex-alcalde Cappadona del otro, que actúa como rey. Ahora se ha disuelto el Consejo del ayuntamiento, y en consecuencia, todo el universo se ha trastornado. Ahí están, ¿los oye? El que grita más que los demás es Paroni, sí, el de la perilla, la corbata roja y el sombrero de fieltro; grita así, porque quiere que la vida entera, y también la muerte, estén al servicio de los republicanos de Costanova. También la muerte, sí, señor. Se ha matado Pulino… ¿Sabe quién era Pulino? Un pobre enfermo, como yo. Somos muchos los enfermos así en Casanova. Y tendremos que servir para algo. Cansado de penar, el pobre Pulino hoy se ha…

– ¿Ahorcado?

– De la anilla de la lámpara, en la cocina. Eh, pero así, no, no me gusta. Demasiado esfuerzo, ahorcarse. Tenemos el revólver, querido señor. Una muerte más ligera. Bien; ¿escucha lo que dice Paroni? Dice que Pulino ha sido un imbécil, no porque se haya ahorcado, sino porque, antes de ahorcarse, no ha ido a Roma a matar a Guido Mazzarini. ¡Ya! Para que Costanova, y consecuentemente el universo, volviese a respirar. Cuando uno no sabe qué hacer con su propia vida, si no actúa así, si antes de matarse no mata a un Mazzarini, cualquiera que sea, es un imbécil. Se lo habría pagado él el viaje, dice. Con permiso, querido señor.

Se levantó de un salto; se ajustó, desde abajo, con ambas manos, el mantón en torno a la cara, hasta la visera de la gorra; y arropado así, doblado, lanzando ojeadas al círculo de los que gritaban, salió del café.

Ese forastero de paso se quedó pasmado; lo siguió con los ojos hasta la puerta; luego se volvió hacia el viejo camarero del café y le preguntó muy consternado:

– ¿Quién es?

El viejo camarero movió la cabeza amargamente; se golpeó el pecho con un dedo, y respondió, suspirando:

– También él… eh, poco podrá aguantar. ¡Todos de la misma familia! Antes dos hermanos y una hermana… Estudiante. Se llama Fazio. Luca Fazio. Culpa de una mala madre, ¿sabe? Por dinero, se casó con un tísico. Ahora ella está así, grande y gorda, en el campo, como una abadesa, mientras los pobres hijos, uno tras otro… ¡Lástima! ¿Sabe la cabeza que tiene ese?, ¡y cuánto ha estudiado! Culto; todos lo dicen. Viene de Roma, de estudiar. ¡Lástima!

Y el viejo camarero acudió al círculo de los gritones que, una vez pagada la consumición, se disponían a salir del café con Leopoldo Paroni a la cabeza.

Una tarde fea, húmeda, de noviembre. La niebla se adensaba. Mojado todo el empedrado de la plaza; y alrededor de cada farola bostezaba una aureola.

Apenas fuera de la puerta del café, todos se levantaron el cuello del gabán, y tras despedirse, cada uno tomó su camino.

Leopoldo Paroni, con la actitud que era en él habitual, de desdeñosa, ceñuda fiereza, levantó de través la cabeza, y así, con la perilla al aire cruzó la plaza, dándole vueltas al bastón. Se metió en la calle frente al café; luego giró a la derecha, en el primer callejón, al fondo del cual estaba su casa.

Dos farolillos paliduchos, ahogados en la niebla, iluminaban con dificultad esa asquerosa calleja: uno al principio, otro al final.

Cuando Paroni estuvo a la mitad del callejón, en las tinieblas, y ya comenzaba a suspirar ante el resplandor que llegaba débil del otro farolillo aún lejano, creyó discernir allí al fondo, justo delante de su casa, a alguien quieto. Sintió que se le revolvía toda la sangre y se paró.

¿Quién podía estar allí, a esa hora? Estaba alguien, sin duda, y evidentemente aguardaba; allí, justo delante de la puerta de su casa. Por tanto, por él. No para robar, cierto: todos sabían que él era tan pobre como Cincinato. Por enemistad política, entonces… ¿Alguien enviado por Mazzarini o por el comisario real? ¿Era posible? ¿Hasta ese punto?

Y el fiero republicano se volvió a mirar hacia atrás, perplejo, para ver si no le convenía volver al café o correr a alcanzar a los amigos de los que acababa de separarse; si no por otra cosa, al menos para que fueran testigos de la vileza, de la infamia del adversario. Pero se dio cuenta de que quien lo aguardaba, al oír ciertamente, en el silencio, el rumor de los pasos desde que entró en el callejón, venía a su encuentro, allí donde la sombra era más densa. Allí estaba, ahora se le veía mejor, era uno que estaba arropado. Paroni logró con dificultad vencer el temblor y la tentación de darse a la fuga; tosió, gritó fuerte:

– ¿Quién anda ahí?

– Paroni, – gritó una voz cavernosa.

Una alegría imprevista invadió y alivió a Paroni, al reconocer esa voz:

– Ah, Luca Fazio… ¿tú? ¡Quería decirlo! Pero ¿cómo? ¿Qué haces aquí? ¿Has vuelto de Roma?

– Hoy, – respondió, sombrío, Luca Fazio.

– ¿Me esperabas, querido?

– Sí. Estaba en el café. ¿No me has visto?

– No, en modo alguno. Ah, ¿estabas en el café? ¿Cómo estás, cómo estás, amigo mío?

– Mal, no me toques.

– ¿Quieres decirme algo?

– Sí, grave.

– ¿Grave? ¡Aquí estoy!

– Aquí, no; arriba, en tu casa.

– Pero… ¿qué hay? ¿Qué hay, Luca? Todo lo que yo pueda hacer, amigo mío…

– Te he dicho que no me toques, estoy mal.

Habían llegado a la casa. Paroni sacó del bolsillo la llave; abrió la puerta; encendió una cerilla, y comenzó a subir la breve escalerilla empinada, seguido por Luca Fazio.

– Cuidado… cuidado con los escalones…

Atravesaron una salita; entraron en el estudio, viciado por un acre humo estancado de pipa. Paroni encendió una sucia lucecilla blanca de petróleo, sobre el escritorio lleno de papeles, y se volvió preocupado hacia Fazio. Pero lo encontró con los ojos que se le salían de las órbitas; el pañuelo, apretado fuerte con ambas manos, en la boca. Tuvo un nuevo acceso de tos, terrible, con esa peste a tabaco.

– Oh, Dios… estás verdaderamente mal, Luca…

Este tuvo que esperar un rato para responder. Inclinó varias veces la cabeza. Se había puesto cadavérico.

– No me llames amigo, y sepárate – continuó diciendo finalmente. – No estoy en las últimas… No, me quedo… me quedo de pie… Tú, sepárate.

– Pero… pero yo no tengo miedo… – protestó Paroni.

– ¿No tienes miedo? Espera – se rio Luca Fazio. – Lo dices demasiado pronto. En Roma, al verme en las últimas, te comiste todo lo mío: guardé solo unas pocas monedas para comprarme este revólver.

Se metió una mano en el bolsillo del gabán y sacó un gran revólver.

Leopoldo Paroni, a la vista del arma, en manos de ese hombre en ese estado, se puso pálido como la cera, levantó las manos, balbució:

– ¿Está… está cargada? Oye, Luca…

– Cargada, – respondió frío Fazio. – Has dicho que no tienes miedo.

– No… pero, si, Dios nos libre..

– ¡Apártate! Espera… Me había encerrado en la habitación, en Roma, para acabar. Cuando, con el revólver ya apuntándome las sienes, he aquí que llaman a la puerta…

– ¿Tú, en Roma?

– En Roma. Abro. ¿Y sabes a quién me veo delante? A Guido Mazzarini.

– ¿Él?, ¿en tu casa?

Luca Fazio dijo que sí, varias veces, con la cabeza. Luego siguió:

– Me vio con el revólver en el puño, y en seguida, incluso por mi cara, comprendió lo que estaba a punto de hacer; corrió a mi encuentro; me agarró los brazos; me sacudió y me dijo: «Pero ¿cómo?, ¿así te matas? Oh, Luca, ¿tan imbécil eres? Pero ve… si quieres hacer esto… te pago el viaje; corre a Costanova, y mátame antes a Leopoldo Paroni!»

Paroni, atentísimo hasta entonces al torvo y extraño discurso, con el alma en vilo ante la tremenda expectativa de una atroz violencia cualquiera delante de él, sintió de pronto que se le soltaban los miembros; y abrió la boca con una sonrisa escuálida, vana:

– ¿… Bromeas?

Luca Fazio dio un paso hacia atrás; sintió como un tirón convulso en una mejilla, cerca de la nariz, y dijo, con la boca torcida:

– No bromeo. Mazzarini me ha pagado el viaje; y aquí estoy. Ahora yo, primero te mato a ti, y luego me mato yo.

Diciendo esto, levantó el brazo con el arma, y apuntó.

Paroni, aterrorizado, con las manos delante de la cara, trató de sustraerse a la puntería:

– ¿Estás loco?… Luca… ¿estás loco?

– ¡No te muevas! – lo intimidó Luca fazio. – ¿Loco, eh?, ¿te parezco loco? ¿Y no has gritado en el café durante tres horas que Pulino ha sido un imbécil porque, antes de ahorcarse, no ha ido a Roma para matar a Mazzarini?

Leopoldo Paroni intentó rebelarse:

– ¡Pero hay una diferencia, por Dios! ¡Yo no soy Mazzarini!

– ¿Diferencia? – exclamó Fazio, teniendo siempre apuntado a Paroni. – ¿Qué diferencia quiere que haya entre tú y Mazzarini, para uno como yo o como Pulino, a los que no nos importa ya nada de vuestra vida y de todas vuestras payasadas?  ¡Matarte a ti o a otro, al primero que pasa por la calle, todo es igual para nosotros! Ah, ¿somos imbéciles para ti, si no nos convertimos en un instrumento, al final, de tu odio o del de otro, de vuestras peleas y de vuestras bufonadas? Pues bien: ¡yo no quiero ser un imbécil como Pulino, y te mato!

– Por favor, Luca… ¿qué haces? ¡He sido siempre tu amigo! – continuó rogando Paroni, torciéndose, para apartar la boca del revólver.

Se agitaba verdaderamente en los ojos de Fazio la loca tentación de apretar el gatillo del arma.

– Eh, – dijo con la habitual mueca fría en los labios. – Cuando uno no sabe ya qué hacer con su propia vida… ¡Bufón! Tranquilo; no te mataré. Como buen republicano, serás libre pensador, ¿no? ¡Ateo! Ciertamente… Si no, no habrías podido llamar imbécil a Pulino. Ahora tú crees que no te mato, porque espero alegrías y recompensas en el mundo del más allá… Pues no, ¿sabes? Sería para mí lo más atroz creer que tengo que llevarme conmigo el peso de las experiencias que me ha tocado tener en estos veintiséis años de vida. ¡No creo en nada! Y sin embargo, no te mato. Siento piedad por ti, por tu bufonería, en fin. Te veo desde lejos, y me pareces tan pequeño y miserable. Pero tu bufonería la quiero patentar.

– ¿Cómo? – dijo Paroni, con una mano en el oído, pues no había escuchado la última palabra en el aturdimiento en que se había hundido.

– Pa-ten-tar, – silabeó Fazio. – Tengo el derecho, dado que he llegado al final. Y tú no puedes rebelarte. Siéntate ahí, y escribe.

Le indicó el escritorio con el revólver, es más, casi lo cogió y lo llevó para que se sentara allí con el arma apuntada contra el pecho.

– ¿Qué… qué quieres que escriba? – balbució Paroni, aniquilado.

– Lo que voy a dictarte. Ahora estás debajo; pero mañana, cuando sepas que me he matado, levantarás la cresta; te conozco; y en el café gritarás que he sido un imbécil también yo. ¿No? Pero no lo hago por mí. ¿Qué quieres que me importen tus juicios? Quiero vengar a Pulino. Escribe pues… Ahí, ahí, está bien. Dos palabras. Una pequeña declaración. «Yo, el infrascrito, me arrepiento…» ¡Ah, no por Dios!, ¡escribe, vamos! ¡Solo así te ahorro la vida! O escribe o te mato… «Me arrepiento de haber llamado imbécil a Pulino, esta tarde, en el café, entre los amigos, porque, antes de matarse, no ha ido a Roma a matar a Mazzarini.» Esta es la pura verdad: no sobra ni una palabra. Es más, dejo que le habrías pagado el viaje. ¿Lo has escrito? Ahora sigue: «Luca Fazio, antes de matarse, ha venido a visitarme…» ¿Quieres escribir armado con un revólver? Pues ponlo: «armado con un revólver». Además no tendré que pagar una multa por tenencia ilícita de armas. Por tanto: «Luca Fazio ha venido a visitarme, armado con un revólver», ¿lo has escrito?, «y me ha dicho que, consecuentemente, también él, para que no lo llamara imbécil ni Mazzarini ni ningún otro, tendría que matarme a mí como a un perro». Has escrito como a un perro? Bien. Continuemos. «Podía hacerlo, y no lo ha hecho. No lo ha hecho porque ha sentido asco y piedad por mí y por mi miedo. Le ha bastado que le declarara que el verdadero imbécil soy yo.«

Paroni, en este punto, congestionado, apartó con furia el papel, y se echó hacia atrás protestando:

– Esto además…

– Que el verdadero imbécil soy yo, – repitió frío, perentoriamente, Luca Fazio. – Tu dignidad, sálvala mejor, querido, mirando el papel en el que escribes, y no esta arma que tienes encima. ¿Lo has escrito? Firma ahora.

Hizo que le entregara la carta; la leyó atentamente; dijo:

– Está bien. La encontrarán conmigo, mañana.

La plegó en cuatro y se la metió en el bolsillo.

– Consuélate, Leopoldo, con el pensamiento de que voy a hacer una cosa un poquito más difícil que la que tú acabas de hacer ahora. Buenas noches.

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