Página dedicada a mi madre, julio de 2020

Relatos para un año V

Textos del quinto volumen, La mosca

        1. La mosca
        2. La herejía cátara
        3. Las sorpresas de la ciencia
        4. Las medallas
        5. La virgencita
        6. El gorro de Padua
        7. El brasero
        8. Lejos
        9. La fe
        10. Con otros ojos
        11. Entre dos sombras
        12. Nada
        13. Mundo de papel
        14. El sueño del viejo
        15. La destrucción del hombre

 

5.1  La mosca

Asfixiados, jadeantes, para ganar tiempo, cuando estuvieron bajo el pueblo, – ¡arriba, por aquí, ánimo! – treparon por la escabrosa pendiente arcillosa, ayudándose con las manos – ¡vamos, vamos! – pues con los zapatones claveteados – ¡Maldita sea! – se resbalaban.

Apenas aparecieron morados en la pendiente, las mujeres, reunidas y vociferantes alrededor de la fuente de las afueras del pueblo, se volvieron a mirarlos. ¿No eran los hermanos Tortorici esos dos de allí? Sí, Neli y Saro Tortorici. ¡Oh, pobrecillos! ¿Y por qué corrían así?

Neli, el menor de los hermanos, al no poder más, se detuvo un momento para respirar y responderles a las mujeres; pero Saro lo arrastró por un brazo.

– ¡Giurlannu Zarú, nuestro primo! – dijo entonces Neli, volviéndose, y levantó una mano para santiguarse.

Las mujeres prorrumpieron en exclamaciones de lamento y de horror; una preguntó fuerte:

– ¿Quién ha sido?

– Nadie. ¡Dios! – gritó Neli desde lejos.

Volvieron, corrieron hasta la plazoleta, donde estaba la casa del médico.

El señor doctor, Sidoro Lopiccolo, en mangas de camisa, despechugado, con una barba de al menos diez días en las mejillas fláccidas, y los ojos hinchados y casposos, daba vueltas por las habitaciones, arrastrando las zapatillas, llevando en los brazos a una pobre enfermucha amarillenta, piel y huesos, de unos nueve años.

La mujer, hundida en la cama, desde hacía once meses; seis hijos en la casa, además de la que llevaba en brazos, que era la mayor, harapientos, sucios, salvajes; toda la casa, patas arriba, una ruina: platos hechos añicos, cáscaras, basura en montoncitos en los suelos; sillas rotas, sillones desfondados, camas que no se hacían quién sabe desde cuándo, con las colchas hechas jirones, porque los niños se divertían jugando a la guerra sobre las camas, con las almohadas; ¡bonitos! Solo quedaba intacto, en una habitación que había sido un saloncito, un retrato fotográfico agrandado, colgado en la pared; el retrato de él, del señor doctor Sidoro Lopiccolo, cuando aún era joven, recién licenciado: pulcro, elegante y sonriente. Hacia este retrato marchaba ahora, chancleteando; le mostraba los dientes con una mueca agraciada, se inclinaba y le presentaba a la hija enferma, alargando los brazos.

– ¡Sisiné, aquí la tienes!

Pues así, Sisiné, lo llamaba su madre, entonces, para halagarlo; su madre, que esperaba grandes cosas de él, el benjamín, la columna, el estandarte de la casa.

– ¡Sisiné!

Acogió a esos dos campesinos como un perro hidrófobo.

– ¿Qué queréis?

Habló Saro Tortorici, aún afanado, con la gorra en la mano:

– Señor doctor, hay un desgraciado, nuestro primo, que se está muriendo…

– ¡Bendito él! ¡Que toquen las campanas a fiesta! – gritó el doctor.

– ¡Ah, no, señor! Se está muriendo de pronto, no se sabe de qué. En las tierras de Montelusa, en un establo.

El doctor retrocedió un paso y prorrumpió, hecho un basilisco:

– ¿En Montelusa?

Había desde el pueblo siete buenas millas de camino. ¡Y qué camino!

– Rápido, rápido, ¡por favor! – le rogó Tortorici. – ¡Está completamente negro, como un pedazo de hígado!, tan hinchado, que da miedo. ¡Por favor!

– Pero ¿cómo?, ¿a pie? – gritó el doctor. – ¿Diez millas a pie? ¡Estáis locos! ¡Una mula! Quiero una mula. ¿La habéis traído?

– Voy por ella enseguida, – se apresuró a responder Tortorici. – La pido prestada.

– Entonces, yo – dijo Neli, el menor, – entretanto, voy corriendo a afeitarme.

El doctor se volvió a mirarlo, como si quisiera comérselo con los ojos.

– Es domingo, señorito, – se excusó Neli, sonriendo, perdido. – Tengo novia.

– Ah, ¿tienes novia? – rio con sarcasmo entonces el médico, fuera de sí. – ¡Pues coge a esta, entonces!

Diciendo esto, le puso en los brazos a la hija enferma; luego cogió uno a uno a los otros pequeños que se habían agolpado a su alrededor y los empujó con furia entre sus piernas: – ¡Y este otro!, ¡y este otro!, ¡y este otro!, ¡y este otro! ¡Animal!, ¡animal!, ¡animal!

Le volvió la espalda, hizo como el que se iba, pero volvió atrás, volvió a coger a la enferma y les gritó a los dos.

– ¡Marchaos! ¡La mula! Iré enseguida.

Neli Tortorici volvió a sonreír, mientras bajaba la escalera, detrás del hermano. Tenía veinte años; la novia, Luzza, dieciséis: ¡una rosa! ¿Siete hijos? ¡Esos eran pocos! Doce quería él. Y para mantenerlos le bastaría con sus dos brazos, solos pero buenos, que Dios le había dado. Alegremente, siempre. Trabajar y cantar, todo con todas las de la ley. No en vano le llamaban Liolà, el poeta. Y sintiéndose amado por todos por su bondad servicial y el buen humor constante, le sonreía hasta al aire que respiraba. El sol aún no había logrado quemarle la piel, secarle el rubio dorado de los pelos rizados que tantas mujeres le habrían envidiado; tantas mujeres que enrojecían, turbadas, si las miraba de cierto modo, con esos ojos claros, tan vivos.

Más que por el caso del primo Zarú, ese día, él estaba afligido, en el fondo, porque su Luzza, que desde hacía seis días suspiraba por estar un poco con él ese domingo, estaría de morros. Pero ¿podía él, en conciencia, eximirse de la caridad propia de un cristiano? ¡Pobre Giurlannu! También él tenía novia. ¡Qué desastre, así, de imprevisto! Vareaba las almendras, allí abajo, en las propiedades de Lopes, en Montelusa. La mañana anterior, el sábado, el tiempo se puso que quería llover; pero no parecía que hubiera peligro de lluvia inminente. Hacia mediodía, sin embargo, Lopes dice: – El tiempo está inestable; no quisiera, hijos, que las almendras se me quedaran bajo la lluvia. – Y había ordenado a las mujeres que estaban recogiéndolas que subieran al almacén a quitarles los zurrones. – Vosotros, – dice, volviéndose a los hombres que vareaban (y también estaban ellos, Neli y Saro Tortorici) – vosotros, si queréis, subid con las mujeres a quitarles los zurrones. – Giurlannu Zarú: – Enseguida, – dice – pero ¿el día se me paga con mi jornal, veinticinco liras? – No, – dice Lopes, – te pago con tu salario medio día; el resto, a media lira, como a las mujeres.- ¡Es un abuso! ¿Por qué, acaso les faltaba a los hombres el trabajo y el modo de ganar un jornal completo? No llovía; ni de hecho llovió en todo el día, ni por la noche. – ¿Media lira, como a las mujeres? – dice Giurlannu Zarú. – Yo llevo pantalones. Si me pagas media jornada a veinticinco, voy allí.

No se fue: se quedó hasta por la tarde, esperando a los primos que se habían contentado con quitarles los zurrones a las almendras, a media lira, con las mujeres. En cierto momento, sin embargo, cansado de estar ocioso mirando, se había ido a un establo, allí cerca, para echarse a dormir, tras pedirle al grupo que lo despertara cuando llegara la hora de irse.

Se vareaba desde hacía un día y medio, y las almendras recogidas eran pocas. Las mujeres propusieron que les quitaran los zurrones a todas esa misma tarde: trabajarían hasta bien tarde, se quedarían a dormir allí el resto de la noche y se levantarían de madrugada para volver al pueblo la mañana siguiente. Así lo hicieron. Lopes les llevó habas cocidas y dos botellas de vino. A medianoche, cuando terminaron de descascarar, se echaron todos, hombres y mujeres, a dormir al sereno en la era, donde la paja que quedaba estaba mojada con la humedad, como si en verdad hubiera llovido.

– ¡Liolà, canta!

Y él, Neli, se había puesto a cantar de imprevisto. La luna entraba y salía de un denso enredo de nubecillas blancas y negras; y la luna era la cara redonda de su Luzza, que sonreía y se ensombrecía con los casos ya tristes, ya alegres del amor. Giurlannu Zarú se había quedado en el establo. Antes del alba, Saro había ido a despertarlo y lo había encontrado allí, hinchado y negro, con una fiebre de caballo.

Esto contó Neli Tortorici, en la barbería, y el barbero, distrayéndose en cierto momento, le cortó con la navaja. Una heridita, cerca de la barbilla, que ni siquiera se veía, ¡vamos! Neli no tuvo ni tiempo para darse cuenta, porque a la puerta de la barbería se había asomado Luzza, con la madre y Mita Lumía, la pobre novia de Giurlannu Zarú, la cual gritaba y lloraba, desesperada.

Se necesitó Dios y ayuda para hacerle entender a esa pobrecilla que no podía ir a Montelusa a ver al novio: lo vería antes de la tarde, apenas lo trajeran como mejor pudieran. Llegó Saro, gritando que el médico ya estaba a caballo y no quería esperar más. Neli llevó a Luzza aparte y le rogó que tuviera paciencia: volvería antes de la tarde y le contaría muchas cosas hermosas.

Cosas hermosas, de hecho, son incluso estas para dos novios que se las cuentan cogiéndose las manos y mirándose a los ojos.

¡Camino asesino! Unos precipicios tales, que al doctor Lopiccolo le ponían la muerte ante los ojos, a pesar de que Saro, a un lado, y Neli, al otro, llevaran a la mula por el cabestro.

Desde lo alto se divisaba todo el vasto campo, con sus llanuras y sus valles; con cultivos de forraje, de olivos, de almendros; amarillo ahora por los rastrojos, y aquí y allí salpicado de negro por los fuegos de la artiga; al fondo, se descubría el mar, de un áspero azul. Moreras, algarrobos, cipreses, olivos guardaban su variado verdor, perenne; las copas de los almendros ya se habían aclarado.

Por todo su alrededor, en el amplio círculo del horizonte, había como una capa de viento. Pero el calor era extenuante; el sol rompía las piedras. Llegaba de vez en cuando, desde el otro lado de los setos polvorientos de las chumberas, algún chillido de calandria o alguna risotada de una urraca, que hacía que a la mula del doctor se le levantaran las orejas.

– ¡Mala mula! ¡Mala mula! – se lamentaba este entonces.

Para no perder de vista esas orejas, no advertía siquiera el sol que tenía delante de los ojos, y dejaba la sombrilla abierta, forrada de verde, apoyada en su brazo.

– Usted no tema, que aquí estamos nosotros, – lo exhortaban los hermanos Tortorici.

Temor, en verdad, el doctor no habría debido tener. Pero lo decía por los hijos. Tenía que conservar la piel por esos siete desgraciados.

Para distraerlo, los Tortorici se pusieron a hablarle de la mala cosecha: escaso el trigo, escasa la cebada, escasas las habas; en cuanto a los almendros, ya se sabía: no cuajaban siempre, cargados un año, y otro no; y de los olivos, ni hablaban, la niebla los había arruinado al crecer; ni podían resarcirse con la vendimia, pues todos los viñedos de la región estaban enfermos.

– ¡Buen consuelo! – iba diciendo de vez en cuando el doctor, mientras movía la cabeza.

Al cabo de dos horas de camino, todos los temas se agotaron. El camino corría derecho durante un largo trecho, y sobre el estrato profundo de polvo blanquecino se pusieron a conversar ahora los cuatro cascos de la mula y los zapatones claveteados de los dos campesinos. Liolà, en cierto momento, se puso a canturrear, desganado, a media voz; lo dejó pronto. No se veía ni un alma, pues todos los campesinos, el domingo, estaban en el pueblo, quien en misa, quien de compras, quien descansando. Quizás allí abajo, en Montelusa, nadie se había quedado al lado de Giurlannu Zarú, que se moría solo, si aún estaba vivo.

Solo, de hecho, lo encontraron, en el establo hediondo, tendido sobre la pared, como Saro y Neli Tortorici lo habían dejado: lívido, enorme, irreconocible.

Jadeaba.

Por las rejas de la ventana, cerca del pesebre, entraba el sol y le golpeaba la cara, que ya no parecía humana: la nariz, con la hinchazón, había desaparecido; los labios, negros y horriblemente tumefactos. Y el estertor salía de esos labios, exasperado, como un ladrido. Entre los cabellos rizados, morenos, una brizna de paja brillaba al sol.

Los tres se pararon un momento a mirarlo, consternados y como retenidos por el horror de esa vista. La mula pateó, babeando, en el encachado del establo. Entonces, Saro Tortorici se acercó al moribundo y lo llamó cariñosamente:

– Giurla, Giurla, aquí está el doctor.

Neli fue a atar la mula al pesebre, cerca del cual, en la pared, estaba como la sombra del otro animal, la huella del asno que vivía en ese establo y que se había estampado allí a fuerza de restregarse.

Giurlannu Zarú, ante una nueva llamada, dejó de jadear; intentó abrir los ojos ensangrentados, ennegrecidos, llenos de miedo; abrió la boca horrenda y gimió, como quemado por dentro:

– ¡Me muero!

– No, no, – se apresuró a decirle Saro, angustiado. – Aquí está el médico. Lo hemos traído nosotros; ¿lo ves?

– ¡Llevadme al pueblo! – les rogó Zarú, y jadeando, sin poder separar los labios: – ¡Oh, madre mía!

– ¡Sí, mira, aquí está la mula! – respondió Saro enseguida.

– ¡Incluso en los brazo, Giurlà, te llevo yo! – dijo Neli, mientras acudía y se inclinaba sobre él. – ¡No te desanimes!

Giurlannu Zarú se volvió a la voz de Neli, lo examinó con esos ojos ensangrentados como si antes no lo reconociera, luego movió un brazo y lo cogió por la correa.

– ¿Tú, hermoso? ¿Tú?

– ¡Yo, sí!, ¡anímate! ¿Lloras? No llores, Giurlà, no llores. ¡No es nada!

Y le puso una mano en el pecho que se estremecía con los sollozos que no podían romperle en la garganta. Sofocado, en cierto momento, Zarú sacudió la cabeza con rabia, luego levantó la mano, cogió a Neli por la nuca y lo atrajo hacia él:

– Juntos, nosotros, teníamos que casarnos…

– Y juntos nos casaremos, ¡no lo dudes! – dijo Neli, apartando la mano que le apretaba la nuca.

En tanto, el médico observaba al moribundo. Estaba claro: era un caso de carbunco.

– Dígame, ¿se acuerda si le ha picado algún insecto?

– No, – dijo con la cabeza Zarú.

– ¿Un insecto? – preguntó Saro.

El médico les explicó, como pudo, a esos dos ignorantes el mal. Alguna bestia tenía que haber muerto por los alrededores, de carbunco. Sobre su carroña, tirada en el fondo de alguna cuneta, quién sabe cuántos insectos se habrían posado; luego, uno de ellos, volando, habría podido inocularle el mal a Zarú, en ese establo.

Mientras el médico decía esto, Zarú había vuelto la cara hacia la pared.

Nadie lo sabía, y la muerte, en tanto, estaba allí aún; tan pequeña, que apenas se la podría ver, si alguien le prestara atención.

Había una mosca, allí, en la pared, que parecía inmóvil; pero, mirándola bien, ya sacaba la pequeña trompa y succionaba, ya se acicalaba con celeridad las dos sutiles patitas anteriores, restregándoselas entre ellas, como satisfecha. Zarú la descubrió y la observó con intensidad.

– Una mosca.

Podía haber sido esa u otra. ¿Quién sabe? Porque, ahora, oyendo hablar al médico, le parecía acordarse. Sí, el día anterior, cuando se había echado allí a dormir, esperando que los primos terminaran de pelar las almendras de Lopes, una mosca le había dado fastidio. ¿Podía ser esta?

La vio de pronto salir volando y se volvió siguiéndola con los ojos.

Había ido a posarse en la mejilla de Neli. Desde la mejilla, muy leve, ella ahora recorría con dos trazos la barbilla, hasta el corte de la navaja, y se pegaba allí, voraz.

Giurlannu Zarú estuvo mirándola un rato, atento, absorto. Luego, con el jadeo catarroso, preguntó con una voz de caverna:

– ¿Puede ser una mosca?

– ¿Una mosca? ¿Por qué no? – respondió el médico.

Giurlannu Zarú no dijo nada más: se puso a mirar esa mosca que Neli, casi atontado con las palabras del médico, no apartaba. Él, Zarú, ya no prestaba atención al discurso del médico, pero disfrutaba con que este, mientras hablaba, absorbiera tanto la atención del primo como para hacer que no advirtiera el fastidio de esa mosca en la mejilla. ¡Oh, si fuese la misma! ¡Entonces, sí, de verdad que se casarían juntos! Era presa de una oscura envidia, de unos sordos celos feroces por ese primo, tan hermoso y florido, para quien la vida que a él, así era, le faltaba de pronto, permanecía llena de promesas.

De pronto, Neli, como si finalmente sintiera una picadura, levantó una mano, apartó la mosca y, con dos dedos, comenzó a oprimirse la barbilla, sobre el corte. Se volvió a Zarú, que estaba mirándolo, y se quedó desconcertado al ver que este había abierto los ojos horrendos, en una sonrisa monstruosa. Se miraron un poco así. Luego, Zarú dijo, casi sin quererlo:

– La mosca.

Neli no comprendió e inclinó la oreja:

– ¿Qué dices?

– La mosca, – repitió él.

– ¿Qué mosca? ¿Dónde? – preguntó Neli, consternado, mirando al médico.

– Ahí, donde te rascas. ¡Lo sé con seguridad! – dijo Zarú.

Neli le mostró al médico la heridita de la barbilla:

– ¿Qué tengo? Me pica.

El médico lo miró, sombrío; luego, como si quisiera examinarlo mejor, lo condujo fuera del establo. Saro los siguió.

¿Qué sucedió después? Giurlannu Zarú esperó, esperó largamente, con un ansia que le irritaba todas las vísceras. Oía que hablaban allí fuera, confusamente. De pronto, Saro regresó de prisa al establo, cogió la mula y, sin siquiera volverse a mirarlo, salió, gimiendo:

– ¡Ah, Neluccio mío!, ¡ah, Neluccio mío!

Por tanto, ¿era verdad? Y por ello, lo abandonaban allí, como a un perro. Intentó incorporarse, llamó dos veces:

– ¡Saro! ¡Saro!

Silencio. Nadie. No se sostuvo ya sobre el codo, volvió a caerse y se puso un rato a gruñir, para no oír el silencio del campo, que lo aterrorizaba. De pronto, le vino la duda de si estaba soñando, de si había tenido ese horrible sueño con la fiebre; pero, al volverse a la pared, volvió a ver la mosca, allí de nuevo.

Hela ahí.

Ya sacaba la pequeña trompa, ya se acicalaba con celeridad las dos sutiles patitas anteriores, restregándoselas entre ellas, como satisfecha.

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