5. 13 Mundo de papel
Un griterío, una afluencia de gente al final de la Via Nazionale, alrededor de dos que se habían enzarzado: un muchachote de unos quince años, y un señor híspido, con la cara amarillenta, casi extraída de un melón, en la que lucían las gafuchas de miope, tan gruesas como dos culos de botella.
Forzando la vocecita ofendida, este último quería llevar la razón y agitaba continuamente las manos, una de las cuales blandía un bastoncillo de ébano con el pomo de marfil, y la otra, un libraco de imprenta antigua.
El muchachote alborotaba pisoteando los añicos de una vulgarísima estatuilla de arcilla mezclados con los de yeso bronceado de la columnita que la sostenía.
Todos alrededor: uno estallaba en clamorosas risotadas, otro ponía cara de enfado, otro, de piedad, y entre los golfillos, pegados a las farolas, uno ladraba, otro silbaba, otro trompeteaba con la palma de la mano.
– ¡Es la tercera! ¡Es la tercera! – gritaba el señor.- Mientras paso leyendo, me pone delante sus asquerosas estatuillas, y hace que las vuelque. ¡Es la tercera! ¡Me persigue! ¡Se pone en mis huellas! Una vez en el paseo Vittorio; otra, en la calle Volturno; y ahora aquí.
Entre muchos juramentos y protestas de inocencia, el figurero trataba también él de tener la razón entre los más cercanos:
– ¡Vamos! ¡Es él! ¡No es verdad que lea! ¡Se me viene encima! O bien no ve, o bien viene aturdido, o qué o cómo, el hecho es …
– ¿Pero tres? ¿Tres veces? – le preguntaban estos entre risas.
Al final, dos guardias de la ciudad, sudorosos, resoplando, lograron abrirse paso entre toda esa muchedumbre; y como un contendiente y otro, ante su presencia, volvían a gritar más fuerte cada uno sus propias razones, pensaron, para acabar con ese espectáculo, llevarlos en coche al puesto de guardia más cercano.
Pero apenas subió al coche, ese señor gafotas se irguió sobre la cintura muy tieso y se puso a girar la cabeza a saltos, acá, allá, arriba, abajo; en fin se hundió, abrió el libraco y metió la cabeza hasta tocar la página con la nariz; la levantó todo turbado, se puso en la frente las gafas y volvió a meter la cara en el libro para intentar leer solo con los ojos; después de toda esta mímica comenzó a dar en inquietudes furiosas, a contraer la cara en muecas horrendas, de espanto, de desesperación:
– ¡Oh, Dios! Los ojos. No veo ya. ¡No veo ya!
El chófer se paró de pronto. Los guardias, el figurero, aturdidos, no sabían siquiera si este lo hacía en serio o había enloquecido; perplejos en su aturdimiento, tenían casi una sonrisa de incredulidad en las bocas abiertas.
Había allí una farmacia; y, entre la gente que había corrido detrás del coche y la otra que se detuvo para curiosear, a ese señor, todo alterado, de cara cadavérica, sujetado por las axilas, lo hicieron entrar allí.
Maullaba. Habiendo hecho que se sentara en una silla, se puso a balancear la cabeza y a pasarse las manos por las piernas que le bailaban, sin prestar atención al farmacéutico que quería examinarle los ojos, sin prestar atención a los consuelos, a las exhortaciones, a los consejos que todos le daban: que se calmara; que no era nada; una molestia pasajera; el ardor de la cólera que le había subido a los ojos. De pronto, dejó de balancear la cabeza, levantó las manos, comenzó a abrir y a cerrar los dedos:
– ¡El libro! ¡El libro! ¿Dónde está el libro?
Todos se miraron a los ojos, pasmados; luego se rieron. Ah, ¿llevaba un libro consigo? ¿Tenía el coraje, con esos ojos, de ir leyendo por la calle? ¿Cómo, tres estatuillas? ¿Ah, sí?, ¿y quién, quién, ese? ¿Ah, sí? ¿Se las ponía delante a propósito? ¡Oh, fantástico! , ¡oh, fantástico!
– ¡Lo denuncio! – gritó entonces el señor, poniéndose en pie de un salto, con las manos extendidas y poniendo los ojos en blanco con contorsiones de toda la cara ridículas y lamentables a un mismo tiempo. – ¡En presencia de todos vosotros, lo denuncio! ¡Me pagará los ojos! ¡Asesino! Aquí hay dos guardias; que tomen los nombres, enseguida, escriban: Balicci. Sí, Balicci, ese es mi nombre. Valeriano, sí, calle Nomentana 112, último piso. Y el nombre de este canalla, ¿dónde está?, ¿está aquí?, ¡sujétenlo! Tres veces, aprovechándose de mi débil vista, de mi distracción, sí, señores, tres asquerosas estatuillas. ¡Ah, estupendo, gracias, el libro, sí, muchas gracias! Un coche, por favor. ¡A casa, a casa, quiero irme a casa! Queda denunciado.
Y se dispuso a salir, con las manos delante; se tambaleó; dos piadosos lo sujetaron, lo pusieron en el coche y lo acompañaron hasta casa.
Fue el epílogo bufo y clamoroso de una tranquila desgracia que duraba desde hacía larguísimos años. Infinitas veces, como una única receta del mal que inevitablemente lo llevaría a la ceguera, el médico oculista le había dicho que dejara la lectura. Pero Balicci había acogido siempre esta receta con esa sonrisa vana con que se responde a una broma demasiado evidente.
– ¿No? – le había dicho el médico. – ¡Pues entonces, siga leyendo, y luego elogie el final! Usted pierde la vista, se lo digo yo. ¡No diga luego: si me lo hubiera creído! ¡Se lo he advertido!
¡Buena advertencia! ¡Pero si vivir, para él, quería decir leer! Si no debía leer, tanto valía morir.
Desde que había aprendido a deletrear, había sido dominado por esa manía furiosa. Confiado desde hacía años y años a los cuidados de una vieja sirvienta que lo quería como a un hijo, habría podido sobrevivir con lo que tenía más que con discreción, si por la adquisición de tantísimos libros como atestaban la casa con un gran desorden, no se hubiera incluso endeudado. Al no poder comprar otros nuevos, se había entregado a releer los viejos, a masticar uno tras otro, todos, desde la primera hasta la última página. Y como esos animales que por defensa natural cogen el color y la cualidad de los lugares, de las plantas en que viven, así, poco a poco, él se había vuelto casi de papel: la cara, las manos, el color de la barba y de los cabellos. Habiendo descendido toda la escala de la miopía, ahora, desde hacía algunos años, parecía que los libros se los comía de verdad, incluso materialmente, tanto se los acercaba a la cara para leerlos.
Condenado por el médico, después de ese tremendo sofoco, a estar durante cuarenta días a oscuras, no se ilusionó ya, ni siquiera él, con que ese remedio pudiera beneficiarle, y apenas pudo salir de la habitación, hizo que lo llevaran al estudio, cerca de la primera estantería. Buscó a tientas un libro, lo cogió, lo abrió, metió la cara, antes con las gafas, luego sin ellas, como había hecho el día del coche; y se puso a llorar dentro del libro, silenciosamente. Poco a poco, después, se puso a dar vueltas por la amplia sala, tanteando aquí y allí con las manos los anaqueles de las estanterías. ¡He ahí todo su mundo! ¡Y no poder vivir ya allí, a no ser en la medida en que lo ayudara su memoria!
La vida, no la había vivido; podía decir que no había visto bien nunca nada: en la mesa, en la cama, por la calle, en los bancos de los jardines públicos, siempre y en todas partes, no había hecho más que leer, leer, leer. Ciego ahora, para la realidad viva que nunca había visto; ciego, incluso para la representada en los libros que ya no podía leer.
La gran confusión en que siempre había dejado todos sus libros, esparcidos y amontonados aquí y allí sobre las sillas, en el suelo, en las mesitas, en las estanterías, hizo que se desesperara. Muchas veces se había propuesto poner un poco de orden en esa babel, disponer todos esos libros por materias, y nunca lo había hecho, para no perder tiempo. Si lo hubiera hecho, ahora, acercándose a una estantería o a otra, se habría sentido menos perdido, con el espíritu menos confuso, menos desvanecido.
Puso un anuncio en los periódicos para tener a algún técnico en bibliotecas, para que se encargara de ese trabajo de ordenación. Al cabo de dos días, se le presentó un jovencito prudente, el cual se quedó muy maravillado al encontrarse delante de un ciego que quería que le ordenara la biblioteca y que pretendía, por añadidura, guiarlo. Pero ese jovencito no tardó en comprender que – vamos – ese pobre hombre tenía que haber perdido la cabeza, si para cada libro que le nombraba, helo ahí, saltaba de alegría, lloraba, hacía que se lo diera, y entonces, palpaba y acariciaba y abrazaba las páginas, como a un amigo reencontrado.
– Profesor, – bufaba el jovencito. – ¡Pero mire, así no terminamos nunca!
– Sí, sí, así es, así es, – reconocía enseguida Balicci. – Pero ponga aquí este: espere, déjeme tocar donde lo ha colocado. Bien, bien, aquí, para que yo pueda orientarme.
Eran en su mayor parte libros de viajes, de usos y costumbres de varios pueblos, libros de ciencias naturales y de amena literatura, libros de historia y de filosofía.
Cuando, al fin, el trabajo estuvo realizado, le pareció a Balicci que la oscuridad se agrandaba alrededor en tinieblas menos turbias, como si hubiera sacado su mundo del caos. Y durante un rato permaneció como dentro de un capullo incubándolo.
Con la frente apoyada en el dorso de los libros alineados en los anaqueles de las estanterías, pasaba ahora los días casi esperando que, a través de ese contacto, la materia impresa se le traspasara dentro.
Escenas, episodios, fragmentos de descripciones se le representaban en la mente con minuciosa, notable evidencia; volvía a ver, volvía a ver precisamente en ese mundo suyo algunos detalles que se le habían quedado grabados durante sus lecturas: cuatro farolas rojas aún encendidas, cerca del alba, en un puerto de mar desierto, con un solo barco amarrado, cuya arboladura con todas las jarcias se recortaba esquelética en la escualidez cenicienta de la primera luz; al final de un empinado paseo, sobre el fondo en llamas de un crepúsculo otoñal, dos grandes caballos negros con los sacos de heno en la cabeza.
Pero no pudo mantenerse largo tiempo en ese silencio angustioso. Quiso que su mundo volviera a tener voz, que se dejara escuchar de nuevo por él y le dijera cómo era verdade-ramente y no cómo él, confusamente, lo recordaba. Puso un nuevo anuncio en los periódicos, para un lector o una lectora; y le llegó una señorita por completo vibrante en una perpetua turbulencia de perplejidad. Había viajado por medio mundo, sin descanso, e incluso por el modo de hablar daba la imagen de una calandria perdida, que levantara aquí y allá el vuelo, indecisa, y se detuviera enseguida, con un furioso batido de alas, y saltara, volviéndose hacia todas partes.
Irrumpió en el estudio, gritando su nombre:
– Tilde Pagliocchini. ¿Y usted? Ah, ya… me lo.. seguro, Balicci, estaba escrito en el periódico… incluso en la puerta… ¡Oh, Dios, por favor, no!, mire, profesor, no haga eso con los ojos. Me asusto. Nada, nada, perdone, me voy.
Esta fue la primera entrada. No se fue. La vieja sirvienta, con lágrimas en los ojos, le demostró que ese era un sitio precisamente para ella.
– ¿No hay peligro?
¡Pero qué peligro! Nunca, en absoluto. Solo, un poco extraño, a causa de esos libros. Ah, por esos libracos malditos, también ella, pobre vieja, así estaba, no sabía ya si era una mujer o un trapo.
– Con tal de que se los lea bien.
La señorita Tilde Pagliocchini la miró, y llevándose el índice de una mano al pecho:
– ¿Yo?
Sacó una voz, que ni siquiera en el paraíso.
Pero cuando le dio la primera prueba a Belicci, con tales inflexiones y modulaciones, y vuelos y apagamientos y paradas y deslizamientos, acompañados de una mímica tan impetuosa como superflua, el pobre hombre se cogió la cabeza entre las manos y se encogió y se contrajo como para protegerse de una jauría de perros que quisieran morderlo.
– ¡No! ¡Así no! ¡Así no!, ¡por favor! – se puso a gritar.
Y la señorita Pagliocchini, con el aire más ingenuo de l mundo:
– ¿No leo bien?
– ¡No es eso! ¡Por favor, en voz baja! ¡Lo más bajo que pueda!, ¡casi sin voz! ¡Comprenderá, yo solo leía con los ojos, señorita!
– ¡Muy mal, profesor! Leer en voz alta hace bien. ¡Para eso es mejor no leer de hecho! Pero, perdone, ¿qué pasa? Escuche (golpeaba con los nudillos de los dedos el libro). ¡No suena! Sordo. Ponga por caso, profesor, que yo ahora le dé un beso.
Balicci se entumecía, pálido.
– ¡Se lo prohíbo!
– ¡Pero no, perdone! ¿Teme que se lo dé de verdad? ¡No se lo doy! Lo decía para que advierta enseguida la diferencia. Eso es, intento leer casi sin voz. ¡Atienda, sin embargo, que al leer así, yo silbo las eses, profesor!
En la nueva prueba, Balicci se contrajo más que antes. Pero comprendió que, más o menos, sucedería lo mismo con cualquier otro lector. Siempre que la voz no fuera la suya, el mundo le habría parecido otro.
– Señorita, mire, hágame el favor, inténtelo solo con los ojos, sin voz.
La señorita Tilde Pagliocchini se volvió a mirarlo, con los ojos abiertos de par en par.
– ¿Cómo dice? ¿Sin voz? ¿Y entonces, cómo?, ¿para mí?
– Sí, así es, por su cuenta.
– ¡Pues muchas gracias! – se puso en pie de un salto la señorita. – ¿Usted se burla de mí? ¿Qué quiere que haga yo con sus libros, si usted no tiene que escucharlos?
– Mire, se lo explico, – respondió Balicci, tranquilo, con una amarguísima sonrisa. – Es un placer para mí que alguien lea aquí, en mi lugar. Usted quizás no logra entender este placer. Pero se lo he dicho: este es mi mundo; me conforta saber que no está desierto, que alguien vive dentro, eso es. Yo escucharé cómo vuelve las hojas, escucharé su silencio atento, le preguntaré de vez en cuando qué lee, y usted me dirá… oh, bastará con una indicación… y yo la seguiré con la memoria. ¡Su voz, señorita, me lo estropea todo!
– ¡Pero yo le ruego, profesor, que crea que mi voz es muy hermosa! – protestó, furiosa, la señorita.
– Lo creo, lo sé – dijo enseguida Balicci. – No quiero ofenderla. Pero me lo tiñe todo de un tono diferente, ¿comprende? Y yo necesito que no me alteren nada; que todo permanezca tal cual. Lea, lea. Le diré qué debe leer. ¿De acuerdo?
– Pues bien, de acuerdo, sí. ¡Deme!
De puntillas, apenas Balicci le asignaba el libro que debía leer, la señorita Tilde Pagliocchini volaba del estudio y se iba a conversar con la vieja sirvienta. Balicci, en tanto, vivía en el libro que le había asignado y gozaba con el goce que se figuraba que ella tenía que sentir. Y de vez en cuando le preguntaba: – ¿Hermoso, eh? – o bien: ¿Ha vuelto? – Al no sentirla siquiera respirar, se imaginaba que se había hundido en la lectura y que no le respondía para no distraerse.
– Sí, lea, lea… – la exhortaba entonces, despacio, con voluptuosidad.
Alguna vez, al volver al estudio, la señorita Pagliocchini encontraba a Balicci con los codos en los brazos del sillón y la cara escondida entre las manos.
– Profesor, ¿en qué piensa?
– Veo… – le repondía él, con una voz que parecía que llegaba desde muy lejos. Luego, sacudiéndose con un suspiro: – ¡Y, sin embargo, recuerdo que eran de pimienta!
– ¿Qué era de pimienta, profesor?
– Unos árboles, unos árboles de un paseo… Allí, mire, en la tercera estantería, en el segundo anaquel, quizás el último libro.
– ¿Usted querría que yo buscara ahora esos árboles de pimienta? – le preguntaba la señorita, espantada y bufando.
– Si quisiera hacerme este favor.
Al buscar, la señorita maltrataba las páginas, se irritaba con las recomendaciones de que lo hiciera despacio.
Comenzaba a estar cansada, eso era. Ella estaba acostumbrada a volar, a correr, a correr, en tren, en automóvil, en ferrovía, en bicicleta, en vapores. ¡Correr, vivir! Ya sentía que se sofocaba en ese mundo de papel. Y un día que Balicci le asignó que leyera unos recuerdos de Noruega, no pudo controlarse. Ante una pregunta de él, sobre si le gustaba el fragmento que describía la catedral de Trondhjem, al lado de la cual, entre los árboles, yace el cementerio, al que cada sábado por la tarde los familiares de los supervivientes llevan sus ofrendas de flores naturales:
– ¡Pero cómo!, ¡cómo!, ¡cómo! – prorrumpió furiosa. – Yo he estado allí, ¿sabe? ¡Y puedo decirle que no es como dicen aquí!
Balicci se puso en pie, vibrando por completo de ira, convulso:
– ¡Yo le prohíbo que diga que no es como dicen ahí! – le gritó, levantando los brazos. – ¡No me importa un cuerno que usted haya estado! ¡Es como dicen ahí, y basta! ¡Tiene que ser así, y basta! ¡Usted quiere arruinarme! ¡Váyase! ¡Váyase! ¡Aquí no puede estar! ¡Déjeme solo! ¡Váyase!
Cuando se quedó solo, Valeriano Balicci, después de haber recogido a tientas el libro que la señorita había tirado al suelo, cayó sentado en el sillón; abrió el libro, acarició con las manos temblorosas las páginas gastadas; luego, hundió en ellas la cara y se quedó allí largo tiempo, absorto en la visión de Trondhjem con su catedral de mármol, con el cementerio al lado, al que los devotos cada sábado por la tarde llevaban las ofrendas de flores naturales – así, así como se decía allí. – No se debía tocar. El frío, la nieve, esas flores naturales, y la sombra azul de la catedral. – Nada allí se debía tocar. Era así, y basta. Su mundo. Su mundo de papel. Todo su mundo.