1.8 Formalidades
En el amplio escritorio del Banco Orsani, el viejo empleado Carlo Bertone, con el bonete en la cabeza, las gafas en la punta de la nariz como para expulsar de ella los dos mechones de pelos grises, estaba haciendo una cuenta bastante difícil en pie, delante de una alta escribanía sobre la cual había un gran libro maestro. Detrás de él, Gabriele Orsani, muy pálido y con los ojos hundidos, seguía la operación, azuzando de vez en cuando con la voz al viejo empleado, al que, conforme la suma aumentaba, parecía faltarle la fuerza para llegar hasta el fondo.
– ¡Estas malditas gafas! – exclamó en cierto momento, en un pronto de impaciencia, haciendo que las gafas saltaran, con un golpe de los dedos, de la punta de la nariz al registro.
Gabriele Orsani rompió a reír:
– ¿Qué te dejan ver estas gafas? ¡Pobre viejo mío, vaya! Cero, ¡hombre!, cero, cero…
Entonces, Bertone, irritado, cogió de la escribanía el gran libro:
– ¿Deja que me vaya allí?? Aquí, con usted así, no es posible… ¡Se necesita calma!
– Buen Carlo, sí, – aprobó Orsani irónicamente. – Calma, calma… Y entretanto – añadió, indicando el registro, – te llevas encima este mar en tempestad.
Fue a echarse en una silla reclinable cerca de la ventana y encendió un cigarrillo.
La cortina azul, que mantenía la sala en una agradable penumbra, se hinchaba de vez en cuando con el soplo de aire que llegaba del mar. Entraba más fuerte entonces, con la súbita luz, el fragor del mar que rompía en la playa.
Antes de salir, Bertone le propuso al jefe que escuchara a un «curioso» señor que esperaba allí: mientras tanto, él haría en paz esa cuenta tan complicada.
– ¿Curioso? – preguntó Gabriele. – ¿Y quién es?
– No sé: espera desde hace media hora. Lo manda el doctor Sarti.
– Entonces, hazlo pasar.
Entró poco después un hombrecillo de unos cincuenta años, con los cabellos grises, peinados en dos crenchas, agitados. Parecía un fantoche automático al que alguien le hubiera dado cuerda para que hiciera esas reverencias y gesticulara de modo tan cómico.
Manos, aún tenía dos; ojos, solo uno; pero él tal vez en serio creía insinuar que todavía tenía dos, ocultando el ojo de vidrio tras un monóculo que parecía luchar terriblemente para corregirle ese pequeño defecto de la vista.
Presentó a Orsani su tarjeta de visita, concebida así:
LAPO VANNETTI
Inspector de la
London Life Assurance Society Limited
(Capit. social 4.500.000 liras – Capit. depositado 2.559.400 liras)
– ¡Muy apreciado señor! – comenzó, y no terminaba.
Además del defecto de la vista, tenía otro de pronunciación; y del mismo modo que intentaba disimular aquél tras el monóculo, intentaba esconder éste apoyando una risita en cada g que pronunciaba en lugar de la rr.
En vano Orsani intentó interrumpirlo varias veces.
– Estoy de paso por esta gespetabilísima provincia, – intentaba decir el hombrecillo, con vertiginoso lenguaje, – donde que, por mérito de nuestra Sociedad, la más antigua, la más prestigiosa de cuantas existen de este tipo, he gealizado contratos muy buenos, muy buenos, sí señor, en todas las combinaciones especiales que esta les ofrece a sus asociados, y esto sin hablar de las ventajas excepcionales que brevemente expondré para cada combinación, a su elección.
Gabriel Orsani se sintió humillado; pero el señor Vannetti lo remedió enseguida: él solo comenzó a hacerlo todo, preguntas y respuestas, a plantear dudas y a dar aclaraciones:
– Aquí usted, amabilísimo señor, ¡eh, lo sé! Podría decirme, objetarme: Pues, sí, querido Vannetti, de acuerdo: plena confianza en vuestra compañía; pero, ¿cómo se hace? Para mí es un poco demasiado fuerte, pongamos, esta tarifa; no tengo tanto margen en mi balanza, y entonces… (cada uno conoce los asuntos de su casa, y aquí usted dice muy bien: en este punto, querido Vannetti, no admito discusiones). He aquí que yo, sin embargo, muy amable señor, me permito hacerle una observación: ¿Y las ventajas especiales que ofrece nuestra Compañía? Eh, lo sé, dice usted: todas las Compañías, una más que otra, las ofrecen. No, no, perdóneme, señor, si me atrevo a poner en duda esta afirmación. Las ventajas…
A este punto, Orsani, viéndolo sacar de una carpeta de cuero un haz de prospectos impresos, extendió las manos, como para defenderse:
– Perdone, – gritó. – He leído en un periódico que una Compañía ha asegurado no sé por cuánto la mano de un célebre violinista: ¿es verdad?
El señor Lapo Vannetti se quedó un instante desconcertado; luego sonrió y dijo:
– ¡Americanadas! Sí, señor. Pero nosotros…
– Se lo pregunto, – reanudó, sin perder tiempo, Gabriel, – porque también yo, una vez, ¿sabe?…
E hizo como que tocaba el violín.
Vannetti, aún sin reponerse del todo, creyó oportuno congratularse de ello:
– ¡Ah, muy bien!, ¡muy bien! Pero nosotros, perdone, en verdad, no hacemos estas operaciones.
– ¡Sería muy útil, sin embargo! – suspiró Orsani poniéndose en pie. – Poder asegurar todo lo que dejamos o perdemos a lo largo de la vida: ¡los cabellos o los dientes, por ejemplo! ¿Y la cabeza? La cabeza se pierde tan fácilmente… He aquí: el violinista, la mano; un petimetre, los cabellos; un tragaldabas, los dientes; un hombre de negocios, la cabeza… ¡Piénselo! Es una idea genial…
Se dirigió para tocar un timbre eléctrico en la pared, cerca de la escribanía, añadiendo:
– Disculpe un momento, querido señor.
Vannetti, mortificado, se inclinó. Le pareció que Orsani, para quitárselo de en medio, había querido hacer una alusión, verdaderamente poco amable, a su ojo de cristal.
Volvió a entrar en el escritorio Bertone, con un aire más que perdido.
– En el casillero del estante de tu escribanía, – le dijo Gabriel, – en la letra A…
– ¿Las cuentas de la azufrera? – preguntó Bertone.
– Las últimas, después de la construcción del plano inclinado…
Carlo Bertone bajó varias veces la cabeza:
– Lo he tenido en cuenta.
Orsani escrutó los ojos del viejo empleado; se quedó con el entrecejo fruncido, absorto; luego, le preguntó:
– ¿Y bien?
Bertone, aturdido, miró a Vannetti.
Este comprendió entonces que estaba de más en ese momento; y retomando su actitud ceremoniosa, se despidió.
– No es preciso nada más, conmigo. Comprendo al vuelo. Me retiro. Quiere decir que, si no le molesta, voy a tomar algo aquí cerca, y vuelvo. No se preocupe. No se moleste, ¡por favor! Conozco el camino. Hasta la vista.
Otra reverencia más, y fuera.
II
– ¿Y bien? – le preguntó de nuevo Gabriele Orsani al viejo empleado, apenas Vannetti hubo salido.
– Esa… esa construcción… justo ahora, – respondió, casi balbuciendo, Bertone.
Gabriele se enfureció.
– ¿Cuántas veces me lo has dicho? ¿Qué querías que hiciera, por lo demás? ¿Rescindir el contrato, verdad? Pero si, para todos los acreedores, esa azufrera representa aún la esperanza de mi solvencia… ¡Lo sé! ¡Lo sé! Han sido más de ciento treinta mil liras tiradas ahí, en este momento, sin fruto… ¡Lo sé mejor que tú!… No me hagas gritar.
Bertone se pasó varias veces las manos por los ojos cansados; luego, sacudiéndose la manga, donde no había ni huella de polvo, dijo lentamente, como si se hablara a sí mismo:
– Ojalá hubiera un modo, al menos, de conseguir dinero para mover ahora toda esa maquinaria que… que ni siquiera está completamente pagada. Pero tenemos también los plazos de las letras en el banco…
Gabriele Orsani, que se había puesto a pasear por el escritorio, con las manos en los bolsillos, ceñudo, se detuvo:
– ¿Cuánto?
– Eh… – suspiró Bertone.
– Eh… – repitió Gabriele; luego, estallando: – ¡Oh, en suma! Cuéntamelo todo. Habla francamente: ¿está terminado?, ¿desplome? ¡Sea alabada y agradecida la buena y santa memoria de mi padre! Quiso ponerme aquí, a la fuerza: yo he hecho lo que tenía que hacer: tabla rasa, ¡no se hable más!
– Pero no, no se desespere, ahora… – dijo Bertone, conmovido. – Ciertamente el estado de las cosas… ¡Déjeme hablar!
Gabriele Orsani puso las manos en los hombros del viejo empleado:
– Pero ¿qué quieres decir, viejo mío, qué quieres decir? Estás temblando completamente. No así, ahora; antes, antes, con la autoridad que te daban tus cabellos blancos, tenías que haberte opuesto a mí, a mis proyectos, tenías que haberme aconsejado entonces, tú que sabías que yo era un inepto para los negocios. ¿Quisiste ilusionarme así? ¡Me das pena!
– ¿Qué podía yo?… – dijo Bertone, con las lágrimas en los ojos.
– ¡Nada! – exclamó Orsani. – Ni siquiera yo. Necesito enfadarme con alguien, no te preocupes. Pero ¿es posible?, ¿yo, yo, aquí, metido en negocios? Si no sé ver aún cuáles han sido, en el fondo, mis errores… Además de esto último de la construcción del plano inclinado, al que me he visto obligado con el agua a la garganta… ¿Cuáles han sido mis errores?
Bertone se encogió de hombros, cerró los ojos y abrió las manos, como para decir: ¿De qué sirve ahora?
– Mejor, los remedios… – sugirió con voz opaca, de llanto.
Gabriele Orsani prorrumpió de nuevo en risas.
– ¡El remedio lo sé! Volver a coger mi viejo violín, el que mi padre me quitó de las manos para condenarme aquí, a esta hermosa diversión, e irme como un ciego, de puerta en puerta, a tocar sonatinas para darles un pedazo de pan a mis hijos. ¿Qué te parece?
– Déjeme hablar, – repitió Bertone, entornando los ojos. – En definitiva, si podemos superar estos próximos plazos, restringiendo, naturalmente, todos, todos los gastos (incluso… ¡perdone!… los de la casa), creo que… al menos durante cuatro o cinco meses podremos hacer frente a los compromisos. Entretanto…
Gabriele Orsani sacudió la cabeza, sonrió; después, suspirando profundamente, dijo:
– ¡El Hermano Tiempo es un monje, viejo mío, que quiere ilusionarme!
Pero Bertone insistió en sus previsiones y salió del escritorio para acabar de precisar el cuadro completo de las cuentas.
– Se lo mostraré. Permítame un momento.
Gabriele fue a tirarse de nuevo en la tumbona, cerca de la ventana y, con las manos cruzadas detrás de la nuca, se puso a pensar.
Nadie sospechaba todavía nada; pero, para él, ya no había ninguna duda: algún mes más de desesperados remedios, y luego, el hundimiento, la ruina.
Desde hacía cerca de veinte días no se alejaba del escritorio. Como si ahí, del estante de la escribanía, de los grandes libros de la caja, esperara alguna sugerencia. La violenta, inútil tensión del cerebro poco a poco, sin embargo, en contra de todo esfuerzo, se le debilitaba, la voluntad se le aturdía; y él se daba cuenta solo cuando, al fin, se encontraba atónito o absorto en pensamientos ajenos, distantes del tormento habitual.
Volvía entonces a lamentarse, con creciente exasperación, de su ciega, supina obediencia a la voluntad del padre que lo había apartado de su amado estudio de las ciencias matemáticas, de la pasión por la música, y que lo había arrojado allí, a ese turbio mar insidioso de los negocios comerciales. Después de tantos años, sentía aún el desgarro que había sentido al dejar Roma. Había vuelto a Sicilia con el título de doctor en ciencias físicas y matemáticas, con un violín y un ruiseñor. ¡Feliz inconsciencia! Había esperado poder dedicarse aún a sus amadas ciencias, a su amado instrumento, en el tiempo libre que los complicados negocios del padre le dejaran. ¡Feliz inconsciencia! Una sola vez, cerca de tres meses después de su llegada, sacó de su estuche el violín, pero para guardar dentro, como en una tumba digna, el ruiseñor muerto y embalsamado.
Y aún se preguntaba a sí mismo cómo el padre, tan experto en sus asuntos, no se había dado cuenta de la absoluta ineptitud del hijo. Quizás le había cegado la pasión que tenía por el comercio, el deseo de que la antigua empresa Orsani no cesara, y quizás se había ilusionado con que, con la práctica de los negocios, con la seducción de las grandes ganancias, poco a poco, el hijo lograría adaptarse y tomarle gusto a ese género de vida.
Pero ¿para qué lamentarse del padre, si él se había doblegado a sus deseos sin oponer la más mínima resistencia, sin arriesgar la más tímida observación, como en un pacto establecido desde el nacimiento y no discutible ya? ¿Si él mismo, precisamente para librarse de las tentaciones que podían llegarle del ideal de una vida tan diferente, soñado hasta entonces, había resuelto casarse, desposar a aquella que le habían destinado desde hacía tanto tiempo: la prima huérfana, Flavia?
Como todas las mujeres de ese odiado pueblo en el que los hombres, en medio de la fatiga y de la consternación habitual de los negocios arriesgados, no encontraban tiempo para dedicárselo al amor, Flavia, que podría haber sido para él la única rosa entre las espinas, se había amoldado rápidamente, sin pesar, como colaborando, a la parte modesta de atender la casa, para que ningún bien material le faltara al marido cuando, cansado, agotado, llegaba de las azufreras o del banco o de los depósitos de azufre a lo largo de la llanura, donde, todo el día, bajo un sol ardiente, había atendido la exportación del mineral.
Muerto el padre casi repentinamente, se había quedado a cargo de la empresa, en la que aún no podía ver claro. Solo, sin guía, había esperado un tiempo para poder liquidarlo todo y retirarse del comercio. ¡Pero sí! Casi todo el capital estaba empeñado en la producción de las azufreras. Y se resignó de nuevo a continuar por ese camino, tomando como guía a aquel buen hombre de Bertone, viejo escribiente del banco, en el que el padre siempre había depositado la mayor confianza.
Qué desorientación bajo el peso de la responsabilidad que se le había desplomado encima de improviso, vuelta aún más grave por el remordimiento de haber puesto en el mundo tres hijos, amenazados ahora por su ineptitud en el bienestar, ¡en la vida! Ah, él, hasta ahora, no había pensado en eso; un animal vendado en la traba de un molino. Había sido siempre doloroso su amor por la mujer, por los hijos, testimonios vivos de su renuncia a otra vida; pero ahora le envenenaba el corazón de amarga compasión. Ya no podía oír a los niños llorar o lamentarse mínimamente; se decía enseguida a sí mismo:
– ¡Esto, por mi culpa! – y la amargura se le quedaba encerrada dentro del pecho, sin desahogo. Flavia no se había preocupado ni siquiera de buscar el modo de entrar en su corazón; pero, quizás, al verlo triste, absorto y taciturno, tampoco había supuesto que él guardase dentro algún pensamiento que no fuera los negocios. También ella, quizás, se lamentaba en su corazón del abandono en que él la dejaba; pero no sabía reprochárselo, suponiendo que se veía obligado a ello por los complicados negocios, por las preocupaciones angustiosas de su empresa.
Algunas tardes veía a la mujer apoyada en la baranda de la amplia terraza de la casa, hasta cuyas paredes el mar casi llegaba azotando.
Desde aquella terraza que parecía el alcázar de un barco, ella miraba absorta la noche centelleante de estrellas, llena del negro y eterno lamento de aquella infinita extensión de aguas, ante la cual los hombres, con confianza valiente, habían construido sus pequeñas casas, poniendo su vida casi a merced de lejanas gentes. Llegaba de vez en cuando del puerto el silbido ronco, profundo, melancólico de algún vapor que se disponía a zarpar. ¿Qué pensaba en esa actitud? Quizás también a ella el mar, con el lamento de las aguas inquietas, le confiaba oscuros presagios.
Él no la llamaba; sabía, sabía bien que ella no podía entrar en su mundo, pues ambos, a la fuerza, habían sido empujados a dejar sus propios caminos. Y allí, en la terraza, sentía que se le llenaban los ojos de lágrimas silenciosas. ¿Así siempre, hasta la muerte, sin cambio alguno? En la intensa conmoción de esas tétricas tardes, la inmovilidad de la condición de la propia existencia le resultaba intolerable, le sugería pensamientos súbitos, extraños, casi barruntos de locura. ¿Cómo un hombre, sabiendo que solo se vive una vez, podía resignarse a seguir durante toda la vida un camino odioso? Y pensaba en otros muchos infelices, obligados por la suerte a trabajos más duros y más ingratos. Alguna vez, un llanto conocido, el llanto de alguno de sus hijos, le hacía volver en sí de improviso. Incluso Flavia se sacudía de sus fantasías; pero él se apresuraba a decir: – ¡Voy yo! – Sacaba del lecho al niño, y se ponía a pasear por la habitación, meciéndolo entre los brazos, para dormirlo y casi para dormir a la vez su pena. Poco a poco, con el sueño de la criaturita, la noche se volvía más tranquila también para él; y, puesto el niño de nuevo en la camita, se detenía un rato a mirar a través de los cristales de la ventana, en el cielo, la estrella que brillaba más…
Habían pasado así nueve años. Al principio de este año, precisamente cuando la posición financiera empezaba a ensombrecerse, Flavia había comenzado a excederse demasiado en ciertos gastos de lujo; había querido incluso para ella una carroza; y él no había sabido oponerse.
Ahora Bertone le aconsejaba que limitara todos los gastos y también, incluso de modo especial, los de la casa.
Ciertamente el doctor Sarti, su íntimo amigo desde la infancia, le había aconsejado a Flavia que cambiara de vida, que se divirtiera un poco, para vencer la depresión nerviosa que tantos años de encerrada, monótona existencia le habían causado. Ante esta reflexión, Gabriele se sacudió, se levantó de la tumbona y se puso a pasear por el escritorio, pensando ahora en el amigo Luigi Sarti, con un sentimiento de envidia y despecho.
Habían estado juntos en Roma, de estudiantes.
Tanto el uno como el otro, entonces, no podían estar un solo día sin verse; y, hasta poco tiempo atrás, esa unión antigua de fraterna amistad no se había debilitado, de hecho. Él se impedía absolutamente fundar la razón de tal cambio en una impresión que tuvo durante la última enfermedad de uno de sus hijos, o sea, que Sarti hubiera mostrado exageradas atenciones por su mujer: una impresión y nada más, conociendo por experiencia la rigidísima honestidad del amigo y de la mujer.
Era verdadero e innegable, sin embargo, que Flavia concordaba en todo y por todo con el modo de pensar del doctor: en las discusiones, tan frecuentes desde hacía algún tiempo, ella asentía siempre con la cabeza a las palabras de él, ella que habitualmente, en casa, no hablaba nunca. Se había irritado. Si ella aprobaba esas ideas, ¿por qué no se las había manifestado antes? ¿Por qué se había puesto a discutir con él sobre la educación de los hijos, por ejemplo, si aprobaba los rígidos criterios del doctor, antes que los suyos? Y había llegado incluso a acusar a la mujer de querer poco a los hijos. Pero debía hablar precisamente así, si ella, considerando en conciencia que él educaba mal a los hijos, se había callado siempre, esperando que otro iniciara esa conversación.
Sarti, por lo demás, no habría debido entrometerse. Desde hacía algún tiempo, a Gabriele le parecía que el amigo olvidaba demasiadas cosas: olvidaba, por ejemplo, que se lo debía todo, o casi todo, a él.
¿Quién, si no él, de hecho, lo había sacado de la miseria en que las culpas de los padres lo habían arrojado? El padre había muerto en la cárcel, por robos; de la madre, que se lo había llevado consigo a la ciudad vecina, se había escapado apenas pudo entrever con el uso de la razón a qué tristes medios había recurrido para vivir. Pues bien, él lo había quitado de un miserable café en que se había reducido a trabajar y le había encontrado un puesto en el banco del padre; le había prestado sus libros, sus apuntes de la escuela, para que estudiara; en definitiva, le había abierto el camino, le había franqueado el futuro.
Y ahora, en fin, Sarti había logrado una posición tranquila y segura con su trabajo, con sus dotes naturales, sin tener que renunciar a nada: era un hombre; mientras que él… ¡él estaba al borde de un abismo!
Dos golpes en la puerta de cristales que daba a las habitaciones reservadas a la vivienda sacudieron a Gabriele de estas amargas reflexiones.
– Adelante – dijo.
Y Flavia entró.
III
Llevaba un vestido azul oscuro que parecía pintado sobre su flexible y hermosa persona, a cuya belleza rubia le daba un maravilloso resalte. Llevaba en la cabeza un rico pero simple sombrero oscuro; se estaba abotonando aún los guantes.
– Quería preguntarte, – dijo – si necesitas la carroza, porque el bayo no se puede enganchar hoy a la mía.
Gabriele la miró como si ella viniese, tan elegante y ligera, de un mundo ficticio, vaporoso, de sueño, donde se hablara un lenguaje ya para él completamente incomprensible.
– ¿Cómo? – dijo. – ¿Por qué?
– Bah, parece que lo han enclavado, pobrecito. Cojea de un pie.
– ¿Quién?
– El bayo, ¿no oyes?
– Ah, dijo Gabriele, volviendo en sí. – ¡Qué desgracia, por Dios!
– No pretendo que te aflijas, – dijo Flavia, resentida. – Te he pedido la carroza. Iré a pie.
Y se dispuso a salir.
– Puedes cogerla; no la necesito – se apresuró entonces a añadir Gabriele. – ¿Vas sola?
– Con Carluccio. Aldo y Titti están castigados.
– ¡Pobres pequeño! – suspiró Gabriele, casi sin querer.
A Flavia le pareció que esta conmiseración era un reproche para ella, y le rogó al marido que la dejara hacer.
– Claro, claro, si se han comportado mal – dijo él entonces. – Pensaba que, sin haber hecho nada, sentirán quizás, dentro de algunos meses, que sobre sus cabezas cae un castigo más grande.
Flavia se volvió a mirarlo.
– ¿Cuál?
– Nada, querida. Una cosa levísima, como el velo o una pluma de este sombrero. La ruina, por ejemplo, de nuestra casa. ¿Te basta?
– ¿La ruina?
– La miseria, sí. Y quizás peor, para mí.
– ¿Qué dices?
– Pues sí, quizás incluso… ¿Te sorprendes?
Flavia se acercó, turbada, con los ojos fijos en el marido, como dudando que él estuviera hablando en serio.
Gabriele, con una sonrisa nerviosa en los labios, respondió lentamente, con calma, a sus rápidas preguntas, como si no se tratara de su propia ruina; luego, al ver a la mujer trastornada:
– ¡Eh, querida mía! – exclamó. – Si te hubieras ocupado un poquito de mí, si hubieses intentado, en tantos años, entender qué placer me suscitaba este gracioso trabajo, no sentirías ahora tanto asombro. No todos los sacrificios son posibles. Y cuando un pobre hombre se ve obligado a hacer uno superior a sus propias fuerzas…
– ¿Obligado? ¿Quién te ha obligado? – dijo Flavia, interrumpiéndolo, puesto que él había acentuado esa palabra.
Gabriele miró a su mujer, como trastornado por la interrupción y por la actitud de desafío que ella, dominando ahora su agitación interior, asumía frente a él. Sintió que un vómito de bilis le subía a la garganta y le secaba la boca. Sin embargo, abriendo de nuevo los labios con la sonrisa nerviosa de antes, ahora más escuálida, preguntó:
– ¿Espontáneamente, entonces?
– ¡Yo, no! – añadió con fuerza Flavia, mirándole a los ojos. – Si es por mí, habrías podido ahorrártelo, este sacrificio. La miseria más escuálida la habría preferido mil veces…
– ¡Cállate! – gritó él fastidiado. ¡No hables hasta que no sepas de qué se trata!
– ¿Miseria? ¿Y qué he tenido yo de la vida?
– ¿Ah, tú? ¿Y yo?
Se quedaron un momento encendidos y vibrantes, uno frente al otro, casi aturdidos por su recíproco odio íntimo, encubado durante tantos años a escondidas, y que había estallado ahora, de improviso, sin su voluntad.
– ¿Por qué, pues, te lamentas de mí? – retomó Flavia con ímpetu. – Si yo no me he preocupado por ti, ¿cuándo lo has hecho tú por mí? Me echas en cara ahora tu sacrificio, ¡como si yo no me hubiera sacrificado por ti, y no estuviera condenada aquí a representar para ti la renuncia a la vida que soñabas! ¿Y esta tenía que ser para mí la vida? Tú, ningún deber de amarme. La cadena te aprisionaba aquí, a un trabajo forzado. ¿Se puede amar la cadena? Y yo tenía que estar contenta, ¿no es verdad?, con que tú trabajaras, y no pretender nada más de ti. No he hablado nunca. Pero tú me provocas, ahora.
Gabriele se había escondido el rostro entre las manos, murmurando de vez en cuando: – ¡También esto!… ¡también esto!… – Al fin prorrumpió:
– Incluso mis hijos vendrán aquí ahora a reprocharme, como a un trapo inútil, mi sacrificio, ¿no es verdad?
– Malinterpretas mis palabras – respondió ella, sacudiendo un hombro.
– ¡Claro que no! – continuó Gabriele con aire mordaz. – No merezco otro agradecimiento. ¡Llámalos! ¡Llámalos! ¡Los he arruinado, y con toda razón me lo reprocharán!
– ¡No! – se apresuró a decir Flavia, enterneciéndose por los niños.- Pobres pequeños, no te reprocharán la miseria… ¡ no!
Apretó los ojos, se agarró las manos y las sacudió en el aire.
– ¿Y cómo? – exclamó. – Han crecido así…
– ¿Cómo? – saltó él. – ¿Sin guía, no es verdad? ¿También esto me lo echarán en cara? ¡Ve, ve a aleccionarlos! ¿Incluso los reproches de Lucio Sarti, por añadidura?
– ¿Qué tiene que ver Lucio Sarti? – dijo Flavia, aturdida ante esa imprevista pregunta.
– Repites sus palabras – continuó Gabriele, palidísimo, trastornado. – No te queda sino ponerte en la nariz sus gafas de miope.
Flavia suspiró largamente y, entrecerrando los ojos con tranquilo desprecio, dijo:
– Quienquiera que haya entrado un poco en la intimidad de nuestra casa ha podido darse cuenta…
– ¡No, él! – la interrumpió Gabriele con mayor violencia. – ¡Solo él! Él que ha crecido como un verdugo de sí mismo, porque su padre…
Se detuvo, arrepentido de lo que estaba a punto de decir, y continuó:
– No le echo las culpas; pero digo que él no se equivocaba al vivir como ha vivido, vigilando, temeroso, rígido, su más mínimo acto: tenía que salir, ante los ojos de la gente, de la miseria, de la ignominia, en la que lo habían arrojado sus padres. Pero mis hijos, ¿por qué? ¿Por qué tenía yo que ser un tirano, yo, para mis hijos?
– ¿Qué tirano? – intentó observar Flavia.
– ¡Libres, libres! – prorrumpió él. – ¡Yo quería que mis hijos crecieran libres, puesto que yo había sido condenado por mi padre a este suplicio! Y, como un premio me prometía, ¡como único premio!, gozar de su libertad, al menos, lograda a costa de mi sacrificio, de mi existencia rota… inútilmente, ahora, inútilmente rota…
A este punto, como si la excitación crecida poco a poco se le hubiera roto dentro de pronto, él estalló en irrefrenables sollozos; luego, en medio de aquel llanto extraño, convulso, casi rabioso, levantó los brazos temblorosos, sofocado, y se abandonó, desmayado.
Flavia, perdida, aterrada, pidió ayuda. Acudieron de las habitaciones del banco Bertone y otro escribiente. A Gabriele lo levantaron y lo tendieron sobre el canapé, mientras Flavia, viéndole la cara invadida por una palidez cadavérica y mojada por el sudor de la muerte, se agitaba, desesperada:
– ¿Qué tiene?, ¿qué tiene? Dios, pero mire… ¡Ayuda!… ¡Ay, por mi culpa!…
El escribiente corrió a llamar al doctor Sarti, que vivía allí cerca.
– ¡Por mi culpa!… ¡por mi culpa!… – repetía Flavia.
– No, señora – le dijo Bertone, teniendo amorosamente un brazo bajo la cabeza de Gabriele. – Desde esta mañana… Pero ya desde hace un tiempo, aquí… Pobre hijo… ¡Si usted supiese!
– ¡Lo sé! ¡Lo sé!
– ¿Y qué quiere, entonces? ¡Por fuerza!
Entretanto, urgía, urgía el remedio. ¿Qué hacer? ¿Mojarle la frente? Sí… pero quizás mejor un poco de éter. Flavia tocó el timbre, acudió un criado:
– ¡El éter! ¡El tarro del éter, allí, rápido!
– ¡Qué golpe… qué golpe, pobre hijo! – se lamentaba lentamente Bertone, contemplando entre lágrimas el rostro del señor.
– ¿La ruina… justo? – le preguntó Flavia, con un escalofrío.
– ¡Si me hubiera escuchado!… – suspiró el viejo empleado. – Pero él, pobrecillo, no había nacido para estar aquí…
Volvió corriendo el criado, con el tarro del éter.
– ¿En el pañuelo?
– ¡No, mejor en el mismo tarro! Aquí… aquí… – sugirió Bertone. – Levante el dedo… así, para que pueda aspirar lentamente…
Llegó poco después, jadeando, Lucio Sarti, seguido por el escribiente.
Alto, con aspecto rígido, lo que le quitaba toda la gracia a la fina belleza de sus rasgos casi femeninos, Sarti llevaba, muy pegadas a los ojos agudos, unas gafas pequeñas. Casi sin notar la presencia de Flavia, él los apartó a todos, y se inclinó para observar a Gabriele; luego, volviéndose a Flavia, que colmaba con preguntas y exclamaciones su ansia angustiosa, dijo duramente:
– No esté así, se lo ruego. Déjeme escuchar.
Descubrió el pecho del yacente, y apoyó en él el oído, en la parte del corazón. Escuchó un rato; luego se levantó, turbado, y se tocó el pecho, como buscando algo en los bolsillos interiores.
– ¿Y bien? – preguntó de nuevo Flavia.
Él extrajo el estetoscopio, y preguntó:
– ¿Tiene cafeína en casa?
– No… yo no sé, – se apresuró a responder Flavia. – He pedido que traigan el éter…
– No sirve.
Se acercó al escritorio, escribió una receta, y se la dio al escribiente.
– Tome. Rápido.
Poco después, también Bertone fue enviado deprisa a la farmacia por una jeringa de inyecciones que Sarti no llevaba.
– Doctor… – suplicó Flavia.
Pero Sarti, sin prestarle atención, se acercó de nuevo al canapé. Antes de inclinarse a escuchar al yacente, dijo, sin volverse:
– Disponga para que lo lleven arriba.
– ¡Ve, ve! – le ordenó Flavia al criado: luego, apenas salió este, agarró por un brazo a Sarti y le preguntó, mirándole a los ojos: – ¿Qué tiene? ¿Es grave? ¡Quiero saberlo!
– Aún no lo sé bien ni siquiera yo, – respondió Sarti con calma forzada.
Apoyó el estetoscopio en el pecho del yacente y apoyó el oído para escuchar. Lo tuvo así largo, largo tiempo, entrecerrando de vez en cuando los ojos, contrayendo el rostro, como para impedirse precisar los pensamientos, los sentimientos que lo agitaban, durante ese examen. Su conciencia turbada, trastornada por lo que percibía en el corazón del amigo, era en ese momento incapaz de reflejar esos pensamientos y esos sentimientos, ni quería que se reflejaran, como si tuviera miedo.
Como una persona febril que, abandonada a la oscuridad, en una habitación, siente de improviso que el viento fuerza las hojas de la ventana rompiendo con ruido horrible los cristales, y se encuentra de pronto perdida, delirando, fuera de la cama, contra los relámpagos y la furia tempestuosa de la noche, y, sin embargo, intenta con los débiles brazos volver a cerrar las hojas, él intentaba oponerse para que el pensamiento vehemente del futuro, la luz siniestra de una tremenda esperanza, no irrumpieran en él en ese momento: esa misma esperanza de la que tantos años atrás cuando, libre de la pesadilla horrenda de la madre y halagado por la inconsciencia juvenil, se había hecho como una meta luminosa a la que él creyó que tenía algún derecho a aspirar por todo lo que le había tocado sufrir sin culpa. Entonces, ignoraba que Flavia Orsani, la prima de su amigo y benefactor, era rica, y que su padre, al morir, le había confiado al hermano la herencia de la hija: la creía una huérfana acogida por caridad en casa del tío. Y por tanto, fortalecido por el testimonio de cada acto de su vida, ideada toda para borrar la marca de infamia que el padre y la madre le habían grabado en la frente, cuando volviera al pueblo, con la licenciatura de medicina, y se formara una honesta posición, ¿no les podría pedir a los Orsani, como prueba del afecto que le habían mostrado siempre, la mano de esa huérfana, de cuya simpatía ya creía gozar? Pero Flavia, poco después de su regreso de los estudios, se había casado con Gabriele, al que él, es verdad, no le había dado nunca ningún motivo para que sospechara de su amor por la prima. Sí, pero de todos modos se la había quitado, y sin lograr siquiera su propia felicidad, ni la de ella. Ah, esa boda había sido un delito, no solo por él, sino por sí misma; se remontaba a entonces la desgracia de los tres. Durante muchos años, como si nada hubiera pasado, él había asistido, en calidad de médico, en cada ocasión, a la nueva familia del amigo, ocultando bajo una rígida máscara impasible el desgarro que la triste intimidad con esa casa sin amor le causaba; la vista de esa mujer abandonada a sí misma, que incluso en los ojos dejaba entender qué tesoro de afectos guardaba su corazón, no solicitados y ni siquiera imaginados por el marido; la vista de esos niños que crecían sin una guía paterna. E incluso se había negado a escrutar en los ojos de Flavia, o a tener por alguna palabra de ella una señal huidiza, una prueba incluso leve de que ella, de muchacha, se hubiera dado cuenta del afecto que le había inspirado. Pero esta prueba, no buscada, no querida, se le había presentado sola en una de esas ocasiones en que la naturaleza humana rompe y sacude toda imposición, destroza todo freno social y se descubre tal cual es, como un volcán sobre el que durante muchos inviernos se ha dejado caer más y más nieve encima, y de pronto vomita ese gélido manto y descubre al sol las feroces vísceras de fuego. Y la ocasión había sido precisamente la enfermedad del niño. Completamente inmerso en los negocios, Gabriele no había sospechado siquiera la gravedad del mal, y había dejado sola a la mujer temiendo por la vida del hijo; y Flavia, en un momento de suprema angustia, casi delirando, había hablado, se había desahogado con él, le había dejado entrever que ella lo había comprendido todo, siempre, siempre, desde el primer momento.
Y ¿entonces?
– ¡Dígame, por caridad, doctor! – insistió Flavia, exasperada, al verlo tan trastornado y taciturno. – ¿Es muy grave?
– Sí – respondió él, preocupado, bruscamente.
– ¿El corazón? ¿Qué enfermedad? ¿Así, de pronto? ¡Dígamelo!
– ¿Necesita saberlo? Términos científicos, ¿qué entendería?
Pero ella quiso saberlo.
– ¿Irreparable? – preguntó luego.
Él se quitó las gafas, apretó los ojos, luego exclamó:
– ¡Ah, así no, así no, créame! Quisiera poder darle mi vida.
Flavia se puso muy pálida, miró al marido y dijo más con la expresión que con la voz:
– Calle.
– Quiero que lo sepa – añadió él. – Pero ya me entiende, ¿no es verdad? Todo, todo lo que sea posible… Sin pensar en mí, en usted…
– Calle – repitió ella, como horrorizada.
Pero él siguió:
– Tenga confianza en mí. No tenemos nada que reprocharnos. Del mal que me hizo no sabe nada y no lo sabrá. Tendrá todos los cuidados que pueda prestarle el amigo más devoto.
Flavia, jadeando, vibrando, no separaba los ojos del marido.
– ¡Se despierta! – exclamó de pronto.
Sarti se volvió a mirarlo.
– No…
– Sí, se ha movido, – añadió ella lentamente.
Se quedaron un rato suspendidos, vigilando. Luego, ella se acercó al canapé, se inclinó sobre el yacente, le tomó el pulso y llamó:
– Gabriele… Gabriele…
IV
Pálido, aún un poco jadeante por haberse apresurado a respirar apenas había vuelto en sí, Gabriele le rogó a su mujer que se marchara.
– Ya no siento nada. Coge, coge la carroza y da un paseo – dijo, para tranquilizarla. – Quiero hablar con Lucio. Ve.
Flavia, para no dejarle ver la gravedad del mal, fingió que aceptaba la invitación; le recomendó, sin embargo, que no se agitara demasiado, se despidió del doctor y volvió a casa.
Gabriele se quedó un tiempo absorto, mirando la puerta por la que ella había salido; luego, se llevó la mano al pecho, al corazón, y manteniendo los ojos fijos, murmuró:
– Aquí, ¿no? Tú me has escuchado… Yo… ¡Qué ridiculez! Me parecía que ese señor… ¿cómo se llama? Lapo, eso es, ese hombrecillo con un ojo de cristal, me tenía atado, aquí; y no podía soltarme; tú reías y decías: Insuficiencia… ¿no?… insuficiencia de las válvulas aórticas…
Lucio Sarti, al escuchar proferir esas palabras que él le había dicho a Flavia, palideció. Gabriele se sacudió, se volvió a mirarlo y sonrió:
– Te he escuchado, ¿sabes?
– ¿Qué has escuchado? – balbució Sarti, con una sonrisa escuálida en los labios, dominándose con dificultad.
– Lo que le has dicho a mi mujer – respondió, tranquilo, Gabriele, fijando de nuevo los ojos, con la mirada perdida. – Veía… me parecía ver, como si tuviera los ojos abiertos… ¡sí! Dime, te lo ruego – añadió, reanimándose – sin rodeos, sin piadosas mentiras: ¿cuánto puedo vivir aún? Cuanto menos, mejor.
Sarti lo espiaba, oprimido por el estupor y la consternación, turbado especialmente por esa calma. Rebelándose con un esfuerzo supremo ante la angustia que lo atontaba, saltó:
– Pero ¿qué te está pasando por la mente?
– ¡Una inspiración! – exclamó Gabriele, con luz en los ojos. – ¡Ah, por Dios!
Y se puso de pie. Se acercó a abrir la puerta que daba a la habitación del banco, y llamó a Bertone.
– Oye, Carlo: si vuelve ese hombrecillo que vino esta mañana, hazlo esperar. No, manda rápidamente que lo llamen, o mejor, ¡ve tú mismo! Pronto, ¿eh?
Volvió a cerrar la puerta y se volvió para mirar a Sarti, frotándose las manos, alegremente:
– Me lo has mandado tú. Ah, lo agarro por esos pelos agitados y lo clavo aquí, entre tú y yo. Dime, explícame rápido cómo se hace. Quiero estar seguro. Tú eres el médico de la Compañía, ¿no?
Lucio Sarti, angustiado por la tremenda duda de que Orsani hubiera oído todo lo que le había dicho a Flavia, se quedó aturdido ante esa súbita decisión; le pareció sin nexo, y exclamó, aliviado por el momento de un gran peso:
– ¡Pero es una locura!
– No, ¿por qué? – respondió rápido Gabriele. – Puedo pagar, cuatro o cinco meses. No viviré mucho tiempo más, ¡lo sé!
– ¿Lo sabes? – dijo Sarti, esforzándose por reír. – ¿Y quién te ha prescrito los términos de modo tan infalible? ¡Vamos! ¡Vamos!
Una vez sereno, pensó que era una fullería para hacerle decir lo que pensaba de su salud. Pero Gabriele, asumiendo un aire grave, se puso a hablarle de su próxima ruina inevitable. Sarti sintió que se quedaba helado. Ahora veía el nexo y la razón de esa resolución improvisa, y se sintió atrapado por un lazo en una terrible insidia que él mismo, sin saberlo, se había tendido esa mañana, al enviarle a Orsani ese inspector de la compañía aseguradora, de la cual era el médico. ¿Cómo decirle, ahora, que no podía en conciencia prestarle ayuda, sin dejarle entender al mismo tiempo la desesperada gravedad del mal, que se le había revelado así, de pronto?
– Pero tú, con tu mal – dijo – puedes vivir aún mucho, mucho tiempo, querido mío, con tal de que te cuides un poco…
– ¿Cuidarme? ¿Cómo? – gritó Gabriele. – ¡Te estoy diciendo que estoy arruinado! ¿Y tú consideras que yo puedo vivir aún mucho tiempo? Bien. Entonces, si esto es verdad, no tendrás dificultad…
– ¿Y tus cálculos, entonces? – observó Sarti, con una sonrisa de satisfacción, y añadió, casi por el placer de aclararse a sí mismo esa feliz escapatoria, que se le había ocurrido de improviso: – Si dices que durante tres o cuatro meses solo podrías hacer frente…
Gabriele se quedó un poco preocupado.
– ¡Cuidado, Lucio! No me engañes, no me pongas ante esta dificultad para humillarme, para no dejarme cometer un acto que desapruebas, ¿no?, y en el que no quisieras participar, sea con poca o ninguna responsabilidad…
– ¡Te engañas! – se le escapó a Sarti.
Gabriele sonrió entonces amargamente.
– Así que es verdad – dijo -, así que sabes que estoy condenado, dentro de poco, quizás antes aún de lo que he calculado. Pero ya, te he escuchado. ¡Basta, pues! Se trata ahora de salvar a mis hijos. ¡Y los salvaré! Si me engañas, no lo dudes, sabré procurarme a tiempo la muerte, a escondidas.
Lucio Sarti se levantó, moviendo los hombros, y buscó con los ojos el sombrero.
– Veo que no razonas, querido mío. Deja que me vaya.
– ¿Que no razono? – dijo Gabriele, sujetándolo por un brazo. – ¡Ven aquí! ¡Te digo que se trata de salvar a mis hijos! ¿Has comprendido?
– Pero ¿cómo quieres salvarlos? ¿Quieres salvarlos en serio así?
– Con mi muerte.
– ¡Locuras! Pero disculpa, ¿quieres que yo me quede a escuchar estos discursos?
– Sí – dijo con violencia Gabriele, sin soltarle el brazo. – Porque debes ayudarme.
– ¿A suicidarte? – preguntó Sarti, con un tono burlón.
– No, en esto, si acaso, pensaré yo…
– ¿Y entonces… a engañar?, ¿a… a robar, disculpa?
– ¿Robar? ¿A quién le robo? ¿Robo para mí? Se trata de una Sociedad expuesta por sí misma al riesgo de dichas pérdidas… ¡Déjame hablar! Lo que pierde conmigo, lo ganará con creces con otros cien. Pero llámalo robo… ¡Deja que lo haga! Le rendiré cuentas a Dios. Tú nada tienes que ver con ello.
– ¡Te engañas! – repitió con más fuerza Sarti.
– ¿Acaso te llegará a ti ese dinero? – le preguntó entonces Gabriele, clavándole sus ojos en sus ojos. – Lo tendrán mi mujer y esos tres pobres inocentes. ¿Cuál sería tu responsabilidad?
De pronto, bajo la mirada aguda de Orsani, Lucio Sarti lo comprendió todo: comprendió que Gabriele había oído bien y que se frenaba aún porque quería antes alcanzar su objetivo, es decir, colocar un obstáculo insuperable entre él y su mujer, haciéndolo su cómplice en ese fraude. Él, de hecho, médico de la Compañía, declarando ahora sano a Gabriele, no podría casarse con Flavia, viuda, a la que le llegaría el premio del seguro, fruto de su engaño. La Sociedad actuaría, sin duda, contra él. Pero ¿por qué tanto y tan feroz odio hasta más allá de la muerte? Si había oído, tenía que saber que nada, nada tenía que reprocharles, ni a él ni a su mujer… ¿Por qué, entonces?
Resistiendo la mirada de Orsani, decidido a defenderse hasta el final, le preguntó con voz no muy firme:
– ¿Me preguntas por mi responsabilidad frente a la Compañía?
– ¡Espera! – reanudó Gabriele, como cegado por la eficacia persuasiva de su razonamiento. – Tienes que pensar que yo soy tu amigo desde mucho antes de que tú llegaras a ser médico de esta Compañía. ¿No?
– Es verdad… pero… – balbució Lucio.
– ¡No te turbes! No quiero reprocharte nada; solo quiero hacerte ver que tú, en este momento, en estas condiciones, piensas, no en mí, como deberías, sino en la Compañía…
– ¡En mi engaño! – replicó Sarti, hosco.
– ¡Muchos médicos se engañan! – rebatió en seguida Gabriele. – ¿Quién te puede acusar? ¿Quién puede decir que en este momento no estoy sano? ¡Vendo salud! Moriré de aquí a cinco o seis meses. Tú no lo prevés. Por otro lado, tu engaño, para ti, para tu conciencia, es caridad de amigo.
Anulado, con la cabeza inclinada, Sarti se quitó las gafas, se restregó los ojos; luego, torvo, con los párpados medio cerrados, intentó con voz temblorosa la extrema defensa:
– Preferiría – dijo – demostrar de otro modo eso que tú llamas caridad de amigo.
– ¿Y cómo?
– ¿Recuerdas dónde y por qué murió mi padre?
Gabriele lo miró aturdido; murmuró para sí mismo:
– ¿Eso qué tiene que ver?
– Tú no estás en mi lugar – respondió Sarti, resuelto, áspero, poniéndose de nuevo las gafas. – No puedes juzgarme. Recuerda cómo he crecido. Te lo ruego, déjame actuar correctamente, sin remordimientos.
– No comprendo – respondió Gabriele con frialdad, – ¿qué remordimiento podría causarte haber beneficiado a mis hijos…?
– ¿Con el perjuicio de otros?
– Yo no lo he buscado.
– ¡Sabes que lo estás haciendo!
– Sé otra cosa que me preocupa más y que a ti debería preocuparte más. ¡No hay otro remedio! ¿Por un escrúpulo tuyo, que ya no puede ser mío, quieres que rechace este medio que se me presenta espontáneamente, esta ancla que tú, tú mismo me has arrojado?
Se acercó a la puerta a espiar, indicándole a Sarti que no le respondiera.
– ¡Ya ha llegado!
– ¡No, no, es inútil, Gabriele! – gritó entonces Sarti con resolución. – ¡No me obligues a esto!
Orsani lo aferró por un brazo:
– ¡Ten cuidado, Lucio! Es mi última oportunidad.
– ¡Esta, no; esta, no! – protestó Sarti. – Escucha, Gabriele: que esta hora sea sagrada para nosotros. Te prometo que tus hijos…
Pero Gabriele no lo dejó terminar:
– ¿Una limosna?
– ¡No! – respondió Lucio rápidamente. – ¡Devolverles a ellos lo que tú me diste!
– ¿En razón de qué? ¿Cómo querrías asistir a mis hijos? ¿Tú? ¡Tienen una madre! ¿En razón de qué? Por simple gratitud, ¿no? ¡Mientes! Por otro fin que no puedes confesar te niegas.
Diciendo tales cosas lo aferró por los hombros y lo sacudió, intimándole a hablar bajo y preguntándole hasta qué punto había osado engañarle. Sarti intentó soltarse, defendiendo a Flavia de la atroz acusación, y negándose aún a ceder a esa violencia.
– ¡Quiero verte! – masculló repentinamente Orsani.
De un salto, abrió la puerta y llamó a Vannetti, enmascarando rápidamente la extrema agitación con una tumultuosa alegría:
– Un premio, un premio – gritó, invistiendo al hombrecillo ceremonioso – un gran premio, señor inspector, a nuestro amigo, a nuestro doctor, que no solo es el médico de la Compañía, sino el más elocuente abogado. Casi me había arrepentido; no quería saber nada de ello… Pues bien, él, él me ha persuadido, me ha ganado… Dele, dele enseguida la declaración médica que debe firmar: tiene prisas, debe marcharse. Luego estableceremos nosotros la cantidad y el modo…
Vannetti, contentísimo, en medio de un chisporroteo de exclamaciones y de felicitaciones, sacó de la carpeta un impreso, y repitiendo: – Pura formalidad, pura formalidad… – se lo extendió a Gabriele.
– Toma, escribe – dijo este, pasándole el impreso a Sarti, quien asistía como ausente a esta escena y veía ahora en ese hombrecillo mezquino, casi artificioso, extremadamente ridículo, la personificación de su infame destino.