3.6 Su Majestad
Junto a la tragedia, sin embargo, también tuvieron en Costanova una farsa cuando se disolvió el Consejo del ayuntamiento y llegó de Roma el Comisario Real.
Ese día, Melchiorino Palí, en la sala de espera de la estación, dándose golpecitos en el pecho con las dos manitas perdidas en un par de viejos guantes grises agujereados por las puntas, se desahogaba diciendo:
– ¡Pero nosotros, nosotros haremos la revolución… ón! ¡Nosotros!
Sus compañeros del Consejo disuelto (el consejo fracasado, como decía en voz baja el inspector de la sala, que era un viejecito toscano, inscrito, como era la regla entonces, en la liga socialista de los ferroviarios), tras un largo debate, habían decidido ir a la estación para acoger al huésped, aunque adversario. Y habían venido con traje largo y sombrero de copa. Palí había intentado disuadirlos, explicándoles que no se debía hacer eso de ningún modo. No lo había logrado, y al final también había ido él. Con las míseras ropas de diario, sin embargo. En señal de protesta.
Muy pequeño, con una pequeña barba roja y gafas azules, oprimido por un sombrero rígido, gastado, verdoso, que se le hundía hasta la nuca, las orejas dobladas bajo las alas, oprimido por un pesado abrigo de color tabaco, continuaba desahogándose, gesticulando con furia. Pero se dirigía con preferencia a los carteles ilustrados, colgados en las paredes de la sala de espera, visto que ninguno de sus compañeros lo escuchaba.
El viejo inspector de la sala, en tanto, se divertía con él, con una risita burlona en los labios.
Desde uno de esos carteles, una espléndida muchacha escotada le ofrecía riendo una jarra de cerveza con la espuma rebosante, como para hacer que se callara. Pero en vano.
– ¡Revolución! ¡Revolución! – continuaba Melchiorino Palí, quien, cuando estaba tan agitado, solía repetir dos o tres veces las últimas sílabas de las palabras, como si él mismo fuera el eco – Ón… ón…
Estaba indignado, no tanto por la disolución del Consejo (le importaba un higo… igo… un higo seco… eco… a él, si ya no era consejero), cuanto por el espectáculo nauseabundo que el gobierno le daba a toda la nación tramando sin pudor con el partido socialista, hasta darle la razón a esos cuatro sinvergüenzas que en Costanova iban por la calle con el clavel en el ojal, protegidos por el honorable Mazzarini, diputado del consejo, que en Costanova, sin embargo, no había obtenido más de veintidós votos… otos.
Ahora esta, sin duda alguna, era una venganza de Mazzarini, el cual, cuando se fue a Roma, había jurado darle una lección memorable al pueblo que se le había mostrado tan acérrimamente enemigo… igo. Pero ¿qué lección? ¿La disolución del Consejo? ¡Vamos! ¡Miserias! Melchiorino Palí consideraba desde un punto de vista más elevado la cuestión… ón. ¿Diez, veinte, treinta liras al día a un tranviario, a un ferroviario? ¡Cuatro, cinco meses de preparación, si acaso! ¡Y un profesor de instituto, un juez que han tenido que estudiar veinte años para arrancar una licenciatura y afrontar oposiciones dificilísimas, no las tenían, no tenían treinta liras al día! ¡Y todas las conmiseraciones, en tanto, y todas las atenciones para el así llamado proletariado… ado… ado!
En este punto, no se sabe cómo, la muchacha escotada del cartel, como si estuviera cansada de ofrecerle en vano su jarra de cerveza a uno que le arrojaba tanta furia de gestos airados, se despegó de la pared y se precipitó con estruendo sobre el sofá de piel donde estaba sentado el ex-alcalde, el caballero Decenzio Cappadona.
– ¡Vamos!, ¡se ha caído el clavo! – exclamó entonces, mientras acudía con una risa mordaz el viejecito inspector de la sala.
Cappadona se puso en pie de un salto maldiciendo, y le dio a Melchiorino Palí, que se había quedado con la boca abierta y los diez dedos en el aire, un empujón tan furioso, que lo lanzó encima de uno de los compañeros.
– ¿Yo? ¿Qué tengo que ver yo? ¡Yo no sé nada del clavo! – se volvió furioso Palí; luego, encontrándose de frente a ese compañero y cogiéndole un botón del pecho de la chaqueta: – ¿No te parecen razones sagradas? Porque, sí, señor, estoy de acuerdo: treinta liras al día… ía… al tranviario, al ferroviario… ¡estoy de acuerdo!, pero entonces dadle cien al juez, al profesor… or… y si no, por Dios, ¡nosotros haremos la revolución… ón… por Dios! ¡Nosotros!
Ese compañero se miraba el botón. Llevaba un bombín gastado, pero con mucha dignidad, y se había preparado con tanto cuidado, que se sentía deshecho, ahora, con ese discurso y aprobaba y resoplaba y ponía los ojos en blanco. Al final no pudo más: lo dejó solo y se acercó al caballero Cappadona para rogarle que, valiéndose de su autoridad, hiciese que se callara ese energúmeno. Era una indecencia gritar así, con toda esa miseria encima. ¡Comprometía, claro!
Pero el caballero Decenzio Cappadona, que ya se había arreglado y estaba ahora abstraído y absorto, hizo una levísima señal con la mano y siguió alisándose la perilla real. Lo llamaban en Costanova Su Majestad, porque era el vivo retrato de Vittorio Emanuele II vestido de cazador: la misma corpulencia, los mismos bigotes, la misma perilla, la misma nariz respingona; Vittorio Emanuele II, en suma, purus et putus, como solía repetir el notario Colamassimo, que sabía latín.
También él, el caballero Cappadona, había venido con la ropa de diario; pero ¡qué tenía que ver!, era sabido de todos que él no se cambiaba nunca, ni siquiera en las ocasiones más solemnes, su espléndido traje de terciopelo de cazador y las botas y el sombrero de ala ancha con la pluma metida en un lado de la cinta, que eran exactamente iguales a los que el Gran Rey llevaba en el retrato famoso que al caballero Decenzio le servía de modelo.
Los malvados pensaban que no tenía más méritos para ser alcalde de Costanova que ese extraordinario parecido, y que en su vida no había realizado más estudios que el que había hecho de modo tan atento sobre el retrato del primer rey de Italia.
Esta segunda maldad quizás podía tener algún fundamento verdadero: la primera, no.
No bastaba, de hecho, ni siquiera en esos tiempos, parecerse a Vittorio Emanuele II para ser alcalde de un ayuntamiento de Italia. Pues, ciertamente, raro era que en cada ciudad no hubiera por lo menos uno que se esforzara por parecerse a Vittorio Emanuele II, o incluso a Umberto I, sin ser por esto ni siquiera consejero de la minoría.
En verdad, era necesario algo más.
Y este algo más el caballero Decenzio Cappadona lo tenía. Millonario, podía darse el gusto de desahogar exclusivamente toda la actividad moral y material de la que era capaz en el ejercicio de esa semejanza.
En Costanova era rey; su casa, un palacio real; tenía en el campo una numerosa escolta de guardas en uniforme que eran como su ejército; todos los habitantes, excepto ese puñado de bufones capitaneados por el republicano Leopoldo Paroni, eran para él más sus súbditos que sus electores; tenía una caballeriza magnífica, una jauría de perros preciosa; amaba a las mujeres, amaba la caza; y, por tanto ¿quién era más Vittorio Emanuele que él?
Ahora, durante la última administración, alguno de los asesores había tenido que cometer alguna pequeña estupidez administrativa: el caballero Decenzio no lo sabía bien: él era rey, reinaba y no gobernaba. El hecho es que el Consejo había sido disuelto. En unos momentos llegaría el Comisario Real; el caballero Decenzio se había molestado en venir a la estación; lo acogería cortésmente, con la certeza de que también este se volvería su súbdito temporal muy devoto; se harían las nuevas elecciones, y sin duda lo elegirían de nuevo alcalde, lo aclamarían de nuevo rey, sin duda alguna.
La campanilla comenzó a sonar. El caballero Cappadona bostezó, se levantó, golpeó la fusta contra las botas, haciendo, como era habitual, con los labios: – Bembé… Bembé… – y salió, seguido por los demás, bajo la marquesina de la estación. Melchiorino Palí repetía una vez más que nosotros somos los que tenemos que hacer la revolu… pero vio a dos guardias en la puerta de la sala de espera, y las últimas sílabas de la palabra se le quedaron en la garganta: salió, poco después, como era habitual, solo el eco, atenuado:
– Ón… ón…
La corneta del guardabarrera sonó a lo lejos: se oyó el silbido del tren.
– ¡La campana! – ordenó entonces el jefe de la estación que se había acercado a obsequiar al caballero Cappadona.
Y he aquí el tren, resoplando, majestuoso. Todos se ponen en fila, a la espera, ansiosos, y con esa excitación que la llegada de los vagones, con su señorío ruidoso y violento, suele despertar; los ferroviarios corren a abrir las puertas gritando: ¡Costanova! ¡Costanova! De un coche de primera clase, un larguirucho miope, escuálido, con unos bigotes rubios a la manera de los chinos, le tiende una maleta al mozo y le dice despacio:
– Comisario Real.
Los que esperan lo miran desilusionados, dándose codazos a hurtadillas, y el caballero Decenzio Cappadona se adelanta con su aspecto real, cuando de pronto – ¿es una broma?, ¿una alucinación? – detrás de ese larguirucho miope baja majestuoso hasta la tarima del coche otro Vittorio Emanuele II, más Vittorio Emanuel que el caballero Decencio Cappadona.
Los dos hombres, frente a frente, se escrutan desconcertados. Ninguno de los ex-consejeros osa adelantarse; incluso el jefe de la estación, que se había prestado a presentar el ex-alcalde al Real Comisario, se queda clavado en su sitio; y ese otro Vittorio Emanuele que es el comendador Amilcare Zegretti, precisamente él, el Comisario real, pasa entre todos esos hombres casi pasmados y se lanza con un agudo crujido de los zapatos, que parece expresar la ferocísima rabia que lo domina, a la sala de espera, seguido de su enjuto secretario particular.
– Lla… lla… lla…
No encuentra la voz. Este, entretanto, no osa levantar los ojos para mirarlo a la cara.
– Llame al je… al jefe de la estación, se lo ruego.
Bajo la marquesina, el jefe de la estación se ha quedado mirando uno a uno a los miembros del Consejo disuelto, todos aún aturdidos, y al caballero Decenzio Cappadona, justamente atónito y casi con el juicio perdido. El secretario particular se le acerca, tímido, vacilante:
– Perdone, señor Jefe, una palabra.
El jefe de la estación acude preocupado a la sala de espera y allí encuentra al comendador Zegretti con los ojos desencajados y fulminantes y la palma de la mano bajo la nariz, en actitud pensativa, sí, pero que parece hecho aposta para esconderse los bigotes y apéndices.
– Esos… esos señores, perdone…
– Del Consejo disuelto, sí, señor. Han venido justo para obsequiar al señor Comendador.
– Gracias, y… está, perdone, está también el… ¿cómo se llama?
– ¿El ex-alcalde? Caballero Cappadona, sí, señor. Es más, sería justo…
– Está bien, está bien. Déle las gracias, pero dígale que… que yo he venido también para hacer una… una pequeña investigación, en fin. No sería, pues, prudente… Nos veremos en el Ayuntamiento. Haga venir aquí a mi secretario, se lo ruego. ¿Dónde está?, ¿dónde se ha metido?
El secretario, bajo la marquesina, estaba asediado por los miembros del Consejo disuelto. Melchiorino Palí había expuesto crudamente el dilema:
– O se afeita uno o se afeita el otro.
¡Anda ya!, ¡no!, era necesario que se afeitara el recién llegado, a la fuerza; porque el parecido de Cappadona con Vittorio Emanuele II era conocido de todos, y por ello, si se afeitara él, y en cambio el Comisario Real entrara en Costanova como Vittorio Emanuel, el escándalo no se evitaría. Escándalo inaudito, porque en Costanova la llegada de ese Comisario Real representaba un verdadero y propio acontecimiento. Estallaría un silbido general; todo el pueblo reventaría de risa; hasta las casas de Costanova se tambalearían con un estremecimiento de espantosa hilaridad; hasta los guijarros de la calles saltarían fuera, mostrándose como muchos dientes, en una convulsión de risa.
– ¡Mazzarini! ¡Mazzarini! – gritaba más fuerte que los otros Melchiorino Palí. – Ha sido él, ¡el honorable Mazzarini! ¡Esta es la venganza que nos ha jurado!, ¡la lección memorable! Lo ha elegido él, en Roma, al Comisario Real para Costanova… ova… ova… ¡Canalla! ¡Una ofensa a la memoria, a la efigie de nuestro Gran rey! ¡Irrisión, atentado al prestigio de la autoridad!
Había que impedirlo a toda costa; enviar en seguida por un barbero de confianza; y allí mismo, en la sala de espera, inducir al Comisario Real a que sacrificara al menos la perilla… sí, e incluso un poquito de bigotes, antes de entrar en el pueblo. Pero ¿quién se tomaba la responsabilidad de hacerle semejante propuesta al comendador Zegretti?
El caballero Decenzio Cappadona se había alejado, hosco, y con la fusta se desahogaba contra la inocente ruca blanca y la cerraja con flores amarillas que crecían en las grietas del antiguo parapeto que impide entrar en la estación.
– ¡Marcocci! – tronó en ese momento el comendador Zegretti, asomándose al umbral de la sala de espera, furioso.
El pobre secretario, aplastado bajo el encargo que le habían hecho los ex-consejeros, acudió como un perro que huele en el aire la paliza.
– ¡Un coche!
– Espere… perdone, señor Comendador… – intentó decir Marcocci. – Si… si usted quisiera… decían esos señores… antes de entrar en el pueblo… aquí mismo… decían esos señores… porque, ¿ha visto usted?, está aquí… ese que… el ex-alcalde, ¿lo ha visto? Por ello, decían esos señores…
– ¡En fin, explíquese! – le gritó Zegretti.
– Pues, sí, señor… aquí mismo, se podría… si usted quisiera… decían… mandar por un… ¿cómo se llama?, y cortarse, un poquito al menos… si acaso, solo los bigotes, señor Comendador, decían esos señores.
– ¿Qué? – rugió el comendador Zegretti y se le paró en frente, casi como para estallarle encima, hinchado como estaba de cólera y de desdén. – ¿Sabe usted que yo soy aquí, ahora, la primera autoridad del pueblo?
– ¡Sí, señor, sí, señor!, ¿cómo no voy a saberlo?
– ¿Y por tanto? ¡Un coche!
Y se marchó, con el pecho fuera, ceñudo, los bigotes al aire, la nariz al viento.
Naturalmente, en Costanova sucedió lo que los miembros del Consejo disuelto habían desgraciadamente previsto.
Una venganza más feroz que esa no podía tomarse el honorable Mazzarini, no solo contra el caballero Decenzio Cappadona, su acérrimo adversario, sino contra la autoridad constituida; él, socialista.
¿Retrógrado, conservador, el pueblo de Costanova? ¡Entonces, dos reyes! Uno el retrato del otro, y uno armado contra el otro.
Ahora, como un león enjaulado, el comendador Zegretti en la gran sala del Ayuntamiento, volviendo a pensar en el empeño de ese diputado de Roma para que lo mandaran a él, y no a otro, como Comisario Real a Costanova; volviendo a pensar en la gran satisfacción que él había sentido por ese encargo, temblaba de rabia, se enrollaba los bigotes hasta torcerse el labio aquí y allí, se tiraba de la perilla, se clavaba las uñas en las palmas de las manos, ¡estaba rojo de ira!
¿Cómo ser Comisario real en ese pueblo en el que no podía dejarse ver sin provocar en seguida un estallido de risas?
Si no hubiese estado el otro, él ciertamente inspiraría mayor reverencia con su aspecto, que testimoniaba la devoción a la monarquía, el culto incluso fanático a la memoria del Gran rey. Pero ahora… así… ¿Y si alguno hubiese escrito a Roma, a los periódicos? , ¿y si algún diputado hubiese hablado de ello en el Congreso?
Pensando en ello, el comendador Zegretti sentía que la agitación le crecía cada vez más; paseaba, se detenía, paseaba de nuevo un poco, se volvía a parar, resoplando cada vez y sacudiendo en el aire los puños.
Esa sala del Ayuntamiento era magnífica, con el estrado dividido, en relieve, adornado de dorados. El caballero Decenzio Cappadona había hecho que la decoraran y engalanaran suntuosamente a sus expensas. En la pared del fondo lucía un gran retrato del primer rey de Italia, que el mismo Cappadona había hecho que realizara allí, en Costanova, un pintor de paso, haciendo él mismo de modelo.
¡Imbécil! ¡Bufón! ¿Tan moreno? ¿Cuándo fue Vittorio Emanuele II tan moreno?
Rubio oscuro y con los ojos celestes: así era Vittorio Emanuele II; como era él, en suma, el comendador Zegretti, que tenía por ello casi un derecho natural a ejercer el parecido. Eh, pero entonces, cualquier canalla, con tal de tener la nariz un poco respingona y un poco de crecimiento en los pelos de la cara, podía figurar como Vittorio Emanuele II; si no se tenía en cuenta el color del pelo, el color de los ojos.
Más de uno en Costanova le daba la razón al Comisario Real, es decir, sostenía que verdaderamente él, con esos ojos de carnero, se parecía a Vittorio Emanuele II más que Cappadona; otros, en cambio, sostenían lo contrario; y las discusiones se hacían cada día más calurosas. Apenas lo veían pasar por la calle, todos salían de sus negocios, se asomaban a las ventanas o se paraban a mirarlo:
– ¡Vaya, qué guapo!, ¡magnífico!, ¡miradlo!
Nadie pudo asistir, sin embargo, a la escena más bufa, que se desarrolló en la sala del Ayuntamiento, donde una mañana tuvieron que encontrarse de frente estos dos Vittorio Emanuele. Y había además un tercero, allí, pintado al óleo, de tamaño natural, que se regocijaba con ellos desde lo alto de la pared, tan ceñudos.
Un gran gentío, esa mañana, con el anuncio de la invitación que el Comisario Real le había hecho a Cappadona para interrogarlo sobre la última gestión administrativa, se había congregado bajo el Ayuntamiento. Figúrense, por tanto, el ánimo del caballero Decenzio, mientras se dirigía, entre tanta gente aglomerada, a ese encuentro; y el ánimo del comendador Zegretti, hasta el que llegaba el ruido de la plaza.
Además de la irrisión, que se manifestaba en la curiosidad de toda esa gente ociosa, algo más irritaba sordamente al caballero Cappadona. Aunque muy magnífico con el pueblo, era también muy celoso con todos sus regalos al Ayuntamiento. Ahora, desde hacía varios días, pasando bajo el Ayuntamiento, había visto abiertas al sol, de par en par, las ventanas de la parte de delante, que eran justo las del salón. ¡Pobres cortinas, por tanto!, ¡pobres muebles, ante esa luz descarada!, ¡y quién sabe cuánto polvo!, ¡qué desorden!
Cuando entró acompañado por el secretario Marcocci, y vio la gran alfombra persa, que cubría el suelo de un cabo a otro, en un estado miserable, como si por ella hubiera pasado una manada de cerdos, se sintió muy turbado. Pero sintió precisamente que los dedos se le contraían cuando vio que este lo recibía sin el menor miramiento. ¡Señores míos, ese intruso allí! Ese intruso, que – mostrándose con ese gesto villano e indigno de habitar en un lugar adornado con tanto decoro y tanto lujo – osaba incluso parodiar la imagen de un rey.
El comendador Zegretti estaba sentado delante de un elegantísimo escritorio, atiborrado de papeles, que había hecho que llevaran allí al salón, y escribía. Sin ni siquiera levantar los ojos, dijo secamente:
– Siéntese.
Pero Cappadona ya se había sentado solo, sin que lo invitaran a hacerlo, en el sillón de enfrente.
El Comisario Real, con la mirada baja aún, se puso a exponerle al ex-alcalde la razón por la que lo había hecho venir.
En cierto momento Cappadona, que lo miraba fieramente, se puso en pie de un salto, apretando los puños.
– Perdone, – dijo, – ¿no se podrían cerrar un poquito estas ventanas?
Dos, tres silbidos se dispararon en ese momento del gentío reunido en la plaza subyacente.
El comendador Zegretti levantó la cabeza, tirándose del bigote con aire grave, y dijo:
– Pero yo no tengo miedo, sépalo.
– ¿Y quién tiene miedo? – dijo Cappadona. – Lo digo por estas pobres cortinas… por esta alfombra, comprenderá…
El comendador Zegretti miró las cortinas, miró la alfombra, se echó hacia atrás, sobre el respaldo del sillón, y acariciándose ahora la interminable perilla:
– ¡Bah! – suspiró. – ¡Me gusta, sabe, me gusta trabajar a la luz del día!
– Eh, – gruñó Cappadona, – si no se arruinara la tapicería… Comprendo que a usted no le importe nada; pero, si me permite, le advierto que me importa a mí, porque es mía.
– Del Ayuntamiento, si acaso.
– ¡No! Mía, mía, mía. ¡Comprada a mis expensas! Mía, la silla en que se sienta; mío, el escritorio en que escribe. Todo lo que ve aquí, mío, mío, mío, comprado con mi dinero, ¡sépalo! Y si quiere tomarse la molestia de asomarse un poquito a la ventana, le muestro allí el edificio de las escuelas que he hecho levantar de nueva planta y construir a mis expensas y vestir por completo: ¡yo! Y están también las escuelas técnicas que el señor Mazzarini, diputado del Consejo, no ha logrado obtener del Gobierno, como era su obligación, y que mantengo yo, a mis expensas: ¡yo! Si quiere levantarse un poquito y asomarse a la ventana, le muestro, más allá, otro edificio, el hospital, construido, decorado y mantenido también por mí, a mis expensas… ¡Y esta, ahora, es la recompensa, querido señor! Lo envían aquí a usted, no sé para qué: espero que usted me lo diga… me explique bien qué ha venido a hacer aquí usted… Pero ya lo veo… ya lo veo…
Y el caballero Decenzio Cappadona, abriendo los brazos, se puso a mirar la alfombra arruinada.
Con fría calma ostentosa, el comendador Zegretti, levantando las cejas:
– Pues yo, – dijo, – en cambio, ¿sabe?, estoy aquí para ver qué ha hecho usted, mejor.
– ¡Ya le he dicho qué es lo que he hecho! Y están las pruebas ahí: ¡está todo el pueblo que puede responder por mí! ¿Quién es usted?, ¿qué quiere de mí?
– ¡Yo aquí represento el Gobierno! – respondió ensombreciéndose el comendador Zegretti, y apoyó las manos en el escritorio.
Cappadona se sacudió por completo, tres veces:
– ¡Vamos, señor!, pero ¡qué Gobierno!, ¡ni se lo crea!, ya le diré yo qué representa usted aquí.
– ¡Esto es el colmo! – gritó el Comisario Real, poniéndose en pie también él. – ¡No puedo tolerar en modo alguno que usted se dé estos aires delante de mí!
Y los dos Vittorio Emanuele se miraron finalmente a los ojos, pálidos y vibrantes de ira.
– ¿Que yo me doy aires? – dijo con sarcasmo Cappadona. – Los aires se los da usted, me parece. No se ha dignado ni siquiera a levantarse cuando he entrado, como si hubiese entrado un don nadie, donde precisamente todo me pertenece.
– ¡Pero yo ni sé, ni quiero, ni debo saber estas cosas! – respondió, cada vez más agitado el comendador Zegretti. – Esta es la sede del Ayuntamiento.
– ¡Muy bien! ¡Del Ayuntamiento! ¡No una caballeriza, por tanto!
– ¡Usted me está ofendiendo!
– Si así le parece…
Y el comendador Zegretti señaló con fiereza la puerta.
Se vieron, entonces, uno encima del otro, los dos reyes: los bigotes les temblaban, les temblaban las barbas, y las narices en posición firme palpitaban.
– ¿Se atreve a decirme esto a mí? – tronó el Vittorio Emanuele del pueblo.
Su voz se oyó en la plaza subyacente y un huracán de silbidos y de gritos descompuestos se levantó amenazante.
– ¡Justo a usted!, ¡sí, señor! ¡Porque no tengo miedo! – imprecó, palidísimo, el comendador Zegretti. – Y si encuentro aquí, entre estos documentos, alguna irregularidad…
– ¿Me envía al calabozo? – terminó la frase Cappadona, con sarcasmo. – Pero, inténtelo, inténtelo; verá lo que sucede… Usted aquí no representa sino a cuatro canallas puestos allí por ese bribón de Mazzarini, diputado socialista, enemigo de la patria y del rey, ¿lo ha comprendido? ¡Del rey, del rey; se lo grito a la cara a usted que está disfrazado de este modo!
Se aturdió, en su furor, el comendador Zegretti.
– ¿Disfrazado, yo? – dijo. – ¿Cómo?… ¿Y usted? ¡Se necesita tener ánimo, por Dios! ¡Pero quítese de ahí!, ¡pero váyase! ¿Disfrazado, yo? Pero ¿cuándo, dónde vio usted a Vittorio Emanuele a quien ha calumniado con ese retrato de ahí? No era en modo alguno moreno, ¿lo sabe?, ¡como usted se lo imagina, a Vittorio Emanuele II!
– ¿Ah, no?, ¿cómo era?, ¿rojo?, ¿negro?, ¿republicano?, ¿socialista como usted?, ¿protector de canallas? Pero, ¡aféitese!, ¡aféitese!, ¡haría mejor papel! ¡No profane así la imagen del Rey! Y basta, no le digo más. ¡Nos las veremos, querido señor, en las próximas elecciones!
Y el caballero Decenzio Cappadona, con la cara en llamas, salió resoplando con muy orgulloso desdén.
En la plaza fue acogido por un fragoroso estallido de aplausos. A los amigos más íntimos, que lo esperaban ansiosos, no pudo responderles más que con estas palabras:
– ¡Haré una carnicería, palabra de honor!
Y la guerra comenzó, ferocísima, entre los dos reyes.
Como era de prever, sin embargo, la derrota fue para el comendador Zegretti, pues Cappadona tenía de su parte a todo el pueblo.
Apenas se mostraba por la calle, dos, tres lo llamaban a gritos:
– ¡Caballero! ¡Señor alcalde!
Iba hacia adelante; y un cuarto, en fin, lo alcanzaba corriendo, le golpeaba amistosamente la espalda con una mano.
– ¡Querido Decenzio!
Se volvía de pronto, con ojos de los que salían llamas; y en seguida:
– ¡Ah, perdone, señor Comendador! Creía que era el caballero Cappadona… ¡Lo comprenderá! Perdone…
¿Volvía al Ayuntamiento? A lo largo del atrio había muchas puertas tapiadas; quedaban, sin embargo, aquí y allá, los declives en el grosor de la pared, como nichos: pues bien, de cada uno de ellas salía fuera un pillo, al paso del Comendador. Un saludo militar; un grito: – ¡Majestad! – y a dar una espantada.
El comendador Zegretti despidió entonces al portero, que era un pobre viejecito que se alojaba allí por caridad y que no tenía culpa alguna. Él, de hecho, dejaba en custodia de la mujer la entrada, y se iba por el pueblo todo el día, preguntando en voz alta, desde lejos, si acaso había alguien que quería afeitarse.
Echado en medio de la calle, fue a llorarle al caballero Cappadona. Su Majestad le prometió que, una vez hechas las elecciones, lo reasumiría en el trabajo, y entretanto, le dio lo suficiente como para que vivieran él y su familia. Contento, el viejecito le mostró las tijeras al caballero Cappadona:
– ¡No lo dude, señor Caballero, que si lo pillo con comodidad, lo agarro por los pelos y lo esquilo con determinación. ¡Bigotes y perilla, Caballero!
Esta amenaza llegó a los oídos del comendador Zegretti, el cual, desde entonces, comenzó a salir acompañado por dos guardias. Y entonces, desde lejos, silbidos, gritos y otros ruidos groseros, que llegaban hasta el cielo.
Fue peor cuando el secretario Marcocci, que se había vuelto más escuálido y más miope que cuando llegó, una tarde, buscando en un desván unos documentos, se quemó por desgracia con la vela que tenía en la mano uno de esos rubios bigotitos suyos al modo chino, y se vio por ello obligado a afeitarse también el otro.
Todo el pueblo, al día siguiente, viéndolo tan afeitado, lo volvió a acompañar casi triunfal hasta el Ayuntamiento, como si ese pobre hombre se hubiera afeitado para darle una satisfacción al Ayuntamiento de Costanova, y un buen ejemplo, a su principal.
El comendador Zegretti no se dejó ver por el pueblo. El día de las elecciones estaba ya cerca. Por prudencia, previendo la explosión de júbilo popular por la victoria incontrastable de Cappadona, le pidió al Prefecto de la capital un refuerzo de soldados.
Pero la población de Costanova, muy contenta y excitada por el vino de las bodegas de Su Majestad, no se dejó intimidar por ese refuerzo; y el día señalado se rebeló en una frenética manifestación. Los guardias que defendían el ayuntamiento cargaron violentamente contra el gentío; pero los empujones, los choques, que aplastaban aquí y allá a los manifestantes y los dejaban un poco, contenidos por todos lados, boqueando como peces, no sirvieron para nada: tomaban aliento de nuevo esos demonios desatados y gritaban más fuerte que antes:
– ¡Abajo Zegrettiii! ¡Abajo la perillaaa! ¡Que se afeite!, ¡que se afeiteee! ¡Viva Cappadonaaa! ¡Aféitate, Zegrettiii!
Un pandemonio.
Pero afeitarse, no. ¡Ah, afeitarse, no! Mejor, el comendador Zegretti, no por miedo, sino por no ceder ante ese que indignamente se creía el retrato de Vittorio Emanuele II, y para que no huyera derrotada en su persona la verdadera imagen del gran Rey, se había dejado crecer desde hacía muchos días los vellos de las mejillas.
La misma noche de ese día memorable, él, profundamente dolorido, se fue con unas barbas de padre capuchino, mientras el otro, triunfante, de nuevo tomaba posesión del Ayuntamiento de Costanova, más Vittorio Emanuele que nunca.