Página dedicada a mi madre, julio de 2020

5. 10  Con otros ojos

Desde la amplia ventana, abierta sobre el jardincito colgante de la casa, se veía como colocada en el azul vivo de la fresca mañana una rama de almendro florido, y se oía, mezclado con el ronco borbollón de la pila en medio del jardín, el campaneo festivo de las iglesias lejanas y el chillido de las golondrinas ebrias de aire y de sol.

Al retirarse de la ventana suspirando, Anna se dio cuenta de que el marido esa mañana se había olvidado de deshacer la cama, como solía hacer siempre, para que los criados no se percataran de que no se había acostado en su dormitorio. Apoyó entonces los codos sobre la cama no tocada, luego se extendió en ella con todo el busto, doblando la hermosa cabeza rubia en las almohadas y entrecerrando los ojos, como para saborear en la frescura del lino los sueños que ella solía dormir allí. Una bandada de golondrinas lanzadas se agitaron chillando delante de la ventana.

– Mejor si te hubieras acostado aquí, – murmuró para sí, y se reincorporó cansada.

El marido tenía que partir esa misma tarde, y ella había entrado en el dormitorio de él para prepararle lo necesario para el viaje.

Al abrir el armario, sintió como un gañido en el cajón interior y enseguida se retiró asustada. Cogió de un rincón del dormitorio un bastón con el mango curvado y, ajustándose en las piernas el vestido, cogió el bastón por la punta e intentó abrir con él, así, desde lejos, el cajón. Pero, al tirar, en lugar del cajón, salió fácilmente del bastón una brillante cuchilla insidiosa. No se lo esperaba; sintió repulsión y dejó que se cayera de su mano el forro del estoque.

En ese momento, otro gañido hizo que se volviera de un salto, dudando si también el primero habría salido de alguna golondrina que se agitaba delante de la ventana.

Apartó con un pie el arma desenvainada y sacó entre las dos puertas abiertas el cajón lleno de ropa antigua abandonada del marido. Por imprevista curiosidad se puso, entonces, a hurgar en él y, al dejar una chaqueta gastada y desteñida, tocó en los bordes bajo el forro como un cartoncito que había resbalado allí desde el bolsillo desfondado del pecho; quiso ver qué papel se había caído y olvidado allí quién sabe desde cuándo; y así, por casualidad, Anna descubrió el retrato de la primera mujer del marido.

Palideciendo, con la vista turbia y el corazón suspendido, corrió hacia la ventana, y se quedó allí largo tiempo, atónita, mirando la imagen desconocida, casi con una sensación de desasosiego.

El voluminoso peinado de la cabeza y el vestido de antiguo diseño no le dejaron ver al principio la belleza de ese rostro; pero apenas pudo apreciar los rasgos, abstrayéndose de la ropa que ahora, después de tantos años, parecía ridícula, y detenerse especialmente en los ojos, se sintió casi ofendida y un impulso de odio le saltó del corazón al cerebro: odio de póstumos celos; el odio mezclado con el desprecio que había sentido por ella al enamorarse del hombre que ahora era su marido, después de once años de la tragedia conyugal que había destruido de golpe la primera casa de él.

Anna había odiado a esa mujer al no poder entender cómo había podido traicionar al hombre ahora adorado por ella y, en segundo lugar, porque sus parientes se habían opuesto a su matrimonio con Brivio, como si este hubiera sido responsable de la infamia y de la muerte violenta de la mujer infiel.

¡Era ella, sí, era ella, sin duda!, ¡la primera mujer de Vittore: la que se había matado!

Tuvo la confirmación con la dedicatoria escrita en el dorso del retrato: A mi Vittore, su Almira – 11 de noviembre de 1873.

Anna tenía noticias muy vagas de la muerta: sabía solo que el marido, descubierta la traición, la había obligado, con la impasibilidad de un juez, a quitarse la vida.

Ahora ella recordó con satisfacción esta condena del marido, irritada por ese “mi” y por ese “su” de la dedicatoria, como si aquella hubiera querido ostentar así la estrechez de la unión que recíprocamente los había unido, a ella y a Vittore, únicamente para fastidiarla.

Ante ese primer relámpago de odio, agitado por la rivalidad, superviviente ya solo en ella, siguió en el alma de Anna la curiosidad femenina de examinar las líneas de esa cara, pero casi retenida por la extraña consternación que se siente a la vista de un objeto que ha pertenecido a alguien que ha muerto trágicamente; consternación ahora más viva; pero no desconocida por ella, puesto que por ella estaba invadido todo su amor por el marido que había pertenecido a la otra mujer.

Examinando su cara, Anna notó enseguida lo diferente que era de la suya; y le surgió a un tiempo del corazón la pregunta de cómo era que el marido que había amado a esa mujer, a esa jovencita ciertamente hermosa para él, había podido enamorarse luego de ella, que era tan diferente.

Parecía bonita, mucho más bonita que la suya, esa cara que, por el retrato, parecía morena. Así era: y esos labios se habían unido en los besos con los labios de él; pero ¿por qué en las comisuras de la boca ese pliegue doloroso?, ¿y por qué tan triste la mirada de esos ojos intensos? Toda la cara difundía un profundo duelo; y Anna sintió casi rabia ante la bondad humilde y verdadera que esas líneas expresaban, y por ello un movimiento de repulsión y de repugnancia, al parecerle de pronto que descubría en la mirada de esos ojos la misma expresión de sus ojos cuando, al pensar en el marido, ella se miraba al espejo, por la mañana, después de haberse arreglado.

Apenas tuvo tiempo de echarse en el bolsillo el retrato: el marido se presentó, bufando, en el umbral del dormitorio.

– ¿Qué has hecho? ¿Cómo siempre? ¿Lo has ordenado? ¡Ah, pobre de mí! ¡Ahora ya no encuentro nada!

Al ver luego el estoque desenvainado en el suelo:

– ¡Ah! ¿Incluso has jugado a la esgrima con la ropa del armario?

Y se rio con esa risa suya que salía solo de la garganta, como si alguien se la hubiera cosquilleado; y, riéndose así, miró a la mujer, como si le preguntara la razón de su propia risa. Al mirar, batía continuamente los párpados velozmente sobre los ojillos cautos, negros, inquietos.

Vittore Brivio trataba a la mujer como a una niña solo capaz de ese amor ingenuo y casi pueril del que se sentía rodeado, a menudo con fastidio, y al que se había propuesto prestar atención solo de vez en cuando, mostrando entonces incluso una condescendencia casi teñida de una leve ironía, como si quisiera decir: “¡Pues bien, vamos!, durante un poco me convertiré yo también, contigo, en un niño: es necesario hacer incluso esto, pero ¡no perdamos demasiado tiempo!”.

Anna había dejado que cayera a sus pies la vieja chaqueta en la que había encontrado el retrato. Él la levantó, ensartándola con la punta del estoque, luego llamó por la ventana del jardín al criado que le hacía también de cochero y que en ese momento amarraba el caballo al carro. Apenas el muchacho se presentó en mangas de camisa en el jardín, ante la ventana, Brivio le tiró a la cara desconsideradamente la chaqueta ensartada, acompañando la limosna de un “¡Toma, es para ti!”.

– ¡Así tendrás que cepillar menos – añadió, dirigiéndose a su mujer, – y que ordenar, esperemos!

Y de nuevo emitió esa risa suya forzada batiendo muchas veces los párpados.

Otras veces el marido se había alejado de la ciudad y no pocos días solo, al marcharse incluso de noche como esa vez; pero Anna, aún bajo la impresión del descubrimiento de ese retrato, sintió un extraño miedo de quedarse sola, y se lo dijo, llorando, al marido.

Vittore Brivio, apresurado por el temor de no llegar a tiempo y completamente absorto en la preocupación de sus negocios, acogió con poca gentileza ese llanto insólito de su mujer.

– ¡Cómo! ¿Por qué? ¡Vamos, vamos, niñerías!

Y se fue furioso, sin siquiera despedirse.

Anna se sobresaltó con el ruido de la puerta que él cerró tras él con ímpetu; se quedó con la luz en la mano en la salita y sintió que se le helaban las lágrimas en los ojos. Luego se sacudió y se retiró deprisa a su habitación, para meterse enseguida en la cama.

En el dormitorio ya en orden ardía la lamparita de noche.

– Vete a dormir – le dijo Anna a la sirvienta que la atendía. – Me ocupo yo sola. Buenas noches.

Apagó la luz, pero en lugar de colocarla, como solía, en la repisa, la colocó en la mesita de noche, presintiendo – incluso contra su propia voluntad – que quizás la necesitaría más tarde. Comenzó a desvestirse deprisa, teniendo los ojos fijos en el suelo, ante ella. Cuando el vestido le cayó alrededor de los pies, pensó que el retrato estaba allí y con una intensa rabia se sintió mirada y compadecida por esos ojos dolientes que tanta impresión le habían causado. Se inclinó decididamente a recoger de la alfombra el vestido y lo colocó sin doblarlo en el sillón al pie de la cama, como si el bolsillo que escondía el retrato y la maraña del tejido debieran y pudieran impedirle reconstruirse la imagen de esa muerta.

Apenas acostada, cerró los ojos y se obligó a seguir con el pensamiento al marido por la calle que llevaba a la estación ferroviaria. Se obligó a ello por la rencorosa rebelión ante el sentimiento que todo ese día la había mantenido alerta, observando, estudiando al marido. Sabía de dónde le había llegado ese sentimiento y quería arrojarlo de sí.

En el esfuerzo de la voluntad que le producía una intensa sobreexcitación nerviosa, se representó con extraordinaria evidencia la calle larga, desierta en la noche, iluminada por las farolas que reverberaban la luz temblorosa en el empedrado que parecía que palpitaba con ella: al pie de cada farola, un círculo de sombra; los talleres, todos cerrados; y he aquí el coche que llevaba a Vittore. Como si lo hubiera esperado en el paso, se puso a seguirlo hasta la estación: vio el tren lúgubre, bajo el techo de cristales; una gran confusión de gente en el interior amplio, húmedo, mal iluminado, oscuramente sonoro: he ahí, el tren se marchaba; y como si verdaderamente lo viese alejarse y desaparecer en las tinieblas, volvió de pronto en sí misma, abrió los ojos en el dormitorio silencioso y sintió una sensación angustiosa de vacío, como si algo le faltara dentro.

Sintió entonces confusamente, perdiéndose, que desde hacía quizás tres años, desde el momento en que se había marchado de la casa paterna, ella estaba en ese vacío, del que solo ahora comenzaba a tomar conciencia. No se había percatado antes, porque había llenado ese vacío solo consigo misma, con su amor; se percataba ahora, porque todo ese día había tenido casi suspendido su amor, para ver, para observar, para juzgar.

¡Ni siquiera se ha despedido de mí!”, pensó; y se puso a llorar de nuevo, como si este pensamiento fuera, de modo determinado, la razón del llanto.

Se puso sentada en la cama: pero enseguida detuvo la mano tendida, al levantarse, para coger del vestido el pañuelo. ¡Vamos, ya era inútil prohibirse volver a ver, volver a observar ese retrato! Lo cogió. Volvió a encender la luz.

¡Qué distinta se había figurado a esa mujer! Contemplando ahora la verdadera efigie, sentía un remordimiento por los sentimientos que la imaginaria le había suscitado. Se había figurado una mujer más gorda y rubicunda, con los ojos centelleantes y risueños, inclinada a la risa, a las diversiones vulgares. Y en cambio, ahora, hela ahí: una jovencita de cuyos rasgos puros emanaba un alma profunda y dolida; diferente a ella, sí, pero no en el sentido grosero de antes: al contrario, incluso esa boca parecía que nunca había sonreído, mientras que la suya muchas veces y con alegría había reído; y ciertamente, si morena era esa cara (como mostraba el retrato), con un aire menos risueño que el suyo, rubio y rosado.

¿Por qué, por qué tan triste?

Un pensamiento odioso le relampagueó en la mente, y enseguida apartó los ojos de la imagen de esa mujer, al descubrir de improviso una insidia no solo para su paz, para su amor que, sin embargo, ese día había recibido más de una herida, sino incluso para su orgullosa dignidad de mujer honesta que nunca se había permitido siquiera el más lejano pensamiento contra el marido. ¡Aquella había tenido un amante! ¡Y por él quizás era tan triste, por ese amor adúltero, y no por el marido!

Tiró el retrato sobre la mesita de noche y apagó de nuevo la luz, esperando dormirse, esta vez, sin pensar más en esa mujer, con la que no podía tener nada en común. Pero, cerrando los párpados, volvió a ver enseguida, a su pesar, los ojos de la muerta, y en vano intentó apartar esa visión.

– ¡No por él, no por él! –murmuró entonces con inquieta obstinación, como si, al injuriarla, esperara liberarse.

Y se esforzó por traer a su memoria cuanto sabía en torno a ese otro, al amante, forzando casi la mirada y la tristeza de esos ojos a dirigirse no ya a ella, sino al antiguo amante, del que ella solo sabía el nombre: Arturo Valli. Sabía que este se había casado algunos años después como para probar que era inocente de la culpa que le quería cargar Brivio, cuyo desafío había rechazado enérgicamente, protestando que nunca se batiría con un loco asesino. Después de este rechazo, Vittore había amenazado con matarlo dondequiera que lo encontrara, incluso si era en la iglesia; y entonces él se había marchado con la mujer fuera del pueblo, al que luego había regresado, apenas Vittore se marchó cuando volvió a casarse.

Pero de la tristeza de estos sucesos por ella evocados, de la vileza de Valli y, después de tantos años, del olvido del marido, el cual, como si nada hubiera pasado, había podido restablecerse en la vida y volver a casarse, de la alegría que ella misma había sentido al convertirse en su mujer, de esos tres años transcurridos por ella sin siquiera un pensamiento de la otra, inesperadamente un motivo de compasión por esta se le impuso espontáneo a Anna; volvió a ver viva la imagen, pero como muy lejano y le pareció que con esos ojos, intensos por tanta pena, aquella le dijera, moviendo levemente la cabeza:

– ¡Sin embargo, yo soy la única que ha muerto! ¡Todos vosotros vivís!

Se vio, se sintió sola en la casa: tuvo miedo. Vivía, sí, ella; pero desde hacía tres años, desde el día de la boda, no había vuelto a ver, ni siquiera una vez, a sus padres, a su hermana. Ella que los adoraba, y que siempre había sido con ellos dócil y fiel, había podido rebelarse contra su voluntad, contra sus consejos, por amor a ese hombre; por amor a ese hombre había enfermado mortalmente y se habría muerto, si los médicos no hubieran persuadido al padre a aceptar la boda. El padre había cedido, pero sin consentir, es más, jurando que ella para él, para la casa, después de esa boda, no existiría. Además de la diferencia de edad, los dieciocho años que el marido tenía más que ella, obstáculo más grave para el padre había sido la posición financiera de él, sometida a rápidos cambios por los negocios arriesgados a los que solía lanzarse con temeraria confianza en sí mismo y en la fortuna.

En tres años de matrimonio, Anna, rodeada de comodidades, había podido retener injustas o dictadas por una precaución contraria las consideraciones de la prudencia paterna, en relación al patrimonio del marido, en el que, por lo demás, ella, ignorante, ponía la misma fe que él en sí mismo; en cuanto a la diferencia de edad, hasta ahora ningún tema manifiesto de desilusión por ella o de maravilla por los otros, puesto que de los años Brivio no sentía el mínimo daño, ni en el cuerpo vigoroso y nervioso, ni tanto menos en su ánimo dotado de infatigable energía, de inquieta alacridad.

Por algo muy diferente, ahora, por primera vez, mirando (sin sospecharlo siquiera) su vida con los ojos de esa muerta, encontraba que tenía que lamentarse del marido. Sí, era verdad: por el descuido casi desdeñoso de él, ella se había sentido herida otras veces; pero nunca como ese día; y ahora por primera vez se sentía tan angustiosamente sola, separada de su familia, la cual le parecía en ese momento que la había abandonado allí, como si, al casarse con Brivio, ya no fuese digna de otra compañía. Y el marido que debería consolarla, el marido mismo parecía que no quería reconocer mérito alguno en el sacrificio que ella había hecho de su amor filial y fraterno, como si a ella no le hubiera costado nada, como si a ese sacrificio él hubiera tenido derecho, y por ello ningún deber de recompensarla tuviera ahora. Derecho, sí, pero porque ella estaba tan locamente enamorada de él entonces; por tanto, el deber de él, ahora, de recompensarla. Y en cambio…

– ¡Siempre igual! – le pareció a Anna que le suspiraban los labios dolidos de la muerta.

Volvió a encender la luz y de nuevo, contemplando la imagen, fue atraída por la expresión de esos ojos. ¿También ella, por tanto, de verdad, había sufrido por él?, ¿también ella, también ella, percatándose de no ser amada, había sentido ese vacío angustioso?

– ¿Sí?, ¿sí? – le preguntó Anna, sofocada por el llanto, a la imagen.

Y le pareció entonces que esos ojos buenos, intensos de pasión, la compadecían a su vez, la compadecían por ese abandono, por el sacrificio no recompensado, por el amor suyo que permanecía encerrado en el pecho como un tesoro en un cofre cuyas llaves tenía él, pero para no usarlas nunca, como el avaro.

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