1.7 Visto que no llueve
(Sotanas de Montelusa)
Era cada año un atropello indigno, una indecente prepotencia de todo el campesinado de Montelusa contra los pobres canónigos de nuestra gloriosa Catedral.
La estatua de la Sma. Inmaculada, custodiada todo el año en un armario empotrado en la sacristía de la iglesia de San Francesco d´Assisi, el ocho de diciembre, toda adornada con oros y perlas, con el manto azul de seda, sembrado de estrellas de plata, tras las solemnes funciones en la iglesia, era llevada en andas en procesión por las empinadas calles de Montelusa, entre las viejas casuchas desconchadas, aplastadas casi una por otra; arriba, arriba, hasta la Catedral, sobre la colina; y allí la dejaban, huésped del patrón San Gerlando.
En la Catedral, la Sma. Inmaculada habría tenido que quedarse desde la tarde del jueves hasta el domingo: dos días y medio. Pero ahora, por costumbre, pareciendo demasiado breve este tiempo, se dejaba durante aquel primer domingo después de la fiesta, y se esperaba hasta el domingo siguiente para devolverla con una nueva y más pomposa procesión a la iglesia de San Francesco.
A no ser, como sucedía casi cada año, que el traslado, ese segundo domingo, no pudiera hacerse por el mal tiempo y tuviera que posponerse a otro domingo; y de domingo en domingo, a veces durante varios meses seguidos.
Esta prolongación de la hospitalidad, por sí misma, no habría importado nada, si la Sma. Inmaculada no hubiera gozado por antiquísimo privilegio de una prebenda durante todo el tiempo en que permanecía en la Catedral. Todos los días en que la Sma. Inmaculada estaba allí, era como si en el capítulo hubiera un canónigo más: recababa, sobre las exequias y sobre todo, justo lo mismo que un canónigo; y los miembros de la congregación vigilaban con atención para que no se Le detrajera nada de cuanto Le correspondía, con el fin de que más espléndida, incluso con los frutos de esa prebenda, pudiese salir bien cada año la fiesta en Su honor. Esto, además de los demás gastos que gravaban sobre el capítulo por esa permanencia. Gastos y fatigas, es decir, funciones cada día, predicación cada día, y disparos de mortero y fuegos artificiales, e incluso, para el pobre sacristán, largas campanadas todas las mañanas y todas las tardes.
Quizás, por amor a la Sma. Virgen, los canónigos de la Catedral habrían soportado en paz la sustracción y los gastos y las fatigas, si en el campesinado de Montelusa no hubiera arraigado la creencia de que la Sma. Inmaculada quería quedarse en la catedral uno o dos meses a despecho de ellos; y de que ellos le pidieran cada año con las manos juntas al cielo que no lloviese al menos la semana que tenía que hacerse el traslado.
Justo en ese tiempo sucedía que los campesinos no estaban nunca satisfechos con el agua que el cielo les enviaba a sus sembrados; y si verdaderamente un año no llovía, pues la culpa era de los canónigos de la Catedral, que no veían la hora de quitarse de encima a la Sma. Inmaculada.
Pues bien, con el paso del tiempo y a fuerza de escuchar cómo se les repetía eso, los canónigos de la Catedral se despecharon de verdad, no precisamente contra la Virgen, sino contra esos brutos villanos, y más contra esos señores de la congregación que, no contentos con mantener despierta esa indecente creencia de su desdén por la Virgen, empujaban la jactancia hasta enviarles a tres o cuatro de entre los más brutos cada sábado, al atardecer, a la plaza frente a la Catedral, con el encargo de ponerse a pasear con las manos tras la espalda, a la espera de que uno del capítulo saliera de la iglesia, para preguntarle con una risa estúpida en los labios:
– Perdone, señor canónigo, ¿qué se prevé?, ¿lloverá o no lloverá mañana?
Era, como se ve, incluso una intolerable irreverencia.
Monseñor Partanna tendría que haber acabado con ello a cualquier precio. Tanto más, cuanto que era notorio para todos que esos frailengos de la congregación, en el frenesí de hacer dinero de cualquier modo, llegaban incluso a especular indignamente con la Virgen, empeñando en la banca católica de San Cayetano, hasta los oros, las perlas, y hasta el manto estrellado que la Virgen había recibido como regalo de sus fieles devotos.
El señor obispo habría tenido que ordenar que el regreso de la Sma. Inmaculada a la iglesia de San Francesco no se prolongase más allá del segundo domingo después de la fiesta, hiciera el tiempo que hiciera, lloviera o no lloviera. Además, no había peligro de que se mojase bajo el magnífico palio llevado a turno por los seminaristas de más robusta complexión.
Eran, en cambio, las mujeres de los campesinos, las mujeres del pueblo o – como repetían los reverendos canónigos del capítulo – las pelanduscas, las pelanduscas, que tenían miedo de mojarse. ¡Y decían que era por la Virgen! No querían que se les estropearan los vestidos de seda con que se arreglaban para esa procesión dando un espectáculo de sacrílega vanidad, imitando todas a la Sma. Inmaculada, con las manos un poco levantadas y abiertas delante del pecho, llenos de anillos todos sus dedos, con el mantón de seda abrochado con alfileres en los hombros, los ojos vueltos al cielo, y todos los colgantes y lagrimones de los zarcillos y de los broches y de los brazaletes, oscilando a cada paso.
Pero el señor obispo no quería darse por enterado.
Quizás, ahora que era viejo y decrépito, tenía miedo de mojarse también él y de resfriarse, al seguir con la cabeza descubierta las andas bajo la lluvia; y poco le importaba que el pobre vicario capitular, monseñor Lentini, se hubiera visto reducido, ese año, a fuerza de predicar cada día siempre sobre el mismo tema, a un estado tal, que despertaba compasión incluso en los bancos de la iglesia.
Eran ya once domingos, once, desde el ocho de diciembre, los que el pobre hombre, al levantar la cabeza de la almohada, preguntaba con voz lamentosa a Piconella, su vieja ama, quien cada mañana venía a traerle a la cama el café:
– ¿Llueve?
Y Piconella no sabía ya cómo responderle. Porque parecía verdadera-mente que el tiempo estuviera divirtiéndose al lastimar a este buen hombre con una increíble y refinada crueldad. Algún domingo había amanecido sereno, y entonces Piconella había ido corriendo toda exultante a darle la noticia al señor vicario:
– ¡El sol, el sol! ¡Señor vicario, el sol!
Y el sacristán de la Catedral dale a las campanas con sonido de fiesta, din don dan, din don dan, pues ciertamente esa mañana la Sma. Inmaculada, antes de mediodía, se marcharía.
A no ser que, cuando ya en la plaza de la Catedral había comenzado a llegar la gente para la procesión, e incluso se había abierto la cancela que daba a la escalinata cerca del seminario, por donde la Sma. Virgen solía salir cada año, y del seminario habían llegado de dos en dos en una larga fila los seminaristas arreglados con sotanas bordadas, y cuando alrededor de la plaza se habían colocado los morteros, he aquí que sobreviene con gran furor del mar, entre relámpagos y truenos, una nueva borrasca.
El sacristán, dale de nuevo a las campanas para conjurarla, sobre la agitación de la multitud que entretanto se había puesto a protestar, indignada porque bajo esa eminente amenaza del tiempo los canónigos querían expulsar precipitadamente a la Virgen.
Y silbidos y gritos e invectivas bajo el palacio obispal, hasta que el señor obispo, para que volviera la calma, anunció a través de uno de sus secretarios que la procesión se posponía hasta el domingo siguiente, si el tiempo lo permitía.
Hasta cinco domingos de los once se repitió esta escena.
Ese undécimo domingo, apenas fue despejada la plaza, todos los canónigos del capítulo irrumpieron furiosos en la casa del vicario capitular, monseñor Lentini. ¡A toda costa, a toda costa era necesario encontrar un remedio contra aquella superchería brutal!
El pobre vicario capitular se sujetaba la cabeza con las manos y los miraba a todos a su alrededor como si estuviese aturdido.
Se habían lanzado contra él, más que contra los demás, los silbidos, los gritos, las amenazas de la multitud. Pero no estaba aturdido por esto el pobre vicario capitular. Después de once semanas, ¡una semana más de predicaciones sobre la Sma. Inmaculada! En ese momento el pobre hombre no podía pensar en otra cosa, y con este pensamiento, sentía precisamente que se le iba la cabeza.
El remedio lo encontró monseñor Landolina, el rector terrible del Colegio de los oblatos. Bastó con que él profiriese un nombre para que de improviso se aplacase la agitación de todos los ánimos.
– ¡Mèola! ¡Aquí necesitamos a Mèola! ¡Amigos míos, es preciso recurrir a Mèola!
Marco Mèola, el feroz tribuno anticlerical, que cuatro años atrás había jurado que salvaría a Montelusa de una temida invasión de los padres redentoristas, había perdido por entonces toda la popularidad. Pues, si era cierto por un lado que el juramento se había mantenido, no era, por otro lado, menos cierto que los medios utilizados y las artes que había tenido que usar para mantenerlo, y además aquel secuestro, y la posterior riqueza que se granjeó con ello, no habían servido para dar crédito a la demostración que él quería hacer, es decir, que el suyo había sido un sacrificio heroico. Si la sobrina de monseñor Partanna, de hecho, la educanda secuestrada, era fea y jorobada, hermoso, contante y sonante era el dinero de la dote que el obispo se había visto obligado a darle; y, en el fondo, los peces gordos del clero montelusano, a quienes nunca les había agradado esa promesa de su obispo de hacer que regresaran los padres redentoristas, si no como amigos abiertamente, sí a escondidas, incluso después de esa escapada, es más, precisamente por esa escapada, habían seguido viendo con buenos ojos a Marco Mèola.
Con todo, ahora, a este tenía sin duda que complacerle, sin riesgo de enemistarse con los secretos amigos, que se le ofreciera una ocasión para reconquistar la estima de los antiguos compañeros, el prestigio perdido de tribuno anticlerical.
Por tanto, era necesario enviarle furtivamente a Mèola a dos amigos de confianza para proponerle en nombre de todo el capítulo que diera el domingo siguiente una conferencia contra las fiestas religiosas en general, contra las procesiones sagradas en particular, usando como pretexto los deplorables desórdenes de los domingos pasados, esos gritos, esos silbidos, esas amenazas del pueblo para impedir el traslado de la Sma. Inmaculada a la iglesia de San Francesco.
Divulgada por todo el pueblo con mucho ruido la noticia de esa conferencia, fácilmente se induciría al obispo a que publicara una indignada protesta contra la patente violación de la libertad de culto que tenían intención de perpetrar los liberales de Montelusa, enemigos de la fe, y una invitación sagrada a todos los fieles de la diócesis para que el domingo siguiente, hiciera el tiempo que hiciera, lloviera o no lloviera, se reunieran en la plaza de la Catedral para defender de toda posible injuria a la venerada imagen de la Sma. Inmaculada.
Esta propuesta de monseñor Landolina fue acogida y aprobada unánimemente por los canónigos del capítulo.
Solo ese santo hombre del vicario, monseñor Lentini, se atrevió a invitar a los colegas a considerar si no era imprudente levantar desórdenes también en la otra parte, ir a molestar ese avispero. Pero, habiéndosele sugerido que de esa conferencia de Mèola podría obtener temas para sus predicaciones de la semana siguiente contra la intolerancia que quería impedir que los fieles manifestaran su propia devoción a la Virgen, repitiendo: – “Comprendo, pero… comprendo, pero…”- se rindió al final.
El hallazgo de monseñor Landolina tuvo un efecto muy superior al que los mismos canónigos del capítulo se habían propuesto.
Después de cuatro años de silencio, Marco Mèola se lanzó a la plaza con la furia de un león hambriento. Después de dos días de vociferaciones en el círculo de los empleados civiles, en le café de Pedoca, logró promover una agitación tal, que el señor obispo se vio verdaderamente obligado a responder con una fierísima pastoral y, en la invitación sagrada, convocó para el domingo siguiente no solo a todos los fieles de Montelusa, sino incluso a todos los de los pueblos vecinos.
“Incluso si diluvia – concluía la invitación – estamos seguros de que ni la más fiera tempestad atenuará ni un punto vuestro sagrado y muy fervoroso ardor. Incluso si diluvia, el próximo domingo la Sma. Inmaculada saldrá de nuestra gloriosa catedral, y escoltada y defendida por todos los fieles de la diócesis, la Sma. Huésped regresará a su sede.”
Pero, ni que lo hubiera hecho aposta, ese duodécimo domingo trajo, después de tantas y tan largas intemperies, la risa de la primavera, la primera risa, y con una dulzura tal, que cada turbulencia cayó de los ánimos de golpe, como por encanto.
Al sonido festivo de las campanas, en el aire claro, todos los montelusanos salieron a emborracharse de la voluptuosa tibieza del primer sol de la nueva estación; y había en todos los labios una líquida sonrisa de felicidad y en todos los miembros una deliciosa languidez, un intenso deseo de abandonarse en cordiales abrazos fraternales.
Entonces, el vicario capitular monseñor Lentini, que del lunes al sábado de esa duodécima semana había tenido que hacer otros seis sermones sobre la Sma. Inmaculada, con un hilo de voz les dijo a los canónigos que se acercaran y les preguntó, si no se podía de algún modo impedir el escándalo ya inútil de esa conferencia anticlerical de Mèola, por la que sentía como una espina en el corazón.
Podían estar seguros que no llovería ni ese día, ni durante meses. ¿No podía Meola fingirse enfermo y posponer la conferencia a otro momento, al año siguiente quizás, al segundo domingo de lluvia después del ocho de diciembre?
– ¡Claro! ¡Seguro! – reconocieron enseguida los canónigos. – ¡Así no se estropearía el remedio!
Los dos amigos de confianza de la otra vez fueron enviados de nuevo y de prisa a la casa de Meola. Un resfriado, un constipado, un ataque de gota, una imprevista ronquera:
– Visto que no llueve…
Mèola se opuso, furioso. ¿Renunciar? ¿Posponer? ¡Ah, no, por Dios, se le pedía demasiado, ahora que había logrado volver a ganar el favor de los liberales de Montelusa!
– ¡Está bien! – le dijeron esos dos amigos. – Si lloviera… Pero visto que no llueve…
– Visto que no llueve, – tronó Mèola – ¿qué hace el señor prefecto de la provincia? ¡Ya solo él, solo él y por razones de orden público, podría prohibir la conferencia! ¡Id rápidos a casa del prefecto, visto que no llueve, y yo podré incluso recibir desde la cama, dentro de una hora, con una fiebre de caballo, la noticia de la prohibición!
Así la Sma. Inmaculada regresó, sin ningún desorden, a la iglesia de San Francesco d´Assisi tras doce domingos de permanencia en la Catedral, el 25 de febrero. Y el júbilo del pueblo fue ese año en verdad extraordinario debido a la derrota dada por el buen tiempo a los liberales de Montelusa.