3.8 Arriba y abajo
Habían subido por la oscura, empinada escalera de madera; arriba, en silencio, casi furtivamente, muy despacio. El profesor Carmelo Sabato – basto, gordo, calvo – con un frasco de vino entre los brazos, como un niño de pañales. El profesor Lamella, antiguo alumno de Sabato, con dos botellas de cerveza, una en cada mano.
Y desde hacía más de una hora, en la alta terraza sobre los tejados, erizada de cañones y chimeneas de estufas, de tubos de agua, bajo el centelleo denso, continuo de las estrellas que punzaban el cielo sin aclarar las tinieblas de la noche profunda, conversaban.
Y bebían.
Vino, el profesor Sabato, vino hasta reventar: quería morir. El profesor Lamella, cerveza: no quería morir.
De las casas, de las calles ya no subía, desde hacía rato, ningún ruido. Solo, de vez en cuando, algún remoto rodar de algún coche.
La noche era sofocante, y el profesor Carmelo Sabato, primero, se había desabotonado la corbata y el cuello, luego incluso el chaleco, y se había abierto la camisa sobre el pecho velludo; al final, a pesar de la advertencia de Lamella: «Profesor, que se resfría», se había quitado la chaqueta, y con muchos suspiros, tras haberla doblado, se la había puesto debajo, para estar sentado más cómodo en la banquita baja, de madera, con las piernas extendidas y abiertas, una aquí, y otra allí, bajo la mesita rústica, podrida por la lluvia y por sol.
Tenía colgando la cabezota calva y afeitada, entrecerrados los bovinos ojos turbios, teñidos de sangre, bajo las densísimas cejas lacias, y hablaba con voz lánguida, velada, dificultosa, como si se lamentara en sueño:
– Enrichetto, Enrichetto mío, – decía, – me haces daño… te aseguro que me haces daño… mucho daño…
Lamella, rubito, delgado, ictérico, nerviosísimo, estaba tirado en una especie de hamaca suspendida aquí de una anilla en la pared de la terraza, y allí de dos barandales de hierro en los balaústres del parapeto. Alargando un brazo, podía coger del suelo la botella, cogía casi siempre la vacía, y se enfadaba; tanto que, al final, de un manotazo la echó a rodar por el suelo en pendiente, con gran angustia, es más, terror del viejo profesor Sabato, que se tiró en seguida al suelo, a gatas, y corrió detrás para retenerla, pararla, gimiendo, con voz enronquecida:
– Por favor… por favor… ¿estás loco?, abajo parecerá un trueno.
Hablando, Lamella se retorcía por competo, no podía estar quieto un momento, se encogía, se estiraba, daba patadas y puñetazos al aire.
– Le haré daño; estoy convencido, querido profesor; pero adrede lo hago: ¡se tiene que curar!, ¡quiero que se recupere! Y le repito que sus ideas están muy, muy anticuadas… ¡Reflexione bien, y me dará la razón!
– Enrichetto, Enrichetto mío, no son ideas, – imploraba aquel, con voz dificultosa, lamentosa. – Quizás antes eran ideas. Ahora son mi sentimiento, casi una necesidad, hijo: como este vino, una necesidad.
– ¡Y yo le demuestro que eso es una estupidez! – continuaba el otro. – Y le quito el vino y le hago que cambie de sentimiento…
– Me haces daño…
– ¡Le hago bien! Escúcheme. Usted dice: Miro las estrellas, ¿no es verdad?, no, usted, dice admiro… es más hermoso, sí, admiro las estrellas, y ¡en seguida siento cómo se abisma nuestra infinita, débil pequeñez! Pero ¿escucha lo bien que habla aún, profesor? Y recuerdo que siempre ha hablado igual de bien, incluso cuando daba clases. ¡Abismarse está muy bien dicho! – ¿Qué se vuelve la tierra, pregunta usted, el hombre, todas nuestras glorias, todas nuestras grandezas? ¿No es verdad?, ¿no dice así?
El profesor Sabato dijo que sí varias veces con la cabezota afeitada. Tenía una mano abandonada, como muerta, sobre la banca, y con la otra, bajo la camisa, se enmarañaba los pelos de oso del pecho.
Lamella continuó con furia:
– ¿Y le parece serio esto, egregio profesor? ¡Pero perdone! Si el hombre puede entender y concebir así su infinita pequeñez, ¿qué quiere decir? Quiere decir que entiende y concibe la infinita grandeza del universo! ¿Y cómo se puede decir, por tanto, que el hombre es pequeño?
– Pequeño… pequeño – decía, como desde una lejanía infinita, el profesor Sabato.
Y Lamella, cada vez más furioso:
– ¡Usted bromea! ¿Pequeño? Pero dentro de mí tiene que haber a la fuerza, ¿lo comprende?, algo de este infinito, si no yo no lo entendería, como no lo entiende… ¡qué sé yo!, mi zapato, pongamos por caso, o mi sombrero. Algo que, si yo fijo… así… los ojos en las estrellas, en fin, se abre y se transforma, como nada, en zona del espacio en el que giran los mundos, digo mundos cuya grandeza siento y comprendo. Pero esta grandeza, ¿de quién es? ¡Es mía, querido profesor! ¡Porque es mi sentimiento! ¿Y cómo puede decir, por tanto, que el hombre es pequeño, si tiene en sí tanta grandeza?
Un imprevisto, curioso chillido – zrí – hirió el silencio que siguió a la última pregunta de Lamella. Este se volvió de un salto:
– ¿Cómo? ¿Qué dice?
Pero vio al profesor Sabato inmóvil, como muerto, con la frente apoyada en el borde de la mesita.
Quizás había sido el chillido del murciélago.
En esa posición, muchas veces, el profesor Carmelo Sabato, escuchando las palabras de Lamella, había gemido:
– Me arruinas… me arruinas.
Pero de pronto, relampagueándole una idea, levantó la cabeza iracundo y le gritó al antiguo alumno:
– Ah, ¿así razonas? Esto, para empezar, lo ha dicho Pascal. Pero ¡vamos, adelante!, ¡adelante, por Dios! Dime ahora qué significa. ¡Significa que la grandeza del hombre, si acaso, solo existe a condición de que sienta su infinita pequeñez!, ¡significa que el hombre solo es grande cuando, frente al infinito, se siente y se ve pequeñísimo!; ¡y que nunca es tan pequeño como cuando se siente grande! ¡Esto es lo que significa! ¿Y qué consuelo, qué alivio te puede dar esto?, que el hombre está condenado aquí a esta atroz desesperación: ¿ver grandes las cosas pequeñas – todas nuestras cosas, aquí, de la tierra- y pequeñas las grandes de allí, las estrellas?
Cogió la botella con furia, y se tragó dos vasos de vino, uno a continuación del otro, como si se los hubiera merecido y hubiera conquistado un derecho incontrastable, después de cuanto había dicho.
– ¿Y qué tiene que ver eso?, ¿qué tiene que ver? – gritaba en tanto Lamella, con las piernas fuera de la hamaca, y agitándolas junto con los brazos, como si quisiera lanzarse sobre el profesor. – ¿Alivio?, ¿consuelo? ¡Usted busca esto, lo sé! Necesita verse, saberse pequeño…
– Pequeño, sí… pequeño, pequeño…
– Pequeño entre cosas pequeñas y mezquinas…
– Sí… así…
– Sobre un corpúsculo infinitesimal del espacio, ¿no es verdad?
– Sí, sí… infinitesimal…
– Pero ¿por qué? ¡Para seguir embruteciéndose, envileciéndose!
El profesor Sabato no respondió, tenía en la boca de nuevo el vaso, que ya le bailaba en la mano, dijo que sí con la cabeza, mientras continuaba bebiendo.
– ¡Avergüéncese! ¡Avergüéncese! – imprecó Lamella. – Si la vida tiene en sí, si el hombre tiene en sí esa desventura que usted dice, ¡a nosotros nos corresponde soportarla con nobleza! Las estrellas son grandes, yo soy pequeño, y por tanto, me emborracho, ¿no es verdad? ¡Esta es su lógica! Pero las estrellas son muy pequeñas, si usted no las concibe grandes: ¡la grandeza está, por tanto, en usted! Y si usted es tan grande como para concebir grandes las cosas pequeñas, ¿por qué quiere ver pequeñas y mezquinas las que a todos nos parecen grandes y gloriosas? ¡Parecen y son, profesor! Porque no es pequeño, como usted cree, el hombre que las ha hecho, el hombre que tiene aquí, aquí en el pecho, la grandeza de las estrellas, este infinito, esta eternidad de los cielos, el alma del universo inmortal. ¿Qué hace?, ah, ¿llora?, ¡lo he comprendido! ¡Está borracho, profesor!
Lamella saltó de la hamaca y se inclinó sobre el profesor Sabato que, apoyado en la pared, se sacudía por completo, estremeciéndose, casi eructando los sollozos, que uno tras otro le rompían desde el fondo de las vísceras, fétidos de vino.
– ¡Vamos, vamos, déjelo ya, por Dios! – le gritó. – Me enoja porque me da pena. ¡Un hombre de su ingenio, de sus estudios, acabar así!, ¡qué vergüenza! Usted tiene un alma, un alma. Yo bien recuerdo su noble alma, encendida en el bien; ¡la recuerdo yo!
Al final, sujetándolo por las axilas, lo metieron a través de dos cuartuchos oscuros en la habitación del fondo, iluminada por dos velas recién encendidas sobre dos mesillas a ambos lados de la cama de matrimonio.
Rígido, empalado sobre la cama, con los brazos en cruz, estaba el cadáver de la mujer, con la cara rígida, severa, lívida por la reverberación de las velas bajo el techo bajo, oprimente de la habitación.
Otra hermana rezaba arrodillada y con las manos juntas al pie de la cama.
– Por favor… por favor… – gemía, imploraba el profesor Carmelo Sabato, entre lágrimas, estremecido. – Enrichetto… Enrichetto mío… no, por favor… no me digas que tengo un alma inmortal… ¡Fuera!, ¡fuera! Eso es, sí, eso es lo que digo: fuera; estará fuera el alma inmortal… y tú la respiras, tú, sí, porque no te has estropeado aún… la respiras como el aire, y la sientes dentro… algunos días, más, otros días, menos… ¡Eso es lo que digo! Fuera… fuera… por favor, deja fuera el alma inmortal… Yo, no… yo, no… me he estropeado adrede para no respirarla más… me lleno de vino adrede, porque no la quiero más, no la quiero ya dentro de mí… os la dejo a vosotros… sentidla dentro vosotros… yo no puedo más… no puedo más…
En este momento, una voz dulce llamó desde el fondo de la terraza:
– Señor…
Lamella se volvió. Allí, en el vano negro de la puertecilla, blanqueaban las amplias alas de la toca almidonada de una hermana de la caridad.
El joven profesor acudió, confabuló despacio con la hermana, luego los dos se acercaron con cuidado al borracho y lo pusieron en pie agarrándolo por los brazos.
El profesor Carmelo Sabato, en camisa, con la cabezota colgando, la cara llena de lágrimas, escrutó a uno y al otro, sorprendido, aturdido por tanto cuidado silencioso; no dijo nada; se dejó llevar, tambaleándose.
Bajar por la oscura, estrecha y empinada escalerilla de madera fue difícil: Lamella, delante, con casi todo el peso encima de ese corpachón que se caía; la hermana, detrás, encorvada para retener con ambos brazos, con todas sus fuerzas, ese peso.
El profesor Carmelo Sabato, aún sujeto por las axilas, jadeando, miró un rato a la muerta, casi aterrorizado, en silencio. Luego se volvió a Lamella, como para hacerle una pregunta:
– ¿Ah?
La hermana, sin desdén, con humildad doliente y paciente, le indicó que se pusiera de rodillas, en fin, así, como hacía ella.
– ¿El alma, eh? – dijo al final Sabato, con un estremecimiento. – ¿El alma inmortal, eh?
– ¡Señor! – suplicó la otra hermana más anciana.
– ¿Ah?, sí… sí… en seguida… – se calmó, como asustado, el profesor Carmelo Sabato, arrodillándose con dificultad.
Cayó a cuatro patas, con la cara en el suelo, y se quedó así un rato, golpeándose el pecho con el puño. Pero de pronto, de la boca, allí contra el suelo, le salió con un sonido estridente y confuso el estribillo de un cuplé francés: «Mets-la en trou, mets-la en trou…», seguido por una mueca: uf uf uf uf…
Las dos hermanas se dieron la vuelta, horrorizadas; Lamella se inclinó en seguida para arrancarlo del suelo y arrastrarlo hasta la habitación de al lado; lo sentó en una silla y lo sacudió con mucha fuerza, largamente, conminándolo:
– ¡Silencio!, ¡silencio!
– Sí, el alma… dijo despacio, jadeando, el borracho, – también… el alma… la región… la región del espacio… donde… donde giran los mundos, los mundos…
– ¡Que te calles! – seguía gritándole a la cara, con voz sofocada, Lamella, sacudiéndolo.
– ¡Que te calles!
Sabato, entonces, contra la vejación, intentó levantarse orgulloso en pie; no pudo; levantó un brazo; gritó:
– ¡Dos hijas… esta… dos hijas me tiró a la perdición… dos hijas!
Acudieron las dos monjas para rogarle que se calmara, que se callara, que perdonara; él se calmó de nuevo, comenzó a decir que sí, que sí, con la cabeza, esperando el llanto que, al final, rompió, primero con un murmullo de la garganta cerrada, luego en tremendos sollozos. Poco a poco se calmó exhortado por las dos hermanas; luego, pensando que había dejado allí arriba, en la terraza, la botella, comenzó a hurgarse en el pecho con una mano.
– ¿Qué busca? – le preguntó Lamella.
Mirando perdidamente a las dos hermanas y al antiguo alumno, ya a uno ya a otro, respondió:
– Me han escrito. Las dos. Querían ver a su madre. Me han escrito.
Entrecerró los ojos y aspiró con la nariz, larga y deliciosamente, acompañando la aspiración con un gesto expresivo de la mano:
– ¡Qué perfume… qué perfume…! Lauretta, desde Turín… La otra, desde Génova…
Alargó una mano y le agarró un brazo a Lamella.
– La que tú quieras…
A Lamella, mortificado delante de las dos hermanas, se le ensombreció la cara.
Giovannina… Vanninella, sí… Célie… ah, ah, ah… Célie Bouton… Tú la querías.
– ¡Cállese, profesor! – mugió Lamella, descompuesto por la ira y por la indignación.
Sabato hundió la cabeza entre los hombros, por el miedo, pero miró desde abajo, con malicia, al antiguo alumno:
– Tienes razón, sí… Enrichetto, no me hagas daño… tienes razón… ¿La has escuchado en el Olympia? Mets-la en trou, mets-la en trou…
Las dos hermanas levantaron las manos como para taparse los oídos, con expresión de conmiseración, volvieron a la habitación de la difunta, y cerraron la puerta.
Arrodilladas de nuevo al pie de la cama fúnebre, oyeron mucho tiempo la riña de los dos que se habían quedado a oscuras.
– ¡Le prohíbo que lo recuerde! – gritaba, sofocado, el joven.
– Ve a mirar las estrellas… ve a mirar las estrellas… – decía el otro.
– ¡Es usted un bufón!
– Sí… ¿y sabes? Vanninella me ha… me ha enviado incluso un poco de dinero… y yo no se lo he devuelto, ¿sabes? He ido a correos, a cobrar el cheque, y…
– ¿Y…?
– Y he comprado cerveza para ti, idealista.