1.5 Defensa de Mèola
(Sotanas de Montelusa) [3]
Les he recomendado mucho a mis paisanos de Montelusa que no condenen a ciegas a Mèola, si no quieren mancharse con la más negra ingratitud.
Mèola ha robado.
Mèola se ha enriquecido.
Mèola probablemente mañana se pondrá a practicar la usura.
Sí. Pero pensemos, señores míos, a quién y por qué ha robado Mèola. Pensemos que no es nada el bien que Mèola se ha hecho a sí mismo al robar, si lo comparamos con el bien que de su robo se ha derivado para nuestra muy amada Montelusa.
Yo no puedo tolerar en paz que mis paisanos, reconociendo por un lado este bien, sigan por otro lado condenando a Mèola y haciéndole la vida en este pueblo si no imposible, sí muy difícil.
Razón por la que apelo al juicio de las personas liberales, ecuánimes y de buena fe que hay en Italia.
Una pesadilla horrenda pesaba sobre todos nosotros, los montelusanos, desde hacía once años: desde el día nefasto en que monseñor Vitangelo Partanna, a instancias y gracias a malos servicios de poderosos prelados de Roma, obtuvo nuestro obispado.
Habituados como estábamos desde hacía tiempo al fasto, a las maneras alegres y cordiales, a la abundante munificencia del Excmo. nuestro monseñor Vivaldi (¡Que Dios lo tenga en la gloria!), todos nosotros, los montelusanos, sentimos que se nos oprimía el corazón cuando vimos por primera vez bajar desde el alto y vetusto Palacio obispal, a pie entre dos secretarios, frente a la sonrisa de nuestra perenne primavera, el esqueleto engabanado de este obispo nuevo: alto, encorvado sobre su triste delgadez, inclinado el cuello, los hinchados y lívidos labios hacia fuera, con el esfuerzo de mantener derecha la cara de pergamino, con las gafas negras sobre la nariz aguileña.
Los dos secretarios, el viejo don Antonio Sclepis, tío de Mèola, y el joven don Arturo Filomarino (que duró poco en su cargo), estaban un paso detrás y caminaban rígidos y como suspendidos, conscientes de la horrible impresión que Su Excelencia causaba en todo el pueblo.
Y, de hecho, a todos les pareció que el cielo, el alegre aspecto de nuestra blanca ciudad se oscurecía ante aquella aparición hosca, lúgubre. Una agitación sorda, casi de espanto, se propagó a su paso por todos los árboles de la larga y sonriente alameda del Paraíso, orgullo de nuestra Montelusa, rematada por dos azules, el del mar, áspero y denso, y el del cielo, tenue y vano.
Defecto fundamental de nosotros, los montelusanos, es sin duda la impresionabilidad. Las impresiones con las que nos sugestionamos fácilmente vencen durante mucho tiempo a nuestras opiniones, a nuestros sentimientos, y causan en nuestra alma cambios muy sensibles y duraderos.
¿Un obispo a pie? Desde que el obispado tenía su sede allá arriba como una fortaleza, encima del pueblo, todos los montelusanos habían visto siempre bajar en carroza a sus obispos hasta la alameda del Paraíso. Pero obispado, dijo monseñor Partanna desde el primer día, tomando posesión, es nombre de obra y no de honor. Y dejó la carroza, despidió a los cocheros y lacayos, vendió los caballos y paramentos, inaugurando las más estricta tacañería.
Pensamos al principio:
«Querrá ahorrar. Tiene muchos parientes pobres en su nativa Pisanello.»
Pero un día vino desde Pisanello a Montelusa uno de estos parientes pobres, precisamente un hermano suyo, padre de nueve hijos, a rogarle de rodillas y con las manos juntas, como se ruega a los santos, que le prestara ayuda, la suficiente al menos como para pagar a los médicos que tenían que operar a la esposa moribunda. No quiso darle siquiera ni con que volver a Pisanello. Y lo vimos todos, todos escuchamos lo que dijo el pobre hombre, con los ojos arrasados de lágrimas y la voz rota por los sollozos, en el Café de Pedoca, apenas bajó del Obispado.
Ahora, la Diócesis de Montelusa – es bueno saberlo – está entre las más ricas de Italia.
¿Qué quería hacer monseñor Partanna con las rentas de ella, si negaba con tanta dureza un socorro tan urgente a su gente de Pisanello?
Marco Mèola nos reveló el secreto.
Lo tengo presente (podría pintarlo) la mañana en que nos llamó a todos, a los liberales de Montelusa, a la plaza delante del Café Pedoca. Le temblaban las manos; los mechones rizados de la cabeza leonina, al erizársele, lo obligaban más de lo normal a aplastarse a manotazos furiosos el sombrerucho flácido, que no quería nunca asentársele en la cabeza. Estaba pálido y furioso. Un temblor de desdén le arrugaba la nariz de vez en cuando.
Vive horrenda todavía en los ánimos de los viejos montelusanos la memoria de la corrupción sembrada en los campos y en todo el pueblo, con la predicación y la confesión, de los Padres Redentoristas,[4] y del espionaje, de las traiciones efectuadas por ellos en los años nefandos de la tiranía borbónica, de la que secretamente se habían hecho instrumento.
Pues bien, los Redentoristas, los Redentoristas quería monseñor Partanna que volvieran a Montelusa, los Redentoristas expulsados por la furia del pueblo cuando estalló la revolución. [5]
Para esto él acumulaba las rentas de la Diócesis.
Y era un desafío para nosotros, los montelusanos, que no habíamos podido mostrar de otro modo el ferviente amor por la libertad, sino con esa expulsión de los hermanos, ya que, a la primera noticia de la entrada de Garibaldi en Palermo, se había disuelto la pandilla de esbirros, y con ella la escasa soldadesca borbónica de presidio en Montelusa.
Ese nuestro único orgullo, pues, quería debilitar monseñor Partanna.
Todos nos miramos a los ojos, temblando de ira y de desdén. Era necesario a toda costa impedir que tal propósito se llevara a cabo. Pero ¿cómo impedirlo?
Pareció que desde aquel día el cielo se enterraba en Montelusa. La ciudad se puso de luto. El obispado, arriba, donde él urdía el plan, y día a día acercaba su realización, lo sentíamos todos como un peñasco sobre el pecho.
Nadie, entonces, incluso sabiendo que Marco Mèola era sobrino de Sclepis, secretario del obispo, dudaba de su fe liberal. Es más, todos admiraban su fuerza de ánimo casi heroica, comprendiendo de cuánta amargura tenía que ser en el fondo la razón de esa fe para él, criado y educado por ese tío cura.
Mis paisanos de Montelusa me preguntaban entonces con aire de broma:
– Pero si verdaderamente le sabía a sal el pan del tío cura, ¿por qué no se liberaba trabajando?
Y olvidan que, por haberse escapado muy joven del seminario, Sclepis, que lo quería a toda costa cura como él, lo había apartado de los estudios; olvidan que todos entonces lamentaban con amargura que por el capricho de un tonsurado airado se tuviese que perder un ingenio de tal suerte.
Recuerdo bien qué coros de aprobación y qué aplausos y cuánta admiración, entonces, desafiando los rayos del obispado y la indignación y la venganza del tío, Marco Mèola, sirviéndose de una mesa del café Pedoca, se puso una hora al día a comentarles a los montelusanos las obras latinas y vulgares de Alfonso María de Ligorio, señaladamente los Discursos sagrados y morales para todos los domingos del año y El libro de las Glorias de María.
Pero nosotros queremos que Mèola pague los engaños de nuestra ilusión, las aberraciones de nuestra muy deplorable impresionabilidad.
Cuando Mèola, un día, con aire feroz, levantando una mano y poniéndosela luego sobre el pecho, nos dijo: – «¡Señores, prometo y juro que los Redentoristas no volverán a Montelusa!» – vosotros, montelusanos, quisisteis a la fuerza imaginar no sé qué diabluras: minas, bombas, trampas, asaltos nocturnos al obispado, y a Marco Mèola como a Pedro Micca, [6] con la mecha en la mano, dispuesto para que saltaran por el aire obispo y Redentoristas.
Ahora esto, con todo el respeto y vuestra paciencia, quiere decir que tenéis una concepción del héroe bastante grotesca. ¿Con tales medios habría podido Mèola alguna vez liberar Montelusa de la invasión de los Redentoristas? El verdadero heroísmo consiste en saber adaptar los medios a la empresa.
Y Marco Mèola lo supo.
Sonaban en el aire embriagador, saturado de todas las fragancias de la nueva primavera, las campanas de las iglesias, entre los gritos festivos de las golondrinas frenéticas en bandadas en el luminoso ardor de esa víspera inolvidable.
Mèola y yo paseábamos por nuestra alameda del Paraíso, mudos y absortos en nuestros pensamientos.
Mèola de pronto se paró y sonrió.
– ¿Oyes – me dijo – estas campanas más próximas? Son de la abadía de Santa Ana. ¡Si supieras quién las toca!
– ¿Quién las toca?
– ¡Tres campanas, tres palomitas!
Me volví para mirarlo, asombrado por el tono y el aire con el que había pronunciado esas palabras.
– ¿Tres monjas?
Negó con la cabeza, y me indicó que esperara.
– Escucha, – añadió bajo. – Ahora, apenas las tres terminen de tocar, la última, la campanita más pequeña y más argentina, dará tres toques, tímidos. Ahí está… ¡escucha bien!
De hecho, lejos, en el silencio del cielo, resonó tres veces – din din din – esa tímida campanita argentina, y pareció que el sonido de los tres tintineos se fundía feliz con la dorada luminosidad del crepúsculo.
– ¿Has entendido? – me preguntó Mèola. – Estos tres toques le dicen a un feliz mortal: «¡Pienso en ti!».
Volví a mirarlo. Había cerrado los ojos, para suspirar, y había levantado la barbilla. Bajo la poblada barba crespa se entreveía el cuello robusto, blanco como el marfil.
– ¡Marco! – le grité, sacudiéndolo por un brazo.
Entonces él estalló de risa; luego, frunciendo las cejas, murmuró:
– ¡Me sacrifico, amigo mío, me sacrifico! Pero estáte seguro que los Redentoristas no vuelven a Montelusa.
No pude arrancarle nada más de la boca por mucho tiempo.
¿Qué relación podía haber entre esos tres toques de campana, que decían «Pienso en ti», y los Redentoristas que no debían volver a Montelusa? ¿Y cuál era el sacrificio por el que se había inmolado Mèola para no permitir que regresaran?
Sabía que en la abadía de Santa Ana tenía una tía, hermana de Sclepis y de su madre; sabía que todas las monjas de las cinco abadías de Montelusa odiaban también de corazón a monseñor Partanna, porque apenas había tomado posesión del obispado, había dado para ellas tres disposiciones, la una más cruel que la otra:
1ª que ya no podían preparar ni vender dulces o licores (¡esos buenos dulces de miel y almendra, aderezados y envueltos en hilos de plata!, ¡esos buenos licores que sabían a anís y a canela!);
2ª que ya no podían bordar (ni siquiera ajuares y paramentos sagrados), sino solo hacer punto;
3ª que ya no podían tener, en fin, un confesor particular, sino que todas, sin distinción, se servirían del Padre de la comunidad.
¡Cuántos llantos, cuánta angustia desesperada en las cinco abadías de Montelusa, especialmente por esta última disposición!, ¡cuántas intrigas para revocarla!
Pero monseñor Partanna había sido inflexible. Quizás se había jurado a sí mismo hacer todo lo contrario de lo que había hecho su Excmo. Predecesor. Generoso y cordial con las monjas, monseñor Vivaldi (¡Dios lo tenga en la Gloria!), se acercaba a visitarlas al menos una vez a la semana, y aceptaba de muy buena gana sus atenciones, alabando su exquisitez, y se entretenía largamente con ellas en alegres y honestas conversaciones.
Monseñor Partanna, en cambio, nunca se había acercado más de una vez al mes a esa o aquella abadía, siempre acompañado de los dos secretarios, distante y duro, y nunca había querido aceptar no ya una taza de café, sino ni siquiera un vaso de agua. ¡Cuántos reproches habían tenido que hacerles a las monjas y a las educandas las madres abadesas y las vicarias para que se redujesen a la obediencia y para que bajasen al locutorio, cuando la portera, para anunciar la visita de monseñor, sacudía largamente la cadena del campanario que chillaba como un perrito al que alguien le hubiera pisado una pata! ¡Pero si las espantaba a todas con aquellas señales de la cruz!, con aquel vozarrón confuso: – Santa, hija – en respuesta al saludo que cada una le dirigía, acercándose a la doble rejilla, con el rostro rojo y los ojos bajos:
– ¡Vuestra Excelencia me bendiga!
Ningún discurso que no fuera de iglesia. El joven secretario don Arturo Filomarino había perdido el puesto por haberles prometido un día, en el locutorio de Santa Ana, a las educandas y a las monjas más jóvenes, que a través de la rejilla se lo comían con los ojos, una plantita de fresas para plantarla en el jardín de la abadía.
Odiaba ferozmente a las mujeres, monseñor Partanna. Y la mujer, la mujer más peligrosa, la mujer humilde, tierna y fiel, él la descubría bajo el manto y los velos de la monja. Por ello, cada respuesta que les daba era como un golpe de férula en los dedos. Marco Mèola conocía, por su tío secretario, este odio de monseñor Partanna a las mujeres. Y este odio le pareció excesivo y que, como tal, tenía que haber una razón recóndita y particular en el alma y en el pasado de monseñor. Se puso a indagar; pero pronto cortó con las averiguaciones, tras la llegada misteriosa de una nueva educanda a la abadía de Santa Ana, de una pobre jorobadita que ni siquiera podía sostener en su cuello la gran cabeza de ojos ovalados en la debilidad escuálida del rostro. Esta jorobadita era sobrina de monseñor Partanna; pero una sobrina de la que nada sabían los parientes de Pisanello. Y, de hecho, no había venido de Pisanello, sino de otro pueblo del interior, donde hacía años Partanna había sido párroco
El mismo día de la llegada de esta nueva educanda a la abadía de Santa Ana, Marco Mèola nos gritó solemnemente en la plaza a todos nosotros, compañeros de su fe liberal:
– Señores, prometo y juro que los Redentoristas no volverán a Montelusa.
Y vimos, asombrados, poco después de aquel juramento solemne, que Mèola cambiaba de vida; lo vimos cada domingo y todas las fiestas del calendario eclesiástico entrar en la iglesia y escuchar misa; lo vimos de paseo en compañía de curas y viejos beatos; lo vimos muy atareado cada vez que se preparaban las visitas pastorales a la diócesis, que monseñor Partanna hacía con la máxima vigilancia en los tiempos requeridos por los Cánones, a pesar de la gran dificultad de las calles y la falta de comunicaciones y de vehículos; y lo vimos con el tío tomar parte del séquito en aquellas visitas.
Sin embargo, yo no quise – yo solo – creer en una traición de Mèola. ¿Cómo respondió él a nuestros primeros reproches, a nuestros primeros lamentos? Respondió enérgicamente:
– Señores, ¡dejadme hacer!
Vosotros sacudisteis los hombros, indignados; desconfiasteis de él; os figurasteis y reprendisteis una traición. Yo seguí siendo su amigo y tuve de él esa víspera inolvidable, cuando la tímida campanita dio los tres toques en el cielo luminoso, esa media confesión misteriosa.
Marco Mèola, que nunca había ido más de una vez al año a visitar a esa tía suya monja a Santa Ana, comenzó a visitarla cada semana en compañía de la madre. La tía monja, en la abadía de Santa Ana, era la encargada de la vigilancia de las tres educandas. Las tres educandas, las tres palomitas, querían mucho a su maestra; la seguían siempre como los polluelos a la gallina; la seguían aun cuando a ella la llamaban al locutorio para la visita de la hermana y del sobrino.
Y un día se vio el milagro, monseñor Partanna, que les había negado a las monjas de esa abadía el permiso que ellas siempre habían tenido de entrar dos veces al año en la iglesia, por la mañana, a puertas cerradas, para adornarla con sus manos en las festividades del Corpus Christi y de la Virgen de la Luz, levantó la prohibición, concedió de nuevo el permiso, ante los ruegos insistentes de las tres educandas y señaladamente de su sobrina, esa pobre jorobadita recién llegada.
Verdaderamente, el milagro se vio después, cuando llegó la fiesta de la Virgen de la Luz.
La tarde de la vigilia, Marco Mèola se escondió en la iglesia, a traición, y durmió en el confesionario del Padre de la comunidad. Al alba, un coche estaba preparado en la plaza delante de la abadía; y cuando las tres educandas, dos hermosas y vivaces como golondrinas enamoradas, la otra jorobada y asmática, bajaron con su maestra para adornar el altar de la Virgen de la Luz…
En fin, decís, Mèola ha robado; Mèola se ha enriquecido; Mèola probablemente mañana se pondrá a practicar la usura. Sí. ¡Pero, pensad, señores míos, pensad que de esas tres educandas no una de las dos hermosas, sino la tercera, la tercera, esa miserable raquítica asmática y legañosa, fue a la que que raptó Marco Mèola, cuando en cambio era amado fervientemente también por las otras dos!, esa, precisamente esa jorobadita, para impedir que los padres Redentoristas volvieran a Montelusa.
Monseñor Partanna, de hecho, – para obligar a Mèola a casarse con la sobrina raptada – debió convertir en dote de esta sobrina el fondo recogido para el regreso de los padres Redentoristas. Monseñor Partanna es viejo y ya no tendrá tiempo de volver a reunir ese fondo.
¿Qué nos había prometido Marco Mèola a los liberales de Montelusa? Que los Redentoristas no volverían.
Pues bien, señores, ¿y no está claro ya que los Redentoristas no volverán a Montelusa?
[3] Túnicas de Montelusa: Bajo este subtítulo se recogen este relato y los dos que siguen (Los afortunados y Visto que no llueve). Se trata de un tríptico anticlerical. Montelusa es un topónimo ficticio con el que se refiere a Agrigento.
[4] Comunidad religiosa fundada por Alfonso Maria dei Liguori en 1732. Agrigento fue uno de sus feudos.
[5] La insurrección antiborbónica que siguió al desembarco de 1860 de Los Mil en Sicilia.
[6] El soldado piamontés que en 1706, durante la guerra de sucesión española, salvó Turín, asediada por los franceses, sacrificando su propia vida al hacer que saltara una galería de acceso a la ciudadela.