1.6 Los afortunados
(Sotanas de Montelusa)
Una conmovedora procesión en casa del joven sacerdote don Arturo Filomarino.
Visitas de pésame.
Toda la vecindad estaba espiando, por las ventanas y puertas de la calle, el portoncito desteñido y podrido con una cinta de luto que así, medio cerrado y medio abierto, parecía la cara arrugada de un viejo que guiñaba un ojo para señalarles astutamente a todos los que entraban, después de la última salida – pies hacia delante y cabeza hacia atrás – del señor de la casa.
La curiosidad con que la vecindad espiaba hacía que naciera verdaderamente la sospecha de que aquellas visitas tenían un significado o, mejor dicho, una intención muy diferente de la que querían mostrar.
A cada visitante que entraba por el portoncito, se le escapaba acá y allá exclamaciones de maravilla:
-¡Uf!, ¿también este?
– ¿Quién, quién?
– ¡El ingeniero Franci!
– ¿También él?
Helo ahí que entraba. Pero ¿cómo?, ¿un masón?, ¿uno del treinta y tres? [7] Sí, señores, también él. Y antes y después de él, ese jorobado del doctor Niscemi, el ateo, señores míos, el ateo; y el republicano y libre pensador, el abogado Rocco Turrisi, y el notario Scimè y el caballero Preato y el comendador Tino Laspada, consejero de la comisaría de policía, e incluso los hermanos Morlesi que, apenas sentados, pobrecitos, como si tuvieran las almas envenenadas de sueño, se quedaban los cuatro dormidos, y el barón Cerrella, incluso el barón Cerrella: lo mejor, en definitiva, los peces gordos de Montelusa: profesionales, empleados, comerciantes…
Don Arturo Filomarino había llegado la tarde anterior de Roma, adonde, apenas caído en desgracia del monseñor Partanna, por la plantita de fresas prometida a las monjitas de Santa Ana, se había dirigido para estudiar y doctorarse en letras y filosofía. Un telegrama urgente lo había llamado a Montelusa porque el padre se había sentido mal de imprevisto. Había llegado demasiado tarde. ¡Ni siquiera el amargo consuelo de volver a verlo por última vez!
Las cuatro hermanas casadas y los cuñados, después de haberlo puesto al corriente deprisa y corriendo de la desgracia fulminante y de haberle reprochado con ciertas burlas de desdén que sus compañeros, los curas de Montelusa, habían pretendido del moribundo veinte mil liras, veinte, veinte mil liras para administrarle los santos sacramentos, como si el difunto no hubiese donado ya bastante a obras piadosas, a congregaciones de caridad, y pavimentado con mármol dos iglesias, edificado altares, regalado estatuas y cuadros de santos, ofrendado a manos llenas para todas las fiestas religiosas; se habían ido resoplando, indignados, declarándose muertos de cansancio por todo lo que habían hecho esos dos días tremendos; y lo habían dejado allí solo, allí, solo, Santo Dios, con la criada, ante todo… sí, ante todo joven, a la que el padre, que en paz descanse, había tenido la debilidad de llamar últimamente de Nápoles, y que ya con melosa ternura lo llamaba don Arturí.
Ante cada cosa que le iba mal, don Arturo había cogido la costumbre de apuntar los labios y soplar dos o tres veces, lentamente, pasándose las puntas de los dedos por las cejas. Ahora, pobrecito, a cada don Arturí…
¡Ay, esas cuatro hermanas!, ¡esas cuatro hermanas! Siempre lo habían mirado mal, desde pequeño, es más, justo no habían podido soportarlo nunca, quizás porque era el único varón y el último nacido, quizás porque ellas, pobrecitas, eran las cuatro feas, una más fea que la otra, mientras que él era hermoso, finísimo, de pelo rubio y rizado. Su hermosura tenía que parecerles a ellas doblemente superflua, porque era hombre y porque estaba destinado desde la infancia, con su consentimiento, al sacerdocio. Preveía que se producirían escenas amargas, escándalos y peleas en el momento del reparto de la herencia. Ya los cuñados habían ordenado que sellaran la caja fuerte y el escritorio del banco del suegro, muerto sin testamento.
¿Qué tenía que ver él, mientras tanto, para que le reprocharan lo que los ministros de Dios habían considerado justo y oportuno pretender del padre para que muriese como un buen cristiano? Ay, por muy cruel que pudiera resultarle a su corazón de hijo, tenía, sin embargo, que reconocer que el difunto había practicado durante muchos años la usura, y sin ni siquiera esa discreción que puede al menos atenuar el pecado. Verdad es que con la misma mano con la que había quitado, había luego también dado, y no poco. No era, sin embargo, a decir la verdad, dinero suyo. Y precisamente por esto, quizás, los sacerdotes de Montelusa habían considerado necesario otro sacrificio, en el último momento. Él, por su parte, se había consagrado a Dios para expiar, con la renuncia a los bienes de la tierra, el gran pecado en el que el padre había vivido y muerto. Y ahora, con respecto a lo que le tocaría de la herencia paterna, estaba lleno de escrúpulos y se proponía pedirle luz y consejo a algún superior, a monseñor Landolina, por ejemplo, director del Colegio de los oblatos, hombre santo, antes confesor suyo, cuyo ejemplar y muy fervoroso esmero caritativo conocía bien.
Todas esas visitas, entretanto, lo turbaban.
Por lo que pretendían parecer, dada la calidad de los personajes, representaban para él un honor inmerecido; por el fin recóndito que los guiaba, una humillación cruel.
Temía casi ofender si agradecía esa apariencia de honor que se le hacía; si, en cambio, no lo agradecía nada, temía mostrar demasiado su humillación y parecer doblemente descortés.
Por otra parte, no sabía bien qué querían decirle todos aquellos señores, ni qué debía responder, ni cómo comportarse. ¿Y si se equivocaba?, ¿y si incurría, sin querer, sin saber, en algún fallo?
Él quería obedecer a sus superiores, siempre y en todo. Así, todavía sin consejo, se sentía precisamente perdido en medio de ese gentío.
Tomó, pues, el partido de hundirse en un sofalucho desvencijado al fondo del salón polvoriento y desguarnecido, casi oscuro, y mostrarse al menos en principio tan deshecho por la aflicción y por la fatiga del viaje, como para no poder acoger sino en silencio todas aquellas visitas.
Por su parte, los visitantes, tras haberle estrechado la mano, suspirando y con los ojos cerrados, se sentaban a lo largo de las paredes, y ninguno abría la boca, y todos parecían inmersos en esa gran aflicción del hijo. Evitaban mirarse, entretanto, los unos a los otros, como si a cada uno le encolerizara que los otros hubieran venido allí a demostrar su misma condolencia.
No veían la hora de irse, pero cada uno esperaba que antes se fueran los otros, para decirle bajo, cara a cara, una palabra a don Arturo.
Y así, ninguno se iba.
El salón ya estaba lleno y los recién llegados no encontraban ningún sitio donde sentarse y todos se inflamaban en silencio y envidiaban a los hermanos Morlesi que, al menos, no se daban cuenta del tiempo que pasaba porque, como siempre, apenas sentados, los cuatro se habían dormido profundamente.
Al fin, resoplando, se levantó el primero, o mejor, bajó de la silla el barón Cerrella, pequeño y redondo como una pelota, y cri cri cri, con un irritadísimo crujido de los zapatos de charol, fue hasta el sofalucho, se inclinó ante don Arturo y le dijo en voz baja:
– Con permiso, padre Filomarino, un ruego.
Aunque abatido, don Arturo se puso en pie:
– ¡Vamos, señor barón!
Y lo acompañó, atravesando todo el salón, hasta la entrada. Regresó poco después, soplando, a hundirse en el sofalucho; pero no pasaron dos minutos antes de que otro se levantara y viniera a repetirle:
– Con permiso, padre Filomarino, un ruego.
Dado el ejemplo, comenzó el desfile. Uno a uno, cada dos minutos, se levantaban, y… pero tras cinco o seis, don Arturo no esperó ya que vinieran a pedírselo hasta el sofalucho al fondo del salón; apenas veía que uno se levantaba, acudía pronto y servicial y lo acompañaba hasta la salita.
Por cada uno que se iba, sin embargo, se añadían otros dos o tres a la vez, y ese suplicio amenazaba con no tener fin en todo el día.
Afortunadamente, cuando fueron las tres de mediodía, ya no vino nadie. Quedaban en el salón solo los hermanos Morlesi, sentados uno al lado del otro, los cuatro en la misma posición, con la cabeza caída sobre el pecho.
Dormían allí desde hacía cerca de cinco horas.
Don Arturo no se mantenía ya sobre las piernas. Le indicó con un gesto desesperado a la joven criada napolitana los cuatro durmientes.
– ¿Usted va a comer, don Arturí? – dijo ella.
– Ahora pienso en eso.
Despertados, sin embargo, tras haber echado una mirada a su alrededor con los ojos cerrados y rojos de sueño para encontrarse, los hermanos Morlesi quisieron decirle también a don Arturo una palabra en confidencia, y en vano este intentó hacerles entender que no era necesario; que ya había comprendido y que haría todo por complacerlos, como a los otros, todo cuanto le fuera posible. Los hermanos Morlesi no querían solo rogarle, como los demás, que intentara que su letra le tocara a él en el reparto de los créditos para no caer en las garras de los otros herederos; también tenían que hacerle ver que su letra no era ya, como figuraba, de mil liras, sino solo de quinientas.
– ¿Y cómo?, ¿por qué? – preguntó, ingenuamente, don Arturo.
Se pusieron a responderle los cuatro juntos, corrigiéndose mutuamente y ayudándose para dar fin al discurso.
– Porque su papá, que en paz descanse, por desgracia…
– No, por desgracia… por… por exceso…
– De prudencia, ¡eso es!
– Ya, claro… nos dijo, firmad por mil…
– Ya, verdad es que los intereses…
– Como constará en el registro…
– ¡Intereses del veinticuatro, don Arturí!, ¡del veinticuatro!, ¡del veinticuatro!
– Se los hemos pagado solo por quinientas liras, puntualmente, hasta el quince del mes pasado.
– Constará en el registro…
Don Arturo, como si en esas palabras oyese que se agitaban las llamas del infierno, apuntaba los labios y soplaba, pasándose la punta de las manos inmaculadas por las cejas.
Se mostró agradecido ante la confianza que ellos, como los demás, ponían en él, y les dejó entrever también a ellos casi la esperanza de que él, como buen sacerdote, no pretendería la restitución de ese dinero.
Complacerlos a todos, desgraciadamente, no podía: los herederos eran cinco, y por tanto él no podría disponer a su gusto sino de una quinta parte de la herencia.
Cuando en el pueblo se supo que don Arturo Filomarino, en casa del abogado elegido para el reparto de la herencia, discutiendo con los otros herederos acerca de las innumerables letras, no había querido contentarse con la propuesta de los cuñados, a saber, que se nombrara a un liquidador de común confianza que poco a poco, concediendo humanamente aplazamientos y renovaciones, las liquidara al interés más que honesto del cinco por ciento, mientras que lo menos que el suegro pretendía era el veinticuatro, más que nunca se reforzó en todos los deudores la esperanza de que él, generosamente, como verdadero cristiano y digno ministro de Dios, no solo les descontaría completamente los intereses a quienes tuvieran la suerte de caer en sus manos, sino que quizás incluso les perdonaría y les condonaría las deudas.
Y fue una nueva procesión a su casa. Todos rogaban, todos suplicaban para ser incluidos entre los afortunados, y no acababan de ponerle ante sus ojos y de hacerle tocar con sus propias manos las lastimosas llagas de su existencia.
Don Arturo no sabía cómo defenderse; tenía los labios doloridos de tanto soplar; no encontraba un minuto de tiempo, asediado como estaba, para ir a pedirle consejo a monseñor Landolina, y le parecía que faltaban mil años para volver a Roma a estudiar. Había vivido siempre para el estudio, él, ignorante completamente de todas las cosas del mundo.
Cuando al final se hizo el dificilísimo reparto de todas las letras, y él tuvo en sus manos el montón de letras que le tocaron, sin siquiera ver de quiénes eran para no sufrir por los excluidos, sin siquiera contar a cuánto ascendían, se dirigió al Colegio de los oblados para someterse, en todo y para todo, al juicio de monseñor Landolina.
El consejo de este sería una ley para él.
El Colegio de los oblados se levantaba en el punto más alto del pueblo y era un vasto, antiquísimo edificio cuadrado y tenebroso por fuera, roído completamente por el tiempo y la intemperie; completamente blanco, por el contrario, aireado y luminoso, dentro.
Estaban allí acogidos huérfanos y bastardos de toda la provincia, de seis a diecinueve años, y allí aprendían las distintas artes y los distintos oficios.
La disciplina era dura, señaladamente bajo monseñor Landolina, y cuando esos pobres oblados, por la mañana y por la tarde, cantaban acompañados por el órgano en la capilla del Colegio, sus oraciones sabían a llanto y, al escucharlos desde abajo, provenientes de esa fábrica tenebrosa en la altura, afligían como un lamento de prisioneros.
Monseñor Landolina no parecía en modo alguno que tuviera en sí tanta fuerza de dominio y tan dura energía.
Era un cura alto y delgado, casi diáfano, como si con la gran luz de esa blanca y aireada habitación en que vivía no solo hubiera perdido el color, sino incluso se hubiera enrarecido, y se le hubieran vuelto las manos de una gracilidad temblorosa y casi transparente y, sobre los ojos claros ovalados, los párpados, más sutiles que una binza de cebolla.
Temblorosa y descolorida tenía también la voz, y vanas, las sonrisas sobre los largos labios blancos, entre los cuales a menudo asomaba alguna gota de saliva.
– ¡Oh, Arturo! – dijo al ver entrar al joven; y, como este se le echó en el pecho:
– ¡Ah, claro! Un gran dolor… ¡Bien, bien, hijo mío! Un gran dolor, me gusta. ¡Dale gracias a Dios! Tú sabes cómo soy para todos los estúpidos que no quieren sufrir. ¡El dolor te salva, hijo! Y tú, por suerte, tienes mucho, mucho que sufrir, pensando en tu padre que, pobrecito, eh… ¡hizo tanto, tanto mal! Que sea tu cilicio, hijo, el recuerdo de tu padre. Y dime, esa mujer, esa mujer, ¿aún la tienes en casa?
– Se irá mañana, monseñor – se apresuró a responderle don Arturo, acabando de secarse las lágrimas. – Ha tenido que preparar sus cosas…
– Bien, bien, que se vaya pronto, que se vaya pronto. ¿Qué quieres decirme, hijo?
Don Arturo sacó el montón de letras, y enseguida empezó a exponerle la disputa por ellas con los parientes, y las visitas y los lamentos de las víctimas.
Pero monseñor Landolina, como si esas letras fueran armas diabólicas o imágenes obscenas, apenas sus ojos se posaban sobre ellas, echaba hacia atrás la cabeza y movía convulsamente todos los dedos de sus gráciles manos diáfanas, casi con miedo de quemarse, no al tocarlas, sino solo al verlas, y le decía a Filomarino que las tenía sobre las rodillas:
– Ahí sobre el hábito, no, querido, ahí sobre el hábito, no…
Don Arturo se dispuso a colocarlas sobre la silla de al lado.
– Que no, que no… por caridad, ¿dónde las pones? No las tengas en la mano, querido, no las tengas en la mano…
– ¿Entonces? – preguntó confuso, perplejo, humillado, don Arturo, también él con el rostro disgustado y sujetándolas con dos dedos y separando los otros, como si verdaderamente tuviera en la mano un objeto asqueroso.
– En el suelo, en el suelo, – le sugirió monseñor Landolina.- Querido, un sacerdote, tú lo comprendes…
Don Arturo, con la cara completamente roja, las colocó en el suelo y dijo:
– Había pensado, monseñor, devolvérselas a esos pobres desgraciados…
– ¿Desgraciados? No, ¿por qué? – lo interrumpió enseguida monseñor Landolina. – ¿Quién te ha dicho que son desgraciados?
– Pues… – dijo don Arturo. – Solo el hecho de que, monseñor, han tenido que recurrir a un préstamo…
– ¡Los vicios, querido, los vicios! – exclamó monseñor Landolina. – Las mujeres, la gula, las tristes ambiciones, la incontinencia… ¡Qué desgraciados! Gente viciosa, querido, gente viciosa. ¿Quieres enseñarme a mí? Tú eres un muchacho inexperto. No te fíes. Lloran, ¡pues claro! Es tan fácil llorar… ¡Lo difícil es no pecar! Pecan alegremente; y, después de pecar, lloran. ¡Vamos, vamos! Te muestro yo enseguida quiénes son los verdaderos desgraciados, querido, puesto que Dios te ha inspirado para que vengas aquí. Son todos estos muchachos que están bajo mi custodia, fruto de las culpas y de la infamia de estos señores desgraciados tuyos. ¡Trae, trae!
E, inclinándose, con las manos le indicó a Filomarino que recogiera del suelo el montón de letras.
Don Arturo lo miró, titubeante. ¿Cómo?, ¿ahora, sí? ¿Tenía que cogerlas con las manos?
– ¿Quieres librarte de ellas? ¡Cógelas! ¡Cógelas! – se apresuró a tranquilizarlo monseñor Landolina. – ¡Cógelas con las manos, sí! Les quitaremos enseguida el sello del demonio, y las haremos instrumento de caridad. ¡Ahora, bien puedes tocarlas, si tienen que servirles a mis pobres! Me las das, ¿no? Me las das; y los haremos pagar, los haremos pagar, querido; ¡verás si haremos que paguen estos desgraciados señores tuyos!
Y se rio mientras decía esto, con una risa sin sonido, con los labios blancos apuntados y con una sacudida continua de la cabeza.
Don Arturo notó, ante esa risa, como un temblor por todo el cuerpo, y sopló. Pero frente a la seguridad audaz con que el superior cogía esas letras a título de caridad, no osó replicar. Pensó en todos esos infelices que se creían afortunados por haber caído en sus manos y que tanto le habían rogado y tanto le habían conmovido con la historia de sus miserias. Intentó salvarlos de pagar los intereses.
– ¡Pues no! ¿Por qué? – le llegó la voz de monseñor Landolina. – ¡Dios se sirve de todo, querido mío, para sus obras de misericordia! Dime, dime, ¿qué interés fijaba tu padre? ¡Eh, muy alto, lo sé! Al menos del veinticuatro, creo haber oído. Bien; los trataremos a todos de igual modo. Todos pagarán el veinticuatro por ciento.
– Pero… sabe, monseñor… verdaderamente, pues… – farfulló don Arturo desazonado, – mis familiares, monseñor, han decidido liquidar sus créditos al interés del cinco, y…
– ¡Y hacen bien, claro, hacen bien! – exclamó preparado y persuadido monseñor Landolina. – ¡Ellos, sí, muy bien, porque este dinero es para ellos! El nuestro, en cambio, no. ¡El nuestro será para los pobres, hijo mío! ¡El caso es muy diferente, como ves! ¡Es dinero de los pobres, el nuestro; no tuyo ni mío! ¿Te parece que actuaríamos bien si les quitáramos a los pobres cuanto pueden pretender según el mínimo de los pactos establecidos por tu padre? ¡Si son pactos de usura, ahora los santifica la caridad! ¡No, no! Pagarán, pagarán los intereses, ¡faltaría más!, los intereses del veinticuatro. ¡No son para ti; no son para mí! ¡Dinero sagrado de los pobres! Vete sin escrúpulos, hijo mío; vuelve pronto a Roma, a tus queridos estudios, y déjame hacer a mí, aquí. Trataré yo con estos señores. Dinero de los pobres, dinero de los pobres… ¡Dios te bendiga, hijo mío! ¡Dios te bendiga!
Y monseñor Landolina, animado por ese ejemplar y muy ferviente esmero caritativo, del que merecidamente tenía fama, llegó hasta el punto de no querer ni siquiera reconocer que la letra de los cuatro pobres hermanos Morlesi que dormían siempre, firmada por mil, era en realidad de quinientas liras; y pretendió de ellos, como de todos los demás, los intereses del veinticuatro por ciento incluso sobre las quinientas liras que nunca habían recibido.
Y, además, quería convencerlos, mientras le asomaban a los labios blancos esas gotas suyas de saliva, que eran afortunados verdaderamente, afortunados de hacer, aun contra su voluntad, una obra de caridad, que ciertamente el Señor tendría en cuenta algún día, en el mundo de allá…
¿Lloraban?
– ¡Eh! ¡El dolor os salva, hijos!
[7] Del grado trigésimo tercero de la Masonería de rito escocés antiguo.