5. 15 La destrucción del hombre
Quisiera saber solo si el señor juez instructor considera de buena fe que ha encontrado una sola razón que sirva para explicar de algún modo esto que él llama asesinato premeditado (y sería, si acaso, doble asesinato, porque la víctima estaba a punto de cumplir felizmente el último mes de embarazo).
Se sabe que Nicola Petix se había atrincherado en un silencio impenetrable, primero ante el comisario de policía, apenas detenido, luego ante él, quiero decir, ante el señor juez instructor que inútilmente, tantas veces y de todos los modos, ha intentado interrogarlo, y en fin ante el joven abogado que le han impuesto de oficio, visto que hasta el final no ha querido encargarle su defensa a uno de su confianza.
De este silencio tan obstinado se debería dar aun así, me parece, alguna interpretación.
Dicen que en la cárcel, Petix demuestra la desmemoriada indiferencia de un gato que, después de haber desgarrado un topo o un polluelo, se recoge feliz en un rayo de sol.
Pero está claro que esta voz, la cual querría dar a entender que Petix consumió el delito en la inconsciencia de un animal, no ha sido acogida por el juez instructor, pues ha creído que debe admitir y sostener la premeditación del asesinato. Los animales no premeditan. Acechan, su emboscada es parte instintiva y natural de su naturalísima caza, que no los convierte ni en ladrones ni en asesinos. La zorra es ladrona para el amo de las gallinas: pero para sí misma la zorra no es ladrona, atrapa las gallinas y se las come. Y después de habérselas comido, adiós, no piensa más en ello.
Pero Petix no es un animal. Y es necesario ver, antes que nada, si esta indiferencia es verdadera. Porque, si es verdadera, se debería tener en cuenta incluso esta indiferencia, al igual que ese silencio obstinado, del cual – a mi modo de ver – sería la consecuencia más natural; corroborados como están uno y otro por el explícito rechazo de un defensor.
Pero no quiero anticipar juicios, ni poner delante por ahora mi opinión.
Sigo discutiendo con el señor juez instructor.
Si el señor juez instructor cree que Petix tiene que ser castigado con todo el rigor de la ley, porque para él no es un imbécil feroz digno de ser comparado con un animal, ni un loco furioso que ha matado por nada a una mujer a pocas semanas del parto; la razón del delito, de este asesinato premeditado, ¿cuál puede haber sido?
Una pasión secreta por esa mujer, no. Bastaría con que el joven abogado de oficio pusiera ante los ojos de los señores jurados, un momento, un retrato de la pobre muerta. La señora Porrella tenía cuarenta y siete años y cualquier cosa podía parecer ahora excepto una mujer.
Recuerdo haberla visto pocos días antes del delito, a finales de octubre, del brazo de su marido cincuentón, un poquito más pequeñito que ella, pero con su buena pancita también él, el señor Porrella, por la avenida Nomentano al atardecer, a pesar del viento que levantaba en ráfagas cálidas y fragorosas las hojas muertas.
Puedo asegurar, bajo mi palabra de honor, que era una provocación la vista de esos dos, fuera, de paseo, un día como ese, con todo ese viento, en medio del torbellino de esas hojas muertas, pequeños bajo los plátanos desnudos que se afanaban en el cielo tempestuoso con el híspido enredo de sus ramas.
Adelantaban los pies del mismo modo, al mismo tiempo, graves, como en un ejercicio encomendado.
Quizás creían que no se podía prescindir en modo alguno de ese paseo, ahora que el embarazo había llegado a sus últimos días. Prescrito por el médico; aconsejado por todas las amigas de la vecindad.
Molesto quizás, sí, pero naturalísimo para ellos que ese viento se levantara así de pronto, y golpeara furiosamente por aquí y por allí todas esas hojas muertas acartonadas sin lograr nunca barrerlas; y que esos plátanos de allí, puesto que a tiempo habían echado las hojas, ahora se desnudaran a tiempo para quedarse como muertos hasta la primavera venidera; y que allí ese perro vagabundo estuviera condenado por todo ese olor a detenerse casi ante todos esos troncos de esos plátanos y a levantar con exasperación una pata para no exprimir sino apenas unas pocas gotas, después de haberse revuelto tantas y tantas veces ansiosamente para encontrar el modo.
Juro que no solo a mí, sino a cuantos pasaban ese día por la avenida Nomentano les parecía increíble que ese hombrecillo pudiera mostrarse tan satisfecho de llevar de paseo a esa mujer en ese estado; y más increíble que esa mujer se dejara llevar, con una obstinación que parecía tanto más cruel contra sí misma, cuanto más resignada parecía al esfuerzo insoportable que debía costarle. Se tambaleaba, jadeaba y tenía los ojos como endurecidos en el sufrimiento, no ya por el esfuerzo inhumano, sino por el miedo a no lograr llevar hasta el final esa carga obscena suya en el vientre que se le caía. Es verdad que de vez en cuando bajaba sobre esos ojos los párpados lívidos. Pero no los bajaba tanto por vergüenza, cuanto por la irritación de verse obligada a sentir esa vergüenza, por los ojos que la miraban y la veían en ese estado, a su edad, un viejo trapo que aún servía para algo que parecía mucho. De hecho, del brazo del marido, habría podido, con un apretón a escondidas, recordarle en medio de la satisfacción a la que a menudo y con demasiada evidencia se abandonaba, que era él, aun siendo tan pequeñito y calvo y cincuentón, el autor de todo ese gran apuro. No se lo recordaba, porque estaba además contenta de que él tuviese ánimo de mostrar precisamente esa satisfacción, mientras que a ella le tocaba tener que mostrar vergüenza. Me parece verla todavía, cuando, ante alguna ráfaga más violenta que la investía por detrás, se paraba sobre sus bastas piernas anchas, a las que se les pegaba la falda, la cual se las ceñía de modo indecente, mientras por delante se le abombaba. Entonces, ella no sabía a qué acudir antes con el brazo libre, es decir, si bajar ese balón del vestido, que arriesgaba con descubrirla toda por delante, o si sujetar por el ala el viejo sombrero de terciopelo violeta, a cuyas melancólicas plumas negras les nacía con el viento una desesperada veleidad de vuelo.
Pero vengamos a los hechos.
Os ruego (si tenéis un poco de tiempo) que vayáis a visitar esa vieja casona en la calle Alessandria, donde vivían los cónyuges Porrella e incluso, en dos habitacioncitas del piso de abajo, Nicola Petix.
Es una de esas muchas casonas, todas feas a su modo, como selladas con la marca de la común vulgaridad por el tiempo en que con gran furia fueron erigidas, en la previsión, que luego se reconoció equivocada, de una precipitada y excesiva afluencia de ciudadanos a Roma, inmediata-mente después de la proclamación de esta como tercera capital del reino.
Muchas fortunas privadas, no solo de nuevos ricos, sino incluso de ilustres linajes, y todos los subsidios prestados por las cajas de crédito a esos constructores, que durante años parecieron estar dominados por un frenesí casi fanático, se vieron entonces arrastrados a una enorme ruina, que aún hoy se recuerda.
Y se vio, allí donde había antiguos parques patricios, magníficas casas y, al otro lado del río, huertos y prados, que surgían casas y más casas, bloques completos, en calles excéntricas apenas trazadas; y de improviso, que se quedaban – despojos nuevos – levantadas hasta el cuarto piso, pudriéndose sin techo, con todos los vanos de las ventanas desguarnecidos, y fijado aún en lo alto, en los agujeros de las bastas paredes, algún resto de los andamios abandonados, ennegrecidos y podridos por las lluvias¸ y que otros bloques, ya terminados, permanecían desiertos a lo largo de calles enteras de barrios nuevos, por los que nunca pasaba nadie; y que la hierba en el silencio de los meses, brotaba en los bordes de las aceras, rozando las paredes y luego, débil, tiernísima, helada con cada soplo de aire, reconquistar todo el apisonado de las calles.
Muchas de estas casas, luego, construidas con todas las comodidades para acoger a inquilinos acomodados, se abrieron, tanto para sacar de ellas algún beneficio, ante la invasión de la gente del pueblo. Esta, como bien puede imaginarse, hizo en poco tiempo tal destrozo, que, cuando al final, con el paso del tiempo, comenzó en Roma verdaderamente la penuria de los alojamientos, demasiado pronto temida antes, demasiado tarde remediada luego por el miedo que tenían todos de hacer nuevas construcciones a causa de aquella solemne desilusión, los nuevos propietarios, que se las habían adquirido a poco precio a los bancos subsidiarios de los antiguos constructores arruinados, haciendo ahora la cuenta de cuánto deberían gastar para readaptarlas y restablecerlas en un estado decente para arrendárselas a inquilinos dispuestos a pagar un alquiler más alto, estimaron más conveniente no hacer nada y contentarse con dejar las escaleras con los escalones rotos, las paredes obscenamente sucias, las ventanas con las persianas caídas y los cristales rotos, embanderadas de trapos asquerosos y remendados, tendidos para que se secaran en las cuerdas.
Sin embargo, ahora, en alguna de estas grandes y miserables casas, incluso entre esos inquilinos que han permanecido cumpliendo la obra de destrucción en paredes y en puertas y en suelos, alguna familia decaída o de clase media, de empleados o de profesores, ha comenzado a buscar residencia, bien por no haberla encontrado en otra parte, bien por necesidad o amor al ahorro, venciendo la repugnancia a toda esa mugre, y más la mezcolanza con eso que sí, Dios mío, cerca está, no se niega, pero que ciertamente, por poco que se ame la limpieza y la buena crianza, disgusta tener tan cerca; y no se puede decir, por lo demás, que el disgusto no sea correspondido; tan verdad es que estos recién llegados han sido en principio mirados con cara de pocos amigos, y luego, poco a poco, si han querido que los miren menos mal, han tenido que adaptarse a ciertas confidencias más tomadas que acordadas.
Ahora en esa casona de la calle Alessandria, cuando sucedió el delito, los cónyuges Porrella habitaban desde hacía unos quince años; Nicola Petix, desde hacía una decena. Pero mientras ellos desde hacía tiempo habían entrado en la gracia de todos los coinquilinos más antiguos, Petix se había atraído, por el contrario, cada vez más la antipatía general, por el desprecio con que los miraba a todos, comenzando por el portero, un zapatero remendón; sin querer honrar nunca, no solo con una palabra, sino ni siquiera con una leve señal de saludo, a nadie.
Ya lo he dicho, vengamos a los hechos. Pero unos hechos son como un saco que, vacío, no se mantiene.
Se percatará bien el señor juez instructor, si – como parece – quiere intentar hacer que se mantenga así, sin meter dentro todas esas razones que ciertamente lo han determinado, y que él quizás ni siquiera imagina.
Petix tuvo por padre a un ingeniero expatriado desde hacía tiempo y muerto en América, quien dejó en herencia toda su fortuna, reunida allí en tantos años con el ejercicio de la profesión, a otro hijo, dos años mayor que Petix y también ingeniero, con la obligación de que le pasara mensualmente al hermano menor, durante su vida, una asignación de pocas centenas de liras, casi a título de limosna, y no porque le correspondieran por derecho, pues ya se había “comido”, como se decía en el testamento, “toda la legítima que le correspondía en un ocio vergonzoso”.
Este ocio de Petix estará bien, mientras no se lo considere solo por el lado del padre, sino un poco incluso por el de él, porque Petix verdaderamente asistió durante años a las aulas universitarias, pasando de un tipo de estudios a otro, de la medicina a las leyes, de las leyes a las matemáticas, de estas a las letras y a la filosofía: no examinándose nunca, es verdad, de nada, porque no se imaginó nunca que trabajaría como médico o como abogado, matemático o literato o filósofo: Petix no ha querido hacer, en vedad, nunca nada; pero ello no quiere decir que haya estado ocioso, y que este ocio haya sido vergonzoso. Ha meditado siempre, estudiando a su modo, sobre los casos de la vida y sobre las costumbres de los hombres.
Fruto de estas continuas meditaciones, un tedio infinito, un tedio insoportable tanto de la vida cuanto de los hombres.
¿Hacer una cosa por hacerla? Sería necesario estar dentro de la cosa por hacer, como un ciego, sin verla desde fuera; o si no, asignarle una finalidad. ¿Qué finalidad? ¿Solo la de hacerla? Pues sí, Dios mío: tal como se hace. Hoy esta y mañana otra. O incluso lo mismo cada día. Según las inclinaciones o las capacidades, según las intenciones, según los sentimientos o los instintos. Como se hace.
El aprieto viene, cuando de esas inclinaciones y capacidades e intenciones, de esos sentimientos e instintos, seguidos por dentro porque se tienen y se sienten, se quiere ver desde fuera la finalidad, que precisamente porque se busca así, desde fuera, ya no se encuentra, como no se encuentra ya nada.
Nicola Petix llegó pronto a esta nada, que debería ser la quintaesencia de toda filosofía.
La vista cotidiana de los más de cien inquilinos de esa casona mugrienta y tétrica, gente que vivía por vivir, sin saber vivir, sino por ese poco que cada día le parecía que estaba condenada a hacer: siempre las mismas cosas; comenzó pronto a provocarle fastidio, una impaciencia agitada, que se exasperaba cada día más.
Sobre todo intolerables eran la vista y el alboroto de los muchos niños que pululaban por el patio y por las escaleras. No podía asomarse a la ventana de ese patio, que no viese cuatro o cinco en fila inclinados, haciendo sus necesidades mientras mordían una manzana podrida o un trozo de pan; y en el empedrado despegado, donde se estancaban los charcos de agua pútrida (si acaso era agua), tres machitos echados boca abajo para espiar dónde y cómo hacía pipí una niñita de tres años que no se preocupaba de ello, grave, indiferente y con un ojo vendado. Y los salivazos que se tiraban, las patadas, los arañazos que se daban, los tirones de cabello, y los gritos que seguían, en los que participaban las madres desde todas las ventanas de los cinco pisos; mientras, he ahí, la señorita maestra con la cara consumida y los cabellos lacios atraviesa el patio con un gran ramo de flores, regalo del novio que sonríe a su lado.
Petix tenía la tentación de correr al cajón de la mesita de noche para darle un tiro de revólver a esa maestrita, tal y tanta furia de indignación le provocaban esas flores y esa sonrisa del novio, los halagos del amor en medio de la nauseabunda obscenidad de toda esa puerca prole, que dentro de poco esa maestrita también se consagraría a aumentar.
Ahora, pensad que, desde hacía diez años, cada día Nicola Petix asistía en esa casona a los periódicos inevitables embarazos de esa señora Porrella, la cual, habiendo llegado entre náuseas, trepidaciones y padecimientos al séptimo u octavo mes, siempre con el riesgo de morir, abortaba. En diecinueve años de matrimonio, esa carcasa de mujer contaba ya con quince abortos.
Lo más espantoso para Nicola Petix era esto: que no lograba ver en ellos dos la razón por la que, con una obstinación tan ciega y feroz contra sí mismos, querían un hijo.
Quizás porque dieciocho años atrás, en el tiempo del primer embarazo, la mujer había preparado por completo el ajuar del concebido: gasas, gorritos, camisitas, baberos, batones llenos de lacitos, botitas de lana, que esperaban aún ser usados, ya amarillentos y secos en su almidonado, como cadaveritos.
Ya desde hacía diez años, entre todas esas mujeres del bloque que procreaban a más no poder y Nicola Petix, que a más no poder odiaba a la puerca prole de ellas, se había establecido como un desafío: ellas sostenían que la señora Porrella tendría esta vez al hijo, y él decía que no, que tampoco esta vez lo lograría. Y cuanto más premurosas, con infinitos cuidados y consejos y atenciones, ellas incubaban el vientre de la mujer que mes tras mes engordaba; tanto más a él, al ver que mes tras mes engordaba, sentía que le crecía la irritación, la agitación, el furor. En los últimos días de cada embarazo, en su fantasía sobreexcitada, toda esa enorme casona se le representaba como un enorme vientre torturado desesperadamente por la gestación del hombre que debía nacer. No se trataba ya para él del parto inminente de la señora Porrella, que debía darle una derrota; se trataba del hombre, del hombre que todas esas mujeres querían que naciera del vientre de esa mujer; del hombre tal como puede nacer de la bruta necesidad de los dos sexos que se han unido.
Pues bien, al hombre fue a lo que quiso destruir Petix cuando estuvo seguro de que finalmente ese decimosexto embarazo llegaría a su cumplimiento. Al hombre. No a uno de muchos, sino a todos en ese hombre; para vengarse en ese uno de tantos como veía allí, pequeños brutos que vivían por vivir, sin saber vivir, a no ser por ese poco que cada día parecían condenados a hacer: siempre lo mismo.
Y pocos días después sucedió que yo vi a los dos cónyuges Porrella por la avenida Nomentano, entre el torbellino de esas hojas muertas, adelantar los pies del mismo modo, al mismo tiempo, graves, compungidos, como para hacer una tarea encomendada.
La meta del paseo diario era un peñasco al otro lado de la Barriera, donde la avenida, al volver otra vez después de Sant´Agnese y estrechándose un poco, baja hacia el valle del Aniene. Cada día, sentados en ese peñasco, descansaban de la larga y lenta caminata durante una media hora, el señor Porrella mirando el puente hosco y ciertamente pensando que por allí habían pasado antiguos romanos; la señora Porrella siguiendo con los ojos a alguna vieja que buscaba verduras entre la hierba de la pendiente a lo largo del curso del río, que aparece allí abajo durante un breve tramo después del puente; y mirándose las manos y dándoles vueltas a los anillos alrededor de los bastos dedos.
También ese día quisieron llegar a la meta, a pesar de que el río por las abundantes lluvias recientes estuviese crecido y desbordado de modo amenazador en la pendiente, casi hasta por debajo de ese peñasco de ellos; a pesar de que, sentado en este, como si estuviera esperándolos, descubrieran desde lejos a su coinquilino Nicola Petix, todo arrebujado y recogido en sí mismo como un gran búho.
Se pararon, al descubrirlo, contrariados y perplejos durante un instante, si ir a sentarse en otro lado o volver atrás. Pero esa misma advertencia de contrariedad y de desconfianza los empujó precisamente a acercarse, porque les pareció irrazonable admitir que la presencia antipática de ese hombre e incluso la intención que parecía evidente en él de haber venido allí para que ellos pudieran representar algo tan grave, como para renunciar a esa parada habitual, que necesitaba especialmente la preñada.
Petix no dijo nada; y todo se desarrolló en un instante, casi tranquilamente. Apenas la mujer se acercó al peñasco para sentarse, él la agarró por un brazo y la arrastró de un tirón hasta el borde de esas aguas desbordadas; allí le dio un empujón y la envió a ahogarse en el río.