Página dedicada a mi madre, julio de 2020

5.2  La herejía cátara

Bernardino Lamis, profesor ordinario de historia de las religiones, entrecerrando los ojos doloridos y, como hacía en las más graves ocasiones, cogiéndose la cabeza entre las gráciles manos temblorosas que parecían tener en las puntas, en lugar de uñas, cinco rosadas conchitas lucientes, les anunció a los dos únicos alumnos que seguían con pertinaz fidelidad su curso:

– En la próxima lección, señores, hablaremos de la herejía cátara.

Uno de los dos estudiantes, Ciotta – un moreno ciociaretto, de Guarcino, basto y macizo – rechinó los dientes con fiera alegría y se frotó un poco las manos, con violencia. El otro, el pálido Vannícoli, de rubios cabellos tiesos como hilos de estopa y de aire apagado, sacó en cambio los labios, puso más afligida que nunca la mirada de sus claros ojos lánguidos y se quedó con la nariz como a punto de olfatear algún olor desagradable, intentado decir con ello que había comprendido la pena que al venerado maestro tenía que haberle costado tratar ese tema. (Pues Vannícoli creía que, cuando él y Ciotta, acabada la lección, acompañaban al profesor Lamis durante un gran trecho hacia su casa, este se dirigía solo a él, el único capaz de entenderlo.)

Y, de hecho, Vannícoli sabía que hacía cerca de seis meses había salido en Alemania (Halle an der Saale) una mastodóntica monografía de Hans von Grobler sobre la herejía cátara, que la crítica había puesto por los cuernos de la Luna, y que sobre ese mismo tema, tres años antes, Bernardino Lamis había escrito dos grandes volúmenes, que von Groler mostraba no haber tenido en cuenta, a no ser una sola vez, y de pasada, al citar esos dos volúmenes, en una breve nota; y para hablar mal.

Bernardino Lamis se había quedado herido hasta el corazón; y más se había dolido e indignado con la crítica italiana que, al elogiar con los ojos cerrados el libro alemán, no se había acordado ni mínimamente de sus dos volúmenes anteriores, ni había gastado una palabra para destacar el trato indigno que el escritor alemán le había dado a un escritor nacional. Más de dos meses había esperado que alguien, al menos entre sus antiguos alumnos, se moviera para defenderlo; luego, aunque – según su modo de ver – no le había parecido bien, se había defendido solo, anotando en una larga y minuciosa reseña, aderezada de fina ironía, todos los errores más o menos vulgares en que von Grobler había caído, todas las partes en que este se había apropiado de su obra sin ni siquiera mencionarla, y, en fin, había reafirmado con nuevos e inexpugnables argumentos sus propias opiniones contra las discordantes del histórico alemán.

Esta defensa suya, sin embargo, por la excesiva extensión y por el escaso interés que habría despertado en la mayoría de sus lectores, había sido rechazada por dos revistas; la tercera la tenía desde hacía más de un mes, y quién sabe cuánto tiempo más la tendría, a juzgar por la respuesta nada amable que Lamis, tras un apremio suyo, había recibido del director.

Por tanto, Bernardino Lamis, en verdad, tenía razón, cuando, al salir de la Universidad, se desahogó ese día amargamente con los dos fieles jóvenes que lo acompañaban habitualmente hasta casa. Y les hablaba de la impúdica charlatanería que desde el campo de la política había pasado a patalear hasta el de la literatura, antes, y ahora, desgraciadamente, incluso en los sagrados e inviolables dominios de la ciencia; hablaba de la bellaca servidumbre arraigada profundamente en la índole del pueblo italiano, el cual considera una gema preciosa todo lo que viene del otro lado de los Alpes o del mar, y una piedra falsa y vil, todo lo que se produce entre ellos; señalaba, en fin, los argumentos más fuertes contra su adversario, que desarrollaría en la próxima lección. Y Ciotta, saboreando el placer que sentiría con el estro irónico y bilioso del profesor, volvía a frotarse las manos, mientras Vannicoli, afligido, suspiraba.

En cierto momento, el profesor Lamis calló y adoptó un aire abstracto: signo, este, para los dos estudiantes, de que el profesor quería que lo dejaran solo.

Siempre, tras la lección, daban una vueltecita por placer, alrededor de la plaza del Panteón, luego por la de Minerva, atravesaban Via dei Cestari y desembocaban en el Corso Vittorio Emanuele. Cuando llegaban cerca de la Plaza San Pantaleo, adoptaba ese aire abstracto, pues – antes de desembocar en la calle del Governo Vecchio, donde vivía – solía entrar (furtivamente, según su intención) en una pastelería, de donde poco después salía con un cucurucho en la mano. Los dos estudiantes sabían que el profesor Lamis no tenía que hacerle las compras ni a un grillo, y por ello no lograban entender por qué compraba ese cucurucho misterioso tres veces a la semana.

Empujado por la curiosidad, Ciotta incluso había entrado un día en la pastelería para preguntar qué compraba el profesor.

– Amarguillos, esponjitas y bocche di dama.

¿Y para quién serían?

Vannicoli decía que para los sobrinos. Pero Ciotta pondría las manos en el fuego que eran para él, para el mismo profesor; pues una vez lo había sorprendido por la calle mientras se metía una mano en el bolsillo para sacar una de esas esponjitas y tenía que tener ya otra en la boca, seguramente, la cual le había impedido responder al saludo que él le había dirigido.

– Y bien, si es así, ¿qué hay de malo? ¡Debilidades! – le había dicho, enojado, Vannicoli, mientras desde lejos seguía con la mirada lánguida al viejo profesor, quien se iba lenta, blandamente, arrastrando los zapatos.

No solo ese pecadillo de gula, sino tantas y tantas cosas se le podían perdonar a ese hombre que, por la ciencia, había terminado con esos hombros encorvados que parecía que querían resbalar, y se mantenían penosamente, gracias al cuello largo, extendido como bajo un yugo. Entre el sombrero y la nuca, la calvicie del profesor Lamis se descubría como una media luna grande; le temblaba en la nuca una rala melena plateada, que le cubría aquí y allá las orejas y seguía por delante de la barba – en las mejillas y bajo la barbilla – en forma de collar.

Ni Ciotta ni Vannicoli habrían supuesto nunca que Bernardino Lamis llevaba en ese cucurucho toda la comida del día.

Dos años atrás, le había caído encima, desde Nápoles, la familia de un hermano suyo, muerto allí de improviso: la cuñada, una furia del infierno, con siete hijos, el mayor de los cuales apenas tenía once años. Observad que el profesor Lamis no había querido casarse para que no lo distrajeran de ningún modo de sus estudios. Cuando, sin ningún aviso, se vio delante ese ejército estridente, acampado en el rellano de la escalera, delante de la puerta, entre innumerables hatos y hatillos, se había quedado trastornado. Al no poder escapar por la escalera, pensó hacerlo tirándose por la ventana. Las cuatro salitas de su modesta morada habían sido invadidas; el descubrimiento de un jardincito, el único y dulce consuelo del tío, había suscitado un tripudio frenético en los siete huérfanos desconsolados, como los llamaba su gorda cuñada napolitana. Un mes después, ya no había una brizna de hierba en ese jardincito. El profesor Lamis se había vuelto la sombra de sí mismo: daba vueltas por el estudio como quien ha perdido la cabeza, aun cogiéndose la cabeza entre las manos casi para que no se la llevaran por delante, incluso materialmente, esos gritos, esos llantos, ese pandemonio encarnizado de la mañana a la tarde. Y había durado un año, para él, este suplicio, y quién sabe cuánto más no habría durado, si un día no se hubiese dado cuenta de que la cuñada, no contenta con el sueldo que cada veintisiete del mes él le entregaba íntegro, ayudaba al mayor de los hijos a trepar por el jardín hasta la ventana del estudio, cerrado prudentemente con llave, para que robara los libros:

– Bien gordos, ¿no, Gennarié?, ¡bien gordos y nuevos!

La mitad de su biblioteca había terminado por poco dinero en los tenderetes.

Indignado, furioso, ese mismo día, Bernardino Lamis, con seis cestas de libros sobrevivientes y tres rústicas estanterías, un gran crucifijo de cartón, una caja de lencería, tres sillas, un amplio sillón de cuero, el escritorio alto y un lavamanos, se marchó a vivir – solo – a esas dos salitas de la calle Governo Vecchio, después de haberle impuesto a la cuñada que no se dejara ver nunca más por él.

Le mandaba ahora por medio de un bedel de la Universidad, puntualmente cada mes, el sueldo, del que se quedaba solo con lo estrictamente necesario para él.

No había querido tomar ni siquiera una criada a medio servicio, temiendo que se pusiera de acuerdo con la cuñada. Por lo demás, no lo necesitaba. No se había llevado ni siquiera la cama, dormía con un mantón sobre los hombros, envuelto en una manta de lana en el sillón. No cocinaba. Fiel a su modo a la teoría de Fletcher, se alimentaba poco, masticando mucho. Se vaciaba ese famoso cucurucho en los amplios bolsillos de los pantalones, una mitad aquí, otra mitad allí, y mientras estudiaba o escribía, en pie, como era habitual, comisqueaba un amarguillo o una esponjita o una bocca di dama. Si tenía sed, agua. Tras un año en aquel infierno, ahora se sentía en el paraíso.

Pero había llegado von Grobler con su librote sobre la herejía Cátara a arruinarle la fiesta.

Ese día, apenas llegó a casa, Bernardino Lamis se puso a trabajar, febrilmente.

Tenía por delante dos días para terminar de desarrollar esa lección que tanto le preocupaba. Quería que fuera formidable. Cada palabra tenía que ser una flecha contra ese penco alemán, von Grobler.

Solía escribir sus lecciones desde la primera palabra hasta la última, en folios de papel de protocolo, con delgadísimos caracteres. Luego, en la Universidad, las leía con voz lenta y grave, reclinando hacia atrás la cabeza, arrugando la frente y alargando los párpados para poder ver a través de las lentes puestas en la punta de la nariz, de cuyos orificios salían dos matojillos de híspidos pelos grises que habían crecido libremente. Los dos fieles alumnos tenían todo el tiempo para escribir casi bajo su dictado. Lamis no se subía casi nunca al estrado: se sentaba humildemente delante de la mesita de abajo. Los bancos, en la clase, estaban dispuestos en dos filas, uno aquí, el otro allí, en los dos extremos, para aprovechar la luz de los dos ojos de buey con rejas que se abrían en lo alto. El profesor no los veía nunca durante la lección: solo oía el roce de sus plumas apresuradas.

Allí, en esa aula, puesto que nadie se había alzado en su defensa, se vengaría de la villanía de ese alemán, dando una lección memorable.

Expondría primero, con sucinta claridad, el origen, la razón, la esencia, la importancia histórica y las consecuencias de la herejía cátara, resumiéndolas de sus dos volúmenes; luego, se lanzaría a la polémica, sirviéndose del estudio crítico que ya había hecho del libro de von Grobler. Dueño como era de la materia, y con el trabajo ya preparado, a mano, solo se toparía con una fatiga: la de poder frenar la pluma. Con el estro de la bilis, podría escribir en dos días, sobre ese argumento, otros dos volúmenes, y más poderosos que los primeros.

En cambio, tenía que limitarse a una llana lectura de poco más de una hora: es decir, completar con su delgada escritura no más de cinco o seis carillas de papel de protocolo. Dos ya las había escrito. Las otras tres o cuatro carillas tenían que servir para la parte polémica.

Antes de comenzar, quiso releer el esbozo de su estudio crítico sobre el libro de von Grobler. La sacó del cajón del escritorio, sopló sobre él para quitarle el polvo, con las lentes ya en la punta de la nariz, y fue a tenderse en el sillón.

Poco a poco, mientras leía, se sintió tan satisfecho, que de milagro no se encontró erguido en pie en ese sillón; y, una tras otra, en menos de una hora, se había comido inadvertidamente todas las esponjitas que tenían que servirle para dos días. Mortificado, sacó el bolsillo vacío, para sacudir la harina.

Se puso, sin más, a escribir, con la intención de resumir de manera sumaria ese estudio crítico. Poco a poco, sin embargo, mientras escribía, se dejó vencer por la tentación de incorporarlo por completo, sin interrupción, en la lección, pareciéndole que no había nada superfluo, ni un punto, ni una coma. ¿Cómo renunciar, de hecho, a ciertas expresiones de una agudeza tan espontánea y de tanta eficacia, a unos argumentos tan apropiados y decisivos? Y otros muchos se le ocurrían, mientras escribía, más lúcidos, más convincentes, a los que igualmente no era posible renunciar.

Cuando llegó la mañana del tercer día, en la que debía dictar la lección, Bernardino Lamis se encontró delante, en el escritorio, quince carillas densas, en lugar de seis.

Se turbó.

Muy escrupuloso en su trabajo, solía cada año, al principio, dictar el programa de toda la materia de enseñanza que desarrollaría durante el curso, y a este programa se atenía rigurosamente. Ya había hecho, por esa desgraciada publicación del libro de von Grobler, una primera concesión al amor propio ofendido, entrando ese curso a hablar, sin corresponderle, de la herejía cátara. Más de una lección, por tanto, no podría dedicarle. No quería, por nada del mundo, que se dijera que, por rencor o desahogo, el profesor Lamis hablaba, fuera de propósito o más de lo necesario, sobre un tema que no entraba sino de lejos en la materia del curso.

Era necesario, por tanto, en las pocas horas que le quedaban, reducir a ocho, a nueve carillas al máximo, las quince que había escrito.

Esta reducción le costó un esfuerzo intelectual tan intenso, que no advirtió ni siquiera el granizo, los rayos, los truenos de un violentísimo huracán que improvisamente se había desatado sobre Roma. Cuando estuvo en el umbral del portoncito de la casa, con su largo rollo de papel bajo el brazo, diluviaba. ¿Qué podía hacer? Faltaban apenas diez minutos para la hora fijada para la lección. Volvió a subir las escaleras, para coger el paraguas, y se encaminó bajo el agua, protegiendo lo mejor que podía el rollo de papel, su “formidable” lección.

Llegó a la universidad en un estado lamentable: empapado de pies a cabeza. Dejó el paraguas en la portería; se sacudió un poco la lluvia de encima, dando zapatazos; se secó la cara y subió a la galería.

El aula – oscura incluso en los días serenos – parecía con ese tiempo infernal una catacumba; se veía a duras penas. Sin embargo, al entrar, el profesor Lamis, que no solía nunca levantar la cabeza, tuvo el consuelo de entrever en ella, así de pasada, un insólito gentío, y alabó en su corazón a sus dos fieles estudiantes que, evidentemente, habían divulgado entre sus compañeros la voz del particular empeño con que el viejo profesor desarrollaría esa lección que tanta y tanta fatiga le había costado y en la que tanto tesoro de conocimientos, con sumo esfuerzo, se encerraba, y tanta agudeza se aprisionaba.

Dominado por una viva emoción, colocó el sombrero y subió, ese día, insólitamente, a la cátedra. Las gráciles manos le temblaban de tal modo, que le costó no poco colocarse las gafas en la punta de la nariz. En el aula, el silencio era perfecto. Y el profesor Lamis, ya con el rollo extendido, comenzó a leer en voz alta y vibrante, por lo que él mismo se quedó maravillado. ¿Hasta qué notas subiría, cuando, acabada la parte expositiva, para la que no era adecuado ese tono de voz, se lanzara a la polémica? Pero, en ese momento, el profesor Lamis ya no era dueño de sí. Casi mordido por las víboras de su estilo, sentía de vez en cuando que se le partían los riñones con largos escalofríos y levantaba continuamente la voz y gesticulaba, gesticulaba. ¡El profesor Bernardino Lamis, tan rígido siempre, tan mesurado, ese día, gesticulaba! Demasiada bilis había acumulado en seis meses, demasiada indignación le había causado el servilismo, el silencio de la crítica italiana; ¡y ese momento, ahora, vamos, era para él el momento de la revancha! Todos esos buenos jóvenes, que estaban escuchándolo religiosamente, hablarían de esa lección suya, dirían que él había subido a la cátedra ese día para que, con mayor solemnidad, partiera del Ateneo de Roma su desdeñosa respuesta no solo a von Grobler, sino a Alemania entera.

Leía así desde hacía tres cuartos de hora, cada vez más encendido y vibrante, cuando el estudiante Ciotta, que, de camino a la Universidad, había sido sorprendido por un fuerte aguacero y se había protegido en un portal, se asomó casi atemorizado a la puerta del aula. Mientras llegaba tarde, había esperado que el profesor Lamis, con ese tiempo de lobos, no hubiera venido a dar la lección. Abajo, luego, en la portería, había encontrado una nota de Vannícoli que le rogaba que lo excusara ante el querido profesor porque “habiendo resbalado la noche anterior, al salir de casa, había rodado por la escalera, y se había dislocado un brazo y, por ello, no podía, con sumo dolor, asistir a la clase”.

¿A quién le hablaba, pues, con tanto fervor el profesor Bernardino Lamis?

Muy callado, de puntillas, Ciotta cruzó el umbral del aula y echó una mirada a su alrededor. Con los ojos un poco deslumbrados por la luz de fuera, aunque escasa, entrevió también en el aula a numerosos estudiantes, y se quedó asombrado. ¿Era posible? Se esforzó por mirar mejor.

Una veintena de impermeables, tendidos aquí y allá para que escurrieran en la oscura aula desierta, formaban ese día todo el auditorio del profesor Bernardino Lamis.

Ciotta miró, aturdido, sintió que se le helaba la sangre, al ver cómo el profesor, con tanto fervor, les leía a esos impermeables su lección, y se retiró casi con miedo.

Entretanto, terminada la hora, del aula vecina salía rumorosamente un gentío de estudiantes de leyes, que quizás eran los propietarios de esos impermeables.

Enseguida, Ciotta, que aún no podía respirar por la emoción, extendió los brazos y se plantó delante de la puerta para impedir el paso.

– ¡Por favor, no entréis! Está dentro el profesor Lamis.

– ¿Y qué hace? – preguntaron estos, maravillados por el aire alterado de Ciotta.

Este se llevó un dedo a la boca, luego les dijo bajo, con los ojos espantados:

– ¡Habla solo!

Estalló una clamorosa e irrefrenable risotada.

Ciotta cerró rápido la puerta del aula, implorando de nuevo:

– ¡Silencio, por favor, silencio! ¡No le causéis esta mortificación, pobre viejo! ¡Está hablando de la herejía cátara!

Pero los estudiantes, tras prometer que se callarían, quisieron que se volviera a abrir la puerta, lentamente, para disfrutar desde el umbral del espectáculo de esos pobres impermeables que escuchaban, goteando negros en el aula, la formidable lección del profesor Bernardino Lamis.

– … pero el maniqueísmo, señores, el maniqueísmo, en el fondo, ¿qué es? ¡Decidlo vosotros! Ahora, si los primeros albigenses, según nuestro histórico alemán, el señor von Grobler…

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