1.9 El pequeño abanico
El pequeño jardín público, mezquino y polvoriento, estaba, esa tórrida tarde de agosto, casi desierto, en medio de la vasta plaza ceñida a todo su alrededor por altas casas amarillentas, somnolientas en el bochorno.
Tuta entró con el niño en brazos.
En un banco a la sombra, un viejecito delgado, perdido en un traje gris de alpaca, tenía un pañuelo en la cabeza. Y encima del pañuelo, un sombrerucho de paja amarillento. Se había remangado diligentemente los puños sobre las muñecas, y leía un periódico.
Al lado, en el mismo banco, un obrero desocupado dormía con la cabeza entre los brazos, apoyado de través.
De vez en cuando, el viejecito interrumpía la lectura y se volvía para observar con cierta angustia a su vecino, a quien estaba a punto de caérsele el sombrero grasiento, enyesado. Evidentemente, ese sombrerucho – quién sabe desde cuánto tiempo en vilo, caigo y no caigo – comenzaba a exasperarlo: hubiera querido asegurárselo en la cabeza o tirárselo de un papirotazo. Resoplaba, luego echaba una ojeada a los bancos de alrededor, quién sabe si tendría la suerte de encontrar otro a la sombra. Había solo uno un poco separado, pero en él estaba sentada una vieja gruesa, harapienta que, cada vez que él se volvía a mirarla, abría la boca desdentada en un formidable bostezo.
Tuta se acercó sonriente, muy lentamente, de puntillas. Se llevó un dedo a los labios, como indicando silencio; luego, tranquilamente, le cogió el sombrerucho al durmiente con dos dedos, y se lo puso bien en la cabeza.
El viejo siguió con la mirada todos esos movimientos, primero sorprendido, luego, ceñudo.
– Con su permiso, señor – dijo Tuta, aún sonriente e inclinándose, como si el favor se lo hubiera hecho a él y no al obrero que dormía. – Dele alguna moneda a esta pobre criatura.
– ¡No! – replicó enseguida el vijecillo con rabia (quién sabe por qué), y hundió los ojos en el periódico.
– ¡Intentamos sobrevivir! – suspiró Tuta. – Dios provee.
Y fue a sentarse al otro asiento, al lado de la vieja harapienta, con la que enseguida empezó a hablar.
Apenas tenía veinte años; bajita, hermosa, de tez blanquísima, con los cabellos luminosos, negros, separados en la cabeza, lisos en la frente y recogidos en apretadas trencitas tras la nuca. Los ojos astutos le brillaban, casi agresivos. Se mordía de vez en cuando los labios. Y la nariz respingona, un poco torcida, le temblaba.
Le contaba a la vieja su desventura. El marido…
Desde el principio, la vieja le dirigió una mirada que establecía las condiciones de la conversación, es decir: un desahogo, sí, estaba dispuesta a ofrecérselo; pero que la engañaran, no, eso no lo quería, así era.
– ¿Marido, no?
– Estamos casados por la iglesia.
– Ah, bien, por la iglesia.
– ¿Y qué pasa?, ¿no es un marido?
– No, hija: no sirve.
– ¿Cómo que no sirve?
– Lo sabes, no sirve.
Pues sí, de hecho, la vieja tenía razón. No servía. Desde hacía tiempo, de hecho, ese hombre quería librarse de ella, y a la fuerza la había mandado a Roma para que buscara trabajo como nodriza. Ella no quería ir; comprendía que era demasiado tarde, pues el niño tenía ya cerca de siete meses. Había estado quince días en casa de un corredor cuya mujer, para rehacerse de los gastos y por haberle pagado el alojamiento, había osado al final proponerle…
– ¿Comprendes? ¡A mí!
Con la cólera había perdido la leche. Y ahora no tenía ni siquiera para su criatura. La mujer del corredor le había quitado los pendientes y se había quedado incluso con el hatillo con que había llegado del pueblo. Desde esa mañana estaba en la calle.
– ¡Y esta es la verdad!
No podía ni quería volver al pueblo: el marido no la aceptaría. ¿Qué iba a hacer, mientras tanto, con ese niño que le ataba los brazos? Cierto, no encontraría trabajo ni siquiera de sirvienta.
La vieja la escuchaba con recelo, porque ella decía esas cosas como si en modo alguno estuviera desesperada; es más, sonreía al repetir a menudo la frase: – ¡Y esta es la verdad!
– ¿De dónde eres? – le preguntó la vieja.
– De Core.
Y se quedó un tiempo como si viera con el pensamiento el pueblo lejano. Luego se sacudió, miró al pequeño y dijo:
– ¿Dónde lo dejo? ¿Aquí en el suelo? ¡Pobre angelito mío!
Lo levantó en brazos y lo besó muy fuerte varias veces.
La vieja dijo:
– ¿No lo has hecho tú? Pues llora por él.
– ¿Yo lo he hecho? – respondió la joven. – Bueno, lo he hecho, y Dios me ha castigado. Pero también sufre él, ¡pobre inocente! ¿Y qué ha hecho él? Vamos, Dios no hace las cosas bien. Y si no las hace él, figúrate nosotros. ¡Intentamos sobrevivir!
– ¡Este mundo, este mundo! – suspiró la vieja, poniéndose en pie con dificultad.
– ¡Es una pena! – añadió, sacudiendo la cabeza, otra vieja asmática, corpulenta, que pasaba por allí, apoyándose en un bastón.
La otra sacó de los harapos una bolsita sucia que le colgaba de la cintura, escondida bajo el vestido, y cogió un pedazo de pan.
– Toma, ¿lo quieres?
– Sí. Dios te lo pague, – se apresuró a responder Tuta. – Me lo como. ¿Crees que estoy en ayunas desde esta mañana?
Hizo dos pedazos: el más grande, para ella; el otro lo puso entre los dedos rosados del niño, que no querían abrirse.
– Es papa, Nino. ¡Sé bueno! ¡Un lujo! Papa, papa.
La vieja se marchó arrastrando los pies, junto a la del bastón.
El jardín ya se había animado un poco. El guarda regaba las plantas. Pero ni siquiera ante las trombas de agua querían despertarse del sueño en que parecían absortos – sueño de una tristeza infinita – esos pobres árboles que brotaban en los escasos parterres, sembrados de mondaduras, cáscaras de huevo, trozos de papel, y protegidos por varas y picas aquí y allá sueltas o por un círculo de roca artificial en donde se hundían los asientos.
Tuta se puso a mirar la pila baja, redonda que surgía en medio, y cuya agua verdosa estaba estancada bajo un velo de polvo que se rompía de vez en cuando con el golpetazo de alguna mondadura lanzada por la gente que se sentaba a su alrededor.
Ya estaba el sol a punto de ponerse, y casi en todos los bancos daba ahora la sombra.
En uno allí al lado vino a sentarse una señora de unos treinta años, vestida de blanco. Tenía los cabellos rojos, como de cobre, despeinados, y el rostro lleno de pecas. Como si no pudiera más con el calor, trataba de apartar de sus piernas a un chaval malhumorado, amarillo como la cera, vestido de marinero; y mientras tanto miraba aquí y allá, impaciente, apretando los ojos miopes, como si esperara a alguien, y volvía de cuando en cuando a empujar al chaval para que buscara en otro lado a algún compañero de juegos. Pero el chaval no se movía; tenía los ojos fijos en Tuta, que estaba comiéndose el pan. También Tuta miraba y observaba atenta a la señora y al chaval; y de pronto dijo:
– Usted, señora, con su permiso, si alguna vez necesitara una mujer que le hiciera la colada o a medio servicio… ¿No? ¡Bueno!
Luego, viendo que el chaval enfermizo no separaba los ojos de ella y no quería ceder a las repetidas invitaciones de la madre, lo llamó:
– ¿Quieres ver a este muñeco? Ven a verlo, pequeño, ven a verlo.
El chaval, empujado violentamente por la madre, se acercó; miró un poco al niño con los ojos vidriosos como los de un gato fustigado; luego, le quitó el trozo de pan de la manita. El niño se puso a gritar.
– ¡No! ¡Pobre muñeco! – exclamó Tuta. – ¿Le has quitado el pan? Llora, ¿no ves? Tiene hambre… Dale al menos un pedacito.
Alzó la mirada para llamar a la madre del chaval, pero no la vio en el asiento: hablaba allá al fondo, nerviosamente, con un hombretón barbudo que la escuchaba desatento, con una curiosa sonrisa en los labios, las manos en la espalda y el sombrerucho blanco echado en la nuca. El niño, mientras tanto, seguía gritando.
– Bueno, – dijo Tuta – te cojo yo un pedacito.
Entonces el chaval rompió a gritar. Acudió la madre, a quien Tuta, con su permiso, le explicó lo que había pasado. El chaval se apretaba sobre el pecho, con las dos manos, el pedazo de pan, sin querer soltarlo, ni siquiera ante las exhortaciones de la madre.
– ¿Lo quieres de verdad? ¿Vas a comértelo, Ninni? – le dijo la señora roja. – No come nada, sépalo, nada: ¡estoy desesperada! Ojalá lo quiera de verdad… Será un capricho… Déjeselo, por favor.
– Sí, con mucho gusto – dijo Tuta. – Toma, angelito, cómetelo tú…
Pero el chaval se fue corriendo hasta la pila y arrojó allí el pedazo de pan.
– ¿A los pececitos, eh, Ninni? – exclamó entonces Tuta, riendo. – Esta pobre criatura mía que está en ayunas… Yo no tengo leche, no tengo casa, no tengo a nadie… de verdad, sépalo, señora… ¡A nadie!
La señora tenía prisas por volver con aquel hombre que la esperaba allí: sacó de la cartera dos monedas y se las dio a Tuta.
– Dios se lo pague – le dijo detrás, esta. – Vamos, vamos, sé bueno, angelito mío: ¡te compro golosinas! Hemos ganado dos blancas con el pan de la vieja. ¡Calla, Nino mío! Somos ricos…
El niño se tranquilizó. Ella se quedó con las dos monedas apretadas en la mano, mirando a la gente que estaba en el jardín: muchachos, ayas, niñeras, soldados…
Era un barullo continuo.
Entre las muchachas que saltaban a la cuerda, y los chavales que se perseguían, y los niños que gritaban en los brazos de las ayas que charlaban tranquilamente entre ellas, y las niñeras que ligaban con los soldados, había vendedores de altramuces, de rosquillas y otras golosinas.
Los ojos de Tuta se encendían, a veces, y los labios se le abrían en una extraña sonrisa.
¿Nadie quería creer que ella no sabía qué hacer ni adónde ir? Incluso a ella misma le resultaba difícil creérselo. Pero era precisamente así. Había entrado allí, en ese jardincito, para buscar un poco de sombra; se había entretenido allí desde hacía cerca de una hora; podía quedarse hasta por la noche, ¿y después?, ¿dónde pasaría la noche con esa criatura en los brazos?, ¿y el día siguiente?, ¿y el otro? No tenía a nadie, ni siquiera allí en el pueblo, excepto a aquel hombre que no quería saber nada de ella; y por lo demás, ¿cómo podría volver? – ¿Y entonces? ¿Ninguna salida? Pensó en esa vieja bruja que le había quitado los pendientes y el hato. ¿Volver a su casa? La sangre se le subió a la cabeza. Miró a su pequeño, que se había dormido.
– ¿Eh, Nino, al río los dos? Así…
Levantó los brazos, como para tirarlo. Y ella, después. – ¡Qué va, no! – Alzó de nuevo la cabeza y sonrió, mirando a la gente que pasaba delante.
El sol se había puesto, pero el calor persistía, sofocante. Tuta se desabrochó el busto hasta la garganta, dobló hacia dentro las dos puntas, dejando al descubierto un poco del pecho blanquísimo.
– ¿Calor?
– ¡Me muero!
Tenía delante a un viejecito con dos abanicos de papel clavados en el sombrero, otros dos en la mano, abiertos, vistosos, y una cesta en el brazo, llena de muchos abanicos en desorden, rojos, celestes, amarillos.
– ¡Dos blancas!
– ¡Márchate! – dijo Tuta, haciéndose la desinteresada. – ¿De qué son?, ¿de papel?
– ¿Y de qué lo quieres?, ¿de seda?
– Bueno, ¿por qué no? – dijo Tuta, mirándolo con una sonrisa de desafío; luego, abrió la mano en la que tenía las dos monedas, y añadió: – Solo tengo estas dos blancas. ¿Me lo das por una?
El viejo sacudió la cabeza, con dignidad.
– ¡Dos blancas! ¡Menos, ni de de broma!
– ¡Bien, maldito seas! Dámelo. Me muero de calor. El chico duerme… Intentamos sobrevivir. Dios provee.
Le dio las dos monedas, cogió el pequeño abanico y, echándose hacia abajo el escote, comenzó a echarse viento y más viento en el seno casi descubierto, y a reír y a mirar, descarada, con los ojos brillantes, cautivadores, instigadores, a los soldados que pasaban.