Página dedicada a mi madre, julio de 2020

5. 11  Entre dos sombras

Estridencia de cadenas e intercambio de saludos y felicitaciones, últimas recomendaciones y gritos de llamada entre los pasajeros de tercera clase y la gente que se amontonaba en el embarcadero de la Immacolatella o en las barcas que se mecían alrededor del vapor a punto de salir.

De vení cu tte! de vení cu tte!

– No! no! t’ ‘o ddico!

– E nun avé paura!

– Core mio, core ‘e mamma, stenne ‘e mmane!

– Addò sta? addò sta?

– Mo sta cca! 1

– ¡Alegremente!

Y entre tanta confusión, para aumentar la agitación de quien se marchaba, el sonido titilante de las mandolinas de una banda de músicos vagabundos.

– ¡Faustino! Dios mío, mira a Niní… mira a Bicetta… – le gritaba a Sangelli la mujer, que no se movía de miedo al mareo, antes incluso de que el vapor se pusiera en movimiento.

No había habido modo de inducirla a que fuera a sentarse al piso de cubierta destinado a la primera clase, a proa. Se había tirado como una pelota en el asiento del tragaluz de la sala de popa; y tan gorda como se había puesto en pocos años después del matrimonio, rubia y pálida, con los ojos azules ovalados, no se preocupaba siquiera del espectáculo que daba con ese abatimiento suyo, agarrada con la mano basta llena de anillos al brazo de madera del asiento, como si, teniéndolo así, quisiera impedir la sacudida abundante y continua de la máquina ya bajo presión.

Gritaba lamentablemente por Bicetta, por Niní, por Carluccio, pero no se atrevía siquiera a volver la cabeza para ver dónde estaban. El amplio velo turquesa alrededor del sombrero de paja, con el viento, le azotaba la cara; dejaba que la azotara, con tal de no moverse; y tenía fijos los ojos espantados en una manga de viento allí cerca, su pesadilla quizás, pero también resguardo y protección.

– ¿Dónde está Carluccio, Dios mío? ¡Faustino! ¡Faustino! ¿Y Bicetta?

Con el aire que azotaba fuerte, de tierra a cubierta, y que se llevaba el humo de la chimenea entre las cuerdas de la arboladura, en la claridad abierta y fresca, toda centelleante por los reflejos de la puesta de sol sobre el mar un poco movido con cada levantamiento de los toldos, esos tres benditos muchachos, que nunca habían estado en un vapor, parecían enloquecidos; se metían entre la gente, por todos lados, por las escaleras sobre la crujía, por las jimelgas, por los puentes de desembarque, bajo los botes; querían verlo todo, y corrían en verdad el riesgo de precipitarse en el mar.

Faustino Sangelli, yendo detrás de ellos, sentía entretanto que se mareaba con esas recomendaciones de la mujer. Nunca le había parecido tan ridículo el diminutivo de su nombre en los labios de esa mujer tan gorda, ni tan desagradable, la voz de ella.

Habría querido gritarle:

– ¡Cállate ya! ¿No ves que me estoy ocupando de ellos?

Pero tenía en los labios, resignada, una sonrisa fría y fatua, como la de quien se dispone a hacer una cosa que verdaderamente no le pertenece o no le preocupa mucho.

¿Oh, Dios, cómo? ¿Los hijos? ¿No le preocupaban los hijos? Sí, le preocupaban. Pero en ese momento, Faustino Sangelli – quien ya tenía treinta y seis años y alguna cana, más de una, en la barba y en las sienes – se sentía precisamente obligado a sonreír de ese modo, con esa media sonrisa fría y fatua, entre la complacencia y la resignación. No podía dejar de hacerlo. Habría seguido sonriendo así, incluso si Carluccio o Niní o Bicetta se hubieran caído – ¡no al mar, no, Dios nos libre! -, sino allí en cubierta, y se hubieran echado a llorar. Porque así no sonreía él, precisamente; sino otro Faustino Sangelli, de unos dieciocho años, y por lo tanto sin esa barba, y por lo tanto sin esa mujer ni esos hijos.

Esto le sucedía por el hecho de que, entre la gente que esa tarde iba en el vapor, de Nápoles a Sicilia, había entrevisto y reconocido enseguida a un pariente lejano, un tal Silvestro Crispo, ya todo gris y más áspero y más sombrío que cuando, tantos y tantos años atrás, él, Faustino Sangelli, entonces casi un muchacho imberbe, estudiante notorio de filología en la Universidad de Palermo, le había quitado el amor de Lillí, una prima de los dos, de la que estaban entonces perdidamente enamorados, y ese pobrecillo había intentado suicidarse, encerrándose una noche con el brasero encendido. Ahora Lillí era la mujer de ese desde hacía ocho años; y Faustino Sangelli sabía que, a pesar de la edad, se conservaba muy hermosa y fresca.

Todos los recuerdos difíciles, los errores, los remordimientos de la primera juventud, de improviso, a la vista de ese hombre, le habían causado dentro tal opresión, que estaba como aturdido. Ante la sola idea de que ese Silvestro Crispo pudiera verlo, envejecido y detrás de esos tres niños mal vestidos y con esa mujer gorda y ridícula que gritaba allí, sentía que enloquecía en una humillación vergonzosa, acre e insoportable, ante la cual reaccionaba sonriendo de ese modo, mientras advertía con una lucidez que suscitaba incluso repugnancia, que no solo el que era ahora, sino incluso el que había sido tantos años atrás, dieciséis años atrás, vivía aún y sentía y razonaba con esos mismos pensamientos, con esos mismos sentimientos, que ya desde hacía tanto tiempo creía apagados y borrados dentro de él; pero tan vivo, tan “presentemente” vivo que, casi sin parecerle verdadero en ese momento todo lo que le rodeaba, e incluso sin poder negarse a sí mismo la realidad, sin poder negar, por ejemplo, que esos tres muchachos eran suyos; he aquí que sonreía, precisamente como si no lo fueran; precisamente como si él no fuera este Faustino de ahora, sino el de antes: dividido en dos vidas distantes y contemporáneas; verdaderas las dos, y vanas las dos al mismo tiempo; y allí, esa rubia pálida, cuya voz desagradable le llegaba: “¡Faustino! ¡Faustino!” – y aquí, huidiza y seductora en el trasiego de los pasajeros en cubierta, Lillí, Lillí de veintidós años, hermosa como cuando a escondidas, desde lejos, para tentarlo, teniendo entreabierta la puerta de su habitación descubría el seno en la blancura de los encajes y con la mano hacía apenas el acto de ofrecérselo y enseguida con la misma mano se lo escondía.

Lillí tenía cuatro años más que él. ¡Y qué pasión, qué frenesí, antes de que ella consintiera hacerse novia de él, pretendida por tantos, incluso por ese pobre Silvestro Crispo, que se afanaba de todos los modos por trabajar para hacerse un estado y obtener enseguida su mano! Pero, entonces, Lillí no se preocupaba de ninguno de los dos: de Silvestro Crispo, porque era demasiado basto, áspero y feo; de él, porque era demasiado joven; y se unía pérfidamente a todos los parientes que se burlaban del espectáculo que les daba con esa pasión precoz y de los celos que lo asaltaban apenas veía que alguno conseguía la sonrisa de ella. Hasta que, de imprevisto, quién sabe por qué, quizás por algún despecho o por algún desengaño inesperado o para tomarse una rápida revancha con alguno, ella se había acercado cariñosa, se había comprometido con él, pero a condición de que él se hiciera novio de ella abiertamente. Entonces, a él le había parecido que tocaba el cielo con los dedos. Durante más de un mes había tenido que luchar para arrancarle al padre el consentimiento, quien sabiamente le había hecho notar que un compromiso de ese género era para él demasiado intempestivo; que la prima tenía cuatro años más que él, y que él, aún estudiante, tendría que esperar por lo menos seis años más para hacerla suya. Obstinado, tras muchas promesas y juramentos, había logrado vencer. Sin embargo, inmediatamente después, al ver que se lo presentaban a todos, aún tan joven, sin un estado, como prometido de Lillí, se había sentido ridículo ante los ojos de todos y especialmente de los de los otros jóvenes que, correspondidos, habían cortejado durante algún tiempo a su novia. La pasión, tan ardiente cuando estaba escondida, contrariada y ridiculizada, había perdido de pronto el fervor, toda la poesía; y poco después, él había huido de Sicilia para cortar con ese noviazgo que había sido, entretanto, el golpe de gracia para ese Silvestro Crispo. Al verse rechazado frente a un jovencito aún imberbe, sin oficio ni beneficio, él, que ya trabajaba, él, que ya era un hombre; desdeñado, desesperado, había querido matarse; y se había salvado de milagro.

¡Helo ahí ahora! Marido de Líllí. Padre (sabía también esto Faustino Sangelli), padre de un niño cuya belleza habían alabado tanto. Hermoso como su madre. Por tanto, quizás feliz, ese hombre. Mientras él… Esta era la razón por la que, corriendo detrás de esos niños no hermosos y mal vestidos, Faustino Sangelli necesitaba sonreír de ese modo, en ese momento; necesidad, precisamente necesidad de ver viva, con veintidós años, huidiza y seductora, en medio del gentío de los pasajeros, a Lillí, a Lillí que se disponía, así, huyendo y protegiéndose detrás de los hombros de los pasajeros, a descubrirse de nuevo el seno, y a indicar apenas con la mano el acto de ofrecérselo, y enseguida con la misma mano el acto de escondérselo. ¡Ah, tantas veces, tantas veces, ebrio de amor, se lo había besado, él, ese pequeño seno! Y ahora quería que ese hombre lo supiera. Sí, sí. Sonreía de ese modo para hacérselo saber. Y con tal rabia, con tal odio – incluso con esa sonrisa en los labios – pensaba, sentía, veía todo esto, que, en cierto momento, obligado a correr casi hasta los pies de Silvestro Crispo para agarrar a tiempo a uno de los niños que estaba a punto de caer, tras haberlo agarrado, se irguió todo tembloroso ante él, casi en su cara, como si esperara que el otro fuera a saltarle al cuello para estrangularlo.

Silvestro Crispo, en cambio, lo miró apenas con el rabillo del ojo; evidentemente, sin reconocerlo. Y se alejó muy despacio.

Faustino Sangelli se quedó de hielo ante esa mirada de absoluta indiferencia. Desde que reía, desde que besaba vivo, con labios ardientes, el tibio, pequeño seno blanco de Lillí, y obligaba a ese hombre a encerrarse en su habitación con un brasero encendido para asfixiarse, he aquí que de pronto desaparecía en él la imagen de lo que había sido, como una sombra; y otra sombra de improviso aparecía, la sombra miserable de sí mismo, una sombra irreconocible, si ese no lo había reconocido, después de dieciséis años: los dieciséis años de todos sus sueños desvanecidos, y de tantos tedios y tantas amarguras; los dieciséis años que habían hecho que envejeciera precozmente; que le habían traído la desgracia de esa mujer, el tormento de esos hijos.

Con furia, encolerizado, con la excusa de la caída de ese pequeño evitada a tiempo, mientras en el creciente clamor la sirena de la chimenea lanzaba el ronco silbido formidable, agarró a los otros dos, fue a coger a la mujer, ¡y abajo, a la cama, a la cama!

– ¡Vamos a dormir!

Pero Niní quería galletas; Bicetta, agua; Carluccio, la trompeta.

– ¡A dormir!, ¡a dormir! ¿No habéis oído a papá?

– Oh, Dios, Faustino, ¿no es pronto?

– ¡Cómo que pronto!, ¡cómo que pronto! ¡Es mejor que te encuentres acostada, antes de que salgamos del puerto! ¡Abajo, abajo!

– ¡La trompeta, papá!

– Oh, Dios, Faustino, me da vueltas la cabeza…

– ¡Pero si aún estamos parados! ¡Si todavía no se mueve!

– ¡Galleta, papá!

– Papá, ¿cuándo bebo?

– ¡Abajo!, ¡abajo! ¡Beberás abajo! ¡Vamos!

– Oh, Dios, Faustino…

– Cuerpo de… ¿Justo aquí? ¡Camarero!, ¡camarero!

Toda la noche, la misma gracia. ¡Y si el mar estuviera mal! ¡Pero nada! Una balsa de aceite. ¡Y qué gritos, qué gritos!

– ¡Cállate! ¡Parece que te degüellan!

– ¡Oh, Dios, me muero! ¡Sujétame, Faustino! ¡Ah, no llego… no llego…! ¡Quiero bajar!

– Bajemos, papá.

– ¡A casa, vamos a casa, papá!

– ¡Mamá, oh, Dios!, ¡tengo miedo, papá!

– ¡Quietos, por Dios! ¡Y tú, tiéndete ahí boca arriba, o voy a tirarme al mar!

Faustino Sangelli, habitualmente tan paciente con la mujer y con los hijos, esa noche, en el mar, se había vuelto una fiera. Pero como Dios quiso, hacia el toque, la mujer se adormeció; los niños se durmieron.

Él se quedó un rato en la litera, sentado, con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. Y estando así sentado, vio, en cierto momento, bajo sus ojos, que le sobresalía la panza, que desde hacía algunos años le había crecido; y vio casi por escarnio colgar de la cadena del reloj una medallita de oro, premio vulgar de un miserable concurso que había ganado. A los dieciocho años, enamorado de Lillí, había soñado con la gloria. Había acabado como profesor de instituto, no tan pobre porque la mujer había traído una buena dote. ¡Ah, Dios, un poco de aire, un poco de aire! ¡Sentía que se sofocaba!

Apagó la lámpara eléctrica; salió de la litera; caminó tambaleándose un poco y sujetándose en las paredes de madera del corredor, y subió a cubierta.

La noche estaba muy oscura, llena de estrellas. Los árboles del vapor vibraban con la sacudida de la máquina, y de la chimenea salía continuo un penacho de humo denso, rojizo. El mar, todo negro, roto por la proa, se abría espumeando un poco a lo largo de los flancos del vapor. Todos los pasajeros se habían retirado a sus literas.

Faustino Sangelli se levantó las solapas del gabán; se hundió el gorro de viaje; paseó un rato sobre el puente reservado a la primera clase; miró a los pasajeros de tercera tirados como animales durmiendo en cubierta, con las cabezas sobre los hatillos, alrededor de la boca de la bodega: luego, levantando la cabeza, vio al otro lado, en el puente de popa reservado a los pasajeros a uno – ¿a él? – cerca del parapeto, apoyado en uno de las barrotes de hierro que sujetaban el toldo.

En la oscuridad no distinguía bien. Pero parecía él, Silvestro Crispo. Tenía que ser él. Quizás, incluso antes de que él lo descubriera entre los pasajeros que marchaban esa tarde de Nápoles, había sido descubierto él. Y quizás, cuando él, sujetando al niño que iba a caerse, se había erguido para mirarlo, la mirada que él le había dirigido con el rabillo del ojo al alejarse no era de indiferencia, sino de desdén, y quizás de odio. Ahora allí, quieto, contraído entre los hombros, también él con las solapas del gabán levantadas y el gorro hundido, miraba el mar. Pero no había nada que mirar en esas tinieblas. Por tanto, pensaba. También él, por tanto, sabiendo que el antiguo rival viajaba en el mismo vapor, no podía dormir, esa noche. ¿Qué pensaba?

Faustino Sangelli estuvo espiándolo un rato con pena, con una pena que, creciendo poco a poco, se le hacía más amarga y más angustiosa: pena de la vida que es así;  pena de los recuerdos que duelen, como si los dolores presentes no le bastaran al corazón de los hombres. Pero poco a poco, comenzó casi a evaporarse esa pena, en la vastedad ilimitada, tenebrosa, bajo ese polvo de estrellas, y se vio, se sintió pequeñísimo, y pequeñísimo vio al rival; pequeñísima, su miseria que se ahogaba en el sentimiento que se extendía desmesurado, de la vanidad de todas las cosas. Entonces, con amargo placer, se persuadió de aprovecharse del mar tranquilo y del sueño de la mujer y de los hijos para echar un sueñecito también él, hasta la llegada a Sicilia con la luz del día.

Así hizo. Pero la buena filosofía le llegó de nuevo, cuando el vapor estuvo a punto de doblar Monte Pellegrino y entrar en el golfo de Palermo. Ahora la mujer se había vuelto muy valiente: una leona; e incluso los hijos, tres leoncitos. Querían ir al puente enseguida para disfrutar de la magnífica vista de la entrada en Palermo.

– ¡No, señores! ¡No os lo permito! ¡Antes, esperad que el vapor se pare!

– ¡Oh, Dios, Faustino, pero si los demás pasajeros están ya arriba!

– Bien. Pero vosotros os quedáis aquí.

– Pero ¿por qué?

– ¡Porque lo quiero así!

¡Imagínense si quería dejarse ver por el otro a la luz del día, con esa mujer al lado toda aplastada y despeinada, con esos tres pequeños con los vestidos sucios y todo arrugados!

Pero cuando, al final, amarraron el vapor y desde el embarcadero del muelle se lanzó la escalera sobre el portalón – ¡fuera! ¡fuera con furia!, el porteador delante, con las maletas, él, Faustino, detrás, con los dos machitos, uno en cada mano; la mujer, cerca, con Bicetta. Sin embargo, al llegar a mitad de la escalera, echando un vistazo, bajo la marquesina del embarcadero, a la gente que había venido para asistir al desembarque de los pasajeros, Faustino Sangelli no vio y no comprendió ya nada.

Allí, en el embarcadero, bajo la marquesina, estaba Lillí, Lillí que había venido con su niño a recibir al marido; Lillí que lo miraba, aturdida, con los ojos abiertos; más que aturdida, casi oprimida por el estupor.

La entrevió apenas. La misma cara; el mismo cuerpo, sólido, esbelto, hermoso; solo le pareció que tenía los pelos pintados, dorados. El puente, el gentío, las maletas, el embarcadero, la marquesina, todo le dio vueltas alrededor. Habría querido hundirse, desaparecer. ¿Dónde estaba el porteador? ¿A quién llevaba de la mano? Se metió en la oficina de la aduana; pero, al tiempo que hacía que los aduaneros controlaran las maletas, vio a Silvestro Crispo atravesando la oficina, hosco y solo.

¿Y cómo? ¿Lillí no se había dado cuenta, por tanto, del marido? Y había venido a propósito tan temprano por la mañana al muelle, para recibirlo a la llegada. ¿Tanta impresión, por tanto, le había causado la vista inesperada de él, después de tantos años? ¡Y quién sabe qué escena pasaría dentro de poco, en casa, cuando ella, al volver con el niño, encontrara que el marido ya había llegado; el marido que habría adivinado enseguida la razón por la que ella no se había dado cuenta de él allí, en el embarcadero del muelle!

Faustino Sangelli estuvo a punto de disfrutar malignamente; pero he aquí que, zarandeado con la mujer y los tres hijos en un enorme y desvencijado autobús de hotel de cristales estrepitosos, allí, por la avenida de los Cuatro Vientos, vio que se acercaba un coche, el cual, se puso muy lentamente a seguir al lentísimo y enorme autobús estrepitoso.

En el coche estaba Lillí con su niño.

Faustino Sangelli sintió que se le arrancaban las entrañas, que le faltaba la respiración, y ya no supo a qué parte volverse a mirar para no ver a la antigua novia que se le acercaba cada vez más, y que lo miraba aturdida con los ojos abiertos. Padeció muerte y pasión. Esos ojos, tan asombrados, le decían cuánto había cambiado; lo miraban como desde el otro lado de un abismo, donde ahora hasta el recuerdo de su lejana imagen se precipitaba y toda la añoranza, toda. Y a este lado del abismo, en el carromato tambaleante y estrepitoso, helo ahí, estaba él, él como había terminado, entre esos tres hijos no hermosos y esa estúpida mujer. Ah, dar un salto desde ese carromato hasta ese coche, poner en el suelo el niño, y unir su boca a la boca que había sido suya hacía tantos años; cometer la última locura, huir, huir… – ¿Por qué lo miraba ella así? ¿Qué pensaba? ¿Qué quería? He aquí, se inclinaba sobre el niño que estaba sentado a su lado, luego volvía a levantar la cabeza y sonreía, sonreía mirando hacia él, moviendo levemente la cabeza. ¿Se burlaba de él? Agitado, temiendo que la mujer, al mirar ese coche, se diera cuenta de su nerviosismo, cogió en las rodillas a uno de sus hijos, le acarició con una mano la barriguita y se puso a reírse, a reírse también él, a reírse, a su vez, para mostrarle un último desdén a ella, quien seguía viniendo a su lado sin haberse percatado del marido que había llegado con él.

– ¡Te has dado un madrugón, y ahora en casa te vas enterar, querida, te vas a enterar!

Pensaba, y se reía, se reía. Pero como una babosa en el fuego.

 

1 En dialecto napolitano: – ¡Voy contigo! ¡Voy contigo! / – ¡No, te he dicho que no! / – ¡Y no tengas miedo! / – ¡Corazón mío, corazón de tu madre, extiende las manos! / – ¿Dónde está?, ¿dónde está? / – ¡Ahora está aquí!

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