1.15 El murciélago
Todo bien. La comedia, nada nuevo que pudiera irritar o trastornar a los espectadores. Y montada con buen ingenio en los efectos. Un gran prelado entre los personajes, una roja Eminencia que hospeda en casa a una cuñada viuda y pobre, de la que de joven, antes de encaminarse por la carrera eclesiástica, había estado enamorado. Una hija de la viuda, ya en edad de marido, con la que Su Eminencia quisiera casar a un joven, protegido suyo, que ha crecido en su casa desde niño, aparentemente hijo de un viejo secretario suyo, pero en realidad… – en suma, vamos, un antiguo desliz de juventud, que no se le podría ahora reprobar a un gran prelado con esa crudeza que necesariamente derivaría de la brevedad de un resumen, cuando, además, es, por decirlo así, el eje de todo el segundo acto, en una escena de grandísimo efecto con la cuñada, a oscuras, o mejor, al claro de luna que inunda la terraza, puesto que su Eminencia, antes de empezar la confesión, le ordena a su fiel siervo José: “¡José, apaga las luces!” Todo bien, todo bien, en suma. Los actores, todos adecuados; y enamorado cada uno de su papel. Incluso la pequeña Gastina, sí. Contentísima, contentísima con el papel de la sobrina huérfana y pobre, que naturalmente no quiere saber nada de casarse con el protegido de Su Eminencia, y monta ciertas escenas de fiera rebelión, que a la pequeña Gastina le gustaban tanto, porque con ellas esperaba un montón de aplausos.
Para decirlo brevemente, más contento, en la espera ansiosa de un óptimo triunfo por su nueva comedia, el amigo Faustino Perres no podía estar la víspera de la representación.
Pero había un murciélago.
Un maldito murciélago que cada tarde, en esa temporada de teatro en nuestra Arena Nacional, o entraba por las aberturas del techo a cuatro aguas, o se despertaba a una cierta hora del nido que tenía que haber hecho allá arriba, entre las vigas de hierro, los ganchos y los tirantes, y se ponía a revolotear como enloquecido no ya por la enorme cúpula de la Arena sobre la cabeza de los espectadores, puesto que durante la representación las luces de la sala estaban apagadas, sino allí, donde la luz del proscenio, de las candilejas y de los bastidores, las luces de la escena lo atraían: en el escenario, precisamente en la cara de los actores.
La pequeña Gastina sentía un loco terror. Había estado tres veces a punto de desmayarse, las tardes anteriores, al verlo cada vez pasar rasando su cara, sobre sus cabellos, ante sus ojos, y la última vez – ¡Dios, qué asco! – casi rozándole la boca con ese vuelo de membrana viscosa que chirría. No se echó a gritar de milagro. La tensión de los nervios para obligarse a estar allí quieta representando su papel, mientras irresistiblemente quería seguir con los ojos, espantada, el revoloteo de esa bestia asquerosa, para protegerse, o, si no podía más, escapar del escenario para ir a encerrarse en su camerino, la exasperaba hasta hacerle declarar que ella ahora, con ese murciélago allí, si no se encontraba el medio para impedir que viniera a revolotear en el escenario durante la representación, no estaba ya segura de sí misma, de lo que haría una de esas tardes.
Se comprobó que el murciélago no entraba de fuera, sino que precisamente había elegido su domicilio entre las vigas del techo de la Arena, por el hecho de que, la tarde antes de la primera representación de la comedia nueva de Faustino Perres, se mantuvieron cerradas, y a la hora habitual se vio cómo el murciélago se lanzaba, como todas las otras tardes, sobre el escenario con su desesperado revoloteo. Entonces, Faustino Perres, aterrorizado por la suerte de su nueva comedia, les rogó, les suplicó al empresario y al director que mandaran subir al techo a dos, a tres, a cuatro obreros, quizás a cargo suyo, para que quitaran el nido y cazaran esa insolentísima bestia; pero tuvo que oír que lo tacharan de loco. Señaladamente, el director se enfureció ante una propuesta semejante, porque estaba cansado, eso era, muy requetecansado de ese ridículo miedo de la señorita Gastina por sus magníficos cabellos.
– ¿Los cabellos?
– ¡Seguro! ¡Seguro! ¡Los cabellos! ¿No lo ha entendido todavía? Le han hecho creer que, si por casualidad, le golpea la cabeza, el murciélago tiene en las alas no sé qué viscosidad, por lo cual no es posible desenredarlo de los cabellos, si no es cortándoselos. ¿Ha comprendido? ¡No teme nada más! ¡En vez de interesarse por su papel, por meterse en el personaje, al menos hasta el punto de no pensar en semejantes tonterías!
¿Tonterías los cabellos de una mujer? ¿Los magníficos cabellos de la pequeña Gastina? El terror de Faustino Perres ante la furia del director se centuplicó. ¡Oh, Dios!, ¡oh, Dios!, ¡si verdaderamente este era el temor de la pequeña Gastina, su comedia estaba perdida!
Para mostrarle su desdén al director, antes de que comenzara la prueba general, la pequeña Gastina, con el codo apoyado en la rodilla de una pierna cruzada sobre la otra y el puño bajo la barbilla, seriamente le preguntó a Faustino Ferres, si la frase de su Eminencia en el segundo acto: – “José, apaga las luces” – no podía ser repetida, según la necesidad, otra vez durante la representación, visto y considerado que no hay otro medio que apagar la luz para echar a un murciélago que entra por la tarde en una habitación.
Faustino Perres sintió que se quedaba helado.
– ¡No, no, lo digo muy en serio! Porque, perdone, Perres: ¿quiere dar verdaderamente, con su comedia, una perfecta ilusión de realidad?
– ¿Ilusión? No, ¿por qué dice ilusión, señorita? El arte crea verdadera-mente una realidad.
– Ah, está bien. Pues entonces le digo que el arte la crea y el murciélago la destruye.
– ¡Cómo! ¿Por qué?
– Porque sí. Suponga que, en la vida real, en una habitación donde se está desarrollando un conflicto familiar, entre marido y mujer, entre una madre y una hija, ¡qué sé yo!, o un conflicto de intereses o de otro tipo, entra por casualidad un murciélago. Bien: ¿qué hacen? Yo os aseguro que, durante un momento, el conflicto se interrumpe a causa de ese murciélago que ha entrado; o se apaga la luz, o se marchan a otra habitación, o alguien incluso va a coger un palo, se sube en una silla y trata de golpearlo para que caiga al suelo; y los demás, entonces, créame, se olvidan, en el acto, del conflicto y acuden a mirar, sonrientes y con asco, cómo es ese odiosísimo animal.
– ¡Ya! ¡Pero eso es en la vida ordinaria! – objetó, con una sonrisa tenue en los labios, el pobre Faustino Perres. – En mi obra de arte, señorita, yo no he puesto ningún murciélago.
– Usted no lo ha puesto; pero ¿y si él se cuela?
– ¡Es necesario no hacerle ningún caso!
– ¿Y le parece natural? Le aseguro, yo que debo vivir en su comedia la parte de Livia, que esto no es natural; porque Livia, lo sé, lo sé mejor que usted, ¡tiene miedo de los murciélagos! Su Livia – preste atención – y no yo. Usted no lo ha pensado porque no podía imaginar el caso de que un murciélago entrara en la habitación mientras ella se rebelaba fieramente contra la imposición de la madre y de Su Eminencia. Pero esta tarde, puede estar seguro de que el murciélago entrará en la habitación durante esa escena. Y entonces yo le pregunto, por la realidad misma que quiere crear, si le parece natural que ella, con el miedo que les tiene a los murciélagos, con la repugnancia que hace que se contorsione y grite solo al pensar en un posible contacto, permanezca como si no pasara nada, con un murciélago que revolotea en torno a su cara, y muestre que no le hace caso. ¡Usted bromea! Livia huye, se lo digo yo; planta la escena y huye, o se esconde bajo la mesita, gritando como una loca. Por ello, le aconsejo que reflexione si precisamente no le conviene más que Su Eminencia llame a José y le repita la frase: – “José, apague las luces.”. – O bien… ¡espere!, o bien… – ¡claro que sí!, ¡mejor!, ¡sería la liberación! – que le ordenara que coja un palo, se monte en una silla, y…
– ¡Ya! ¡Claro!, precisamente interrumpiendo la escena por la mitad, ¿no es así?, en medio de la hilaridad fragorosa de todo el público.
– Pero ¡sería el colmo de la naturalidad, querido mío! Créalo. Incluso para su misma comedia, dado que ese murciélago está y que en esa escena – es inútil – lo quiera o no – se cuela: ¡murciélago verdadero! Si no lo tiene en cuenta, parecerá una ficción, a la fuerza, Livia que no se preocupa, los otros dos que no le echan caso y siguen interpretando la comedia como si él no estuviese allí. ¿No comprende esto?
A Faustino Perres se le cayeron los brazos, desesperadamente.
– Oh, Dios mío, señorita, – dijo. – Si quiere bromear, está bien…
– ¡No, no! ¡Le repito que estoy hablando con usted en serio, en serio, completamente en serio! – rebatió Gastina.
– Pues entonces le respondo que está loca, – dijo Perres levantándose. – Tendría que formar parte de la realidad que he creado yo ese murciélago, para que yo pudiese tenerlo en cuenta y hacer que lo tuvieran en cuenta los personajes de mi comedia. ¡Tendría que ser un murciélago fingido y no verdadero, en definitiva! Porque no puede, así, incidentalmente, de un momento a otro, un elemento de la realidad casual introducirse en la realidad creada, esencial, de la obra de arte.
– ¿Y si se introduce?
– ¡Pero no es verdad! ¡No puede! En modo alguno es en mi comedia donde se introduce ese murciélago, sino en el escenario donde interpretáis.
– ¡Muy bien! Donde yo interpreto su comedia. Y entonces está entre dos: o ahí está viva su comedia, o está vivo el murciélago. El murciélago, se lo aseguro yo, sea como sea, está vivo, vivísimo. Le he demostrado que con él tan vivo allí, no pueden parecer naturales Livia ni los otros dos personajes que tendrían que seguir su escena como si él no estuviese, mientras que está. Conclusión: o fuera su comedia, o fuera el murciélago. Si estima imposible eliminar el murciélago, póngase en las manos de Dios, querido Perres, tanto como en la suerte de su comedia. Ahora le hago ver que mi papel me lo sé y que lo interpreto con todo el empeño, porque me gusta. Pero no respondo de mis nervios esta tarde.
Cada escritor, cuando es un verdadero escritor, aunque sea mediocre, para quien lo mire en un momento como ese en el que se encontraba Faustino Perres la tarde de la primera representación, tiene esto de conmovedor, o hasta, si se quiere, de ridículo: que se deja llevar, él mismo antes que los demás, él mismo alguna vez solo entre todos, por lo que ha escrito, y llora y ríe o pone la cara, sin saberlo, que ponen los actores en escena, con la respiración rápida y el alma suspendida y titubeante, que hace que levante esta mano o la otra como para parar o sostener.
Puedo asegurarle, yo que lo vi y estuve a su lado, mientras estaba escondido entre los bastidores, con los bomberos de guardia y los criados de escena, que Faustino Perres, durante todo el primer acto y parte del segundo, no pensó de hecho en el murciélago, tan metido estaba en su trabajo e identificado con él. Y no hay que decir que no pensaba en él porque el murciélago aún no había hecho su habitual aparición en el escenario. No. No pensaba en él porque no podía. Tan cierto es, que cuando, a la mitad del segundo acto, el murciélago finalmente apareció, él ni siquiera se dio cuenta; no comprendió siquiera por qué lo golpeaba yo con el codo, y se volvió para mirarme a la cara como un insensato.
– ¿Qué?
Comenzó a pensar solo cuando la suerte de la comedia, no por culpa del murciélago, ni por la aprensión de los actores a causa de este, sino por defectos evidentes de la misma comedia, señaló que iría mal. Ya en el primer acto, para decir la verdad, no había obtenido sino escasos y tibios aplausos.
– Oh, Dios mío, ya está, míralo… – comenzó a decir el pobrecito, sudando frío; y levantaba un hombro, se echaba hacia atrás, doblaba hacia un lado, hacia otro la cabeza, como si el murciélago revolotease a su alrededor y quisiera apartarlo; se retorcía las manos; se cubría la cara. – Dios, Dios, Dios, parece enloquecido… ¡Ah, mira, dentro de poco en la cara de Rossi!… ¿Qué hacemos?, ¿qué hacemos? Piensa que justo ahora entra en escena Gastina.
– ¡Calla, por caridad! – lo exhorté, sacudiéndolo por el brazo e intentando arrancarlo de allí.
Pero no lo logré. Gastina hacía su entrada desde los bastidores de enfrente, y Perres, mirándola, como fascinado, temblaba todo.
El murciélago daba vueltas arriba, en torno a la lámpara que pendía del techo con ocho bombillas, y Gastina no mostraba que se diera cuenta, halagada ciertamente por el gran silencio de espera con que el público había recibido su entrada en escena. Y la escena seguía en ese silencio, y evidentemente gustaba.
¡Ay, si ese murciélago no hubiera entrado! ¡Pero estaba!, ¡estaba! No lo percibía el público, completamente concentrado en el espectáculo; pero, allí estaba, allí estaba, como si, a propósito, hubiera tomado de mira a Gastina, ahora, precisamente a ella que, pobrecita, hacía de todo para salvar la comedia, resistiendo a su terror cada vez más creciente por esa persecución obstinada, feroz, del asqueroso y muy maldito animal.
De pronto, Faustino Perres vio cómo el abismo se le abría ante los ojos en su escena, y se llevó las manos a la cara, ante un grito imprevisto, agudísimo de Gastina, que se abandonaba entre los brazos de Su Eminencia.
Rápidamente me dispuse a arrastrarlo fuera, mientras los actores, a su vez, arrastraban de la escena a Gastina, desvanecida.
Nadie, en el alboroto del primer momento, allí en el escenario en desorden, pudo pensar en lo que entretanto sucedía en la sala del teatro. Se oía como un gran estruendo lejano, del que nadie se ocupaba. ¿Estruendo? Pero no, ¡qué estruendo! Eran aplausos. – ¿Qué? – ¡Pues sí! ¡Aplausos! ¡Aplausos! ¡Era un delirio de aplausos! Todo el público, levantado, aplaudía desde hacía cuatro minutos frenéticamente, y quería que salieran el autor, los actores al escenario, para decretar el triunfo de esa escena del desmayo, que se había tomado en serio como si estuviese en la comedia, y que había visto representar con tan prodigiosa verdad.
¿Qué hacer? El director, enfurecido, corrió a coger por los hombros a Faustino Perres, quien los miraba a todos, temblando de angustiosa perplejidad, y lo echó con un empujón fuera de los bastidores, al escenario. Fue acogido por una clamorosa ovación, que duró más de dos minutos. Y otras seis o siete veces tuvo que presentarse para agradecerle al público, que no se cansaba de aplaudir, porque quería en el escenario a Gastina.
– ¡Que salga Gastina! ¡Que salga Gastina!
Pero ¿cómo hacer que se presentara Gastina, quien en su camerino se debatía todavía en una fierísima convulsión de nervios, en medio de la consternación de los que estaban a su alrededor para socorrerla?
El director tuvo que presentarse en el proscenio para anunciar, muy dolido, que la aclamada actriz no podía comparecer para darle las gracias al electo público, porque esa escena, vivida con tanta intensidad, le había causado un imprevisto malestar, por lo que incluso la representación de la comedia, esa tarde, tenía que ser desgraciadamente interrumpida.
Se pregunta en este momento si ese condenado murciélago podía prestarle a Faustino Perres un servicio peor que este.
Hubiera sido, en cierto modo, un consuelo para él atribuirle el fracaso de la comedia; pero ¡deberle ahora el triunfo, un triunfo que no tenía otro pilar que el loco vuelo de esas alas asquerosas!
Recuperado apenas del primer aturdimiento, aún más muerto que vivo, corrió al encuentro del director que lo había empujado con tanto desagrado al escenario para agradecer al público, y con las manos entre los cabellos le gritó:
– ¿Y mañana por la tarde?
– Pero ¿qué tenía que decir?, ¿qué podía hacer?- le gritó furioso, como respuesta, el director. – ¿Tenía acaso que decirle al público que le correspondían al murciélago esos aplausos, y no a usted? Remédielo, mejor, remédielo pronto; ¡haga que le correspondan a usted mañana por la tarde!
– ¡Ya! Pero ¿cómo? – preguntó, con dolor, perdiéndose de nuevo, el pobre Faustino Perres.
– ¡Cómo! ¡Cómo! ¿A mí me pregunta cómo?
– ¡Pero si ese desmayo en mi obra ni está ni pinta nada, comendador!
– ¡Es necesario que pinte algo, querido señor, a cualquier precio! ¿No ha visto qué grandísimo éxito? Todos los periódicos de mañana hablarán de esto. ¡No podrán eludirlo! No dude, no dude que mis actores sabrán fingir con la misma verdad lo que esta tarde han hecho sin querer.
– Ya… pero, usted comprende, – intentó hacerle observar Perres, – ha ido tan bien porque la representación, ahí, tras ese desmayo, ¡ha sido interrumpida! Si mañana por la tarde, en cambio, debe proseguir…
– ¡Pero es precisamente este, en nombre de Dios, el remedio que usted tiene que encontrar! – volvió a gritarle en la cara el comendador.
Pero a este punto:
– ¿Y cómo?, ¿y cómo? – acabó por decir, hundiéndose, con las dos manos resplandecientes de anillos, el gorro de pelo sobre los magníficos cabellos, la pequeña Gastina ya vuelta en sí. – Pero ¿de verdad no comprende que aquí debe hablar el murciélago, y no vosotros, señores míos?
– ¡Deje ya al murciélago! – bramó el empresario, afrontándola, amenazante.
– ¿Yo, que lo deje? ¡Debe dejarlo usted, comendador! – respondió, calmada y sonriente, Gastina, muy segura de hacerle así, ahora, el mayor desprecio. – Porque, mire, comendador, razonemos: yo podría tener, bajo órdenes, un desmayo fingido, en el segundo acto, si el señor Perres, siguiendo su consejo, lo incluye. Pero, entonces, usted tendría que tener bajo sus órdenes al murciélago verdadero, que no me cause otro desmayo, no fingido, sino verdadero en el primer acto. O en el tercero, o quizás en el mismo segundo, ¡inmediatamente después de ese primero fingido! Porque yo les ruego que me crean, señores míos, que me he desmayado de verdad al sentir que se me acercaba a la cara, ¡aquí, aquí, en la mejilla! Y mañana por la tarde no actúo, no, no, no actúo, comendador, porque ¡ni usted ni los otros pueden obligarme a actuar con un murciélago que se arroja en mi cara!
– ¡Ah, no, vamos! ¡Esto de verá!, ¡esto se verá! – le respondió el director, hundiendo la cabeza enérgicamente.
Pero Faustina Perres, convencido plenamente de que la razón única de los aplausos de esa tarde había sido la intrusión imprevista y violenta de un elemento extraño, casual, que en lugar de poner patas arriba la ficción del arte, como habría debido de hacer, se había insertado en ella milagrosamente, confiriéndole, en un primer momento, en la ilusión del público, la evidencia de una prodigiosa verdad, retiró su comedia, y no se habló más de ello.