Relatos para un año I, III, V
Versión 2006-2011
Textos del primer volumen, Mantón negro
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- Mantón negro
- Primera noche
- El humo
- La capilla
- Defensa de Mèola
- Los afortunados
- Visto que no llueve…
- Formalidades
- Lapo Vannetti
- El pequeño abanico
- ¡Y dos!
- Muy amigos
- Si…
- Remedio: la geografía
- Respuesta
- El murciélago
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1.1 Mantón negro
I
– Espera aquí, – le dijo Bandi a D´Andrea.- Voy a avisarla. Si se obstina aún, entrarás a la fuerza.
Miopes los dos, hablaban muy cerca, en pie, uno frente al otro. Parecían hermanos, de la misma edad, de la misma complexión: altos, delgados, rígidos, de esa rigidez angustiosa de quien lo hace todo con puntos y comas, con meticulosidad. Y era raro el caso de que, hablando así entre ellos, uno no le ajustase al otro con el dedo las gafas en la nariz, o el nudo de la corbata bajo la barbilla, o bien, al no encontrar nada que ajustar, no le tocara al otro los botones de la chaqueta. Hablaban, por lo demás, poquísimo. Y la tristeza taciturna de su índole se mostraba claramente en la tristeza de sus caras.
Habían crecido juntos y habían estudiado ayudándose mutuamente hasta la universidad, donde luego uno se había licenciado en leyes, y el otro, en medicina. Separados ahora, durante el día, por sus trabajos, cada día al atardecer daban aún juntos su paseo por la alameda, a la salida del pueblo.
Se conocían tan a fondo, que bastaba una ligera señal, una mirada, una palabra, para que uno comprendiera en seguida el pensamiento del otro. Así, ese paseo suyo comenzaba siempre con un breve intercambio de frases y luego seguían en silencio, como si uno le hubiera dado al otro que rumiar para un rato. E iban con la cabeza baja, como dos caballos cansados, ambos con las manos detrás de la espalda. Ninguno de los dos sentía nunca la tentación de volver la cabeza hacia la baranda de la alameda para gozar de la vista del campo abierto de abajo, con su variedad de colinas y valles y llanuras, con el mar al fondo, que se encendía entero con los últimos fuegos del ocaso. Vista de tanta belleza, que incluso parecía increíble que ellos dos pudieran pasar por delante así, sin siquiera volverse a mirar.
Días atrás, Bandi le había dicho a D´Andrea.
– Eleonora no está bien.
D´Andrea había mirado a los ojos al amigo y había comprendido que el mal de la hermana tenía que ser leve:
– ¿Quieres que vaya a visitarla?
– Dice que no.
Y los dos, paseando, se pusieron a pensar con el ceño fruncido, como por rencor, en esa mujer que les había hecho de madre y a quien se lo debían todo.
D´Andrea había perdido de muchacho a los padres y había sido acogido en casa de un tío que no habría podido de ningún modo facilitarle una salida. Eleonora Bandi, que también se había quedado huérfana a los dieciocho años con el hermano mucho más pequeño que ella, ingeniándoselas primero con minuciosas y sabias economías sobre lo poco que les habían dejado los padres, y luego trabajando, dando clases de piano y de canto, había podido mantener en los estudios al hermano, e incluso a su inseparable amigo.
– En compensación, sin embargo, – solía decirles riendo a los dos jóvenes – me he quedado con toda la carne que os falta a vosotros dos.
Era, de hecho, una mujerona que no terminaba nunca; pero todavía tenía dulcísimas las líneas de la cara y el aire inspirado de los angelotes de mármol que se ven en las iglesias, con las túnicas vaporosas. Tanto la mirada de los hermosos ojos negros, casi aterciopelados por las largas pestañas, como el sonido de la voz armoniosa parecían que querían atenuar, con cierto estudio que la atormentaba, la impresión de altivez que ese cuerpo suyo tan grande podía despertar a la primera; y sonreía por ello tristemente.
Tocaba y cantaba, quizás no muy correctamente, pero con fuelle apasionado. Si no hubiera nacido y crecido entre los prejuicios de una pequeña ciudad y no hubiese tenido el impedimento de ese hermanito, se habría aventurado quizás a la vida del teatro. Había sido ese, un tiempo, su sueño; solo un sueño, sin embargo. Tenía ahora cerca de cuarenta años. La consideración, por lo demás, de la que gozaba en el pueblo por sus dotes artísticas la recompensaba, al menos en parte, del sueño fracasado, y la satisfacción de haber realizado otro, el de haberles abierto con su propio trabajo el futuro a dos pobres huérfanos, la recompensaba del largo sacrificio de sí misma.
El doctor D´Andrea esperó un buen rato en el salón que el amigo volviese a llamarlo.
Ese salón lleno de luz, aunque de techo bajo, decorado con muebles ya gastados, de antiguo diseño, respiraba casi un aire de otro tiempo y parecía que se contentase, en la quietud de los dos grandes espejos frontales, con la inmóvil visión de su antigüedad descolorida. Los viejos retratos de familia colgados en las paredes eran, allí dentro, los verdaderos y únicos inquilinos. Nuevo solo había un piano de media cola, el piano de Eleonora, que parecía que miraban hostiles las figuras representadas en esos retratos.
Impaciente, al fin, por la larga espera, el doctor se levantó, fue hasta el umbral, asomó la cabeza, oyó llanto en la habitación de al lado, a través de la puerta cerrada. Entonces, se movió y fue a llamar con los nudillos en esa puerta.
– Entra, – le dijo Bandi, abriendo. – No logro comprender por qué se obstina de este modo.
– ¡Pues porque no tengo nada! – gritó Eleonora entre lágrimas.
Estaba sentada en un amplio sillón de cuero, vestida como siempre de negro, enorme y pálida; pero siempre con esa cara suya de muñecona, que ahora parecía más extraña que nunca, y quizás más ambigua que extraña, por cierto endurecimiento de los ojos, casi de loca fijeza, que ella, sin embargo, quería disimular.
– No tengo nada, os lo aseguro, -repitió más calmada. – Por caridad, dejadme en paz: no os preocupéis por mí.
– ¡Está bien! – concluyó el hermano, duro y tozudo. – Entretanto, aquí está Carlo. Él dirá lo que tienes. – Y salió de la habitación, cerrando con furia la puerta tras sí.
Eleonora se llevó las manos a la cara y estalló en violentos sollozos. D´Andrea se quedó un rato mirándola, entre enfadado y embarazado; luego preguntó:
– ¿Por qué? ¿Qué tiene? ¿No puede decírmelo ni siquiera a mí?
Y como Eleonora seguía sollozando, él se acercó, intentó separarle con fría delicadeza una mano de la cara:
– Cálmese, vamos. Dígamelo a mí. Estoy aquí.
Eleonora sacudió la cabeza; luego, de pronto, aferró con sus manos la de él, contrajo la cara, como por un dolor punzante, y gimió:
– ¡Carlo! ¡Carlo!
D´Andrea se inclinó sobre ella, un poco azorado en su rígida actitud.
– Dígame…
Entonces, ella apoyó una mejilla en la mano de él y le rogó desesperadamente, en voz baja:
– Ayúdame a morir, Carlo; ¡ayúdame tú, por caridad!, no encuentro el modo, me falta el valor, las fuerzas.
– ¿Morir? – preguntó el joven, sonriendo. – ¿Qué dice? ¿Por qué?
– ¡Morir, sí! – continuó ella, sofocada por los sollozos. – Enséñame tú el modo. Tú eres médico. ¡Líbrame de esta agonía, por caridad! Debo morir. No hay remedio para mí. Solo la muerte.
Él la miró, asombrado. También ella levantó los ojos para mirarlo, pero en seguida los cerró, contrayendo de nuevo la cara y encogiéndose, casi atrapada por un improvisto, intensísimo asco.
– Sí, sí, – dijo luego, con resolución. – Yo, sí, Carlo. ¡Perdida!, ¡perdida!
Instintivamente D´Andrea retiró la mano, que ella tenía aún entre las suyas.
– ¡Cómo! ¿Qué dice? – balbució.
Sin mirarlo, se puso un dedo en la boca, luego indicó la puerta:
– ¡Si él lo supiese! No le digas nada, ¡por piedad! Hazme antes morir; dame, dame algo, lo tomaré como una medicina, creeré que es un medicina que tú me das, ¡basta que sea rápido! ¡Ay, no tengo valor, no tengo valor! Desde hace dos meses, ves, me debato en esta agonía, sin encontrar la fuerza, el modo de acabar. ¿Qué ayuda puedes darme, Carlo, qué dices?
– ¿Qué ayuda? – repitió D´Andrea, aún confuso en el estupor.
Eleonora extendió de nuevo las manos para cogerle un brazo y, mirando con ojos suplicantes, añadió:
– Si no quieres ayudarme a morir, ¿no podrías… de algún modo… salvarme?
D´Andrea, ante esta propuesta, se puso más tenso que nunca, y frunció con severidad las cejas.
– ¡Te lo suplico, Carlo! –insistió ella. – No por mí, no por mí, sino para que Giorgio no lo sepa. Si tú crees que yo he hecho algo por vosotros, por ti, ¡ayúdame ahora, sálvame! ¿Tengo que terminar así, tras haber hecho tanto, tras haber sufrido tanto?, ¿así, en esta ignominia, a mi edad? ¡Ay, qué miseria!, ¡qué horror!
– Pero ¿cómo, Eleonora? ¡Usted! ¿Cómo ha sido? ¿Quién ha sido? – dijo D´Andrea, no encontrando, frente a la tremenda angustia de ella, sino esta pregunta para su curiosidad aturdida.
De nuevo Eleonora indicó la puerta y se cubrió la cara con las manos:
– ¡No me hagas recordarlo! ¡No puedo recordarlo! Entonces, ¿no puedes ahorrarme esta vergüenza?
– ¿Y cómo? – preguntó D´Andrea. – ¡Es un delito, usted lo sabe! Sería un delito doble. Mejor, dígame, ¿no podríamos… remediarlo de otro modo?
– ¡No! – respondió ella, con brusquedad, ensombreciéndose.- Basta. He comprendido. ¡Déjame! No puedo más…
Abandonó la cabeza en el respaldo del sillón, relajó los miembros, agotada.
Carlo D´Andrea, con los ojos fijos detrás de las gruesas lentes de miope, esperó un rato, sin encontrar palabras, sin poder creer aún esa revelación, sin lograr imaginar cómo esa mujer, hasta ahora ejemplo, espejo de virtud, de abnegación, había podido caer en la culpa. ¿Era posible? ¿Eleonora Bandi? Pero ¡si en su juventud, por amor al hermano, había rechazado tantos partidos, a cual más ventajoso! ¿Cómo podía ser que ahora, ahora que la juventud había llegado a su ocaso…? ¡Eh!, quizás por esto…
La miró, y la sospecha, frente a ese cuerpo tan voluminoso, asumió de improviso, a los ojos de él, delgado, un aspecto horriblemente deforme y obsceno.
– ¡Vete, pues! – le dijo de pronto, irritada, Eleonora, quien sin siquiera mirarlo, en ese silencio, sentía encima de ella el inerte horror de esa sospecha en los ojos de él. – Vete, ve a decírselo a Giorgio para que haga en seguida conmigo lo que quiera. Vete.
D´Andrea salió, casi automáticamente. Ella levantó un poco la cabeza para verlo salir; luego, apenas cerrada la puerta, volvió a caer en la misma postura de antes.
II
Tras dos meses de horrenda angustia, la confesión de su estado la alivió, inesperadamente. Le pareció que la mayor parte ya estaba hecha.
Ahora, no teniendo más fuerzas para luchar, para resistir a ese tormento, se abandonaría así a la suerte, fuese la que fuese.
El hermano, dentro de poco, ¿entraría y la mataría? Pues bien, ¡tanto mejor! Ya no tenía derecho a ninguna consideración, a ninguna compasión. Había hecho, ciertamente, por él y por el otro ingrato, más de cuanto era su obligación, pero luego, en un momento, había perdido el fruto de todos sus beneficios.
Cerró los ojos, atrapada de nuevo por el asco.
En el fondo de su propia consciencia, se sentía miserablemente responsable de su falta. Sí, ella, ella que durante tantos años había tenido la fuerza de resistir a los impulsos de la juventud, ella que había abrigado siempre sentimientos puros y nobles, ella que había considerado el propio sacrificio como un deber, ¡en un momento, perdida! ¡Oh, miseria, miseria!
La única razón que sentía poder aducir en su disculpa, ¿qué valor podía tener ante el hermano? ¿Podía decirle: – “Mira, Giorgio, quizás he caído por ti”? – Y, sin embargo, la verdad quizás fuera esta.
Le había hecho de madre, ¿no es verdad?, a ese hermano. Pues bien, como premio de todos los beneficios alegremente prodigados, como premio del sacrificio de su propia vida, no le había sido concedido ni el placer de descubrir una sonrisa, aunque leve, de satisfacción en los labios de él y del amigo. Parecía que ambos tenían el alma envenenada por el silencio y el aburrimiento, oprimida como por una idiota angustia. Conseguida la licencia, en seguida se lanzaron al trabajo, como dos bestias, con tanta aplicación, con tanto tesón, que en poco tiempo lograron bastarse a sí mismos. Ahora, esta prisa por saldar la deuda de algún modo, como si ambos no vieran la hora, precisamente le había herido el corazón. Casi de golpe, así, se había encontrado sin más finalidad en la vida. ¿Qué le quedaba por hacer, ahora que los dos jóvenes no la necesitaban ya? Y ella había perdido irremediablemente la juventud.
Ni siquiera con las primeras ganancias de la profesión había vuelto la sonrisa a los labios del hermano. ¿Acaso sentía aún el peso del sacrificio que ella había hecho por él?, ¿se sentía aún vinculado por este sacrificio para toda la vida, condenado a sacrificar a su vez su propia juventud, la libertad de sus propios sentimientos por la hermana? Y había querido hablarle abiertamente:
– ¡No te preocupes por mí, Giorgio! Solo quiero verte alegre, contento… ¿comprendes?
Pero le había cortado en seguida las palabras:
– ¡Calla, calla! ¿Qué dices? Sé lo que tengo que hacer. Ahora me toca a mí.
– Pero ¿cómo?, ¿así? – hubiera querido gritarle ella, quien, sin pensárselo dos veces, se había sacrificado con la sonrisa siempre en los labios y el corazón ligero.
Conociendo su cerrada, dura obstinación, no insistió. Pero, entretanto, no se sentía con fuerzas para soportar esa tristeza sofocante.
Él redoblaba cada día las ganancias de la profesión; la rodeaba de comodidades; quiso que ella dejara de dar clases. En ese ocio forzado, que la envilecía, todavía había acogido, desgraciadamente, un pensamiento que desde el principio casi le había hecho reír:
“¡Si encontrase marido!”
Pero ya tenía treinta y nueve años, y además ese cuerpo… ¡oh, vamos! – el marido habría tenido que fabricárselo a propósito. Y, sin embargo, habría sido el único medio para librarse a ella misma y al hermano de esa opresiva deuda de gratitud.
Casi sin quererlo, se había puesto entonces insólitamente a cuidar su persona, asumiendo cierto aire de soltera que antes nunca se había dado.
Los dos o tres que tiempo atrás le habían pedido matrimonio ya tenían mujer e hijos. Antes, no se había preocupado; ahora, pensándolo, sentía despecho; sentía envidia por tantas amigas suyas que habían logrado procurarse un estado.
Ella sola se había quedado así…
Pero quizás aún había tiempo, ¿quién sabe? ¿Tenía que cerrarse así su vida siempre activa?, ¿en ese vacío?, ¿tenía que apagarse así esa llama despierta de su espíritu apasionado?, ¿en esa sombra?
Y un profundo rencor la había invadido, exacerbado a veces por ansias que alteraban sus gracias espontáneas, el sonido de sus palabras, de sus risas. Se había vuelto hiriente, casi agresiva en sus conversaciones. Se daba cuenta ella misma del cambio de su propia índole; sentía en algunos momentos casi odio por sí misma, repulsión por su cuerpo vigoroso, asco por los deseos insospechados en que, ahora, de improviso, aquel se le encendía turbándola profundamente.
El hermano, entretanto, con los ahorros, había adquirido recientemente una finca y había construido en ella una hermosa casa.
Empujada por él, había ido primero a pasar un mes de vacaciones; luego, pensando que el hermano quizás había adquirido esa finca para desembarazarse de vez en cuando de ella, había deliberado retirarse allí para siempre. Así, lo dejaría completamente libre: no lo molestaría con su compañía, con su vista, y también a ella, allí, poco a poco, se le quitaría de la cabeza esa idea extraña de encontrar marido a su edad.
Los primeros días habían transcurrido bien, y había creído que le sería fácil seguir así.
Ya había cogido la costumbre de levantarse cada día al alba y dar un largo paseo por el campo, parándose de vez en cuando, encantada, ya para escuchar en el atónito silencio de los llanos, donde alguna brizna de hierba cercana se estremecía con el frescor del aire, el canto de los gallos, que se llamaban de una a otra era; ya para admirar algún peñasco atigrado de tártaros verdes, o el terciopelo de líquenes en el viejo tronco retorcido de algún olivo sarraceno.
Ah, allí, tan cerca de la tierra, se le formaría pronto otra alma, otro modo de pensar y de sentir; llegaría a ser como esa buena mujer del arrendatario que se mostraba tan alegre de hacerle compañía y que ya le había enseñado tantas cosas del campo, tantas cosas tan simples de la vida y que revelaban, sin embargo, un nuevo sentido profundo, insospechado.
El arrendatario, en cambio, era insoportable. Se vanagloriaba de tener grandes ideas; había corrido mundo, había estado en América, ocho años en Benosarie, y no quería que su único hijo, Gerlando, fuera un vil labrador. Desde hacía trece años, por tanto, lo mantenía en la escuela; quería darle un poco de letras, decía, para luego enviarlo a América, allá, a la gran ciudad, donde sin duda haría fortuna.
Gerlando tenía diecinueve años, y en trece de escuela apenas había llegado a tercero de técnica. Era un mozalbete rudo, de un bloque. La fijación del padre constituía para él un verdadero martirio. Con el trato de los compañeros de escuela, había llegado a tener, sin quererlo, cierto aire de ciudad que, sin embargo, lo volvía más torpe.
A fuerza de agua, cada mañana, lograba doblegar los cabellos hirsutos y sacarse la raya a un lado; pero luego esos cabellos, ya secos, se le erizaban compactos y tiesos aquí y allá, como si le brotasen de la piel del cráneo; incluso las cejas parecían brotarle, un poco más abajo, de la frente baja, y ya sobre el labio y en el mentón comenzaban a brotarle los primeros vellos de los bigotes y de la barba, a matojillos. ¡Pobre Gerlando!, daba compasión, tan grande, tan duro, tan hirsuto, con un libro abierto delante. El padre tenía que sudar, ciertas mañanas, para sacudirlo de los sabrosos sueños profundos, de cerdito harto y satisfecho, y encaminarlo aún atontado y tambaleante, con los ojos embelesados, a la ciudad vecina, a su martirio.
Cuando llegó al campo la señorita, Gerlando le había hecho llegar a través de su madre el ruego de que persuadiera al padre para que dejara de atormentarlo con esta escuela, ¡con esta escuela, con esta escuela! ¡No podía más!
Y, de hecho, Eleonora había intentado interceder, pero el arrendatario, – ah, no, no, no, no – homenaje, respeto, todo el respeto por la señorita, pero también le rogaba que no se entrometiera. Y entonces, ella, un poco por piedad, un poco por reír, un poco por entretenerse, se había puesto a ayudar a ese pobre jovenzuelo, en lo que podía.
Después del almuerzo, lo hacía venir con sus libros y sus cuadernos de la escuela. Él subía azorado y avergonzado, porque se daba cuenta de que la señora comenzaba a disfrutar con su necedad, con su dureza de mente, pero ¿qué podía hacer?, el padre lo quería así. Para el estudio, sí, era un animal; no tenía dificultad en reconocerlo; pero si se hubiera tratado de abatir un árbol, un buey, eh, por todos los santos… – y Gerlando mostraba los brazos musculosos, con ojos tiernos y una sonrisa de dientes blancos y fuertes…
Improvisamente, de un día para otro, ella cortó con esas lecciones; no quiso verlo más; mandó que le trajeran de la ciudad el piano y durante bastantes días se encerró en la casa a tocar, a cantar, a leer, sin control. Una tarde, al fin, se dio cuenta de que aquel jovenzuelo, privado así de pronto de su ayuda, de la compañía que ella le daba y de las bromas que se permitía con él, la espiaba para escucharla cantar y tocar, y ella, cediendo a una mala inspiración, quiso sorprenderlo, dejando de pronto el piano y bajando precipitadamente la escalera de la casa.
– ¿Qué haces ahí?
– Estoy escuchando…
– ¿Te gusta?
– Mucho, sí, señora… Me siento en el paraíso.
Ante esta declaración estalló de risa; pero, de improviso, Gerlando, como abofeteado por esa risotada, se tiró encima de ella, allí, detrás de la casa, en la oscuridad densa, al otro lado de la zona de luz que llegaba del balcón abierto arriba.
Así fue.
Vencida de ese modo, no había sabido rechazarlo; sintió que se desmayaba – no sabía ya cómo – ante ese ímpetu brutal y se había abandonado, sí, cediendo aun sin querer concederlo.
Al día siguiente volvió a la ciudad.
¿Y ahora?, ¿cómo no entraba Giorgio para avergonzarla? Quizás D´Andrea aún no le había dicho nada, quizás pensaba cómo salvarla. Pero ¿cómo?
Se ocultó la cara entre las manos, como para no ver el vacío que se le abría delante. Pero también en su interior estaba ese vacío. Y no había remedio. Solo la muerte. ¿Cuándo?, ¿cómo?
La puerta, de pronto, se abrió, y Giorgio apareció en el umbral descompuesto, palidísimo, con los cabellos desordenados y los ojos aún rojos de llanto. D´Andrea lo tenía del brazo.
– Quiero saber solo esto, – le dijo a la hermana, con los dientes apretados, con voz silbante, casi separando las sílabas: – Quiero saber quién ha sido.
Eleonora, con la cabeza inclinada, con los ojos cerrados, sacudió lentamente la cabeza y comenzó a sollozar.
– Me lo dirás, – gritó Bandi, acercándose, sujetado por el amigo. – Y con quienquiera que sea, ¡te casarás!
– ¡No puede ser, Giorgio! – gimió aún ella, bajando más la cabeza y retorciéndose en el seno las manos. – ¡No!, ¡no es posible!, ¡no es posible!
– ¿Está casado? – preguntó él, acercándose más, con los puños apretados, terrible.
– No, – se apresuró a responderle ella. – Pero no es posible, ¡créelo!
– ¿Quién es? – continuó Bandi, todo tembloroso, asediándola de cerca.- ¿Quién es?, ¡pronto, el nombre!
Sintiendo encima la furia del hermano, Eleonora se encogió, intentó levantar un poco la cabeza y gimió bajo los ojos fieros de él:
– No puedo decírtelo…
– ¡El nombre, o te mato! – rugió entonces Bandi, alzando un puño sobre la cabeza de ella.
Pero D´Andrea se interpuso, apartó al amigo, luego le dijo severamente:
– Vete. Me lo dirá a mí. Vete, vete…
Y lo hizo salir, a la fuerza, de la habitación.
III
El hermano fue inamovible.
En los pocos días que fueron necesarios para las publicaciones de rito, antes del matrimonio, se ensañó en el escándalo. Para prevenir las bromas que se esperaba de todos, tomó ferozmente el partido de ir proclamando su vergüenza, con horribles crudezas de lenguaje. Parecía enloquecido; y todos lo compadecían.
Le tocó, sin embargo, tener que luchar un poco con el arrendatario, para hacer que este condescendiera a las bodas del hijo.
Aunque de ideas abiertas, el viejo, al principio, pareció caer de las nubes: no quería creer que fuera posible una cosa semejante. Luego dijo:
– No lo dude su señoría. Lo pisaré con mis propios pies, ¿sabe cómo?, como se pisa la uva. O mejor, hagamos así: se lo entrego, atado de pies y manos; y su señoría se tomará toda la satisfacción que quiera. El látigo, para los latigazos, se lo procuro yo, y se lo tengo antes a propósito tres días en remojo, para que golpee mejor.
Pero cuando comprendió que el señor no pretendía esto, sino que quería otra cosa, el matrimonio, se sorprendió de nuevo:
– ¡Cómo! ¿Qué dice, su señoría? ¿Una señorona de esa clase con el hijo de un vil campesino?
Y opuso un duro rechazo.
– Perdóneme. Pero la señorita tenía el juicio y la edad; conocía el bien y el mal, no tenía que haber hecho con mi hijo lo que hizo. ¿Tengo que hablar? Se lo llevaba arriba a la casa todos los días. Su señoría me entiende… Un mozalbete… A esa edad, no se razona, no se presta atención… ¿Ahora puedo perder así a mi hijo, que Dios sabe cuánto me cuesta? La señorita. Hablando con respeto, puede ser su madre…
Bandi tuvo que prometer como dote la cesión de la finca y una asignación diaria a la hermana.
Así se estableció el matrimonio; y, cuando tuvo lugar, fue un verdadero acontecimiento para ese poblacho.
Pareció que todos sintieran un gran placer destrozando públicamente la admiración, el respeto durante tantos años tributados a esa mujer; como si entre la admiración y el respeto, de lo que ya no la estimaban digna, y el escarnio con que ahora la acompañaban a esas bodas vergonzosas, no pudiera haber sitio para un poco de compasión.
La compasión era completamente para el hermano; el cual, se entiende, no quiso participar en la ceremonia. No participó ni siquiera D´Andrea, excusándose con que tenía que acompañar, ese triste día, a su pobre Giorgio.
Un viejo médico de la ciudad, que ya lo había sido de los padres de Eleonora, y al que D´Andrea, recién llegado fresco de los estudios, con todas las luces y las sofisticaciones de la novísima terapéutica, le había quitado gran parte de la clientela, se ofreció como testigo y llevó consigo a otro viejo, un amigo suyo, como segundo testigo.
Con ellos, Eleonora llegó en coche cerrado al Ayuntamiento; luego, a una pequeña iglesia apartada, para la ceremonia religiosa.
En otro coche iba el esposo, Gerlando, turbio y enfurruñado, con los padres. Estos, vestidos de fiesta, mostraban su orgullo, inflados y serios, porque, al final, el hijo se casaba con una verdadera señora, hermana de un abogado, y traía como dote un campo con una magnífica casa, y encima, dinero. Gerlando, para hacerse digno del nuevo estado, continuaría con los estudios. La finca la atendería él, el padre, que entendía de ello. ¿Que la esposa era un poco vieja? ¡Tanto mejor! El heredero ya estaba en camino. Por ley natural ella moriría antes, y Gerlando entonces se quedaría libre y rico.
Estas y otras reflexiones semejantes hacían también, en un tercer coche, los testigos del esposo, campesinos amigos del padre, en compañía de dos viejos tíos maternos. Los otros parientes y amigos del esposo, innumerables, esperaban en la casa, todos vestidos de fiesta, con trajes de paño turquesa, los hombres; con capitas nuevas y pañuelos de los colores más vistosos, las mujeres. Pues el arrendatario, de grandes ideas, había preparado una recepción precisamente excepcional.
En el ayuntamiento, a Eleonora, antes de entrar en la sala del estado civil, la asaltó una convulsión de llanto; el esposo, que se mantenía aparte, en corro con los familiares, acudió empujado por estos; pero el viejo médico le rogó que no se dejara ver, que se apartara, por el momento.
Aún no repuesta de esa crisis violenta, Eleonora entró en la sala; vio a su lado a ese muchacho, cuyo empacho y vergüenza lo volvían más híspido y ridículo; tuvo un ímpetu de rebeldía; estuvo a punto de gritar: – ¡No! ¡No! – y lo miró como para empujarlo a gritar así también a él. Pero poco después dijeron que sí los dos, como condenados a una pena inevitable. Despachada con mucha prisa la otra función en la pequeña iglesia solitaria, el triste cortejo se dirigió a la casa. Eleonora no quería separarse de los dos viejos amigos; pero tuvo que subir al coche con el esposo y con los suegros.
Por el camino, no intercambiaron ni una palabra en el coche.
El arrendatario y la mujer parecían aturdidos, levantaban la mirada de vez en cuando para mirar de pasada a la nuera; luego, se miraban a su vez y bajaban los ojos. El esposo miraba afuera, completamente encerrado en sí mismo, ceñudo.
En casa los acogieron con un estrepitoso disparo de morteros, gritos festivos y palmadas. Pero el aspecto y la actitud de la esposa helaron a todos los invitados, aunque ella intentara incluso sonreírle a esa buena gente que procuraba festejarla a su manera, como es costumbre en las bodas.
Pidió pronto permiso para retirarse sola; pero en la habitación en la que había dormido durante las vacaciones, al encontrar preparada la cama de matrimonio, se detuvo de pronto, en el umbral: – ¿Ahí?, ¿con él? ¡No! ¡Nunca! ¡Nunca! – Y, dominada por la repulsión, huyó a otra habitación, se encerró en ella con llave, cayó en una silla, apretándose muy fuerte el rostro con las dos manos.
Le llegaban, a través de la puerta, las voces, las risas de los invitados, que incitaban allí a Gerlando, a quien felicitaban, más que por la esposa, por el buen parentesco que había contraído y por el buen campo.
Gerlando estaba asomado al balcón y, por toda respuesta, lleno de vergüenza, sacudía de vez en cuando los poderosos hombros.
Vergüenza, sí, sentía vergüenza de ser marido de ese modo, de esa señora, ¡así era! Y toda la culpa era de su padre, quien, por esa maldita fijación con la escuela, había hecho que la señorita lo tratara como a un muchachote estúpido e inepto, cuando ella vino de vacaciones, al favorecer que ella le gastara bromas que lo habían herido. Y he ahí, en tanto, lo que había sucedido. El padre no pensaba sino en el buen campo. Pero él ¿cómo viviría de ahora en adelante con esa mujer que le infundía tanta sumisión y que ciertamente lo odiaba por la vergüenza y el deshonor? ¿Cómo se atrevería a levantar la mirada ante ella? Y, por añadidura, ¡el padre pretendía que él continuara con los estudios! ¡Figurémonos cómo se mofarían de él los compañeros! Su mujer tenía veinte años más que él, y parecía una montaña, parecía…
Mientras Gerlando se torturaba con estas reflexiones, el padre y la madre esperaban los últimos preparativos del almuerzo. Finalmente, los dos entraron triunfantes en la sala, donde la mesa ya estaba dispuesta. El servicio de mesa había sido preparado para el acontecimiento por un chef de la ciudad que también había enviado a un cocinero y a dos camareras para servir el almuerzo.
El arrendatario fue a buscar a Gerlando al balcón y le dijo:
– Ve a avisar a tu mujer que dentro de poco todo estará listo.
– ¡No voy, no, señor! – gruñó Gerlando, dando un zapatazo. – Vaya usted.
– ¡Te corresponde a ti, animal! – le gritó el padre. – ¡Tú eres el marido, ve!
– Muchas gracias… ¡No, señor! ¡No voy! – repitió Gerlando, duro, evadiéndose.
Entonces, el padre, airado, lo agarró por la solapa de la chaqueta y le dio un empujón.
– ¿Te avergüenzas, animal? ¿Te has liado con ella antes, y ahora te avergüenzas? ¡Ve! ¡Es tu mujer!
Los invitados acudieron a poner paz, a persuadir a Gerlando a ir.
– ¿Qué tiene de malo? Le dirás que venga a tomar un bocado…
-¡Pero si no sé siquiera cómo tengo que llamarla! – gritó Gerlando, exasperado.
Algunos invitados estallaron de risa, otros se dispusieron para sujetar al arrendatario que se había lanzado a abofetear al imbécil del hijo que le estropeaba así la fiesta preparada con tanta solemnidad y tanto gasto.
– La llamarás por su nombre de bautismo, – le decía en tanto, lenta y persuasiva, la madre. – ¿Cómo se llama? Eleonora, ¿no es verdad?, pues tú, llámala Eleonora. ¿No es tu mujer? Ve, hijo mío, ve… Y, hablándole así, lo llevó al dormitorio de matrimonio.
Gerlando fue a llamar a la puerta. Golpeó una primera vez, lento. Esperó. Silencio. ¿Cómo le hablaría? ¿Tenía precisamente que tutearla, así, la primera vez? ¡Ah, maldito lío! ¿Y por qué, en tanto, no respondía ella? Quizás no había oído. Volvió a llamar más fuerte. Esperó. Silencio.
Entonces, todo azorado, intentó llamar en voz baja, como le había sugerido la madre. Pero le salió un Eleonora tan ridículo, que pronto, como para borrarlo, llamó fuerte, franco:
– ¡Eleonora!
Oyó al fin la voz de ella que preguntaba tras la puerta de otra habitación.
– ¿Quién es?
Se acercó a esa puerta, con la sangre toda revuelta.
– Yo, -dijo – yo Ger… Gerlando… Está listo.
– No puedo, – respondió ella. – Continuad sin mí.
Gerlando volvió a la sala, aliviado de un gran peso.
– ¡No viene! ¡Dice que no viene! ¡No puede!
– ¡Viva el animal! – exclamó entonces el padre, que no lo llamaba de otro modo. – ¿Le has dicho que estaba puesta la mesa? ¿Y por qué no la has forzado a venir?
La mujer se interpuso, hizo que el marido entendiera que sería mejor, quizás, que dejaran en paz a la esposa ese día. Los invitados aprobaron.
– La emoción… el malestar… ¡ya se sabe!
Pero el arrendatario, que se había empeñado en demostrarle a la nuera que, en esa ceremonia, él sabía cumplir su obligación, se quedó ceñudo y ordenó de mala manera que se sirviera el almuerzo.
Había un deseo de platos finos, que ahora llegarían a la mesa, pero había también en todos esos invitados una seria consternación por todo lo superfluo que veían lucir en el mantel nuevo, que los cegaba: cuatro vasos de diversa forma y tenedores y tenedorcitos, cuchillos y cuchillitos, y ciertas plumillas, además, dentro de los envoltorios de papel de seda.
Sentados muy separados de la mesa, sudaban también por los pesados trajes de paño de la fiesta, y se miraban las caras duras, secas, transformadas por la insólita limpieza; y no osaban levantar las grandes manos deformadas por los trabajos del campo para coger esos tenedores de plata (¿el pequeño o el grande?) o esos cuchillos, bajo la mirada de los camareros que, dando vueltas con los servicios, con esos guantes de hilo blanco, despertaban en ellos un terrible embarazo.
El arrendatario, en tanto, mientras comía, miraba al hijo y sacudía la cabeza, con una expresión en la cara de irrisoria conmiseración.
– ¡Miradlo, miradlo! –mascullaba. – ¿Qué papel está haciendo ahí solo, desparejado, presidiendo la mesa? ¿Cómo va a tener la mujer consideración con tal armatoste? Tiene razón, tiene razón al avergonzarse de él. ¡Ah, si hubiera estado yo en su lugar!
Acabado el almuerzo en medio del enfado general, los invitados, con una excusa o con otra, se fueron. Era ya casi de noche.
– ¿Y ahora? – le dijo el padre a Gerlando, cuando los dos camareros acabaron de recoger la mesa, y todo en la casa estuvo tranquilo. – ¿Qué harás, ahora? ¡Te las arreglarás tú!
Y le ordenó a su mujer que lo siguiera a la casa de labranza, donde vivían, poco distante de la casa principal.
Ya solo, Gerlando miró a su alrededor, ceñudo, sin saber qué hacer.
Sintió en el silencio la presencia de la que estaba encerrada allí. Quizás, ahora, al no oír ningún ruido, saldría de la habitación. ¿Qué debería hacer él, entonces?
Ah, con qué placer huiría a dormir a la casa de labranza, junto a la madre, o incluso allí a la intemperie. ¡Quizás bajo algún árbol!
¿Y si ella, entretanto, esperaba que la llamara? Y si, resignada a la condena que había querido infligirle el hermano, se retenía en poder de su marido, y esperaba que él… sí, la invitara a…
Tendió el oído. Pero no, todo era silencio. Quizás se había dormido. Estaba ya oscuro. La luz de la luna entraba, por el balcón abierto, en la sala.
Sin pensar en encender la luz, Gerlando cogió una silla y fue a sentarse al balcón, que miraba a todo su alrededor, desde lo alto, el extendido campo que bajaba hasta el mar allá al fondo, lejos.
En la noche clara brillaban límpidas las estrellas mayores; la luna encendía en el mar una viva cenefa de plata; de los vastos llanos de rastrojos se levantaba trémulo el canto de los grillos, como un denso, continuo campanilleo. De pronto, un ruiseñor, allí cerca, emitió un pío lánguido, acongojado; desde lejos otro le respondió, como un eco, y los dos siguieron un rato piando así, en la clara noche.
Con un brazo apoyado en la baranda del balcón, él, entonces, instintivamente, para librarse de la opresión de esa inseguridad ansiosa, detuvo el oído en esos dos píos que se respondían en el silencio encantado de la luna; luego, descubriendo allí en el fondo un trozo del muro que rodeaba toda la finca, pensó que ahora toda aquella tierra era suya; suyos, aquellos árboles: olivos, almendros, algarrobos, higueras, moreras; suya, esa viña.
Tenía razón el padre al estar contento, pues de ahora en adelante no estaría sometido a nadie.
Al final, no era tan estrambótica la idea de hacerle continuar los estudios. Mejor allí, mejor en la escuela, que aquí todo el día, junto a la mujer. En cómo poner en su lugar a esos compañeros que quisieran reírse a sus espaldas ya pensaría él. Era un señor, ahora, y no le importaba si lo echaban de la escuela. Pero esto no sucedería. Es más, él se proponía estudiar de ahora en adelante con aplicación, para poder un día, dentro de poco, figurar entre los caballeros del pueblo, sin sentir embarazo, y hablar y tratar con ellos, de igual a igual. Le bastaban cuatro años de escuela para tener la licencia del instituto técnico: y luego, perito agrónomo o administrativo. Su cuñado, entonces, el señor abogado, que parecía que había arrojado allí, a los perros, a su hermana, tendría que saludarlo con el sombrero. Sí, señor. Y entonces él tendría todo el derecho de decirle: “¿Qué me has dado? ¿A mí, esa vieja? ¡He estudiado, tengo una profesión de señor y podía aspirar a una hermosa joven, rica y de buena familia como ella!”
Pensando esto, se quedó dormido con la frente en el brazo apoyado en la baranda.
Los dos píos continuaban, uno aquí cerca, el otro lejos, su alterno lamento voluptuoso; la noche clara parecía que hacía temblar en la tierra su velo de luna sonoro de grillos, y llegaba ahora desde lejos, como una oscura zampoña, el murmullo profundo del mar.
En medio de la noche, Eleonora apareció, como una sombra, en el umbral del balcón.
No esperaba encontrar al joven dormido. Sintió pena y temor al mismo tiempo. Se quedó un rato pensando si sería conveniente despertarlo para decirle lo que había decidido y quitarlo de ahí; pero, a punto de sacudirlo, de llamarlo por su nombre, sintió que le faltaban las fuerzas y se retiró lentamente, como una sombra, a la habitación de la que había salido.
IV
El entendimiento fue fácil.
Eleonora, la mañana siguiente, le habló maternalmente a Gerlando. Lo dejó dueño de todo, libre de hacer lo que le gustara, como si entre ellos no hubiera ningún vínculo. Para ella pidió que la dejaran allí, aparte, en esa habitación, junto a la vieja sirvienta de casa, que la había visto nacer.
Gerlando, que ya avanzada la noche se había retirado del balcón todo entumecido por la humedad para irse a dormir al diván del comedor, ahora, así sorprendido en el sueño, con un gran deseo de restregarse los ojos con los puños, abriendo la boca por el esfuerzo de fruncir las cejas, porque quería mostrar no tanto que comprendía, cuanto que estaba convencido, dijo que sí, sí con la cabeza. Pero el padre y la madre, cuando conocieron ese pacto, se encolerizaron, y en vano Gerlando intentó hacerles entender que le convenía así, que además estaba más que contento.
Para tranquilizar en cierto modo al padre, tuvo que prometer formalmente que, a principios de octubre, volvería a la escuela. Pero, por desquite, la madre le impuso que eligiera la habitación más hermosa para dormir, la habitación más hermosa para estudiar, la habitación más hermosa para comer… ¡Todas las habitaciones más hermosas!
– ¡Y lleva tú la batuta, ya sabes! Si no, vengo yo para que te obedezcan y te respeten.
Juró al final que no volvería a dirigirle la palabra a esa melindrosa que despreciaba así a su hijo, un buen muchachote, a quien ella no era ni siquiera digna de mirar.
Desde aquel mismo día, Gerlando se puso a estudiar, a retomar la preparación interrumpida de los exámenes de recuperación. Ya era tarde, verdaderamente: tenía apenas veinticuatro días por delante; pero ¡quién sabe!, aplicándose un poco, quizás lograra finalmente esa licencia técnica, por la que se torturaba desde hacía tres años.
Habiéndose sacudido el aturdimiento angustioso de los primeros días, Eleonora, por consejo de la vieja sirvienta, se puso a preparar la canastilla del niño que iba a nacer.
No había pensado en ello, y lloró.
Gesa, la vieja sirvienta, la ayudó, la guió en ese trabajo, en el que era inexperta; le dio las medidas para los primeros batones, para los primeros gorritos… Ah, la suerte le guardaba este consuelo, y ella aún no había pensado en ello; tendría a un pequeñín, a una pequeñita a quien atender, ¡a quien consagrarse por completo! Pero Dios tenía que hacerle el favor de enviarle un varoncito. Ya era vieja, moriría pronto, y ¿cómo le iba a dejar a ese padre una niña a quien ella le inspiraría sus pensamientos, sus sentimientos? Un varoncito sufriría menos con ese tipo de existencia, en la que dentro de poco la mala suerte lo pondría.
Angustiada por estos pensamientos, cansada del trabajo, para distraerse, cogía uno de esos libros que había hecho que le enviase el hermano la otra vez, y se ponía a leer. De vez en cuando, señalando con la cabeza, preguntaba a la criada:
– ¿Qué hace?
Gesa encogía los hombros, sacaba los labios, luego respondía:
– ¡Uf! Está echado sobre el libro. ¿Duerme? ¿Piensa? ¡Quién sabe!
Gerlando pensaba. Pensaba que, a fin de cuentas, su vida no era muy alegre.
Pues tenía la finca, y era como si no la tuviera; la mujer era como si no la tuviese; estaba en guerra con la familia; enfadado consigo mismo, pues no lograba retener nada, nada, nada de lo que estudiaba.
En ese ocio inquieto, entretanto, sentía dentro de él como un fermento de ásperos deseos; entre ellos, el de la mujer, porque se le había negado. No era ya deseable esa mujer, es verdad. Pero… ¿qué pacto ere ese? Él era el marido, y tenía que decirlo él, si acaso.
Se levantaba, salía de la habitación, pasaba por delante de la puerta de la habitación de ella, pero pronto, entreviéndola, sentía que se le derrumbaba todo propósito de rebelión. Resoplaba y, para no reconocer que entonces le faltaban las fuerzas, se decía a sí mismo que no valía la pena.
Uno de esos días, finalmente volvió de la ciudad derrotado, suspendido, suspendido otra vez en los exámenes de licencia técnica, ¡Y ahora basta! ¡Basta de verdad! ¡No quería saber nada más de ello! Cogió libros, cuadernos, dibujos, escuadras, estuches, lápices y los llevó abajo, delante de la casa para hacer una hoguera. El padre acudió para impedírselo; pero Gerlando, enfurecido, se rebeló:
– ¡Déjeme! ¡Soy el dueño!
Sobrevino la madre, acudieron incluso los campesinos que trabajaban en el campo. Una hoguera al principio rala, luego poco a poco más densa se liberó, en medio de los gritos de los presentes, de ese montón de papeles; luego un resplandor; luego crepitó la llama y se levantó. Con los gritos, se asomaron al balcón Eleonora y la sirvienta.
Gerlando, lívido e hinchado como un pavo, arrojaba a las llamas, descamisado, furioso, los últimos libros que tenía bajo el brazo, los instrumentos de su larga e inútil tortura.
Eleonora se esforzó por no reírse ante ese espectáculo, y se retiró deprisa del balcón. Pero la suegra se dio cuenta y le dijo al hijo:
– Con esto se alegra la señora, ¿sabes? Le causas risa.
– ¡Llorará! – gritó entonces Gerlando, amenazante, levantando la cabeza hacia el balcón.
Eleonora oyó la amenaza y palideció. Comprendió que la cansada y triste quietud, de la que había gozado hasta entonces, se había acabado para ella. Solo un momento de tregua le había concedido la suerte. Pero ¿qué podía querer de ella ese bruto? Ella ya estaba exhausta, otro golpe, aunque leve, la abatiría.
Poco después, se vio delante a Gerlando, hosco y jadeante.
– ¡Hoy mismo cambiamos de vida! – le anunció.- Me he hartado. Me pongo a trabajar como un campesino, como mi padre; y por tanto tú dejarás de ser la señora aquí. ¡Fuera, fuera toda esta lencería! Quien nazca será también campesino, y por tanto sin tantos afeites y tantas galas. Despide a la sirvienta: tú harás de comer y cuidarás de la casa, como hace mi madre. ¿Entendido?
Eleonora se levantó, pálida y vibrante de desdén:
– Tu madre es tu madre, – le dijo, mirándolo fieramente a los ojos. – Y yo soy yo, y no puedo volverme contigo, villano, villana.
– ¡Eres mi mujer! – gritó entonces Gerlando, acercándose violento y agarrándola por un brazo. – Y harás lo que yo quiera, aquí mando yo, ¿comprendes?
Luego se volvió a la vieja sirvienta y le indicó la puerta:
– ¡Fuera! ¡Váyase enseguida! ¡No quiero sirvientas por la casa!
– ¡Voy contigo, Gesa! – gritó Eleonora tratando de liberar el brazo que él le tenía aún agarrado.
Pero Gerlando no se lo soltó; se lo apretó más fuerte; la obligó a sentarse.
– ¡No! ¡Aquí! ¡Tú te quedas aquí, encadenada conmigo! Por ti se han burlado de mí, ¡ahora basta! Ven, sal de esta guarida tuya. Ya no quiero estar solo llorando mi pena. ¡Fuera! ¡Fuera!
Y la empujó fuera de la habitación.
– ¿Y qué has llorado tú hasta ahora? – le dijo ella con lágrimas en los ojos. – ¿Qué he pretendido yo de ti?
– ¿Qué has pretendido? ¡No ser molestada, no tener contacto conmigo, como si yo fuese… como si no mereciese tu confianza, señora! Me ha servido la mesa una asalariada, mientras te correspondía a ti servirme, completamente, como hacen las esposas.
– Pero ¿qué vas a hacer conmigo? – le preguntó, humillada, Eleonora. – Te serviré, si quieres, con mis manos, de ahora en adelante. ¿Está bien?
Diciendo esto rompió a llorar, luego sintió que se le doblaban las piernas y se abandonó. Gerlando, perdido, confuso, la sostuvo junto con Gesa, y los dos la pusieron en una silla.
Por la tarde, improvisamente, le llegaron los dolores. Gerlando, arrepentido, espantado, corrió a llamar a la madre. Un muchacho fue enviado a la ciudad por una matrona. Mientras, el arrendatario, viendo ya en peligro la finca, si la nuera abortaba, maltrataba al hijo:
– Animal, animal, ¿qué has hecho? ¿Y si se te muere ahora? ¿Y si no tienes más hijos? ¡Te quedas en la calle! ¿Qué harás? Has dejado la escuela y no sabes siquiera tener el azadón en la mano. ¡Estás arruinado!
– ¿Qué me importa? – gritó Gerlando. – ¡Con tal de que a ella no le pase nada!
Llegó la madre con los brazos levantados:
– ¡Un médico! ¡Necesitamos rápido un médico! ¡La veo mal!
– ¿Qué tiene? – preguntó Gerlando, desconcertado.
Pero el padre lo empujó fuera:
– ¡Corre! ¡Corre!
Por el camino, Gerlando, todo tembloroso, se vino abajo, se echó a llorar, esforzándose sin embargo por correr. A mitad del camino se encontró con la matrona que venía en una carroza con el muchacho.
-¡Vaya! ¡Vaya! – gritó. – Voy por el médico, ¡se muere!
Tropezó, se cayó; cubierto de polvo, volvió a correr, desesperadamente, mordiéndose la mano que se había desollado.
Cuando volvió con el médico a la casa, Eleonora estaba a punto de morir, desangrada.
– ¡Asesino! ¡Asesino! – se lamentaba Gesa, atendiendo a la señora. – ¡Él ha sido! Ha osado ponerle las manos encima.
Eleonora, sin embargo, negaba con la cabeza. Sentía que, poco a poco, con la sangre, se le iba la vida, que poco a poco las fuerzas se le debilitaban; estaba ya fría… Pues bien, no le daba pena morir; era dulce la muerte así, un gran alivio, después de los atroces sufrimientos. Y con la cara como de cera, mirando el techo, esperaba que los ojos se le cerraran solos, despacio, para siempre. Ya no distinguía nada. Como en sueños, volvió a ver al viejo médico que le había hecho de testigo, y le sonrió.
V
Gerlando no se separó de los pies de la cama, ni de día ni de noche, durante todo el tiempo que Eleonora estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte.
Cuando finalmente pudieron sentarla en el sillón, parecía otra mujer: diáfana, casi exangüe. Se vio delante a Gerlando, que parecía salir también él de una mortal enfermedad, y preocupados a su alrededor a los familiares de él. Los miraba con los hermosos ojos negros, más grandes y dolientes en la pálida delgadez, y le parecía que ahora ninguna relación existía ya entre ellos y ella, como si ella hubiera vuelto ahora, nueva y diversa, de un lugar remoto, donde todo vínculo se hubiera roto, no solo con ellos, sino con toda la vida de antes.
Respiraba con dificultad; con el mínimo ruido el corazón le saltaba en el pecho y le latía con tumultuosa violencia; un cansancio grave la oprimía.
Entonces, con la cabeza abandonada en el respaldo del sillón, los ojos cerrados, lamentaba interiormente no haber muerto. ¿Qué estaba haciendo ya allí?, ¿por qué aún esa condena para los ojos de ver esas caras alrededor y esas cosas, de las que ya se sentía tan lejos? ¿Por qué ese acercamiento a las apariencias opresoras y nauseabundas de la vida pasada, acercamiento que a veces le parecía hacerse más brusco, como si alguien la empujase por detrás, para obligarla a ver, a sentir la presencia, la realidad viva y moribunda de la vida odiosa, que ya no le pertenecía?
Creía firmemente que no se volvería a levantar nunca más de ese sillón; creía que de un momento a otro moriría de pena. Pero no fue así, pues unos días después pudo ponerse en pie, dar unos pasos, sujetada, por la habitación; luego, con el tiempo, incluso pudo bajar la escalera e ir al aire libre, del brazo de Gerlando y de la sirvienta. Se habituó, en fin, a ir al atardecer hasta el borde del precipicio que limitaba la finca al sur.
Se abría al otro lado la magnífica vista de la llanura que estaba bajo el altiplano, hasta el mar allá al fondo. Fue los primeros días acompañada, como de costumbre, por Gerlando y por Gesa; luego, sin Gerlando; al final, sola.
Sentada en una piedra, a la sombra de un olivo centenario, miraba toda la ribera lejana que apenas se curvaba, con leves arcos, con leves senos, rompiéndose en el mar que cambiaba según la dirección del viento; veía el sol ya como un disco de fuego ahogarse lentamente entre las brumas enmohecidas apoyadas sobre el mar completamente gris, a poniente, ya bajando ahora en triunfo sobre las olas en llamas, entre una pompa maravillosa de nubes encendidas; veía en el húmedo cielo crepuscular fluir líquida y tranquila la luz de Júpiter, avivarse apenas la luna diáfana y líquida; se bebía con los ojos la triste dulzura de la tarde inminente, y respiraba, feliz, sintiéndose invadida hasta el fondo del alma, por el fresco, por la quietud, como un consuelo sobrehumano.
En tanto, al otro lado, en la casa de labranza, el viejo arrendatario y su mujer volvían a desearle algún daño, instigando al hijo a que atendiera a sus asuntos.
– ¿Por qué la dejas sola? – se cuidaba de decirle el padre. – ¿No te das cuenta de que ella, ahora, después de la enfermedad, te agradece el afecto que le has mostrado? No la dejes ni un momento, intenta entrarle cada vez más en el corazón; y luego… luego procura que la sirvienta no se acueste más en la misma habitación que ella. Ahora está bien y ya no la necesita, de noche.
Gerlando, irritado, se sacudía por completo, ante estas sugerencias.
– Pero ¡ni siquiera en sueños! Pero si no se le pasa por la cabeza que yo pueda… ¡Qué va! Me trata como a un hijo… ¡Hay que escuchar lo que me dice! Se siente vieja, pasada y acabada para este mundo. ¡Qué va!
– ¿Vieja? – preguntaba la madre. – Cierto, ya no es una niña; pero tampoco vieja, y tú…
– ¡Te quitan la tierra! – acosaba el padre. – Te lo he dicho ya: estás arruinado, en medio de la calle. Sin hijos, muerta tu mujer, la dote vuelve a su familia. Y tú habrás obtenido esta buena ganancia; habrás perdido la escuela y todo este tiempo, así, sin ninguna compensación… ¡Con un palmo de narices! Piensa, piensa a tiempo, ya has perdido demasiado… ¿Qué esperas?
– Por las buenas, – continuaba, modosa, la madre. – Tú debes ir por las buenas, y quizás decirle: “¿Ves?, ¿Qué he tenido de ti?, te he respetado, como has querido; pero ahora piensa tú un poco en mí: ¿Cómo quedo yo?, ¿qué haré si tú me dejas así?” ¡Al final, santo Dios, no debe ir a la guerra!
– Y puedes añadir, – volvía a acosar el padre, – puedes añadir: “¿Quieres alegrar a tu hermano que te ha tratado así?, ¿hacer que él me eche de aquí como a un perro?”. ¡Esta es la santa verdad, atento! Como a un perro te echarán, a puntapiés, y a tu madre y a mí, pobres viejos, contigo.
Gerlando no respondía nada. Ante los consejos de la madre sentía casi un alivio, pero irritante, como una titilación; las previsiones del padre le removían la bilis, lo encendían de ira. ¿Qué hacer? Veía la dificultad de la empresa y veía también la necesidad imperiosa. Era necesario intentarlo de cualquier modo.
Eleonora, ahora, se sentaba en la mesa con él. Una tarde, en la cena, al verlo con los ojos fijos en el mantel, pensativo, le preguntó:
– ¿No comes?, ¿qué tienes?
Aunque desde hacía unos días él se esperara esta pregunta provocada por su misma actitud, no supo en el momento responder tal como había decidido, e hizo un gesto vago con la mano.
– ¿Qué tienes? – insistió Eleonora.
– Nada, – respondió, azorado, Gerlando. – Mi padre, como siempre…
– ¿De nuevo con la escuela? – preguntó ella sonriendo, para obligarlo a hablar.
– No, peor, – dijo él. – Me pone… me pone delante tantas sombras, me aflige con… con el pensamiento de mi futuro, puesto que él es viejo, dice, y yo así, sin arte ni parte. Mientras estés tú, bien; pero luego… luego, nada, dice…
– Dile a tu padre, – respondió entonces, con gravedad, Eleonora, entrecerrando los ojos, casi para no ver el rubor de él, – dile a tu padre que no se preocupe. Ya lo he arreglado todo, dile, que esté por tanto tranquilo. Es más, ya que estamos en este tema, óyeme: si yo faltara de pronto – somos de la vida y de la muerte – en el segundo cajón del cantarano, en mi habitación, encontrarás en un sobre amarillo una carta para ti.
– ¿Una carta? – repitió Gerlando, sin saber qué decir, confuso de vergüenza.
Eleonora afirmó con la cabeza, y añadió:
– No te preocupes.
Aliviado y contento, Gerlando, la mañana siguiente, refirió a los padres cuanto le había dicho Eleonora; pero estos, especialmente el padre, no se quedaron satisfechos en modo alguno.
– ¿Una carta? ¡Líos!
¿Qué podía ser esa carta? El testamento: la donación de la finca al marido. ¿Y si no estaba hecha en regla y con todas las formas? La sospecha era fácil, visto que se trataba de la escritura privada de una mujer, sin asistencia de un notario. Y luego, ¿no se tenía que ver con el cuñado, mañana, un hombre de leyes, un liante?
– ¿Procesos, hijo mío? ¡Que Dios te guarde y te libre! La justicia no es para los pobres. Y ese, por la rabia, será capaz de hacerte ver blanco lo negro, y negro lo blanco.
Y además, esa carta, ¿estaba de verdad en el cajón del cantarano? ¿O se lo había dicho para que no la molestara?
– ¿La has visto tú? No. ¿Entonces? Pero, admitido que te la deje ver, ¿qué comprendes tú?, ¿qué comprendemos nosotros? Mientras que con un hijo… ¡eso! No te dejes embaucar. ¡Escúchanos! ¡Carne!, ¡carne!, ¡y no una carta!
Así, un día, Eleonora, mientras estaba bajo ese olivo, al pie del precipicio, vio a su lado de pronto a Gerlando, que había llegado furtivamente.
Estaba completamente envuelta en un amplio mantón negro. Tenía frío, aunque febrero era tan delicado, que ya parecía primavera. La vasta llanura, abajo, estaba toda verde de forraje; el mar, al fondo, placidísimo, compartía con el cielo un color rosado un poco apagado, pero muy suave, y los campos en sombra parecían esmaltados.
Cansada de mirar, en el silencio, esa maravillosa armonía de colores, Eleonora había apoyado la cabeza en el tronco del olivo. En el mantón negro echado sobre la cabeza se descubría solo la cara que parecía aún más pálida.
– ¿Qué haces? – le preguntó Gerlando. – Pareces la Virgen de los Dolores.
– Miraba… – le respondió ella, con un suspiro, entrecerrando los ojos.
Pero él retomó:
– Si vieses lo… lo bien que estás así, con este mantón negro…
– ¿Bien? – dijo Eleonora, sonriendo tristemente.- ¡Tengo frío!
– No, digo, bien de… de… de aspecto, – le explicó él, balbuciendo, se sentó en el suelo al lado de la piedra.
Eleonora, con la cabeza apoyada en el tronco, volvió a cerrar los ojos, sonrió para no llorar, asaltada por el lamento de la juventud perdida tan míseramente. A los dieciocho años, sí, había sido incluso hermosa, y mucho.
De pronto, mientras estaba tan absorta, sintió que la sacudían ligeramente.
– Dame una mano, – le pidió él desde el suelo, mirándola con ojos brillantes.
Ella comprendió; pero fingió no comprender.
– ¿La mano? ¿Por qué? – le preguntó. – Yo no puedo levantarte, ya no tengo fuerza, ni siquiera para mí… Ya es tarde, vamos.
Y se levantó.
– No lo decía para que me levantaras, – explicó de nuevo Gerlando, desde el suelo. – Quedémonos aquí, en la oscuridad, es tan hermoso…
Diciendo esto, fue rápido en abrazarle las rodillas, sonriendo nerviosamente, con los labios secos.
– ¡No! – gritó ella. – ¿Estás loco? ¡Déjame!
Para no caer, se apoyó con los brazos en los hombros de él y lo empujó hacia atrás. Pero el mantón, en ese momento, se le soltó y, como ella estaba inclinada sobre él erguido sobre las rodillas, lo envolvió, lo escondió dentro.
– ¡No, te quiero!, ¡te quiero! – dijo él, entonces, como ebrio, apretándola más con un brazo, mientras con el otro le buscaba la cintura, envuelto en el olor del cuerpo de ella.
Pero ella, con un esfuerzo supremo, logró soltarse, corrió hasta el borde del precipicio, se volvió, gritó:
– ¡Me arrojo!
Entonces se lo vio encima, violento; se dobló hacia atrás, cayó en el precipicio.
Él se retuvo con dificultad, desconcertado, gritando, con los brazos levantados. Oyó un golpe terrible, allá abajo. Asomó la cabeza. Un montón de ropas negras, en el verdor de la llanura de abajo. Y el mantón, que se había abierto al viento, cayó blandamente, abierto así, más lejos.
Con las manos en los cabellos, se volvió a mirar hacia la casa de labranza; pero de improviso en sus ojos se clavó la amplia cara pálida de la luna que había surgido apenas de la densidad de los olivos de allá abajo; y se quedó aterrorizado mirándola, como si esta, desde el cielo, hubiera visto y lo acusara.