1.4 La capilla
I
Habiéndose acostado junto a la mujer, que ya dormía, vuelta hacia el camastro en el que yacían juntos los dos hijos, Espátula dijo primero sus habituales oraciones, luego cruzó las manos detrás de la nuca, entornó los ojos y – sin prestar atención a lo que hacía – se puso a silbar, como era habitual en él cuando una duda o un pensamiento lo roían por dentro.
– Fififi… fififi… fififi…
No era precisamente un silbido, sino mejor un pitido sordo, a flor de labios, siempre con la misma cadencia.
A un cierto punto, la mujer se despertó:
– ¡Ay!, ¿ya estamos? ¿Qué te ha pasado?
– Nada. Duerme. Buenas noches.
Se tendió, volvió la espalda a la mujer y se acurrucó también él de lado para dormir. Pero ¡qué dormir ni dormir!
– Fififí… fififí… fififí…
La mujer aún le alargó un brazo bajo la espalda, con el puño cerrado.
– ¡Eh!, ¿te callas? Mira que me despiertas a los pequeños.
– Tienes razón. ¡Calla! Ya me duermo.
Se esforzó verdaderamente por echar de su cabeza ese pensamiento atormentado que se convertía así, dentro de él, como siempre, en un grillo cantarín. Pero, cuando ya creía haberlo echado:
– Fififí… fififí… fififí…
Esta vez no esperó siquiera que la mujer le largase otro puñetazo más fuerte que el primero; saltó de la cama, exasperado.
– ¿Qué haces?, ¿dónde vas? – le preguntó ella.
Y él:
– Me visto, ¡maldita sea! No puedo dormir. Me sentaré delante de la puerta, en la calle. ¡Aire! ¡Aire!
– En fin, – continuó la mujer – ¿se puede saber qué diablos te ha pasado?
– ¿Qué? Ese canalla, – estalló entonces Espátula, esforzándose por hablar bajo – ese sinvergüenza, ese enemigo de Dios…
– ¿Quién?, ¿quién?
– Ciancarella.
– ¿El notario?
– Ese mismo. Me ha hecho saber que me quiere ver mañana en la ciudad
– ¿Y bien?
– Pero ¿qué puede querer de mí un hombre como él, me lo puedes decir? ¡Puerco, salvo el santo bautismo!, ¡puerco, y digo poco! ¡Aire! ¡Aire!
Diciendo esto, agarró una silla, volvió a abrir la puerta, la cerró detrás de sí y se sentó con la espalda apoyada en la pared de su casucha.
Una lámpara de petróleo, allí cerca, dormitaba lánguida, reverberando su luz amarillenta en el agua pútrida de un charco, si era agua, abajo entre el empedrado, acá jorobado, allá hundido, todo inconexo y consumido.
Del interior de las casuchas en sombra llegaba un tufo grasiento de establo y, de vez en cuando, en el silencio, las pisadas de algún animal atormentado por las moscas.
Un gato que se deslizaba a lo largo de la pared se detuvo, oblicuo, circunspecto.
Espátula se puso a mirar hacia lo alto, en la línea del cielo, las estrellas que crepitaban; y, mirando, se llevaba a la boca los pelos de la árida barba rojiza.
Pequeño de estatura, aunque desde muchacho hubiera amasado tierra y cal, tenía algo de señorial en su aspecto.
De pronto, los ojos claros vueltos al cielo se le llenaron de lágrimas. Se estremeció en la silla y, secándose el llanto con el dorso de la mano, murmuró en el silencio de la noche:
– ¡Ayúdame, tú, Cristo mío!
II
Desde cuando en el pueblo la camarilla clerical había sido vencida y el partido nuevo, el de los excomulgados, había ocupado el gobierno del municipio, Espátula se sentía como en medio de un campo enemigo.
Todos sus compañeros de trabajo, como tantas ovejas, habían seguido a los nuevos bribones; y, unidos ya en una corporación, mandaban.
Con unos pocos obreros fieles a la santa Iglesia, Espátula había fundado una Sociedad Católica de Mutuo Socorro entre los Indignos Hijos de la Virgen de los Dolores.
Pero la lucha era desigual; y las burlas de los enemigos (e incluso de los amigos) y la rabia por la impotencia habían hecho que Espátula perdiera la calma.
Se había obstinado, como presidente de esa sociedad católica, en promover procesiones, luminarias y tracas con ocasión de las fiestas religiosas, observadas antes y favorecidas por el antiguo concejo municipal, y entre los silbidos, los gritos y las risotadas del partido adversario había sufragado los gastos, para san Miguel Arcángel, San Francisco de Paula, el Viernes Santo, el Corpus Christi y, en fin, para todas las fiestas principales del calendario eclesiástico.
Así, el capitalito que hasta ahora le había permitido asumir cualquier trabajo en subasta, había menguado tanto, que no se imaginaba lejano el día en que de jefe de obras se vería reducido a mísero jornalero.
La mujer, ya desde hacía tiempo, no mostraba por él respeto ni consideración: ella misma se había puesto a satisfacer sus necesidades y las de sus hijos, lavando, cosiendo a la calle, haciendo todo tipo de encargos.
¡Como si él estuviese ocioso por placer! ¡Pero si la corporación de esos hijos de perro asumían todos los trabajos! ¿Qué pretendía su mujer?, ¿que él renunciara a la fe, que renegara de Dios y fuese a inscribirse en el partido de esos? ¡Antes se dejaría cortar las manos!
El ocio, mientras tanto, lo devoraba, y hacía que de día en día crecieran en él la agitación y la obstinación, y lo envenenaba contra todos.
Ciancarella, el notario, nunca se había mostrado partidario de ninguno; pero era, sin embargo, notoriamente enemigo de Dios; hacía profesión de ello, desde que no ejercía la de notario. Una vez, incluso había osado aguzar los perros contra un santo sacerdote, don Lagàipa, que se había dirigido a él para interceder en favor de unos parientes pobres, que se morían de hecho de hambre, mientras él, en su espléndida mansión que se había construido a la salida del pueblo, vivía como un príncipe, con la riqueza amasada quién sabe cómo y acrecentada en tantos años de usura.
Toda la noche, Espátula (por fortuna era verano), ya sentado, ya paseando por la callejuela desierta, meditó (fififí… fififí… fififí…) sobre esa invitación misteriosa de Ciancarella.
Luego, sabiendo que este acostumbraba a dejar la cama temprano, y sintiendo que la mujer ya se había levantado con el alba y se movía por la casa, pensó ponerse en camino, dejando allí fuera la silla que era vieja y que nadie se llevaría.
III
La mansión de Ciancarella estaba toda amurallada como una fortaleza y tenía una cancela que daba a la avenida provincial.
El viejo, que parecía un sapo calzado y vestido, oprimido por un quiste enorme en la nuca, que le obligaba a tener baja y doblada hacia un lado la cabezota calva, vivía solo, con un criado; pero tenía mucha gente de campo a sus órdenes, armada, y dos mastines que asustaban solo al verlos.
Espátula tocó la campana. En seguida esas dos bestias se lanzaron furibundas contra los barrotes de la cancela, y no se tranquilizaron ni siquiera cuando el criado acudió a animar a Espátula que no quería entrar. Fue necesario que el amo, que estaba tomando un café en el pabellón de hiedra, a un lado de la mansión, en medio del jardín, lo llamase con un silbido.
– ¡Ah, Espátula! Muy bien, – dijo Ciancarella. – Siéntate ahí.
Y le indicó uno de los escabeles de hierro dispuestos, acá y allá, en el pabellón.
Pero Espátula se quedó en pie, con el sombrerucho rocoso y enyesado entre las manos.
– ¿Tú eres un indigno hijo, no es verdad?
– Sí, señor, y estoy orgulloso de ello: de la Virgen de los Dolores. ¿Qué órdenes tiene que darme?
– En fin, – dijo Ciancarella; pero en lugar de continuar, se llevó la taza a los labios y bebió tres sorbos de café. – Una capilla – (y otro sorbo).
– ¿Cómo dice?
– Quiero que tú me construyas una capilla – (de nuevo otro sorbo).
– ¿Usted, una capilla?
– Sí, que dé a la avenida, frente a la cancela – (otro sorbo, el último; dejó la taza, y – sin secarse los labios – se puso en pie. Una gota de café le bajaba por la comisura de la boca entre los hirsutos pelos de la barba descuidada desde hacía bastantes días). – Una capilla, sí, no muy pequeña, pues tiene que caber una estatua, de tamaño natural, de Cristo en la columna. En las paredes laterales quiero poner dos cuadros grandes: a este lado, un Calvario; al otro, un Desprendimiento. En suma, como una habitación cómoda, sobre un pedestal de un metro de altura, con la cancela de hierro delante, y la cruz arriba, se entiende. ¿Has comprendido?
Espátula bajó varias veces la cabeza, con los ojos cerrados; luego, reabriendo los ojos y dando un suspiro, dijo:
– Pero usted se burla, ¿no es verdad?
– ¿Que me burlo? ¿Por qué?
– Creo que usted quiere burlarse. Perdóneme. ¿Una capilla, usted, y al Ecce Homo?
Ciancarella intentó levantar un poco la cabezota calva, se la sujetó con una mano y se rio de un modo especial, muy curioso, como si lloriquease, a causa de esa desgracia que le oprimía la nuca.
– ¡Eh, cómo! – dijo. – ¿Quizás no soy digno, según tú?
– ¡Claro que no, señor, perdone! – se apresuró a negar Espátula, fastidiado, alterándose. – ¿Por qué debería usted cometer así, sin razón, un sacrilegio? Se lo ruego, y perdóneme si hablo con franqueza. ¿A quién quiere usted engañar? A Dios, no, a Dios no lo engaña, Dios lo ve todo, y no se deja engañar por usted. ¿A los hombres? Pero ellos también ven y saben que usted…
– ¿Qué saben, imbécil? – le gritó el viejo, interrumpiéndolo. – ¿Y qué sabes tú de Dios, gusano de tierra? ¡Lo que te han dicho los curas! Pero Dios… bah, bah, bah, yo me pongo a razonar contigo ahora… ¿Has desayunado?
– No, señor.
– ¡Feo vicio, querido! Debería ofrecerte yo el desayuno, ahora, ¿no?
– No, señor. No tomo nada.
– ¡Ah! – exclamó Ciancarella con un bostezo. – ¡Ah! Los curas, hijo, los curas te han trastornado el juicio. Van predicando, ¿no es verdad?, que yo no creo en Dios. ¿Pero sabes por qué? Porque no les doy de comer. Pues bien, silencio: ya comerán cuando vengan a consagrar nuestra capilla. Quiero hacer una gran fiesta, Espátula. ¿Por qué me miras así? ¿No me crees? ¿O quieres saber cómo he decidido esto? Lo he soñado, la otra noche. Ahora ciertamente los curas dirán que Dios me ha tocado el corazón. Que hablen, ¡no me importa nada! Así que, ¿has entendido, eh? Habla… muévete… ¿Estás sorprendido?
– Sí, señor, – confesó Espátula, abriendo los brazos.
Ciancarella, esta vez, se cogió la cabeza con las dos manos, para reír largamente.
– Bien – dijo luego. – Tú sabes cómo me las gasto. No quiero líos de ningún tipo. Sé que eres un buen obrero y que haces las cosas como es debido y honestamente. Hazlo todo tú solo, gastos incluidos, sin molestarme. Cuando acabes, ajustamos las cuentas. La capilla… ¿has comprendido cómo la quiero?
– Sí, señor.
– ¿Cuándo pones manos a la obra?
– Por mí, mañana mismo.
– ¿Y cuándo podrá estar terminada?
Espátula se detuvo un poco a pensar.
– Eh, – luego dijo, – si tiene que ser tan grande, se necesitará al menos…, no sé, un mes.
– Está bien. Vamos ahora a ver juntos el sitio.
El terreno al otro lado de la avenida pertenecía a Ciancarella, que lo dejaba sin cultivar, abandonado: lo había comprado para no tener estorbos ahí delante de la mansión; y permitía que los pastores condujeran sus rebaños a pastar, como si fuese tierra sin dueño. Para construir ahí la capilla no se tenía, pues, que pedir permiso a nadie. Decidido el sitio, allí, precisamente frente a la cancela, el viejo volvió a la mansión, y Espátula, que se quedó solo, – fififí… fififí… fififí… – no dejaba de silbar. Luego se puso en camino. Camina y camina, se encontró, casi sin saberlo, delante de la puerta de don Lagàipa, que había sido su confesor. Se acordó, después de llamar, de que el cura desde hacía algunos días estaba en cama, enfermo: no debería molestarlo con esa visita matutina; pero el caso era grave; entró.
IV
Don Lagàipa estaba levantado y, en medio de la confusión de las mujeres, la criada y la sobrina, que no sabían cómo obedecer a las órdenes que él impartía, en pantalones y mangas de camisa, en medio de la habitación limpiando los cañones de una escopeta.
La nariz ancha y carnosa, toda agujereada por la viruela como una esponja, parecía que se le había vuelto, después de la enfermedad, más grande. Acá y allá, separados quizás por el miedo a esa nariz, los ojos brillantes, negros, parecían querer escapar de su rostro amarillo, deshecho.
– ¡Me arruinan, Espátula, me arruinan! Ha venido hace poco el muchacho, estúpido, a decirme que mi campo se ha vuelto propiedad común, ¡ya!, de todos. Los socialistas, ¿comprendes?, me roban la uva todavía verde, los higos, ¡todo! Lo tuyo es mío, ¿comprendes? ¡Lo tuyo es mío! Le envío esta escopeta. ¡A las piernas!, le he dicho, dispárales a las piernas: ¡una cura de plomo es lo que se necesita! (Rosina, tonta, tonta, tonta, un poco más de vinagre te he dicho, y un trapo limpio.) ¿Qué querías decirme, hijo mío?
Espátula no sabía ya por dónde comenzar. Apenas le salió de la boca el nombre de Ciancarella, una furia de malas palabras. Ante la alusión a la construcción de la capilla, vio a don Lagàipa maravillarse.
– ¿Una capilla?
– Sí, sí, señor: al Ecce Homo. Quisiera saber de vuestra reverencia si debo hacérsela.
– ¿Me lo preguntas a mí? Pedazo de asno, ¿qué le has respondido?
Espátula repitió cuanto le había dicho a Ciancarella y añadió algo que no había dicho, exaltándose con las alabanzas del cura guerrillero.
– ¡Muy bien! ¿Y él? ¡Qué jeta de perro!
– Que ha tenido un sueño, dice.
– ¡Embustero! ¡No vayas a creerle! ¡Embustero! Si Dios verdaderamente le hubiera hablado en sueños, le habría sugerido mejor que ayudara un poco a esos pobres de los Lechuga, a los que no quiere reconocer como parientes solo porque son devotos y fieles a nosotros, mientras protege a los Montoro, ¿comprendes?, a esos ateos socialistas, a quienes les dejará todas sus riquezas. Basta. ¿Qué quieres de mí? Hazle la capilla. Si no se la haces tú, se la hará otro. Para nosotros, además, estará siempre bien que un pecador dé señales de querer de algún modo reconciliarse con Dios. ¡Embustero! ¡Jeta de perro!
Ya en casa, Espátula, durante todo ese día, dibujó capillas. Por la noche fue a proveerse de los materiales, dos peones, un muchacho calero. Y al día siguiente, al alba, puso manos a la obra.
V
La gente que pasaba a pie o a caballo o con los carros por la avenida polvorienta se paraba a preguntarle a Espátula qué estaba haciendo.
– Una capilla.
– ¿Quién te la ha encargado?
Y él, apesadumbrado, levantando al cielo un dedo:
– El Ecce Homo.
No respondió de otro modo durante todo el tiempo que duró la obra. La gente reía o se encogía de hombros.
– ¿Justo aquí? – le preguntaba alguno, sin embargo, mirando hacia la cancela de la mansión. A nadie se le ocurría que el notario pudiera haber encargado esa capilla: todos, por el contrario, ignorando que aquel trozo de tierra pertenecía también a Ciancarella, y conociendo el fanatismo religioso de Espátula, pensaban que éste, ya por encargo del obispo o por deseo de la Sociedad Católica, construía ahí la capilla para contrariar al usurero. Y se reían.
Mientras tanto, como si Dios verdaderamente estuviese indignado con esa obra, le sucedieron a Espátula, en el trabajo, todas las desgracias. Primero, cuatro días tuvo que excavar hasta encontrar tierra firme para los cimientos; luego, peleas allí en la cantera por la piedra; peleas por la cal; peleas con el tejero, y, en fin, al colocar la cimbra para construir el arco, se cae la cimbra y de milagro no mata al muchacho calero.
Por último, la bomba. Ciancarella, precisamente el día en que Espátula tenía que enseñarle la capilla completamente terminada, un ataque de apoplejía, de los genuinos, y en tres horas, muerto.
Nadie entonces pudo quitarle de la cabeza a Espátula que esa muerte imprevista del notario era el castigo de Dios indignado. Pero no creyó, al principio, que el desdén divino debía precipitarse también sobre él, que, – aunque de mala gana – se había entregado a la edificación de esa obra maldita.
Lo creyó cuando, habiendo ido a casa de los Montoro, herederos del notario, para cobrar su trabajo, vio que le respondían que ellos no sabían nada y que no querían, por tanto, reconocer aquella deuda que no constaba en ningún documento.
– ¿Cómo? – exclamó Espátula. – ¿Y la capilla, pues, para quién la he hecho yo?
– Para el Ecce Homo.
– ¿Por mi propia voluntad?
– Oh, en suma, – le dijeron esos, para quitárselo de en medio. – Nosotros creemos que no respetamos la memoria de nuestro tío si suponemos un solo momento que él haya podido de verdad encargarte algo tan contrario a su modo de pensar y de sentir. No se deduce de nada. ¿Qué quieres, pues, de nosotros? Quédate con la capilla; y, si no estás de acuerdo, recurre al tribunal.
Enseguida, ¿cómo no?, recurrió al tribunal, Espátula. ¿Podía quizás perder? ¿Podían quizás los jueces creer en serio que él había construido por su propia voluntad una capilla? Y además estaba el criado que podía testimoniar, el criado de Ciancarella precisamente, que había ido a llamarlo por encargo de su señor; y estaba don Lagàipa, a quien le había pedido consejo el mismo día; y estaba su mujer además, a quien se lo había dicho, y los obreros que habían trabajado con él durante todo aquel tiempo. ¿Como podía perder?
Perdió, perdió, sí, señores. Perdió, porque el criado de Ciancarella, que había pasado al servicio de los Montoro, fue a declarar que ciertamente había llamado a Espátula por encargo del señor, que en paz descanse; pero no ciertamente porque el señor, que en paz descanse, hubiera ideado encargarle la construcción de esa capilla, sino porque el jardinero, ahora muerto, (¡mira qué coincidencia!) le había dicho que Espátula tenía la intención de construir una capilla precisamente allí, frente a la cancela, y había querido advertirle que el terreno al otro lado de la cancela de la avenida le pertenecía, y que, por tanto, se guardara de construir allí tamaña estupidez. Añadió que incluso, habiéndole dicho un día al señor, que en paz descanse, que Espátula, a pesar de la prohibición, estaba excavando allí con tres obreros, el señor, que en paz descanse, le había respondido:
– Pues déjalo excavar, ¿no sabes que está loco? ¡A lo mejor busca el tesoro para terminar la iglesia de Santa Catalina! – De nada sirvió el testimonio de don Lagàipa, notoriamente inspirador de tantas otras locuras de Espátula. ¿Qué más? Los mismos obreros declararon que nunca habían visto a Ciancarella y que el jornal lo habían recibido siempre del maestro de obras.
Espátula escapó de la sala del tribunal como fuera de sí; no tanto por la pérdida de su capitalito, tirado allí, en la erección de esa capilla; no tanto por los gastos del proceso a los que, por añadidura, había sido condenado; cuanto por el hundimiento de su fe en la justicia divina.
– Pero, entonces, – iba diciendo -, ¿entonces, ya no existe Dios?
Instigado por don Lagàipa, apeló. Fue la ruina. El día en que le llegó la noticia de que también en el Tribunal de apelación había perdido, Espátula ni chistó: con el dinero que le había quedado en el bolsillo compró un metro y medio de franela roja, tres sacos viejos y volvió a casa.
– ¡Hazme una túnica! – le dijo a la mujer, tirándole los tres saco a la falda.
La mujer lo miró, como si no hubiera entendido.
– ¿Qué quieres hacer?
– Te he dicho que me hagas una túnica… ¿no? Me la hago solo.
En menos que se diga, abrió los sacos y los pegó a lo largo; le hizo al de arriba una hendidura delante; con el tercer saco hizo las mangas y las cosió alrededor de dos agujeros realizados en el primer saco, al que le cerró un poco la boca acá y allá, de modo que quedase una parte abierta para el cuello. Hizo un lío con ella, cogió la franela roja y, sin saludar a nadie, se fue.
Una hora después se difundió por todo el pueblo la noticia de que Espátula, enloquecido, había sustituido a la estatua de Cristo en la columna, allá, en la capilla nueva, en la avenida, frente a la mansión de Ciancarella.
– ¿Cómo que ocupa el lugar? ¿Qué quiere decir esto?
– ¡Pues sí, él, de Cristo, allá dentro de la capilla!
– ¿De verdad?
– ¡De verdad!
Y todo el pueblo corrió a verlo dentro de la capilla, detrás de la cancela, ensacado en esa túnica con las marcas del tendero aún estampadas allí, la franela roja sobre los hombros como una capa, una corona de espinas en la cabeza, una caña en la mano.
Tenía la cabeza baja, doblada hacia un lado y la mirada en el suelo. No se descompuso mínimamente ni ante las risas ni ante los silbidos ni ante los gritos endiablados de la muchedumbre que crecía poco a poco. Más de un pilluelo le tiró una cáscara; bastantes, allí, delante de él, le lanzaron crudelísimas injurias: él, sordo, inmóvil, como una verdadera estatua; solo que movía de vez en cuando los párpados.
No lograron moverlo ni los ruegos, primero, ni las imprecaciones, después, de la mujer, que había acudido con las mujeres del vecindario, ni el llanto de los hijos. Fue necesaria la intervención de dos guardias que, para poner fin a esa algazara, forzaron la cancela de la capilla y arrestaron a Espátula.
– ¡Dejadme en paz! ¿Quién puede ser más Cristo que yo? – se puso entonces a gritar Espátula, forcejeando. – ¿No veis cómo se burlan de mí y cómo me injurian? ¿Quién puede ser más Cristo que yo? ¡Dejadme! ¡Esta es mi casa! ¡Me la he hecho yo, con mi dinero y con mis manos! ¡Me he dejado en ella la sangre! ¡Dejadme, judíos!
Pero esos judíos no quisieron dejarlo antes de la noche.
– ¡A casa! – le ordenó el delegado. ¡A casa, y juicio, cuidado!
– Sí, señor Pilatos, – le respondió Espátula, inclinándose.
Y, a escondidas, volvió a la capilla; de nuevo allí, se vistió de Cristo; allí pasó toda la noche, y ya no se movió.
Lo tentaron con el hambre. Lo tentaron con el miedo, con el escarnio. En vano.
Finalmente lo dejaron tranquilo, como a un pobre loco que no hacía daño a nadie.
VI
Ahora hay quien le lleva aceite para la lámpara; hay quien le lleva de comer o de beber; alguna mujercita, lentamente, comienza a llamarlo santo y va a recomendarse para que rece por ella y por los suyos; otra le ha llevado una túnica nueva, menos basta, y le ha pedido a cambio tres números para la lotería.
Los carreteros que pasan de noche por la avenida se han acostumbrado a esa lamparita que arde en el tabernáculo, y la ven desde lejos con placer; se paran un poco allí delante, a hablar con el pobre Cristo, que sonríe benévolamente ante algún chiste de ellos; luego se van; el ruido de los carros se apaga poco a poco en el silencio, y el pobre Cristo se vuelve a dormir, o baja a hacer sus necesidades detrás de la pared, sin pensar en ese momento que está vestido de Cristo, con la túnica de saco y la capa de franela roja.
A menudo, sin embargo, algún grillo, atraído por la luz, se le echa encima y lo despierta de sobresalto. Entonces vuelve a rezar; pero no es raro el caso en que, durante la oración, otro grillo, el antiguo grillo cantarín se despierte aún en él. Espátula se quita de la frente la corona de espinas, a la que ya se ha acostumbrado, y – rascándose ahí, donde las espinas le han dejado la señal – con los ojos perdidos, vuelve a silbar:
– Fififí… fififí… fififí