Página dedicada a mi madre, julio de 2020

1.11 Muy amigos

Gigi Mear, con capa esa mañana (¡eh, después de los cuarenta, no se bromea con el viento del norte!), el pañuelo del cuello levantado y vuelto con cuidado hasta debajo de la nariz, un par de gruesos guantes ingleses en las manos; rollizo, sin arrugas y rubicundo, esperaba en el Paseo Tíber de Mellini el tranvía para ir a Puerta Pía, que debía dejarlo, como todos los días, en la calle Pastrengo, delante del Tribunal de Cuentas, donde era empleado.

Conde de nacimiento, pero por desgracia ya sin condado ni dinero, Gigi Mear, en la feliz inconsciencia de la infancia, le había manifestado al padre su noble propósito de entrar en esa oficina del estado, creyendo entonces ingenuamente que había un Tribunal en el que cada conde [1] tenía el derecho de entrar.

Es sabido ya por todos que los tranvías no pasan nunca cuando los esperamos. Más bien se paran en medio de la calle por interrupción de la corriente, o prefieren investir un carro o aplastar quizás a un pobre hombre. Sin embargo, una gran comodidad, en suma.

Esa mañana, entretanto, soplaba el viento del norte, gélido, cortante, y Gigi Mear caminaba mirando el agua encrespada del río, que también parecía sentir mucho frío, pobrecillo, allí, como en camisa, entre esos diques rígidos, pálidos, de la nueva canalización.

Como Dios quiso, dindín, dindín, llegó el tranvía. Y Gigi Mear se disponía a subir sin avisar que se parara, cuando, desde el nuevo Puente Cavour, oyó que lo llamaban a gritos.

– ¡Gigin! ¡Gigin!

Y vio a un señor que corría a su encuentro gesticulando como un telégrafo de brazos. El tranvía se marchó. En compensación, Gigi Mear tuvo el consuelo de encontrarse entre los brazos de un desconocido, su íntimo amigo, a juzgar por la violencia con que sentía que lo besaba aquí y allá sobre el pañuelo de seda que le cubría la boca.

– Te he reconocido enseguida, ¿sabes, Gigin? ¡Enseguida! Pero ¿qué veo? ¿Ya venerable? ¡Ja, ja, completamente blanco! ¿Y no te avergüenzas? Otro beso, ¿me permites, Gigione mío? ¡Por tu santa canicie! Estabas aquí quieto – me parecía que estabas esperándome. Cuando te he visto levantar los brazos para subir a ese demonio, me ha parecido una traición, ¡eso me ha parecido!

– ¡Ya! – dijo Mear, esforzándose por sonreír. – Iba a la oficina.

– ¡Hazme el favor de no hablar de porquerías en este momento!

– ¿Cómo?

– ¡Así! Te lo ordeno yo.

– Rogando siempre, ¡qué tendrá que ver! ¿Sabes que eres un buen tipo?

– Sí, lo sé. Pero tú no me esperabas, ¿no es verdad? Eh, lo leo en tu cara, no me esperabas.

– No… para decir la verdad…

– Llegué ayer por la tarde. Y te traigo saludos de tu hermano, que… ¡te causo risa!, quería darme un billete de presentación para ti. – ¡Cómo!, le digo. ¿Para Gigione? Pero si lo conocí antes que a usted, por decirlo de algún modo: amigos de infancia, por Dios, nos rompimos tantas veces la cabeza el uno al otro… Luego, compañeros de Universidad… La gran Padua, Gigione, ¿te acuerdas?, la campana que tú nunca escuchabas, nunca, durmiendo como un… digamos lirón, ¿eh?, sin embargo, lo que te convendría es cerdo. Basta. Una sola vez la oíste, ¡y creíste que daban la alarma de fuego! ¡Buenos tiempos! ¿Sabes?, tu hermano está bien, gracias a Dios. Hemos organizado juntos cierto negocio, y estoy aquí por esto. Oh, pero ¿qué tienes? Estás fúnebre. ¿Te has casado?

– ¡No, querido! – exclamó Gigi Mear, sacudiéndose.

– ¿Vas a casarte?

– ¿Estás loco? ¿Después de los cuarenta? ¡Ni en sueños!

– ¿Cuarenta? ¿Y si fueran cincuenta, Gigione, y cumplidos? Pero ya olvidaba que tú tienes la especialidad de no oír el sonido de nada: ni las campanas ni los años. Cincuenta, cincuenta, querido, te lo aseguro yo, cumplidos. ¡Suspiramos!, el asunto comienza a ponerse un poco serio. Has nacido… espera, en abril de 1851, ¿es verdad o no? El 12 de abril.

– Mayo, perdona, y mil ochocientos cincuenta y dos, perdona, – corrigió Mear, silabeando, despechado. – ¿O quieres saberlo ahora mejor que yo? Doce de mayo de 1852. Por tanto, cuarenta y nueve años y algunos meses.

– ¡Y nada de mujer! Muy bien. Yo, sí, ¿sabes? Ah, una tragedia, haré que te desternilles de risa. Se entiende, en tanto, que tú me has invitado a comer. ¿Dónde devoras en estos tiempos? ¿Siempre en el viejo Barba?

– Ah, – exclamó con creciente estupor Gigi Mear, – ¿también conoces el viejo Barba? ¿Quizás estabas también tú?

– ¿Yo? ¿En el Barba? ¿Cómo quieres que estuviera, si vivo en Padua? Me lo han dicho y me han contado las grandes proezas que haces, con los demás comensales, en esa vieja… ¿debo decir tasca, carnicería, mesón?

– Tasca, tascucha, – respondió Mear, – pero ahora… eh, si debes comer conmigo, es necesario que advierta a mi casa, a la criada…

– ¿Joven?

– ¡Eh, no, vieja, querido, vieja! Y a casa Barba, ¿sabes?, no voy ya, y proezas, basta, desde hace ya tres años. A cierta edad…

– ¡Después de los cuarenta!

– Después de los cuarenta, es necesario tener el coraje de volver la espalda a un camino que, si se sigue, llevaría al precipicio. Bajar, está bien, pero muy despacito, muy despacito, sin rodar. En fin, sube. Aquí vivo. Te enseño lo bonita que me he puesto la casita.

Muy despacito… bonita… la casita… – comenzó a decir el amigo, subiendo la escalera, detrás de Gigi Mear. – Pero tú, ahora, me hablas incluso con diminutivos, y estás tan gordo, tan superlativo, ¡pobre Gigione mío! ¿Qué te han hecho? ¿Te han quemado la cola? ¿Quieres hacerme llorar?

– ¡Bah! – dijo Mear, esperando en el rellano que la criada viniese a abrir la puerta. – Es necesario tomarse ya por las buenas esta viducha, acariciarla con diminutivos, o te la juega. No quiero para nada irme a la fosa a cuatro patas.

– ¡Ah! ¿Consideras al hombre bípedo? – saltó el otro en ese momento. – ¡No me lo digas, Gigione! Sé qué esfuerzos hago a veces para mantenerme erguido sobre dos patas solo. Créeme, amigo mío: si dejáramos hacer a la naturaleza, todos seríamos, por inclinación, cuadrúpedos. ¡Lo mejor! Más cómodos, bien colocados, siempre en equilibrio… ¡Cuántas veces me tiraría a caminar por el suelo, apoyando las manos, a gatas! ¡Esta maldita civilización nos arruina! Cuadrúpedo, yo sería una buena bestia salvaje; cuadrúpedo, te daría un par de patadas en el vientre por las bestialidades que has dicho; cuadrúpedo, no tendría mujer, ni deudas, ni pensamientos… ¿Quieres hacerme llorar? ¡Me voy!

Gigi Mear, atontado por la bufonesca habla de ese amigo suyo llovido del cielo, lo observaba torturándose la memoria para saber cómo diablos se llamaba, cómo y cuándo lo había conocido, en Padua, de muchacho o de estudiante de la Universidad; y pasaba y repasaba revista a todos sus íntimos amigos de entonces, en vano: ninguno respondía a la fisonomía de este. No osaba, entretanto, pedirle una aclaración. La intimidad que le mostraba era tanta y tal, que temía ofenderlo. Se propuso lograrlo con la astucia.

La criada tardaba en abrir. No se esperaba al señor de vuelta tan pronto. Gigi Mear llamó de nuevo, y ella vino al fin, chancleteando.

– Vieja mía, – le dijo Mear. – Aquí estoy de vuelta, y en compañía. ¡Pondrás la mesa para dos, hoy, y luego estás libre! ¡Con este amigo mío, que tiene un nombre curiosísimo, no se juega, atenta!

– ¡Antropófago Capribarbacornípedo! – exclamó el otro con una mueca que dejó a la pobre anciana perpleja sobre si sonreír o hacer la cruz. – ¡Y nadie quiere saber ya de este bonito nombre mío, vieja! Los directores de los bancos fruncen la nariz, los usureros se quedan atónitos. Solo mi mujer ha sido felicísima de tomarlo; pero solo el nombre, ¡bah!, he dejado que tome.  ¡A mí, no!, ¡a mí, no! Soy un joven demasiado bueno, ¡por el alma de todos los diablos! Venga, Gigione, puesto que tienes esta debilidad, muéstrame ahora tus miserias. Tú, vieja, en seguida: – ¡Pienso para la bestia!

Mear, vencido, lo llevó a dar una vuelta por los cinco cuartitos del apartamentito arregladas con cuidado amoroso, con el cuidado de quien no quiere encontrar ya nada que desear fuera de la propia casa, hecho el propósito de volverse un caracol. Saloncito, dormitorio, bañito, comedor, estudio.

En el saloncito, su estupor y su tortura aumentaron al oír hablar al amigo de las cosas más íntimas y particulares de su familia, mirando las fotografías colocadas en la mesa.

– ¡Gigione! Quisiera un cuñado como el que tú tienes.  ¡Si supieras lo sinvergüenza que es el mío!

– ¿Trata mal a tu hermana?

– ¡Me trata mal a mí! Y le resultaría tan fácil ayudarme, en una situación tal… ¡Pero!

– Perdona, – dijo Mear, – no recuerdo cómo se llama tu cuñado…

– ¡Olvídalo!, no puedes recordarlo, no lo conoces. Está en Padua desde hace apenas dos años. ¿Sabes qué me ha hecho? Tu hermano, tan bueno conmigo, me había prometido ayuda, si ese canalla me hubiera avalado las letras… ¿Lo creerías? ¡Me ha negado la firma! Y entonces tu hermano, que al fin y al cabo, aunque muy amigo, es un extraño, ha prescindido de ello, por lo mucho que se ha indignado… Es verdad que nuestro negocio es seguro… ¡Pero si te dijera la razón del rechazo de mi cuñado! Soy aún un buen joven, no puedes negarlo, simpaticón, no lo digo por decirlo. Pues bien, la hermana de mi cuñado ha tenido la mala inspiración de enamorarse de mí, pobrecilla. Muy buen gusto, pero poca discreción. Figúrate si yo… basta. Se ha envenenado.

– ¿Muerta? – preguntó Mear.

– No. Ha vomitado un poquito y se ha curado. Pero yo, lo comprenderás, no he podido volver a poner el pie en casa de mi cuñado, después de esta tragedia. Pero ¿comemos, santo Dios, o no? No veo del hambre que tengo. ¡Me como los codos!

Poco después, en la mesa, Gigi Mear, oprimido por las expansiones de afecto del amigo, que lo cargaba de malas palabras y por milagro no le pegaba, comenzó a pedirle noticias de Padua y de este y de aquel, esperando que a este se le escapara su propio nombre, así por azar, o esperando al menos, en la exasperación cada vez más creciente, lograr distraerse de la fijación de encontrarlo, mientras hablaba de otras cosas.

– Y cuéntame, y ese Valverde, director de la Banca de Italia, con esa mujer hermosísima y ese magnífico monstruo de hermana, bizca, por añadidura, si no me engaño ¿está aún en Padua?

El amigo, ante esta pregunta, estalló de risa.

– ¿Qué pasa? – continuó Mear, curioso. – ¿Acaso no es bizca?

– ¡Calla, calla! – rogó el otro que no lograba contener la risa, como en una convulsión.- Muy bizca. Y con una nariz, Dios nos libre, que deja ver el cerebro. ¡Es ella!

– ¿Ella?, ¿quién?

– ¡Mi mujer!

Gigi Mear se quedó aturdido y pudo de mala manera balbucir una estúpida excusa. Pero el otro volvió a reírse más fuerte y más largamente que antes. Al fin se tranquilizó, frunció las cejas, y suspiró profundamente.

– ¡Querido mío, – dijo, – hay heroísmos ignorados en la vida, que la más alocada fantasía de poeta no podrá nunca concebir!

– ¡Eh, sí! – suspiró Mear.- Tienes razón… comprendo…

– ¡No comprendes un cuerno! – negó enseguida el otro. – ¿Crees que yo quiero aludir a mí? ¿Yo, el héroe? Como mucho podría ser la víctima. Pero ni siquiera eso. El heroísmo ha sido el de mi cuñada, la mujer de Lucio Valverde. Oye: ciego, estúpido, imbécil…

– ¿Yo?

– No, yo, yo. Pude hacerme ilusiones con que la mujer de Lucio Valverde se hubiera enamorado de mí, hasta el punto de causarle una ofensa al marido que, en conciencia, puedes creerlo, Gigin, se lo habría merecido. ¡Pero qué! ¡Pero qué! ¿Sabes lo que era, en cambio? Desinteresado espíritu de sacrificio. Escúchame. Valverde se marcha, o mejor, finge que se marcha como se hace habitualmente (de acuerdo, ciertamente, con ella). Y ella entonces me recibe en casa. Llegado el momento trágico de la sorpresa, me echa a la habitación de la cuñada bizca, la cual, acogiéndome toda temblorosa y pudorosa, parecía sacrificarse también ella por la paz y por el honor del hermano. Yo apenas tuve el tiempo para gritar: “Pero tenga paciencia, señora mía, cómo es posible que Lucio crea en serio…”. No pude acabar; Lucio irrumpió, furioso, en la habitación, y el resto te lo puedes imaginar.

– ¿Y cómo? – exclamó Gigi Mear, – ¿tú, con tu espíritu?…

– ¿Y mis letras? – gritó el otro. – ¿Mis letras sin pagar, cuya renovación me aceptaba Valverde por las buenas gracias fingidas de la mujer? Ahora me las contestaría ipso facto, ¿comprendes? Y me arruinaría. ¡Vil rescate! No hablemos más de ello, te lo ruego. A fin de cuentas, visto y considerado que no tengo ni siquiera una moneda mía y que no la tendré nunca, visto y considerado que no tengo intención de casarme…

– ¡Cómo! – lo interrumpió, en este punto, Gigi Mear. – ¡Si te has casado!

– ¿Yo? ¡Ah, no, de verdad! Ella se ha casado conmigo, ella sola. Yo, por mi cuenta, se lo he dicho antes. Pactos claros, queridos amigos: “Usted, señorita, ¿quiere mi nombre? ¡Pues cójalo, que a mí me sobra! Pero basta, ¿eh?”

– Así que, – se arriesgó Gigi Mear, complacido, – no hay nada más; antes se llamaba Valverde y ahora se llama…

– ¡Desgraciadamente! – soltó el otro, levantándose de la mesa.

– ¡Ah, no, escucha! – exclamó Gigi Mear, no pudiendo más y armándose de valor. – Tú me has hecho pasar una mañana deliciosa: yo te he acogido como a un hermano, ahora tienes que hacerme un favor…

– ¿Acaso quieres que te preste a mi mujer?

– ¡No, gracias! Quiero que me digas cómo te llamas.

– ¿Yo?, ¿cómo me llamo yo? – preguntó el amigo, sintiendo que caía de las nubes y poniéndose el índice de una mano en el pecho, como si no creyera en sí mismo. – ¿Qué quieres decir?, ¿no lo sabes? ¿Ya no te acuerdas?

– No – confesó, humillado, Mear. – Perdóname, llámame el hombre más desmemoriado de la tierra, pero yo precisamente podría jurar que nunca te he conocido.

– ¿Ah, sí? ¡Ah, muy bien! ¿Muy bien! –continuó aquel. – Querido Gigione mío, dame la mano. Te agradezco de todo corazón la comida y tu compañía, y me voy sin decírtelo. ¡Figúrate!

– ¡Por Dios que me lo dirás! – saltó Gigi Mear, poniéndose en pie. – ¡Me he torturado el cerebro una mañana entera! No te dejaré salir, si no me lo dices.

– Mátame, – respondió el amigo impasible, – córtame en pedazos, pero no te lo diré.

– ¡Vamos, sé bueno! –continuó, cambiando de tono, Mear. – No había notado antes de ahora… mira, esta falta mía de memoria, y te juro que me causa una penosísima impresión: tú, en este momento, representas una pesadilla para mí. Dime cómo te llamas, ¡por caridad!

– Vete tú a saber.

– ¡Te lo ruego! Mira, el olvido no me ha impedido hacer que te sientes a mi mesa, y, por lo demás, incluso cuando yo no te hubiese conocido, incluso cuando tú no hubieses sido nunca mi amigo, ahora ya lo eres, y queridísimo, ¡créelo!, siento por ti una simpatía fraterna, te admiro, te quisiera siempre a mi lado. Por ello, ¡dime cómo te llamas!

– Es inútil, lo sabes, – concluyó el otro, – no me seduces. Sé razonable: ¿quieres que me prive ahora de este inesperado placer, de hacer que te quedes con un palmo de narices, sin saber a quién le has dado de comer? No, vamos, pretendes demasiado, y se ve precisamente que ya no me conoces. Si quieres que no te guarde rencor por este indigno olvido, deja que me marche así.

– ¡Vete enseguida, entonces, te lo ruego! – exclamó Gigi Mear, exasperado. – ¡No puedo verte ya delante de mí!

– Me voy, sí. Pero antes un besito, Gigione: me marcho mañana…

– ¡No te lo doy! – gritó Mear, – si no me dices…

– Basta, no, no, basta. Y entonces, adiós, ¿eh? – cortó el otro.

Y se fue riendo y volviéndose por la escalera a saludarlo con la mano, una vez más.

[1] ´Conti` se corresponde con los términos españoles ´condes` y ´cuentas`.

©Todos los derechos reservados. Desarrollado por Centro Informático Millenium