Página dedicada a mi madre, julio de 2020

 1.14 Respuesta

¡Te has desahogado bien, amigo mío!

Verdaderamente es de lamentar que tú, violentando tu natural disposición, no hayas podido dedicarte a las Musas. ¡Cuánto calor en tus expresiones, y con qué transparente evidencia, en pocos toques, haces que salten vivos ante los ojos lugares, hechos y personas!

Estás dolido, estás indignado, pobre Marino mío; y no quisiera que esta respuesta mía aumentara tu dolor y tu indignación. Pero tú quieres que yo te exponga francamente lo que pienso de tu caso. Lo haré para contentarte, aun estando seguro de que no te contentaré.

Sigo mi método, si me lo permites. Primero, resumo brevemente los hechos, luego te expongo, con la franqueza que deseas, mi parecer.

Por tanto, con orden.

I. PERSONAS, CARACTERÍSTICAS Y CONDICIONES.

a) La señorita Anita. – Veintiséis años (apenas demuestra veinte; está bien; pero son en tanto veintiséis, y cumplidos). Morena; ojos nocturnos:

En sus ojos la noche se recoge,
profunda…

Labios de coral; y está bien.

Pero ¿y la nariz, amigo mío? No me hablas de la nariz.  A las morenas, ante todo, mirarles la nariz; y señaladamente las aletas de la nariz.

Estoy seguro de que la señorita Anita la tiene un poco respingona. No digo fea; digamos mejor naricita; pero respingona. Y con dos aletas mejor carnositas, que se le dilatan mucho cuando aprieta los dientes, cuando detiene los ojos en el vacío y echa por la nariz un larguísimo suspiro silencioso.

¿Has observado cómo se le velan los ojos y le cambian de color, cuando echa uno de estos suspiros silenciosos?

Ha sufrido mucho la señorita Anita, porque es muy inteligente. Estaba bien, cuando el padre estaba vivo; ahora, muerto el padre, es pobre. Y veintiséis años. Naricita derecha y ojos nocturnos.

Continuemos.

b) Mi amigo Marino.- Veinticuatro años, dos menos que la señorita Anita, que quizás por ello demuestra apenas veinte.

Pobre también él; huérfano de padre también él. Cosas tristes, pero queridas cuando se tienen en común con una persona querida. ¡Identidades que parecen predestinaciones!

Pero el amigo Marino, huérfano y pobre como es, tiene una madre y una hermana que mantener. Huérfana y pobre, la señorita Anita tiene también madre, pero no la mantiene.

Piensa en el mantenimiento el comendador Ballesi.

Mi amigo Marino odia, naturalmente, a este comendador Ballesi.

Cabeza encendida, corazón ardiente. Facilísima palabra, coloreada, fascinante, como la mirada de los hermosos ojos cerúleos. Digamos que mi amigo Marino es el día y que la señorita Anita es la noche. Él tiene el rubio del sol en los cabellos y el cielo azul en los ojos; ella, en los ojos, dos estrellas, y en los cabellos, la noche. Me parece que, hablando con un poeta, no podría expresarme mejor.

Prosigamos.

Obligado por la necesidad a ser sabio, el amigo Marino no puede cometer la locura, mientras duren las presentes condiciones (¡y durarán un buen tiempo!), de asumir la carga de otra mujer; y debe dejar la que menos le pesaría.

Quizás este tercer peso le haría sentir más leves los otros dos, que él no puede, ni osaría nunca quitarse de encima.

Pero hay quien piensa que tres sobre los hombros de uno no pueden estar cómodamente y de acuerdo. E incluso él, sabio a la fuerza, debe reconocerlo.

c) El comendador Ballesi. – Viejo amigo del difunto. Se entiende del papá de Anita. Sesenta y seis años. Pequeñito, muy fino; piernecitas como dos dedos, pero armadas de taconcitos imperiosos. Cabeza grande, grandes bigotes lacios, bajos los cuales desaparece no solo la boca, sino incluso el mentón, dado que se pueda decir que el comendador Ballesi tiene verdaderamente mentón. Espesas cejas siempre fruncidas, y un dedo a menudo en la nariz. Ese dedo piensa. Piensan incluso los pelos de las pestañas. Es como un cañoncito cargado de pensamientos el comendador Ballesi. La suerte financiera de la nueva Italia está en sus pequeños puños de hierro.

Ahora, no sabe cómo ni por qué, de pronto el comendador Ballesi ha creído que tenía que cambiar el amor paternal por la señorita Anita por un amor de otro tipo. Y la ha pedido como esposa.

La señorita Anita ha destrozado varios pañuelos, con las manos y con los dientes. Más que desdén, ha sentido vergüenza, repugnancia, horror. La mamá ha llorado. ¿Por qué ha llorado la mamá? Por la alegría, ha dicho. Pero de alegría, admitido que se llore, se llora poco, y luego se ríe. La mamá de la señorita Anita ha llorado mucho y no ríe ya. Honni soit qui mal y pense.[1]

Y vengamos al último personaje.

d) Nicolino Respi. – Treinta años, sólido, atlético, nadador y jinete famoso, piragüista, espadachín; y además, descarado, ignorante como un pollo de India, jugador, donjuán… Añade tú, añade, amigo mío: te las acepto todas. Conozco a Nicolino Respi y comparto tus apreciaciones y tu indignación. Pero no creas, por esto, que diga que se equivoca.

¿Te equivocas, por tanto, tú? No. ¿La señorita Anita? Tampoco. Oh, Dios, déjame hablar, pues tu caso es viejísimo. De nuevo, de original, aquí, no hay otra cosa que mi método, y la explicación te la daré.

Prosigamos con orden.

     

II. EL LUGAR Y EL HECHO.

La playa de Anzio, en verano, en una noche de luna.

Me has hecho una descripción tal, que no me arriesgo a describirla también yo. Solo, demasiadas estrellas, querido. Con la luna casi llena, se ven pocas. Pero un poeta puede hasta no prestar atención a estas cosas, que, de hecho, son. Un poeta puede ver las estrellas incluso cuando no se ven, y viceversa, puede no ver muchas otras cosas, que todos los otros ven.

El comendador Ballesi ha alquilado una casa en la playa, y la señorita Anita está con la madre en la playa.

Ocupado en Roma, el comendador va y viene. Nicolino Respi está fijo en Anzio, por los baños y por la casa de juegos; y da cada mañana, en el agua, y cada tarde, en el tapete verde, un espectáculo de sus bravuras.

La señorita Anita necesita apagar la llama del desdén, y se detiene, por ello, mucho en el baño. No puede competir ciertamente con Nicolino Respi, pero, como buena nadadora, una mañana se aleja, compitiendo con él, de la playa. Se alejan y se alejan. Todos los bañistas siguen ansiosos desde la playa esa competición, primero con la vista, luego con los binóculos.

La madre, en cierto momento, no quiere mirar más; comienza a inquietarse, a temer. Oh, Dios, ¿cómo hará ahora la hija para volver nadando desde tan lejos? Cierto que el aliento no le bastará… ¡Oh, Dios, oh, Dios! ¿Dónde está? Dios, qué lejos está… ya no se ve… ¡Es necesario mandar pronto ayuda, por caridad!, ¡una lancha, una lancha!, ¡alguien que la ayude pronto!

Y tanto hace y dice, que al final dos buenos jóvenes saltan heroicamente a una lancha, y adelante a cuatro remos.

¡Santa inspiración! Porque la señorita Anita, poco después de que los jóvenes han salido, siente un calambre en la pierna y da un grito; Nicolino Respi acude en dos brazadas y la sostiene; pero la señorita Anita está a punto de desmayarse y se le agarra al cuello desesperadamente; Nicolino se ve perdido; está a punto de ahogarse con ella; en la rabia, para que lo suelte, le da un mordisco feroz en el cuello. Entonces la señorita Anita se abandona inerte; él puede sostenerla; las fuerzas están a punto de faltarle cuando llega la lancha. El salvamento se ha cumplido.

Pero la señorita Anita debe curarse, durante más de una semana, el mordisco en el cuello de Nicolino Respi.

Hay impresiones que se quedan. ¡Marino mío!

Durante muchos días la señorita Anita, apenas mueve el cuello, no puede negar que Nicolino Respi muerde bien. Y ese mordisco no le desagrada, porque a él le debe la salvación.

Todo esto es, verdaderamente, preámbulo.

Y sin embargo, no, quizás. Es y no es. Porque todo está donde y como se cortan los hechos.

Cuando tú, Marino mío, en la magnífica tarde de luna llegaste a Anzio con la muerte en el corazón, para tener una última entrevista con la señorita Anita, ya oficialmente novia del comendador Ballesi, ella tenía aún en el cuello la impresión de los dientes de Nicolino Respi.

Por tu misma confesión, ella te siguió dócil a lo largo de la playa, se perdió contigo en la lejanía de las arenas desiertas, hasta el gran escollo enarenado, allá abajo, allá abajo. Los dos, bajo la luna, cogidos del brazo, embriagados por la brisa marina, aturdidos por el apagado fragor perpetuo de las espumas de plata.

¿Qué le dijiste? Lo sé, todo tu amor y todo tu tormento; y le propusiste que se rebelara contra la infame imposición de ese viejo odioso y que aceptara tu pobreza.

Pero ella, amigo mío, inflamada, trastornada, desgarrada por tus palabras, no podía aceptar tu pobreza; quería, sí, en cambio, aceptar tu amor y vengarse con él, anticipadamente, esa tarde mismo, de la infame imposición del viejo, que en ella, así, como un usurero, quería cobrar por los grandes beneficios.

Tú, honesta, noblemente, le has impedido esta venganza.

Amigo mío, te creo: habrás huido de allí como un loco. Pero a la señorita Anita, que se quedó sola allí, en la arena, a la sombra del escollo, no le pareciste un loco, te lo aseguro yo, en esa huida descompuesta a lo largo de la playa, bajo la luna. Le pareciste un estúpido y un villano.

Y, desgraciadamente, pobre Marino, en ese escollo, esa tarde, el que disfrutó muy callado, gracias a los bolsillos vacíos, el hermoso claro de luna, y luego incluso el espectáculo de la fuga, fue Nicolino Respi, el del mordisco y el del salvamento.

Le bastaron tres palabras y una risotada, desde arriba:

– ¡Qué estúpido! ¿No es cierto, señorita?

Y bajó de un salto.

Tú tuviste, poco después, la satisfacción de sorprender, junto al comendador Ballesi, que había llegado tarde de Roma en automóvil, a Nicolino Respi, bajo la luna, del brazo de la señorita Anita.

Tú, a la ida, él, a la vuelta. ¿Más dulce la ida o la vuelta?

Y he aquí, amigo mío, ahora viene el punto original.

III. EXPLICACIÓN.

Tú crees, querido Marino, que has sufrido una atroz desilusión, porque has visto de improviso a la señorita Anita horriblemente distinta de la que conocías, de la que era para ti. Estás bien seguro, ahora, que la señorita Anita era otra.

Muy bien. Otra, la señorita Anita seguro que lo es. No solo; sino hasta tantas y tantas otras, amigo mío, cuantos son los que la conocen y que ella conoce. Tu error fundamental, ¿sabes en qué consiste? En creer que, aun siendo otra por lo que crees, y tantas otras por lo que creo yo, la señorita Anita, no sea también, todavía, la que conocías tú.

La señorita Anita es esa, es otra, e incluso muchas otras, porque querrás admitir que la que es para mí, no es la que es para ti, la que es para su madre, la que es para el comendador Ballesi, y para todos los otros que la conocen, cada uno a su manera.

Ahora, mira. Cada uno, por como la conoce, le da – ¿no es cierto? – una realidad. Tantas realidades, por tanto, amigo mío, que hacen “realmente”, y no por decirlo de algún modo, a la señorita Anita una para ti, una para mí, una para la madre, una para el comendador Ballesi, etcétera; incluso teniendo la ilusión cada uno de nosotros de que la verdadera señorita Anita es solo la que conocemos nosotros; e incluso ella, sobre todo ella, la ilusión de ser una, siempre la misma, para todos.

¿Sabes de dónde nace esta ilusión, amigo mío? Del hecho que creemos de buena fe que estamos todos, cada vez, en cada acto nuestro; mientras desgraciadamente no es así. Nos damos cuenta cuando, por un caso muy desgraciado, de improviso nos quedamos enganchados y suspendidos en un acto solo entre tantos como realizamos; nos damos cuenta bien, quiero decir, que no estamos todos en ese acto, y que sería una atroz injusticia que nos juzgaran por ese solo, que nos tuvieran enganchados y suspendidos de él, condenados durante toda la existencia, como si esta fuese la suma de ese solo acto.

Ahora esta injusticia precisamente la estás cometiendo tú, amigo mío, contra la señorita Anita.

La has sorprendido en una realidad distinta de la que le dabas, y quieres creer ahora, que su realidad no es hermosa como la que le dabas tú antes, sino fea como esa en la que la has sorprendido, junto al comendador Ballesi, de vuelta del escollo con Nicolino Respi.

¡No por nada, amigo mío, mira, tú no me has hablado de la naricita respingona de la señorita Anita!

Esa naricita no te pertenecía. Esa naricita no era de tu Anita. Eran tuyos los ojos nocturnos, el corazón apasionado, la refinada inteligencia de ella. No esa naricita atrevida de las aletas más bien carnositas.

Esa naricita temblaba aún con el recuerdo del mordisco de Nicolino Respi. Esa naricita quería vengarse de la odiosa imposición del viejo comendador Ballesi. Tú no le has permitido que se vengue a través de ti, y entonces ella la ha hecho a través de Nicolino.

Quién sabe cómo lloran ahora esos ojos nocturnos, y cómo sangra ese corazón apasionado, y cómo se rebela esa refinada inteligencia: quiero decir todo lo que de ella te pertenece.

Ay, créeme, Marino, fue bastante más dulce para ella la ida contigo al escollo, que la vuelta de él con Nicolino Respi.

Es necesario que te persuadas y te dispongas a imitar al comendador, quien – lo verás – la perdonará y se casará con la señorita Anita.

Pero no pretendas que ella sea una y toda para ti. Será una y toda para ti sincerísimamente; y otra para el comendador Ballesi, no menos sinceramente. Porque no hay una única señorita o señora Anita, amigo mío.

No será hermoso, pero es así.

Y procura que Nicolino Respi, enseñando los dientes, no visite a esa naricita respingona.

 

[1] ´Que sea reprendido el que piensa mal`. Es el lema de la orden de caballería de la Jarretera.

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