Página dedicada a mi madre, julio de 2020

1.13 Remedio: la geografía

La brújula, el timón… ¡Eh, sí! Si se quiere navegar… Deberíais demostrarme, sin embargo, que también es necesario, quiero decir que lleva a una conclusión cualquiera, tomar una ruta u otra, o atracar mejor en este puerto que en aquel.

– ¡Cómo! – decís, ¿y los negocios?, ¿sin una regla, sin un criterio directivo? ¿Y la familia?, ¿y la educación de los hijos?, ¿y la buena reputación en la sociedad?, ¿y la obediencia que se debe a las leyes del Estado?, ¿y el cumplimiento de los propios deberes?

Con este azul que se bebe líquido, hoy… ¡Por caridad! ¿Acaso no cuido regularmente mis negocios? Mi familia… Ah, sí, os ruego que me creáis, mi mujer me odia. Regularmente y ni más ni menos de cuanto vuestras mujeres os odian a vosotros. E incluso mis pequeños, ¿acaso pretendéis que yo no los educo regularmente, como vosotros a los vuestro? Con un provecho, creedlo, no muy diferente del que vuestra sabiduría logra obtener. Obedezco todas las leyes del Estado y escrupulosamente observo mis deberes.

Sin embargo, a decir verdad, le doy – ¿cómo decirlo? – una cierta elasticidad espiritual a todos estos ejercicios; me aprovecho de todas esas nociones científicas, positivas, aprendidas en la infancia y en la adolescencia, de las que vosotros, que también las aprendisteis igual que yo, demostráis que no sabéis o no queréis aprovecharos.

Con mucho perjuicio, os lo aseguro, de vuestra salud.

Cierto que no es fácil servirse oportunamente de esas nociones que contrastan, por ejemplo, con las ilusiones de los sentidos. Que la tierra se mueve, por ejemplo, podría servirle oportunamente, como una elegante excusa, a un borracho. Nosotros, en realidad, no sentimos que se mueva, sino de vez en cuando, por algún modesto terremoto. Y las montañas, dada nuestra estatura, tan altas las vemos, que – comprendo – considerarlas pequeños pliegues de la corteza terrestre no es fácil.  Pero santo Dios, pregunto y digo ¿entonces por qué hemos estudiado tanto de pequeños? Si constantemente recordáramos lo que la ciencia astronómica nos ha enseñado, el ínfimo, casi incalculable lugar que nuestro planeta ocupa en el universo…

Lo sé; está también la melancolía de los filósofos que admiten, sí, que la tierra es pequeña, pero no pequeña si el alma puede concebir la infinita grandeza del universo.

Ya. ¿Quién lo ha dicho? Blaise Pascal.

Sería necesario, por ello, pensar que esta grandeza del hombre, entonces, si acaso, es solo a condición de entender, frente a esa infinita grandeza del universo, su infinita pequeñez, y, por ello, el hombre es grande solo cuando se siente pequeñísimo, y nunca tan pequeño como cuando se siente grande.

Y entonces, de nuevo, pregunto y digo ¿qué confort y qué consuelo nos puede venir de esta singular grandeza de sabernos aquí condenados a la desesperación de ver grandes las cosas pequeñas (todas nuestras cosas, de aquí, de la tierra) y pequeñas, las grandes, como serían las estrellas del cielo? ¿Y no valdría más entonces para cualquier desgracia que nos suceda, para cada pública o privada calamidad, mirar hacia arriba y pensar que desde las estrellas, señores, la tierra ni siquiera se supone que existe y que al fin y al cabo todo es, por tanto, como nada?

Vosotros decís:

– Muy bien. Pero ¿si entretanto, aquí en la tierra, se me hubiera muerto, por ejemplo, un hijo?

Eh, lo sé. El caso es grave. Y más grave se hará, os lo digo yo, cuando comencéis a salir de vuestro dolor y bajo los ojos que no quisieran ya ver se muestre, ¿qué sé yo?, la gracia tímida de estas florecitas blancas y celestes que brotan ahora en los prados con los primeros soles de marzo; y apenas la dulzura de vivir que, aun sin querer, sentiréis con las nuevas tibiezas embriagadoras de la primavera, se os transforme en una más densa angustia al pensar en él que, entretanto, ya no la puede sentir.

¿Y bien?… Pero ¿qué consuelo, en nombre de Dios, quisierais vosotros tener de la muerte de vuestro hijo? ¿No es mejor nada? Pues, sí, nada, creedme. Esta nada de la tierra, no solo para las desgracias, sino incluso para esta dulzura de vivir que nos da: la nada absoluta, en definitiva, de todas las cosas humanas que podemos pensar mirando al cielo Sirio o el Alfa del Centauro.

No es fácil. Gracias. ¿Es que quizás os estoy diciendo que es fácil? La ciencia astronómica, os ruego que lo creáis, es dificilísima no solo de estudiar, sino incluso de aplicar a los casos de la vida.

Por lo demás, os digo que sois incoherentes. Queréis tener, de este planeta nuestro, la opinión de que merece cierto respeto, y que no es además tan pequeño en relación a las pasiones que nos agitan, y que ofrece muchas hermosas vistas y variedades de vida y de climas y de costumbres; y luego os encerráis en una cáscara y no pensáis ni siquiera en tanta vida que se os escapa, mientras estáis todos abatidos en un pensamiento que os aflige o en una miseria que os oprime.

Lo sé; vosotros ahora me respondéis que no es posible, cuando un afán os apremia de verdad, cuando una pasión os ciega, huir con el pensamiento y confundirse imaginando una vida distinta, en otro lugar. Pero yo no digo que os pongáis con la imaginación a vosotros mismos en otro lugar, ni que finjáis una vida distinta a la que os hace sufrir. Eso lo hacéis comúnmente, suspirando: ¡Ay, si no fuese así! ¡Ay, si tuviese esto o lo otro! ¡Ay, si pudiera estar allí! Y son vanos suspiros. Porque vuestra vida, si pudiese en verdad ser diferente, quién sabe qué sentimientos, qué esperanzas, qué deseos os suscitaría diferentes a estos que ahora os suscita por el solo hecho de que ella es así! Tan cierto es esto, que esos que son como vosotros queréis ser, o que tienen lo que quisierais tener, o que están donde desearíais, os enojan, porque os parece que en esas condiciones envidiadas por vosotros no saben estar alegres como vosotros lo estaríais. Y es un enojo – perdonadme – de estúpidos. Porque esas condiciones las envidiáis porque no son las vuestras, y si lo fueran, no seríais ya vosotros, quiero decir con este deseo de ser diferentes de los que sois.

No, no, queridos míos. Mi remedio es otro. No es fácil ciertamente ni siquiera este, pero posibilísimo. Tanto, que he podido experimentarlo yo mismo.

Lo entreví aquella noche – una de las tantas tristísimas – que me tocó velar una larga, eterna agonía: aquella en la que mi pobre madre durante meses y meses casi se había quedado como un cadáver.

Para mi mujer, era la suegra; para mis hijos moría alguien de quien yo era hijo. Hablo así, porque cuando yo muera, me velará alguno de ellos, eso se espera. ¿Habéis comprendido? Esa vez moría mi madre; y por tanto, no les correspondía e ellos, sino a mí.

– ¡Pero cómo! – decís. – ¡La abuela!

Ya. La abuelita. La querida abuelita… y además también yo, que – os lo aseguro – podía merecerme un poco de consideración, no hacerme estar en pie incluso de noche, con todo ese frío, que me caía a pedazos del cansancio, después de una jornada de fatigosísimo trabajo.

Pero ¿sabéis cómo es? El tiempo de la abuelita, de la querida abuelita se había acabado desde hacía mucho. Se les había estropeado a los nietecitos el juguete de la querida abuelita, desde que la vieron, tras la operación de catarata, con un ojo muy grande y vano en la concavidad del vidrio de las gafas; y el otro, pequeño. En presentar una abuelita así ya no había nada hermoso. Y poco a poco se volvió sorda como una tapia, la pobre abuelita; tenía ochenta y cinco años y ya no comprendía nada; un fardo de carne que jadeaba y apenas se mantenía, pesada y titubeante; y obligaba a cuidados, para los que se requería una adoración como la mía, para vencer la pena y el asco que costaban.

Se pensaba, viéndola, en un espantoso castigo, del que nadie mejor que yo sabía que mi pobre madre no era merecedora; abandonada allí, ya sin nada de lo que un tiempo fue, ni siquiera la memoria; solo carne, vieja carne deshecha que padecía, que continuaba padeciendo, quién sabe por qué…

Pero el sueño, señores míos… No queda ya ningún afecto que se mantenga, cuando una necesidad cruel obliga a descuidar ciertas necesidades, que forzosamente deben ser satisfechas. Intentad no dormir muchas y muchas noches seguidas, después de haber currado todo el día. El pensamiento de mis hijos, que durante todo el día no habían hecho nada y que ahora dormían sabrosamente, al calor, mientras yo temblaba y moría de frío, en esa habitación infectada por el hedor de los medicamentos, me hacía saltar de rabia como un oso, y sentía la tentación de ir corriendo a arrancarles las colchas de sus camitas y de la cama de mi mujer para verlos salir del sueño en pijama con ese frío. Pero luego, al sentir en mí cómo habrían temblado, y al pensar que habría querido estar en su lugar, para que temblaran ellos en el mío, no ya contra ellos, sino que me rebelaba contra la crueldad de esa suerte, que aún tenía allí, agonizante e insensible a todo, el cuerpo, solo el cuerpo ya, y este casi irreconocible, de mi madre; y pensaba, sí, sí, pensaba que, Dios, podía finalmente dejar de agonizar.

Hasta que una vez, en el terrible silencio sobrevenido en la habitación en una momentánea suspensión de ese estertor, me sorprendí en el espejo del armario, volviendo no sé por qué la cabeza, inclinado sobre la cama de mi madre y con la intención de espiar de cerca, si no se había muerto.

Vi con horror en ese espejo mi cara. Precisamente como para dejarse ver por mí, esta conservaba, mientras la miraba, la misma expresión con la que estaba suspendida mientras espiaba, en un pavor casi alegre, la liberación.

La vuelta del estertor me infundió en ese momento tal horror de mí mismo, que me escondí esa cara, como si hubiera cometido un delito. Pero comencé a llorar como un niño: como el niño que había sido para esa madre santa mía, de la que, sí, sí, quería aún la piedad por el frío y el cansancio que sentía, a pesar de haber acabado hacía poco por desear su muerte, pobre madre santa, que cuántas noches había perdido por mí, cuando de pequeño estaba enfermo… ¡Ay! Estrangulado por la angustia me puse a pasear por la habitación.

Pero ya no podía mirar nada, porque me parecían vivos, en su inmovilidad suspendida, los objetos de la habitación: allí la arista iluminada del armario, aquí el pomo de bronce de la cama en el que poco antes había posado la mano. Desesperado, caí sentado ante el escritorio de la más pequeña de mis hijas, la nietecita que hacía aún las tareas de la escuela en la habitación de la abuela. No sé cuánto tiempo me quedé allí. Sé que ya entrado el día, tras un tiempo inconmensurable, durante el cual ya no había advertido mínimamente ni el cansancio, ni el frío, ni la desesperación, me encontré con el tratado de geografía de mi hija bajo los ojos, abierto por la página 75, garrapateado en los márgenes y con una mancha de tinta celeste en la eme de Jamaica.

Había estado todo ese tiempo en la isla de Jamaica, donde están las Montañas Azules, donde la playas del norte se levantan poco a poco hasta unirse con la dulce pendiente de amenas colinas, la mayor parte separadas las unas de las otras por valles espaciosos llenos de sol, y cada valle con su riachuelo y cada colina con su cascada. Había visto bajo las aguas claras las paredes de las casas de la ciudad de Porto Reale hundidas en el mar por un terrible terremoto; las plantaciones de azúcar y de café, del  trigo de India y de Guinea; los bosques de las montañas; había olido y respirado con indecible confort el olor caliente y graso del estiércol en los grandes establos de criadero; pero precisamente olido y respirado, precisamente visto todo, con el sol que hay allí sobre esos prados, con los hombres y con las mujeres y con los muchachos como están allí, llevando con las cestas y volcando a montones en los claros asolados la recolección de café para que se seque; con la certeza precisa y tangible de que todo esto era verdad, en esa parte del mundo tan lejana; tan verdad como para sentirlo y oponerlo como una realidad igualmente viva a la que me rodeaba allí en la habitación de mi madre moribunda.

En fin, nada más que esta certeza de una realidad de vida en otro lugar, lejana y diversa, para contraponer, de una en una, a la realidad presente que os oprime; pero así, sin ningún nexo, ni siquiera de contraste, sin ninguna intención, como una cosa que es porque es, y que vosotros no podéis negar que sea. Este es el remedio que os aconsejo, amigos míos. El remedio con el que yo me encontré casualmente esa noche.

Y para no divagar demasiado, y ordenaros de algún modo la imaginación, para que no tengáis que cansaros excesivamente, haced como he hecho yo, que a cada uno de mis cuatro hijos y a mi mujer les he asignado una parte del mundo, en el que me pongo inmediatamente a pensar, apenas ellos me molestan o me afligen. 

Mi mujer, por ejemplo, es Laponia. ¿Que pretende de mí algo que no puedo darle? Apenas comienza a pedírmela, ya estoy en el golfo de Botnia, amigos míos, y le digo seriamente como si nada fuese:

– Umea, Lulea, Pitea, Skelleftea…

– Pero ¿qué dices?

– Nada, querida. Los ríos de Laponia.

– ¿Y qué tienen que ver los ríos de Laponia?

– Nada, querida. No tienen nada que ver de hecho. Pero existen, y ni tú ni yo podemos negar que en este preciso momento desembocan allí en el golfo de Botnia. Y si vieses, querida, si vieses como veo yo la tristeza de ciertos sauces y de ciertos abedules, allí… De acuerdo, sí, no tienen nada que ver tampoco los sauces y los abedules; pero también ellos existen, querida, y tan tristes en torno a los lagos helados entre las estepas. Lap o Lop, ¿sabes?, es una injuria. Los propios Lapones se llaman Sami. ¡Sucios enanos, querida mía! Que te baste saber… – sí, lo sé, todo esto no tiene verdaderamente nada que ver – pero que te baste saber que, mientras yo te estimo tanto, ellos tienen tan poca fidelidad conyugal, que le ofrecen la mujer y las hijas al primer forastero que llega. Por lo que a mí se refiere, puedes estar segura: no me tienta para nada, querida, aprovecharme.

– Pero ¿qué diablo estás diciendo? ¿Estás loco? Yo te estaba preguntando…

– Sí, querida. Tú me estás preguntando, no digo lo contrario. Pero ¡qué triste país es Laponia!…

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