5. 12 Nada
El simón que corre fragoroso en la noche por la amplia plaza desierta se para ante la fría claridad de una cristalera opaca de una farmacia en la esquina de la calle San Lorenzo. Un señor con abrigo de piel se lanza sobre el picaporte de esa cristalera para abrirla. Lo gira a un lado y otro – ¿qué diablos? – no se abre.
– Intente llamar, – le sugiere el cochero.
– ¿Dónde, cómo se llama?
– Mire, ahí está el timbre. Pulse.
El señor pulsa con furia rabiosa.
– ¡Buena asistencia nocturna!
Y las palabras, bajo la luz de la farola roja, se evaporan en el hielo de la noche, como convertidas en humo.
Se eleva quejumbroso, desde la próxima estación, el silbido de un tren que parte. El cochero saca el reloj; se inclina hacia uno de los fanales; dice:
– Eh, cerca de las tres…
Al final, el joven de la farmacia, todo lleno de sueño, con el cuello de la chaqueta alzado hasta las orejas, viene a abrir.
Y enseguida el señor:
– ¿Hay un médico?
Pero aquel, advirtiendo en la cara y en las manos el hielo de fuera, desde dentro, levanta los brazos, aprieta los puños y comienza a restregarse los ojos, bostezando:
– ¿A esta hora?
Luego, para interrumpir las protestas del cliente, el cual – pero sí, Dios mío, sí – toda esa furia, sí, con razón: ¿quién dice que no? – pero debería incluso compadecer a quien a esa hora tiene razón de tener sueño – eso es, eso es, aparta las manos de los ojos y antes que nada le indica que espere; luego, que lo siga hasta el mostrador, hasta el laboratorio de la farmacia.
El cochero, que se ha quedado fuera, baja del pescante y quiere darse la satisfacción de desabrocharse los pantalones para hacer allí, abiertamente, a la vista de la amplia plaza desierta toda atravesada por los brillantes raíles de los tranvías, lo que de día no es lícito hacer sin los debidos reparos.
Porque es incluso un placer, cuando uno se debate dominado por la molestia que le obliga a tener que pedirles a los demás socorro o asistencia, atender tranquilamente, así, la satisfacción de una pequeña necesidad natural, y ver que todo sigue en su sitio: allí, esos helechos negros en fila que rodean la plaza, los altos tubos de hierro que sostienen la trama de los hilos de los tranvías, todas esas lunas vanas encima de las farolas, y aquí las oficinas de la aduana al lado de la estación.
El laboratorio de la farmacia, con el techo bajo, lleno de estanterías, está casi a oscuras y maloliente por el hedor de los medicamentos. Una sucia lámpara de aceite, encendida delante de una imagen sagrada sobre la cornisa de la estantería frente a la entrada, parece que no tiene ganas de alumbrarse ni a sí misma. La mesa en medio, atestada de jarros, frascos, balanzas, morteros y embudos, impide ver en primer lugar si en el gastado sofá de cuero, allí, bajo esa estantería frente a la entrada, se ha quedado a dormir el médico de guardia.
– Aquí está – dice el joven de la farmacia, indicando un pedazo de hombretón que duerme penosamente, todo recogido y arrebujado, con la cara aplastada contra el respaldo.
– ¡Pues llámelo, por Dios!
– ¡Eh, una palabra! Es capaz de darme una patada, ¿sabe?
– Pero ¿es médico?
– Claro, claro. El doctor Mangoni.
– ¿Y da patadas?
– Comprenderá, despertarlo a esta hora…
– ¡Lo llamo yo!
Y el señor, decididamente, se inclina sobre el viejo sofá y sacude al durmiente.
– ¡Doctor! ¡Doctor!
El doctor Mangoni muge dentro de la barba arrugada que le invade las mejillas hasta casi los ojos; luego aprieta los puños sobre el pecho y levanta los codos para estirarse; al final, se sienta encorvado, con los ojos aún cerrados bajo las cejas lacias. Uno de los pantalones se le ha quedado levantado sobre la gorda pantorrilla de la pierna y se le ven los calzoncillos de tela atados a la antigua con un cuerdecita sobre el basto calcetín negro de algodón.
– Vamos, doctor… Enseguida, se lo ruego, – dice impaciente el señor. – Un caso de asfixia…
– ¿Con carbón? – pregunta el doctor, volviéndose, pero sin abrir los ojos. Levanta una mano con un gesto melodramático y, tratando de sacar la voz de la garganta aún dormida, inicia el aria de la “Gioconda”: ¿Suicidio? En estos fieeerosss momentos…
El señor muestra su estupor e indignación. Pero el doctor Mangoni, enseguida, vuelve a echar hacia atrás la cabeza y se dispone a abrir un solo ojo:
– Perdone, – dice, – ¿es un familiar suyo?
– ¡No, señor! ¡Pero se lo ruego, apresúrese! Se lo explicaré por el camino. Tengo aquí el coche. Si tiene algo que coger…
– Sí, dame… dame… – comienza a decir el doctor Mangoni, intentando levantarse, dirigiéndose al joven de la farmacia.
– Ya pienso yo en ello, ya pienso yo, señor doctor, – responde este, dándole al interruptor de la luz eléctrica y afanándose de pronto con una alegre prisa que impresiona al cliente nocturno.
El doctor Mangoni tuerce la cabeza como un buey que se dispone a cornear, para protegerse los ojos de la luz súbita.
– Sí, buen hijo, – dice. – Pero me has cegado. Oh, ¿y mi yelmo?, ¿dónde está?
El yelmo es el sombrero. Lo tiene, sí. Como tenerlo, lo tiene: positivo. Recuerda que lo ha colocado, antes de dormirse, en el escabel al lado del viejo sofá. ¿Dónde ha ido a parar?
Se pone a buscarlo. Ayuda incluso el cliente; luego, incluso el cochero, que ha entrado para reconfortarse en el calor de la farmacia. Y, entretanto, el encargado de la farmacia tiene todo el tiempo para preparar un buen paquete de remedios urgentes.
– La jeringa para las inyecciones, doctor, ¿la tiene?
– ¿Yo? – se vuelve para responderle el doctor Mangoni con una maravilla que provoca en aquel un estallido de risa.
– Bien, bien. Por tanto, se dice, cataplasmas. ¿Bastarán ocho? Cafeína, estricnina. Una Pravaz. ¿Y el oxígeno, doctor? Necesitará incluso un montón de oxígeno, me figuro.
– ¡Necesito el sombrero!, ¡el sombrero!, ¡el sombrero antes que nada! – grita entre bufidos el doctor Mangoni. Y explica que, por lo demás, está encariñado con ese sombrero, porque es un sombrero histórico: comprado hace cerca once años con ocasión de los solemnes funerales de Sor Maria dell´Udienza, Superiora del asilo nocturno en el callejón del Falco, en el Trastevere, adonde va a menudo a comer muy buenas escudillas de menestra económica, y a dormir, cuando no está de guardia en las farmacias.
Finalmente encuentran el sombrero, no allí, en el laboratorio, sino bajo el mostrador de la farmacia. Ha estado jugando con él el gatito.
El cliente vibra de impaciencia. Pero otra larga discusión tiene lugar, porque el doctor Mangoni, con el sombrero completamente abollado ente las manos, quiere demostrar que el gatito sí, sin duda, ha jugado con él, pero también él, el joven de la farmacia, le ha tenido que dar con el pie, por añadidura, un buen pisotón bajo el mostrador. Basta. Un gran puñetazo por dentro del sombrero, que de milagro no lo desfonda, y el doctor Mangoni se lo pone ladeado.
– ¡A sus órdenes, apreciadísimo señor!
– Un pobre joven, – comienza a decir enseguida el señor mientras sube al simón y extiende la manta sobre las piernas del doctor y sobre las suyas.
– ¡Ah, estupendo! Gracias.
– Un pobre joven que me había recomendado mucho mi hermano para que le encontrara una colocación. Eh, ya, ¿comprende?, como si fuera la cosa más fácil del mundo; dicho y hecho. La historia de siempre. Parece que la gente de la provincia está en otro mundo: creen que basta con venir a Roma para encontrar un empleo: dicho y hecho. ¡Incluso mi hermano, sí, señor!, me ha hecho este buen regalo. Uno de los típicos desplazados, ya sabe: hijo de un trabajador del campo, que murió hace dos años al servicio de mi hermano. ¿Qué viene a hacer en Roma?, nada, periodismo, dice. Me presenta los títulos: el diploma del instituto y un borrador de versos. Dice: “Usted tiene que encontrarme un puesto en algún periódico”. ¿Yo? ¡Cosa de locos! Me pongo enseguida a dar vueltas para conseguir que la comisaría lo repatrie. Y entretanto, ¿podía dejarlo en medio de la calle, de noche? Casi desnudo estaba; muerto de frío, con un pobre traje de tela que le bailaba; y dos o tres liras en el bolsillo: no mucho. Le doy alojamiento en una casita mía, aquí, en San Lorenzo, alquilada a una gente… ¡dejemos esto! Gentuza que realquila dos cuartitos amueblados. No me pagan el alquiler desde hace cuatro meses. Me aprovecho de ello; lo meto a dormir allí. ¡Y está bien! Pasan cinco días; no hay modo de obtener en la comisaría el documento de repatriación, la meticulosidad de estos empleados: como los pájaros, ¿sabe?, se cagan por todas lados, ¡perdone! Para extender el documento tienen que realizar antes no sé qué expedientes allí, en el pueblo; luego, aquí, en la comisaría. Basta: esta tarde estaba en el teatro, en el Nacional. Viene, todo espantado, el hijo de mi inquilina a llamarme a las doce y cuarto, porque ese desgraciado se había encerrado en la habitación, dice, con un brasero encendido. Desde las siete de la tarde, ¿comprende?
En este punto el señor se inclina un poco a mirar en el fondo del coche al doctor que, durante la narración, no ha dado ninguna señal de vida. Temiendo que se haya vuelto a dormir, repite más fuerte:
– ¡Desde las siete de la tarde!
– Qué bien trota este caballito, – le dice entonces el doctor Mangoni, tirado voluptuosamente en el coche.
El señor se queda como si en la oscuridad hubiera recibido un puñetazo en la nariz.
– Pero, perdone, doctor, ¿me ha escuchado?
– Sí, señor.
– Desde las siete de la tarde. De las siete a las doce, cinco horas.
– Exactas.
– Respira, sin embargo, ¿sabe? Apenas, apenas. Está todo encogido, y…
– ¡Qué hermosura! Hará… sí, espere, tres… no… ¿qué digo tres?, hará al menos cinco años que no voy en carroza. ¡Qué bien se va!
– Pero, perdone, le estoy hablando…
– Sí, señor. Pero tenga paciencia, ¿qué pretende que me importe la historia de este desgraciado?
– Para decirle que hace cinco horas…
– ¡De acuerdo! Ahora veremos. ¿Cree usted que le está prestando un buen servicio?
– ¿Cómo?
– ¡Pues sí, perdone! Una herida en una pelea, una teja sobre la cabeza, una desgracia cualquiera… prestar ayuda, llamar al médico, lo comprendo. Pero ¿un pobre hombre, perdone, que calladito se hace un ovillo para morir?
– ¡Cómo! – repitió, cada vez más asombrado el señor.
Y el doctor Mangoni, muy tranquilo:
– Tenga paciencia. Ese desgraciado había hecho lo más importante. En lugar de pan, se había comprado carbón. Me figuro que habrá atrancado la puerta, ¿no?, que habrá tapado todos los agujeros; quizás antes se habrá tomado opio; habían pasado cinco horas; ¡y usted va a molestarlo en el mejor momento!
– ¡Usted se burla! – grita el señor.
– No, no; lo digo en serio.
– ¡Oh, por Dios! – estalla aquel. – ¡Pero al que han molestado es a mí, me parece! Han venido a llamarme…
– Comprendo, ya, al teatro.
– ¿Tenía que dejarlo morir? Y entonces, otros líos, ¿no?, como si fueran pocos los que me ha causado. ¡Estas cosas no se hacen en la casa de los demás, perdone!
– Ah, sí, sí; en esto, sí, tiene razón, – reconoce con un suspiro el doctor Mangoni. – Podía ir a morirse lejos de sus pies, dice usted. Tiene razón. ¡Pero la cama tienta!, ¡ya sabe! Tienta, tienta. Morir en el suelo como un perro… ¡Permita que se lo diga uno que no tiene!
– ¿Qué?
– Cama.
– ¿Usted?
El doctor Mangoni tarda en responder. Luego, lentamente, con el tono de quien repite una cosa ya muchas veces dicha:
– Duermo donde puedo. Como cuando puedo. Visto como puedo.
Y enseguida añade:
– Pero no crea, eh, que esté afligido por ello. Al contrario. Yo soy un gran hombre, ¿sabe? Pero dimisionario.
El señor siente curiosidad por ese buen tipo de médico con el que se ha encontrado así, por casualidad; y ríe, preguntando:
– ¿Dimisionario? ¿Qué quiere decir con dimisionario?
– Que comprendí a tiempo, querido señor, que no importaba nada. Y es más, que cuanto más se afana uno por llegar a ser grande, más pequeño se vuelve. A la fuerza. Perdone, ¿tiene usted mujer?
– ¿Yo? Sí, señor.
– Me parece que ha suspirado cuando ha dicho sí, señor.
– No, no he suspirado en modo alguno.
– Y entonces, basta. Si no ha suspirado, no hablemos más de ello.
Y el doctor Mangoni vuelve a encogerse en el fondo del coche, mostrando así que ya no le parece el caso de seguir con la conversación. El señor se queda mal.
– Pero ¿qué tiene que ver mi mujer, perdone?
El cochero, en este punto, se vuelve desde el pescante y pregunta:
– En fin, ¿dónde es? ¡Dentro de poco llegamos a Campoverano!1
– ¡Uf, ya! – exclama el señor. – ¡Vuelve! ¡Vuelve! Hace rato que hemos pasado la casa.
– Lástima volver atrás, – dice el doctor Mangoni, – cuando casi hemos llegado a la meta.
El cochero se vuelve, blasfemando.
Una escalerilla oscura, que parece un antro en ruinas: tétrica, húmeda, fétida.
– ¡Ay! Maldición. ¡Diooos diooos!
– ¿Qué pasa? ¿Se ha hecho daño?
– El pie. ¡Ay, ay! Pero, perdone, ¿no tendría una cerilla?
– ¡Maldita! ¡Busco la caja! ¡No la encuentro!
Al fin, una claridad que llega desde la puerta abierta sobre el rellano del tercer tramo.
La desgracia, cuando entra en casa, tiene esto de particular: que deja la puerta abierta, de modo que cualquier extraño puede entrar a curiosear.
El doctor Mangoni sigue, cojeando, al señor que cruza una escuálida salita con un quinqué blanco de petróleo en el suelo cerca de la entrada; luego, sin pedirle permiso a nadie, un corredor oscuro, con tres puertas: dos cerradas, la otra, al fondo, abierta y débilmente iluminada. Con el dolor de esa torcedura del pie, al encontrarse con la bolsa de oxígeno en la mano, siente la tentación de aplastársela en la espalda a ese señor; pero la coloca en el suelo, se para, se apoya con una mano en la pared, y con la otra, levantando el pie, se aprieta fuerte el tobillo, intentando moverlo a un lado y a otro, con la cara totalmente contraída.
Entretanto, en el cuarto al fondo del corredor, ha estallado, quién sabe por qué, una pelea entre ese señor y los inquilinos. El doctor Mangoni deja el pie y se dispone a moverse, pues quiere saber qué ha pasado, cuando ve que se le viene encima como un vendaval ese señor que grita:
– ¡Sí, sí, propio de estúpidos!, ¡de estúpidos!, ¡de estúpidos!
Apenas tiene el tiempo justo para sortearlo; se vuelve, ve que tropieza con la bolsa de oxígeno:
– ¡Despacio!, ¡despacio, por favor!
¡Pero cómo que despacio! Aquel le da una patada a la bolsa; se lo vuelve a encontrar entre los pies; está de nuevo a punto de caer y, blasfemando, huye, mientras en el umbral de cuarto al fondo del corredor aparece un basto y ridículo viejo en pantuflas y papalina, con una gruesa bufanda de lana verde en el cuello, de la que emerge una carota toda hinchada y morada, iluminada por la vela que sostiene en una mano.
– Pero, perdone… digo, ¿es que, entonces, era mejor que lo dejáramos morir aquí, esperando al médico?
El doctor Mangoni cree que se dirige a él y le responde:
– Aquí estoy, soy yo.
Pero aquel levanta y extiende la mano con la vela; lo observa, y como aturdido, le pregunta:
– ¿Usted?, ¿quién?
– ¿No estaba hablando del médico?
– ¡Pero qué médico!, ¡pero qué médico! – protestó, gritando, en la habitación de allá, una voz de mujer.
Y se precipita en el corredor la mujer de ese digno viejo en pantuflas y papalina, toda jadeante, con una nube de cabellos grises y rizados por el aire, con los ojos ahumados, aplastados y llorosos, la boca cortada de través, obscenamente pintada, que le tiembla convulsa. Levantando la cabeza hacia un lado, para mirar, añade imperiosa:
– ¡Puede irse!, ¡puede irse! ¡Ya no lo necesitamos a usted! ¡Hemos hecho que lo lleven al Policlínico, porque se moría!
Y golpeando al marido en un brazo violentamente:
– ¡Haz que se vaya!
Pero el marido da un grito y un salto porque, al golpearlo así en el brazo, se le ha caído en los dedos la cera ardiente de la vela.
– ¡Eh, tranquila, Dios Santo!
El doctor Mangoni protesta, pero sin demasiado desdén, que no es un ladrón, ni un asesino para que lo echen de ese modo; que si ha venido, es porque han ido a llamarlo a la farmacia; que por ahora lo que ha ganado es solo una torcedura en el pie, por lo que pide que dejen que se siente al menos un momento.
– Faltaría más, venga aquí, acomódese, acomódese, señor doctor, – se apresura a decirle el viejo, llevándolo al cuarto al fondo del corredor; mientras la mujer, siempre con la cabeza torcida hacia un lado para mirar como una gallina crispada, lo espía impresionada por toda esa feroz barba que le cubre hasta casi por debajo de los ojos.
– ¡Cuidado, oh, si por haber hecho el bien, – dice ahora, amansada, a modo de excusa, – tenemos que recibir incluso reproches!
– Ya, los reproches, – añade el viejo poniendo la vela encendida en la cavidad de la palmatoria sobre la mesita de noche al lado de la camita vacía, deshecha, en la que las almohadas guardan aún la huella de la cabeza del jovencito suicida. Tranquilamente se quita luego de los dedos las gotas secas, y sigue:
– Pues dice que no, señores, que no debíamos llevarlo al hospital, que no debíamos.
– ¡Todo ennegrecido estaba! – grita, de un salto, la mujer. – Ah, esa carita. Parecía chupada. ¡Y qué ojos! Y esos labios, negros, que descubrían aquí, aquí, los dientes, apenas, apenas. Ya casi sin aliento…
Y se descubre la cara con las manos.
– ¿Debíamos dejarlo morir sin ayuda? – vuelve a preguntar calmado el viejo. – Pero ¿sabe por qué se ha enfadado? Porque sospecha, dice, que ese pobre muchacho es un hijo bastardo de su hermano.
– Y nos lo había echado aquí, – continúa la mujer poniéndose en pie de un salto de nuevo, no se sabe si de rabia o por conmoción. – Aquí, para traer a mi casa esta tragedia, que no acabará por ahora, porque mi hija, la mayor, se ha enamorado de él, ¿comprende? Como una loca, al verlo morir – ¡ah, qué espectáculo! – ¡se lo ha echado al cuello, no sé cómo lo ha hecho!, se lo ha llevado fuera, con la ayuda del hermano, por las escaleras abajo, esperando encontrar un coche en la calle. Quizás lo hayan encontrado. Y mire, mire esa otra hija mía, cómo llora.
El doctor Mangoni, al entrar, ya ha entrevisto en el comedor contiguo a una muchacha rubia desgreñada concentrada en la lectura, con los codos en la mesa y la cabeza entre las manos. Lee y llora, si; pero con el corpiño desabrochado y las rosadas y exuberantes redondeces del pecho casi descubiertas bajo la luz de la lámpara suspendida.
El viejo padre, a quien el doctor Mangoni ahora se dirige como aturdido, hace con las manos gestos de gran admiración. ¿Sobre el pecho de la hija? No. Sobre lo que la hija está leyendo entre lágrimas. Las poesías del jovencito.
– ¡Un poeta! – exclama. – Un poeta, al que si usted escuchase… ¡qué cosas! Entiendo de ello, porque soy profesor de literatura jubilado. Cosas grandes, cosas grandes.
Y va allí a coger algunas de esas poesías; pero la hija con rabia se las quita, por miedo a que la hermana mayor, al volver con el hermano del hospital, ya no se las deje leer, porque querrá tenerlas para ella celosamente, como un tesoro del que solo ella tiene que ser la heredera.
– Al menos alguna de estas que ya has leído, – insiste tímidamente el padre.
Pero ella, encorvada con todo el pecho sobre los papeles, da un zapatazo y grita: – ¡No! – Luego las reúne en la mesa, se las oprime con las manos contra el pecho descubierto y se las lleva a otro cuarto alejado.
El doctor Mangoni se vuelve entonces a mirar de nuevo esa tristeza de la camita vacía; luego mira la ventana que, a pesar del hielo de la noche, se ha quedado abierta en ese lúgubre cuarto para que se evapore la peste a carbón.
La luna ilumina el vano de esa ventana. En la noche alta, la luna. El doctor Mangoni se la imagina, como tantas veces, errando por calles remotas, la ha visto, cuando los hombres duermen y ya no la ven, hundida y como perdida en la cima de los cielos.
La escualidez de ese cuarto, de toda esa casa, que es una de las muchas casas de los hombres, donde se mecen tentadoras, como para perpetuar la vana miseria de la vida, dos mamas de mujer como las que él hace poco ha entrevisto bajo la luz de la lámpara suspendida en el cuarto de al lado, le infunde un desaliento tan frío y a la vez una irritación tan áspera, que ya no le resulta posible quedarse sentado.
Se levanta, bufando, para irse. En fin, vamos, es uno de los muchos casos que le suelen suceder, cuando está de guardia en las farmacias nocturnas. Quizás un poco más triste que los otros, si se piensa que probablemente, ¡quién sabe!, ese pobre muchacho era un pobre poeta de verdad. Pero, en este caso, mejor así: que haya muerto.
– Oiga, – le dice al viejo que se ha levantado también para coger en la mano la vela. – Ese señor que les ha regañado y que ha venido a incomodarme a la farmacia, tiene que ser en verdad un imbécil. Espere: déjeme hablar. No ya porque les haya regañado, sino porque le he preguntado si tenía mujer, y me ha respondido que sí; pero sin suspirar. ¿Ha comprendido?
El viejo lo mira con la boca abierta. Evidentemente no comprende. Comprende la mujer, que salta a preguntarle:
– ¿Por qué tendría que suspirar quien dice que tiene mujer, según usted?
Y el doctor Mangoni, pronto:
– Como me imagino que suspira usted, querida señora, si alguien le pregunta si tiene marido.
Y se lo señala. Luego continúa:
– Perdone, a ese jovencito, si no se hubiera matado, ¿le habría dado como mujer a su hija?
Ella lo mira un rato, de través, y luego, como desafiándolo, le responde:
– ¿Y por qué no?
– ¿Y lo habrían tenido aquí con ustedes en esta casa? – vuelve a preguntar el doctor Mangoni.
Y ella, de nuevo:
– ¿Y por qué no?
– Y usted, – pregunta de nuevo el doctor Mangoni, dirigiéndose al viejo marido, – usted que entiende de ello, profesor de literatura jubilado, ¿le habría aconsejado también que publicara sus poesías?
Para no ser menos que la mujer, el viejo responde también:
– ¿Y por qué no?
– Y entonces, – concluye el doctor Mangoni, lo siento, pero tengo que decirles a ustedes, que son por lo menos dos veces más imbéciles que ese señor.
Y vuelve la espalda para irse.
– ¿Puede saberse por qué? – le grita detrás la señora encolerizada.
El doctor Mangoni se para y le responde tranquilamente:
– Tenga paciencia. Estará de acuerdo conmigo en que ese pobre muchacho soñaba quizás con la gloria, si escribía poesía. Ahora piense un poco en qué se le convertiría la gloria, al imprimir sus poesías. Un pobre, inútil librito de versos. ¿Y el amor? ¿El amor que es la cosa más viva y más santa que se nos ha dado a probar en la tierra? ¿En qué se le convertiría? El amor, una mujer. Es más, peor, una esposa: su hija.
– ¡Oh!, ¡oh! – amenaza esta, casi llegando con las manos a su cara. – ¡Atento a cómo habla de mi hija!
– No digo nada, – se apresura a protestar el doctor Mangoni. – Me la imagino incluso muy hermosa y adornada de todas las virtudes. Pero siempre una mujer, querida señora mía: que después de un tiempo, Dios santo, bien lo sabemos, con la miseria y los hijos, cómo se estropearía. ¿Y el mundo, dígame? El mundo, en el que yo ahora con este pie que me duele tanto voy a perderme; el mundo, mire usted, señora querida, ¿en qué se le convertiría? Una casa. Esta casa. ¿Ha comprendido?
Y haciendo saltar las manos en curiosos gestos de náusea y de desdén, se va, cojeando y mascullando:
– ¡Qué libros! ¡Qué mujeres! ¡Qué casa! Nada… nada… nada… ¡Dimisionario!, ¡dimisionario! Nada.