Página dedicada a mi madre, julio de 2020

5. 14  El sueño del viejo

Mientras en el salón de la Sra. Venanzi vibraba la conversación en varias lenguas sobre temas muy diversos, Vittorino Lamanna pensaba en las dos noticias que la dueña de la casa le había dado, apenas hubo entrado. Una, buena, la otra, mala. La buena, que a la lectura de su comedia asistiría, ese día, Alessandro De Marchis, el viejo venerable que tanta luz de pensamiento había difundido en el mundo con sus libros de ciencia y de filosofía y que justamente ahora la patria consideraba como una de sus más brillantes glorias. La mala, que Casimiro Luna, el “brillante” periodista Luna, vuelto de Londres, adonde había ido a “entrevistar” a un joven científico italiano que recientemente había hecho un gran descubrimiento científico, hablaría de ello en la reunión, antes de que la “entrevista” se publicara en el periódico de la tarde.

Lamanna no le envidiaba a Luna todas esas dotes vistosas, que en pocos años lo habían convertido en el benjamín del público, especialmente del femenino; envidiaba su fortuna. Preveía que dentro de poco todas las miradas se dirigirían con simpatía al periodista efímero, elegantísimo, y que nadie ya le prestaría atención a él; y dejaba que lo venciera poco a poco el malhumor, el cual, sin necesidad, parecía que se lo fomentaba un tal señor que la Sra. Venanzi le había endilgado: un señor agudo, calvo, cuyo nombre no recordaba ya, pero que en cambio le hacía recordar el de todos los allí presentes, pues hablaba mal de cada uno de ellos.

– ¿Quién quiere, querido señor, que comprenda una jota de su comedia, de entre toda esta gente de aquí? No se preocupe, sin embargo. Bastará con que se sepa que usted la ha leído en el salón intelectual de la Sra. Venanzi. Hablarán de ello los periódicos. Y ello, en el día de hoy, lo dice todo. La mayor parte, como ve, es extranjera que farfulla apenas algunas palabras de nuestra lengua. No saben bien cómo se escribe la palabra moneda, pero enseguida se percatan si la moneda es falsa, y saben mejor que nosotros que vale cinco céntimos. ¿La industria de los extranjeros? ¡Idea errónea, querido señor! Porque…

Llegó, por fortuna, la señora Alba Venanzi a librarlo de ese tormento. Había entrado en el salón la marquesa Landriani, a quien la Sra. Venanzi quería presentarlo.

– Marquesa, aquí está nuestro Vittorino Lamanna, futura gloria del teatro nacional.

– ¡Por favor! – dijo Vittorino Lamanna, ruborizándose, inclinándose y sonriendo.

La vieja y gorda marquesa Landriani, con un aire perennemente aturdido, estaba quitándose de la nariz las gafas de monturas azules y, antes de ponerse las claras, se quedó un rato con los ojos cerrados y una sonrisa fría, coagulada en los labios pálidos.

– Lo conozco, lo conozco… – dijo, muy débil. – Ayúdeme a recordar dónde he leído recientemente algo suyo.

– Bueno, – dijo Lamanna, complacido, buscando en la memoria. – No sabría.

Y citó una o dos revistas, donde había publicado algo recientemente.

– ¡Ah, eso es, sí! ¡Muy bien! No recordaba bien. Leo tanto, leo tanto, que luego me encuentro en apuro. Sí, sí, exacto. Muy bien, muy bien.

Y lo miró con las gafas claras, y con la sonrisa fría coagulada aún en los labios.

– ¿Esa? – le decía, poco después, en el oído de Lamanna, el señor calvo que evidentemente lo perseguía. – ¿Esa? ¡Un topo, querido señor! ¡No conoce ni la o! Y para colmo, va repitiendo que los conoce a todos, que ha leído algo de todos. Se lo habrá dicho también a usted, disculpe, ¿no es así? ¡No la crea, se lo ruego! Un topo de primera categoría, se lo digo.

Entró, en ese momento, Casimiro Luna. Vittorino Lamanna lo conocía bien, desde cuando era, como él, un desconocido. Razón por la cual Luna apenas se dignó a dirigirle un saludo muy frío.

– ¡Miro! ¡Miro!

Todos lo llamaban por su nombre, así, aquí, y allá, y él tenía una sonrisa y una palabra graciosa para cada uno. Hizo como que arrancaba una rosa del pecho de una señora, y luego, él mismo puso un gesto de estupor y de indignación, y la señora se rio de ello, felicísima. La dueña de la casa no necesitó presentárselo a nadie. Todos lo conocían.

Al verlo tan mimado y adulado, Vittorino Lamanna pensaba lo fácil que le tenía que resultar a este hacer valer el poco ingenio del que estaba dotado, lo fácil que sería su vida. “¿Vida?”, se preguntó, sin embargo, a sí mismo. “¿Y qué vida es la que él vive? ¡Una continua y nauseabunda ficción! Ni una mirada, ni un gesto, ni una palabra sinceros. Ya no es un hombre: es una caricatura ambulante. ¿Y hay que terminar de ese modo para tener suerte hoy?” Sentía, mientras pensaba esto, un profundo disgusto incluso de sí mismo, vestido y peinado a la moda, y se avergonzaba de haber venido a buscar la alabanza, la protección, la ayuda de esa gente que no le prestaba atención.

De pronto, en el salón se hizo silencio y todos se volvieron hacia la puerta, a la espera. Entraba, del brazo de la mujer, Alessandro De Marchis.

El gran hombre jadeaba, macizo y corpulento, con la cabezota calva, bajo cuya piel lisa y amarillenta se descubría la trama de las venas hinchadas. La mujer con los cabellos rojos, pomposamente peinados, lo sujetaba, derecha, engreída, y miraba aquí y allí, sonriendo con los labios pintados.

Todos le rindieron homenaje.

Alessandro de Marchis, dejándose caer pesadamente en el sillón preparado a propósito para él, sonreía con la boca desdentada, sin bigotes ni barba, y emitía, entre el jadeo que le daban la gordura y la vejez, una especie de gruñido, y miraba con los ojos casi apagados, desvaídos, acuosos.

Pero enseguida un vivísimo embarazo se difundió por el salón: todos los ojos, apenas veían al gran hombre, se volvían a otra parte, esquivándose recíprocamente.

La señora De Marchis, con el rostro encendido, conteniendo con dificultad el despecho, acudió junto al marido, se puso delante de él, y le dijo despacio, pero con voz vibrante:

– ¡Alessandro, abotónate! ¡Qué vergüenza!

El pobre viejo se llevó en seguida la gran mano temblorosa, donde la mujer imperiosamente con los ojos le indicaba, y la miró casi asustado, con una sonrisa tonta en los labios.

Poco después, mientras Casimiro Luna refería “brillantemente” su coloquio con el joven inventor italiano sobre el famoso descubrimiento, otra impresión más penosa que la anterior tuvieron que sentir los presentes en el salón de la Sra. Venanzi, mirando al viejo glorioso.

Alessandro De Marchis, que era un célebre físico, cuyos libros sin duda ese joven inventor italiano había debido estudiar y consultar, Alessandro De Marchis se había quedado dormido, con la cabezota reclinada sobre el pecho.

Vittorino Lamanna fue de los primeros en darse cuenta, y sintió que se quedaba helado. Casimiro Luna seguía hablando; pero, en cierto momento, siguiendo la mirada de los demás, y viendo también él a De Marchis inmerso en el sueño, se le tiñó la cara de tal compasión, que a más de uno se le escapó irresistiblemente una breve sonrisa pronto sofocada.

– Pero a los ochenta y seis años, perdone, – observó en voz baja, al oído de Lamanna, ese mismo señor ingenioso, – a los ochenta y seis años, en el umbral de la muerte, ¿qué puede importarle, querido señor, a Alessandro De Marchis que Guglielmo Marconi haya descubierto el telégrafo sin cables? Mañana morirá. Ya está casi muerto. Mírelo.

Vittorino Lamanna, pálido, alterado, se volvió para decirle de mala manera que se callara; pero encontró la mirada de la Sra. Venanzi que le hizo una señal, poniéndose de pie y saliendo del salón. Se levantó también él poco después, y la siguió al saloncito de al lado.

La encontró, cuando encendía un cigarrillo, dando con voluptuosidad las primeras bocanadas de humo.

– Fume, fume, Lamanna, fume también usted, – le dijo, presentándole una cajetilla de cigarrillos. – ¡No podía más! Si no fumo, me muero.

Llegó del salón, a través de la vidriera, un fragoroso estallido de risa.

– ¡Querido, querido, ese Luna! Encuentra el modo de hacer reír incluso cuando habla de un descubrimiento científico. ¡Esperemos que se despierte! – suspiró luego, aludiendo a De Marchis.- ¡Quién sabe cómo estará sufriendo esa pobre Cristina!

– ¿Cristina? – preguntó, ceñudo, Vittorino Lamanna.

– La mujer, – explicó la Sra. Venanzi. – ¿No la ha visto? ¡Es tan hermosa! Quizás ahora se ayuda un poco con la química. ¡Ah, ha sido una verdadera lástima sacrificar a la gloria de ese viejo tanta belleza! ¡Cálculo equivocado! El viejo glorioso está ahí, como usted ve, abandonado por la vida, olvidado por la muerte. La pobre Cristina, evidentemente, contó que, sí, el sacrificio de su belleza a la gloria no duraría tanto, y que la luz de esta gloria iluminaría mejor, después, su belleza. ¡Cálculo equivocado! Y ahora, pobrecita, quiere obtener de la gloria a la que se ha sacrificado todas las magras satisfacciones que puede: arrastra al marido a todas partes; de milagro no se cuelga del cuello las innumerables condecoraciones de él, nacionales y extranjeras. El viejo, sin embargo, ¡eh!, el viejo se venga de ello: duerme así en todas partes, ¿sabe? Duerme y duerme. ¡Ya es mucho si no ronca!

Vittorino Lamanna sintió que se le caían los brazos. Pensó en la próxima lectura de su comedia, mientras el viejo dormía; pensó en el dicho de un célebre comediógrafo francés: que durante la lectura o la representación de un drama, el sueño tiene que ser considerado como una opinión, y dejó que se le escapara de los labios:

– ¡Oh, Dios! ¿Y entonces?

La Sra. Venanzi, ante este ingenuo suspiro, rompió a reírse, de todo corazón.

– ¡No tema, no tema! – le dijo luego. – procuraremos mantenerlo despierto. Pero ya, verá que no hay necesidad de nada. Su arte hará solo el milagro.

– ¡Pero si dice que duerme siempre!

– ¡No: siempre siempre, no! Si acaso, sin embargo, le ponemos al lado a Gabrini, ¿sabe?, el que lo atormenta a usted. Me he dado cuenta. ¡Ah, Gabrini es terrible! Es muy capaz de largarle por debajo algún pellizco. ¡Deje que me ocupe yo de ello!

Entró en ese momento Flora, la hermosísima hija de la Sra. Venanzi, a llamar a la madre.

Casimiro Luna había terminado de exponer su “entrevista” y se había marchado.

La Sra. Venanzi acarició a su espléndida hija en presencia del joven, le ordenó los cabellos, le arregló, sobre el pecho abundante, los pliegues de la camisa de seda. Flora la dejó hacer, sonriente, con los ojos vueltos al joven; luego le dijo a la madre:

– ¿Sabes que la señora Cristina también se ha marchado?

La madre, entonces, se airó fieramente.

– ¿Marchado? ¿Y me deja ahí ese mausoleo dormido? ¡Ah! ¡Esto, me parece, es ya demasiado! ¿Dónde ha ido?

– ¡Bueno!, – suspiró la hija. – Ha dicho que volverá dentro de poco.

Luego se dirigió a Lamanna y añadió.

– No lo dude: ahora mismo se lo despierto yo, con una taza de té.

Lamanna, ya con la sangre toda revuelta, habría querido rogarle a la Sra. Venanzi que anulara la lectura de la comedia y que le permitiera que se fuera a escondidas. Pero la señora Alba ya se había levantado y había entreabierto la puerta para volver al salón con la hija.

Cuando de ahí a poco, esta con una taza de te en una mano y en la otra, la jarra de la leche, le rogó a la señora inglesa que estaba sentada junto a De Marchis que lo sacudiera por un brazo, Vittorino Lamanna, que se había puesto nerviosísimo, hubiera querido gritarle: “Pero ¡déjelo dormir, por Dios!”. Así, los que no conocían el sueño continuo del viejo, podrían atribuir la causa a la exposición de Luna, y no a la próxima lectura de su comedia.

Ya despierto, Alessandro De Marchis miró a Flora con los ojos abiertos de par en par:

– Ah, sí… Guglielmo… Guglielmo Marconi…

– No, perdone, senador, – dijo Flora, con una sonrisa. – ¿Con leche o sin leche?

– Con… con leche, sí, gracias.

Una vez tomado el té, se quedó despierto. Vittorino Lamanna, que ya se disponía a leer, acogió dentro de sí el halago de que su comedia encadenaría de verdad la atención del viejo, como la Sra. Venanzi le había dejado esperar, y leyó en voz alta el título: Conflicto.

Leyó los personajes, leyó la descripción de la escena, y le dirigió una rápida mirada a De Marchis.

Este estaba aún con el ceño fruncido y parecía muy atento. Lamanna se detuvo en ese halago, y comenzó a leer la primera escena, reanimado por completo.

Se había propuesto representar un conflicto de almas, decía él. Un viejo benefactor, aún válido, se había casado con su beneficiada; esta, enamorada poco después de un joven, se debatía entre el sentimiento del deber y de la gratitud y la repugnancia que sentía en el cumplimiento de sus deberes de esposa, mientras su corazón estaba lleno del otro. Traicionar, no; pero mentir, ¡ni siquiera mentir!

¡Pues bien, quién sabe!, De Marchis quizás habría podido entrever en esa situación dramática un caso similar al suyo, y habría prestado atención hasta el final. Y Lamanna seguía leyendo con mucho calor.

De pronto, sin embargo, por los ojos de los oyentes comprendió que el viejo había vuelto a dormirse.

No tuvo fuerzas para mirar y confirmarlo. Buscó, en cambio, los ojos de Gabrini, y los encontró enseguida fijos sobre él, cortantes de ironía.

– A los ochenta y seis años, en el umbral de la muerte… – le pareció leer en esa mirada; y enseguida sintió que toda la sangre le subía a las mejillas, de la rabia; se confundió, se enredó, perdió el tono, el color, la medida; y, con un gran zumbido en los oídos, presa de una exasperación creciente, arrastró miserablemente la lectura de su trabajo hasta el final.

Fue un suplicio para él y para los demás, que pareció durar un siglo. Ya acabado, no vio la hora de encontrarse solo en casa para romper en mil pequeñísimos pedazos su acto único, que había sido para él instrumento de indecible tortura.

Media hora después, en el salón de la Sra. Venanzi no había ya nadie, excepto el viejo que dormía en el sillón, con la cabeza caída sobre el pecho, los labios flojos, de los que colgaba sobre el chaleco un hilo de baba.

Madre e hija, en el saloncito de al lado, hablaban del mal papel de Lamanna y picaban entretanto alguna violeta azucarada.

– ¡Oh! – exclamó de pronto la madre. – Esa no vuelve. Es necesario despertar al viejo.

Fueron al salón y estuvieron un rato contemplando con una pena mezclada de repugnancia a ese glorioso durmiente, en el que toda la luz del intelecto se había extinguido hacía tiempo.

Lo sacudieron lentamente, luego más fuerte. Se esforzó no poco Alessandro De Marchis para comprender que la mujer lo había abandonado allí.

– Si quiere, – le dijo la Sra. Venanzi, – haré que lo acompañen hasta casa.

– No, – respondió el viejo, intentando levantarse del sillón varias veces. – Me basta… me basta hasta el pie de la escalera. Luego cojo un coche.

Logró al final levantarse; miró a Flora; le acarició una mejilla.

– Estás un poco chupada, – le dijo. – Bonita mía, ¿qué hay?, ¿acaso flirteamos?

Flora, sin ruborizarse, levantó un hombro y sonrió.

– ¡Qué dice, senador!

– ¡Mal! – continuó entonces De Marchis. – A los diecinueve años es necesario flirtear. Y créeme que no hay nada mejor, bonita mía.

Se acercó lentamente a una repisa, para meter la cara en un gran ramo de rosas; luego, apartándola, suspiró:

– Pobre viejo…

Bajó muy despacio, con gran esfuerzo, la escalera, apoyado en el criado; se metió en el coche y poco después se durmió también allí, sin la más lejana sospecha de que por la noche, en las “notas mundanas”, todos los periódicos más conocidos hablarían de él, de su gran complacencia ante los triunfos de Guglielmo Marconi, de su vivísima simpatía por Casimiro Luna y también de su paterna benevolencia hacia Vittorino Lamanna, el joven comediógrafo prometedor.

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