Página dedicada a mi madre, julio de 2020

3.7 Los tres pensamientos de la pequeña deforme

Bien, hasta los nueve años: nació bien, creció bien.

A los nueve años, como si el destino hubiese tendido desde la sombra una mano invisible y se la hubiese puesto en la cabeza: – ¡Hasta aquí! -, Clementina, de pronto, se había hecho una maraña. Allí, a poco más de un metro del suelo.

Los médicos, ¡eh!, enseguida, con su ciencia, habían comprendido que no crecería más. Linfatismo, caquexia, raquitismo…

¡Estupendo! ¡Hacérselo entender a las piernas, ahora, al busto de Clementina, que no tenían que crecer! Busto y piernas, desde que, al nacer, se habían puesto a crecer, habían querido hacerlo a la fuerza, sin atender a razones. Al no poder hacerlo por mucho tiempo, bajo la horrible manaza que los aplastaba, se habían obstinado en crecer torcidos: dobladas, las piernas; el busto, jorobado, por delante y por detrás. Con tal de crecer…

¿Acaso no crecen así, por lo demás, incluso ciertos arbolitos, llenos de nudos, espolones y ramas lisiadas? Así. Con esta diferencia, sin embargo: el arbolito, en tanto, no tiene ojos para verse, ni corazón para sentir, ni mente para pensar; y una pobrecita deforme, sí; del arbolito tullido, que se sepa, no se burlan los derechos, ni lo miran mal por miedo al mal de ojo, ni huyen de él los pajaritos; y de una pobrecita deforme, sí, los hombres, y huyen de ella hasta los niños, y el arbolito, en fin, no tiene que enamorarse, porque florece en mayo por sí solo, naturalmente, así, tullido como está, y dará en otoño sus frutos; mientras que una pobrecita deforme…

Allí, pues, había una cosa que había resultado mal, y que no podía remediarse en modo alguno. Quien escribe una carta, si no le sale bien, la parte y la hace de nuevo. Pero ¿una vida? En absoluto se puede hacer de nuevo la vida, si se parte una vez.

Y además, Dios no quiere.

Casi le entrarían a uno ganas de no creer en él, en Dios, cuando se ven ciertas cosas. Pero Clementina creía en él. Y creía en él precisamente porque se veía así. ¿Qué otra explicación mejor que esta, que toda esta gran desgracia que, inocente, sin culpa alguna, le tocaba sufrir durante toda, toda la vida, que es solo una, y que ella tenía que pasar entera, entera, así, como si fuese una burla, una broma, soportable a duras penas un solo minuto y luego basta? ¡Vamos! Siempre así.

¿Dios, eh? Dios – estaba claro – lo había querido así, por un fin secreto suyo. Había que fingir que se creía en ello, por caridad; pues, de otro modo, Clementina se habría desesperado. Explicándoselo así, en cambio, ella podía hasta considerar como un bien toda su desgracia: un bien superior y glorioso. En el otro mundo, se entiende. En el cielo. ¡Qué bonita angelita será luego en el cielo Clementina!

Y claro, ella a veces le sonríe, al caminar, a la gente que la mira por la calle. Parece que quiere decir: «¡No se burlen de mí, vamos! Porque, ¿ven?, sonrío yo la primera. Estoy hecha así; no me he hecho yo; lo ha querido Dios; y, por tanto, no se aflijan siquiera, como no me aflijo yo, porque, si Dios lo ha querido, ¡sé con seguridad que luego me dará una recompensa!»

Por lo demás, las piernas, mucho no se ven, bajo la falda.

Solo Dios sabe cuánto padece Clementina para que esas piernas caminen. Y, a pesar de ello, sonríe.

La pena aumenta incluso por el afán que ella pone en no tambalearse tanto, para no hacerse notar demasiado por la gente. Pasar sin ser observada no podría. Deforme es. Pero vamos, andando así, con una cierta rapidez, y además modesta, y además sonriendo…

Alguno, sin embargo, de vez en cuando, se muestra cruel: la observa, quizás con expresión de compasión, y poco después vuelve a pasar ante ella por el otro lado, como si quisiera a toda costa darse cuenta de cómo consigue ella caminar con esas piernas. Clementina, al ver que con su habitual sonrisa no logra desarmar esa curiosidad despiadada, enrojece de rabia, baja la cabeza; alguna vez, perdiendo el dominio sobre sí misma, por poco no tropieza, no cae rodando por el suelo; y entonces, furiosa, casi se levantaría la falda y le gritaría a ese cruel:

– Mira, ¿lo ves? Y ahora déjame ser una deforme en paz.

En este barrio aún no es conocida. Clementina ha cambiado de casa hace pocas semanas. Donde estaba antes, todos la conocían; y nadie la molestaba ya. Será así, dentro de poco, también aquí. ¡Es necesario ser paciente! Ella está muy contenta con su nueva casa, que se levanta en una placita tranquila y limpia. Trabaja de la mañana a la tarde, con amabilidad y maestría, haciendo cajas y bolsitas para matrimonios y nacimientos. La hermana (tiene una hermana Clementina, que se llama Lauretta, cinco años menor que ella: pero… derecha, ¡y vaya!, esbelta, y muy guapa, rubia, florida) trabaja como modista en un taller: va cada mañana, a las ocho; vuelve a casa por la tarde, a las siete. Entre ellas, las dos hermanas se han hecho de madre recíprocamente; Clementina, primero, a Lauretta; ahora Lauretta, en cambio, a Clementina, aunque sea menor. ¡Pero si esta, por esa desgracia, se ha quedado como una muchachita de diez años!… ¡Lauretta, en cambio, ha adquirido tanta experiencia de la vida! Si no estuviera ella…

Clementina la escucha con la boca abierta.

¡Jesús, Jesús… qué cosas!

Y comprende, ahora, que con esos dos pobres pies torcidos nunca podrá entrar en el mundo misterioso que Lauretta le deja entrever. No siente envidia, sin embargo, sí un temor vago por sí misma. Lauretta, un día u otro, se lanzará a ese mundo hecho para ella; y ¿cómo se quedará entonces la pobre Clementina? Pero Lauretta la ha tranquilizado, le ha jurado que nunca la abandonará, incluso si se casa.

Y Clementina ahora piensa en este futuro marido de Lauretta. ¿Quién será? ¿Cómo se conocerán? En la calle, quizás. Él la mirará, la seguirá; luego, alguna tarde la parará. Y ¿qué se dirán? ¡Ah, qué ridículo tiene que ser enamorarse!

Con los ojos perdidos, sentada delante de de la mesita, cerca de la ventana, Clementina, fantaseando así, no se decide a comenzar el trabajo que tiene preparado en la superficie de la mesita. Mira afuera… ¿Qué mira?

Hay un joven, un guapo joven rubio, con el cabello largo y la barba de nazareno, sentado en una ventana en la casa de enfrente, con los codos apoyados en el alféizar y la cabeza entre las manos.

¿Es posible? Los ojos de ese joven están fijos en ella, con una intensidad extraña. Pálido… ¡Dios, qué pálido está!, debe de estar enfermo. Clementina lo ve ahora por primera vez, en esa ventana. Y en verdad él continúa mirando… Clementina se turba; luego suspira y se serena. El primer pensamiento que le viene a la cabeza es este:

¡No me mira a mí!

Si Lauretta estuviera en casa, ella pensaría que ese joven… Pero Lauretta nunca está en casa de día. Quizás en la ventana del piso de al lado se habrá asomado alguna guapa muchacha, de la que ese joven se ha enamorado. Pero se diría precisamente que él mira hacia acá, que la mira a ella. ¿Con esos ojos? ¡Vamos, imposible! ¿Oh, cómo! Ha hecho una señal ese joven con la mano: ¡como un saludo! ¿A ella? ¡No, no! Sin duda, habrá alguna que se ha asomado.

Y Clementina se asoma a la ventana, se sube en el taburete que está allí justo para ella, y – sin pensar – mira la ventana de al lado y luego la otra que sigue… mira la ventana de abajo, luego la del piso de arriba…

¡No hay nadie!

Tímidamente, vuelve de pasada una mirada al joven, y he ahí… otra señal de saludo, a ella, justo a ella… ¡ah, esta vez ya no hay duda!

Clementina escapa de la ventana, escapa de la habitación, con el corazón agitado. ¡Qué tonta! Pero es un error ciertamente… Ese joven de allí tiene que ser miope. Quién sabe con quién la habrá confundido… ¿Quizás con Lauretta? ¡Claro que sí! Quizás ha seguido a Lauretta por la calle; ha sabido que vive aquí, frente a él… Pero, entonces, ¡es más que miope! Tiene que estar precisamente ciego… Y sin embargo, no lleva gafas. Sí, Clementina no es fea de cara: se parece un poco a la hermana; ¡pero el cuerpo! ¡Quizás, quién sabe!, al verla ahí sentada, delante de la mesita, con el cojín debajo, él ha podido tener, desde tan lejos, la ilusión de ver a Lauretta trabajando.

Esa misma tarde le pregunta a la hermana. Pero esta cae de las nubes.

– ¿Qué joven?

– Está ahí, enfrente. ¿No te has dado cuenta?

– Yo, no. ¿Quién es?

Clementina se lo describe minuciosamente; y Lauretta entonces le declara que no sabe nada, que nunca lo ha encontrado, no lo ha visto, ni de cerca, ni de lejos.

El día siguiente, de nuevo. Él, allí, con la misma actitud, con los codos en el alféizar y la bonita cabeza rubia entre las manos; y la mira, la mira como el día anterior, con esa extraña intensidad en la mirada.

Clementina no puede sospechar que ese joven, que parece tan triste, quiera darse el gusto de burlarse de ella. ¿Con qué fin? Ella es una pobre desgraciada, que nunca podría tomarse en serio la broma cruel, morder el anzuelo, dejarse halagar… ¿Por tanto? Oh, de nuevo repite la señal de ayer, la saluda con la mano, inclina la cabeza varias veces, como diciendo: – «A ti, sí, a ti» – y se esconde la cara entre las manos, dolorosamente.

Clementina no puede quedarse ahí, cerca de la ventana; baja de la silla, sobresaltada por completo, y como un animalito perseguido va a espiar desde la ventana de la habitación de al lado, tras las cortinas tendidas. Él se ha retirado del alféizar; ya no mira afuera; ahora está en una actitud suspendida y afligida; y en fin, se gira de vez en cuando para mirar hacia la ventana de ella, para ver si ella ha vuelto. ¡La espera!

¿Qué tiene que suponer Clementina? Le viene a la cabeza este otro pensamiento:

No verá bien cómo estoy hecha.

Y, para que la dejen en paz, pobrecita deforme, imagina de pronto esta estrategia: acerca la mesita a la ventana, coge un trapo y luego, con la ayuda de una silla, se sube con gran dificultad sobre la mesita, allí, en pie, como limpiando con ese trapo los cristales de la ventana. ¡Así la verá bien!

Pero por poco no se cae a la calle Clementina, al darse cuenta de que ese joven, al verla allí, se ha puesto en pie y gesticula furiosamente, asustado, y le indica que baje, que baje, por favor: cruza las manos sobre el pecho, se coge la cabeza entre las manos y grita, ahora, ¡grita!

Clementina baja de la mesita lo más rápida que puede, aturdida, casi aterrorizada; lo mira, temblando por completo, con los ojos muy abiertos; él le tiende los brazos, le envía besos, y entonces:

«Está loco… – piensa Clementina, apretándose, retorciéndose las manos. – ¡Oh, Dios, está loco!, ¡está loco!»

En efecto, por la tarde, Lauretta se lo confirma.

Habiéndosele despertado la curiosidad con las preguntas de Clementina, ella ha pedido información sobre ese joven, y le han dicho que había enloquecido hacía cerca de un año por la muerte de la novia que vivía allí, donde ahora viven ellas, Lauretta y Clementina. A esa novia, antes de morir, habían tenido que amputarle una pierna, y luego la otra, por un sarcoma que se había reproducido.

¡Ah, por eso era! Clementina, escuchando esta historia de la hermana, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. ¿Por ese joven o por ella misma? Sonríe luego pálidamente, y le dice con voz temblorosa a Lauretta:

Me lo había figurado, ¿sabes? Me miraba…

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