Página dedicada a mi madre, julio de 2020

1.12 Si…

– ¿Sale o llega? – se preguntó a sí mismo Valdoggi, oyendo el silbido de un tren y mirando desde una mesita, delante del chalet en la Piazza delle Terme, el edificio de la estación ferroviaria.

Se había aferrado al silbido del tren, como se hubiera aferrado al zumbido sordo y continuo que hacen las bombillas de la luz eléctrica, con tal de distraer los ojos de un cliente que, en la mesita de al lado, lo miraba con irritante inmovilidad.

Durante algunos minutos lo consiguió. Se representó con el pensamiento el interior de la estación, donde el fulgor opalino de la luz eléctrica contrasta con la vacuidad hosca y oscuramente sonora bajo el inmenso tragaluz tiznado; y se puso a imaginar todos los aprietos de un viajero, ya sea que se marche, ya sea que llegue.

Inadvertidamente, sin embargo, su mirada se posó de nuevo en el cliente de la mesa de al lado.

Era un hombre de unos cuarenta años, vestido de negro, con los cabellos y los bigotes rojizos, ralos, lacios, la cara pálida y los ojos entre verdes y grises, turbios y hundidos.

A su lado estaba una viejecita medio dormida, a cuya placidez le daba un aire muy extraño el vestido color canela diligentemente adornado con cordoncillo negro en zigzag, y el sombrerito gastado y deslucido en los cabellos lanosos, cuyos lazos negros terminados en punta por una cenefa de entorchado de plata, que hacía que parecieran dos lazos sacados de una corona mortuoria, estaban anudados voluminosamente bajo el mentón.

Valdoggi retiró pronto, de nuevo, la mirada de ese hombre, pero esta vez, presa de una verdadera exasperación que le obligó a girarse en la silla de modo grosero y a resoplar por la nariz.

¿Qué quería en suma ese desconocido? ¿Por qué lo miraba de ese modo?

Se volvió otra vez: quiso mirarlo también él, con la intención de hacer que bajara los ojos.

– Valdoggi – susurró entonces el otro, casi para sí mismo, moviendo ligeramente la cabeza, sin mover los ojos.

Valdoggi frunció las cejas y se echó un poco hacia delante para distinguir mejor la cara del que había murmurado su nombre. ¿O se había engañado? Y sin embargo, esa voz…

El desconocido sonrió tristemente y repitió:

– Valdoggi, ¿no es así?

– Sí… – dijo Valdoggi perdido, intentando sonreír, indeciso. Y balbució: – Pero yo… perdone… usted…

– ¿Usted? ¡Soy Griffi!

– ¿Griffi? Ah… – dijo Valdoggi, confuso, más perdido aún, buscando en el recuerdo una imagen que le reavivara ese nombre.

– Lao Griffi… decimotercer regimiento de infantería… Potenza…

– ¡Griffi!… ¿tú? – exclamó Valdoggi de pronto, desconcertado. – ¿Tú?… así…

Griffi acompañó con un desolado movimiento de cabeza las exclamaciones de estupor del reencontrado amigo; y cada movimiento era quizás a la vez una señal y un saludo conmovido a los recuerdos del buen tiempo perdido.

– ¡Justo yo… así! Irreconocible, ¿no es verdad?

– No… no digo… pero te imaginaba…

– Di, di, ¿cómo me imaginabas? – lo interrumpió en seguida Griffi; y, casi empujado por un ansia extraña, con un movimiento repentino se le acercó, parpadeando varias veces seguidas y cogiéndose las manos, como para reprimir la agitación. – ¿Cómo me imaginabas? Eh, ciertamente… di, di… ¿cómo?

– ¡Yo qué sé! – dijo Valdoggi. – ¿En Roma? ¿Te has licenciado?

– No, dime cómo me imaginabas, ¡te lo ruego! – insistió Griffi vivamente. – Te lo ruego…

– Pues… aún oficial, ¡qué sé yo! – continuó Valdoggi levantando los hombros. – Capitán, por lo menos… ¿Te acuerdas? Oh, ¿y Artaserse?… ¿te acuerdas de Artaserse, el tenientito?

– Sí… sí… – respondió Lao Griffi, casi llorando. – Artaserse… ¡Eh, otro!

– ¡Quién sabe qué es de él!

– ¡Quién sabe! – repitió el otro con solemne y oscura gravedad, abriendo por completo los ojos.

– Yo te creía en Udine… – continuó Valdoggi, para cambiar de tema.

Pero Griffi suspiró, abstraído y absorto.

– Artaserse…

Luego se sacudió de pronto y preguntó:

– ¿Y tú? ¿También tú, licenciado, no es así? ¿Qué te ha pasado?

– A mí, nada, – respondió Valdoggi. – Terminé en Roma el servicio…

– ¡Ah, ya! Tú, alumno oficial… Lo recuerdo muy bien: no me eches cuenta… Lo recuerdo, lo recuerdo…

La conversación languideció. Griffi miró a la viejecita que estaba a su lado dormida.

– ¡Mi madre! – dijo, señalándola con expresión de profunda tristeza en la voz y en el gesto.

Valdoggi, sin saber por qué, suspiró.

– Duerme, pobrecita…

Griffi contempló un rato a su madre en silencio. Los primeros toques de violines de un concierto de ciegos en el café lo sacudieron, y se volvió a Valdoggi.

– En Udine, pues. ¿Te acuerdas?, yo había pedido que me adscribieran o al regimiento de Udine, porque esperaba durante alguna licencia de un mes pasar la frontera (sin desertar), para visitar un poco Viena, ¡dicen que es tan hermosa!… y un poco Alemania; o bien el regimiento de Bolonia para visitar la Italia central: Florencia, Roma… En el peor de los casos, quedarme en Potenza – ¡en el peor de los casos, atiende! Pues bien, el Gobierno me dejó en Potenza, ¿comprendes? ¡En Potenza, en Potenza! Economías… economías… ¡Y se arruina, se asesina así a un pobre hombre!

Pronunció estas últimas palabras con voz tan cambiada y vibrante, con gestos tan insólitos, que muchos clientes se volvieron a mirarlo de las mesas del alrededor, y alguno calló.

La madre se despertó de sobresalto y, acomodándose de prisa el gran nudo bajo el mentón, le dijo:

– Lao, Lao… te lo ruego, sé bueno…

Valdoggi lo observó, entre aturdido y asombrado, no sabiendo cómo comportarse.

– Ven, ven, Valdoggi,- continuó Griffi, fulminando con la mirada a la gente que se volvía. – Ven, levántate, mamá. Quiero contarte… O pagas tú, o pago yo… Pago yo, déjalo…

Valdoggi intentó oponerse, pero Griffi quiso pagar él: se levantaron y se dirigieron los tres hacia la Plaza de la Independencia.

– En Viena, – continuó Griffi, apenas se alejaron del café, – es como si hubiera estado verdaderamente. Sí… He leído guías, descripciones… he pedido noticias, aclaraciones a viajeros que han estado… he visto fotografías, panoramas, todo… puedo, en suma, hablar muy bien, casi con conocimiento de causa, como se dice. Y así de todos esos pueblos de Alemania que hubiera podido visitar, al pasar la frontera, en mi vuelta de un mes. Sí… De Udine, por lo demás, ni te hablo: he estado allí de verdad; he querido ir tres días, y lo he visto todo, todo lo he examinado, he intentado vivir allí tres días la vida que habría podido vivir, si el Gobierno asesino no me hubiera dejado en Potenza. Lo mismo he hecho en Bolonia. Y tú no sabes lo que quiere decir vivir la vida que habrías podido vivir, si un caso independiente de tu voluntad, una contingencia imprevisible, no te hubiese distraído, desviado, despedazado la existencia, como me ha pasado a mí, ¿comprendes?, a mí…

– ¡El destino! – suspiró en ese instante con los ojos bajos la vieja madre.

– ¡El destino!… – se dirigió a ella el hijo, con ira. – Tú repites siempre esta palabra que me pone terriblemente nervioso, ¡lo sabes! Si dijeras al menos imprevisión, predisposición… Aunque sí – ¡la previdencia!, ¿en qué te beneficia? Se está siempre expuesto, siempre, a la discreción de la suerte. Pero mira, Valdoggi, de qué depende la vida de un hombre… quizás no puedas entenderme bien ni siquiera tú; pero imagina a un hombre, por ejemplo, que se vea obligado a vivir, encadenado, con otra criatura, a la cual le guarda un intenso odio, sofocado hora tras hora por las más amargas reflexiones: ¡imagínalo! Oh, un buen día, mientras estás desayunando, tú aquí, ella allí, conversando, ella te cuenta que, cuando era niña, su padre estuvo a punto de marcharse, pongamos, a América, con toda la familia, para siempre; o bien, que faltó poco para que ella se quedase ciega por haber querido un día meter la nariz en ciertos inventos químicos del padre. Pues bien: tú que sufres un infierno a causa de esta criatura, puedes librarte de la reflexión de que, si un caso u otro (probabilísimos ambos) hubiese sucedido, tu vida no sería la que es: “¡Oh, si hubiese sucedido! ¡Tú serías ciega, querida mía; yo no sería ciertamente tu marido!”. E imaginarías, quizás compadeciéndola, su vida de ciega y la tuya de soltero, o en compañía de otra mujer cualquiera…

– Pues por ello te digo que todo es destino –dijo una vez más, convencidísima, sin descomponerse, la viejecita, con los ojos bajos, caminando con paso pesado.

– ¡Me sacas de quicio! – gritó esta vez, en la plaza desierta, Lao Griffi.- ¿Todo lo que sucede tenía, por tanto, que suceder fatalmente? ¡Falso! Podía no suceder, si… Y aquí me pierdo yo: ¡en este si! Una mosca obstinada que te molesta, un movimiento que haces para apartarla, pueden convertirse de aquí a seis, diez, quince años en una causa para ti de quién sabe qué desgracia. ¡No exagero, no exagero! Es cierto que nosotros, viviendo, mira, liberamos – así – lateralmente, fuerzas imponderables, inconsideradas – oh, antepón esto. Por sí mismas, además, estas fuerzas se explican, se desarrollan latentes, y te tienden una red, una insidia que no puedes descubrir, pero que al final te envuelve, te aprieta, y tú entonces te encuentras atrapado, sin saber explicarte cómo y por qué. ¡Así es! Los placeres de un momento, los deseos inmediatos se te imponen, ¡es inútil! La misma naturaleza del hombre, todos tus sentidos te los reclaman tan espontánea e imperiosamente, que no puedes resistirte; los daños, los sufrimientos que se derivan no se te asoman al pensamiento con tal precisión, ni tu imaginación puede presentir estos daños, estos sufrimientos, con tanta fuerza y tal claridad, que tu inclinación irresistible a satisfacer esos deseos, a tomarte esos placeres sea frenada. ¡Si alguna vez, buen Dios, ni siquiera la conciencia de los males inmediatos es un obstáculo que basta contra los deseos! Somos débiles criaturas… ¿Las lecciones, dices, de la experiencia ajena? No sirven para nada. Cada uno puede pensar que la experiencia es fruto que nace según la planta que lo produce y el terreno en que la planta germina; y si yo me considero, por ejemplo, un rosal nacido para producir rosas, ¿por qué debo envenenarme con el fruto tóxico cogido del árbol triste de la vida ajena? No, no. – Somos débiles criaturas… No es el destino, por tanto, ni la fatalidad.  Siempre puedes remontarte a la causa de tus daños o de tus fortunas; a menudo, quizás, no la descubres; pero, a pesar de ello, la causa existe: o tú u otro, o esto o aquello. Así es precisamente, Valdoggi; y escucha: mi madre sostiene que soy aberrante, que no razono…

– Razonas demasiado, me parece… – afirmó Valdoggi, ya medio mareado.

– ¡Sí! ¡Este es mi mal! – exclamó con viva y espontánea sinceridad Lao Griffi, cerrando los claros ojos. – Pero yo quisiera decirle a mi madre: ¡oye, no he sido previsor, oh! – cuanto quieras… – estaba incluso predispuesto, muy predispuesto al matrimonio – ¡lo acepto! ¿Pero está dicho que en Udine o en Bolonia habría encontrado a otra Margarita? (Margarita era el nombre de mi mujer)

– ¡Ah! – dijo Valdoggi.- ¿Ha muerto?

A Lao Griffi se le cambió de pronto la cara y se metió las manos en los bolsillos, encogiendo los hombros.

La viejecita inclinó la cabeza y tosió ligeramente.

– ¡La he matado! – respondió Lao Griffi secamente. Luego preguntó: – ¿No lo has leído en los periódicos?  Creía que lo sabías…

– No… no sé nada… – dijo Valdoggi sorprendido, cohibido, afligido por haber tocado una tecla que no debía, pero curioso por saber.

– Te lo contaré, – continuó Griffi. – Salgo ahora de la cárcel. Cinco meses de cárcel. Pero preventiva, ¡cuidado! Me han absuelto. ¡Eh, lo sabía! ¡Pero si me dejaban dentro, no creas que me habría importado! Dentro o fuera, ¡ahora, todo es una cárcel! Así les he dicho a los jueces: “Hagan conmigo lo que quieran: condénenme o absuélvanme, que para mí es lo mismo. Me duele lo que he hecho, pero en ese instante terrible no supe, no pude hacer otra cosa. Quien no tiene culpa, quien no tiene que arrepentirse, es un hombre libre siempre; incluso si ustedes me condenan, seré siempre libre, interiormente: de lo exterior ya no me importa nada”. Y no quise añadir nada más, ni quise disculpas del abogado. Todo el pueblo, sin embargo, sabía bien que yo, la templanza, la morigeración en persona, había contraído por ella una montaña de deudas… que me había visto obligado a licenciarme… Y además… ah, además… ¿Puedes decirme cómo una mujer, después de haberle costado tanto a un hombre, puede hacer lo que ella me hizo? ¡Infame! ¿Pero sabes?, con estas manos… Te juro que no quería matarla; quería saber cómo lo había hecho, y se lo preguntaba, sacudiéndola, aferrada, así, por la garganta… apreté demasiado. Él se había tirado por la ventana, al jardín… Su antiguo novio…  Sí, antes lo había dejado plantado, como se dice, por mí, por el simpático oficialito… ¡Y mira, Valdoggi! Si ese estúpido no se hubiera alejado durante un año de Potenza, dándome así la oportunidad de enamorarme para mi desgracia de Margarita, en este momento serían sin duda marido y mujer, y probablemente felices… Sí. Los conocía bien a los dos: estaban hechos para entenderse de maravilla. Puedo muy bien, mira, imaginarme la vida que habrían vivido juntos. Es más, me la imagino. Puedo creerlos vivos a ambos, cuando quiero, allí, en Potenza, en su casa… Conozco incluso la casa donde habrían ido a vivir, apenas casados. No tengo sino que poner allí a Margarita, viva, como tantas veces la he visto, figúrate, en los diferentes quehaceres de la vida… Cierro los ojos y la veo por esas habitaciones, con las ventanas abiertas al sol, cantando con su vocecita llena de trinos y gorjeos. ¡Cómo cantaba! Tenía, así, las manos entrelazadas sobre la cabeza rubia. “¡Buenos días, esposa feliz!” – Hijos no tendrían, ¿sabes? Margarita no podía… ¿Ves?  Si hay locura, esta es mi locura… Puedo ver todo lo que habría sucedido, si lo que ha pasado no hubiera pasado. Lo veo, vivo en ello; es más, solo vivo en ello… El si, en suma, el si, ¿comprendes?

Calló un buen rato, luego exclamó con tanta exasperación, que Valdoggi se volvió para mirarlo, creyendo que lloraba:

– ¿Y si me hubieran enviado a Udine?

La viejecita no repitió esta vez: ¡El destino! Pero ciertamente se lo dijo en su interior. Tan verdad era, que sacudió con amargura la cabeza y suspiró dulce, con los ojos siempre en el suelo, moviendo bajo la barbilla todos los entorchados de plata de esos dos lazos de la corona mortuoria.

©Todos los derechos reservados. Desarrollado por Centro Informático Millenium