Página dedicada a mi madre, julio de 2020

1.10 ¡Y dos!

Tras haber vagado largamente por el barrio somnoliento de Prati di Castello, a ras de los muros de los cuarteles, huyendo instintivamente de la luz de las farolas bajo los árboles de las larguísimas alamedas, y una vez que hubo llegado al final del Paseo de Mellini, Diego Bronner se subió, cansado, al parapeto de la orilla desierta y se sentó, de cara al río, con las piernas colgando en el vacío.

No había ni una luz encendida en las casas de enfrente, en el Paseo de Ripetta, envueltas en la sombra y recortadas con su negrura en la claridad leve y amplia que, al otro lado, la ciudad difundía en la noche. Inmóviles, las hojas de los árboles de la alameda, a lo largo de la orilla. En el gran silencio solo se oía un lejanísimo canto de grillos y, debajo, el oscuro borboteo de las aguas negras del río, en las que, con un temblor continuo, serpentino, se reflejaban las luces de la orilla opuesta.

Corría por el cielo una trama densa de infinitas nubecillas leves, bajas, cenicientas, como si las llamaran de prisa allá, allá, hacia levante, a un misterioso convenio, y parecía que la luna, en lo alto, les pasara revista.

Bronner estuvo un rato con la cara vuelta hacia arriba contemplando esa fuga que animaba con misteriosa vivacidad el silencio luminoso de esa noche de luna. De pronto oyó un rumor de pasos en el vecino puente Margherita y se volvió para mirar.

El rumor de los pasos cesó.

Quizás alguien como él se había puesto a contemplar esas nubecillas y la luna que les pasaba revista, o el río con esos temblorosos reflejos de luces en el agua negra que fluía.

Suspiró profundamente y volvió a mirar al cielo, un poco fastidiado por la presencia de ese desconocido que le turbaba el triste placer de sentirse solo. Pero él, aquí, estaba en la sombra de los árboles: pensó que el otro, por tanto, no habría podido verlo; y casi para asegurarse, volvió a mirar de nuevo.

Junto a una farola, apoyado en el parapeto del puente, descubrió a un hombre en sombra. No comprendió al principio qué estaba haciendo allí, silenciosamente. Vio que colocaba una especie de paquete encima de una cornisa, al pie de la farola. – ¿Un paquete?  No: era el sombrero. Y ¿ahora?, ¡qué! ¿Era posible? Ahora saltaba el parapeto. ¿Era posible? 

Instintivamente Bronner echó la espalda hacia atrás, extendiendo las manos y fijando la mirada; se recogió completamente; oyó la zambullida terrible en el río.

¿Un suicidio? ¿Así?

Volvió a abrir los ojos, hundió la mirada en la oscuridad. Nada. El agua negra. Ni un grito. Nadie. Miró a su alrededor. Silencio, quietud. ¿Nadie lo había visto? ¿Nadie lo había oído? Y ese hombre, mientras tanto, se ahogaba… y él no se movía, anulado. ¿Gritar? Demasiado tarde ya. Encogido en la sombra, todo tembloroso, dejó que la suerte atroz de ese hombre se cumpliese, incluso sintiéndose aplastado por la complicidad de su silencio con la noche, y preguntándose de vez en cuando: ¿Habrá muerto? ¿Habrá muerto? – como si con los ojos cerrados viese al infeliz debatirse en la lucha desesperada con el río.

Al abrir de nuevo los ojos e incorporarse, tras aquel momento de horrible angustia, la quietud profunda de la ciudad somnolienta, velada por las farolas, le pareció un sueño. Pero ¡cómo bailaban ahora esos reflejos de las luces en el agua negra! Volvió con temor la mirada al parapeto del puente: vio el sombrero abandonado allí por ese desconocido. La farola lo iluminaba siniestramente. Lo sacudió un largo estremecimiento en los riñones, y con la sangre que le ardía aún en las venas, presa de un temblor convulso de todos los músculos, como si ese sombrero pudiera acusarlo, bajó y, buscando la sombra, se dirigió rápidamente hacia su casa.

–  Diego, ¿qué tienes?

– Nada, madre. ¿Qué tengo?

– No, creía… Ya es tarde…

– No quiero que me esperes, lo sabes; te lo he dicho muchas veces. Déjame regresar a casa cuando quiera.

– Sí, sí. Pero mira, estaba cosiendo… ¿Quieres que te encienda la lamparilla de noche?

– ¡Por Dios, me lo preguntas todas las noches!

La vieja madre, como fustigada por esta respuesta a su pregunta superflua, corrió, encorvada, arrastrando un poco una pierna, a encenderle la lamparilla y a prepararle la cama.

Él la siguió con la mirada, casi con rencor; pero, apenas desapareció ella tras el umbral de la puerta, suspiró de piedad por ella. Enseguida, sin embargo, lo dominó el fastidio.

Y se quedó allí esperando, sin saber por qué ni qué, en esa tétrica entrada de techo bajísimo y de cortina llena de hollín, aquí y allá desgarrada y con los pedazos colgando, donde las moscas se habían reunido y dormían en racimos.

Viejos adornos decadentes, mezclados con bastos muebles y objetos nuevos de sastrería, llenaban esa salita: una máquina de coser, dos tiesos  maniquíes de mimbre, una mesa lisa y maciza para cortar las telas, con un gran par de tijeras, la tiza, el metro y algunos ñoños periódicos de moda.

Pero, ahora, Bronner apenas se daba cuenta de todo esto.

Se había traído consigo, como un escenario, el espectáculo de aquel cielo recorrido por aquellas nubecillas bajas y leves,  y la del río con aquellos reflejos de las farolas; el espectáculo de aquellas altas casas en sombra, allá al frente recortadas por la claridad de la ciudad, y de aquel puente con aquel sombrero… Y la impresión espantosa, como de sueño, de la impasibilidad de todas aquellas cosas que estaban allí, presentes, más presentes que él, porque él, escondido en la sombra de los árboles, era como si en verdad no estuviera. Pero su horror, su alteración, ahora, eran precisamente por esto, por haberse quedado él en ese instante, como aquellas cosas, presente y ausente, noche, silencio, orilla, árboles, luces, sin gritar socorro, como si no estuviese; y sentirse ahora aturdido y trastornado aquí, como si lo que había oído y sentido lo hubiera soñado.

De pronto vio llegar y colocarse de un salto ágil y neto, allí en la mesa maciza, el gran gato gris de la casa. Dos ojos verdes, inmóviles y vanos.

Sintió un momentáneo terror por esos ojos, y frunció las cejas, irritado.

Algunos días atrás, ese gato había logrado tirar de la pared de esa salita una jaula con el jilguero que su madre cuidaba con tanto cariño. Con industriosa y paciente ferocidad, metiendo las garras entre las barras, lo había sacado fuera y se lo había comido. La madre no lograba aún tranquilizarse; incluso él pensaba todavía en la masacre de aquel jilguero; pero el gato, ahí estaba: ignorante por completo del mal que había hecho. Si él lo hubiese arrojado de esa mesa de mala manera, no habría comprendido por qué.

Y he aquí ya dos pruebas contra él, esa tarde. Otras dos pruebas. Y esta segunda le saltaba delante de improviso, con ese gato; como de improviso le había llegado la otra, con aquel suicidio en el puente. Una prueba; que él no podía ser como ese gato que, cometida una masacre, un momento después no pensaba más en ello; la otra prueba: que los hombres, en presencia de un hecho, no podían permanecer impasibles como las cosas, por mucho que se esforzaran, como él, no solo por no participar, sino por mantenerse ausentes.

La condena del recuerdo en sí, y no poder esperar que los otros olvidaran. Así era. Estas dos pruebas. Una condena y una desesperación.

¿Qué nuevo modo de mirar habían adquirido de un tiempo a acá sus ojos? Miraba a su madre, que había vuelto ya de arreglarle la cama y de encenderle la lamparita de noche, y la veía no ya como a su madre, sino como a una pobre vieja cualquiera, como ella era por sí misma, con esa gran verruga junto a la aleta derecha de la nariz un poco aplastada, las mejillas exangües y fláccidas, estriadas por venitas violáceas, y esos ojos cansados que de pronto, bajo su mirada tan extrañamente despiadada, se le bajaban, sí, tras las gafas, casi avergonzada, ¿de qué? Ah, él sabía bien de qué. Se rio de mala manera; dijo:

– Buenas noches, mamá.

Y fue a encerrarse en su habitación.

La vieja madre, lentamente, para no hacer ruido, volvió a sentarse en la salita y a coser: a pensar.

Dios, ¿por qué estaba tan pálido y alterado esa noche? Beber, no bebía, o al menos por el aliento no se notaba. Pero ¿y si había caído en manos de malos compañeros que lo habían arruinado, o quizás incluso peores?

Este era su mayor miedo.

Tendía el oído de vez en cuando para oír qué hacía al otro lado, si se había acostado, si ya dormía; y mientras tanto limpiaba las gafas que a cada suspiro se le empañaban. Ella, antes de irse a la cama, quería terminar ese trabajo. La mísera pensión que el marido le había dejado no le bastaba ya, ahora que Diego había perdido el empleo. Y además acariciaba un sueño que, sin embargo, sería su muerte: poner aparte, trabajando y ahorrando, para mandar al hijo lejos, a América. Porque, aquí, lo comprendía, su Diego, ahora, no encontraría nada donde colocarse, y en el triste ocio que lo devoraba desde hacía siete meses se perdería para siempre.

En América… allí – ¡oh, su hijo valía tanto!, ¡sabía tantas cosas!, ¡antes escribía incluso en los periódicos!… – en América, allí, – ella quizá moriría – pero su hijo retomaría la vida, olvidaría, borraría el error de la juventud que le causaron sus malas compañías: aquel Ruso, o Polaco o como fuese, loco, calavera, que llegó a Roma para desgracia de tantas honestas familias.  ¡Ya se sabe cómo son los jovenzuelos! Invitados a casa por este forastero, ricachón y disipado, habían hecho locuras: vino, mujerzuelas… se emborrachaban… Borracho, quería jugar a las cartas, y perdía… Se la había buscado él solo, con sus propias manos, la ruina: ¿qué tenía que ver luego la acusación a traición de sus compañeros de crápula, aquel proceso escandaloso, que había levantado tanto ruido y había difamado a tantos jóvenes, atolondrados, sí, pero de familias honradas y buenas?

Le pareció escuchar un sollozo al otro lado y llamó:

– ¡Diego!

Silencio. Se quedó un rato con el oído y los ojos atentos.

Sí, aún estaba despierto. ¿Qué hacía?

Se levantó y, de puntillas, se acercó a la puerta, para espiar; luego se inclinó para mirar a través del ojo de la cerradura: – Leía… ¡Eso era!, ¡de nuevo esos malditos periódicos! El informe del proceso… – ¿Cómo podía ser, cómo, que se hubiera olvidado de destruir esos periódicos que se compraron durante los terribles días del proceso? – ¿Y por qué esa noche y a esa hora, apenas hubo vuelto a casa, los cogía y los leía otra vez?

– ¡Diego! – llamó de nuevo, bajo, y abrió tímidamente la puerta.

Él se volvió de golpe, como con miedo.

– ¿Qué quieres? ¿Todavía estás en pie?

– ¿Y tú?… – dijo la madre. – ¿No ves?, haces que me avergüence todavía de mi estupidez…

– No. Me divierto, – respondió él, estirando los brazos.

Se levantó; se puso a pasear por la habitación.

– ¡Rómpelos, tíralos, te lo ruego!- suplicó la madre con las manos juntas. – ¿Por qué quieres lastimarte más? ¡No pienses más en ello!

Él se paró en medio de la habitación; sonrió y dijo:

– Estupendo. Como si, no pensando yo, no fueran a pensar los demás. Tendríamos que hacernos todos los despistados, todos… para dejarme vivir. Despistado yo, despistados los demás… – ¿Qué ha sido? Nada. He estado tres años “de vacaciones”. Hablemos de otra cosa… – Pero ¿no lo ves, no ves cómo me miras incluso tú?

– ¿Yo? – exclamó la madre. – ¿Cómo te miro?

– ¡Igual que los demás!

– ¡No, Diego!, ¡te lo juro! Miraba… te miraba porque… tendrías que ir al sastre, eso es…

Diego Bronner se miró el traje, y volvió a sonreír.

– Ya, es viejo. Por eso me miran todos… y sin embargo, me lo cepillo bien antes de salir, me lo pongo bien… No sé, me parece que podría pasar por un señor cualquiera, por uno que aún puede indiferentemente participar en la vida… el problema está ahí, ahí… – añadió señalando los periódicos del escritorio. – Hemos ofrecido tal espectáculo, que, bueno, sería demasiada modestia presumir que la gente se haya podido olvidar de ello… espectáculo de almas desnudas, gráciles y sucias, vergonzosas de mostrarse en público, como los tísicos en la quinta. E intentábamos todos cubrirnos las vergüenzas con un faldón de la toga del abogado defensor. ¡Qué risotadas las del público! ¿Quieres que la gente, por ejemplo, olvide que al Ruso, a aquel charlatán, nosotros lo llamábamos Lucullof y que lo vestíamos de romano antiguo, con gafas de oro de patillas en la nariz chata? Cuando lo han visto allí con esa carota roja llena de granos, y han sabido cómo lo tratábamos, que le arrancábamos los coturnos de los pies y le golpeábamos fuerte en la cabeza, y que él, con esos golpes fuertes, reía, se mofaba, feliz…

– ¡Diego! ¡Diego, por caridad! – suplicó la madre.

– … Borracho. Lo emborrachábamos nosotros…

– ¡Tú, no!

– Yo también, vamos, con los otros. ¡Era una diversión! Y luego jugábamos a las cartas. Jugando con un borracho, lo comprenderás, era facilísimo engañar…

– ¡Por caridad, Diego!

– Así, bromeando… Oh, esto te lo puedo jurar. Allí se rieron todos, los jueces, el presidente, hasta los policías, pero es la verdad. Robábamos sin saberlo, o mejor, sabiéndolo y creyendo que bromeábamos. No nos parecía un fraude. Era el dinero de un loco asqueroso, que lo tiraba así… Y por lo demás, ni siquiera un céntimo se quedaba en nuestros bolsillos: también nosotros lo tirábamos, como él, con él, a lo loco…

Se interrumpió, se acercó a la estantería de los libros, cogió uno.

– Este es el único remordimiento. Con ese dinero le compré una mañana a un revendedor este libro.

Y lo tiró sobre el escritorio. Era La corona de olivo silvestre de Ruskin, en la traducción francesa.

– Ni siquiera lo he abierto.

Detuvo en él la mirada, frunciendo el ceño. ¿Cómo podía ser que en esos días se le hubiera ocurrido comprar ese libro? Se había propuesto no leer más, no escribir más ni una línea; y estaba allí, en esa casa, con esos compañeros, embruteciéndose, para matar dentro de él, para ahogar en la juerga un sueño, el sueño juvenil, pues las tristes necesidades de la vida le impedían abandonarse a ello, como habría querido.

La madre estuvo un tiempo mirando también ella ese libro misterioso; luego le preguntó dulcemente:

– ¿Por qué no trabajas?, ¿por qué no escribes ya, como hacías antes?

Él le lanzó una mirada odiosa, contrayendo toda la cara, casi como con asco.

La madre insistió, humilde:

– Si te encerraras un poco en ti… ¿Por qué desesperas? ¿Crees que todo se ha acabado? Tienes veintiséis años… quién sabe cuántas ocasiones te ofrecerá la vida, para recompensarte…

– ¡Ah, sí, una, precisamente esta tarde! – se mofó.- Pero me he quedado allí, como una estatua. He visto a un hombre tirándose en el río…

– ¿Tú?

– Yo. Lo he visto colocando el sombrero en el parapeto del puente; luego lo he visto saltándolo tranquilamente, luego he escuchado la zambullida en el río. Y no he gritado, no me he movido. Estaba en la sombra de los árboles, y allí me he quedado, espiando si alguien me veía. Y he dejado que se ahogara. Sí. Pero luego he descubierto allí, en el parapeto del puente, bajo la farola, el sombrero, y he huido, asustado…

– Por esto… –murmuró la madre.

– ¿Qué? No sé nadar. ¿Tirarme?, ¿intentarlo? La escalera de acceso al río estaba allí, a dos pasos. La he mirado, ¿sabes?, y he fingido no verla. Habría podido… pero ya era inútil… demasiado tarde… ¡Desaparecido!

– ¿No había nadie?

– Nadie. Yo solo.

– ¿Y qué podías hacer tú solo, hijo mío? Ha bastado el susto que te has llevado, y esta agitación… ¿Ves?, aún tiemblas… Vete, vete a la cama, vete a la cama… Es muy tarde… ¡No pienses en eso!

La vieja madre le cogió una mano y se la acarició. Él asintió con la cabeza y le sonrió.

– Buenas noches, madre.

– Duerme tranquilo, ¿de acuerdo? – le recomendó, conmovida por la caricia en esa mano que él había dejado que le hiciera y, secándose los ojos, para no arruinar esa ternura angustiosa, salió.

Cerca de una hora después, Diego Bronner estaba sentado de nuevo en la ribera del río, en el lugar de antes, con las piernas colgando.

Continuaba por el cielo la fuga de las nubecillas leves, bajas, cenicientas. El sombrero de aquel desconocido sobre el parapeto del puente ya no estaba. Quizás habían pasado los guardias nocturnos y se lo habían llevado.

De pronto, se volvió hacia la avenida, retirando las piernas; bajó por la escalera de la orilla y se dirigió allí, hasta el puente. Se quitó el sombrero y lo colocó en el mismo lugar del otro.

– ¡Y dos! – dijo

Pero como si estuviese jugando, por despecho contra los guardias nocturnos que se habían llevado de allí el otro.

Fue al otro lado de la farola, para ver el efecto de su sombrero, allí solo, sobre la cornisa, iluminado como el otro. Y se quedó un rato inclinado sobre el parapeto, con el cuello hacia adelante, contemplándolo, como si él ya no estuviera. De pronto rio horriblemente: se vio allí situado como un gato detrás de la farola: y el ratón era su sombrero… ¡Vamos, vamos, payasadas!

Saltó el parapeto: sintió que se le erizaban los cabellos, sintió el temblor de las manos que se agarraban rígidamente: las abrió, se lanzó al vacío.

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